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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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La contable irlandesa

‘Brooklyn' es una novela de viajeros y también del temor a salir de casa y abandonar el cálido mundo de la rutina familiar y las certezas acumuladas por la costumbre. En todos los trayectos -y en las dudas y en las angustias que causan- el lector acompaña a Eilis Lacey, la joven protagonista magistralmente convertida por Tóibín en un espejo de realidades contrapuestas, y con ella salta desde la pequeña población de Enniscorthy, en el condado irlandés de Wexford, hasta Nueva York. Uno de los encantos de la novela es que ese lector compañero de viaje, si no lo sabe de antemano por alguna reseña, ignora cuándo suceden los hechos relatados. ¿El siglo XIX, la segunda o tercera década del XX? Sólo al llegar a la página 154 una mención al Holocausto nazi nos pone sobre aviso de lo que podremos confirmar en la segunda mitad por ciertas alusiones musicales y cinematográficas: la acción de ‘Brooklyn' se desarrolla en los primeros años 1950, aunque la parsimonia de las relaciones, el predominio de la comunicación postal entre los personajes, la duración infinita de los viajes marítimos y el marco de una religiosidad tradicional nos indican en todo momento la persistencia de unos valores y usos decimonónicos. De ese modo sutil, casi imperceptible, Tóibín ya crea un primer círculo de interés narrativo, de intriga se podría decir, que no decae en ninguna de las cuatro partes de esta hermosa, serena y a menudo emocionante novela.

      Aunque el libro anterior a ‘Brooklyn' sea la estupenda (e inexplicablemente inédita en castellano) colección de cuentos ‘Mothers and Sons', es inevitable señalar una cierta impronta ‘jamesiana' en un autor que no sólo hizo de Henry James el protagonista de ‘El maestro' (su obra maestra narrativa al lado de ‘The Story of the Night', tampoco que yo sepa traducida) y prologó un volumen de relatos neoyorkinos del novelista norteamericano sino que, sobre todo, le ha leído sabia y provechosamente, sacando de él  -como todo escritor con o sin la ansiedad de las influencias saca de sus grandes predecesores- utillaje, concepto, prioridades, sin por ello perder el timbre de una voz propia. En ‘Brooklyn' está el gusto por la comedia (no pocas veces dramática) de costumbres sociales, así como esa recurrencia de los desterrados voluntarios en doble dirección entre Europa y América que James hizo suya, reinterpretadas por Tóibín en una historia de formación y descubrimientos encarnados en la figura femenina de Eilis Lacey. Eilis es el centro y conducto de la novela, pero el autor también traza una rica galería de secundarios agrupados -y es otra original manera de organizar la línea narrativa y sus episodios-  en unidades familiares (la de los Lacey y la italo-americana de Tony, el novio de la chica), espacios habitacionales (la pensión para señoritas irlandesas que mantiene en Brooklyn la viuda Kehoe) o profesionales, como ese deliciosamente descrito microcosmos de los Almacenes Bartocci´s donde trabaja la protagonista. Mención aparte merece el elusivo personaje de la hermana de Eilis, Rose, que deja en todo el libro una potente estela con sus palabras, sus ropas y su ausente presencia.

    Y con los personajes, los ritos de paso. Tóibín, no sabemos si con mucha documentación o con mucha imaginación, va plasmando de un modo tan atractivo como convincente las travesía en barco, las misas de gallo y las bodas laboriosas, el flirteo en el ‘pub' o en la playa de unos adolescentes circunspectos, todo ello a través del seductor personaje de la joven emigrante que al fin consigue ser contable, aunque no por ello quizá más feliz. Es bueno el trabajo de Ana Andrés Lleó, si bien uno se queda con las ganas de saber qué quiere decir cuando traduce (en un contexto funeral) "fresh flowers" por "flores ufanas", y cómo la expresión femenina "being wallflowers" (no tener pareja en un baile) se transforma en un "quedarse comiendo pavo" para mí totalmente esotérico.  

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4 de octubre de 2010
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Felliniana 2

En la literatura hay más costumbre conmemorativa -y más que conmemorar- que en el cine, un arte comparativamente niño, pero la celebración del cincuentenario de ‘La dolce vita' se presta a muchas glosas. Por un lado empezaba una década que luego supimos, algunos de nosotros incluso viviéndola de cerca como adolescentes, que iba ser ‘epoch making'. Cinematográficamente hablando, la revolución de los llamados ‘nuevos cines' también se iniciaba (de 1959 son ‘A bout de souffle' de Godard y ‘Los golfos' de Saura), y las Nuevas Olas fueron llegando a las costas más remotas, sobre todo en la Europa central comunista con y sin mar. En la propia Italia, 1960 es el año de ‘La aventura' de Antonioni y de ‘Rocco y sus hermanos' de Visconti.

    Revisitada ahora, ‘La dolce vita' asombra, y no sólo por sus grandes méritos. Asombra desde luego su duración, cercana a las tres horas, pero aún más la locuacidad de sus personajes centrales, en una obra que se articula a través de episodios esencialmente hablados y concentrados en un solo espacio. Industrialmente, este sexto largometraje del director revela el gran empaque del cine italiano de entonces: el extraordinario arranque de los dos helicópteros sobrevolando Roma, la masa de figurantes en las escenas de los falsos milagros marianos, la imponente reconstrucción de Via Véneto en los estudios de Cinecittà. Ideológicamente, lo que llama la atención es la fidelidad de Fellini a su cristianismo de base en una película atacada con virulencia entonces por la prensa vaticana bajo las acusaciones de una obscenidad que, efectivamente, tiene, y no sólo en virtud de las imágenes de Anita Ekberg vestida de cura en la basílica de San Pedro y bañándose con poca ropa en la Fontana de Trevi. Y es que en realidad ‘La dolce vita' es un ensayo sobre el vicio, realizado con la delectación carnal, el instinto de penitencia y la mirada de puritano de la cámara que son la marca del autor.

    Marcello Rubini, el escritor frustrado y periodista de conveniencia que interpreta Mastroianni, es el ‘alter ego' del cineasta  (y no se trata de la única película suya donde el actor desempeñó tal misión), tan fascinado Rubini como Fellini por las cercanías del pecado y tan ansioso de fustigarlas, en búsqueda de una salvación espiritual nunca encontrada o no verdaderamente deseada. En los episodios que tienen como co-protagonista a Maddalena (Anouk Aimée, en un interesante personaje que parece modelado en el rico hastiado por sus excesos sensuales y su sobreabundancia, el Des Esseintes de ‘À rebours' de Huysmans), al igual que en la larga, yo diría que demasiado larga, secuencia de la fiesta final, los ojos ávidos pero de Rubini/Fellini se fijan ávidamente, tediosamente, en la decadencia moral de la que forman parte con invencible apego e invencible repugnancia. La aportación profética, muy lúcida, que la película hace a esa primera capa moralizante de su argumento es la denuncia de la sociedad del espectáculo, poniendo en circulación ‘avant la lettre' la figura de los ‘paparazzi', las corruptelas del periodismo, la simonía de la iglesia católica, incluso el síndrome de un ‘new age' musical orientalista.

      Por encima de su mérito oracular, ‘La dolce vita' deslumbra por la fogosidad narrativa que caracteriza al cineasta de Rímini, maestro indiscutible en el dominio de los espacios  -las escaleras, las calles oscuras del centro de Roma, los arrabales desolados, los palacios pomposos y un tanto ajados- y en la formalización de interior y exterior, que brilla particularmente en el desenlace: esa escena de los pecadores saliendo borrachos de la fiesta y encontrando en la playa, a modo de Leviatán acusador, el monstruoso pez-raya recién capturado, y, un poco más allá, a la angelical muchachita rubia que se ofrece como salvadora de Marcello y es amargamente rechazada.

    Tal vez ‘La dolce vita' no es la mejor película del año 1960; a su altura están, en una terna histórica, ‘El apartamento' de Billy Wilder y ‘Psicosis' de Hitchcock, cinematográficamente más perfectas, me atrevo a decir. Su espíritu del tiempo, sin embargo, siendo tan puramente ‘felliniano', es más universal. Tan universal como el carrusel grotesco, desmesurado, arrollador y humanamente revelador creado por él, de modo inolvidable, entre 1950, fecha de su debut cinematográfico, y 1990, cuando se despidió de nosotros con ‘La voz de la Luna'.

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30 de septiembre de 2010
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Felliniana 1

‘Hitchcokiano', ‘buñuelesco', ‘felliniano'. Yo diría que no hay más adjetivos gentilicios indiscutibles en el cine, tal vez con la salvedad, entre los vivos, de ‘almodovariano'. Esa categoría rara de obtener a escala mundial fuera de las bellas artes (lo goyesco) o la literatura (lo dantesco), la consiguió Federico Fellini pronto, a partir seguramente de su tercer largometraje ‘La strada', y no dejó de marcar su cine y su personalidad desde entonces, aunque lo felliniano se impuso al gran público a partir de la que es su primera obra maestra absoluta, ‘La dolce vita', que ahora cumple cincuenta años. Con ese motivo se ha publicado en España un dvd remasterizado digitalmente (la calidad de la imagen no es, sin embargo, óptima) de la película estrenada y premiada en Cannes en 1960, que, eso sí, resulta generoso en los dos discos extras que la acompañan. La he vuelto a ver con inmenso placer la noche del mismo día en que visité la exposición sobre el cineasta de Rímini, que está, después de una larga gira, en la sede madrileña de Caixaforum, donde permanecerá abierta hasta fin de año. Vean la exposición si tienen la ocasión (sobre todo por las pequeñas joyas de los ‘spots' publicitarios rodados por Fellini, tanto el verdadero como los falsos), pero de ningún modo dejen de revisitar o descubrir ‘La dolce vita' en el año del cincuentenario.

   Toda película que dura casi tres horas, como toda novela que ocupa seiscientas o mil páginas, encierra sus momentos de leve desmayo, y así le sucede al film que puso en circulación el término ‘paparazzi' (tomado del apodo de uno de sus personajes secundarios, el fotógrafo sensacionalista Paparazzo). El baile al aire libre de Anita Ekberg descalza se hace largo, y el reencuentro del padre del protagonista con su hijo Marcello, interpretado por Marcello Mastroianni, se demora demasiado en el night club, aunque termina siendo profundamente conmovedor. Pero qué pertinente y qué brillante es todo el resto del film, desde su inolvidable arranque del Cristo volando en helicóptero sobre la antigua y la moderna Roma, un episodio para el que -la exposición de Caixaforum lo detalla bien- Fellini se inspiró en una ceremonia sacra desarrollada en 1956 en la plaza del Duomo de Milán.

     Fellini, que tenía pretensiones de artista plástico, es un dibujante mediocre y pueril (también eso se revela en la exposición). Hay, por el contrario, pocos cineastas que hayan sabido perfilar y rellenar con tanta densidad dramática el trazo de sus personajes, una galería que millones de espectadores hemos hecho nuestra a lo largo de una filmografía abundante en obras excepcionales. En ‘La dolce vita' destaca la actriz despampanante y su famoso entrada en las fuentes de Trevi, pero hay otras figuras de poderosa identidad: la rica heredera deseosa de emociones fuertes (Anouk Aimée), la amante histérica, el sofisticado intelectual católico, la fauna bohemia e internacional de la Roma de entonces. De hecho, una de las posibles lecturas de ‘La dolce vita' es la documental; Fellini pasea su cámara por los escenarios donde el concepto de vida privada y fe religiosa empezaba a degradarse (escena de las apariciones), en un relato que se debate siempre entre la atracción y el rechazo por ese mundo.

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27 de septiembre de 2010
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Mi vida con los médicos

Mientras todo el género humano está en el paro o en crisis, la medicina sigue tan campante. Es el único sector del empleo, junto con el más inapelable de las pompas fúnebres, que nunca pierde vigor ni clientela, exceptuando, claro, a la banca o, mejor dicho, a los directivos bancarios. He oído últimamente una buena cantidad de chistes de médicos, y he llegado a pensar que el galeno ha sustituido, como figura emblemático-cómica, a la suegra. La cosa tendría su lógica; el matrimonio también ha caído en picado, y el declive de la institución arrastra consigo suegras, cuñados y demás familia. Lo más divertido (a la par que aterrador) que he oído en mi vida no es ningún chiste deliberado, sino lo que dice un querido médico amigo, quien, siempre que se le propone algo que le resulta aburrido, incómodo o abominable, responde así: "Antes me opero".

    Operarse, y toda la amenazadora variedad de prestaciones que se dan en los hospitales son, en efecto, circunstancias de las que huir si se puede, por lo que no sé explicarme a mí mismo el apego que siento -genéricamente- por los médicos. El primer culto de latría que me inculcaron en la infancia, antes que el de San Pascual Bailón o el beato Marcelino Champagnat, fue el de un doctor que en mitad de una noche de invierno alicantino acudió a nuestra casa a pasar consulta y, según la novela familiar, que tiene todos los visos de ser verídica,  salvó a mi madre -con la receta de un medicamento recién aparecido- de morir de una grave infección pulmonar. Para hacer más romántica la noche, la visita y el medicamento, que hubo que traer en coche desde Valencia, aquel médico, el doctor Ribas Soberano, era un represaliado republicano que, al perder su puesto clínico y su cátedra en Barcelona, había recalado oscuramente en Alicante. Y ahora, hace pocos días, leí en las páginas correspondientes de El País una nota necrológica que -a modo de remembranza o caldo ‘proustiano' sin tropezones- me ha devuelto a un personaje, otro médico, que fue muy importante en la primera parte de mi vida y había completamente olvidado. De hecho, la impresión inicial fue de sorpresa, pues nada me hacía pensar que el Doctor Luis Rivera hubiese estado vivo hasta ahora; ha muerto a la dadivosa edad de 97 años. Lo que decía el doctor Rivera sobre cualquier dolencia o síntoma era palabra de dios (más que mano de santo) entre los míos, aunque ahora descubro ‘a posteriori' que en eso no éramos originales; cientos de miles de alicantinos de varias generaciones le tuvieron la misma fe. Rivera fue un reputado endocrino, y saber de su especialidad y de su eminencia en ella también me asombra; era tan asequible y tan general que yo le daba sólo el rango de un médico de familia.

   No sé si influye en mi disposición favorable el hecho de vivir en una zona de Madrid llena de hospitales y clínicas. Al principio me daba regomello tener tan cerca esa red de edificios en su mayoría feos y señalados por la presencia en la madrugada de personas que fuman atribuladamente o lloran abrazados ante la puerta de ‘Urgencias'. Luego eso me dejó de llamar la atención, y por acostumbrarme me acostumbré hasta a la rondalla diaria de ambulantes sirenas bajo mi ventana, que no para a ninguna hora, en intensidades que van desde el estertor ‘rapero' al ulular dodecafónico. También empecé a ir a esos centros hospitalarios, al principio como visitante de enfermos en distinto grado de gravedad, reparando en las floristas de ocasión que se ponen a la entrada del más grande de todos, y quizá por ello el más letal de todos. Después, con los achaques que a uno le vienen, me hice más asiduo de alguna clínica o ambulatorio, topándome en ellos con la especie real, ya no romántica ni salvífica, de los facultativos que nos atienden.

    A partir de una cierta edad, y en unas culturas más que en otras, la medicina se convierte en el ‘gran relato' de nuestra existencia. No comparto, sin embargo, la noción de sacerdocio que algunos pacientes atribuyen a los médicos; eso implica -aparte de una veneración por los curas que las constantes actuales desaconsejan- una creencia en ‘poderes' o visiones taumatúrgicas. Prefiero ver a los médicos como practicantes de la profesión más difícil que pueda haber, la de curar el dolor de sus semejantes, sin dejar a la vez de ser individuos ‘normales' del género humano, tan antipáticos algunos como los escritores o los jueces, tan tristes o chistosos como nuestros cuñados, tan generosos como ese doctor que, al verme preocupado por una herida que no cerraba antes de salir yo de viaje, me dio su móvil, con el recordatorio de que podía consultarle a cualquier hora: la imagen de la temida némesis medical convertida en un ‘seven/eleven' de la asistencia. En un tiempo de crisis y de quiebra de los ‘cuentos' de la gran política, la alta economía y la religión trascendental, yo mantengo mi confianza en los narradores de la medicina, que se aventuran con su conocimiento, su experiencia y sus errores en la novela de nuestra vida, tratando siempre de darle un ‘happy end'.  

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23 de septiembre de 2010
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Poesía del avión

Llegué a Barajas después de un vuelo de doce horas en un avión llamado Vicente Aleixandre. El nombre del poeta lo había visto en un costado del morro, junto a la cabina de los pilotos, antes de embarcar, y me dio paz, sobre todo en las turbulencias sufridas durante el cruce del Atlántico, cerca de las costas de Mauritania. Llegamos a Madrid a la hora prevista. Antes de descender del avión, una de las azafatas, habiéndole mostrado mi curiosidad poético-aeronáutica, me contó la historia de las relaciones de Iberia con la literatura.

       Sabía yo de antemano que nuestra compañía de bandera es, si no siempre puntual en los horarios, muy cumplida en las cosas de la nomenclatura. Tenía en mi memoria, por ejemplo, el recuerdo de un vuelo a Lanzarote en el avión Timanfaya, el parque volcánico semi-extinto de aquella hermosa isla; son muchos los aviones nombrados según la geografía del país, desde los que incorporan accidentes de montaña a los que designan ciudades. También me acordaba de otro trayecto en la aeronave Avutarda que hizo honor al nombre de estas aves zancudas de pesado vuelo y, tras un despegue abortado y una diferida aproximación al aeropuerto de destino (congestión aérea, el mal de nuestros cielos), nos plantó en Alicante con dos horas y media de tardanza. Un ecologista convencido me explicaría después, con cierto orgullo de clase, que Iberia había dado a una parte de su flota los nombres de la fauna nacional, buscando para cada uno el apoyo moral de personas de reconocida valía; mi viejo amigo Joaquín Araujo fue el padrino del avión Águila Imperial Ibérica, y Odile Rodríguez de la Fuente la madrina del Halcón Peregrino.

     Pero vuelvo a lo mío. La azafata literariamente bien informada me puso al corriente de lo muy antigua y persistente que es la presencia de los artistas españoles en nuestra aviación civil. Se empezó por lo visto con los pintores y los músicos (yo no llegué a montarme en ninguno de esos aviones), y en 1970, al primer Boeing B-747 de la compañía se le llamó Miguel de Cervantes, y varias de esas grandes naves, popularmente conocidas como los Jumbos, llevaron el nombre de Calderón de la Barca, Lope de Vega o Francisco de Quevedo. Años más tarde, y no sé si la democracia tuvo algo que ver con los cambios en esa fe de bautismo, llegarían los aviones Miguel de Unamuno, Federico García Lorca, Pío Baroja y Jacinto Benavente, así como, en una iniciativa que excede felizmente todo cupo de atención feminista, los Airbus A-340 puestos bajo la advocación de Rosalía de Castro, Concha Espina, Teresa de Ávila, Emilia Pardo Bazán o, volviendo la mirada al pasado clásico, María de Zayas y Sotomayor y la palpitante monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz. Al hilo de esa lista de grandes damas de las letras me vino a la cabeza el día en que volé, sin saber que formaba parte de una serie, en el avión de María Moliner, la autora del maravilloso Diccionario de Uso del Español, tal vez el libro que más veces he tenido en las manos a lo largo de mi vida. Se me hizo corto aquel vuelo, pasado en un ensueño de palabras sacadas del tesoro que nos dejó la lexicógrafa aragonesa.

     Hay por cierto otra tres ‘marías' en el acervo de la compañía Iberia: la heroína María Pita, la actriz María Guerrero y la filósofa María Zambrano, un ejemplo, esta última, asombroso de inspiración para los responsables de nuestros medios de transporte, ya que la autora de ‘Claros de bosque' honra con su nombre, además de un avión, la estación del AVE en Málaga. ¿Le habría gustado a esa maestra del pensamiento calmo verse conectada para la eternidad con un lugar de tanto trasiego? ¿Le gustaría a Picasso dar nombre al aeropuerto de la misma capital andaluza? ¿Estaría feliz Aleixandre, malagueño de espíritu, de prestar el suyo al avión que me trajo el otro día desde América Latina?

     Es curiosa nuestra relación con los muertos ilustres. Les ponemos placas y calles, no siempre muy transitadas, y damos a las escuelas, a las bibliotecas y los centros culturales la impronta de su prestigio, sin importarnos mucho la continuidad de nuestro apego. El caso de Aleixandre es sintomático, y conviene comentarlo una vez más por escrito: su casa de la calle Vicente Aleixandre (ex-Velintonia), en la zona del Parque Metropolitano cercana a la avenida de la Moncloa, sigue abandonada y derrelicta, en medio de una disputa entre unos herederos y una administración que no se ponen de acuerdo en el dinero que costaría adecentarla y convertirla en un centro de estudios poéticos o residencia de jóvenes creadores. En Montevideo, la ciudad de la que yo volvía precisamente en ese largo vuelo en el Airbus Vicente Aleixandre, me dijeron que quizá pronto se le de el nombre de Mario Benedetti a la plaza próxima al modesto piso de la calle Ramos Carrión, en el barrio madrileño de Prosperidad, donde vivió tantos años el poeta y narrador uruguayo. ¿Y Onetti? Cada mañana paso por delante del ático donde este compatriota suyo vivió exiliado hasta su muerte, y veo la lápida que lo recuerda. No sé si me gustaría volar en una nave espacial con el nombre de ese genio tumbado que, después de crear el país de Santa María, no se asomaba al final de sus días ni a las ventanas.

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20 de septiembre de 2010
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Memento mori

El destino del escritor cómico tiende a ser triste. Sus lectores le aman como a nadie, pero no suelen acompañarle más allá de su muerte. Y la gente seria, entre los que se cuenta la mayoría de los críticos, tiene poco tiempo para el estudio de las carcajadas. Aun así, la literatura británica no ha parado de producir genios del humorismo desde sus orígenes hasta nuestros días, y entre los del siglo XX, abundante en ellos, destaca para mí la escocesa Muriel Spark, fallecida a los 88 años en abril de 2006. Autora muy prolífica y diversa, ‘Memento mori', que aquí publica ahora Plataforma Editorial, fue la tercera de sus novelas y tal vez la más burlesca de todas, manteniendo con gran entereza la comparación con otro libro algo anterior al suyo y similar por el asunto, ‘Los seres queridos', de Evelyn Waugh.

    La edad provecta (sus personajes principales no bajan de los setenta años), las enfermedades que naturalmente conlleva y el aparato interno de la sanidad son los componentes esenciales de ‘Memento mori', a los que se viene a unir, desde el misterioso arranque, el factor de la intriga: una voz hace llamadas a los ancianos con la misma y escueta frase. "Recuerda que debes morir". La aparición del estamento policial, en la figura del inspector Mortimer, intensifica la comicidad del relato, que acaba, y con eso no contamos el final, con un listado de enfermedades mortales y víctimas. Estupendo desenlace sardónico de una novela que, sin estar a la altura de las obras maestras de Spark (que para mí son ‘Las señoritas de escasos medios', ‘Los mejores tiempos de Miss Brodie' y algunos de sus relatos para el New Yorker'), resulta ya muy representativa de la personalidad literaria de su autora.

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13 de septiembre de 2010
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El pelo en el ojo

El adjetivo surrealista está demasiado explotado, por no decir sobredimensionado, y al decirlo recuerdo que Vicente Aleixandre, uno de los grandes poetas brevemente surrealistas de nuestra lengua, jamás lo empleaba; él prefería ‘superrealista', tal vez más exacto y desde luego más escurridizo. Hoy surrealista es casi cualquier cosa, y en los ‘surreality shows' de nuestra televisión la palabra se oye a menudo en boca de concursantes a los que André Breton habría mandado ajusticiar al instante.

      Por segunda vez en poco más de un año, la Fundación Mapfre nos deja ser surrealistas con autenticidad, al menos durante la visita a las salas de exposición del madrileño Paseo de Recoletos, donde ya disfrutamos enormemente en abril/mayo del 2009 de las novelas-collage de Max Ernst. Ahora Mapfre presenta, en colaboración con el Centro Pompidou de París y el Fotomoseum de Winthertur (que la albergaron antes), una fascinante muestra que, bajo el título ‘La subversión de las imágenes', explora el universo del cine y la fotografía producidos o ligados al movimiento que fundó y lideró con mano férrea Breton. En una temporada de gran efervescencia fotográfica en Madrid, gracias a las numerosas exposiciones que organizó PhotoEspaña, la de Mapfre destaca por su amplitud y, hay que señalarlo, por su absolutamente recomendable catálogo, un gran libro con buenos textos y muy buenas reproducciones al que acompaña además, como un regalo en letra pequeña, el anexo de una antología de textos donde el lector no-especialista encontrará, por ejemplo, la reseña de Artaud sobre la película de los hermanos Marx ‘Monkey Business' (en nuestro país llamada ‘Pistoleros de agua dulce') o el guión fílmico nunca realizado de Benjamín Fondane, un para-surrealista fascinante en todo lo que escribió.

    En ese apéndice también podemos leer el fragmento de una carta del poeta y co-fundador del Surrealismo Paul Eluard a Gala, la Gala que aún no había seducido a Dalí. La carta, escrita en Marsella, es pornográfica, aunque menos que las de James Joyce a su mujer Nora, y quizá debiera yo advertir, como se hace en la sala de Recoletos a la entrada de sus salitas más sicalípticas, de que la cita que hago a continuación puede herir algunas sensibilidades a flor de piel. Eluard le escribe a su entonces esposa Gala totalmente exaltado tras una sesión de "cine obsceno" a la que le ha llevado un amigo: "La increíble vida que cobran en pantalla esos penes inmensos y magníficos, el esperma que brota. Y la vida de la carne enamorada, todas sus contorsiones". El poeta le confiesa a su mujer que la proyección le causó una erección de una hora, durante la cual, y es muy humano, más de una vez estuvo a punto de eyacular: "Si hubieras estado allí, no habría podido aguantarme".

    Eluard era drástico, como buen surrealista de la primera hora; esas películas liberatorias y potentes deberían según él proyectarse en todas las salas de exhibición cinematográfica "e incluso en las escuelas", para provocar "uniones sagradas, multiformes". Aunque hay una selección, a mi juicio excesivamente limitada, de películas en ‘La subversión de las imágenes', lo que le da densidad y calidad a la muestra son sus fotografías, algunas discretamente disimuladas en alcobas de luz tenue. Están, como es lógico, las grandes obras maestras de Man Ray, de Boiffard y de Claude Cahun, junto a otras de distinguidos compañeros de viaje como Brassaï o Alvarez Bravo. Pero también las gamberradas más selectas de los componentes del grupo, algunas firmadas y otras sometidas al albur del fotomatón. Los retratos instantáneos de Buñuel elevado y casi místico, de Breton haciéndose el muerto, de Yves Tanguy con la boca de monstruo o de Max Ernst improvisando juegos de manos tienen una comicidad irresistible.

     El humor y el peligro. En muchas de las piezas exhibidas el visitante percibe la sensación de amenaza que los autores sin duda han buscado deliberadamente, con el propósito de desconcertarnos, de molestarnos, de hacernos más despiertos o más inseguros en nuestra estabilidad habitual. Paul Nougé se convierte, a mi juicio, en uno de los nombres capitales del arte de la descolocación surreal, y sus imágenes narrativas son de lo mejor que está colgado en las salas de Mapfre. Hay una que aún me turba, semanas después de haberla contemplado. Representa a una mujer con flequillo que se lleva una tijera a los ojos; el título es ‘Pestañas cortadas'. Como la obra es fotográfica y no cinematográfica, no vemos el corte, ni el movimiento de las manos, ni la caída del pelo. Lo que vemos basta para darnos pavor. Y es curioso: el vello, todo tipo de vello (púbico, capilar, ocular), es motivo recurrente en esta galería de subversivos donde otra gran figura del movimiento, Dora Maar, se suelta literalmente el pelo (en su obra maestra erótica ‘Las piernas'), provocando una sensación similar a la que, durante una larga hora, Eluard sufrió en aquel cine porno de  Marsella.

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9 de septiembre de 2010
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Santa guerra

El día en que nació Edmund Gosse su padre hizo la siguiente anotación en su diario: "E. ha dado luz a un hijo. He recibido la golondrina verde de Jamaica". Para el autor del libro al que aquí nos referimos no se trata de un comentario desnaturalizado; el padre, Philip Gosse, ilustre biólogo, lo hacía todo escrupulosamente, y aquel día de 1849 "la golondrina llegó y el primer visitante fue inscrito primero". Hijo de un matrimonio radicalmente cristiano, en el que ambos cónyuges formaban parte destacada de la secta conocida como los Hermanos de Plymouth, Edmund creció separado del mundo, pues los Santos, como también se llamaban a sí mismos los seguidores de esa confesión, "vivían en una celda intelectual limitada en todas partes por las paredes de su casa, pero abierta por arriba a lo infinito de los cielos".

     Escrito en una amplia y hermosa lengua narrativa que la traducción histórica de Luis de Terán (originalmente publicada en la colección de La España Moderna patrocinada por Lázaro Galdiano) refleja muy bien, el libro de Edmund Gosse ‘Padre e hijo' (Belvedere, Madrid, 2009) es un clásico indiscutible de la literatura autobiográfica, en su especial apartado de ajustes de cuentas paterno-filiales. Fue admirado por escritores tan distintos como Gide, Stevenson o Kipling, y este último lo comparó a ‘David Copperfield', diciéndole por carta al autor que su obra era más interesante que la novela de Dickens, "porque es verdad". También le gustó a Henry James, amigo asiduo de Gosse, si bien el novelista americano ponía en duda la veracidad de los hechos relatados, refiriéndose en cierta ocasión, no sabemos con cuánta dosis de ironía, a su "genio para la inexactitud".

     Verídico o exagerado, ‘Padre e hijo' reconstruye con un vigor no exento de sutileza la educación agobiante que el niño Edmund sufrió por los preceptos de un padre que le impedía leer libros no devocionales, tener amigos e ir a la escuela, tratando de infundir en el carácter infantil una santidad modelada a su imagen. El relato de esa guerra larvada acaba, con un estupendo golpe de efecto novelesco, en el momento en que, destronado el dios patriarcal, el adolescente Edmund se emancipa del yugo de su ciega dedicación y abre la puerta de una libre conciencia; el lector, gracias a las páginas precedentes, también tendrá la plena libertad de imaginar el futuro del protagonista.

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6 de septiembre de 2010
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En Ramadán

En algunas pequeñas ciudades de la costa atlántica marroquí el fin de las horas diurnas de ayuno durante el mes de Ramadán se señala con un cañonazo frente a la playa. Es una ceremonia sencilla pero llena de encanto, que comienza cuando un poco antes de la puesta de sol los niños, no siempre acompañados de familiares, se agrupan frente al lugar reservado para un aparatoso camión del ejército, que llega puntualmente todas las tardes acarreando un cañón de mediano calibre. También hay adultos curiosos, extranjeros algunos (como yo, que he asistido a menudo al acto), y dos o tres pedigüeños desperdigados que aprovechan la relativa religiosidad del momento para solicitar un dirham de limosna. Los niños, que saben al minuto el lenguaje de los gestos, empiezan ya a taparse los oídos con los dedos cuando los soldados, sin excesiva marcialidad pero conscientes de su importancia, se acercan al carro armado y encienden la mecha, conectados telefónicamente -si no es mucho imaginar- con los hombres santos avezados en la contemplación del cielo. Es la hora.

 

     El disparo es ruidoso (ha de oírse en toda la ciudad) aun siendo de carga hueca, sin impacto en las aguas o las arenas, que de cualquier modo se han vaciado ya de bañistas y, sobre todo, de los centenares de futbolistas aficionados que llenan las dos horas previas al fin del ayuno jugando a la pelota en la playa, descalzos pero provistos de porterías metálicas portátiles. Inmediatamente después del cañonazo, o a la vez, suena la potente sirena del aviso y cantan los almuédanos su plegaria, una pequeña sinfonía vocal que aún remarca más el absoluto silencio que sigue a continuación. La orilla se ha vaciado, el ejército ha vuelto a sus cuarteles, y la población entera come. Todos los musulmanes del mundo se detienen y cumplen los requisitos de su religión.

   Tengo más de un amigo árabe que observa el Ramadán en Madrid en estos calurosos días de verano y no se queja. Su sacrificio (sobre todo el de no beber ni una gota de agua o cualquier otro líquido aunque se trabaje a pleno sol) pasa desapercibido en el tráfago y la rutina de los que aquí comemos, bebemos y fumamos sin restricciones mientras ellos se abstienen, lo cual, también reconocen los más piadosos, permite al musulmán europeo que no quiera ayunar hacerlo sin despertar recelos. El ayuno coránico tiene, por supuesto, unas connotaciones simbólicas propias, derivadas del mandato divino de expiación, pero no hay que olvidar la peculiar relación que todas las religiones tienen con el alimento, y en especial con la carne. Nos sorprende a veces a los que tenemos una formación cristiana la voluntaria renuncia de los musulmanes a ese manjar único que es la pata negra de un buen cerdo, por no hablar de la privación judía del conejo a la brasa, otra exquisitez nuestra incomparable. Ahora bien, también ‘nosotros' tenemos lo nuestro, o lo teníamos, pues no siendo yo ahora católico practicante ignoro si las nuevas generaciones siguen privándose tan religiosamente como las anteriores de comer carne en viernes, dando así carta de gastronomía a esa delicia del paladar que es el potaje de bacalao y garbanzos (con o sin espinacas, según el gusto), tomado en todos los hogares durante la Cuaresma y en el mío también los primeros viernes de cada mes. En países de gran consumo cárnico como Argentina o Uruguay, donde comer pescado no está entre las prioridades de sus nativos, uno (que es ‘pescadero' por vocación y no por mandamiento de la Santa Madre) lo hace, y puede así pasar por más piadoso, aludiendo a esa estricta observancia de los viernes sin chuletón ni asado de tira.

     Vivir el Ramadán en un país musulmán impresiona en todo caso, más por el rito que por la obediencia, diría yo. En la ciudad costera del sur de Marruecos donde estuve hace unos días, el cañón volvía a sonar en torno a las dos de la madrugada, avisando a los habitantes de que aún les quedaba tiempo para la última comida de la jornada, la ‘shor', que precede al comienzo del ayuno, señalado de nuevo por las preces del altavoz de todas las mezquitas. Todas las mezquitas. ¿Todos los musulmanes del mundo? Marruecos, que es un país menos anquilosado de lo que aquí  -‘aznáricamente'- se piensa, muestra disidencias también en ese territorio sagrado del ayuno. Y así este año han vuelto a manifestarse, y a ser disueltos por la policía, todo hay que decirlo, los (aún pocos) miembros del llamado MALI, Movimiento Alternativo para las Libertades Individuales, que, convocándose a través de Facebook, se reúnen en Rabat o en Casablanca para tomarse al mediodía un modesto sándwich en público. Tampoco era fácil, cuando yo era adolescente, decirles a tus padres que tú lo que querías, en lugar del potaje de vigilia, era un filete de lomo empanado.

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2 de septiembre de 2010
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La aplazada muerte de Tony Judt

Han sido poco más de veinte los capítulos del relato autobiográfico que Tony Judt escribió en los siete meses finales de su vida. El último en publicarse fue póstumo; lleva la fecha del 19 de agosto, aunque se distribuyó y envió a los subscriptores de The New York Review of Books (donde aparecieron todos) coincidiendo con la muerte del historiador, ocurrida el día 6 de este mes a la edad de 62 años. La historia de la enfermedad inevitablemente mortal que le diagnosticaron en septiembre de 2008 la contó el propio Judt en el primero de la serie, titulado ‘Noche', que publicó en su momento El País; la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) le iba inmovilizando paulatinamente el cuerpo y las extremidades, sin borrarle la capacidad mental y sin producirle dolor; "un encarcelamiento progresivo y sin fianza" (si bien al traducir ‘fianza' se pierde el doble sentido de su "whitout parole", que alude a la falta de las palabras; Judt también iba perdiendo el habla). Condenado a una supervivencia inmóvil y completamente asistida, la noche era el peor momento de quien, resignado a no poder ni soñar con una imposible libertad de movimientos, decidió "revolotear" en su vida anterior, sus pensamientos, sus fantasías, sus memorias y desmemorias, distrayendo de ese modo la alternativa del insomnio, la incomodidad de una postura semi-erecta en la cama, la angustia de unos picores corporales que por sí solo no podía calmar.

                ‘Noche' era un texto crudo y doloroso de leer pero exento de toda auto-compasión; la escritura nacía del vínculo a la expresión serena y precisa, evidentemente colmada de verdad y aun así animada por una ironía y una ocurrencia imaginativa que proporcionaban alivio, sin desvirtuar la gravedad del tono. A nadie sorprendió por tanto que lo que en esa entrega era descrito por la revista neoyorkina como "la primera de una serie de reflexiones breves", continuara y fuese creciendo de tamaño (dos y a veces tres extensos capítulos en un número), hasta constituir la bellísima, impávida, heterodoxa confesión memorial de una persona que pone plazos a su irremediable sentencia volcándose en el interior de su cabeza (lo único intocado por el mal) y sacando de ella las armas de repudio de la muerte. Para desgracia no sólo del autor y de su familia sino de los muchos lectores que ha tenido en esta etapa de su carrera, el relato diferido de Judt no pudo alcanzar ni siquiera una cuarta parte de ‘Las mil y una noches' que Sherezade, una predecesora suya en el combate ficticio contra el silencio mortal, sostuvo hace siglos en algún palacio del Oriente.

                 Tony Judt ya era un excelente escritor antes de enfermar. Yo sólo conocía de él su apasionante estudio sobre los intelectuales franceses de la segunda posguerra mundial titulado en la edición española de Taurus ‘Pasado imperfecto', y en sus páginas bien informadas y a veces provocativas en la argumentación se advertía la cadencia, el gusto por la metáfora y la riqueza verbal propias de los grandes nombres de la historiografía británica, que arranca en Gibbon, uno de los mayores prosistas que ha tenido la lengua inglesa, y seguiría después en Macaulay, el Carlyle de ‘La revolución francesa', G. M. Trevelyan, hasta llegar, en la segunda mitad del siglo XX, a Hobsbawm, Christopher Hill, Keith Thomas o los dos Carr, el hispanista Raymond y el eslavista E.H. (Edward Hallett), de quien Anagrama acaba de reeditar por cierto, con unas páginas de presentación de Pere Gimferrer, su extraordinario ‘Los exiliados románticos'.  

              Los escritos memorialísticos de Judt que van desde ‘Noche' a ‘Meritócratas', que no llegó a ver publicado, son de otra índole. A veces, es cierto, aparecía en ellos el historiador indomable en sus juicios, el judío irreverente con el dogma y enemigo de las políticas de los últimos gobiernos de Israel, el observador socarrón de las grandes instituciones culturales (fue sonada su polémica, en las páginas de correo de la propia New York Review of Books, con la directora de la Escuela Normal de París). Sin embargo, los más memorables, al menos para mí, fueron los ‘proustianos', o los ‘benjaminianos', si nos acordamos del Benjamin de ‘Infancia en Berlín' o ‘Diario de Moscú'. En el que llamó ‘La Línea Verde', por ejemplo, Judt reconstruía con un poderoso talento narrativo sus solitarios viajes infantiles en autobuses de línea por la Inglaterra rural, y la contenida nostalgia de sus evocaciones ponía más en relieve el gran acompañamiento placentero de la memoria individual, un caudal que al sumarse y al compartirse -no sólo en circunstancias de pérdida o pesar- forma la base de nuestro desafío al olvido impuesto por los estragos del tiempo.

               También recuerdo sus dos apólogos sobre el ‘Ser austero' y el ‘Ser judío', de no aparente unidad, que publicó el pasado mayo. El segundo, que empezaba y terminaba con un emocionante tributo a Toni Avegael, prima hermana de su padre muerta en Auschwitz antes de que él naciera y fuese bautizado en homenaje a ella con su nombre de pila, insistía de manera audaz en algunas de las tesis más díscolas respecto a la cuestión judía, subrayando el a su juicio excesivo peso simbólico que arrastra un pueblo apresado por su pasado: "Ser judío" -escribía Judt- "consiste en recordar lo que una vez significó ser judío". En el otro texto simultáneamente publicado en mayo, el historiador londinense, sin perder nunca el don novelesco para la recreación de lugares y personajes, extraía de los recuerdos del racionamiento británico en la segunda posguerra mundial una serie de pertinentes reflexiones sobre la a menudo obscena sobreabundancia de las más altas capas sociales del primer mundo. Judt era demoledor comparando el rigor moral de su país natal en la época de una solidaria actitud de moderación y ahorro con la situación presente, en la que el mensaje capital de nuestros gobernantes es una apelación al consumo: "siga usted comprando" aun en tiempos de crisis.

                 El último capítulo leído antes de saber su muerte, el correspondiente al número 12, volumen LVII, de The New York Review of Books, se titulaba ‘Palabras' y comenzaba, en una escena de comedia familiar muy característica de algunos de estos episodios narrados por Judt, con una reunión de parientes centroeuropeos hablando en la cocina de los padres del autor, entonces un niño, en una mezcla de las lenguas de la Diáspora: "Yo pasaba largas y felices horas escuchando hasta muy entrada la noche las discusiones de unos autodidactas centro-europeos: ‘Marxismus', ‘Zionismus', ‘Socialismus'. Hablar, me parecía, era el objetivo de la existencia adulta. Nunca he perdido esa sensación". ‘Palabras' terminaba con una alusión (y no se encuentran muchas en estos escritos) al progreso de su enfermedad: "Dominado por un trastorno neurológico, estoy perdiendo rápidamente el control de las palabras, aun cuando mi relación con el mundo se ha reducido a ellas. Todavía forman con impecable disciplina y en hileras ilimitadas en el silencio de mis pensamientos  -la vista desde el interior sigue con la misma riqueza-,  pero ya no las puedo trasmitir con facilidad".

                 Sabemos ahora el desenlace de esa contienda entre el cuerpo y la mente de Tony Judt. También nos consta, por haberle seguido en estos únicos siete meses del año 2010 que llegó a vivir, su confianza en la permanencia de un mundo de palabras, que en su caso significaba a la vez la defensa de un modelo de educación humanista quizá desacreditada para siempre; su apego a ese núcleo de hablantes que usan la lengua para ocupar los espacios públicos del debate y la controversia no agresiva. Y se preguntaba Judt en las líneas finales de aquel artículo confesional: "Si las palabras caen en el deterioro, ¿qué las substituirá? Son todo lo que tenemos". Permanecen  -y es de esperar que pronto reunidas en libro- las palabras sabias y hermosas del hombre de salud tan terriblemente deteriorada que sigue hablando muerto para nosotros.

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30 de agosto de 2010
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