Vicente Molina Foix
Acabo de volver de la Feria del Libro de Madrid, que hoy nos ha obsequiado con una tormenta de dimensiones monzónicas. Apenas he podido por ello hojear libros, aunque libros, la verdad, no me faltan. Mientras volvía bajo el aguacero he recapitulado. Aún estaba yo hace pocas semanas con las novedades de enero y febrero cuando llegaron los títulos de la primavera. Veo cerca mi escritorio, en el lugar de tránsito entre la mesilla de noche y su hueco natural en el orden alfabético de las estanterías, la novela a dos voces de Clara Sánchez ‘Lo que esconde tu nombre’ (Destino), que trasmutó para mí un entorno familiar y natal, la costa alicantina (donde, como se dice con humor, "cualquier nativo nace sabiendo hacer una paella"), en el lugar de un crimen repleto de hondas resonancias históricas; o el Madrid fantasmagorizado por Luis Antonio de Villena en ‘Malditos’ (Bruguera), con su galería de personajes reales que traté en su día pero sólo en el vivo y punzante retrato del autor he conocido; o los dos grandes volúmenes de Gil de Biedma, las cartas de ‘El argumento de la obra’ (Lumen) y la obra completa tan bien compilada por Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, que me ha hecho descubrir tardíamente al excelente crítico literario que también fue el gran poeta barcelonés.
Sigo leyendo, una vez seco, y repaso lo más recientemente leído. Las estupendas crónicas vienesas de Joseph Roth ‘Primavera de café’ (Acantilado), donde destaca la estampa del portero grandioso y mistificado de un cine en el Prater. El fascinante ‘Gaudete’ de Ted Hughes (Lumen), saltando entre la poesía, el relato y el monólogo dramático. O dos obras narrativas que llegan bajo el sello de Anagrama, ‘Black, black, black’, de Marta Sanz, y ‘Habitación doble’ de Luis Magrinyà. La novela de Marta Sanz la leí hace casi un año, formando parte del jurado del premio de novela Herralde, al que concurrió y bien pudo ganar, quedando finalista con mención especial. Ahora he vuelto a ella, arrastrado por la irresistible figura de un detective indeciso, Arturo Zarco, que como lector (y ya se sabe que el lector es un impertinente y un caprichoso en sus fantasías librescas) me encantaría reencontrar en nuevos episodios, como uno reencuentra, fielmente, al comisario Brunetti de Donna Leon, que publica otra aventura policiaco-veneciana, ‘Cuestión de fe’ (Seix Barral). El libro de Magrinyà es una casa de cuentos llena de recovecos, zonas de sombra y espacios diáfanos, en la que, para no perderse, hay que dejar de lado el mapa mental de la novela e ir descubriendo su repartido tesoro: en el Nilo, en Amsterdam o en una escena de comedia excéntrica que me recordó el clásico ‘hollywoodiense’ de Cukor ‘Cena a las ocho’.
‘Autobiografía sin vida’ (Mondadori) está tan llena de vida imaginaria que hasta yo mismo he creído reconocerme en sus páginas. Y no es un gesto fatuo; su autor Félix de Azúa dice al principio que "no es éste un libro que cuente mi vida sino la de muchos que, como yo, han tenido similares sensaciones, experiencias, emociones, decepciones y aprendizajes". El libro, quizá el mejor de Azúa pero desde luego el más bellamente escrito, el más estimulante, el menos complaciente, circula de modo vertiginoso, hasta llegar a su impresionante ‘Final de novela’, entre el ensayo y la narración, llevado siempre el autor por el propósito "de conocer a muchos que sin lugar a dudas no coinciden conmigo, pero cantan mi canción". Me he escuchado a mí mismo cantando numerosas páginas de esta obra concisa en la que conviven los niños asombrados, los caballos inmateriales y los dioses muertos, y se habla con una brillantez inusitada de ciudades gramaticales, de Godard y de Goya ("el dórico de la modernidad"), y de nuestra presente sociedad, "ese disimulo de la vida animal que convierte a los humanos en eficaces utensilios jurídicos".