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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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La vida otra

Nunca se ha escrito un libro igual que éste, la historia de la transformación de un hombre en mujer contada con una notable voluntad literaria y tomando su autor el propio cuerpo como el campo de un experimento primero fisiológico y a la postre de alcance moral. En julio de 1972, el reputado periodista británico James Morris, quien, establemente casado y padre de cinco hijos, llevaba casi veinte años ensayando las formas y el ‘ánima' de una femineidad sentida desde la infancia, llegó a Casablanca, miró en el listín telefónico el nombre de un tal Doctor B. y, tras convenir el pago de unos altos honorarios, concertó la operación que sellaría su nueva persona; antes de esa drástica cirugía genital, Morris, según confiesa en el libro, había ingerido, a partir de 1954, unas 12.000 píldoras y cerca de 50.000 miligramos de materia femenina.

     ‘El enigma' (‘Conundrum' en el original que en los años 1970 causó sensación en Gran Bretaña) se lee como un apasionante relato de formación, un ‘Bildungsroman' en el que no falta la epopeya heroica (Morris escaló el Everest con la expedición británica que por primera vez, en 1953, llegó a su cima), la búsqueda de un talismán que procurará dolor y salvación, el reposo final del guerrero, metamorfoseado en amazona. La sinceridad de la narración, a veces lacerante, conmueve en ciertos de sus pasajes y reflexiones, pero lo que nos atrae hasta el final es la capacidad de Morris para novelar con extraordinario vigor situaciones anecdóticas, paisajes de fondo y personajes inevitablemente secundarios en un libro tan auto-referencial; destaca el encendido canto marcial al ejército y, en concreto, al 9º regimiento de lanceros de Su Majestad Británica, en el que sirvió a fines de la segunda guerra mundial. Tiene especial relieve, en esas páginas del capítulo 4 de ‘El enigma', su exaltación de los tanques, vistos como pistolas gigantes cuyos mecanismos de propulsión, sus tubos, soportes y engranajes apuntan a un fin, "conseguir que la pistola se acerque a su objetivo para disparar de forma certera". Curioso, o revelador, en alguien cuya obsesión personal era mientras tanto erradicar de su cuerpo el arma de su virilidad.

     Morris se sintió siempre, cuando era James, como un ser especial (nunca pensó en sí mismo como homosexual) paulatinamente consciente de que no debía vivir su rareza tan sólo como tragedia: "al desear con tanto fervor y tanta insistencia ser trasplantado al cuerpo de una chica, no hacía más que aspirar a una condición más divina, a una reconciliación interior". Su llegada a Oxford, con nueve años, para formar parte del célebre coro de voces blancas de Christ Church, le dio un primer refugio de felicidad, de ‘pertenencia': en la erudita y bellamente artificiosa ciudad universitaria (como años después entre las escenografías acuáticas de Venecia), la propia anomalía adquiría carta de naturaleza admitida, y llega a hablar de un "nirvana infantil" cuando, vestido con los suntuosos faldones del corista, cantaba con su voz de soprano en las funciones de la catedral ‘oxoniense'. Y sobre las dos ciudades, Oxford y Venecia, ha escrito libros que están entre lo mejor de la literatura viajera anglosajona.

    El contraste, que Morris no elude, son las duras escenas (en el extraordinario capítulo 16) de la clínica marroquí donde empezó la vida de Jan entre otras personas en su misma situación, que "a pesar de hallarnos mutilados y lisiados, a pesar de arrastrarnos por los pasillos con las vendas colgando y apretujando el camisón con el puño, irradiábamos felicidad".

    En ningún momento morboso ni lastimero, ‘El enigma' seduce por su historia y por la manera de contarla. Jan Morris ha seguido hasta hoy publicando buenos libros, que ella misma ve diferentes a los que escribía James, más volcados los últimos, dice, en las personas que en los lugares. "Del mismo modo que me siento emancipada como persona, también me siento liberada como escritora: tal vez todavía esté a tiempo de ser novelista", confesaba en la parte final de ‘Conundrum'. El tiempo llegó en 1985 con ‘Last Letters from Hav', una fascinante novela, finalista ese año del premio Booker, que recientemente ha sido completada con una secuela, formando el volumen titulado ‘Hav'.

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27 de febrero de 2012
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El arte repartido

Hubo un tiempo, aún reciente, en el que a los actores españoles se les clasificaba por especies, como a las aves o a los peces. Ese afán catalogador, más propio de las ciencias naturales que del arte, se dejaba sentir sobre todo entre la gente de cine, y muy en particular entre productores y directores. Así, si alguien citaba, pensando en el reparto ideal de una película en preparación, el nombre de una eximia actriz reconocida internacionalmente (una Nuria Espert por ejemplo) o de un actor de sólido prestigio, formado en las mejores escuelas extranjeras (del tipo de José Luis Gómez), lo más frecuente era oír como respuesta única esta frase: "Grandes actores, sí, pero de teatro. El cine es otra cosa". Tampoco los poderes fácticos de las tablas se cortaban un pelo en sus juicios si, por el contrario, algún entusiasta de Javier Bardem o Maribel Verdú exponía no ya la intención sino el mero deseo de poder verles sobre un escenario. "Esos son de cine. El teatro no está hecho para ellos".

      Es posible que queden todavía, escondidos en algún despacho de las productoras teatrales o las agencias de cásting, practicantes de esa zoología fantástica, desconocida en cualquier otro país civilizado, que encasilla al actor por géneros estancos; pero si quedan, la realidad, felizmente, les ha vencido. ¿Y qué ha llevado a tan notable cambio? ¿La consolidación de la democracia? ¿Viajar más? ¿El poder de Internet? Tal vez dichas razones hayan ayudado, pero yo diría que el principal causante de la caída de tales estereotipos ha sido el enemigo, el que se tenía por mayor enemigo del cine y el teatro hasta hace no mucho. La televisión. Y en concreto el fenómeno relativamente contemporáneo del auge de las series de ficción españolas, que fue creando una gran y fiel audiencia, un volumen de producción mayor, una mejora de contenidos y formas y, con todo ello, la necesidad de nuevas caras y la búsqueda y encuentro de los mejores actores, a los que se tentaba con el dinero y el tirón popular, dos muletas muy nobles en las que se sostiene, no seamos hipócritas, el antiguo tinglado del espectáculo escénico y fílmico.

     Como era lógico, esa evolución también tuvo que vencer la resistencia interna de no pocos miembros de las propias especies, acostumbrados, por comprensibles reflejos de defensa, a sacralizar las normas de la separación por castas o reinos. He sabido de primera mano, y en más de una ocasión, de la negativa de algún joven galán purista o gran dama madura a aceptar un papel importante en un culebrón de sobremesa, no sólo porque en ese medio se suele trabajar con más prisa y menos dirección, sino, fundamentalmente, porque se sentían, y con toda legitimidad, parte de una oligarquía artística incompatible con el ‘lumpen' de base que alimenta el ‘prime time'. Hoy la mezcolanza de clases y rangos es total, y beneficiosa. Ídolos juveniles de la canción y la tele (Fran Perea) se atreven en el teatro con Séneca, el ‘sex symbol' de ‘Los hombres de Paco', Hugo Silva, con Shakespeare, la exuberante heroína de ‘Sin tetas no hay paraíso', Amaia Salamanca, con Von Kleist, mientras que a gente de la talla de Marisa Paredes o Mercedes Sampietro no se les caen los laureles por trabajar, sin bajar el listón de su calidad, en ‘tvmovies' o sagas de poder interminables.

     Como amante del cine, pero también del teatro, sólo lamento que esta transformación no llegara antes, a tiempo -por ejemplo- de que Berta Riaza, hoy retirada, o María Jesús Valdés, ya fallecida, saltaran sin sobresalto, como lo hacen los grandes actores británicos o franceses, de uno a otro formato, en un constante y fructífero viaje de ida y vuelta ininterrumpido por los prejuicios.

     Quienes más aprovechan la nueva situación son los actores jóvenes de nuestro país, que fueron en muchos casos los motores del cambio y ahora protagonizan en buena medida ese trasvase de la pequeña pantalla a la grande, del cortometraje artesanal a la producción de una comedia ‘burra' o un film de autor. Quizá en ningún otro momento de la historia de España, y pese a las crisis, se haya podido contar, como hoy, con un elenco juvenil tan amplio, que llega a la interpretación entregado y preparado, algo que, desgraciadamente, en otros campos de la actividad profesional no garantiza el trabajo que ellos, o una parte de ellos, consiguen.

    Aceptada la premisa de que no hay papel pequeño ni género o contenedor desdeñable, podríamos hablar de otro prejuicio, asociado a los anteriores, al que también hemos sido proclives. Las categorías. Aún recuerdo la gran sorpresa (y de esto hace más de cuarenta años) que José Luis López Vázquez produjo en ‘Mi querida señorita', la memorable película de Jaime de Armiñán, creando con sutileza un complejo papel de mujer transexual, acostumbrado como estaba el público a ver a López Vázquez de español bajito y calentón en las comedias del primer destape. Lo mismo sucedió con Alfredo Landa cuando, tras una fértil carrera en la astracanada cinematográfica, obtuvo el premio al mejor actor en el Festival de Cannes por su papel dramático de El Bajo en ‘Los santos inocentes' de Mario Camus, y lo mismo pudo suceder para muchos espectadores con Rosa María Sardà, que parecía tener sólo una irresistible vis cómica hasta que se la vio haciendo conmovedoramente en los escenarios de la Madre Coraje de Bertolt Brecht. Y no se trata aquí de señalar una excepción cultural española. Los grandes actores de todos los países y seguramente de todos los tiempos son capaces de combinar el registro sublime y el humorístico, del mismo modo que grandes pintores (Botticelli o Picasso) y grandes escritores de novela (Cervantes o Nabokov) cultivan la parodia o saben ser procaces sin perder la gravedad de su arte. Por eso se me ocurren estas preguntas: ¿hago bien en reírme ante el televisor con Carmen Machi, sabiendo cómo se le da la tragedia? ¿Es José Mota un caricato sólo? ¿Y qué son Julieta Serrano y Paco León, Eusebio Poncela, Alberto Sanjuán, Emma Vilarasau y Susi Gómez, o todos esos chicos, cuyos nombres querría citar uno por uno, que le dan su gracia y su osadía a ‘Física o química'? La palabra cómicos, que no todas las lenguas utilizan en el registro que lo hace la nuestra, es el mejor eufemismo para tomarse en serio a estos artistas.

     Hay momentos precisos que tienen nombre y fecha y hasta lugar de nacimiento en la pequeña historia de lo que la televisión ha aportado al renacimiento de una cultura más plural y menos arbitraria de la interpretación. Yo sólo he visto alguno de sus capítulos retrospectivamente, pero conviene señalar que hace más de catorce años, cuando aún no había empezado ni ‘Cuéntame', la televisión catalana inició con ‘Nissaga de poder' un estilo de ficción dramática popular que, al cuidado de un dramaturgo de probada calidad como Josep Maria Benet i Jornet, y con actores como Jordi Dauder, Muntsa Alcañiz, Jordi Bosch o Rosa Novell, es decir, la crema de la escuela teatral barcelonesa, sentó un precedente en la pequeña pantalla. Su éxito, sin embargo, no fue comparable al de otros dos culebrones posteriores, también creados por Benet i Jornet, ‘El cor de la ciutat' (2000-2009) y ‘Ventdelplà' (2005-2010), con los que TV-3 ha alcanzado altas cotas de audiencia y ha dado a conocer, junto a los monstruos sagrados que en ellas actuaban, a actores jóvenes, casi niños alguno, que iban creciendo capítulo a capítulo, como Michelle Jenner, Nao Albet, Oriol Vila o Nausicaa Bonnín.

    El mismo crecimiento que se les ofrece a quienes siguieron, día a día o semana a semana, y hasta hace relativamente poco, los grandes clásicos ‘teenagers' de Antena 3, ‘El internado' y la ya citada ‘Física o química', o mucho antes (a partir de 1997) la más clásica de esas series, ‘Al salir de clase', de Telecinco, con sus 1200 capítulos repartidos en cinco años que cambiaron el mundo del paisaje audiovisual. Una generación (o dos) de intérpretes adolescentes hoy plenamente consagrados nos contempla desde ‘Al salir de clase', como lo siguen haciendo los actores fijos o episódicos de los dos ‘blockbusters' de TVE, ‘Cuéntame' y ‘Amar en tiempos revueltos' (ahí empezó la estupenda Inma Cuesta), y los de la serie estrella de Canal Sur, ‘Arrayán', un longevo thriller ambientado en la hostelería en el que destacan las recientes incorporaciones de jóvenes veteranos como Liberto Rabal, Fernando Ramallo y Enrique Alcides, o de una ‘histórica', María Garralón, que procede (como el merecidamente nominado a mejor actor secundario en los Goya 2012, Juan José Artero) de la lejana ‘Verano azul', sobre la que hoy se escriben tesis sesudas en las universidades anglosajonas.

    Unos meros apuntes acerca de los premios del cine que se dan hoy, hechos por tanto sin ánimo de influir. ¿Ignoran los que afirman que Antonio Banderas se ha convertido, ‘solo', en una estrella de Hollywood, que el actor malagueño (a mi juicio muy descollante en su turbio y contenido rol de ‘La piel que habito') fue un extraordinario actor de teatro en montajes de Marlowe y García Lorca que no olvidan quienes los vieron en el María Guerrero? Y del teatro de calidad proceden otros nominados como Ana Wagener o Lluís Homar, estupendo como robot ‘arlequinado' en la logradísima ‘Eva'. Y no es caprichoso señalar que en la primera película española que ví en lo que llevamos de año, ‘Sangre en la nieve', de Gerardo Herrero, sus magníficos actores, desde Carmelo Gómez y Juan Diego Botto a Andrés Gertrudix, Sergi Calleja y Victor Clavijo, que componen con notable vigor sus más breves papeles de carácter, son, indistintamente, del teatro, del cine y de la tele.

     No es verdad, como algunos maliciosos sostienen, que el actor de renombre hace televisión cuando llega a viejo, o teatro, si es una estrella, cuando el cine se olvida de su nombre. No ha sido así fuera de España, sobre todo desde que la televisión por cable norteamericana empezó a atraer, con sus series ‘serias', a las grandes figuras de Broadway y Hollywood, y tampoco es así ahora en España, donde actuar en tiempos revueltos se ha convertido no ya en una forma de supervivencia sino en una afirmación del ilimitado campo de la excelencia.

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20 de febrero de 2012
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Angelopoulos

Conocí a Theo Angelopoulos en Montreal a fines del verano de 2005, formando parte del jurado internacional del Festival de Cine que él presidía y entre cuyos miembros estaban Anna Karina, la joven actriz francesa Amira Casar y el cineasta chileno Silvio Caiozzi. Fueron casi dos semanas de relativo sopor (la selección a concurso no fue muy afortunada) e intensa concentración, ya que la dirección del festival nos sacaba y entraba como a un equipo de fútbol, en un pequeño autobús destinado casi siempre a la salas oscuras pero también a alguna excursión campestre, en la que seguíamos discutiendo acerca de las películas vistas y disfrutando todos del delicioso humor excéntrico de quien fue esposa y musa inolvidable de Godard, un nombre que a la Karina no le gustaba mencionar. Mis mejores recuerdos de aquellos días son las conversaciones sobre cine y literatura con el director griego, que era un devoto admirador de Borges, al que él llamaba (hablábamos en francés) ‘Borgès'. Su terrible accidente hace un par de semanas le iguala a otros grandes artistas que murieron atropellados (pienso en Gaudí, por un tranvía barcelonés que circulaba a diez por hora, o en Barthes, a quien mató el golpe de una furgoneta de reparto), y significa que su última trilogía quedará inconclusa. Yo había visto precisamente en abril de aquel mismo año, en los Renoir de Madrid, la primera parte, aquí llamada ‘Eleni', y a Angelopoulos le gustó oír lo mucho que me había gustado; andaba entonces metido de lleno en el guión de la siguiente parte, ‘El polvo del tiempo', que me envió por correo electrónico meses después y le comenté por escrito, aunque esa segunda película (dada a conocer en 2009) me ha resultado imposible de ver.

    No parece que Theo Angelopoulos vaya a ser llorado por las multitudes en España, donde una buena parte de su filmografía nunca fue estrenada y él arrastró la fama de ser plúmbeo y lento, dos adjetivos que, hablando de cine, suelen acompañar a algunos de los mejores (Bresson, Pasolini, Oliveira). Con la excepción antes citada, me jacto de haber visto toda su amplia filmografía, en cines cuando pude, en festivales y filmotecas si no, y el resto en los tres excelentes ‘packs' de dvd que aquí publicó Intermedio y tal vez se sigan encontrando en el mercado. ‘Paisaje en la niebla' está reconocida como obra maestra absoluta, y sin duda lo es, pero ni esa película ni ninguna otra de las suyas se explica sin el peculiar ‘continuo' narrativo, lleno de saltos en el tiempo y elipsis, que se inició en 1970 con su primer y ya deslumbrante largometraje ‘La reconstrucción'.

     Angelopoulos ha sido, a la altura de Eisenstein o Rossellini, uno de los cineastas políticos fundamentales, pero en su caso la hondura de la reflexión histórica llega a la pantalla con la musicalidad ceremoniosa de sus relatos, que parten siempre del substrato helénico y alcanzan resonancias universales. Los larguísimos planos-secuencia coreográficos que marcan su forma de hacer revelan una gran maestría en el arte de mover dentro del campo fílmico a los personajes, a menudo contrastados por la presencia totémica de estatuas del pasado rotas o desmembradas. Siendo alguien nacido en un archipiélago no es extraño además que las aguas desempeñen tan alto valor poético en su imaginería; nunca se me ha borrado de la memoria la escena de los comediantes junto a la orilla del mar en ‘Paisaje en la niebla' o, hablando de nuevo de ‘Eleni', la figura del maestro de escuela leyendo un libro en un aula de bancos que flotan en un pueblo inundado, con dos únicos niños como alumnos que escuchan una lección inútil.

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14 de febrero de 2012
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Lord Chandos en Hollywood

En un artículo publicado tres veces, con pequeñas variantes, en revistas inglesas y norteamericanas a lo largo de 1926, Virginia Woolf, hablando del cine con extraordinaria agudeza, terminaba su texto, titulado en la versión que prefiero ‘Las películas y la realidad", con estas palabras: "Es como si la tribu salvaje [a la que se ha referido al comienzo del artículo, para sostener la hipótesis de que el cine es el último refugio del salvajismo contemporáneo] en vez de encontrar dos barras de hierro para jugar, hubiese encontrado esparcidos por la orilla del mar violines, flautas, saxofones, trompetas, pianos de las grandes firmas Erard y Bechstein, y con increíble energía pero sin saber una nota de música hubiera empezado a tocarlos y aporrearlos todos al mismo tiempo". El cine, concluye Woolf, tendrá tal vez siempre el inconveniente, comparado con la novela o la pintura, de que su habilidad mecánica está muy por encima de su artisticidad.

‘The Artist' se propone como un antídoto a la sobreabundancia de los instrumentos con los que el cine de mayorías trata hoy de seducir al público sirviéndose de artilugios infinitamente más aparatosos que los que imaginó la autora de ‘Orlando'. Autolimitada al blanco y negro y a la ausencia de la voz humana, rodada sin actores famosos y en 35 días, muy poco para su empaque, la película del francés Michel Hazanavicius podría haber explorado la metáfora del cambio de valores en los modos de representación, pero no es eso lo que ha interesado a su autor. ‘The Artist' se limita a explotar, con gran brillantez, la nostalgia y no la crisis del código fílmico que acabó con el cine silente en el que trabajaron, depurada e innovadoramente, los directores que Hazanavicius invoca como inspiradores, Murnau, Stroheim, Browning, Borzage, no todos trasplantados felizmente al sonoro.

En ‘The Artist', aparte de las didascalias de los diálogos que no oímos (muy acertadamente reducidas al mínimo), las secuencias se cierran con los dispositivos propios del cine mudo, y los actores interpretan adrede con la simpleza y el exceso de gesticulación que se asocia, un tanto superficialmente, al período anterior a los ‘talkies'. En el caso del protagonista Jean Dujardin, muy premiado en festivales, su actuación deficiente nos deja en la duda de si es impostada o intrínseca a él, duda que no cabe en los secundarios como John Goodman (el productor enarbolando siempre su habano, como manda el tópico) o James Cromwell, el fiel mayordomo y chófer; de ellos nos consta lo buenos que son, aunque aquí luchen titánicamente y perezcan al fin, víctimas del estereotipo impuesto por el guionista y director. Impecable resulta, al lado de los humanos, el perrito Uggy, asombroso en las carantoñas y caídas de bruces, y con la mirada a cámara más cautivadora que se ha visto en Hollywood desde Rin Tin Tin. Yo habría nominado a Uggy a los Oscars, no sé si de interpretación o de efectos especiales.

No hay que negar, sin embargo, que Hazanavicius (de quien desconozco sus películas anteriores, también de cuño paródico en el género del cine de espionaje y en la estética del ‘détournement') está dotado de un notable instinto visual y una gran inventiva, por lo que la película resulta agradable de ver y puede deslumbrar en sus momentos de genuina inspiración, como el reencuentro de la pareja de George y Peppy en el plató, con su romance de pies separados por el forillo del decorado, la escena de la gran escalera donde se cruzan, o, lo más sutil del film, las dos imaginaciones, amorosa y narcisista, sobre la ropa colgada, Peppy dentro de la chaqueta de George en el camerino de éste, y George, ya empobrecido, poniendo su cara a su antiguo ‘smoking' en el escaparate de la tienda de empeños.

El efectismo subrayado y el sentimentalismo irónico que forman la base de ‘The Artist'  -con la eficacia tan celebrada por públicos tan diversos-, adquieren en el desenlace un peso que, aun sin densidad, deja buen sabor de boca incluso al espectador, es mi caso, menos sensible a su ‘trucancia' (la palabra se debe a Gómez de la Serna). No voy a contar aquí más de lo que el propio trailer de la película revela, pero el hecho de que el ‘happy end' juegue ingeniosamente con las nociones de habla y silencio, de fracaso y salvación, sublimadas por el gesto corporal del baile, me hizo pensar, a la salida del cine, en el fundamental y breve texto de Hugo von Hofmannsthal ‘Una carta', publicado en 1902. En ella, un hipotético noble renacentista, Lord Chandos, le comunica a su amigo Francis Bacon, más tarde Lord Bacon de Verulam, su renuncia a toda actividad literaria, en razón de la insuperable incapacidad de expresar con palabras lo que su mente o su alma sí son capaces de sentir. Lord Chandos es un trasunto del propio escritor vienés, quien, después de una fulgurante irrupción en la poesía lírica antes de cumplir los veinte años, se centró a partir de 1906 en el teatro y, muy destacadamente, en la escritura de libretos de ópera para Richard Strauss, entre otros ‘Elektra', ‘El caballero de la rosa', ‘Ariadna en Naxos' y ‘La mujer sin sombra', sin duda los más grandes que se han escrito nunca junto a los de Da Ponte y Auden. Al igual que Chandos, en cuya boca las palabras se descomponían "como hongos mohosos", aspirando por ello, en su lugar, a "algo magnífico como la música y el álgebra", el George Valentin de ‘The Artist', renuente a hablar con su esposa y más aún a expresarse en el cine sonoro con su voz, encontrará en la danza, y en el infinito numérico de las coreografías a lo Busby Berkeley, la respuesta orgánica al mutismo. Y de paso el amor, o la redención.

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6 de febrero de 2012
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Máquinas de reír

"Un principio y un fin para un libro es algo con lo que nunca estuve de acuerdo. Un buen libro puede tener tres principios enteramente diferentes y sólo interrelacionados en la presciencia del autor". Esta proclamación en el primer párrafo de la primera novela de Flann O´Brien, ‘At Swim-Two-Birds', da paso a tres estupendos arranques, distintos y contrapuestos, y a partir de ellos a una de las obras maestras de este autor irlandés cuyo nacimiento en 1911 ha sido, por una vez, bien celebrado en España gracias a Nórdica, la editorial madrileña que lleva años felizmente empeñada en darlo a conocer.

      Aunque muchos prefieran en el reducido ‘corpus' de O´Brien (muerto en 1966) su novela póstuma ‘El tercer policía', conviene resaltar lo que supuso en 1939 la aparición de ‘At Swim-Two-Birds' (titulada aquí ‘En Nadar-dos-pájaros'; mi preferencia de traducción libre sería ‘A nado-dos-aves'). Publicada en el mismo año que ‘Finnegans Wake' por este funcionario público y periodista mordaz de vida corta y trago largo, su filigrana verbal, menos cultista que la de Joyce, toma sin duda nota de la noción de juego fonético y paródico practicada por el autor del ‘Ulysses', si bien, a mi juicio, es otro compatriota de ambos, Sterne, el inspirador de la composición ‘destructiva' y entrecortada que O´Brien impone, sin aparente sistema, en todas sus obras. Y luego está la paradoja, que tanto habría disfrutado quien se mantuvo siempre anclado a su tierra natal -al contrario que los grandes expatriados Wilde, Joyce, Beckett, Yeats, Trevor-, de que su influjo, apenas perceptible en la narrativa anglo-irlandesa, es determinante en varios de los mejores novelistas norteamericanos ‘Modernist' y ‘Post-Modern' de los últimos cincuenta años.

      Como colofón del centenario, Nórdica ha sumado a sus cinco títulos anteriores ‘La gente corriente de Irlanda', una deliciosa antología de las mejores columnas humorísticas que O‘Brien, llamado en realidad Brian O´Nolan, publicó a lo largo de casi tres décadas en The Irish Times, usando otro seudónimo, Myles nagCopaleen, aunque sólo unos pocos de esos textos fueron escritos en su primera lengua, el gaélico. Antonio Rivero Taravillo, prologuista y traductor encomiable, es también responsable de la selección de textos, muy bien servida por los editores, generosos en las ilustraciones y hasta en el apéndice, que incluye algunos de los originales en inglés.

     ‘La gente corriente de Irlanda', sugestivo título que Rivero Taravillo le da a lo que en inglés era ‘The Best of Myles', tiene, como toda miscelánea, sus altibajos, pero las alturas de buena parte de los textos son tan descollantes que el lector olvida y perdona sin esfuerzo las caídas de dos o tres secciones (‘El hermano', entre las más extensas, es una de ellas). ‘Myles' sufrió las penas del ingenio incansable; no pocas veces los correctores del reputado diario de Dublín corregían sus diabluras lingüísticas, creyéndolas erratas o faltas ortográficas, y el autor escribía entonces cartas al director corrigiendo a sus correctores con santa ira y ocultando su verdadera personalidad (la ferocidad satírica de los escritos impedía que el funcionario estatal y secretario personal de dos ministros se diera a conocer).

      Son absolutamente gloriosas las páginas (53 a 57 de la presente edición) dedicadas a la figura del manipulador profesional de libros, "una persona que manosee los libros de los arribistas iletrados, pero ricos, de forma que los libros parezcan haber sido leídos y releídos por sus propietarios"; el listado acaba con "Le Traitement Superbe", reservado a los multimillonarios, ya que requiere no menos de 550 horas de costoso manipulado. La comicidad más irresistible se encuentra, para mí, en la sección titulada ‘Gabinete de investigación', donde se detallan (con estupendos dibujos) las extravagantes máquinas que el escritor propone para el saneamiento social de sus conciudadanos. Entre otras se incluye el ‘nivómetro', capaz de responder a la pregunta del clásico "¿dónde están las nieves de antaño?", las ahorrativas farolas de gas mefítico y, en un capítulo magistral, los teléfonos de pega para la gente que ha de estar siempre conectada y constantemente ocupada; para ellos se prevé el modelo 2B, el más seguro de todos, pues da el tono de comunicando no importa el número que se marque. No se me ocurre un invento de tanta validez actual.  

                                               ________________

 

La gente corriente de Irlanda. Flann O´Brien. Traducción de Antonio Rivero Taravillo. Nórdica. Madrid, 2011. 405 páginas

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30 de enero de 2012
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El salón de madame Seseña

"Tendrías que haber sido francesa", le dijo una noche en Madrid Jaime Gil de Biedma a Natacha Seseña, para mi asombro: tenía yo entonces a nuestra común amiga por ‘anglosajonizante' más bien, y no sólo en razón de su primer vínculo conyugal y su largo currículo como alumna, profesora y coordinadora de estudios, tanto en España como en los Estados Unidos, de algunas prestigiosas universidades del noreste americano. Unas semanas después de la muerte de Natacha, ocurrida el pasado 31 de octubre, mientras oía la conferencia que Benedetta Craveri dio en la Fundación Juan March sobre ‘Los salones galantes', entendí plenamente lo que Gil de Biedma quiso decir aquella noche de 1984. Por su cultura versátil y su ‘esprit de finesse', por su talento histriónico (que ella se tomaba muy en serio, como veremos), por su humor cáustico y su ‘alma bella', Natacha Seseña habría brillado con luz propia en ese mundo de los salones cultivados que Craveri evocaba en su conferencia y reconstruye de modo magistral en ‘La cultura de la conversación' (Siruela, 2007, traducción de César Palma). Un mundo primordialmente femenino que pobló el París del ‘Grand Siècle' de unas damas mordaces y sabias, atrevidas de gesto y de actitud, infinitamente ocurrentes y siempre dispuestas a resistir a la estupidez con el arte de la palabra. 

     Tratando asiduamente a Natacha en esa década de los 80 y después, más de una vez le oí repetir con cierto orgullo no exento de ironía el lema que las Damas Negras de Saint-Maur, el colegio madrileño de monjas francesas en el que se educó, inculcaban a las niñas: "Simple dans ma vertu, forte dans mon devoir". Natacha creció agnóstica y se mantuvo siempre librepensadora, pero si bien no puedo decir que sus muchas virtudes fuesen todas simples, la fortaleza de su carácter, en el dolor y en el gozo, me consta. Tuvo además, por instinto y por decisión propia, las herencias morales de la Institución Libre de Enseñanza (continuada en su muy querida Residencia de Estudiantes), de la Asociación Española de Mujeres Universitarias, de la que fue presidenta, y de otras agrupaciones similares que prolongaban valerosamente en la España franquista el espíritu laico y progresista, así como una natural sintonía con lo mejor del exilio republicano, frecuentando en sus años norteamericanos a gente de la talla de Jorge Guillén, Laura de los Ríos, Pilar de Madariaga, Joaquín Casalduero, Solita Salinas y Juan Marichal. 

       Como tantas ‘preciosas' del XVII francés y muchas de sus continuadoras del siglo de las luces anteriores a la Revolución (pienso en Madame de Staël y en Madame du Deffand), Natacha Seseña fue una escritora de libros aplicados  -llenos siempre de ingenio-  sobre un tema en el que era experta, la cerámica popular y el arte del barro cocido, pero brilló igualmente en otra faceta que apenas queda registrada, la de activadora de redes sociales muy distintas a las actuales. Hubo una Seseña pública e importante en sus años de Directora de Artes Plásticas de la Fundación Banco Exterior, con pioneras exposiciones de rescate, por ejemplo, de Esteban Vicente y Remedios Varo, y una privada ‘Natacha oral' que se dejaba oír cuando invitaba en su casa, tanto la de Madrid (donde podía mezclar a Don Julio Caro Baroja con Fernando Vijande, el galerista español de Warhol), como la del pueblo turolense de Calaceite, en el que fue parte esencial, mientras duró, de esa pequeña y exquisita colonia de ‘expatriados' literarios formada por José y Pilar Donoso, Didier Coste, Mauricio Wacquez, Antoni Marí, Ángel Crespo y Pilar Gómez Bedate, entre otros.

     Tuve el privilegio de pertenecer a la compañía de cómicos aficionados que, gracias sobre todo al impulso de ‘la Seseña' (primera actriz y gran diva) y la disponibilidad escénica de la casa de Juan Benet en la calle Pisuerga de Madrid -con sus dos salones contiguos separados por una corredera de vidrio que hacía las veces de telón-, ofreció a lo largo de unos cuantos años un buen número de representaciones improvisadas aunque pundonorosas, todas gratuitas. Encargado yo, como galán (entonces) joven de la compañía, de los papeles de petimetre, soy, y me duele decirlo, el único vivo de aquel elenco, compuesto, en la rama masculina, por Benet, que prefería siempre el rol del hombre avinagrado (le salía redondo el de factor de la Renfe), y Juan García Hortelano, que en una de las piezas más solicitadas del repertorio, "La familia argentina en España", hacía incongruente pero convincentemente de hijo mío; cercano ya a los sesenta, Hortelano me decía entre bastidores, mientras se ponía para rejuvenecerse una pañoleta anudada en la calva, que el secreto estaba en aplicar a su inverosímil interpretación el método del Actors Studio. El reparto podía reforzarse en funciones de mayor rango, como una que dimos, con motivo de un cumpleaños de Jaime García Añoveros, en un restaurante de la zona norte de Madrid, y única que contó con una reseña escrita de Ángel S. Harguindey en este periódico. Fuimos de madrugada ansiosos, como se hacía en Broadway en la edad de oro, a leer en un VIPS la primera edición de El País; Harguindey nos dejaba bien. Aquella noche habíamos tenido un ‘guest star' muy apreciado por crítica y público, Jaime Salinas, descollante sobre todo en el entremés ‘dreyeriano' del cese súbito de un ministro que inventamos minutos antes de salir a escena. Salinas, que hacía del dignatario cesado al que su edecán (Juan Benet) le pasaba las hojas para la firma sin darle tiempo a firmar, lo encarnó con la impasible circunspección de los actores nórdicos. Natacha Seseña era la única mujer de la compañía, y estaba por tanto obligada a prodigarse; la recuerdo ahora, además de como protestona esposa mía y madre de Hortelano en el ‘sketch' argentino, haciendo de ‘Morena Clara', nuestra única incursión en el sainete español. Natacha, que tanto se lucía imitando el acento porteño en la evocación de los veraneos de Punta del Este, nos dejó a todos boquiabiertos hablando un andaluz fluido que a Benet, intérprete con sombrero cordobés y fajín del ‘Tío Regalito', le costaba más.

     El poeta Ángel González, otro buen amigo de Natacha, prologó ‘Falso curandero', el libro de poemas que ella anunciaba desde tiempo inmemorial y algunos desconfiaban que hubiera escrito, ignorando que las leyes de las ‘salonnières' exigen a menudo la reticencia. Salió en 2004, y era estupendo, tanto en los sarcasmos ("Me enseñaba un camino / ¡jamás el de Escrivá!") como en sus versos de aliento amoroso ("Tómame, amor, / que te merezco"). El prólogo de González era un homenaje a la socarronería que Natacha y él compartieron, entre tantas copas: "No se nace poeta, como no se nace tuberculoso [...] Natacha Seseña, cuya predisposición a la lírica vengo yo observando desde hace mucho tiempo, no tomó las debidas precauciones [...] Por un pudor que está justificado tanto en tuberculosos como en poetas, trató de ocultarlo durante años [...] pero el tiempo, ese falso curandero, no hizo más que agudizar el mal, y al fin no tuvo más remedio que hacerlo público". Lírica y pícara, impetuosa y melancólica, sentimental con pavor a la sensiblería, Natacha se dejó infectar por los mejores ‘males' de un siglo en el que mujeres como ella hablaron en voz alta, sin querer callar, dejando para el tiempo de hoy un eco de civilidad y cordura que ojalá nunca deje de oírse.

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23 de enero de 2012
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Elegancia social

No sé si la crisis acabará con lo que antiguamente, en frase de un cierto sabor rancio, se llamaba la elegancia social del regalo. Por si no es así, y pensando, pasadas ya las Fiestas por antonomasia, en la inminente llegada de San Valentín y el Día del Padre, doy aquí ideas, basadas en mi propia experiencia de regalador de discos.

     El primero es excepcional en su originalidad. Se llama ‘France 1789' y consiste en una selección de canciones revolucionarias interpretadas por una gente que lleva ya algunos años resucitando con artisticidad y fidelidad el repertorio de la ‘chanson' popular francesa, que ni mucho menos empezó, como algunos piensan, con Jacques Brel o George Brassens. El promotor del empeño y principal intérprete, el barítono Arnaud Marzorati (que trabaja, utilizando siempre instrumentos de época, con el refinado sello discográfico Alpha 810) nos descubre en esta ocasión un conjunto de piezas jacobinas y antimonárquicas, irreverentes y blasfemas, entre las que no falta alguna elegía de corte lírico, como la bellísima ‘Oye mi voz, acaba con mis males', delicada composición de autor anónimo que, siendo un alegato contra la tiranía, consigue la intensidad patética de un ‘lied' romántico.

   He disfrutado mucho también, en la vena sombría, con la grabación reciente de la obra maestra de Britten ‘The Turn of the Screw' (‘Otra vuelta de tuerca' o simplemente ‘Vuelta de tuerca', como propone su mejor traductor al castellano). Publicada por el sello Glyndebourne, que recoge los mejores montajes del célebre festival inglés tomados en vivo, esta versión de una de las más grandes óperas del siglo XX fue dirigida en lo musical, con mucha sutileza, por Edward Gardner, y cuenta, entre otras excelentes prestaciones vocales, con la de la soprano Camilla Tilling en el papel de la gobernanta rodeada de niños poseídos y fantasmas mefíticos que ideó en su novela corta homónima Henry James.

     Mi último goce ha sido el descubrimiento de que Johann Sebastian Bach, además de unos ancestros, unos hijos, un suegro y una segunda esposa de gran talento musical, tenía un familiar más lejano, un tío de su propio padre, oscurecido indebidamente por el paso de los siglos. Ese tío segundo fallecido en 1703, y cuyas composiciones conoció de joven Johann Sebastián, se llamaba Johann Christoph Bach, y de él ha sacado John Eliot Gardiner (en su sello ‘Soli Deo Gloria') una selección de arias, lamentos, motetes y diálogos amorosos que está entre lo mejor que he oído del repertorio tardo-barroco. Intensidad, don melódico, poderoso sentido dramático, en interpretaciones de altísimo nivel.

    Los tres discos los encontrarán ustedes en las mejores tiendas del ramo, otra frase suavemente rancia del pasado, y si no tienen una cerca de casa búsquenlos a través de Diverdi (www.diverdi.com), estupenda distribuidora independiente que también dispone de un ‘outlet' físico en el centro de Madrid.

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16 de enero de 2012
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Segunda lista

Metido ya en los caprichos del juego, doy también la lista de mis películas preferidas del año 2011, que hice y comenté muy brevemente a petición de mi amigo el novelista Juan Francisco Ferré, con destino a su propio blog. Hay en la que aquí publico una pequeña alteración, debida al hecho de que, pidiendo Ferré que sus invitados incluyeran títulos no estrenados que hubiesen visto fuera de España, yo encabecé la mía con Essential Killing, de Jerzy Skolimowski, presentada fuera de concurso en el pasado Festival de Cine de Las Palmas (donde yo la vi) pero inédita hasta ahora en nuestras pantallas.

 

He aquí mis diez, listadas con un cierto aunque no taxativo orden de preferencia:

La Morte Rouge, de Víctor Erice, Los misterios de Lisboa de Raúl Ruiz, Las razones del corazón, de Arturo Ripstein, Pina, de Wim Wenders, La piel que habito, de Pedro Almodóvar, Una mujer en África, de Claire Denis, Blackthorn, de Mateo Gil, Tokyo Blues, de Tran Anh Hung, La mitad de Oscar, de Manuel Martín Cuenca, Los pasos dobles, de Isaki Lacuesta.

  

En un año en el que las películas más aclamadas por la crítica, tanto la oficialista como la independiente, me han parecido insufribles bodrios (El árbol de la vida, de Malick, Un dios salvaje, de Polanski), obras fallidas en buena parte (Melancholia, de Von Trier, Valor de ley, de los Coen), faena de rutina de un gran director (Un método peligroso, de Cronenberg), nadería de un maestro (El extraño caso de Angélica, de Oliveira), cursilada habilidosa de otro que lleva ya un cierto tiempo en baja forma (Midnight in Paris, de Allen) o ‘trouvaille' ingeniosa de fondo sensiblero (The Artist, de Hazanavicius), es para mí elocuente, y también alarmante, que lo mejor sea un título que no ha encontrado distribución, la obra maestra de Skolimowski, y un material, 45 minutos en total, que sólo ha aparecido, hace cuatro meses, en DVD, La Morte Rouge (año de producción, 2006) y Alumbramiento (2002).

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12 de enero de 2012
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Lista

Me pidieron de ‘Babelia', como es costumbre, mi lista de mejores libros del año, y por (voluntario) imperativo legal la envié. Aquí la reproduzco, y puesto que este género de juegos meta-literarios son o tendrían que ser apodícticos, nada añado, excepto la aclaración de que nunca puntúo ni incluyo, por decencia torera, libros narrativos de autores hispanos vivos (y mucho menos en un año, como es el 2011, en que yo mismo había publicado uno). Con los poetas hago excepción, nada difícil cuando uno puede señalar a escritores de la gran calidad (y el reconocimiento aún insuficiente) de Jorge Gimeno.

 

Lista mejores libros del  2011                                                                 

1.  Variaciones sobre un tema romántico, de Juan Benet (Lumen)

2.  El refugio de la memoria, de Tony Judt (Taurus)

3.  Deshielo a mediodía, de Tomas Tranströmer (Nórdicalibros)

4.  Correspondencia, de Carmen Martín Gaite y Juan Benet (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg)

5.  Pulso, de Julian Barnes (Anagrama)

6.  Una vida sin ti, de Jean Rhys (Lumen)

7.  La tierra nos agobia, de Jorge Gimeno (Pre-Textos)

8.  Renacida (Diarios 1947-1964), de Susan Sontag (Mondadori)

9.  La familia Máshber, de Der Níster (Libros del Silencio)

10.  La larga espera del ángel, de Melania G. Mazucco (Anagrama)

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9 de enero de 2012
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Bartleby llega a papa

El pasado mes de agosto viví una experiencia para-religiosa que me turbó. Estaba en Madrid de visita pastoral el sumo pontífice de una iglesia a la que no pertenezco, aunque pertenecí a ella de modo intenso y sacrificado una parte, quizá la más errada, de mi vida. Hacía calor y había jóvenes, algunos vestidos como peregrinos de Buñuel, del Buñuel herético de ‘La Vía Láctea' (1969). Se oía mucho la lengua polaca en las calles. Los ateos sabíamos que aquellos no eran días para nosotros, pero el viernes 19, segundo día de la estancia del papa, tuve que ir al Corte Inglés de mi barrio a retirar un encargo que me urgía. Como podía llegar hasta allí en un corto paseo no me preocupó la avalancha de los creyentes dispersos por la zona norte, todos en su camino a una liturgia que comprendía himnos pre-modernos y la exposición pública de la mejor imaginería de la Semana Santa española. Por un error informático, mi encargo había sido trasferido a la sucursal que esos almacenes tienen en torno a la calle Preciados, y como lo necesitaba me dirigí, siempre a pie, hasta Callao. No pude llegar. El inmenso paseo con bulevar que cruza Madrid desde Atocha a la Plaza de Castilla estaba ocupado por los participantes en esas jornadas mundiales de la juventud, y aunque caminé casi dos kilómetros buscando un paso franco entre la multitud, no lo hallé. Tampoco circulaban taxis ni autobuses, y el metro estaba abarrotado, con colas de viajeros que salían de las estaciones como procesionarias de rostro humano.

De vuelta a casa sin el producto encargado, pensé en esas cosas en las que uno rara vez piensa en sus ‘promenades', la creencia, la obediencia, la fe capaz de mover ciudades enteras y llenar vidas y  hacer que en nombre de ella se mate a otro. Por eso me ha gustado ‘Habemus Papam', del también ateo Nanni Moretti, que resuelve con sentido del humor pero sin crueldad las paradojas del papado, el liderazgo espiritual más antiguo y permanente del mundo, sin cambiar -desde que se fundó sobre la pétrea tenacidad de San Pedro- de formato, de dogma, de costumbres y -prácticamente- de vestuario. Ninguna otra religión tiene una historia tan personalizada y legendaria como la de la iglesia romana, única línea sucesoria que, con alguna salvedad renacentista, no se trasmite de padres a hijos y ha contado con hombres de indudable bondad y empeño aperturista (como Juan XXIII), con demagogos como Juan Pablo II y con este Benedicto XVI que nos vendieron como humanista ilustrado y ha resultado ser un reaccionario del copón.

La película de Moretti empieza con lo más infalible y trascendente del catolicismo: la pompa. La comitiva de los cardenales electores rezando en voz alta el ora pro nobis, la llegada a una falsa Capilla Sixtina (el Vaticano le negó al cineasta el permiso de rodar en su interior), las primeras votaciones, la emoción de los fieles en la plaza, la fumata negra, las votaciones siguientes, la fumata blanca, la bendición del nuevo papa a los congregados delante de la basílica, con su fachada reconstruida parcialmente en un plató y muy hábilmente tratada digitalmente para incluir en los planos de aclamación a unos extras sacados de aquí y de allá. Pero la bendición papal no se produce. El papa electo, un prelado francófono llamado Melville, se angustia, ya revestido para la ceremonia, se niega a salir al balcón central, se escabulle, y empieza entonces la serie de elocuentes planos de balcones y ventanas vacíos. ‘Habemus Papam' es, en ese sentido, y de modo esencial, una película sobre la oquedad que trascurre en el universo más sobrecargado de símbolos y de parafernalia que pueda imaginarse. De ahí que no haya duda al afirmar que el nombre del cardenal Melville intepretado por Michel Piccoli es un homenaje no, como alguien ha querido ver, al estupendo director francés Jean-Pierre Melville, sino al novelista Herman Melville, autor, naturalmente, entre otras obras maestras, del relato ‘Bartleby el escribiente', paradigma del espíritu esquivo y emboscado.

La película traza, a partir de ese singular momento de renuncia papal, una doble línea argumental, que discurre entre las estancias del Vaticano y las calles de Roma por las que Monseñor Melville, de paisano, se hace pasar por actor y se mezcla (en unos episodios un tanto anodinos) con una ‘troupe' de actores histéricos que ensaya y al fin estrena ‘La gaviota' de Chejov. Mientras tanto, el personaje conocido a secas como el Psicoterapeuta Masculino, encarnado con su habitual humor impasible por Moretti, pasa sus horas en el recinto donde el sínodo aguarda impaciente noticias del fugitivo. Es el segmento más divertido y a su modo conmovedor del film, con esos partidos y competiciones de balón-volea que el médico prescribe a sus eminencias y estos aceptan con la ilusión y el afán competitivo de unos niños. El retrato del colegio cardenalicio nunca incurre en el esperpento; esos hombres de distintas edades y razas aparecen todos como figuras angélicas (no hay en ‘Habemus Papam' sitio para la denuncia de la defectuosa máquina eclesial que había en la obra maestra de Moretti ‘La misa ha acabado'), de un angelismo crudo, sin sensualidad ni perversidad. La única y estupenda escena de deliberada comedia, la de la canción de Mercedes Sosa que desde la calle atraviesa los muros sacros, tiene un encanto especial en su mezcla de irrisión y ternura.

Pero el Bartleby de la curia vuelve a la Santa Sede, parece acomodarse a las exigencias de la institución, reconoce su fracaso teatral, y, en un desenlace de una inusitada fuerza dramática, sale al balcón finalmente, habla a los congregados y se vuelve a meter, andando apresurado en una dirección que no cuesta imaginar. El balcón central del Vaticano, vacío de nuevo, nos mira como un ojo; un ojo cavernoso y sumido que recuerda los "dos soles negros" que Sartre veía en el último autorretrato (hoy en el Louvre) de otro hombre famoso por su reticencia y sus silencios, Tintoretto.

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2 de enero de 2012
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