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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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El mundo sin Sigfrido

Desde su cuarto piso sin ascensor, Sigfrido Martín Begué seguía como un diablo burlón la lenta marcha del mundo del barrio de Salamanca, sin necesidad de sobrevolarlo con escoba ni fisgar bajo los tejados pudientes de los edificios, como hacía aquel demonio clásico de Vélez de Guevara. Aunque tenía coche, y lo conducía con determinación, citando a la vez a Cocteau, fumando y posiblemente cantando un aria de Rossini, Sigfrido era un caminante de su ciudad, y por eso se cayó un día en una zanja de Jorge Juan, donde vivía y ha muerto, a los 51 años, en la mañana del día de San Silvestre. Contaba su percance sin inquina municipal, pese a la gran lata que le dieron, como a todos los vecinos de esa zona, las interminables obras subterráneas de la calle Serrano. Al caer en el hoyo mal señalizado, Sigfrido, que era un esteta hasta en las desgracias, se fijó -y así me lo descubrió- en la calidad floral, como de amapola mecánica, que tenían unos conductos de largo tallo pintados de rojo. "Flores del mal, sin duda".

   Le conocí en los primeros años 80, y me sorprendió que fuera autentificadamente madrileño. Ya es sabido que esta ciudad pertenece a sus periféricos (yo soy uno de ellos), lo cual le da sus señas de identidad más acendradas. Lo frecuente era, y aún sigue siendo, trabar amistad con castellano-leoneses, con andaluces, con el contingente elegíaco de los gallegos, y algún que otro vizcaíno desarbolado. Encontrar en medio del Madrid de la Movida a un nativo impecablemente vestido de inglés -aunque con calcetines de un color que ni Beau Brummell habría asumido- causaba desconcierto y daba consuelo: crecía entre nosotros, así pues, un dandy que pintaba cuadros con metafísica y tenía en su casa, siempre abierta, un florilegio de escenas de las peores películas de la historia montadas por él mismo en la cinta de modo que el ‘peplum', la astracanada española o los teléfonos blancos de la comedia italiana cobraban en el collage un surrealismo más hondo que el de los poetas automáticos franceses.

    Pintor, arquitecto, diseñador de objetos, muebles y exposiciones, he conocido a pocos artistas de su inmenso talento con menos pretensión de afirmarlo o ‘firmar'. Nunca me pude hacer con ninguna de sus alfombras o cómodas en forma humana, ya demasiado caras o agotadas cuando supe de ellas, aunque sí le encargué la portada de uno de mis libros, para alegría del editor, Jorge Herralde, que admiraba mucho la obra de Martín Begué y quiso en un momento dado comprarle cuadros y tenerle de portadista regular en Anagrama. El libro, ‘El cine estilográfico', salió con su estupendo dibujo del muñeco fílmico, pero el acuerdo, lo contaba hace pocos días Herralde, no se cerró, como a menudo no se cierran, por ‘nonchalance', estas cosas que uno, después de acabarlas, no encuentra la voluntad de vender. Los lectores memoriosos de El País Semanal recordarán sin embargo las preciosas ilustraciones que cada domingo hacía Sigfrido para acompañar los artículos de Antonio Muñoz Molina; dos temperamentos artísticos sin duda diferentes que adquirían en la página del suplemento la complicidad de los opuestos.

    Sus ilustraciones, sus exposiciones, sus publicaciones, sus decorados y vestuarios escénicos, su obra de pintor. Todo eso queda y será difundido o redescubierto. Lo que la muerte de seres tan especiales como él significa es la pérdida, más que de la persona, de la personalidad literalmente irrepetible, dotada de una ocurrencia constante, inteligente, que no impedía, por sardónica que fuera, la dulce y sabia entrega que sus amigos, sus amores y, en los últimos años, sus alumnos de la facultad de Bellas Artes de Cuenca, disfrutamos. Y se pasaba el tiempo tan bien a su lado. Su originalidad no se detenía ni en el antiguo reino de Valencia, por el que manifestaba un aprecio global difícil de entender en el septentrión. No sólo le gustaba mucho, incluso como concepto, Benidorm, sino que le llegó a encontrar un punto a Rita Barberá, aunque no creo que fuese el punto G.

    Su gente más cercana sabía lo impaciente que era, lo atropellado. Yo por ejemplo, habiendo estado toda mi vida rodeado de fumadores compulsivos, no recuerdo a nadie con un ansia de nicotina menos resolutiva que la suya; Sigfrido sostenía siempre el cigarrillo en la mano, sin llegar a fumarlo, por tener otras cosas en las que ocuparse, y causando así la desesperación de algunos propietarios de alfombras persas del siglo XVIII, sobre las que él, mientras peroraba incansablemente en cenas y fiestas de rango, iba dejando caer la ceniza ardiente del tabaco.

   Por desgracia, esa impaciencia, ese frenesí de apurarlo todo, se ha manifestado también en su muerte, escandalosamente prematura. Pero conviene que nos detengamos aquí. Seguir hablando de él podría ponernos trágicos, o huraños, y a Sigfrido hay que rendirle, ahora que ya no está, el honor merecido: el de su alma alegre y confiada.

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17 de enero de 2011
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Casa del perro andaluz

Tenían veinte años y llevaban todos corbata, algunos de pajarita. Y estaban destinados a cambiar el futuro de nuestro país, con un atildamiento no reñido con el genio humorístico y la creación de las nuevas artes. Coincidieron por casualidad, como en las buenas fábulas, en la encrucijada de un camino que estaba, y también eso era romántico, en lo alto de una colina de Madrid que Juan Ramón Jiménez llamó Colina de los Chopos. Todo sigue allí, entre la calle Serrano y el Museo de Ciencias Naturales: los chopos, con algunas plantas crecidas después, el espíritu de la invención y, muertos ya la mayoría de sus protagonistas, las fotos, los papeles, los cuadros, el aliento. Y un cuartito abierto al público.

    Con motivo del centenario de su nacimiento, hay celebraciones en la Residencia de Estudiantes, llamada familiarmente -con una mezcla de ‘nonchalance' dandi y espíritu de escalera vecinal- ‘la Resi'. Ha habido una amplia exposición conmemorativa, conferencias, publicaciones, y ahora mismo (abierta hasta el 24 de abril del 2011) se puede ver la interesante muestra de gabinete ‘Viajeros por el conocimiento', en la que se confirma que no todo era lúdico y académico en la edad de oro de ‘la Resi'; llegaban a sus aulas militares de graduación y arqueólogos con leontina y les enseñaban a los estudiantes allí residentes, incluidos los ‘calaveras' del alumnado, los cráneos milenarios que habían encontrado en Mesopotamia, la momia verdadera de Tutankhamon, los adornos votivos y las armas de unas civilizaciones remotas pero no atrasadas. Fue para mí especialmente emocionante visitar la sala dedicada al proyecto de expedición científica al Amazonas que no pudo concluir el capitán Francisco Iglesias, uno de los más sublimes ‘segundas filas' de la generación del 27 y amigo muy preferido de García Lorca y Vicente Aleixandre. El noticiero mudo donde se reflejan los detalles del vuelo preparatorio Sevilla-Bahía que Iglesias y su co-piloto Ignacio Jiménez realizaron en 1929 es una pequeña joya de época, con su ingenuidad y su socarronería.

     Pero yo quiero volver al cuartito abierto a la contemplación del público, en un civilizado horario continuo de diez de la mañana a diez de la noche, cuando se apaga la luz eléctrica. ¿Fue concebido en ese preciso lugar ‘Un perro andaluz' de Lorca y Dalí, como sugería uno de los boletines informativos de la Residencia? Podría ser, siendo lo de menos. En el Pabellón Gemelo numero 1, a la altura de calle, y cerca de la entrada del complejo residencial, está, una vez que se pasa el Jardín de las Adelfas, esa recreación de una habitación histórica de la ‘Resi' de los años 1920, tiempos en que, según lo evocaba el poeta residente José Moreno Villa, "en un cuarto se hace medicina; en otro, cálculo infinitesimal; en otro, legislación; en otro, historia; en otro, caminos, puentes hacia la eternidad, versos". También se hacía, gracias a Dios, el gamberro, como sabemos, entre otros testimonios irrefutables, por lo que cuenta con gracia Rafael Alberti sobre los ‘anaglifos' en una entrevista incluida en el sugestivo documental de Rafael Zarza y Juan Pérez de Ayala ‘Hablaremos de esto dentro de cien años', que se ha realizado en conjunción con el aniversario.

    El cuarto recreado es todo un poema, medio ultraísta y medio costumbrista. A uno le satisface comprobar la cantidad de té que esos jóvenes con corbata y genio alegre ingerían, tal vez a las "five o´clock" de todos los relojes de la ‘Resi'. Se ven en el cuarto expuesto al menos cuatro teteras, aunque no falta, para dar la nota racial, la botella de anís y el brandy aborigen. En la "celda frailuna" (en palabras de la autobiografía del citado Moreno Villa), había palangana y jofaina, raqueta y otomana, un efigie de Goethe y una escribanía castellana. Qué felices los tiempos en que convivían la novedad y la tradición, el excursionismo serrano y el surrealismo francés, la moda extranjera y el paño lagarterano. Una de las cosas más reconfortantes que uno aprende viendo ese cuarto y leyendo el folleto preciosamente editado que lo acompaña es que los ideadores de la Residencia, con un concepto higiénico muy británico, situaron las habitaciones orientadas a mediodía, buscando una buena ventilación, un soleamiento máximo y el máximo de luz natural. Para salir por medios naturales de la España negra.

    Asomas la cara al cristal que protege ese cuarto histórico y sueñas despierto. Frugales y desmesurados, los alumnos históricos de la Residencia (todos hombres; las mujeres, algunas de gran relevancia, iban por su lado) son los fantasmas de un paraíso que se agostó cuando estaba a punto de florecer. El ideal anglófilo se quedó en la voluntad, y a Inglaterra llegó muy desengañado en su forzoso exilio el responsable de todo aquel empeño, Don Alberto Jiménez Fraud. Pero la ‘Resi' no se acabó. Estuvo aletargada durante el franquismo y despertó con la democracia, preservando en la dormición, milagrosamente, la lozanía de sus rasgos y el alma intacta. Otro signo de la condición fabulosa de esa institución única que ahora celebra viva sus primeros cien años.

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14 de enero de 2011
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El anti-turista

Cincuenta años antes de que los sociólogos y los políticos hablaran del choque y la alianza de civilizaciones, un norteamericano de aspecto frágil había empezado a escribir relatos de gran vigor sobre ese choque traumático, sobre la atracción y el miedo a ‘los otros', sobre la convivencia forzada en los límites y abierta al exceso. El hombre era Paul Bowles, un músico que un buen día de 1949, al publicar ya cerca de los cuarenta años su primera novela ‘El cielo protector', "se convirtió en el-escritor-que-también-compone-música, después de haber sido el compositor-que-también-escribe-literatura", en palabras de Ned Rorem, su amigo y colega en ambas disciplinas.

     ‘El cielo protector' sigue seguramente siendo -gracias en gran medida a la estupenda película de Bertolucci- el libro más aclamado de Bowles, pero esa distinción es injusta con el resto de su obra de ficción. No hay en toda la literatura francesa de los años 1940/50, fuente innegable de la inspiración de Bowles, una narrativa ‘existencialista' tan rica y tan honda, e incluyo en la comparación no sólo las novelas angulares de Sartre sino también las que más impacto hicieron en el norteamericano, ‘El extranjero' y ‘La peste' de Camus, cuya carrera quedaría truncada por el accidente de coche que le mató en 1960. Bowles fue un hombre longevo, aunque no por ello prolífico: solo cinco novelas y varias colecciones de cuentos, ahora recopilados en una voluminosa selección por Alfaguara, coincidiendo oportunamente con el centenario de su nacimiento, que tuvo lugar en Nueva York el 30 de diciembre de 1910. En este libro, organizado y en parte traducido por su discípulo Rodrigo Rey Rosa, están las grandes piezas del más breve Bowles, quien, tras un arranque tímido como fabulador de fantasías gótico-moriscas, dio ya en 1945, con el extraordinario relato ‘Un episodio distante‘, la medida de su talento y el signo de sus obsesiones.

     El viaje sin rumbo, los territorios desérticos o salvajes, el brote inesperado de la violencia, los deseos, no pocas veces soterrados, el artificial paraíso del alcohol y los alucinógenos. Sobre esas constantes se desarrolla su obra novelesca, en una articulación refinada y llena de ecos internos que dio, cuando su autor  -cumplidos ya los ochenta-  parecía agotado, un último y poderoso brote de misteriosa crueldad y pasión oculta en la novela corta ‘Muy lejos de casa‘ (1992).

    Todas las criaturas de Bowles tienen la vocación de la pérdida, en la doble acepción del término; una indolencia o fuerza interior les inclina a perderse en el largo camino de sus travesías, arrastrando asimismo la conciencia de una carencia irremediable. Nunca hay en sus libros finales felices.

     A Bowles  -como a sus protagonistas, que suelen ser expatriados europeos o estadounidenses- el paisaje exótico o excéntrico es el que más le inspira, guiándose en esas localizaciones ficticias por sus propias experiencias como modélico viajero atento, demorado, curioso y nunca depredador: el paradigma del anti-turista. Centroamérica, por la que viajó con frecuencia en la primera parte de su vida, da escenario a su tormentosa y absorbente novela ‘Por encima del mundo', que cuenta con una singularísima galería de antagonistas. Y en el Caribe sucede uno de sus cuentos crueles más memorables, ‘Páginas de Cold Point‘, delicadamente procaz.

     Es sin embargo África el territorio ‘natural' de la obra, por no hablar de la vida, de Bowles, quien situó entre el Magreb y los confines del Sáhara una mayoría de sus novelas y cuentos. Nada complaciente en su descripción de la pobreza y los rudos hábitos de los nativos, el autor, implacable igualmente con sus ‘occidentales', nunca toma partido ni condena, dando un protagonismo heroico a dos de sus personajes norteafricanos, el Amar de la novela de Fez ‘La casa de la araña' (1955) y la también adolescente Malika del extenso cuento ‘Aquí para aprender' (1979), embarcada en un picaresco ‘tour' por Europa y América.

    ‘Déjala que caiga' es, para mi gusto, su obra maestra, y yo diría que uno de las grandes novelas del medio siglo XX. Siguiendo una peripecia ligada estrechamente a la ciudad de Tánger, Bowles traza uno de sus habituales descensos al infierno, mientras retrata con un estilizado verismo las distintas capas sociales y el turbio ambiente de la ciudad cuando aún era zona internacional.

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10 de enero de 2011
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Auster posthumano

Confieso aquí que al tener entre mis manos ‘Sunset Park', la reciente novela de Paul Auster publicada por Anagrama, mi primer impulso fue dejarla en su estante de la librería y buscar otro libro entre las novedades. Demasiado Auster últimamente, y demasiada decepción con Auster. Me había dejado a medias ‘Un hombre en la oscuridad' (2008), y antes había leído con creciente e insuperable irritación ‘Viajes por el Scriptorium' (2006) y visto en cine su segunda y descalabrada película como director, ‘La vida interior de Martin Frost', filmada ese mismo 2006. La anterior novela suya, ‘Invisible', que es del año pasado, la regalé sin llegar nunca a abrir sus páginas, y ahora, segunda confesión de este artículo, tendré que comprármela y leerla en acto de contrición, pues ‘Sunset Park' es una obra magistral, de lo mejor que ha escrito su autor, y de lo mejor que se ha publicado este año en traducción.

   ¿Es Auster todavía postmoderno, como señalan algunas de las reseñas citadas en la edición de Anagrama? Posiblemente lo intentara ser (o revalidar) en esos dos títulos suyos ante los que yo sucumbí como lector. ‘Sunset Park' tiene una estructura caleidoscópica muy ingeniosa, pero los juegos metaficticios que Auster introdujo con gran brillantez en la primera parte de su carrera y trilladamente después, aquí existen, aunque están al servicio de la narración, una historia familiar trágica y a la vez optimista, en la que se entrecruzan, como cristalizaciones nunca caprichosas, otros personajes ajenos al núcleo de los Heller y otras subtramas (la familia de las cubanas en Florida, el paralelo con el clásico film de Wyler ‘Los mejores años de nuestra vida') llenas de vigor y fascinación. El paisaje urbano de Brooklyn y ciertas obsesiones ‘austerianas' (el béisbol, las obsoletas tiendas de viejo) reaparecen en el libro, cuyo máximo logro para mí es la creación de un protagonista inolvidable, Miles Heller, el joven que arrastra la desdicha de un impetuoso manotazo dado en la infancia y que, en un bucle dramático muy sugestivo, Miles vuelve a dar en el desenlace, dejando la novela abierta por las consecuencias de ese segundo golpe, menos letal que el primero.   

     La postmodernidad de Auster, si sigue coleando en la cabeza del autor, aquí queda sin embargo tamizada por el intenso y delicado nivel emocional que marca ‘Sunset Park' desde su arranque y alcanza momentos auténticamente conmovedores, tanto en la historia de amor del protagonista con la avispada ‘lolita' Pilar como en el romance familiar de ‘los cuatro padres' de Miles, que acaba formando la espina dorsal del relato. Un ‘pathos' al que no le falta una cierta sordina cómica audible en bastantes de las páginas neoyorkinas de este libro excelente, que me ha deparado un doble placer: el de leerlo y el de calmar mi conciencia. Sigo a Auster desde sus comienzos, presenté un libro suyo en Madrid hace años, he coincidido en privado con él y con su familia más de una vez, y compartimos además la doble militancia de escritores tentados por la dirección cinematográfica. Verle en tan plena forma literaria y tan bien madurado humanamente me produce alegría y me hace olvidar esos traspiés que yo le vi o creí verle dar hace pocos años.

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3 de enero de 2011
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El que no trabaja

Hay un hombre negro, joven, grueso, afable, que reside en los bancos de mi barrio. No se trata de uno de esos ‘sin techo' que, llegado el anochecer, sientan plaza con sus cartones y sus mantas en los vestíbulos de los cajeros automáticos de tantas entidades bancarias; mi vecino, pues así lo considero ya, sin haber cruzado una palabra con él, duerme en los bancos de madera, aunque a veces le veo también recostado en las escaleras de acceso al ‘metro' con su impedimenta, que incluye garrafas de agua, nunca un ‘botellón'. Va limpio, igual de abrigado ahora que en el verano, y, excepto cuando tiene los ojos cerrados, mira siempre a los que pasamos cerca de él con el gesto risueño que le caracteriza. No vende nada en la calle.

   Me resulta imposible, dada la frecuencia de su figura en mi peripecia cotidiana, no hacer cábalas sobre su origen, su inmediato pasado, su actualidad de hombre que arrastra sus pocas pertenencias sin alejarse nunca del perímetro más próximo a mi casa. Con motivo de mi trabajo cinematográfico en ‘El dios de madera', el año pasado entrevisté y traté a muchos jóvenes del Senegal, de Mali, de Nigeria y Costa de Marfil, en su mayoría emigrantes que habían llegado a España en patera y, tras diversos avatares, vendían -ya legalizados- bolsos y paraguas en el llamado ‘top manta'. A todos les estaba  golpeando duramente la crisis, privados además de un núcleo familiar y enfrentados a la perspectiva de un casi imposible retorno sin medios a sus países de procedencia.

     El paro es desde luego angustioso para esos y otros muchos trabajadores sin esperanza, pero su onda expansiva nos afecta a todos, excepto quizá a algunos altos directivos de la banca (la otra, la que no es de madera ni está a la intemperie). La carencia de empleo, los recortes salariales, los contratos precarios, las forzosas jubilaciones anticipadas, la inseguridad de las prestaciones sociales y sanitarias; ése es el horizonte que se divisa mientras a nuestro alrededor, y no sólo por televisión, es posible observar el espectáculo del enriquecimiento de unos pocos y el blindaje intocable de quienes tanto han contribuido al mal económico de la mayoría.

     Puede por tanto resultar una paradoja, si no una afrenta, que en esta situación tan desesperada uno recurra a Ambrose Bierce y Paul Lafargue, dos grandes libertarios decimonónicos (fallecidos ambos en la primera parte del siglo XX) que en tiempos no menos convulsos hicieron de la necesidad burla y le sacaron al drama de la miseria el corazón de la risa. Creo que el mulato antillano de origen francés Lafargue está hoy más olvidado que el anglo-americano Bierce, aunque el primero brilló más en vida, por su matrimonio y compartido suicidio con la hija de Carlos Marx, sus viajes de agitación por Europa y sus importantes contactos con el socialismo español de la época. Releídos ahora, sus dos breves opúsculos ‘El derecho a la pereza' y ‘La religión del capital' parecen haber sido escritos para nosotros, y algo similar puede decirse de algunos de los textos breves de Ambrose Bierce que, traducidos y presentados por Miguel Catalán, acaba de publicar la editorial madrileña Sequitur bajo el título ‘La mirada cínica'.

    Lafargue conocía bien los pormenores de la explotación masiva de la mano de obra en el siglo de la revolución industrial, pero más que creer, como su suegro, en la estricta dicotomía de un trabajo enajenado y un trabajo liberado, prefería recordar que el destino del hombre antes de la condena de Dios en el Edén y la codicia del Jefe en la cadena de producción pasaba también por el sagrado derecho humano a hacer ‘menos': el ocio placentero como antídoto o alivio del trabajo embrutecedor. La historia de las reivindicaciones sociales desde el nacimiento de la conciencia obrera hasta el día de hoy en las calles de Francia incluye la defensa de una vida laboral mejor y de un mayor derecho al reposo y, por qué no, al relajo.  

    Complementario más que antitético a ‘El derecho a la pereza' preconizado por Laforgue es ‘El derecho a trabajar', un sarcástico diálogo entre La Ley y El Vagabundo que Bierce imagina, y en el que la primera, hablando con la voz del orden establecido, le recuerda al segundo la prohibición legal de robar pero también de mendigar, a lo que aquel contesta: "cuando en la calle te obedezco y me paso todo el día hambriento y por la noche temblando de frío, y me quedo callado para no molestar, me arrestan por ‘hallarme sin medios conocidos de sostenimiento económico'". ¿Será ese el caso del hombre grueso y negro que vagabundea por los aledaños de la calle Francisco Silvela? ¿Es un ‘homeless' que ha elegido su domicilio en la multitud, como el dandy de Baudelaire? Seguiré preguntándomelo, y confiando en que, al contrario que al vagabundo de Bierce, a él no le arresten. No trabaja y no hace daño a nadie. Quizá ni a sí mismo.

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27 de diciembre de 2010
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Los amigos involuntarios

Escribo este comentario de ‘La red social’ en tanto que enemigo de las redes sociales. Cuando empezó el invento me sentí intrigado al recibir la solicitud de tantos desconocidos que querían ser amigos míos en ‘facebook’, pasando después a sentirme halagado al ver que las solicitudes iban aumentando sin que yo hubiera respondido a ninguna; al fin y al cabo, como Tennessee Williams le hizo decir a su personaje de Blanche Dubois en una de las frases más memorables de la literatura del siglo XX, nuestra vida depende en gran medida de “la amabilidad de los extraños”. Me gustó menos la cosa cuando recibí invitaciones de amigos a los que yo ya tenía por medios más íntimos y directos localizados, fotografiados, perfilados e informados -siempre que yo lo deseara- de mis andanzas o desvelos. He ido sistemáticamente borrando todos esos mensajes bienintencionados, y hoy mi vida trascurre no más infeliz que antes sin ser miembro de ninguna red social, mientras que a mi alrededor empiezo a oír las quejas de los atrapados en un torbellino de intromisión y abuso que dicen no haber previsto; algo muy parecido a los lamentos que los fumadores históricos profirieron al advertir el peligro fatal de su despreocupada adicción. La decepcionante película de David Fincher sobre el nacimiento de ‘Facebook’ tiene algo muy de agradecer: resalta el empalagoso espíritu adolescente de unos sucesos verídicos. De hecho ‘La red social’ puede leerse en primera instancia como un ‘campus romp’, es decir, una de esas comedias tontas y trepidantes sobre una camada de universitarios yankis que lo que más concienzudamente estudian es cómo ligar con las ‘tías buenas’. Es uno de los (sub)géneros más cargantes del último Hollywood, y el guionista y su director, tratando sin duda de ennoblecerlo, lo han mezclado con otros dos de mayor alcurnia, la saga de fundación de grandes empresas y el drama judicial. El combinado resultante lo empeora todo. Se piensa en ‘Gigante’, el clásico de George Stevens, o en ‘Pozos de ambición’, la extraordinaria película de Paul Thomas Anderson, y, más allá de la diferencia entre la épica del oro negro y la anecdótica de la página web, se advierte la decadencia del procedimiento narrativo, también evidente en las tediosísimas escenas de la vista del caso denunciado, que, celebrándose a puerta cerrada en un despacho, carece además de público encrespado, de abogados histriónicos haciendo teatro ante el jurado y de parsimoniosos jueces con toga. También se intenta, aunque de un modo discontinuo, recordar que todo es histórico, los hechos y los nombres, apareciendo las horas y los días precisos al borde del fotograma, como en el cine de desembarcos de la segunda guerra mundial. Tampoco esa argucia redime la banalidad dominante en este producto. Lo curioso es que ‘La red social’ viene avalada por dos nombres de prestigio, el de Aaron Sorkin, que ha escrito el guión a partir de un libro de éxito, ‘Multimillonarios por accidente’, de Ben Mezrich, y el de David Fincher, que dirigió un thriller psicopático excelente, ‘Se7en’ (1995), y hace poco dio lustre formal a la enrevesada y excesivamente alargada peripecia de un personaje inventado por Scott Fitzgerald (‘El curioso caso de Benjamín Button’, 2008). Está claro que ambos han trabajado por encargo, y eso, que en la historia del cine americano no impidió la creación de títulos magistrales, ahora equivale habitualmente a obras trilladas de mayor o menor empaque superficial. Fincher narra con soltura, no faltaría más, pero tener que filmar una escena tan ñoña como la de la regata real de Henley es duro para quien fue visto al debutar en los años 1990 como una de las grandes esperanzas de la renovación de Hollywood. Algunos exaltados aún le siguen dando un crédito a mi modo de ver injustificado. Lo que me sorprende menos es lo de Sorkin, que se beneficia de ese exagerado renombre que tienen las series de la televisión norteamericana por cable; siempre sospecho que tal entusiasmo lo expresan por lo general quienes no van al cine y consumen la ficción fílmica a través de dichos programas, rutinariamente rodados y con una carga de atrevimiento sexual y causticidad política que destaca -me parece- más de la cuenta cuando se experimenta en la sala de estar del domicilio propio. La fama de Sorkin se asienta sobre todo en sus guiones de ‘El ala oeste de la Casa Blanca’, de ninguna manera superiores al de numerosas películas sobre el trasfondo de las altas esferas del poder; pienso, por poner sólo un ejemplo, en ‘La cortina de humo’ (‘Wag the Dog’), un espléndido guión de David Mamet que dirigió Barry Levinson. Tanto las humoradas del libreto de ‘La red social’ como el diseño de los personajes quedan raquíticos. O quizá, pensándolo mejor, quedan al mismo nivel de puerilidad y falta de sustancia que marca la escritura, los foros de opinión y las amistades cibernéticas.

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20 de diciembre de 2010
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El Kubrick del mudo

Siempre he pensado que Erich von Stroheim fue el Stanley Kubrick del cine mudo. Mucho es lo que les separa, aparte del tiempo y las condiciones en que ambos trabajaron; les une sin embargo la ambición, la meticulosidad casi maniática en los procesos de realización de sus películas, el afán de independencia frente a la maquinaria industrial, además de un gusto por el exceso formal y una refinada sabiduría técnica. Respecto a su antecesor, Kubrick tuvo la inmensa suerte del éxito, lo que le permitió exigir y mandar casi sin límite, llevando así una trayectoria más continua y popular que la de Stroheim. Los dos ocupan por méritos propios sitios destacadísimos en la historia del cine.

   ‘Queen Kelly' (1928), aun en su estado incompleto y -según las intenciones de su autor- frustrado, es una obra fascinante; para mí el punto cenital de la carrera de este indiscutible maestro. Situada en gran parte en una de esas cortes centroeuropeas de opereta malsana que le gustaba evocar, la historia del príncipe enamorado de la huérfana que acabará como ‘madame' de un burdel en África no elude ninguno de los mecanismos del melodrama, pero los trasciende todos gracias a la riqueza sutil del relato, la suntuosidad, nada gratuita, de los decorados, y el dibujo de unos personajes -inocentes o retorcidos- que se quedan grabados en la memoria del espectador. Contiene varias de las secuencias capitales de la filmografía del cineasta de origen vienés, entre las que destacan el atrevido galanteo de la pareja protagonista en torno a las bragas de la muchacha, el rapto en el convento y la expulsión de Kelly del palacio real.

     Coincidiendo con una presentación en Madrid, repleta de un público que llenó las dos salas de la Fundación Juan March, sale ahora a la venta en DVD ‘La Reina Kelly', comercializada por la firma Versus en una edición en dos discos que contiene, en el de los extras, el interesantísimo episodio de la serie francesa ‘Cineastas de nuestro tiempo', donde se explican los pormenores del accidentado rodaje y los conflictos entre el director y los productores, encabezados por Joseph Kennedy, a la sazón amante de la protagonista, Gloria Swanson, y padre del futuro presidente de los Estados Unidos asesinado en Dallas.

    La película se ofrece sin los postizos de la versión sonorizada que quiso y no pudo estrenar la propia Swanson en 1931, pero con la música original escrita por Adolf Tandler, montando de la mejor manera posible la totalidad del material ‘auténtico' (casi 100 minutos) del film que acabaría con la carrera de director de Erich von Stroheim, a la vez que le consagraba como leyenda maldita e imperecedera de Hollywood.

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13 de diciembre de 2010
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Pampa hundida

El jueves pasado presentamos Jorge Eduardo Benavides y yo, en la estupenda librería madrileña ‘La buena vida', una obra plenamente recomendable, ‘La prisionera', de Carlos Franz, editada por Alfaguara. Es un gran libro bipolar, porque, aun siendo breve (167 páginas) permite la opulencia de leerlo de dos maneras: como colección de relatos y como novela sincopada. El paisaje elegido (y ya conocido por los lectores de Franz) es una deslizante y arisca Pampa Hundida, ciudad o territorio abierto no muy lejos del desierto chileno de Atacama, y en esas tierras inmisericordes circulan unos personajes de poderosa visibilidad narrativa que se cruzan, se aman por encima del tiempo o se persiguen con saña, se recuerdan los unos a los otros o se desconocen, como pasa en los grandes espacios del sueño.

   Leída de cabo a rabo, ‘La prisionera' ofrece la amplia máquina conceptual de una narración de alto vuelo, trabajando Franz al mismo tiempo su construcción con la delicadeza de un orfebre. La ingeniería de la novela y la orfebrería del cuento.

   Las ocho piezas recogidas tienen la capacidad de encanto y la buena escritura, rica en imágenes, propias del autor chileno. Y para el lector que prefiera catalogarlo como colección de relatos, menciono aquí mis favoritos: ‘El ojo de Dios' y ‘Los últimos ritos', que abren y cierran el libro formando un sugestivo bucle, ‘La prisionera', una trepidante historia de amor más allá de la edad y del dinero, y esa especie de intermezzo esperpéntico, irresistiblemente cómico, titulado ‘Españoles perdidos en América', donde se mezclan nuestra memoria histórica de la Guerra Civil y el plato principal de la cocina incaica. La mezcla se realiza, por cierto, en presencia de un ataúd, y no doy más detalles, a riesgo de caer en el ‘spoiler'.

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9 de diciembre de 2010
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Ni alta ni delgada ni rubia

Este año la Constitución española ha traído la felicidad a muchos hogares, tras los reproches y los desdenes que viene recibiendo de aquí y de allá. Desde el pasado viernes, y hasta el próximo miércoles incluido, el ciudadano medio no sé si cambiará su opinión respecto al ordenamiento que rige nuestra vida política, pero al menos, cuando esté en la nieve o en alguna remota playa benévola, haciendo ‘shopping' en Londres o ‘mobbing' turístico en un museo italiano, se acordará con agradecimiento de que le debe a este día 6 caído en lunes el formidable arco que, unido al del día 8, nos permite transitar por el puente más largo del año. La Purísima también se ha revelado providencial, no le neguemos méritos festivos a este inveterado y para una mayoría de españoles -me atrevo a aventurar- insondable misterio de la Inmaculada Concepción de María Santísima.

    Recibí hace un par de semanas un tarjetón de la presidencia del gobierno autonómico de Madrid invitándome a la solemnidad del día 6, que tiene lugar en su sede de la Puerta del Sol. Agradezco las invitaciones que me llegan de nuestra Comunidad, supongo que por estar mi nombre en un ‘mailing' institucional propio o heredado de otras épocas, y no me importaría acudir al acto, por muy ‘esperanzaguerrido' que sea su cariz. Estaré ausente de la recepción en la antigua Casa de Correos por otras razones (aunque yo no hago ‘puenting'), y celebraré convencido la fecha y el motivo de esta fiesta constitucional sobre la que me gustaría aquí desarrollar una pequeña fábula con moraleja.

     La inagotable y lingüísticamente inconmensurable María Moliner describe así la palabra "constitución" en su Diccionario de uso del español: "Ley fundamental que fija la organización política de un Estado y establece los derechos y obligaciones básicos de los ciudadanos y los gobernantes". No se puede decir mejor, y eso que estoy citando por mi manoseada edición en dos tomos, que ya tiene sus años, y fue sin duda escrita por Doña María antes de que los políticos de la Transición redactaran el ordenamiento legal aún vigente. Ahora bien, la definición que he citado es la número 4 de la entrada correspondiente del primer tomo del diccionario ‘molineriano'; la acepción anterior y primordial dice así: "Manera de estar constituido el organismo de un individuo orgánico, particularmente una persona, dependiente del desarrollo y funcionamiento de sus órganos". Puede sonar ligeramente redundante, pero no lo es. Unidas por el vínculo de su misma palabra, las dos acepciones de "constitución" nos dan la licencia de una comparación poética: imaginar el cuerpo, nuestro cuerpo mortal, como un conjunto de reglas físicas abocadas a un fin inexorable, y, recíprocamente, ver la Constitución de 1978 como un cuerpo humano, imperfecto y perecedero algún día.

     Yo tuve hasta el año de mi Primera Comunión una constitución delgada, por no decir esquelética, que me hacía ser enclenque. Mis padres, con todo el cariño del mundo, me llevaron al pediatra, que lo certificó de un modo seco y enigmático: "este niño es asténico". Mis padres se miraron entre sí, apesadumbrados, y yo salí de la consulta convencido, en mi ignorancia léxica (no usaba entonces aún el Moliner), de que la astenia que producía mi extrema delgadez de los siete años era una lombriz gigante, tal vez un ofidio, que se paseaba impunemente por mi cuerpecito. No entraré en los detalles del tratamiento médico; estamos en el reino de la fábula. Un año después de la visita al pediatra, yo era un niño gordito y saludable, y desde entonces mi complexión pasó a ser robusta, con una tendencia a engordar que he de cuidarme si no quiero, al menor desliz alimentario, caer en la obesidad. Por ello envidio con cierto rencor a esas personas que comen a dos carrillos lo que más engorda y no engordan. Son de constitución invariablemente delgada y, algunas, hasta atlética.

     Los humanos de mi pequeño apólogo somos los animales razonantes que nunca estamos contentos del modo en que hemos sido constituidos por la naturaleza, esa madre dada a las veleidades. Yo tengo que vigilar mi peso, pero a mi lado veo a envidiables seres delgados que llevan con amargura no medir seis centímetros más de altura, veo a morenos que añoran ser rubios, a mujeres insatisfechas del excedente de grasa en sus abdómenes o ansiosas de realzar el perfil de sus pechos. Por no hablar de la envidia viril  -que también a mí me aqueja-  de ver a hombres rozando la ancianidad sin alopecia, otra palabra que suena a reptil sinuoso.

    Escuálida en algunos puntos, gruesa en otros, tirando a gris más que a rubio platino y con la falta de sexy que tienen los articulados de la ley, la Constitución con mayúscula, ésa que va a cumplir el lunes treinta y dos años, se parece, en sus imperfecciones y sus carencias a nosotros. O tal vez nosotros, que decidimos votarla y convivir en son de paz bajo su techo, somos igual de voluntariosos y  de optimistas que ella.

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6 de diciembre de 2010
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Savater al fogón

En las palabras de presentación de su nuevo libro ‘La música de las letras', Fernando Savater proclama que "la delicia es leer, escribir constituye solo una tarea [...] de igual modo lo que hace disfrutar es el banquete, no cocinar". Tratándose de un indudable gourmet de las letras como él, hay que añadir sin embargo que el autor ha cocinado mucho en esta fructífera vida suya que ‘solo' cuenta con 63 años. Los paladares de cientos de miles de lectores fieles, entre los que me cuento, pueden dar fe de ello y estarle además agradecidos: los platos de la cocina filosófica y literaria ‘savateriana' son pura proteína, saben muy bien y dejan un regusto que nunca adormece.

     En la recopilación que ahora edita Sello Editorial encontramos de vez en cuando al formidable polemista, con algún dardo certeramente apuntado a las malas causas que se lo merecen. Pero lo que prima en estas casi 250 páginas de deliciosa lectura es la figura inquieta del ‘afrancesado' con tendencias anglófilas, la del inteligente y voraz lector y la del compañero, fiable, informado y emprendedor siempre en la exploración de los viajes al fin de los libros. Los mejores libros (Camus, Gide, Montaigne, Borges, Schopenhauer, Octavio Paz, Cioran) y los libros también ligeros, hípicos, de aventuras juveniles y hasta de cómic.

    Al final del texto que abre ‘La música de las letras', una semblanza de Jesús Aguirre (que fue como es sabido sacerdote antes que duque de Alba), Savater evoca su primera y ya muy percutiente obra, ‘Nihilismo y acción', editada generosamente por Aguirre, director entonces de Taurus. "No soy el padre, sino el hijo de ese librito", afirma Savater, sugiriendo que el fecundo autor de tantas y tan esenciales obras posteriores surge del aquel descarado joven rebelde que un día a principios de los años 1970 se presentó ante el cultísimo cura con su manuscrito. De ahí que mi lectura de ‘La música de las letras' haya seguido, de un modo impremeditado pero natural, el itinerario de una saga biográfica en la que el filósofo donostiarra nos va deparando, en lugar de príncipes de leyenda y ogros no-filantrópicos, la galería de unos héroes dotados de elocuencia, de saber, de ingenio y no pocos de ellos de una remarcable bravura moral.

     En su imaginaria ‘Carta a Albert Camus', Savater le dice al autor de ‘El extranjero' que nadie definió mejor que él el encanto personal: "una manera de oír que nos responden sí antes de haber planteado claramente ninguna pregunta". Confieso haber sido, desde que nos conocimos como estudiantes de Filosofía en las aulas de la Universidad Complutense, una víctima voluntaria de ese encanto savateriano, y mi "sí" se lo he ido dando a lo largo del tiempo de una manera constante. Un sí a su siempre sugestiva obra plural y un sí lleno de admiración a sus pronunciamientos éticos y políticos, que han sido, lógicamente, cambiantes, sin dejar de ser nunca pertinentes y muy valientes.

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29 de noviembre de 2010
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El Boomeran(g)
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