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Lord Chandos en Hollywood

Por 6 de febrero de 2012 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

En un artículo publicado tres veces, con pequeñas variantes, en revistas inglesas y norteamericanas a lo largo de 1926, Virginia Woolf, hablando del cine con extraordinaria agudeza, terminaba su texto, titulado en la versión que prefiero ‘Las películas y la realidad", con estas palabras: "Es como si la tribu salvaje [a la que se ha referido al comienzo del artículo, para sostener la hipótesis de que el cine es el último refugio del salvajismo contemporáneo] en vez de encontrar dos barras de hierro para jugar, hubiese encontrado esparcidos por la orilla del mar violines, flautas, saxofones, trompetas, pianos de las grandes firmas Erard y Bechstein, y con increíble energía pero sin saber una nota de música hubiera empezado a tocarlos y aporrearlos todos al mismo tiempo". El cine, concluye Woolf, tendrá tal vez siempre el inconveniente, comparado con la novela o la pintura, de que su habilidad mecánica está muy por encima de su artisticidad.

‘The Artist’ se propone como un antídoto a la sobreabundancia de los instrumentos con los que el cine de mayorías trata hoy de seducir al público sirviéndose de artilugios infinitamente más aparatosos que los que imaginó la autora de ‘Orlando’. Autolimitada al blanco y negro y a la ausencia de la voz humana, rodada sin actores famosos y en 35 días, muy poco para su empaque, la película del francés Michel Hazanavicius podría haber explorado la metáfora del cambio de valores en los modos de representación, pero no es eso lo que ha interesado a su autor. ‘The Artist’ se limita a explotar, con gran brillantez, la nostalgia y no la crisis del código fílmico que acabó con el cine silente en el que trabajaron, depurada e innovadoramente, los directores que Hazanavicius invoca como inspiradores, Murnau, Stroheim, Browning, Borzage, no todos trasplantados felizmente al sonoro.

En ‘The Artist’, aparte de las didascalias de los diálogos que no oímos (muy acertadamente reducidas al mínimo), las secuencias se cierran con los dispositivos propios del cine mudo, y los actores interpretan adrede con la simpleza y el exceso de gesticulación que se asocia, un tanto superficialmente, al período anterior a los ‘talkies’. En el caso del protagonista Jean Dujardin, muy premiado en festivales, su actuación deficiente nos deja en la duda de si es impostada o intrínseca a él, duda que no cabe en los secundarios como John Goodman (el productor enarbolando siempre su habano, como manda el tópico) o James Cromwell, el fiel mayordomo y chófer; de ellos nos consta lo buenos que son, aunque aquí luchen titánicamente y perezcan al fin, víctimas del estereotipo impuesto por el guionista y director. Impecable resulta, al lado de los humanos, el perrito Uggy, asombroso en las carantoñas y caídas de bruces, y con la mirada a cámara más cautivadora que se ha visto en Hollywood desde Rin Tin Tin. Yo habría nominado a Uggy a los Oscars, no sé si de interpretación o de efectos especiales.

No hay que negar, sin embargo, que Hazanavicius (de quien desconozco sus películas anteriores, también de cuño paródico en el género del cine de espionaje y en la estética del ‘détournement’) está dotado de un notable instinto visual y una gran inventiva, por lo que la película resulta agradable de ver y puede deslumbrar en sus momentos de genuina inspiración, como el reencuentro de la pareja de George y Peppy en el plató, con su romance de pies separados por el forillo del decorado, la escena de la gran escalera donde se cruzan, o, lo más sutil del film, las dos imaginaciones, amorosa y narcisista, sobre la ropa colgada, Peppy dentro de la chaqueta de George en el camerino de éste, y George, ya empobrecido, poniendo su cara a su antiguo ‘smoking’ en el escaparate de la tienda de empeños.

El efectismo subrayado y el sentimentalismo irónico que forman la base de ‘The Artist’  -con la eficacia tan celebrada por públicos tan diversos-, adquieren en el desenlace un peso que, aun sin densidad, deja buen sabor de boca incluso al espectador, es mi caso, menos sensible a su ‘trucancia’ (la palabra se debe a Gómez de la Serna). No voy a contar aquí más de lo que el propio trailer de la película revela, pero el hecho de que el ‘happy end’ juegue ingeniosamente con las nociones de habla y silencio, de fracaso y salvación, sublimadas por el gesto corporal del baile, me hizo pensar, a la salida del cine, en el fundamental y breve texto de Hugo von Hofmannsthal ‘Una carta’, publicado en 1902. En ella, un hipotético noble renacentista, Lord Chandos, le comunica a su amigo Francis Bacon, más tarde Lord Bacon de Verulam, su renuncia a toda actividad literaria, en razón de la insuperable incapacidad de expresar con palabras lo que su mente o su alma sí son capaces de sentir. Lord Chandos es un trasunto del propio escritor vienés, quien, después de una fulgurante irrupción en la poesía lírica antes de cumplir los veinte años, se centró a partir de 1906 en el teatro y, muy destacadamente, en la escritura de libretos de ópera para Richard Strauss, entre otros ‘Elektra’, ‘El caballero de la rosa’, ‘Ariadna en Naxos’ y ‘La mujer sin sombra’, sin duda los más grandes que se han escrito nunca junto a los de Da Ponte y Auden. Al igual que Chandos, en cuya boca las palabras se descomponían "como hongos mohosos", aspirando por ello, en su lugar, a "algo magnífico como la música y el álgebra", el George Valentin de ‘The Artist’, renuente a hablar con su esposa y más aún a expresarse en el cine sonoro con su voz, encontrará en la danza, y en el infinito numérico de las coreografías a lo Busby Berkeley, la respuesta orgánica al mutismo. Y de paso el amor, o la redención.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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