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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Claire Denis

‘Una mujer en África' es para mí uno de los títulos esenciales del año cinematográfico, y el segundo de Claire Denis en aparecer, si no me equivoco, en las pantallas españolas, aunque Denis, antigua ayudante de dirección de Rivette y Jarmusch, entre otros, debutó como directora en 1988. ¿Le debemos al ‘star system' que ‘Una mujer en África', que es una producción del año 2009, se estrene en España? Si así fuera no debe importarnos. Isabelle Huppert tiene aquí un amplio club de fans, al que pertenezco, y por ello observo y me felicito de que al socaire de su nombre nos lleguen una gran parte de sus extraordinarias interpretaciones, aunque no ha llegado aún una de las últimas, ‘Copacabana', de Marc Fitoussi, donde encarna con una gracia arrasadora a una madre un poco ‘hippie' y muy cantamañas de la que se avergüenza su modosa hija, interpretada por la propia hija de Huppert, Lolita Chammah.

      ‘Una mujer en África' es una película nada tranquilizadora ni condescendiente en el tratamiento del tema racial, y en ese sentido y en alguno de sus pliegues argumentales me recordó la obra maestra de Coetzee ‘Disgrace'. La evocación impresionista, cómica y erótica, que Denis (crecida en diversos países del África central siguiendo los destinos de su padre, geógrafo al servicio del gobierno francés), hacía del Camerún en su excelente ‘opera prima' ‘Chocolat' aquí se ha transformado en una mirada acre y afligida. Aun así, está justificado decir que la Maria de ‘Una mujer en África' podría ser la Marie France niña y adulta de ‘Chocolat', que ha decidido no regresar a Europa, se ha casado con un blanco de su país, ha plantado cafetales y, en medio de las guerras civiles y las rupturas amorosas y familiares, no desea eludir su destino africano.

     Como una Marguerite Duras (la Duras cineasta) sin letanía literaria, Claire Denis, que ha escrito el guión de esta película en colaboración con la muy interesante novelista franco-senegalesa Marie N´Diaye, habla en los títulos de su filmografía que conozco de personajes expatriados y extraterritoriales, evitando siempre sentar doctrinas, dictar sentencias o repartir simpatías de consuelo. ‘Una mujer en África' es, de ese mismo modo, la impasible historia cruzada de unos seres a la deriva, enfrentados a la violencia, cansados de su resistencia o su lucha y sujetos al recelo que produce la materia blanca (el título original del film es ‘White material', que es como llaman un tanto despectivamente los nativos a los colonos) en un continente donde lo negro fue, por muchos siglos, pura materia desprovista de espíritu.

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22 de agosto de 2011
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Mis dos ‘antonioslópez’

Tengo una relación muy especial con Antonio López, a quien sólo he visto de cerca una vez en mi vida, en medio de un grupo de asistentes a un seminario de la UIMP que dirigía Francisco Calvo Serraller en el Palacio de la Magdalena. Mi relación con él es pictórica, o meta-pictórica, o tal vez intra-histórica; la relación requiere, en cualquier caso, un prefijo. Paso a contarla.

    Hace casi treinta años vi en una exposición, nada más entrar en la sala, un cuadro suyo que me apabulló, y enseguida surtió en mí otro efecto más tenue y más íntimo. El cuadro, de grandes dimensiones (exactamente de dos metros y medio de anchura y más de medio y metro de longitud), se llamaba ‘Madrid desde Torres Blancas', y por lo que se decía en la correspondiente cartela había tardado casi diez años en ser pintado por el artista (entre 1974 y 1982). Muchos de ustedes lo han visto, estoy seguro, al menos en reproducción, y si no lo han visto no sé a qué esperan, pues la obra se halla ahora mismo expuesta en la estupenda antológica que le dedica a Antonio López, en su sede del Paseo del Prado, el Museo Thyssen-Bornemisza (abierta hasta el 25 de septiembre, para pasar después al Museo de Bellas Artes de Bilbao). Es un cuadro no sólo vasto sino profundo, y en este caso me refiero a la profundidad de campo; desde uno de los pisos altos del edificio emblemático de Sáenz de Oiza que llamamos Torres Blancas aunque nunca han tenido ese color (en contra de la voluntad del arquitecto), lo que el pintor retrata es una vista muy amplia de la capital, en la que inmediatamente destacan tres cosas: un edificio feo en primer término, donde Repsol se anuncia al tiempo que da la hora, la arteria principal, que resulta ser la avenida de América, y el cielo, el famoso cielo de Madrid, que para Antonio López, que lo ha pintado más veces, es, en ese anochecer elegido como "la hora bruja" que decía Shakespeare, un cielo claro y manchado pero sobre todo inmenso, con la inmensidad que tienen los espacios carentes de límite.

   Hasta aquí mi impresión estética, similar a la de cualquier ser humano, madrileño o no, con ojos en la cara. Lo que pasa es que el cuadro tenía, al menos para mí, algo más. ¡Mi casa! Mi casa, o para ser exactos, el edificio donde se ubica el piso en el que vivo ya más de tres décadas, aparecía en la parte central del cuadro, hacia el fondo, destacando en el horizonte no por sus méritos arquitectónicos (que dicen que los tiene) sino porque es el hito que López ha elegido para romper la línea de su horizonte. Entiendan que me sintiera, tras la primera impresión, orgulloso. Allí estaba, pequeña pero perceptible, la ventana del cuarto de baño donde hago mis abluciones, y una serie de detalles más que no enumero para no aburrirles con la prosa edilicia. ‘Madrid desde Torres Blancas' se ha hecho un cuadro célebre dentro de la cotizada fama del artista, pese a lo cual, que yo sepa, el valor inmobiliario de mi piso no ha hecho más que bajar. Ahora que está retratado en el Thyssen, quién sabe.

    Para saborear en mi casa, esa casa pintada por fuera por tamaño artista, me puse, unos días después de mi visita a la exposición, a hojear y leer el catálogo, muy recomendable por cierto. Y entonces vino el segundo arrebato. En la página 47 del mismo, y como ilustración del texto que escribe el director del museo, Guillermo Solana, está reproducido un cuadro que yo desconocía, y por ese cuadro descubrí que casi veinte años antes de ocupar yo el piso en que habito Antonio López estuvo en él, yo diría que exactamente en la misma terraza que en estos días de verano uso para leer cuando atardece. El cuadro se llama ‘Vista de Madrid 1960', plasma una amplia zona del barrio de Salamanca al sur de María de Molina, y Solana, que hace un comentario muy sugestivo, nos informa de que es la primera ‘veduta' de Madrid pintada por el artista de Tomelloso.

     En 1960 yo era un escolar con gafas por toda la cara y escindido aún entre la religión de mis ancestros y el ansia de libertad incipientemente libertina despertada en mí por unas láminas de desnudos renacentistas que mis padres, quizá apresurados al comprarlas en la tienda del Louvre, me habían traído de un viaje a París. Vivía  -ajeno a todos los ‘ismos', y desde luego al realismo de Antonio y los diversos ‘López'- en una ciudad costera cuyo mejor pintor vivo se llamaba Gastón Castelló y tenía cubiertas las paredes de la Estación de Autobuses, muy cerca de la casa familiar, con alegorías del campo y la mujer alicantina (dicha estación sigue en pie, por cierto, y es una obra de juventud, como señala la placa correspondiente, del arquitecto Félix de Azúa, padre del escritor y ‘fellow-blogger' de El Booomeran(g)).

     Aún tardé cinco años en llegar a Madrid, y casi veinte en ocupar el piso que hoy habito. La ‘Vista de Madrid 1960' de López es la prehistoria de mi madrileñismo. Pues si me asomo dentro de un rato a mi alta terraza, veré lo que el artista vio hace cincuenta años en picado: una ciudad más borrosa de paleta, con edificios desaparecidos que tienen en su lugar siluetas distintas, y otros que no han cambiado, debajo de un cielo también claro pero menos dominante que el del cuadro de Torres Blancas. Y si cierro los ojos y fantaseo podría ver quizá, como en esas turbadoras escenas oníricas que pintó Antonio López en aquellos años, al adolescente que yo era en 1960 volando hacia el futuro de quien ahora soy.

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16 de agosto de 2011
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La mujer en el golpe

He tenido un ‘shock' viendo estos días en prensa las fotos de hace treinta años. Yo no estaba aquí, sino en Berlín, donde llegué al anochecer del día 23 de febrero al hotel Kempinski, lugar de la tertulia que los españoles acreditados en la Berlinale, críticos, productores y cineastas, formaban casi todas las tardes. Al verme entrar en el bar del hotel con aire incauto, Elías Querejeta me colocó en la sien el metal de una radio-casete de pilas. ¿La banda sonora de alguna alegoría bélica de las que él había, tiempo atrás, producido? Se oían tiros y voces en la grabación, pero Elías me miraba sin orgullo profesional, más bien con la cara de un atormentado personaje de la cinematografía nórdica. "Ha habido un golpe de estado en España". Ya se imaginan ustedes la continuación de la ansiosa velada berlinesa. Dos detalles recuerdo con especial nitidez: la solemne oferta de asilo político que a los españoles nos hizo en el bar americano del Kempinski el director del festival de cine, Moritz de Hadeln, y ver al día siguiente todos los periódicos alemanes con la palabra ‘putsch' ocupando la portada.

           Volví a Madrid cinco días después de la multitudinaria manifestación anti-golpes del 27 de febrero, y me sumé a la alegría y el estupor que todos ustedes sintieron, los que entonces hubieran nacido o tuviesen uso de razón, claro. La vida continuó, hasta hoy, con sus altibajos políticos, que les ahorro por economía narrativa, y sus bajas humanas, más de las que uno habría supuesto, con la imprevisión de la juventud, en sólo tres décadas. España es otra, querría yo pensar que una ‘tercera españa' moderna y mixta emanada como un elixir de las sempiternas ‘españas dos' del refranero y la poesía. No vivimos actualmente en la mejor España posible, pero vivimos en un país en el que, al menos al incauto, le puede producir un ‘shock' comprobar que en las filas de encabezamiento de la henchida manifestación madrileña del 27 de febrero de 1981 no se ve a ninguna mujer, absolutamente a ninguna (al menos en la foto a dos planas que El País Domingo publicó en su edición del pasado día 20). Por curiosidad o por juego me dediqué después -todos sabemos lo que da de sí una tarde de domingo, y más si es lluviosa- a ver otras fotos en ese periódico y en otros del mismo día. Se distingue, por supuesto, a alguna que otra diputada en los escaños del Parlamento donde irrumpió con su pistola el teniente-coronel Tejero, y poco o nada más. Entre los quince miembros (uno con cigarro encendido) fotografiados por EFE en la decisiva reunión de la Junta de Defensa Nacional posterior a la intentona golpista, no hay ni una sola posibilidad de plantearse lingüísticamente el sustantivo ‘miembra'. Y de un total de treinta y cinco personajes retratados en la extraordinaria imagen de los periodistas leyendo la histórica edición especial de El País en las escaleras del Hotel Palace, sólo cuatro son mujeres, una cifra que ahora, en una situación idéntica, sería un inverosímil. Ningún número femenino de la Guardia Civil asaltó tampoco aquel 23 de febrero el Palacio de las Cortes.

    Virginia Woolf, en uno de sus textos más enigmáticos, escribió que en torno a diciembre del año 1910 "el carácter humano cambió". La afirmación se ha prestado desde entonces a interpretaciones diversas, y algunas, de talante feminista, son recogidas en el recién aparecido libro ‘Virginia Woolf and December 1910'. No todos los indicios de ese cambio -coincidente con el fin de la era eduardiana- enumerados por la novelista son exclusivos de la condición femenina, aunque hay una frase en su texto que resalta estupendamente el fin del yugo de la tradición doméstica que hacía natural para la mujer educada "pasar su tiempo persiguiendo cucarachas y fregando sartenes, en vez de escribiendo libros".

    No sé si el 23-F es la efemérides exacta para fijar nosotros el arranque de una metamorfosis similar, a partir de la derrota de la negra España ‘tejeriana'. Resulta en cualquier caso vertiginoso verificar que en sólo tres décadas desde aquel momento de resistencia cívica a la barbarie las mujeres ocupan hoy las Juntas, los cuerpos armados, la cabeza de la política y las finanzas, por no hablar de las artes en general y en particular de una narrativa fotográfica y fílmica que el día de aquel golpe las tenía aún en el limbo de una segunda o cuarta fila. También ha salido a la luz pública en los años trascurridos otra forma de golpe bárbaro que las mujeres reciben en su cuerpo, y no sólo en su persona, desde épocas ancestrales. La agresión continúa, no falta una casi ningún día, pero ahora -en la sociedad que surgió de aquella golpiza frustrada al amanecer del 24-F-  tiene en los medios y en nuestra conciencia el lugar destacado que el horrendo crimen de la violencia machista merece.

    ¿Qué pensará, por cierto, de aquí a treinta años, la gente joven egipcia o tunecina al ver que en febrero del año 2011 había mujeres, con y sin velo, en la primera fila de todas esas plazas de la libertad? Ojalá que en el 2041 les parezca normal, aunque -como a mí me ha pasado ahora en nuestro aniversario- un poco corto el número de las mismas.

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28 de febrero de 2011
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Poética del excusado

Edmund White descubrió a Arthur Rimbaud en el váter de un internado de Detroit a la misma edad adolescente en que el poeta francés escribía metido en el retrete externo de la casa materna, su lugar favorito de ensueño. Hay un punto de unión escatológico en algunas obras de estos dos escritores separados por una lengua y un tiempo de casi cien años, pero el ‘Rimbaud' de White (Lumen, Barcelona, 2010) sólo pretende ser, y lo logra, una biografía iluminada por el comentario siempre pertinente de la poesía del genio de Charleville; poco que ver, por tanto, con los brillantes artificios imaginarios de Pierre Michon en ‘Rimbaud el hijo' y con la minuciosa pesquisa tan bien llevada por Charles Nicholl en su ‘Rimbaud en África' (ambos editados aquí por Anagrama). White ha leído todos los libros necesarios y conoce a fondo a Rimbaud y también a Verlaine, que ocupa de modo destacado numerosas páginas del libro; hay algo más, sin embargo, muy de agradecer. El novelista norteamericano resume lo sabido y lo refleja con un instinto narrativo que da a su ‘Rimbaud' trepidación y vivacidad, especialmente al relatar la vida agitada de la pareja en Londres y el famoso episodio del disparo de Verlaine a su amante y el posterior encarcelamiento en Bruselas. Tienen también mucho relieve las figuras de la madre y la hermana de Arthur, de Matilde, la esposa maltratada de Verlaine, del poeta maldito Germain Nouveau y del generoso maestro Georges Izambard.

   "Ya no tengo nada que ver con eso", le dijo Rimbaud a su viejo amigo Delahaye cuando éste, en 1879, le preguntó si seguía escribiendo poesía. El eclipse poético y vital de Rimbaud tampoco queda explicado por White, como por ninguno de sus biógrafos, lo cual, siempre hemos sospechado, beneficia la imagen del joven genio, seguramente odioso, racista y abusivo en su trato con los demás, incluso aquellos que le amaban y le ayudaban. El enigma de su fugacidad hace más fulgurante su truncada vida, y le da a su breve pero fundamental obra caracteres prodigiosos; sin la poética ‘rimbaldiana' y su proclama en favor del desorden sistemático de los sentidos, al siglo XX le habría faltado inspiración para llevar a cabo sus ‘ismos' más determinantes. Lástima que las traducciones de los poemas citados sean casi todas insatisfactorias, pudiendo Lumen haber elegido algunas de las que existen en castellano, realizadas por excelentes poetas españoles y latinoamericanos.

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24 de febrero de 2011
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White y Crane

Una tarde fría de la primavera de 1894, el novelista Stephen Crane paseaba con su amigo Jim Huneker por el Bowery neoyorkino cuando, al ir a entrar en el restaurante del hotel Everett House, se les acercó un muchacho de no más de quince años que pedía en la puerta; agradecido por los 25 centavos de limosna, el mendigo, hermoso "como un ángel de Rossetti", les siguió hasta el interior del hotel, dándose entonces cuenta Crane de que el chico iba pintado, "carmín en los labios y kohl en los ojos", y perfumado como una mujer pública. Esto sucedió realmente, de creer el relato de Jim Huneker. Lo que siguió al encuentro con el joven y enfermo prostituto Elliott, lo que Crane escribió o no en torno a su figura (nada se ha conservado del supuesto relato inconcluso), es la base sobre la que Edmund White desarrolla esta fascinante novela en dos tiempos y dos líneas narrativas que es Hotel de Dream (Lumen, Barcelona, 2010), eludiendo las trampas, a veces letales, de la meta-literatura, y triunfando además en algo más difícil: crear personajes de personas históricas (Joseph Conrad, Henry James, H. G. Wells, el propio Crane y su mujer Cora, entre otros) sin caer en el guiño para resabiados ni en el pastiche.

    Mezclando la tercera persona narrativa y la voz del autor de ‘La roja insignia del valor', White reconstruye en una serie de capítulos alternos el final de la vida del gran novelista norteamericano, muerto de tisis en un hospital de Baviera antes de cumplir los veintinueve años. Cuando narra, White introduce a la vez, en episodios de gran comicidad, a los escritores de aquel tiempo que admiraban al joven y ya consagrado Crane, aunque de esos capítulos, lo esencial es la semblanza de Cora Taylor, una mujer casada que, después de enamorarse de Crane en Jacksonville, donde ella regentaba el burdel Hotel de Dream, le siguió a Grecia para cubrir como periodista, al tiempo que él lo hacía por su parte, la guerra greco-turca de 1897. La Cora vivamente retratada por White es ardorosa, inteligente, fiel, desconfiada de los literatos que visitan al escritor enfermo y provista de la formidable sensualidad adquirida en su oficio prostibulario: "Le gustaba [a Crane, escribe White en una sugestiva escena sexual del capítulo 14] que Cora conociera tan bien el cuerpo masculino".

    Lo que da sin embargo a ‘Hotel de Dream' su categoría de refinado y conmovedor artefacto novelesco es aquello que White imagina y recrea enteramente a partir de ese cuento nunca encontrado que, según ciertos testimonios, Crane empezó a escribir, tras conocer a Elliott, con el horrendo título de ‘Flores del asfalto'; White lo cree falso y lo cambia por su cuenta a ‘El chico pintado'. Esta parte, que se inicia como contrapunto de la agonía de Crane, acaba apoderándose enteramente de ‘Hotel de Dream', y la desmesurada y trágica pasión que viven en ella el atractivo muchacho y el atormentado banquero Theodore Koch es mucho más que el correlato ficticio de las últimas horas de amor crepuscular entre Stephen y Cora. Ejerciendo su libertad de fabular, White refleja en ‘El chico pintado' el escenario urbano de una Nueva York en sus bajos fondos (ya muy presente en la primera gran novela de Crane, ‘Maggie, una chica de la calle'), traza con una gracia picante los perfiles de un universo gay decadentista y excéntrico, y va desarrollando el destructivo romance de Theodore y Elliott, que tampoco en esta novela imaginaria acaba del todo, aunque sí alcanza un magnífico clímax con los consejos urgentes y precisos que el moribundo le va dictando a Cora para que Conrad o James la puedan concluir. No contaremos el sorprendente giro del desenlace.

   Edmund White, reconocido desde su primera obra maestra ‘La historia particular de un muchacho' y seguramente menos leído que otros autores de su generación (nació en 1940), es a mi juicio el mayor prosista que hoy escribe novela en América. Esto, que convierte la lectura de sus libros en un placer constante, puede ser un tormento para sus traductores. Cruz Rodríguez lleva a cabo su cometido con solvencia; hay algún pequeño problema de comprensión, un feo error o errata al llamar Antonio al Antinoo del emperador Adriano, y, lo que es peor, un desliz al describir la voz (página 16) y también ciertos modismos de Henry James.

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17 de febrero de 2011
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Salinas en sus libros

El lector no tiene porqué conocer al editor de los libros de su autor favorito. Tampoco es preciso que los cinéfilos sepan el nombre de los productores capaces de financiar las películas más amadas, ni los galeristas que lanzaron a Bacon o Basquiat o Miquel Barceló son señalados más allá del círculo cerrado de la trastienda del arte. El mismo día de la semana pasada en que supe la noticia de la muerte, a los 85 años, de Jaime Salinas, recibí un libro que celebra el Premio Nacional de las Letras Españolas concedido recientemente a otro gran editor (y ensayista) superviviente, Josep Maria Castellet, de quien, con tal motivo, Península reedita su antología ‘Nueve novísimos poetas españoles' añadiendo las semblanzas de Castellet escritas en anterior ocasión por los propios ‘novísimos', yo mismo incluido. Más joven que ellos es Jorge Herralde, quien, con sólo 75 años de edad, anunció hace un mes la venta gradual a Feltrinelli de su firma, Anagrama, de la que seguirá al frente cinco años más, hasta el retiro (provisionalmente) definitivo.

    Guardo un recuerdo muy grato de mi primer editor, Carlos Barral, prematuramente fallecido en 1989, y espero seguir publicando mientras mi inspiración me asista y Anagrama me acoja en la excelente colección Narrativas Hispánicas donde han aparecido la mayoría de mis novelas. Hoy quiero, sin embargo, evocar aquí a Jaime Salinas, con quien sólo publiqué un libro en mi vida (en el sello Alfaguara que él relanzó y llevó a su cima más alta), pero representó para muchos escritores y lectores y colegas suyos de este país un modelo y un punto de referencia.

   Jaime había regresado a España en 1955, después de un exilio en el que siguió a su padre, el poeta Pedro Salinas, y al resto de su familia, en circunstancias muy bien descritas en sus memorias ‘Travesías', un apasionante libro lleno de verdad y lucidez, galardonado en el 2003 con el Premio Comillas y publicado por otra de las grandes editoriales de este país, Tusquets. Trabajó primero en Barcelona, dentro de Seix Barral, que dirigía su co-propietario, el citado Carlos Barral, y en la que tuvo de cómplices y amigos a gente de la talla de Jaime Gil de Biedma y Gabriel Ferrater. Instalado (ya para siempre) en Madrid, Jaime fue en 1966 el impulsor, junto a Javier Pradera, de la fundamental colección del libro de bolsillo de Alianza Editorial, antes de ponerse al frente en 1976 de Alfaguara, un sello languideciente entonces tras su fundación por los hermanos Camilo y Jorge Cela Trulock. En las elegantes y austeras colecciones de novela y clásicos que creó en Alfaguara, el editor no sólo atendía al rigor y la variedad (sobre todo en la elección de autores extranjeros), sino también a detalles tan importantes como el respeto a los traductores, a quienes por primera vez puso en la portada de sus libros, la calidad del papel y el cuidado de los textos de solapa.

     En 1982, con más sentido del deber que vanidad, Salinas aceptó el ofrecimiento de Javier Solana y pasó a ser Director General del Libro del primer Ministerio de Cultura socialista, un puesto en el que pudo mostrar el espíritu culto y regeneracionista de la Institución Libre de Enseñanza y la República, que tan afines le eran, creando y dotando bibliotecas en un país deficitario en ellas. En 1985 volvió a la edición y en ella terminó su vida laboral, sin abandonar, hasta su muerte hace pocas semanas, la curiosidad literaria y el amor al libro bien hecho.

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11 de febrero de 2011
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Jaime en sus casas

Creo que a ningún novelista, ni siquiera a Julio Verne, se le ocurriría situar una peripecia vital entre el madrileño barrio de La Latina y la capital de Islandia. Ése fue sin embargo el eje de la mayor parte de la vida adulta de Jaime Salinas, que murió hace poco en Reikiavik a los 85 años. Hay que reconocer, para ser sinceros, que este hombre de libros -hijo, hermano, cuñado, tío y esposo de escritores- nació bien dispuesto para la fábula. No todo el mundo nace en un lugar de África llamado Maison-Carrée, entre ‘pied-noirs' de cuño alicantino, ni crece, como Jaime, oyendo recitar en casa a la plana mayor de la generación del 27 y teniendo en sus manos la pajarita de papel que un día le hizo Unamuno. Después vino la épica prometedora y aciaga de nuestra historia: la república, la universidad Menéndez Pelayo (donde su padre, el poeta Pedro Salinas, estuvo al frente de los cursos de verano), la guerra civil, el exilio. Y, por si todo eso fuera poca aventura, el educado estudiante, entonces más norteamericano que español, volvió a Europa antes de cumplir los veinte años como voluntario del American Field Service en la segunda guerra mundial, donde salvó vidas en vez de quitarlas, y pudo, aun desarmado, entrar con las tropas aliadas que liberaron Alsacia y Lorena. Estaba, pues, preparado para librar batallas en el belicoso campo de las letras.

    Después de un tiempo barcelonés (que tanto nos gustaría revivir en el relato de las numerosas cartas inéditas que Jaime le fue escribiendo al novelista y traductor Gudbergur Bergsson), Salinas se instaló en una casa del viejo Madrid dotada de peculiaridades, de nuevo a medias entre lo castizo y lo foráneo. En el portal de al lado del edificio familiar que él heredó había nacido Lina Morgan, lo que se recuerda en una primorosa placa, anterior por cierto a la que le pusieron a Salinas padre. El ático que ocupó, y del que salió, en la última semana del pasado diciembre, para su definitivo viaje islandés, tenía un interior reñido con el exterior. El salón, los cuartos, el mobiliario, la cocina vista; todo eso era nórdico y límpido, en ciertos rincones drásticamente ‘dreyeriano'. Pero se asomaba uno al mirador de la gran terraza y allí estaban los bulbos de las torres barrocas y el tejadillo de las corralas, con el aroma, si era verano, de alguna fritanga vecinal. En sintonía con esa dualidad constitutiva del carácter de Jaime, sus restaurantes favoritos de la zona eran un ruso en la plaza de la Paja y el merendero abierto de Las Vistillas, que le sobreviven. Otras polaridades ‘salinescas', admirablemente encajadas en su persona: hablaba igual de bien el francés que el inglés, diciendo no saber escribir correctamente el español; de ahí el toque mundano de intercalar en postales, invitaciones y notas galantes palabras sueltas en aquellos idiomas. Pero de repente, retirado del mundo de la edición, de las copas y de otras vanidades menos volátiles, Salinas, cercano ya a los ochenta (corría el año 2002), pidió asesoramiento para un tomo de memorias que había estado escribiendo, sin darle importancia, y de cuya prosa se sentía inseguro, por culpa de esa lengua o alma suya escindida. El volumen, más extenso del que luego salió publicado bajo el título de ‘Travesías' en Tusquets Editores, estaba estupendamente escrito, con verdad, con humor, con mirada y voz propias, y de los dos proyectados es el único que dejó, como la coda incompleta de alguien que en todo huía de lo abrumador. También se recuerda su fase política, que consistió en no saber decir que no, por ‘délicatesse', a la llamada de Javier Solana, primer ministro de Cultura socialista, ocupando así algo más de tres años el puesto de Director General del Libro y Bibliotecas.

    Hay pocas vidas, al menos en mi entorno, tan repletas de lo que en inglés se llama ‘romance'. La infancia africana, las luminarias republicanas entrando y saliendo en el cuarto de los niños, el tedio cultivado de los campus de Nueva Inglaterra, la misión militar en las ambulancias bajo los obuses, el enfrentamiento al padre que no le comprendía en lo que era, la revolución del mundo español del libro de calidad, las francachelas con los literatos, el celo ‘krausista' con el que obligaba a los amigos jóvenes a acabar los estudios, viajar al extranjero y hacerse hombres de provecho. Un romántico sin melodrama. Y luego la propia Islandia. Hace siete años, un grupo de amigos pasamos quince días en la isla donde nacieron las sagas medievales, que vivía su esplendor previo a la burbuja bancaria, más explosiva que las nuestras dado el carácter volcánico concentrado del lugar. Jaime no conocía tan al detalle como era de esperar el pequeño país que visitaba regularmente desde los años 1960, como si su vivencia de aquellas tierras que amaba tanto hubiera sido la de una ‘islandia' interior. Yo llevaba para las noches, que ya se sabe lo indeterminadas que allí pueden ser, cinco volúmenes de sagas en traducción inglesa y española, y su lectura me marcó. Casi tanto como el paisaje, el más hermoso y desconcertante que nunca he visto, surcado de hendiduras que escupen agua, de lagunas de todos los colores, de ríos sulfurosos que a veces llegan hasta el glaciar frente al que nos fotografiamos con él. Da sosiego, con toda la pena que da perderle, saber que el resumen del cuerpo de ese hombre que llevó tan bien el ser dos quedará fundido en el suelo ardiente de aquel paraíso helado.

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7 de febrero de 2011
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Libros que te gustan

Después de hablar aquí la semana pasada de los libros ‘epocales' de mi juventud, reproduzco a continuación la más modesta lista de mis mejores libros del 2010 enviada y publicada en Babelia, con dos advertencias. Me decidí en esta ocasión, y así será ya siempre que participe en listados de ese tipo, por un conjunto en el que no figurasen autores vivos en lenguas hispanas. La cercanía de novelistas y poetas amigos (o enemigos) no opera en mí, quisiera yo pensar, a la hora de juzgar la valía de los libros, pero puede despertar sospechas ajenas. La numeración es una cláusula obligatoria para el cómputo que luego hace el suplemento de libros de El País, pero aquí, sin esa constricción, elimino el orden prelativo.

 

Hombre y camello Poemas, de Mark Strand (Visor)

Hotel de Dream, de Edmund White (Lumen)

Sunset Park, de Paul Auster (Anagrama)

Esencia y hermosura, de María Zambrano (Galaxia Gutenberg)

Brooklyn, de Colm Tóibín (Lumen)

Teatro completo, de Juan Benet (Siglo XXI)

Carnaval y otros cuentos, de Isak Dinesen (Nórdica)

Cuerpos divinos, de G. Cabrera Infante (Galaxia Gutenberg)

Memorias de un esteta, de Harold Acton (PreTextos)

Nocturnos, de Kazuo Ishiguro (Anagrama)

 

De una mitad al menos de esos diez libros he publicado (o publicaré en breve) comentarios en este blog. Respecto al libro de Isak Dinesen, uno de mis grandes amores literarios, no es que sea una de sus obras capitales; simplemente quería señalar que cualquier novedad suya en el mercado constituye un acontecimiento. Y el canadiense (residente desde niño en los Estados Unidos) Mark Strand, que descubrí tardíamente cuando Visor publicó su libro ‘Tormenta de uno', en magnífica traducción, como la última, de Dámaso López García, me parece, sencillamente, el mejor poeta del momento. Excluyendo, naturalmente, a mis compatriotas y ‘sharers' de las lenguas de España y América Latina.

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31 de enero de 2011
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Libros que te cambian

El domingo pasado, el Magazine de El Mundo consultó a trece escritores sobre los libros "que les abrieron las puertas de la edad adulta", en las palabras de Carmen Machado, autora del reportaje y la introducción al mismo. Reproduzco a continuación mi respuesta.

Aunque me considero principalmente novelista soy muy lector de poesía desde siempre, y en mis primeros años de estudiante universitario sentí con gran fuerza el impacto de tres libros de versos en castellano, 'Poeta en Nueva York', de Lorca, 'En la masmédula' del argentino Oliverio Girondo (tan influyente en Cortázar) y 'Pasión de la tierra' de Aleixandre. Tres libros irracionalistas de poetas que no siempre lo fueron. Me centro en el último, ese conjunto de deslumbrantes poemas en prosa que Aleixandre escribió entre 1928 y 1929 bajo el influjo de la lectura de Freud y a mí me reveló que se puede crear con palabras un universo de inconscientes sin perder el control de la razón literaria.

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28 de enero de 2011
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‘Wikinovelas’

Ha sido el mejor regalo que la literatura de creación nos ha hecho a los lectores en el último tramo del año 2010. Recuperando de forma quizá involuntaria el trepidante modelo de los folletines por entregas del siglo XIX, El País y otros cuatro grandes periódicos de Europa y Norteamérica nos han ido intrigando, entreteniendo, informando y a veces confundiendo, confundiéndonos -de un modo que también es intrínsecamente literario- entre la noticia y el reportaje, el momento actual y el tiempo pasado; no creo haber sido el único lector de la novela coral de Wikileaks que a menudo tenía que recapitular, o al menos mirar el encabezamiento de cada plana impresa del diario, para saber si aquel encubrimiento jordano-americano o aquella componenda venezolana había sucedido el día anterior o era el relato en presente histórico de lo que un funcionario averiguó y puso por escrito a sus jefes cinco años atrás.

     No estoy entre los entusiastas incondicionales de estas filtraciones dadas a conocer por la prensa ni tampoco entre sus enemigos, algunos cicateramente interesados en el desprestigio de la operación. He aprendido cosas que no sabía, he comprobado otras que parecían improbables cuentos chinos, y la cultura de la sospecha pudo más de una vez ser elevada a la ética de la desconfianza al leer los turbios manejos de políticos elegidos en las urnas y de sus representantes institucionales, incluyendo, por desgracia, a más de uno de ‘los nuestros'. Ahora bien, soy un escéptico del valor absoluto que a estas miles de páginas concienzudamente seleccionadas y ‘editadas' por los periodistas se le quiere dar. Algunos de los episodios reconstruidos, algunos de los ‘despachos' trasmitidos, no pocos de los retratos esbozados por diplomáticos anónimos de los Estados Unidos, tenían, es indudable, una buena escritura, una viveza de rasgos, una sabia captación del carácter, así como, de cuando en cuando, un humor patricio y un asomo de culpa propio de toda confesión. Otros eran enrevesados o reiterativos. Exactamente igual que las novelas, pues me permito insistir en que todo este llamativo acontecimiento que ha sacudido el trimestre y tal vez marque el futuro es, en esencia, una gesta novelesca más que política.

     Las mejores ‘filtraciones' (‘leaks') promovidas por Julian Assange exponen la entraña, el artilugio y los disimulos de un poder, de unos poderes democráticos o dictatoriales, pero lo hacen de un modo muy similar al que los novelistas llevan siglos utilizando en lenguas y épocas diferentes. Todas y cada una de las páginas que hemos leído con pasión o tedio en los últimos meses eran la obra escrita de un hombre (o una mujer, por supuesto), basadas en lo oído o lo sonsacado a otros hombres que contaban y proporcionaban datos, cábalas y rumores sobre situaciones y acontecimientos vividos directamente por ellos o tan sólo -a su vez- escuchados, presentidos, edulcorados, retocados, pura y simplemente inventados.

    La novela moderna mató (figuradamente, como siempre son estas matanzas rituales en el reino de la imaginación) al narrador omnisciente, al dios de los relatos, y ese nuevo relativismo inestable o fragmentación narrativa operada es el rango en que se sitúan los cientos de miles de micronovelas de Wikileaks. Los llamados ‘Papeles del Departamento de Estado' -no un mal título de ficción, por cierto- son obras de individuos concretos que escriben libremente (aunque pagados por ello) para añadir su punto de vista de espías de lujo a una realidad emboscada y fugitiva, justificando de paso sus elevados salarios. En ningún caso la voz que en ellos se escucha es el oráculo del Mal ni la ordenanza sagrada de los dioses de la guerra, que tienen otros drásticos modos de actuar y manifestarse no recogidos, por desgracia, en los documentos sacados a la luz por el grupo que dirige Assange.

    Lo mejor, para mí, ha sido descubrir lo ‘balzaciano' que sigue siendo el cuerpo diplomático, es decir, su sibilino grado de artimaña a la hora de maquinar y de aparentar, tan parecido al de los grandes ‘escaladores' sociales de Balzac. También son humanos, advertimos, con una mezcla de aprensión y alivio. En un momento de descrédito universal de la política y creciente repudio de nuestros gobernantes, las historias contadas en esos ‘papeles' hacen que veamos a sus ‘personajes' como seres errados y tramposos, aunque me atrevo a decir que no más tramposos ni más falibles que la mayor parte del género humano al que pertenecen y  -no se olvide- pertenecemos todos nosotros, los lectores ávidos de la saga. Nos diferencia, y no es poca cosa, el lado en que estamos unos y otros situados; ellos trabajan sirviendo los intereses comunes y cobrando de la comunidad, nosotros trabajamos para nosotros mismos y vivimos de nuestros propios recursos. Pero no deja de ser curioso (¿ominoso?) que en el desenlace de tantos de los episodios leídos en ‘Wikileaks', la frase que resuena como mensaje implícito sea la misma que nosotros -seamos escritores de obras de ficción, compradores de un piso con hipoteca, propietarios de grupos periodísticos en apuros o candidatos a un puesto docente- tantas veces hemos pronunciado en nuestras angustiosas vidas: "¿Qué hay de lo mío?".

   Si llega el día, posiblemente imparable, en que el ‘juicio final' de la humanidad se base en el principio de que nada que puede ser revelado ha de quedar oculto, no sería de extrañar que nuevas tandas de ‘leaks', obtenidas por otros ‘hackers' de otras fuentes, se interesasen también (el devenir del género novelístico lo avala) por el hombre medio, sacando de debajo de las alfombras de los despachos y los dormitorios privados sus dobleces, sus trucos, nuestras fechorías y nuestros ‘bulos'.

    En cuanto a Assange, y a falta de que se pronuncie la justicia sobre su conducta sexual, no importa mucho, dirán ustedes, que tenga un pasado de pequeño delincuente amigo de lo ajeno. En la adolescencia formó -según sabemos también por El País- un grupo de ‘hackers' en el que su lema era ‘Mendax', y a sus 20 años produjo con sus violaciones cibernéticas pérdidas de cientos de miles de dólares a la compañía Nortel. El juez le multó, sin mandarle a prisión. Hay precedentes en la literatura. Uno de los más grandes escritores del siglo XX, Jean Genet, empezó de ladrón y sufrió cárcel. Julian Assange tiene futuro en las letras.

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24 de enero de 2011
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El Boomeran(g)
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