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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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De Gaza a Arizona

La realidad se guía por el mismo vedetismo que el espectáculo. Una estrella que nos deslumbra apaga a otra. La terrible matanza de las fuerzas de asalto israelíes a la flotilla de origen turco hizo de golpe olvidar la espantosa ley SB1070, la identificación forzada de aquellos ciudadanos con aspecto chicano que circulen por las calles de cualquier ciudad sin hacer daño a nadie; una ley que, si nada lo remedia, será aprobada en julio por el estado de Arizona.

    Ahora bien, en Madrid, la ciudad donde vivo, casi todos los días veo a la policía, especialmente a la salida y entrada de algunas grandes estaciones de ‘metro', parando a las personas de raza negra o aspecto indio, latino, magrebí, y pidiéndoles los papeles. Lo hacen por lo general de un modo educado, aunque no sé cómo acaban estas interpelaciones en la calle; todos vamos siempre con prisa por la vida, y tampoco es cosa de ponerse a vigilar a la fuerza pública, por lo que pueda pasar. Así que en mi ignorancia me pregunto: ¿disponemos nosotros también en España de una ley vigente para dar el alto indiscriminadamente a los que tengan pinta no vamos a decir que mala pero distinta?

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14 de junio de 2010
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Días feriados

Acabo de volver de la Feria del Libro de Madrid, que hoy nos ha obsequiado con una tormenta de dimensiones monzónicas. Apenas he podido por ello hojear libros, aunque libros, la verdad, no me faltan. Mientras volvía bajo el aguacero he recapitulado. Aún estaba yo hace pocas semanas con las novedades de enero y febrero cuando llegaron los títulos de la primavera. Veo cerca mi escritorio, en el lugar de tránsito entre la mesilla de noche y su hueco natural en el orden alfabético de las estanterías, la novela a dos voces de Clara Sánchez ‘Lo que esconde tu nombre' (Destino), que trasmutó para mí un entorno familiar y natal, la costa alicantina (donde, como se dice con humor, "cualquier nativo nace sabiendo hacer una paella"), en el lugar de un crimen repleto de hondas resonancias históricas; o el Madrid fantasmagorizado por Luis Antonio de Villena en ‘Malditos' (Bruguera), con su galería de personajes reales que traté en su día pero sólo en el vivo y punzante retrato del autor he conocido; o los dos grandes volúmenes de Gil de Biedma, las cartas de ‘El argumento de la obra' (Lumen) y la obra completa tan bien compilada por Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, que me ha hecho descubrir tardíamente al excelente crítico literario que también fue el gran poeta barcelonés.

   Sigo leyendo, una vez seco, y repaso lo más recientemente leído. Las estupendas crónicas vienesas de Joseph Roth ‘Primavera de café' (Acantilado), donde destaca la estampa del portero grandioso y mistificado de un cine en el Prater. El fascinante ‘Gaudete' de Ted Hughes (Lumen), saltando entre la poesía, el relato y el monólogo dramático. O dos obras narrativas que llegan bajo el sello de Anagrama, ‘Black, black, black', de Marta Sanz, y ‘Habitación doble' de Luis Magrinyà. La novela de Marta Sanz la leí hace casi un año, formando parte del jurado del premio de novela Herralde, al que concurrió y bien pudo ganar, quedando finalista con mención especial. Ahora he vuelto a ella, arrastrado por la irresistible figura de un detective indeciso, Arturo Zarco, que como lector (y ya se sabe que el lector es un impertinente y un caprichoso en sus fantasías librescas) me encantaría reencontrar en nuevos episodios, como uno reencuentra, fielmente, al comisario Brunetti de Donna Leon, que publica otra aventura policiaco-veneciana, ‘Cuestión de fe' (Seix Barral). El libro de Magrinyà es una casa de cuentos llena de recovecos, zonas de sombra y espacios diáfanos, en la que, para no perderse, hay que dejar de lado el mapa mental de la novela e ir descubriendo su repartido tesoro: en el Nilo, en Amsterdam o en una escena de comedia excéntrica que me recordó el clásico ‘hollywoodiense' de Cukor ‘Cena a las ocho'.

   ‘Autobiografía sin vida' (Mondadori) está tan llena de vida imaginaria que hasta yo mismo he creído reconocerme en sus páginas. Y no es un gesto fatuo; su autor Félix de Azúa dice al principio que "no es éste un libro que cuente mi vida sino la de muchos que, como yo, han tenido similares sensaciones, experiencias, emociones, decepciones y aprendizajes". El libro, quizá el mejor de Azúa pero desde luego el más bellamente escrito, el más estimulante, el menos complaciente, circula de modo vertiginoso, hasta llegar a su impresionante ‘Final de novela', entre el ensayo y la narración, llevado siempre el autor por el propósito "de conocer a muchos que sin lugar a dudas no coinciden conmigo, pero cantan mi canción". Me he escuchado a mí mismo cantando numerosas páginas de esta obra concisa en la que conviven los  niños asombrados, los caballos inmateriales y  los dioses muertos, y se habla con una brillantez inusitada de ciudades gramaticales, de Godard y de Goya ("el dórico de la modernidad"), y de nuestra presente sociedad, "ese disimulo de la vida animal que convierte a los humanos en eficaces utensilios jurídicos".  

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10 de junio de 2010
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Polanski en Tarantino

El tercer libro de poemas de Félix de Azúa, aparecido en 1971, tenía el enigmático título de ‘Edgar en Stephane', y la glosa que el autor hacía en un Aviso inicial, sin ser muy aclaratoria, ponía en la pista de Poe y Mallarmé, sus Edgar y Stephane titulares. Azúa imaginaba un diálogo entre los dos escritores, en el que el francés le decía con cierta arrogancia al bostoniano: "sólo yo hablo de tu muerte verdadera y de tu verdadera resurrección". No es nada ‘mallarmeana', ni gótica al estilo Poe, ‘The Ghost Writer', traducida en España como ‘El escritor', con un descaro que debería ser penalizado en los juzgados, pues la falsificación del concepto afecta también a los diálogos de la película (un título idóneo podría haber sido ‘El escritor a sueldo', descartado lógicamente el más exacto de ‘El negro'). Sin embargo, mientras la veía, y sin que el film de Polanski sea en nada deudor de Tarantino, mi cabeza estableció una conexión tan irresistible como perversa entre ambos. Al final de este artículo digo el porqué.

     El mecanismo narrativo de ‘The Ghost Writer' está entre los más perfectos que he visto en una pantalla. El montaje es veloz, nunca sobresaltado, la topografía hermosa y llena de relieves memorables, la ansiedad del espectador se crea legítimamente, con oquedades pero sin engaños (al contrario del método de Scorsese en ‘Shutter Island'), y los actores responden físicamente a sus enigmas interiores, siendo mi preferida de todo el ‘cast' Olivia Williams, tan extraordinaria aquí haciendo de esposa del ‘ex-premier' caído en desgracia como lo era recientemente en el papel de Miss Stubbs, la profesora reprimida de ‘An Education'.

      Ser cinéfilo no quiere decir ser magnánimo, y me tengo por un impaciente que va al cine con gran frecuencia y se sale de las películas también a menudo, con la misma libertad del lector al abandonar en su casa el libro que no tira de él. Antes de salirme suelo mirar varias veces el reloj, un gesto tal vez atávico que asocio al ‘tedium vitae'. No miré el reloj en ningún momento durante la proyección (de madrugada, además, en el Cine Princesa de Madrid) de ‘The Ghost Writer', pero en los últimos cuarenta y cinco minutos de su trepidante narración asomó en mi mente Tarantino y ya no se fue de ella hasta el final. ¿Por qué Tarantino en esta película de Polanski donde no hay apenas humor ni violencia explícita?

     ‘The Ghost Writer' es un relato fílmico a la altura -que es mucha- del mejor Polanski, el de ‘Frenético', ‘Lunas de hiel' (tan incomprendida) o ‘El pianista'. El cineasta nunca nos decepciona. Sólo lo hace, en esos cuarenta y cinco minutos finales en que yo le fui infiel con Tarantino, Robert Harris, coguionista del film y autor de la novela en la que está basado: un ‘thriller' político sin sustancia, sin densidad, sin mordiente, y en el que la resolución no pasa de ser el parto del monte narrativo tan elevado y sofisticado que antes ha ido escalando Polanski. No contaré nada de la puerilidad en que desemboca la trama, ni de las numerosas inconsistencias, alguna clamorosa, como la de la llegada inmediata a un remoto lugar costero de los Estados Unidos del ministro de Asuntos Exteriores británico, convocado en una llamada de móvil por el acosado escritor a sueldo.

     Robert Harris, un escritor absurdamente sobrevalorado, nos confiesa su filiación ‘hitchcockiana'. Hay hijos que no se merecen a sus padres, ajenos en la tumba a tamaña desconsideración. Del mundo de Alfred Hitchcock le atrae a Harris la figura del hombre corriente metido en un universo extraño, y esa parte de su historia funciona muy bien; pero añade Harris en sus declaraciones: "todas mis novelas, en cierto modo, examinan el poder. Me interesa en especial el fenómeno del líder que pierde su influencia. Traté de alejarme de la imagen de Tony Blair cuando me puse a escribir, e inventé una figura política universal". No sintiendo yo ninguna simpatía por Blair, el pobre se merece algo mejor que la simplificación sufrida en el desenlace de la película, por no hablar de la que castiga al hasta entonces más inquietante personaje de ‘The Ghost Writer', el de su mujer Ruth. Aunque la secuencia final del accidente fuera de campo y el vuelo de las hojas es bellísima, para haberle dado grandiosamente la vuelta al trillado ‘mensaje' político de ‘The Ghost Writer' habría que haber tenido la desfachatez, la falta de sentido de la medida, el humor ‘fou' que Quentin Tarantino exhibe en esa otra fábula histórica con esperpento que es su magistral ‘Malditos bastardos'. Claro que el director norteamericano se escribió su propio guión, sin la ayuda del mercenario de turno.

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7 de junio de 2010
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Lujuria en mazmorra

A falta de que los periódicos publiquen poemas en sus páginas, como se ha hecho a veces fuera de las secciones estrictamente literarias, yo busco el verso libre donde puedo, y lo encuentro. Lo encuentro a veces en los titulares, que favorecen la alusión velada y el tropo, y desde luego se da brillantemente en una de las secciones fijas que El País, como todos los diarios españoles que se precien, publica desde hace años y uno diría que con creciente éxito de público, aunque no de crítica.

     En la edición que consulto, esta antología poética ocupa tres páginas del suplemento Madrid, lo cual no está nada mal para un género tan minoritario y hasta clandestino. Como en toda antología, la calidad es variable; lo trillado predomina, como en la vida misma, pero el hallazgo fulgurante no falta, por ejemplo en el mensaje de una tal Aleya: "Lujuria en mazmorra". Muchos de los creadores de esta sección o apartado lingüístico tienen además el buen gusto de no abrumar al lector con cuestiones crematísticas; prometen el placer y omiten el precio.

     Las páginas de poesía erótica a que me refiero son, naturalmente, las que se denominan ‘Adultos', incluidas dentro del epígrafe general ‘Servicios', que copan casi del todo, dejando un espacio reducido a las ofertas inmobiliarias y de empleo, mucho más prosaicas de escritura. "130 pechos", escribe una poetisa llamada Adela y operativa en la zona del Puente de Vallecas. ¿Cómo comparar esta elipsis con la rutina verbal de la agencia que ofrece pisitos reformados de 50 metros cuadrados sin garaje y, por supuesto, sin trastero o mazmorra? Bajo el título ‘Agua' leo otro de cuatro versos sin rima, con motivos acuáticos en el argumento del masaje y una aclaración quizá excesivamente comercial: "Nos hemos adoptado a los nuevos tiempos". Hay en el elenco unas "Siberianas quiromasajistas", unas "supercalientes permanentemente disponibles en [el metro] Iglesia", y se está poniendo de moda, es fácil de colegir, la modalidad asiática, con pequeños anuncios dotados de la sucinta poesía del ‘haiku'.

     La multiculturalidad también ahí reinante no ha desplazado, sin embargo, la esencia inmutable del terruño, y sorprenden en ese sentido dos cosas, la cantidad de anunciantes que anteponen a cualquier habilidad bucal o distinción somática su españolidad, y el auge de la periferia: abundan los reclamos desde Fuenlabrada, Alcorcón y Mejorada del Campo, y, dentro de la capital ya no es la zona centro la más cotizada; el perímetro del Santiago Bernabéu figura a menudo en estas ristras de ofertas, no sé si con connotación realmadridista. Adaptándose al imparable triunfo de la cultura visual, algunos de estos insertos incluyen foto, tal vez sólo virtual, aunque llama la atención en El País que no haya ninguna de los numerosos oferentes masculinos; ¿discriminación negativa del hombre, auto-censura? Otros periódicos que consulto admiten el bisex fotográfico en sus páginas.

    Pues bien, todo eso se acaba, señores. Según una noticia que destacaba El Mundo hace una semana, la ministra Bibiana Aído ha solicitado al Consejo de Estado un informe sobre las normas legales de las que puede disponer el gobierno para prohibir la publicación de anuncios de carácter sexual en los periódicos, diciendo en sede parlamentaria que "mientras sigan existiendo anuncios de contactos en la prensa seria de nuestro país, se estará contribuyendo a la normalización de la explotación sexual". En esa misma sesión de control al Ejecutivo en que Aído  -sin sonrojo visible en las imágenes aparecidas-  pronunció semejante simpleza, se informó a sus señorías de que el gobierno en el que ella ocupa el Ministerio de Igualdad intentó en un primer momento que los periódicos se "autorregularan" en tan nefanda práctica, pero al no haberlo hecho ninguno ‘motu proprio', el Gran Hermano estatal está dispuesto a pasar a la acción.

    Una vez más conviene señalar que la lucha contra el abuso y la trata de seres humanos con fines de explotación sexual (o laboral, añado yo), es prioritaria; una de las más nobles que cualquier gobierno puede emprender. Nadie debe ofrecer su cuerpo -ni siquiera una lavativa por 15 euros a un fetichista anal- contra su voluntad y en condiciones humillantes. Pero la prostitución no es en todos los casos sinónimo de redes mafiosas y siniestras; hay seres humanos que, sin duda por necesidad, la ejercen, y yo no me atrevería a decir que ese alquiler de la propia carne es más degradante que muchos de los salarios que el obrero europeo, si tiene la suerte de disponer de trabajo, recibe hoy sin garantía. La chispeante y también, por supuesto, turbia poesía del sexo venal no es distinta a la que impera en la deprimente realidad del momento. De hecho, si uno se molesta en leer a conciencia dicha sección de ‘Adultos', verá que varios de sus anunciantes, al margen del francés o el griego, ya se ven obligados al ‘ofertón' de rebajas en sus tarifas.   

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2 de junio de 2010
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Los jueves, cine

En mi niñez, ‘los jueves, milagro', según el peculiar evangelio de San Luis Berlanga, que hizo esa divertida película engañosamente católica en el año 1957. Mi propio jueves mirífico fue el pasado día 27, cuando tuve la oportunidad de mostrar por segunda vez ‘El dios de madera' en un pase organizado muy generosamente por el Grupo Planeta, un sello editorial en el que nunca he publicado y que tampoco distribuye, a través de su división cinematográfica Dea Planeta, mi película.

    Aunque en Málaga también acudieron varios escritores a verla en la sesión a concurso del Festival de Cine, el público que llenó el jueves el cine Roxy de Madrid era en su mayoría "letraherido', y eso me hizo sentir algo especial y ambiguo. Por un lado se trataba de semejantes, hermanos y hermanas literarios, en bastantes casos muy cercanos y admirados. Por otro era inevitable la sensación de estar dirigiéndome a ellos -en la breve alocución de agradecimiento antes de dejarle la palabra a Marisa Paredes, que me acompañaba-  como un tránsfuga o un transformista. Quizá por eso quise oírme a mí mismo decir delante de todos que tengo el mayor deseo de volver a lo que más he hecho en mi vida, escribir narrativa.

     Si un escritor con querencias fílmicas más bien sedentarias (como era mi caso hasta el año 2001) se lanza a la epopeya, no en todo momento heroica, de dirigir una película, lo hará, y eso no admite dudas para mí, por trasmutarse, lo que no quiere naturalmente significar negarse. Mostrará en su relato fílmico afinidades y coincidencias con el de sus libros, pero lo hará, ése es mi fin, saliéndose del todo del patrón de la literatura, tan distinto, por no decir opuesto, al del cine.

    Yo he querido, y ojalá haya conseguido, hacer una película con la voluntad de estilo y la ‘libre invención' de quien escribe una novela, sabiendo sin embargo que esta vez la palabra no pasaba de ser ancilar, y los recursos a mi disposición eran la cámara, la profundidad de campo, el corte posterior de los planos, el azar objetivo de los elementos. En esa historia así contada los personajes no sólo nacerían de mí y vivirían sujetos a mí hasta su muerte o desaparición en la página, como los de los libros. De mí sacarían el germen, quizá la plantilla o una idea final; el resto, el determinante resto, sólo dependería de lo que ellos, los actores y actrices de ‘El dios de madera', quisieran hacer con su lectura del libreto, su voz, sus improvisaciones, sus preguntas a mí y sus respuestas a sí mismos.

    Si a todo eso se añade que el relato propuesto lleva algo que la literatura, al menos la que yo leo, aún no ha incorporado, música (la de Luis Ivars, a mi modo de ver el mejor compositor español de cine, junto a Alberto Iglesias), puede entenderse mi situación del pasado jueves, entre el pudor y el portento: la de un agente doble al servicio de las grandes potencias del arte narrativo, en cierto modo amigas pero muy rivales.

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31 de mayo de 2010
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Dos libros de Boyd

‘Bambú' es un desafío a la mala prensa que puede tener, para un escritor, escribir en prensa. El fenómeno es sobradamente conocido en España, país donde muy pocas manos de escritores podrían tirar la primera piedra del escándalo; apenas hay poetisa, dramaturgo o novelista de cualquier sexo que no practique el periodismo, uno de los tres enemigos de la promesa literaria según el dictamen de Cyril Connolly (los otros dos eran el matrimonio y el dinero). Quizá pensando en Connolly, a quien dedica uno de los más juiciosos artículos recogidos en ‘Bambú', William Boyd ve preciso justificarse en una breve introducción a esta selección de escritos ocasionales de diverso género, que comprende sólo una parte (pactada con él por sus editores en castellano) de los recogidos en la edición inglesa de ‘Bamboo'; Boyd habla de que, al contrario de lo que sucede en Francia o Estados Unidos, los literatos británicos suelen ser reseñistas y colaboradores de ‘periodicals', desconociendo sin duda el autor de ‘Las nuevas confesiones' la proliferación periodística -de efecto tumoral según los contados nombres que no la practican- de sus homólogos españoles.

    La miscelánea que ofrece Duomo, muy bien traducida por Miguel Martínez-Lage, tiene piezas memorables, tanto evocativas (‘Recuerdos de la mosca salchicha', ‘Las penas del león', ‘Montevideo') como estrictamente críticas, apartado en el que destacan sus tres textos sobre Evelyn Waugh, el examen del acto íntimo o gesto para la galería de ‘Llevar un diario', y su peculiar compendio de ‘El relato breve', donde establece una tipología del género en siete apartados que sólo tiene un defecto: en ninguno de los siete le cabe Henry James, a mi juicio el más grande cuentista -al lado de Chejov y Maupassant- de la literatura universal. El artículo sobre los diarios muestra el habitual ‘common sense' inteligente y nada convencional del magnífico escritor que es Boyd; inclemente consigo mismo al juzgar sus diarios de juventud, reconoce lo mucho que le sirvieron para una de sus mejores novelas, ‘Las aventuras de un hombre cualquiera', compuesta a partir de las anotaciones del diario de su ficticio protagonista. Pero Boyd también se deja llevar a veces por una malicia irónica muy refrescante: al sugerir que algunas traducciones pueden mejorar el original (en ‘Ser traducido', divertidísimo recuento de sus experiencias propias) y, en el citado ‘Llevar un diario', calificando los diarios publicados en vida del autor como una "autobiografía bastarda" en la que el escritor sacrifica "la potente combinación alquímica que surge de la confesión y la confidencialidad, indispensable en todos los buenos diarios, a cambio de una satisfacción rápida a base de controversia y renombre". En la literatura española del momento se da, al menos en uno de sus diaristas más pertinaces, el vivo ejemplo de esta falsía de corte exhibicionista.

    Boyd nació en Ghana de una familia escocesa y vivió largos años en Nigeria, habiendo siempre figurado el continente africano en sus escritos de no-ficción y en su narrativa, que se inició en 1981 con ‘Un buen hombre en África', una novela ya muy lograda gracias a la cual, y a su siguiente libro de cuentos ‘On the Yankee Station', entró dos años después en el primer equipo de grandes promesas elaborado por la revista Granta. Aunque queda un tanto descolocado en el conjunto de ‘Bambú', estremece leer el perfil en tres etapas del escritor, periodista y editor nigeriano Ken Saro-Wiwa, amigo suyo ahorcado en una vendetta tribal por el dictador de turno de su país. En contraste con ese extenso texto de contenido cívico está el Boyd mundano que plasma el ambiente del festival de cine de Cannes en dos visitas distintas, 1971 y 1999. La primera, rememorada en clave de humor, es la de un estudiante de la Universidad de Niza que va en auto stop con una novia alemana a La Croissette y jura haber visto a John Lennon y Yoko Ono en la terraza del Hotel Carlton. El Boyd de 1999, por el contrario, acude a la Costa Azul como director de una película, la única que ha realizado hasta la fecha, titulada ‘La trinchera' y situada en los escenarios de la primera guerra mundial.

     William Boyd fílmico y cinéfilo: otro motivo por el que siempre me ha atraído este novelista viajero y culto, africanista y afrancesado, que no teme meter su cuchara en los más variados guisos de la cocina del arte.

      

2.  Boyd  policiaco

 

   ‘Tormentas cotidianas' está dejando una estela, en sus traducciones recientes al español (marzo) y al francés (abril), que puede parecer de origen volcánico. Ya era un ‘thriller' de actualidad cuando salió hace un año en inglés, pero su trama de conspiración farmacéutico-política (que por momentos hace pensar en ‘El jardinero fiel' de Le Carré) ha cobrado ahora otra resonancia, en función de que el protagonista del libro es un climatólogo apresado por azar en una erupción criminal de imprevisibles consecuencias tóxicas. El escenario por donde se mueve el inocente culpable Adam Kindred es Londres, y la capital llega a ser, con el eje central del Támesis, sus barcazas, su fauna comestible y su enredada flora, otro co-protagonista de una novela que, sin dejar nunca de cumplir con las normas del género, también aspira a ser un cuadro de costumbres y actitudes contemporáneas al modo de los grandes frescos de intriga social de Dickens.

   No diremos que William Boyd está a la altura del autor de ‘Nuestro común amigo', último título novelesco completado antes de morir por su compatriota decimonónico. ‘Tormentas cotidianas' se lee sin embargo como el espejo literario no muy profundo pero sí muy vivaz de una galería de personajes que algunas veces pueden parecer prototípicos; de hecho, el nombre de su anti-héroe, Adam Kindred, podría traducirse alegóricamente como "Adán Común o "Adán Afín", una especie de ‘everyman' triturado (aunque no del todo) por la maquinaria implacable de unas poderosas fuerzas dirigidas -desde las más altas instancias- contra él. No sorprenderá a los lectores de Boyd la riqueza del trazo figurativo, en particular en la pintura de Ly-on, el simple y a la vez perceptivo hijo de la prostituta, de la avispada policía Rita y de un perro de importancia casi filosófica. Destaca también el autor, como de costumbre, en tanto que paisajista, no sólo de los ambientes urbanos (esa esquina fluvial frente a una de las siluetas londinenses más características, la estación eléctrica de Battersea) sino de los espacios ‘morales': la secta religiosa, la redacción periodística, el alto mundo de los ‘happy few'.  

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27 de mayo de 2010
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Poesía del carbón

El artefacto parece francés, aunque es navarro. Se trata de una caja-libro voluminosa (su peso real es de cuatro kilos) en el que no hay materia desechable. Todo en él es de provecho, y de difícil copia pirata por los mangantes que se dedican a ello; luego dirán que las instituciones se gastan nuestro dinero malamente. La bondad de este singular objeto empieza en su origen, que es la película de Montxo Armendáriz ‘Tasio', tan fresca y contundente como en el momento de su realización, en el año 1984. De hecho, el objeto conmemora los 25 años de este clásico  -no le temamos a la palabra, aun siendo la obra de un autor vivo y activo-  del cine español.

     Recordaba bien el impacto que me produjo en su día, con un fondo rústico elegantemente estilizado por la mirada lírica de Armendáriz, de un lirismo telúrico que recuerda al mejor Dovjenko. Se trataba además, conviene resaltarlo, de la ‘opera prima' de su guionista y director, aunque había como fuente de inspiración un documental anterior del propio cineasta, ‘Carboneros de Navarra', que también viene incluido en uno de los dos ‘cedés' de esta bella edición conmemorativa patrocinada por el Gobierno de Navarra.

   Siguiendo con el artefacto en cuestión, en él, además de material fílmico hay casi ochocientas páginas de texto, que recogen el guión original (con las secuencias no rodadas o modificadas), el bonito ‘storyboard' de Gerardo Vera, que también hizo la dirección artística del film, y una serie de evocaciones de varios de los implicados en ‘Tasio', desde su productor, Elías Querejeta, hasta el entonces foto-fija y hoy gran director de fotografía y cineasta José Luis López Linares, quien cuenta con gracia cómo durante el rodaje, y por su modo silencioso de trabajar con su cámara, fue apodado ‘López-Li'; el apodo chinesco se lo puso uno de los espléndidos actores de la película, Nacho Martínez, cuya carrera en el cine quedó interrumpida trágicamente por una muerte temprana.

   ‘Tasio' es una película hecha a base de elipsis y breves episodios biográficos del personaje campesino que le da título, reflejado en las tres edades del hombre, interpretado por tres actores distintos. Pero lo que podría haberse quedado en un mero relato costumbrista se convierte en retrato imaginario de un superviviente. De ese modo, la fuerza subterránea del tipo humano de Tasio (carbonero artesanal y cazador furtivo, temperamento libre y silvestre) proporciona la savia a una historia que supera los límites de la etnográfico y se hace ficción, adquiriendo los datos documentales la categoría de incidentes dramáticos.

    La película gana hoy además, en el paso del tiempo, significado. Tanto en las imágenes finales de ‘Carboneros de Navarra' (los sacos de carbón como sudarios de unos cadáveres industriales) como en el desenlace de ‘Tasio, que muestra al ya viejo carbonero clavando su pica en el cono ardiente, hay una grandeza épica propia de los más grandes ‘westerns' crepusculares de la historia del cine. En este caso, el héroe solitario y empecinado no lleva pistolas ni la estrella del ‘sherif', sino tan sólo los simples instrumentos rústicos que un mundo de progreso ha hecho redundantes.

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24 de mayo de 2010
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La señal de la cruz

La sensación es rara. Me asomo a la ventana y veo enfrente la llegada en fila de los automóviles, la mayoría con un solícito chofer uniformado, que van depositando a damas y caballeros elegantes ante las puertas del Hotel Phoenicia, el de mayor solera de la ciudad. Sin embargo, si mi mirada, como la de una cámara, se desvía en una leve panorámica hacia la izquierda, alejándose de la línea costera, lo que los ojos ven es distinto: a pocos metros del esplendente edificio del Phoenicia se yergue un rascacielos sin luz ni lujo alguno ni habitantes en su interior, distinguidos sus veinte pisos por la evidente ruina de las instalaciones, los muros horadados, las barandillas partidas, el vuelo en este anochecer ventoso de unos jirones de toldo en las terrazas altas.

     La escena tiene lugar en Beirut, y el vaciado esqueleto que todas las mañanas veo al abrir las cortinas de mi habitación es el del hotel Holiday Inn, que fue por poco tiempo uno de los cinco estrellas de la capital libanesa, hasta que la guerra civil, iniciada poco después de su inauguración, lo convirtió en lugar predilecto de los francotiradores, contra quienes recíprocamente disparaban su fuego las fuerzas rivales. La guerra terminó, después de quince años, en 1990, pero la reconstrucción de la atractiva ciudad por la que hoy paseo no fue completa; incluso en los barrios céntricos  -no afectados por los bombardeos de la operación Lluvia de Verano emprendida en diversos puntos del país por el ejército de Israel en julio del 2006-  se siguen viendo fachadas con muesca de balas, interiores domésticos despanzurrados, esquinas rotas. El Holiday Inn, orgullosa su mole junto a la cornisa marítima, nunca se restauró; para qué molestarse, debieron de pensar los empresarios de la gran cadena hotelera, siendo posible que al cabo de un tiempo volvieran a tan estratégico lugar los hombres armados de una u otra facción, parapetados en las habitaciones sin huéspedes o haciendo otros blanco en sus cristales.

     Beirut es seguramente la ciudad más viva y estimulante del Oriente Medio. Tiene desde luego una topografía un tanto escabrosa, de laderas y calles empinadas y aceras poco transitables, en las que a menudo la silueta de un tanque y un pelotón militar con metralleta son las señales de tráfico más perentorias. Aun así, ahora es una ciudad pacífica, y sus habitantes lo manifiestan de un modo abigarrado y -al menos en apariencia-  despreocupado. Claro que en estos veinte años últimos de paz civil, el país ha sufrido, aparte de los bombardeos de Israel contra las milicias de Hezbolá, el asesinato de varios de sus políticos más destacados, y entre ellos el primer ministro Rafik Hariri, muerto el 14 de febrero del 2005 por la explosión de un coche-bomba atribuido a los servicios de inteligencia sirios. De vez en cuando, me dicen los amigos de Beirut, disparos en la noche oídos no lejos de donde viven indican algo más que un rifirrafe vecinal. Los milicianos chiítas de Hezbolà, una fuerza potente en el país (y muy significada en todo el valle de la Bekaa), siguen en posesión de un amplio arsenal, que alguna vez sacan a la calle, sin por ello abandonar la coalición gubernamental de la que forman parte.

      El alma de la ciudad, sin embargo, se muestra indolente, y en ella destaca la presencia de las mujeres, sin duda las de mayor grado de libertad, al menos gestual, de todo el mundo árabe, lleven o no velo; sorprende y gratifica la imagen de tantas de ellas, jóvenes y maduras, fumando en los numerosos cafés del centro, el llamado ‘downtown', no sólo cigarrillos sino la tradicional pipa de agua o ‘narguilé', que en Egipto o Marruecos, por ejemplo, parecen patrimonio exclusivo de los varones. Nada en su desenvoltura, en la animación de los restaurantes y las tiendas de gran empaque, en el populoso paseo junto al mar cuando la tarde es cálida, sugiere la martirizada condición del país, que, por si sus edificios achicharrados no fueran suficiente recordatorio, mantiene latente la amenaza de una nueva guerra de aniquilación interna, de otro conflicto sangriento con los imperiosos y justamente desconfiados vecinos hebreos del sur. Me resultaba inverosímil, en el contexto de ese plácido y jovial discurrir cotidiano, leer invariablemente en la prensa libanesa publicada en inglés y francés las noticias de un más que posible, tal vez inminente, retorno a la matanza y la destrucción.

     Nos escandalizamos en España, y con razón, de las escaramuzas casi diarias en los juzgados, del goteo sistemático de la corrupción de los electos, de la grosera animosidad permanente en cuestiones no de partido sino de estado. Ahora bien, para la gran mayoría de nosotros, la guerra civil y sus víctimas son las sumas de una grave cuenta moral que deberíamos saldar; una cuenta pendiente, en efecto, pero no la hipoteca de nuestro futuro. Vivimos amenazados por otros daños: el empobrecimiento de las clases más débiles, el difícil acomodo de los emigrantes, que nos sacaron baratamente las castañas cuando había un fuego en el que no queríamos quemarnos las manos, la banalidad de una clase política (de todos los colores ideológicos) cada día más literalmente ‘desmoralizada' y por ello aferrada a su mera permanencia en el ‘hit parade'. Pese a todo, hace ya al menos tres generaciones que no nos despertamos en mitad de la noche al oír un tableteo pensando que han ‘paseado' a alguien del barrio, e incluso la estampa de un iluminado siniestro entrando pistola en mano en el parlamento ya ha adquirido, para los jóvenes que se encuentren con ella en algún documental o libro de texto, ribetes de fábula astracanada.

     Viajé al interior del país, cerca de la frontera con Siria, conducido por un taxista amable y poco locuaz, un hombretón de mi edad dotado, como suelen estarlo los hombres del lugar, de un recio bigote, en su caso muy negro. A menos de un kilómetro del centro urbano, mi conductor se santiguó, un gesto que yo mismo hice mucho de niño y aquella mañana, instintivamente, me chocó en persona de tanta edad y fortaleza. Lo vi de reojo, sentado como iba, para disfrutar mejor del paisaje, en el asiento delantero, y de nuevo la cámara de mis ojos hizo una panorámica, esa vez hacia la derecha: había una iglesia católica en la carretera, y hubo (pues me entretuve en contarlas) nueve más en el camino de ida, y otras tantas en el de vuelta. Ante cada una de ellas se persignó el taxista, y llevado yo no sé si por la extrañeza inicial o por un fondo de ateísmo recalcitrante le conté medio jocosamente a un recién conocido -que antes de vivir en la zona vivió en Serbia- ese hacerse de cruces del chofer. No le hizo gracia la anécdota. Según él, esas manifestaciones externas de fe eran posibles no porque ahora hubiese una tregua (frágil, de creer los indicios,) sino porque el chofer iba dentro de su propio coche y con un español. "¿Con un español?", le repliqué. "Claro. Él asumió que tú también eras cristiano, y encontrarías normal, aceptable, la señal de la cruz. Un signo que podría costarle la vida en otras circunstancias. ¿Nunca has estado en un país en guerra?".

    Al poco de volver a España leí la impresionante entrevista que Juan Miguel Muñoz le hizo para ‘Babelia' a David Grossman, que también sabe de pérdidas, de desconfianzas vecinales, de cautelas. El novelista habla por supuesto (con mucha lucidez y gran valor, a mi juicio) desde ‘el otro lado', pero sus palabras sirven para ambos cuando, a la pregunta del entrevistador sobre la actitud de Netanyahu, contesta que según él el primer ministro israelí sabe perfectamente que la ocupación de los territorios palestinos y la relativa calma actual son engañosas y no pueden durar: "es una ilusión que estallará en un río de violencia muy pronto". Parece pues inevitable que las ilusiones de paz se rompan, tal vez una detrás de otra, en aquellas tierras aquejadas, en palabras del palestino Edward Said, de un exceso de rotundos credos religiosos. Mientras, nosotros, los europeos y los norteamericanos (¿amigos de unos y de otros?, ¿cómplices de los más poderosos?, ¿ciegos de lo que no queremos ver?), observamos cómo se resquebrajan, preocupados aunque no demasiado inquietos en nuestra equidistancia, en nuestra cómoda lejanía de lo real, sabiendo que cuando "el río de la violencia" se desborde nos quedarán los gestos simbólicos. Una manifestación, una carta de protesta, un envío solidario. Señales de humo para contrarrestar la hoguera que condena y mata a quienes tienen la desgracia de vivir un poco lejos de nuestra apaciguada conciencia.

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20 de mayo de 2010
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Cilicio Gil de Biedma

No es insano que los colegios salgan en la prensa, aunque sea por motivos de atuendo y costumbres. Es uno de los adelantos del progreso, gracias al cual -también hay retrocesos- se pone de manifiesto la tensión derivada de un gesto o una afirmación religiosa que nos parece mal (o bien). Cuando yo iba al colegio nadie se metía con esas cosas, porque esas cosas se metían en la cabeza de los niños (a veces también en otras partes) indiscutiblemente, por no decir autoritariamente. Yo mismo, y lo digo con cierto rubor, acudí un trimestre entero a clase llevando debajo del pantalón un objeto metálico que años después vi fotografiado en un catálogo para amantes de la disciplina inglesa. Era un cilicio, y me había sido recomendado, o tal vez prescrito, por mi padre espiritual jesuita, supongo que en virtud de algún mal pensamiento más pecaminoso de lo normal que le había yo expuesto en la confesión. El cilicio, hoy excluido creo del rito católico, se componía de una corona de púas entrelazadas que, al apretarlas sobre la pierna o cualquier otro lugar de tu cuerpo con el cordel que unía sus extremos, producían un dolor intenso sin derramamiento de sangre. Cumplí la penitencia, o eso espero, y dejé de usar el cilicio, que perdí en una mudanza; ahora me cuentan que por un buen cilicio ‘vintage' años 50 se pagan en los foros especializados hasta mil euros. Las imitaciones de ‘sex shop' están más baratas.

   Pero no sólo ha llegado a la prensa la primaria. Últimamente también se ha puesto en la picota la institución de los colegios mayores, abundantes en Madrid (no sólo en el perímetro de la Ciudad Universitaria) y sobre los que se debate por cuestiones de dinero y de género sexual, dos motivos de rabiosa actualidad. Cuando dejé en Alicante el colegio y el cilicio, viniendo a Madrid a estudiar la carrera, yo estaba imbuido de la mística laica de esas residencias universitarias, en las que deseaba fervientemente entrar; mi hermano había estado varios años de residente en uno de los situados en la Avenida de Séneca, y otro querido amigo algo mayor que yo, el periodista y hombre de radio Miguel Payo de Anta, contaba anécdotas muy sabrosas de su paso por el Diego de Covarrubias. Mis padres prefirieron para mí una pensión, ni siquiera galdosiana, en la calle Guzmán el Bueno, y a los colegios mayores me he tenido que contentar con ir de vez en cuando a dar una charla o asistir a un recital de poesía.

       En Madrid el colegio mayor tiene además una estirpe muy literaria, lo que aún acrecienta más mi irreparable nostalgia. Vicente Aleixandre vivió toda su vida rodeado de colegios mayores de la zona del Parque Metropolitano, y, sabiendo de su buena disposición a recibir y departir con los jóvenes, los más ‘letraheridos' llamaban al timbre de Velintonia 3, hoy mudo, y tenían acceso al interior de una casa que nunca fue un santuario. Jaime Gil de Biedma ha dejado en una carta de 1952 a Carlos Barral un relato estupendo de su primera visita al "tío por parte de padre de todos los poetas, pasados, presentes y futuros", describiendo con cariñoso humor la paz de Velintonia ("huele a rosa diaria"), el consuetudinario atuendo de Aleixandre, pantalón de franela y rebeca gris, y los retratos presidenciales del salón, Baudelaire y Rimbaud, tan en discordancia -nada casual- con el aparente interior burgués. Del autor de ‘Espadas como labios', el "Vicente Délfico", dice entonces Gil de Biedma, antes de someterlo, como haría más tarde, a su sarcasmo sistemático, que es "el hombre de mayor sensibilidad poética que jamás he conocido".

     Un año y medio después de esa primera entrada en Velintonia, Jaime Gil reside ("Vivo quizá?", le escribe a Barral), mientras prepara las oposiciones a la Escuela Diplomática, en el colegio mayor César Carlos, situado en la Avenida del Valle, a tres calles de la casa de Aleixandre, de la que fue asiduo visitante. Gil de Biedma no entró en el cuerpo diplomático, seguramente, según apunta Andreu Jaume en su excelente edición de la correspondencia recién publicada en Lumen, por haber contestado en el primer ejercicio de cultura general que su ciudad preferida del mundo era Arévalo.

     Los colegios mayores madrileños han salido a la palestra no por estas conexiones poéticas sino por asuntos más prosaicos. La Complutense busca socios patrocinadores (ahora que la figura del ‘sponsor' penetra en todas las capas de la cultura) para llegar a una especie de semi-privatización, y por otra parte, la parte del estudiantado, hay malestar respecto a la idea del rector Carlos Berzosa de hacer que tres de los seis colegios dependientes de la Universidad se hagan mixtos. Los argumentos contrarios a esa ‘mixtificación' de chicos y chicas -que en sitios tan venerables como Oxford y Cambridge, donde se ha establecido, no parece haber causado ni gran tensión ni estupro masivo- suenan pueriles. O rancios. Veremos en qué queda la disputa. Yo mientras tanto seguiré pensando que esos colegios eran un paraíso a cuya sombra nunca pude ponerme.

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17 de mayo de 2010
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Germán Puig, fotógrafo

Conocí a Germán Puig en un hermoso piso-estudio del Madrid de los Austrias un día muy caluroso de 1965, y ya entonces este cubano apuesto y elegante de treinta y tantos años era un gran fotógrafo, especializado en desnudos masculinos tan estilizados de luz y pose como rotundamente carnales. Me llevó a su estudio Terenci Moix, que le admiraba mucho, y en la conversación de una tarde memorable salieron a relucir, entre otros, los nombres de dos amigos íntimos de Puig, Néstor Almendros y Guillermo Cabrera Infante, entonces desconocidos en España; Néstor, al que yo había encontrado fugazmente ese mismo verano de 1965 en Barcelona, era un cinéfilo ‘amateur' que sabía más de literatura que de cine, y Cabrera Infante no había publicado ‘Tres tristes tigres'.

Hoy, Germán ha germanizado un poco su nombre artístico y se hace llamar Herman Puig, quizá para honrar a uno de los fotógrafos históricos que más venera, el barón Von Gloeden. Octogenario pero muy vivaz, dotado de una gran memoria, Puig sigue activo en su refugio del Borne barcelonés, y ha pasado esta semana en Madrid, donde fue objeto de un homenaje en el Ateneo. Lo difícil en su caso es elegir, entre tantos, los motivos para señalar sus méritos como creador y animador cultural. Él se siente muy orgulloso de haber fundado con Ricardo Vigón el Cine-Club de La Habana, que sería luego el fermento de la Cinemateca de Cuba, para la que Puig contó con el apoyo decidido del legendario Henri Langlois, el padre de la Cinemateca de París y a través de ella de la ‘nouvelle vague' francesa, a la que, por cierto, tanto contribuiría Néstor Almendros fotografiando algunas de las mejores películas de Truffaut y Rohmer.

Aunque en los primeros años 1950 Germán Puig realizó dos cortos (las imágenes del segundo e inacabado, ‘El visitante', son fascinantes en su modernidad temática y formal), yo diría que su mejor película es su propia vida. Una vida en fuga permanente pero voluntaria, llevado por el impulso de ser libre y sentirse a gusto en su trabajo, que, sin ser exhaustivos, ha pasado por etapas de editor de libros de fotografía, adaptador para el cine de un cuento de Bioy Casares, actor y consejero artístico de la película ‘Golpe de suerte' del poeta malagueño Manuel Altolaguirre, manteniendo siempre como elemento central la fotografía, y dentro de ella el retrato; son extraordinarios, por ejemplo, los muchos que ha tomado de su amiga Lucía Bosé. Elena Garro, la gran escritora mexicana y primera mujer de Octavio Paz, cuenta en un bello texto sobre Puig la frase que siempre le decía Néstor Almendros a su compatriota: "¡Germán, sienta cabeza!". Ni Germán, ni ahora Herman, le hicieron caso. Por suerte.

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14 de mayo de 2010
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El Boomeran(g)
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