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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Coraza

                                                             Te lancé al vendaval de las pasiones

                                                             Sin la coraza puesta

                                                                               Federico García Lorca

 

 

                                            I

 

Te veo por un hueco de las almenas.

Soy el señor del castillo.

El único sin reino visible.

Y te veo caer

entre la fanfarria

de los cortesanos.

Son mis súbditos.

Los que te precedieron

con mansedumbre

en el corazón.

Ellos también caían

al foso árido

que nos separa

de los demás.

Los demás.

Los que a nosotros nos ven

como reptiles estériles

en el árido foso de una fortaleza

sin armas/inerme.

 

No tuve que empujarles al vacío.

Tampoco a ti hizo falta

darte el golpe de gracia del último abrazo.

Tu caías como la flor cansada

de estar

unida al tallo.

 

 

                                                          II

 

Mientras caes,

tu cuerpo se hace leve,

y mi alma dura,

sin la coraza puesta.

Viniste casi desnudo,

y yo te cubrí

con el metal de los golpes.

 

Qué monarca más arduo y seco.

Qué reinado más corto o más injusto.

Qué dinastía de amores sin sucesión.

 

                                              ________________

 

Vicente Molina Foix

 

[Este poema reciente forma parte de una serie de Variaciones que compondrán, junto a otras secciones, un futuro libro de versos. Una versión algo distinta de Coraza apareció poco antes del verano de 2016 en el libro colectivo de homenaje a Federico G.L. titulado Una brisa que viene dormida por las ramas, en edición de Miguel Losada.]

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11 de octubre de 2016
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Suicidas y longevas

Dos poetas de poco más de cuarenta años han compilado una antología monumental (casi mil páginas) con el título de ‘Poesía soy yo. Poetas en español del siglo XX'. Ambas, Raquel Lanseros (Jerez, 1973) y Ana Merino (Madrid, 1971), no forman parte del elenco de escritoras representadas, ya que su voluntad fue incluir a las nacidas desde 1886, caso de la modernista uruguaya Delmira Agustini, hasta 1960, cuando Blanca Andreu era un bebé de pocos meses y en Costa Rica venía al mundo la muy interesante Ana Istarú, que se dio a conocer en la adolescencia y cierra con altura el volumen, recientemente publicado por Visor.

    Las antologías tienen siempre algo de bazar. Hay en ellas confecciones para todos los gustos, y el muestrario expuesto es forzosamente limitado, por lo que al curioso que lo calibra siempre puede quedarle la duda de que esa misma firma haya hecho productos mejores. Conviene decir sin embargo que la recopilación de Merino y Lanseros presenta artífices de gran calidad, desde las más canónicas como Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Idea Vilariño, María Victoria Atencia o Clara Janés, hasta las menos conocidas pero imprescindibles Josefina de la Torre, Amanda Berenguer, Blanca Varela o Marosa di Giorgio, poeta excéntrica de rica imaginería surreal. Llama la atención, como dato anecdótico, el censo de las que murieron trágicamente, electrocutada la mexicana Rosario Castellanos, asesinada Agustini, suicidas Storni, Violeta Parra, Alejandra Pizarnik o María Mercedes Carranza, en contraste con las numerosas poetas de activa longevidad casi centenaria, como Ernestina de Champourcín, Concha Méndez, Carmen Conde, Dulce María Loynaz, Elena Martín Vivaldi, Fina García Marruz, Julia Uceda o la inolvidable Rosa Chacel, de quien se incluyen un hermoso soneto y una carta en verso a Norah Borges. Siendo la selección de las antólogas tan amplia, me llamó la atención la ausencia de la estupenda aunque semi-secreta María Vela Zanetti, y de las argentinas Emma de Cartosio y Basilia Papastamatíu, que viajaron con frecuencia a España y aquí mantuvieron contactos muy señalados con escritores de la generación del 50 y los Novísimos.

     En el bazar de ‘Poesía soy yo' tengo, como cualquier paseante interesado, mis predilecciones. El encanto de las primeras prosas poéticas de Ana María Moix sigue vigente, el irracionalismo temprano de Blanca Andreu deja paso (por ejemplo en un poema más reciente, ‘A un ciprés de la Acrópolis') a la voz grave y rememorativa, y es un placer incomparable releer a una de las más originales poetas españolas del siglo, Gloria Fuertes, cuyo humorismo payaso en la ‘tele' dio de ella una imagen distorsionada que para muchos (aunque no para su gran ‘fan' Jaime Gil de Biedma) resultó descalificadora. Termino mi deambular poético por este bien concebido libro con la elocuente pieza breve de la peruana Blanca Varela, titulada ‘Strip Tease': "quítate el sombrero / si lo tienes / quítate el pelo / que te abandona / quítate la piel / las tripas los ojos / y ponte un alma / si la encuentras".

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4 de octubre de 2016
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Paradjanov vivo

Es terrible que en la resurrección de Serguei Paradjanov, que este año también ha llegado a España, se hable tanto de su tragedia, habiendo sido el gran cineasta armenio, según todos los relatos visuales, orales y escritos que de él se conservan, un hombre extrovertido, locuaz, en quien el humor histriónico era el rasgo mayor de su personalidad y la base de su arte. La implacable persecución carcelaria que sufrió por parte de los mandatarios soviéticos a lo largo de casi tres décadas, la censura y manipulación de su cine, así como su amistad honda con Andrei Tarkovski, al que, siendo ocho años mayor que el autor de ‘Solaris', consideraba su maestro, han dado forma a una leyenda y a más de un film de ficción; aquí sólo trataremos de su obra a través de los cuatro títulos reconocidos por el autor y en especial ‘Sayat Nova', que, recientemente restaurado por la Cineteca de Bolonia, se ha visto a lo largo de 2016 en numerosas pantallas del circuito español no comercial.

    En ‘Esculpir en el tiempo', su libro de reflexiones cinematográficas, Tarkovski se refirió a las "pocas personas geniales en toda la historia del cine: Bresson, Mizoguchi, Dovzhenko, Paradjanov, Buñuel". A primera vista, la estética del ruso y la del armenio-georgiano parecen divergentes, si no opuestas. Ambos hacen, indiscutiblemente, un cine de poesía, pero, más allá de un difuso fondo espiritualista y una obsesión compartida por las figuraciones zoológicas y frutales, allí donde Tarkovski, sobre todo a partir de ‘Solaris', filosofa herméticamente, Paradjanov se entrega sin pudor al ‘bel canto' de la imaginería, realzando sus danzas melódicas con arabescos y coloraturas que no tienen, a mi entender, comparación con las de ningún otro director. Excepto uno, de Hollywood, del que hablaremos más tarde.

    Los dos amigos fueron, en cualquier caso, creadores que no se ponían freno a sí mismos, y de ahí que, por encima de su común inclinación a los místicos y los anacoretas (el pintor de iconos Rublev, el poeta ambulante Sayat Nova, el trovador Kerib), lo que inquietaba de ambos a las autoridades post-estalinistas era lo insondable de su extralimitación. ¿Adónde podían llegar uno y otro en su tratamiento metafórico del auto-marginado, del visionario, del explorador de mundos ajenos al real?

    Después de siete títulos de obediencia ideológica o encargo que Paradjanov borró de su filmografía, la primera película en darle notoriedad fuera de la U.R.S.S. fue ‘Los corceles de fuego' (de 1964, y conocida en el ámbito anglosajón como ‘La sombra de los antepasados olvidados'), un drama de jóvenes amantes separados por venganzas familiares y sortilegios. Ya en ese film, inspirado en un antiguo cuento cárpato, aparecen los componentes formales e iconográficos de su cine: los ritos, no siempre sagrados, la canción popular, el himno eclesiástico, la frontalidad del encuadre a modo de marco estático repleto de color, la titulación por capítulos, el poso telúrico y el vuelo pictórico. El plano final de los ocho niños traviesos que miran por otros tantos ventanucos el ataúd del desdichado protagonista es memorable, como todo cuadro romántico cuando está aliviado por el capricho humorístico y la fantasía onírica. A continuación, y tras muchas dificultades de producción, rodó la ya citada ‘Sayat Nova' (1969), que suele ser llamada ‘El color de la granada' (1). Su eclosión lírica, que empieza en las primeras tomas y nunca desfallece en su breve metraje de setenta minutos, produce tal estímulo que, si el espectador desatiende el sentido y se deja llevar por el sinsentido, el goce sensual será de una abundancia intoxicante.

    La máquina estatal, que había pagado con recelo el abultado presupuesto de ‘Sayat Nova', la consideró, una vez acabada, imposible de estrenar, y se la entregó al veterano director Serguei Yutkevich. Profesor en Moscú de Paradjanov, dentro del Instituto Estatal de Cinematografía (VGIK), Yutkevich la remontó, con numerosos cortes, dándole una estructura lineal y cambiando la lengua armenia original por el ruso, y esa versión estrenada en 1971 es la que llegó entonces a Occidente, con notable repercusión. Vista hoy en su -dentro de lo posible- óptimo formato original, ‘Sayat Nova' se revela como el primer segmento de un retablo completado, tras quince años de penalidades, por las siguientes ‘La leyenda de la fortaleza de Suram' (1985), fábula de maravillas esotéricas, también sobre un amor desgraciado, en la que la sacralidad religiosa  alterna con las orgías paganas, y ‘Ashik Kerib', realizada en 1988, dos años antes de su muerte, a partir de un relato orientalista de Lermontov.

   Las tres piezas maestras nos abruman con su refinado esteticismo, en el que Paradjanov, un hombre muy de la tierra, sabe introducir de vez en cuando, audazmente, trazos gruesos y pantomima pueril. Es un artista de lo exagerado, un gran grotesco a quien la línea dramática despreocupa; de ahí que al plasmar sus historias con una teatralidad ingenua no necesite buenos actores. Como hacía Pasolini a menudo, Paradjanov elige a campesinos o aficionados del lugar para sus amplios repartos, aunque en su caso tampoco los protagonistas saben actuar. Quedan como figuras vistosas y exquisitamente adornadas de un caleidoscopio en movimiento perpetuo, que sigue más las cadencias musicales que la urdimbre de la palabra.   

    En el apogeo de coreografías ilusionistas de ‘Ashik Kerib' me acordé de Busby Berkeley, otro genial inventor de formas que escapaba de los argumentos ñoños de sus comedias por medio de ‘extravaganzas' bailables. En la película última de Paradjanov, el cuento medieval se cierra con una hermosa, sobrecargada fantasmagoría geométrica, y el espejismo de un vuelo. El de una paloma que acompaña en su fiesta nupcial a los novios, aquí con final feliz, mientras una cartela explicativa, de las muchas que utilizaba el cineasta, señala: "Honores al padre de la novia". La paloma recibe entonces en su pico el beso del novio y va a posarse, incongruentemente, encima de una moderna cámara de cine. Y la cartela final: "Dedicada a la memoria de Andrei Tarkovski".

                                                _________________

 

(1) ‘El color de la granada' se llama también el libro ganador del último premio Loewe a la Creación Joven, obra de la poeta ecuatoriana Carla Badillo Coronado (Visor, Madrid, 2016), que evoca y glosa la figura del trovador dieciochesco, entrelazándola con alusiones a la del cineasta Paradjanov. Badillo dedica su poemario a ambos artistas armenios separados por una diferencia de más de dos siglos. 

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21 de septiembre de 2016
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Hay libros

El pueblo tiene castillo, río de aguas rápidas y prados en donde las ovejas nos ven pasar soñolientas. Su sueño es muy distinto al nuestro. Ellas disfrutan del alimento de una hierba que nunca les falta en estas tierras húmedas, y nosotros vamos a Hay-on-Wye buscando libros, ya que estamos en una villa campestre que otro soñador anterior, Richard Booth, convirtió en el paraíso de quienes aún queremos tocar el papel mientras leemos a Dante o a Virginia Woolf.

    Originario de este pueblo del interior de Gales, en medio de un hermoso paisaje lindante con dos parques naturales, las Montañas Negras al sur y Brecon Beacons al oeste, que alberga una importante zona de cuevas prehistóricas visitables, Booth tuvo una visión cuando acabó sus estudios en la universidad de Oxford, a comienzos de los años 1960; volvería a su lugar natal y, aprovechando la herencia de un tío paterno abrió en la antigua sede del servicio de bomberos local una gran librería de segunda mano, cambiando las mangas de agua y los coches de escalerillas desplegables por las estanterías donde poner los miles de volúmenes impresos que se procuró, sobre todo en Estados Unidos. La tienda sigue allí, en el centro del pueblo, y aunque él ya no es su propietario, la Richard Booth´s Bookshop conserva su nombre y, con un agradable café en la entreplanta, una sala de arte y un pequeño cine de exigente programación, se ha convertido en el punto focal de la cultura de Hay.

     Ese comercio pionero de Booth empezó en 1962, pero entrada la siguiente década su ejemplo había cundido, haciendo que Hay-on-Wye fuese llamada la "Ciudad de los Libros". Hoy cuenta con más de cuarenta tiendas de libro usado (y nuevo, si se desea), y si bien la original de Richard Booth es la más hermosa y ordenada, no se trata de mi preferida. Instalada en un antiguo cine que ha perdido su pantalla y sus asientos pero no su apego al mundo de la ficción, The Cinema Bookshop es una cueva de Aladino donde descubrir, con tiempo por delante y cierta paciencia, muchos tesoros librescos, no pocos a precios de ganga; sus amables encargados afirman que en su destartalado interior hay casi doscientos mil libros. En la cercana Brook Street (en Hay no hay distancias) destaca también, en más reducido tamaño, The Poetry Bookshop, especializada exclusivamente en libros de poesía y estudios poéticos; su propietario es un gran conocedor que no desaprovecha la visita de los clientes extranjeros para hacer preguntas, naturalmente sobre la poesía de los países y lenguas ajenos.

   El castillo, que no es, artísticamente hablando, lo más valioso del pueblo, se yergue altivo en el centro, como recordatorio de que Booth es otro de los formidables excéntricos de la monarquía que se dan en Gran Bretaña; él se nombró a sí mismo en 1977 rey independiente bajo el nombre dinástico de Roberto Corazón de Libro, creando un parlamento simbólico, una casa de lores y un cupo de títulos hereditarios. Pero hay algo mejor aún que ese reino imaginario fundado por Booth en Hay-on-Wye. Aprovechando el fenómeno de tal concentración de libreros y lectores adictos, que fue extendiéndose y atrayendo un turismo regular de calidad, Norman Florence y su hijo Peter crearon en 1988 un festival literario, cuyo éxito no hace falta recalcar. Lleva celebrándose allí, a finales de primavera, de forma ininterrumpida desde aquel año, y se ha extendido por todo el mundo con sub-sedes que mantienen su formato y su espíritu. En España está el Hay de Segovia (que se celebra en los próximos días), y sus ramificaciones han llegado a la India, a  África y Oriente Medio, y de modo muy señalado a Latinoamérica, donde es célebre el de Cartagena de Indias, en diciembre pasado se inauguró el Hay de Arequipa (Perú) y este mismo año nacerá el de Querétaro en México.

   El modelo del Hay que instauraron los Florence y sigue hoy dirigiendo Peter es aparentemente sencillo y en la práctica asombroso. Ateniéndome al original, que visité en su pasada edición de finales de mayo y principios de junio, y que tuvo el regalo, no habitual en esas tierras galesas, de diez días seguidos de tiempo cálido y soleado, el amor al libro que se respira en aquel idílico rincón de Gran Bretaña fructifica durante el festival en un amor a las novelistas y los poetas que debaten o leen sus obras, a los actores y actrices que recitan e interpretan, a los eruditos y humanistas e incluso a las figuras políticas; llenó la carpa cubierta donde hablaba ante seiscientas personas el economista Yanis Varoufakis, hombre de buenas ideas y -dicen- irresistible sex-appeal, pero en la carpa de al lado una conversación sobre el verso teatral de Shakespeare agotó sus casi quinientas butacas, todas de pago. Familias enteras yendo de un acto a otro, de una librería a otra, visitantes que han reservado su alojamiento y sus billetes de entrada a los actos con muchos meses de antelación; casi un prodigio. Es como si el libro hiciera en Hay, no lejos de los rebaños de dulces ovejas, el milagro de convertir la rutina en palabra escrita.

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13 de septiembre de 2016
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Disparos de mujer

Las mujeres son las mejores artistas de PhotoEspaña 2016, que este año logra lo imposible, superar la calidad de las ediciones anteriores. También el número de exposiciones ha aumentado, extendiéndose fuera de Madrid, por distintos centro de la provincia, y llegando a lugares distantes, unos más que otros: Ciudad Real, Bratislava, Helsinki, Zaragoza. No tenemos el don de la ubicuidad, pero sí el de la curiosidad, y en lo que a mí respecta llevo más de un mes de ‘photoespaña' en ‘photoespaña', y todavía me quedan muchas por ver antes de que se clausuren, por lo general en septiembre. Hago una breve reseña de las que más impacto me han causado, que están además las cinco en un radio urbano de menos de un kilómetro a la redonda; mi recomendación para una tarde de felicidad es verlas todas seguidas.

   En el Círculo de Bellas Artes el descubrimiento del año, la extraordinaria Louise Dahl-Wolfe, que pese a su nombre de filósofa lógico-matemática fue en realidad una fotógrafa al servicio del glamour en el Nueva York y el Hollywood de los años 1930-1960. Empleada por la revista Harper´s Bazaar, Dahl-Wolfe recreó el trillado arte de la moda a base de originalidad plástica y talento narrativo: las prendas de vestir siempre tienen un correlato inesperado (como esos bañadores de dama con dos elefantes por fondo), y el paisaje entra a menudo como ficción en la alta costura. Ambiciosa en todo lo que hizo, fuese encargo o creación, la amplia antológica de esta mujer que se retiró en 1960 y tuvo tiempo antes de morir en 1989 de ser debidamente reconocida, recoge también sus bodegones, desnudos y retratos, algunos (Colette, Orson Welles, la jovencísima Lauren Bacall) memorables.

    En las salas de la Fundación ICO está la más conceptual de todas con el título de ‘Desplazamientos', en la que Andrea Robbins y su marido Max Becher (hijo de los artistas ‘minimal' de los años 70 Hilla y Bernd Becher) seducen con sus imágenes de ciudades y edificios ‘calcados' que han ido retratando por todo el mundo; nada de costumbrismo o anécdota en su fascinante trabajo, dirigido más bien a la documentación de los sueños monstruosos y las huellas colonialistas. Desde Alcalá, subiendo por Gran Vía, la tienda Loewe llena su piso inferior con una pequeña pero preciosa recopilación de los trabajos de Lucia Moholy, que, aquí se comprueba, fue algo más que la esposa de László Moholy-Nagy, el pintor y diseñador de la Bauhaus. Unos metros arriba, en las salas de Telefónica, el tributo a Inge Morath, la primera mujer miembro de la famosa agencia Mágnum, de quien se muestra una elocuente selección de sus fotografías en torno al Danubio, acompañadas del homenaje temático que le rinden ocho fotógrafas actuales becadas a tal efecto.

    Desde allí cruzamos el paseo de Recoletos para nuestro último recorrido, en este caso por el fotoperiodismo de Juana Biarnés, pionera española a la que le cuadra muy bien el adjetivo "epocal". Los disparos de su cámara de reportera de calle nos devuelven la temperatura y el paisaje humano de una época, la España de los años 1960/1970, su gran período en las páginas de los diarios ‘Pueblo' y ‘ABC'. España negra de guateques ñoños, toros y matadores, ‘grises' ojo avizor para que las fans no se coman a besos a los rockeros del momento, y otra España también de ídolos musicales y fiestas para los pocos, que muchos se contentaban viendo en el papel de un periódico.

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29 de agosto de 2016
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Besos históricos

El primer día de octubre de 1930, en una carta al pintor Gregorio Prieto, por entonces un amigo muy próximo a él, Vicente Aleixandre escribió lo siguiente: "Estoy seguro en [sic] que llegará una década de libertad, de máxima libertad. Nuestra generación no lo verá ya. Lo que hoy no está más que apenas tolerado, y mal, tan mal, será el día de mañana cosa corriente, formas distintas. El amor lo justificará como debe ser, como tiene que ser, porque como se habrá impuesto habrá hecho que la comprensión penetre hasta en las capas hoy más absolutamente impermeables. Será una obra de reparación que la humanidad se dará a sí misma y que hoy sólo se ve en las zonas más cultas". La reparación amorosa a la que el poeta se refería ha ido llegando, en efecto, aunque las décadas se hicieron esperar, entre la guerra y la inicua paz de Franco, que algunos hoy querrían perpetuar. Lo curioso es que, mientras se reconstruía en su plenitud humana la de otros escritores de su generación, la más íntima verdad de la vida de Aleixandre quedó en la nebulosa de los sobrentendidos y los breves apuntes ocasionales de alguno de sus amigos, hasta que, por fin, se cuenta con ‘La memoria de un hombre está en sus besos', una biografía escrita por Emilio Calderón, premiada y publicada por la editorial de Barcelona Stella Maris. Es un libro concienzudo en su investigación, equilibrado entre lo biográfico y lo literario (aunque, como en casi todas las biografías, la infancia y el árbol familiar del estudiado produzcan cierta fatiga genealógica), al que se le puede reprochar una hinchazón lírica en momentos puntuales, arrastrado quizá su autor por el ímpetu del verso aleixandrino.

Calderón proporciona datos interesantes sobre la figura paterna, Don Cirilo Aleixandre, ingeniero militar y hombre dado a escribir, con diversos textos publicados de álgebra y de geografía, así como un descubierto opúsculo de divertido título, ‘Manual de las obligaciones del soldado, cabo y sargento'. La involuntaria comicidad de las nomenclaturas corporativas también la hallamos en Aleixandre hijo, quien, tras concluir estudios de Derecho e Intendencia Mercantil, desempeñó breve trabajos, siendo el último en la Compañía de Caminos de Hierro del Norte de España. La mala salud prematura y la vocación

literaria centraron a partir de 1925 la actividad de Vicente, que publicó su primer libro de poemas en 1928, un año después del histórico homenaje a Góngora celebrado en Sevilla, punto de partida y cuño de la Generación del 27. Aleixandre, nombre fundamental de la misma, no pudo asistir por sus dolencias renales.

La enfermedad, sin embargo, no es lo que define la personalidad del premio Nobel de 1977, por mucho que sus altibajos la jalonaran (dándole alguna vez excusa para quitarse pelmas de encima). Una de las virtudes del libro de Calderón, que no trató al poeta, es trasmitir la vitalidad jovial, el humor, la curiosidad y, por primera vez con minuciosidad equilibrada, la vida sentimental del autor, a la que se había hecho alusión (en los meritorios pero circunspectos recuentos de Leopoldo de Luis, José Luis Cano y Antonio Colinas) consignando sólo su parte heterosexual y silenciando la indiscutible centralidad homosexual del autor de ‘Espadas como labios'. La biografía de Emilio Calderón aspira asimismo a analizar la obra y el contexto, y destacan a ese respecto los incisos sobre Aleixandre como gran prosista y ferviente lector de novela (con su declarada filiación galdosiana), la recensión bien hecha (en el capítulo 11) del surrealismo aleixandrino, y el foco sobre su maravillosamente atrevido poema de 1930 ‘El vals', tan celebrado por Luis Cernuda, para quien la enorme impresión que su lectura causó a García Lorca pudo hacer que Federico escribiese a continuación, en ‘Poeta en Nueva York', su ‘Vals en las ramas' y su ‘Pequeño vals vienés', musicado éste de forma memorable, mucho tiempo después, por Leonard Cohen. También se presta atención a los acontecimientos de nuestro país en los esperanzados, turbios y trágicos años que van desde 1930 a 1949, cuando Aleixandre es nombrado académico de la Lengua y se rompe con esa valiente elección su ostracismo. Y mezclada con la historia en mayúscula, la pequeña historia de la vida íntima; desde sus amoríos pintorescos pero substanciales (recordados siempre con afecto por el escritor) con una cupletista de nombre artístico Carmen de Granada, mujer vivaz y promiscua que le trasmitió una grave infección venérea, arrastrada toda su vida, hasta la prolongada "amitié amoureuse" con la profesora alemana Eva Seifert y la breve fijación con una enigmática "niña rubia", de cuya existencia real hay motivos (de orden estratégico o prudencial) para dudar.

En ‘La memoria de un hombre está en sus besos' (cita de un verso del poeta) se consignan junto a otros enamoramientos masculinos de diversa consistencia las dos grandes pasiones hacia hombres más jóvenes que él, trascendentales en la "historia del corazón" de Aleixandre. La primera fue su relación con Andrés Acero, persona atractiva y desdichada, víctima como tantas de la guerra civil y el destierro, y sobre el cuál Emilio Calderón ha llevado a cabo una encomiable labor de identificación y datación, aquilatando y corrigiendo detalles de su final suicida en México, que el propio Aleixandre, separados los dos amantes desde el verano de 1937, no pudo saber con precisión cuando, en alguna rememoración emocionada, lo refería. Un episodio dramático fue el encuentro de un Acero devastado y empobrecido con el entonces joven profesor Carlos Bousoño, a quien el primero oyó dar en Ciudad de México, a principios de 1948, una conferencia sobre la poesía aleixandrina; al acabar, Acero, ignorando tal vez el vínculo más que literario que el conferenciante tenía con el poeta, le mostró a Bousoño el único bien que había conservado en su duro exilio de militar republicano, un ejemplar encuadernado ex profeso en 1935 de ‘La destrucción o el amor', en el que su autor, sabedor de que Andrés vivía con los padres, se limitaba a firmar, poniéndole al final, en la escritura estenográfica que había estudiado, una cifrada declaración amorosa.

Carlos Bousoño fue largo tiempo el último y seguramente definitivo amor de Vicente Aleixandre, y el libro de Calderón lo pone de manifiesto (no sin alguna cortapisa) y corrobora con una brevísima muestra documental que deja un sabor agridulce; los fragmentos de un par de misivas, fechadas precisamente en 1948, presentan a un extraordinario escritor de cincuenta años desbocadamente enamorado del joven Carlos, y expresándose con el descaro rayano en la cursilería que las cartas de amor, según decía Pessoa, han de tener. Substancian en cualquier caso lo que antes corría como chisme, y confirman que, en número por lo visto superior a las sesenta, esta correspondencia existe, sin sufrir el destino de otras mutilaciones pías. Lo que quiere decir doscientas páginas inéditas de Aleixandre en plena madurez. ¿Habrá que esperar más décadas para que la reparación completa se realice?

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1 de agosto de 2016
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Vidas en el museo

Mucho más que a su propia obra maestra ‘El arca rusa', ‘Francofonia', la nueva película de Alexander Sokurov, remite a ‘Toute la mémoire du monde' (1956), haciéndole guiños y yo diría que más de un homenaje. En ese breve film de veinte minutos, una de las piezas esenciales de la importante y larga fase inicial de Alain Resnais como documentalista, la Biblioteca Nacional de París era el cuerpo viviente y el objeto de una ficción romántica en la que el almacenamiento y el cuidado de los volúmenes, el infinito de sus anaqueles, las figuras anónimas de usuarios y empleados del organismo (ese vigilante escondido que observa con cautela a los lectores) adquirían, por medio de los sinuosos ‘travellings', las tomas cenitales de sus espacios internos, la música expansiva de Maurice Jarre y la cadencia retórica del narrador, un aura sublime. "La Biblioteca Nacional es un museo", se dice en un pasaje del texto narrado (escrito por Remo Forlani), y Resnais acercaba la cámara golosamente a los lapidarios y el medallero que hacen compañía a los libros, abriendo y cerrando sin embargo su documental con unos artilugios extraños, "una maquinaria semejante a la del Capitán Nemo", que, mostrada misteriosamente en los planos de arranque, resultan ser los aparatos de medición de la humedad del aire que el papel impreso requiere para no abarquillarse.

 

   También ‘Francofonía' arranca como un film de aventura fantástica y acuática, en el que el Autor, en su anticuado despacho, se conecta a través de las ondas con un amigo, capitán de un barco azotado por una furiosa tormenta marina que amenaza y finalmente se traga la carga del navío: la colección de arte de un museo. Insertado a lo largo de la película más bien como resorte dramático que como alegoría, el destino de dicho cargamento deja pronto de interesar, ya que Sokurov, que ha inventado ese innecesario contrapunto, se distrae de él para centrarse con gran potencia de imaginación en lo que verdaderamente le encargaron los franceses del Ministerio de Cultura y la cadena Arte: un historial o florilegio del Museo del Louvre, que él transforma en una perorata sobre el espíritu del lugar que lo alberga, París, y una apología trascendental de la propia noción de museo. La riqueza y variedad de sus procedimientos le dan a 'Francofonia' un carácter heroico más que lírico, sin el "tour de force" del único plano-secuencia de ‘El arca rusa' en el Hermitage pero con algún brote similar de ‘grandguiñol' en los perfiles de la Marianne revolucionaria y el Napoleón ufano de sus colecciones; tienen a veces chispa guasona, pero no son desde luego equivalentes al protagonista y narrador de aquel film, el fascinante Marqués de Coustine.

    En ‘Francofonia' interesan tanto los excursos pictóricos, a veces en forma de caricia de la tela y éxtasis ante el cuadro, como las ocurrencias, por ejemplo en el bellísimo plano del bombardero alemán volando sobre la Cour du Louvre, una de las numerosas secuencias de truca digital de excelente acabado. Pero además, o encima, Sokurov quiere contar la historia de un duelo que empezó por la confrontación y terminó en un fuerte vínculo amistoso. Se trata de la relación de Jacques Jaujard, director del museo en tiempos de la ocupación, y el conde Wolf-Metternich, oficial de las fuerzas nazis al mando de la requisa y resguardo de las obras de arte francesas. La tirantez del principio, que va dejando paso a la confianza mutua entre ambos, está contada en los momentos más trascendentales como si se tratara de un material filmado en los años de la segunda guerra mundial, con falsos arañazos en los extremos del celuloide y algún que otro salto en la imagen. La estrategia forma parte del correlato de Sokurov, que incluye asimismo canciones de época, fragmentos de películas clásicas francesas y una especie de fantasía aeroespacial sobre el cielo de París y sus más altos edificios, por los que la cámara planea sin ánimo de bombardeo; solo con la impertinencia amorosa del curioso.

   Sokurov ha declarado que ‘Francofonia', hecha trece años después de ‘El arca rusa', forma parte de un sueño suyo: un ciclo de loas fílmicas en las que tuviesen cabida el museo Británico y el Prado. Apetecería verle en esas nuevas empresas, y saber más de sus obsesiones museísticas, tan distintas a las de Frederick Wiseman en su árida e interminable reconstrucción de los quehaceres de la ‘National Gallery' londinense. El cineasta (y artista plástico) ruso cree en las musas, aunque no desdeñe las máquinas. No le interesa reflejar el funcionamiento de esas gigantescas arcas llenas de cuadros, sino comprobar el latido que tantos de ellos mantienen en la frialdad de las salas o en el calor de las masas que se apiñan ante los muros donde están colgados. En esas exaltaciones del más glorioso arte antiguo y sus más excelentes contenedores, Sokurov sigue siendo un atrevido anti-moderno para quien el alma de la pintura y las galerías y bóvedas que la preservan son no sólo espacios memoriosos del pasado sino formas fundamentales de nuestro futuro: depósitos de lo mejor que podrán hablar incluso en el peor de los tiempos.

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27 de julio de 2016
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Hombres de Caravaggio

Muchos hombres fueron detrás de Caravaggio a lo largo del siglo XVII, aunque también le siguió una mujer, una gran pintora, Artemisia Gentileschi, hija de otro excelente artista, Orazio, que tuvo el privilegio de tratar de cerca en Roma al maestro, trasmitiéndole a Artemisia las enseñanzas del dramático frenesí y el naturalismo descarnado que son la marca del nacido como Michelangelo Merisi, y llamado, por el pueblo de origen de sus padres, Caravaggio. Ni Orazio ni Artemisia figuran, naturalmente, en la deslumbrante, imprescindible exposición del museo Thyssen-Bornemisza de Madrid (abierta hasta el 18 de septiembre), porque su comisario ha tenido la buena idea de agrupar, al lado de una magnífica docena de telas de Caravaggio, a aquellos que se conoce en la historia del arte como "caravaggistas del Norte", procedentes en su mayoría de Holanda (y muy concretamente de Utrecht), de Bélgica, Alemania y Francia. Queda pues sin explorar en esta ocasión la rama sur, en la que, junto a los Gentileschi y otros notables pintores italianos encontraríamos a Georges de La Tour, recientemente homenajeado en el Prado, y al valenciano Ribera, sin duda el más genial de todos.

 

     En las paredes del Thyssen, que cuenta en su colección permanente con al menos cuatro de los mejores cuadros ahora reunidos, asistimos al nacimiento de un ‘ismo' del siglo XVII, después muy extendido y perdurable, ya como manera tardía, hasta finales del XVIII (por ejemplo en la obra del extraordinario pintor inglés Joseph Wright de Derby). La parte esencial de estos pintores del Norte aquí seleccionados se concentra en torno a los nombres de los artistas de Utrecht, Hendrick ter Brugghen, Dirck van Baburen y sobre todo Gerard von Honthorst, a quien en Italia, donde residió, le llamaban "Gerardo delle Notti", por su preferencia en las sombrías iluminaciones nocturnas. Suya es la obra quizá más fascinante de estos discípulos de Caravaggio, la llamada ‘Alegre compañía con tañedor de laúd', que llega a Madrid desde la galería de los Uffizi de Florencia. Se trata de un cuadro tan festivo como inquietante, pues presenta a un grupo de hombres y mujeres jóvenes bebiendo, sonriendo y celebrando una fiesta, mientras que en el extremo superior derecho del lienzo vemos una ceremonia difícil de descifrar, pues hay un hombre que se deja meter un alimento en su boca ante la risa de una anciana pícara; las interpretaciones que se le dan a esta pieza magistral de Gerardo delle Notti varían, aunque la más sensata apunta a la representación de un acto de gula en un contexto de placeres.

    Destaca también por su calidad pictórica otro cuadro del contingente holandés, ‘Esaú vendiendo su primogenitura', obra de Ter Brugghen con una originalísima colocación de miradas y luces indirectas. Sin olvidar, en este conglomerado de europeos unidos por la impronta de Caravaggio, a dos magníficos franceses, Nicolás Regnier, autor de un doble autorretrato muy llamativo, y Valentin de Boulogne y su ‘David con la cabeza de Goliat', en el que este pintor nacido en Coulommiers y establecido hasta su muerte en Roma da a un tema muy del maestro un sesgo psicológico propio en la figura de David, que parece un héroe romántico o, si lo miramos con ojos de hoy, un rebelde indignado a pecho descubierto.

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21 de julio de 2016
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El cine español y sus descontentos

Difícil es saber si algún día el menoscabo del cine español se acabará, y el final lo veremos nosotros. Yo he llegado a ver, por mera supervivencia, a la novela española -durante un largo tiempo execrada por los lectores patrios más refinados- perder el tufo sulfuroso que la envolvía, hasta alcanzar, en sintonía con las demás culturas europeas, el rango de lo aceptable y aun lo deseable: leída, discutida y valorada según sus méritos y no bajo la especie del anatema. El incongruente sambenito de que el cine español no vale un pimiento prevalece, sobre todo en los círculos ‘cool' (antes se dijo ‘chic'), que, sin embargo, no rechazan hoy la dramaturgia ni la narrativa del país. Dicha leyenda negra tiene un sustento histórico. El humor grueso, la mala costumbre del casticismo, el chafarrinón de la brocha, son lacras de la formación del espíritu nacional-estético especialmente visibles en la pantalla, pero esa descalificación global resulta igual de burda que acusar al cine francés por el gracejo facilón de unos payasos de tan mala pata como Fernandel o Bourvil, quienes, muertos hace más de cuarenta años, siguen inspirando una cierta tendencia de la comedia francesa populachera, precisamente la que menos llega a nuestras salas.
Llevé a un amigo joven a ver ‘Kiki, el amor se hace', sin ánimo de hacerle la catequesis. Paco León, cómico muy versátil y miembro de una familia de notable vis histriónica en la que destaca su hermana María, magnífica actriz, dirigió dos películas muy caseras, ‘Carmina o revienta' y ‘Carmina y amén', que la crítica (ah, la crítica española de cine en la prensa, otro gremio que genera un gran número de descontentos, mucho más difíciles de refutar) tildó de novedosas y rupturistas, adjetivos que también se le han aplicado a la última, para mi gusto (mi amigo se salió a la mitad) un producto salaz y descarado, y como tal simpático, estupendamente bien interpretado por un nutrido plantel de actores, filmado a ratos con picardía, pero de una aplastante chabacanería general. Una comedia sexual en la línea más soez de nuestra historia cinematográfica, la del destape.
También se ha puesto de moda el ‘thriller' provincial de resonancias sociales, hecho por directores de gran solvencia como Alberto Rodríguez (‘La isla mínima', situada en las marismas andaluzas) y, más recientemente, Daniel Calparsoro ('Cien años de perdón', sobre un trasfondo valenciano) y Kike Maíllo (‘Toro', reflejo en negro de la Costa del Sol). Personalmente, he lamentado que Maíllo, autor de una extraordinaria fábula de ciencia ficción robótica, ‘Eva', llena de ocurrencia e inteligencia, que los públicos de su día, 2011, no apreciaron, regrese ahora con una obra de igual brillantez formal y menos sustancia, del mismo modo que, puestos a comparar, lamento asimismo que el gran éxito de taquilla y el gran reconocimiento que los críticos le han dado al último Calparsoro no lo obtuviera la potente y muy superior ‘Invasor' (2012), castigada, me atrevo a decir, por su osadía política en un asunto espinoso como la guerra de Irak y los presuntos crímenes allí cometidos por el ejército español.
He seguido sin falta desde el principio la carrera de directora de Icíar Bollaín, una de las figuras más sugestivas del cine español, que también es, en las pocas ocasiones en que se prodiga, una excelente actriz. Naturalmente, tampoco a ella le han faltado los detractores, sobre todo en dos películas imperfectas pero en mi opinión fascinantes, ‘Mataharis' y ‘También la lluvia'. Decepcionado por ella en ‘Katmandú, un espejo en el cielo', que tenía todo el aire de un encargo de circunstancias, me sumo ahora a los descontentos de ‘El olivo', tan prometedora en apariencia. Bollaín fue desde sus comienzos guionista de sus films; dejó de serlo en ‘También la lluvia', escrita por Paul Laverty, que vuelve a firmar en solitario el guión de ‘El olivo', una idea suya aceptada por la cineasta, quien en una entrevista a ‘Caimán. Cuadernos de cine' (número cien, mayo, 2016) declara: "Las de Paul son historias que yo nunca escribiría, eso me encanta". El encantamiento de Icíar por las historias de su pareja Paul es disculpable; el amor tiene estas cosas. Mi escepticismo viene de la tremenda ingenuidad aleccionadora que ya afloraba en el libreto de ‘También la lluvia' y en ‘El olivo' se adueña de la trama, de los personajes, más bien esquemáticos, de los diálogos, a veces ñoños. Es por lo demás incomprensible que en una historia que se pretende tan auténtica la lengua sea maltratada, prescindiendo no sólo del catalán valenciano que los campesinos de la zona del Bajo Maestrazgo hablarían en la realidad sino de toda homogeneidad; el abuelo, cuando aún habla, habla con marcado acento local, que desaparece en los demás personajes centrales. Tampoco la mezcla de intérpretes naturales y actores profesionales está lograda.
Con todo, la sostenible fábula de pensamiento blando tiene detrás de la cámara a una artista. Sacar belleza y chispa a una peripecia tan débil como el robo y transporte por media Europa de una Estatua de la Libertad de jardín requiere talento, un talento que brilla de forma emocionante en la escena de la erradicación del olivo, con una máquina excavadora de afilados dientes que se convierte en la poderosa metáfora de una película de desvaída poética.

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15 de julio de 2016
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La lista de Caimán

Salvo la de la compra, inapelable, todas las listas corren el riesgo de ser injustas o equivocadas. Pero ¿qué haríamos nosotros, pobre mortales, sin esa lotería de Babel para distraernos y vivir la ilusión de que nuestros designios son trascendentales? Al celebrar sus primeros cien números, publicados en los nueve años trascurridos desde que, a principios de mayo de 2007, apareció la revista entonces llamada Cahiers du cinéma España y hoy conocida como Caimán Cuadernos de cine, el equipo que la dirige con empeño y solvencia ha tenido -entre otras actividades programadas- la iniciativa, nunca antes hecha en nuestro país a tan gran escala, de pedir a 350 personas vinculadas de una u otra forma al cine, su lista de las diez mejores películas de la historia del séptimo arte español. El cuadro de honor resultante, en algunos casos con explicaciones o justificaciones de los votantes, depara sorpresas.

   ‘Viridiana' de Buñuel resulta ser la mejor de todas, a trescientos puntos de diferencia de la segunda, ‘El espíritu de la colmena', seguidas ambas por dos títulos de Berlanga, ‘El verdugo' y ‘Plácido'; la quinta, sin embargo, constituye un acontecimiento ‘epocal', como dicen los mejor hablados. En 1979, cuando se vio de tapadillo en el desaparecido cine Azul de Madrid, ‘Arrebato', de Iván Zulueta, fue defendida a ultranza en la prensa por tres o cuatro personas, entre las que me cabe el orgullo de haberme contado, mientras la plana mayor de la crítica la ignoraba, la vituperaba y poco menos que pedía su prohibición. Zulueta murió a finales de 2009 apartado de la creación cinematográfica, como lo están, a su pesar, Jaime Chávarri (cuya obra maestra ‘El desencanto' logra el puesto número diez), Erice, Mario Camus, Patino o Regueiro, entre otros directores que encabezan el cómputo de los más votados.

   La lista de Caimán da que pensar. Varios de los consultados votan con frivolidad, y nadie se lo podrá reprochar, pues nada hay más veleidoso que ponerle puntos y orden de preferencia a las obras artísticas. Pero no todo es capricho, olvido o diseminación de preferencias, como la que sufre, y no es el único, el para mi gusto mayor cineasta vivo de nuestra historia, Manuel Gutiérrez Aragón, votado por muchas de sus películas sin que ninguna aparezca entre las cien mejores. Inaudito.

   Mas allá de la flagrante injusticia de estas competiciones, el tiempo y las modas dejan mella. Directores nuevos de calidad más que dudosa son entronizados en la lista, en algún caso votados en masa por sus paisanos. El cine también produce, como es lógico, su ‘prêt-à-porter' de temporada. Pero el tiempo sirve asimismo para hacer justicia poética, y esta es una de las virtudes de la lista de Caimán. Zulueta es aquí sacado oficialmente del purgatorio de una España negra y cateta que no podía tragar el perfil escabroso de sus historias, y a la vez encontramos a otros olvidados en razón de su pertenencia al bando triunfador de la guerra civil. El más grande de todos ellos fue en mi opinión Edgar Neville, aristócrata y franquista libertino, cuya filmografía es encumbrada en la votación, con dos magistrales obras entre las primeras cuarenta y varias más incluidas en la pedrea de las menciones.    

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14 de junio de 2016
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El Boomeran(g)
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