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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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El cine y sus dobles

Frente al imperio arrollador de las series, una lanza por el reino de los cines. Del cine. Y de ningún modo se trata de abrir una guerra entre hermanos, ni ir contra la historia, que parece indicarnos sin remedio el auge de lo reducido, lo doméstico, lo unipersonal. Hay muy buenas series televisivas y -digámoslo así para entendernos- telefónicas, y aunque yo mismo, que soy del cine más que de la ‘tele', haya visto recientemente dos, la tercera temporada de ‘Twin Peaks' y ‘La peste', ambas de gran calidad en su distinta propuesta formal, aquí se viene a hablar de una opción menos grandiosa y tal vez falsa pero tan señalada como la del príncipe Hamlet en su célebre monólogo. ¿Por qué el ser de la serie ha de significar el no ser del cine?

Hay, naturalmente, razones económicas y familiares que llevan a muchos aficionados al cinematógrafo a conformarse con su degustación diferida, comprimida, gratuita o abonada y repartida en capítulos (si bien hay forofos que se tragan, me han contado, ‘packs' enteros de su serie favorita de una sola sentada). El cine en España no es caro, sobre todo si lo comparamos con el alcohol de los bares, y esperemos que aún se abarate más si algún día el gobierno vence la parálisis permanente del presidente Rajoy y la astringencia del ministro Montoro rebajando el IVA de las entradas al prometido 10%. La cerveza y el whisky suben el ánimo pero no dejan memoria, que es lo que deja, como los libros, el teatro o el viaje, un film que nos seduce. El cine visto en los cines tiene además una cualidad innegable, la de fundir el valor intrínseco de la película admirada con el momento especial de estar en una sala rodeados de desconocidos, después de haber salido de casa en la aventura del trayecto, viaje al fin y al cabo aunque sea en ‘metro'. André Breton, muy cinéfilo en la fase fundadora del surrealismo, decía que "hay una manera de ir al cine como otros van a la iglesia [...] porque, independientemente de lo que se proyecte, allí se celebra el único misterio absolutamente moderno". Comparemos el cine con la música: nos gusta mucho oír un disco en casa o, los gimnastas, a través de unos cascos mientras andan o corren, pero ninguna persona sensata rechazaría, de poder hacerlo, la asistencia a un concierto en vivo de su grupo rock preferido o una función de opera con grandes voces sobre las tablas y vistoso montaje escénico. ¿Por qué perderse el directo que en sesión continua y cómodos horarios dan las salas de proyección?

Estas son consideraciones a mi modo de ver irrebatibles y no particularmente novedosas. Pero lo que querría destacar es un nuevo fenómeno con el que el cine, quiero decir aquí los cines, han sacado pecho y, lejos de amilanarse ante el empuje de los formatos rivales, presentan batalla. Una iniciativa admirable que está creciendo en las grandes ciudades españolas, y aspira, sin perder de ojo la venta de entradas, a fomentar las múltiples posibilidades que un público curioso puede encontrar desde buena mañana (se han recobrado las sesiones matinales, que cuando yo estudiaba eran el broche ideal a unos sanos novillos en la facultad) hasta la medianoche. Hablo como residente en Madrid, la ciudad europea, junto con Barcelona, que tiene, un hecho demostrable, la mejor cartelera de cine del mundo -después naturalmente de París, siempre imbatida en su primacía-, muy por encima en cantidad y calidad de lo que puede verse en capitales del rango de Londres, Berlín o Nueva York. Madrid ofrece en este momento más de 40 pantallas dedicadas comercial y diariamente al cine nacional e internacional selecto y sin doblar, lo que no excluye ‘blockbusters' de Hollywood al lado de documentales ambiciosos y rompedores y, últimamente, la vuelta a otra práctica añorada del pasado, el pase de cortometrajes. Estas multisalas de aforo variable y enclaves en su mayoría muy céntricos (lo que revitaliza el castigadísimo tejido urbano), no sólo estrenan películas griegas, argentinas, rusas, turcas, coreanas, incluso catalanas, siempre en sus lenguas originales, dando ‘segundas oportunidades' a títulos preteridos (lo hacen los Renoir) y miniciclos de la obra completa de autores de la casa (los Golem); ahora también atraen al aficionado al arte, al melómano, al ‘balletómano', a los nostálgicos del cine clásico (en la programación de ‘Imprescindibles' de la cadena Verdi), a las familias con niños que un sábado al mediodía no encontrarán mejor entretenimiento que ver un largometraje infantil. Es imposible, a riesgo de caer en el propagandismo de algo que sin duda merece la pena ser propagado, no citar los principales nombres de esas valerosas cadenas nacionales, Golem (Madrid, Bilbao, Pamplona), Verdi (Barcelona y Madrid), la pionera Renoir, Yelmo (con el renovado y reabierto Ideal en Madrid, un bonito buque-insignia), o los cines Groucho en Santander, los Babel en Valencia, los Avenida en Sevilla, entre otros. Y su ejemplo cunde, con la proliferación de programaciones mixtas, películas dobladas o subtituladas según los horarios; así sucede en un histórico de la Gran Vía, el Palacio de la Prensa, que acoge representaciones de ópera en gran pantalla, al igual que, con regularidad y alto nivel de calidad, lo hacen los Verdi en sus martes culturales, que alternan semanalmente documentales sobre exposiciones de arte en Londres, Ámsterdam o París, con eventos de danza y teatro lírico.

Y es tan agradable encontrar en los cines a que me refiero la esencia promiscua con la que nació este séptimo arte. Espectadores que acuden, sin prescindir de la masticación de las palomitas, a ver películas de éxito para oír las voces inimitables de las estrellas que adoran, y a pocos metros, menos ingenuos tal vez pero llevados por la misma pasión cinéfila, quienes buscan descubrir nuevos nombres y geografías fílmicas, leyendo antes de entrar las hojas de información sobre cada película estrenada, regalo generoso que en ningún otro país se practica y yo confieso coleccionar. Una misma voluntad de congregación ante la ficción más moderna que, con sólo algo más de cien años de existencia, ha dado retoños respondones, cuñados expansivos, imitaciones de gran relieve, ninguna, para mí al menos, tan gratificante como el hecho de ver en la pequeña inmensidad de un cine una película chilena, una ópera barroca o la Venecia de Canaletto en la riqueza de su colorido.

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14 de marzo de 2018
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Shakespeare, Missouri

Aunque hubo precedentes griegos y el fecundo modelo senequista, la primera ‘revenge play' propiamente dicha fue ‘La tragedia española' de Thomas Kyd (circa 1587), y de ella saldrían, con tintes no menos sangrientos y mayor genio poético, las tragedias de venganza de Marlowe y Shakespeare. Escribiendo diez años después del presumible estreno de la obra de Kyd, Francis Bacon, el filósofo isabelino, no el pintor, dijo que la venganza es un modo de justicia salvaje, que "cuanto más crece en la naturaleza humana, más debería la ley arrancar". El dramaturgo anglo-irlandés Martin McDonagh empezó su carrera en el cine con una tragedia bufa un tanto shakesperiana titulada ‘Six shooter' (‘Seis disparos'), corto extenso situado básicamente en un tren en el que Brendan Gleeson viaja después de la muerte de su esposa, asiste a otras dos muy truculentas en el vagón y pretende la suya y la de su conejito de indias, sin lograr, a falta de bala, más que la del roedor. Ese cortometraje, que obtuvo el Oscar del año 2006 en su categoría, contenía ya, además del ‘gore' extremo y un esmerado tratamiento tanto de la dicción enfática como de la palabrota, el mayor foco puesto en los actores, algo quizá propio de quien al iniciarse en la dirección cinematográfica contaba en su haber muchas piezas teatrales de éxito, de las que al menos tres han sido traducidas y representadas en España. El naturalismo agridulce de su teatro apenas aflora en sus películas, que, de tener un entronque escénico propio, sería con ‘The Pillow Man' (2003) y ‘Hangmen' (2015), parábolas alegóricas más que estampas costumbristas.

Su primer largo, ‘In Bruges' (aquí ‘Escondidos en Brujas', 2008) resultó deslumbrante y lleno de invención, como si al alejarse del paisaje y la tipología irlandesa McDonagh enriqueciese su personalidad, se extranjerizase y fuera, en suma, más Beckett que O´Casey, más Mamet que Synge. Había algo muy ‘mametiano' en la figura filosófica de los tres matones, sin perder nunca la impronta ‘shakesperiana', sobre todo en el excelente final de exterminio ‘gore' en la plaza central de la ciudad belga. No eran malos influjos, como puede verse, si bien McDonagh se enredaba en la sub-trama del enano y el rodaje dentro de la película, una exigencia de guión sugestiva pero demasiado hinchada. En su segunda película, ‘Siete psicópatas' (2012), rodada en Estados Unidos con un reparto aún más estelar que en la anterior, el pastiche fílmico auto-referencial se hacía indigesto, desembocando en un fracaso completo. Cinco años después, con ‘Tres anuncios en las afueras' (‘Three Billboards Outside Ebbing, Missouri'), McDonagh parece haber encontrado la clave del éxito en un film que, de manera a mi modo de ver incongruente, se ha asociado al cine de los Coen en función sobre todo de la presencia protagonista de Frances McDormand, esposa de Joel y actriz relevante de al menos cinco títulos de los hermanos; menos humorística y menos elíptica que las de ellos, a mí me parece de nuevo tangente, aun en su atmósfera rústica, a la esfera de Mamet.

‘Tres anuncios en las afueras' ha perdido, para acercarse al ‘mainstream' de calidad, la parte oscura que daba su brillo a ‘Escondidos en Brujas', película misteriosamente divertida y seductoramente insensata, como si la prosa del ‘thriller' y el drama sanguinolento al modo ‘Tito Andrónico' se amalgamaran en una accesible poesía hermética. Sabiendo que el director es un hombre de letras, pensé, antes de entrar al cine, que la localización en un ficticio pueblo de Missouri podría esconder un homenaje críptico a T.S. Eliot, que nació en Saint Louis, la gran ciudad portuaria de ese estado del Medio Oeste. Nada ‘eliotiano' hay sin embargo en el film, que, contando una historia de meandros insospechados, de aparecidos, de sorpresas, tiene un arranque no diré que lento pero sí algo lerdo: la mística rural ya ha dado, en el cine de Hollywood, todo lo que tenía que dar, y para trascenderla hay que poseer un genio superior al de McDonagh. Este, sin embargo, y es justo decirlo, no incurre en la mirada turística del extranjero, al hacer, tanto en ‘Siete psicópatas' como en la nueva, fábulas enraizadas en el territorio norteamericano.

Una vez superada esa traba inicial de las presentaciones pueblerinas y los estrambóticos genios del lugar, la película alza el vuelo, descansando de manera firme en sus tres actores centrales, McDormand, que tiene el papel antipático de la vengadora inclemente, Woody Harrelson y Sam Rockwell, los policías más bien corruptos pero con corazón. Ellos tres, y el inteligente diseño de los giros argumentales, dan grosor a la historia, enriqueciendo el molde de la venganza salvaje -a ratos fatigoso- de la mujer que denuncia en sus carteles la inoperancia policial. Así, mientras Mildred, la madre coraje, va humanizándose sin perder su furia, Willoughby (Harrelson) y Dixon (Rockwell) adquieren la densidad de los perversos de Shakespeare: seres incompletos, implacables, violentos, pero no por ello privados de incertidumbre, de temor y necesidades. Y de elocuencia.

La despedida del sheriff Willoughby en la jornada campestre, su intimidad hogareña, las cartas de adiós y el disparo en el cobertizo de los animales no sólo sirven para colorear la trama sino que marcan los siguientes estadios de la peripecia: el visitante sospechoso que amenaza a Mildred en la tienda, el exmarido y su boba novia adolescente que algo sabe de los clásicos, el incendio intencionado de los anuncios, la relación de la madre televisiva con su hijo el castigado policía Dixon, personaje que paulatinamente se adueña del film para terminarlo en esa hermosa indeterminación del viaje a la venganza que nunca sabremos si llega al derramamiento de sangre o se queda en la conciencia.

 

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5 de marzo de 2018
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Colores de Forges

A excepción de la de Lola Flores, no recuerdo una muerte tan unánimemente llorada entre nosotros como la de Antonio Fraguas, alias Forges. Vaya mi respeto para la tonadillera y artista de tronío, cultivadora de géneros que no son los míos, pero el planto por Forges le llena a uno de alegría, aunque sea una alegría paradójica: llora por él la España que compartía su "risa amarilla", el "rire jaune" -según la antigua y bella expresión francesa- que esconde una rabia biliar y un disgusto indignado ante la realidad, y también es llorado por el país imaginario -desgraciadamente tan verdadero- que él retrató, el de la cruda y autosatisfecha España negra, ignorando quizá, o queriendo olvidar, que el genial humorista les tenía a ellos de blanco.

A todos nos apuntaba Forges, y de ahí su honestidad en la burla.

Nadie plasmó mejor que él el hartazgo por el flamenquismo desbordante de nuestra cultura popular, en aquella viñeta inolvidable del condenado a muerte al que llevan a un tablado-patíbulo, donde le espera un cuadro flamenco al completo, con faralaes, peineta y sombrero cordobés, para ajusticiarle. Y nadie tan ácido con la figura del "progre" revenido, en ese otro chiste gráfico del joven treintañero con melena desgreñada, "gafapasta" y símbolo pacifista que le anuncia a su atónito padre, ya entrado en años, que quiere hacer, tardíamente, la primera comunión.

Guardo mi galería recortada de "forges", con un original que Antonio Fraguas tuvo la generosidad de regalarme por un modesto artículo admirativo que escribí sobre él. Repaso ahora uno de los más recientes que recorté, publicado en El País a finales del año 2016, cuando en España no había gobierno y el señor Rajoy hacía sus cambalaches ministeriales como quien juega a los cromos o al dominó. En ese dibujo un mayordomo de la Moncloa, con impecable aspecto inglés, recibe en la puerta del palacio a un repartidor de figuritas humanoides que lleva plegadas bajo el brazo: "Soy de Mercaministro y vengo a traerles el pedido", dice el repartidor. "Ya era hora, tronk", le contesta el criado circunspecto.

La risa amarilla de Forges serviría hoy, en las interminables circunstancias catalanas, que ya él reflejó con gracia infinita en los últimos meses, para acompañarnos más, acompañarnos en nuestro estupor con una lucidez que ha durado más de cuarenta años y no se extinguirá con su desaparición.

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27 de febrero de 2018
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La carrera del mal

Todas las épocas, igual que las personas, sufren su decadencia, pero no todas tienen propagadores, cronistas. Y generalmente el término se aplica a los grandes imperios, cuya magnitud hace su declive más aparatoso y resonante que el de los pequeños territorios. El lector decadente, el volumen publicado por Atalanta con selección y prefacios de Jaime Rosal y Jacobo Siruela, cuenta, en un bello contenedor que incluye fotos y obra pictórica, el auge del Decadentismo, es decir, la historia en verso y prosa de una mentalidad, más que una escuela, que quiso decaer desde el principio, o lo que es lo mismo, que quiso sacar de la deflagración natural del Romanticismo el rescoldo de sus más hinchados pronunciamientos para convertirlo en brillo, en juego, en burla. Lo cuentan sus propios creadores, los más escépticos, los herederos de un espíritu de exaltación del arte por el arte que eliminaba todo resto de heroicidad y edificación en busca de lo negativo y lo insolente. El decadentismo francés, y todavía más el inglés, nacían para consumirse, para exhibirse descaradamente ante las multitudes, que no eran el público que deseaban conquistar.
Este libro de lectura apasionante presenta un amplio panorama de los dos centros motores -Francia y Gran Bretaña- de un movimiento que antes de diluirse en esteticismos diversos extendió su franquicia con firmas asociadas por toda Europa y las dos Américas. Al igual que otros ‘ismos' de la modernidad, el de los decadentes sacó su nombre de una befa, pues según explicó en 1886 el hoy olvidado Anatole Baju, fundador del periódico Le Décadent, él y sus correligionarios adoptaron como enseña el epíteto con el que se les menospreciaba, proclamando en el primer número de la publicación que "la decadencia política nos deja fríos"; lo suyo era el decadentismo literario, dedicándose pues "a las innovaciones venenosas, a las audacias estupefacientes, a las incoherencias, a las treinta y seis atmósferas en el límite más comprometido de su compatibilidad con las convenciones arcaicas etiquetadas bajo el nombre de moral pública". Como ya se ve, un programa mefítico y destructivo que el arte del siglo XX adoptaría en variadas formas sin necesidad de llevar en la solapa claveles verdes ni hacer de la femme fatale el prototipo de la nueva feminidad rampante.
La primera parte de El lector decadente, la más extensa, se ocupa de los franceses, escogidos de manera irreprochable y presentados por Jaime Rosal. Están los ineludibles, Baudelaire, Gautier, Barbey d´Aurevilly, Villiers, Huysmans, Louÿs, Lorrain, al lado de figuras de prestigio menos estrictamente decadentista como Mallarmé o Lautréamont; de este último, un precursor y no un militante, se incluye entero, en la jugosa traducción de Julio Gómez de la Serna, el Canto Primero, donde se enuncian las bases de "la carrera del mal" que inicia Maldoror por las alcantarillas de la pedofilia, la prostitución, el dolor físico causado por placer, desideratums o ensueños que hoy harían del escritor franco-uruguayo un apestado. Pero no todos los malignos son igual de perversos. De hecho, como Jacobo Siruela apunta oportunamente al introducir a Aubrey Beardsley, en la tribu de los decadentes abundaron el arrepentimiento de los excesos primeros, las conversiones con golpes de pecho y las lecturas piadosas en el camino que llevó a más de uno (Huysmans notablemente) al convento. Aún en Francia, Rosales incluye un excelente cuento de Léon Bloy, a quien yo no había leído -precisamente- por prevención anticatólica; Bloy fue un hombre disipado hasta que se le apareció la Virgen, pero sus fervores místicos no empañan el ácido humorismo macabro del cuento, que quizá tendría que haberse traducido como La religión del señor Llanto. En esa parte francesa destacan poderosamente los dos cuentos de un escritor que desconocía, Jean Richepin, amigo de Bloy pero ajeno a sus deliquios católicos; los cuentos pertenecen a su colección de relatos Les Morts bizarres de 1876, cuando Richepin era un "escandalizador de burgueses", aunque esas ansias se le calmaron, parece ser, entrado el siglo XX, al lograr la admisión en la Academia y el cargo de alcalde en un pueblo del norte del país.
La segunda mitad de El lector decadente, a cargo de Jacobo Siruela, es menos diabólica, más dandy, como corresponde al estilo del ‘fin de siècle' londinense y al carácter algo circunspecto de la cultura británica. Dentro de un juicioso cánon de decadentistas de lengua inglesa, Siruela se permite unas libertades muy refrescantes: cierra sorprendentemente su antología de sólo seis autores con el ocultista Aleister Crowley, La Gran Bestia, que cronológicamente está fuera del cómputo, cosa que el seleccionador compensa por la naturaleza iniciática del texto escogido, un himno a los poderes mágicos de la absenta, y la empieza con un proto-decadente indudable, William Beckford, analizándolo con sabio detenimiento en su introducción y reflejándolo por persona interpuesta en la carta memorial del paisajista Venn Lansdown. Entre medias, y con textos extensos que cobran toda su elocuencia, el imprescindible Wilde, Beardsley (como escritor y dibujante), el menos conocido y sugestivo Conde de Stenbock y Max Beerbohm con su deliciosa defensa de la cosmética. En un libro tan cuajado de buenas cosas puede parece mezquino pedir más; a título personal me habría gustado leer alguna muestra de la poesía del círculo decadentista inglés, por ejemplo la de Arthur Symons, que fue además autor, en 1893, del primer ensayo sobre El movimiento decadente en la literatura.
A cambio, hay que señalar una decisión de extraordinaria bravura, la inclusión entera, en la inmejorable traducción de Pere Gimferrer, del manifiesto dramático o poema crepuscular de la Decadencia que es la Salomé de Wilde. Esa obra maestra de la sensualidad pervertida, acompañada en el libro de las geniales ilustraciones de Beardsley, recupera el encanto y la disidencia de una época tan breve como seminal.

 

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21 de febrero de 2018
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Mi lista comentada de mejores films del 2017 a solicitud del blog de Juan Francisco Ferré

Twin Peaks 3. El retorno, de David Lynch. ¿Serie, instalación, película de Fantomas en episodios? Una historia del mundo de las imágenes que va desde la figuración más opulenta al mero signo cifrado.

Ma Loute. De Bruno Dumont. El Dumont gamberro puede ser tan profundo como el Dupont grave.

El autor. De Manuel Martín Cuenca. Siempre estimulante, siempre ocurrente, el director almeriense se muestra inteligentemente irreverente con la "nouvelle" de Cercas.

El otro lado de la esperanza. De Aki Kaurismäki. Cine social sin homilías.

En realidad nunca estuviste aquí. De Lynne Ramsay. Le sobra un poco de solemnidad vanguardista (Phoenix), pero no le falta ni un gramo de talento

La región salvaje. De Amat Escalante. El pulpo en el garaje resulta, más que adictivo, adhesivo. Deseo de ser piel roja.

Belle Dormant. De Udorfo Arriettà. El genio malicioso de la vanguardia española despierta en plena forma.

La cordillera. De Santiago Mitre. Política ficción de alta costura y grandes histriones.

Sieranevada. De Cristo Puiu. La facundia rumana brilla en el ‘huis clos'.

Y para desengrasar, pues el arte puro engorda más que el impuro, un divertimento pre-navideño: Suburbicon. George Clooney escondiendo su narcisismo de ‘beau garçon' en una competente y divertidísima  mímesis de los Coen.
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8 de febrero de 2018
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El manipulador manipulado

Uno de los films de menos de un minuto recogidos en ‘¡Lumière! Comienza la aventura', el ensayo antológico muy bien "compuesto y comentado" por su realizador Thierry Frémaux, fue seguramente la primera comedia de la historia del cine. Se trata de ‘El regador regado' (‘L´Arroseur arrosé', de 1895), en el que un tranquilo jardinero que riega su jardín es burlado por un muchacho que oprime con los pies la manga de riego, cortando el flujo del líquido hasta que, intrigado, el jardinero se pone a mirar esa boca obstruida, momento que el joven pillo aprovecha para dejar de apretar la goma: el agua sale a borbotones y remoja al regante. Hubo en sus albores otros pioneros (Muybridge, Marey, Edison) del invento aún entonces exento de entidad artística, pero los hermanos Lumière -en particular Louis, el menor, en tanto que ideador y camarógrafo- fueron sin duda los primeros ‘auteurs' en el sentido que la palabra adquirió más de sesenta años después, también en Francia, promovida por Cahiers du cinéma y una pléyade de grandes críticos-cineastas que dieron forma y empuje a la Nueva Ola. Frémaux incluye en su deliciosa antología una segunda versión de ‘El regador regado' más elaborada, en la que el filmador cambia el encuadre, dándole al episodio más profundidad de campo en aras de una mayor comicidad, y haciendo que el chico burlón mire con notable descaro a la cámara antes de salir de cuadro. ¿El primer ‘remake' del Séptimo Arte?
Manuel Martín Cuenca hace cine con soberbio orgullo, y esa condición, evangélicamente tenida por pecado capital, es su gran virtud; se advierte y se le agradece en ‘El autor', su versión de ‘El móvil' de Javier Cercas, la historia de un escritor en ciernes que, falto de inspiración y también de escrúpulos, manipula a los habitantes de todo un inmueble para construir una ambiciosa novela criminal. Trabajar con soberbia y no con servidumbre es el atributo de los buenos adaptadores, y ha sido para mí muy consolador ver a Cercas fotografiado en la promoción de ‘El autor' condonando a su lado las libertades que Martín Cuenca, en colaboración con su co-guionista Alejandro Hernández, se ha tomado respecto al material literario, apenas setenta páginas de texto; lo habitual es que el novelista llevado al cine ponga el grito en el cielo de la traición. Hay que decir que además de la ‘hubris' de sus imágenes, Martín Cuenca es un libertino dotado de imaginación formal: expande, glosa y continúa la línea maestra del fascinante relato escrito, no violentando la razón ni la finalidad que llevó a Cercas a inventar su ingeniosa fábula sin moraleja.
‘El autor' tiene numerosas cortesías con ‘El móvil', pero aquí nos interesan más las arrogancias que, en un cine centrípeto como el español, pueden, al menos en un principio, chocarle al espectador. Así, mientras que el alma de la ‘nouvelle' de Cercas es abstracta y su marco deslocalizado, Martín Cuenca, andaluz de Almería y proclive a situar en su ‘Andalucía de la mente' apólogos cruentos y fábulas salinas, hace que este nuevo film transcurra todo en Sevilla, la ciudad más folklórica de la tierra, sin que le intimide el inherente tipismo de tantas décadas cinematográficas de seseo y ceceo, de taconeo flamenco y tonadilleras espiritosas, de ventanas con rejas y macetas cuajadas de geranios. El habla sevillana se oye, como fondo sonoro y en el marcado acento de María León, uno de los dos personajes añadidos por la película a la novela, las estrechas calles de sabor morisco están ahí, como está el río Guadalquivir en un extremo del fotograma, bajo puentes que nadie cruza en calesa. Y en esa urbe más siniestra que amena, y vista más de noche que al sol, las voces neutras del aspirante a escritor Álvaro (Javier Gutiérrez) y de su profesor de creación literaria (Antonio de la Torre), este último un hallazgo de la película (no existe tampoco en el libro de Cercas) en su función de contrapunto decisivo.
No hay costumbrismo, pero sí peripecia, otra añadidura del ocurrente cineasta al sucinto autor de la novela corta. Cercas desarrolla el caso paranoico de un Álvaro para quien lo esencial es "sugerir ese fenómeno osmótico a través del cual, de forma misteriosa, la redacción de la novela en la que se enfrasca el protagonista modifica del tal modo la vida de sus vecinos que éste resulta de algún modo responsable del crimen que ellos cometen." (Tusquets Editores, páginas 24/25 de la edición de 2003). Martín Cuenca, obligado por su medio de expresión a rellenar los huecos de la palabra, la indeterminación de la prosa, da sus pinceladas de sevillanismo e introduce sin capricho, en una trama empapada de literatura, la casuística de la escritura: dentro del matrimonio en crisis, con la figura citada de María León, escritora de ‘bestsellers', y en el taller dirigido por Antonio de la Torre, conciencia insolente del autor que, vociferando crudamente, permite alivios cómicos en una historia cruel, ofreciendo a los que además de espectadores de cine somos ‘letraheridos' un vislumbre morboso de la mecánica de estas modernas instituciones de enseñanza del genio.
No son los únicos añadidos. Uno, y mejor no desvelarlo aquí, es el desenlace, en el que el cineasta se permite el triple salto sin red en el juego de las manipulaciones encadenadas: una ‘mise en abyme' de lo macabro. Claro que ese sorprendente final carcelario podría ser la relectura humorística por parte de Martín Cuenca de lo último que el autor, el del libro, escribe en su novela antes de terminarla con el mismo párrafo de arranque de ‘El móvil': "Finalmente, comprendió que con el material de la novela que había escrito podía construir su parodia y su refutación" (página 98 de la mencionada edición de Tusquets). El segundo aditamento que no podía provenir de la obra impresa es la banda sonora. El universo aural de Cercas en ‘El móvil' yo lo imaginaría ‘bartokiano'. Martín Cuenca, que no puso músicas a sus últimos films, aquí, por una casualidad, pensó en José Luis Perales. Milagrosamente, para los que no somos afines a las melodías de este compositor y cantante conquense, sus composiciones funcionan en ‘El autor' de manera elocuente, recordándonos (el propio director lo ha hecho en una entrevista) que otra canción de Perales cantada por Jeannette, ‘¿Por qué te vas?', acompañó las mejores escenas de ‘Cría cuervos', además de llamar poderosamente la atención de un gran enamorado de esa película de Saura, Stanley Kubrick.
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30 de enero de 2018
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Mujeres y manadas

Se sigue oyendo por todas partes el aullido de la manada, aunque por todas partes también otras voces se alzan, y ya no es la voz de la cándida ovejita del cuento, sino el grito de la mujer herida. En lo que se sigue llamando Occidente estamos a ese respecto en la fase de la indignación, del esclarecimiento, del castigo. En otros lugares del mundo aún queda por hacer lo elemental, lo que parecía imposible cambiar y ahora al menos asoma, como asoma, aún obligatoriamente tapado, el rostro de las humilladas que no podían salir de casa solas, ni cantar, ni vestir a su modo, ni conducir un coche. Hay que alegrarse por estas mínimas reformas, que permitirá a ellas y a ellos, ciudadanos de esa fortaleza de la intolerancia que es Arabia Saudí ver películas, aunque censuradas de todo lo que sea sensual y corporal. Pero hay otros mundos luchando por la libertad dentro de esos mismos países musulmanes, y en ellos mujeres artistas que conducen su propia vida y no llevan velo y se atreven a plantear que el sexo no es de dios, sino de los hombres y de las mujeres dispuestas a vivirlo.
De muchas de ellas se ocupa una sugestiva y muy bien pensada exposición, ‘En rebeldía. Narraciones femeninas en el mundo árabe', que pude ver hace pocas semanas en Valencia, donde seguirá abierta en el renovado IVAM hasta fines de enero de 2018. Su comisario, el historiador y profesor de arte Juan Vicente Aliaga, acreditado conocedor de la materia en muchos de sus pliegues y contextos, presenta, en las salas del IVAM y en el texto del imprescindible catálogo que la acompaña, un ‘antes' y un ‘ahora', abriendo, con el recelo melancólico que la realidad nos obliga a tener, una incógnita sobre el mañana. El antes de ‘En rebeldía' plasma, principalmente a través de la fotografía, una construcción de la imagen de las mujeres árabes anteriores a los años 1970, cuando el atuendo europeo, el baile, el fumar en público y el bañarse en una piscina sin esconderse eran gestos posibles tras los que se manifestaba una libre actitud. Aliaga, que ha escrito y comisariado importantes muestras sobre el género en las artes, incluye, y no es una fantasía suya, ejemplos de representaciones artísticas que exploran, en un presente combativo, la sensibilidad homosexual, gay y lesbiana, y la intersexualidad, como en los trabajos de las fotógrafas Raeda Saadeh, Ahlam Civil y del egipcio Van Leo, uno de los pocos representantes masculinos del conjunto. Sus obras forman parte de la sección que más llama la atención en el museo valenciano, bajo el epígrafe de ‘El cuerpo, el deseo, la sexualidad'. Pero hay otros aspectos, sociales, políticos, o puramente ilusionistas (los bellísimos trampantojos de Nermine Hammam), reflejados en la rebeldía del título general. Destaco aquí la excelentes piezas (vídeo, escultura, dibujo) de la palestina Mona Hatoum, y los impresionantes paneles en color de Leila Alaoui: grandes fotografías pertenecientes a su memorable serie de 2014 ‘Les Marocains', que nos producen el dolor de saber que esta gran creadora marroquí, asesinada el año pasado en un atentado terrorista en Burkina Fasso, no podrá, con las demás colegas reunidas en Valencia, seguir desafiando artísticamente el incierto futuro de las que desean y sueñan sin quererse callar.
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11 de enero de 2018
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Muertes de Laura Palmer

Las casi diecisiete horas que dura la tercera entrega de la serie ‘Twin Peaks. El retorno' no forman una película televisiva sino una instalación permanente del museo virtual de la historia de la vanguardia. Y del mismo modo que en una colección de obras de los maestros antiguos el sentido radica en cada cuadro y no en la totalidad donde conviven los bodegones barrocos más apetitosos con las más marciales escenas de batalla decimonónica, ‘El retorno' de Lynch carece de continuidad, de marco semántico, y por tanto de lógica, algo para lo que ya estábamos preparados, sabiendo desde sus comienzos a fines de la década del 60 (los cortos animados ‘Six men getting sick' y ‘The Alphabet', las piezas seminales de los primeros 70, ‘The Grandmother' y ‘The Amputee') que al cineasta lo que le inspira es el puro ‘non sequitur', y si este viene tocado por la deformidad y bañado en sangre, mejor todavía.
Retrotraerse a los orígenes de su filmografía no parece, en tan dilatada trayectoria, una irrelevancia historicista. Al autor nacido en Montana le caracteriza el talante caprichoso, la fijación carnal, descarnadamente orgánica, las sonoridades estridentes, a lo largo de una carrera en la que ha cumplido encargos de las ‘majors' (‘Dune' por ejemplo) y también hizo películas tenues, de un hermoso, contemplativo realismo pastoral, como ‘Una historia verdadera'. Pero esas muestras de aplicación industriosa hechas con gran estilo no le distraen nunca demasiado; su mirada fílmica vuelve una y otra vez a lo que le motiva y le seduce, y así en su vejez sigue pergeñando alucinaciones inconexas, caprichosas algunas, subyugantes la mayoría.
Lo propio de Lynch no es dar soluciones, sino estremecimientos; lo que los tratadistas clásicos de la estética llamaban "sensaciones". Laura Palmer sigue siendo el fantasma fundacional del pueblecito del estado de Washington, compartido en esta tercera temporada con un paisaje urbano muy variado (Dakota del Sur, Miami, Nuevo México, Filadelfia), pero no hay que ser extraordinariamente perspicaz para inferir que la enigmática muerte de la joven tampoco esta vez quedará vengada ni explicada, y los cabos sueltos de las dos primeras entregas -más de uno con el mismo rostro restaurado por la cirugía o los afeites del actor y la actriz de entonces- seguirán coleando en el magmático hechizo del sinsentido. Balancearse en el espacio infinito de la ficción y errar entre imágenes de portentosa potencia plástica es el leit motiv -de estirpe musical- de Lynch, más persistente y más melódico que los legendarios acordes del sintetizador de Badalamenti. Claro que a la libertad desaforada del narrador cinematográfico que se ha concedido a sí mismo diecisiete horas de recreo, nosotros, que pagamos por ver tanta secuela, respondemos con la propia rebeldía o apetencia. Entramos en su peripecia aunque sea deslavazada, la acompañamos en los desvíos que se pierden en el camino, y vitoreamos con júbilo cuando el mago nos arrebata, por ejemplo en las secuencias hipnóticas y extraordinariamente bellas (de siniestra belleza) del estudiante que vigila el artilugio mecánico, vigilado a su vez por un guardián superior en un hangar desolado al que llega, como una Ninfa condescendiente o peligrosa Némesis, la muchacha de los cafés, y aparece al fin transistorizada una de las personas del agente Cooper (capítulos 1 y 2). Cuando ese frente narrativo y otros de igual altura se cierran sin más explicación, y son continuados por aburridas o fáciles tramas subsidiarias (como las del sheriff y sus acólitos pueblerinos), nos acordamos de que en nuestras manos está la justicia suprema del espectador que ha de pronunciarse ante el tribunal del gusto, y el veredicto no admite apelación; si el gran artista al que le permitimos divagar tantas horas no cumple el pacto sagrado de mantener nuestra atención en vilo y nos cansa o nos decepciona, puesto que estamos en casa y no en un cine, el espectador, sin necesidad de apagar el aparato trasmisor, se pone a leer un libro. Yo lo he hecho de manera enfadada en más de un pasaje del capítulo 4, en todo el desastroso capítulo 5, y en gran parte del 6. El maestro, que escribe (con Mark Frost) y dirige personalmente todos, acusa la fatiga o su diseminación artística, pues Lynch también actúa con extenso papel y se ocupa del importante diseño de sonido.
Pero volvamos a la sustancia de su propósito, que ya hemos dicho que no es contar ni aclarar ni convencer, sino ofuscar, maravillar, divertir por todo lo alto. Más allá de los recovecos y las barrabasadas del argumento y los diálogos, a Lynch lo que le importa es darnos un contenido formal tan elevado, tan exquisito, tan insospechado en sus mezclas -Kafka con Mario Bava, James Bond con Bob Wilson, Pina Bausch con Tony Oursler- que, ganando de modo irresistible nuestra curiosidad, se permite dejar insatisfecha nuestra razón. Innumerables son los momentos de fulgor de ‘El retorno', tanto en la filigrana manierista como en la plasmación robusta de la violencia (el duelo, en el capítulo 13, de Mr. C, el agente Cooper melenudo y embutido en cuero, con Ray y sus matones, víctimas de una matanza coreográficamente inolvidable). No se puede dejar de destacar la totalidad del capítulo 8, que, aparte de su desbordante riqueza formal ofrece, creo, la vía más firme de acceso al decodificador del conjunto formado por las tres temporadas (y adherentes fílmicos) de ‘Twin Peaks'. En el 8 prima lo sobrenatural, pero su metafísica es patafísica, además de granguiñolesca; el capítulo supone, justo en la mitad del metraje total, la apoteosis de las metamorfosis, tema recurrente de ‘El retorno'. Se produce la explosión atómica en el desierto de Nuevo México, se atomizan las percepciones, se pasa del color al blanco y negro, y se hace un muestrario comprimido del sector más visionario de lo sublime, que va desde las suntuosas apocalipsis de la pintura de William Blake y John Martin a las síncopas del cine abstracto centroeuropeo del período de entreguerras; de nuevo el compendio de lo exagerado y lo discordante. La deflagración crea muchos pequeños orbes formales, que sacan de Lynch lo mejor de sí mismo como artífice: la gasolinera en medio de la nada, el baile de las figuras metalizadas, los lóbregos espacios domésticos (tan similares a las instalaciones corpóreas de Edward Kienholz), la montaña con su falansterio o templo civil, la noche abierta, el teatro vacío, el hombre esquelético vestido de etiqueta, la desmadejada heroína operística. Una historia del mundo de las imágenes que va desde la figura opulenta al mero signo cifrado.
Para no ponernos demasiado trascendentales hay que insistir en el constante aire gamberro de ‘El retorno'. La comedia del tipo ‘slapstick' llega de la mano de los hermanos Mitchum, gerifaltes torpones del Gran Casino, con sus conejitas eternamente risueñas y dadivosas; la astracanada se la reserva a sí mismo el director al encarnar al alto mando del FBI Gordon Cole, sordo chillón siempre pasado de rosca y elevando, con su desgobernado aparato auditivo, el nivel sonoro de la farsa. Es una treta cómica fácil, pero también, no se puede dejar de lado, una remembranza de las decrepitudes. Pues este ‘Twin Peaks' del 2017 funciona asimismo como el memorándum del envejecimiento, la cabalgata triunfal y todavía picante de las viejas glorias. Hay tantas en el reparto. Aparte del difunto David Bowie, quizá recuperado en holograma, tenemos en carne y hueso a Don Murray, Jim Belushi, Piper Laurie, Russ Tamblyn, Richard Beymer, Harry Dean Stanton, Laura Dern. Entre otras. ¿Los reconoce alguien no tan anciano como son ellos, como lo es David Lynch?
Termino con lo inexplicable, que llega sin apenas variaciones desde 1990, cuando surgió el cadáver de Laura Palmer envuelto en plásticos y capítulo a capítulo se advertía en el autor la voluntad de decir y no de explicar. Ya entonces, en la temporada inicial, el espectador accedía, con los personajes, a la dimensión ultraterrena, franqueando la Caseta Blanca y la Caseta Negra hasta llegar a la Habitación Roja. El rojo es la base movediza del relato, su exaltación o apogeo, su imagen cenital. Ondea intermitentemente el cortinaje sedoso, pisan los elegidos -y no cualquiera- las moquetas de rombos en zigzag carmesí, hallando breve refugio en la estancia sagrada donde los espíritus comparecen y desaparecen, mientras el Gigante o Manco de voz rayada hace preguntas carentes de respuestas. "¿En qué año estamos?", exclama al final Diane (Laura Dern). Imposible saberlo. Tan imposible como saber si lo que el Manco inaudible le dice a Dougie, el tercer agente Cooper, en el capítulo 3 de ‘El retorno', es profético, metafórico o solo humorístico: "Alguien te ha manufacturado con una intención que no ha alcanzado".
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2 de enero de 2018
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Mundos de Kentridge

El Museo Reina Sofía se hace a lo largo de cuatro meses (hasta el 19 de marzo de 2018) escenario de un gran teatro que no tiene comparación en el mundo del arte. El artífice que ocupa con su obra las nueve salas de la planta tercera del Edificio Sabatini es William Kentridge, un sudafricano nacido en 1955 y relativamente desconocido del gran público, incluso el informado, creo yo que por su ramificada trayectoria; hace dieciocho años, cuando tuve ocasión de descubrirlo en el MACBA de Barcelona, me pareció un genial excéntrico, sin saber entonces si era un cineasta, un director de teatro o un dibujante. Los años y los reconocimientos (el último ha sido el premio Princesa de Asturias de las Artes 2017) han aclarado el misterio de su identidad, poderosa plásticamente, comprometida políticamente, deslumbradora en una belleza que turba y conmueve, sin dejar nunca la más refinada exigencia formal. Un artista diverso y completo cuya técnica iguala a su inspiración.
 
Aunque el Museo señala que la amplia muestra se centra en su producción para los escenarios, el visitante se encuentra con mucho más que eso. Los esbozos preparatorios de sus montajes de ópera, los vídeos respectivos, los deliciosos diseños de vestuario, son en efecto mementos teatrales de alguien que ahora se disputan los principales coliseos de Europa y América. Pero si tenemos la curiosidad y el tiempo suficiente (es muy recomendable ver las proyecciones, algunas largas y otras breves y magistrales como la de su ‘Ubu' de 1997), lo que se despliega ante nuestros sentidos es un universo singular poblado de anti-héroes puestos al día, el Padre Ubu de Alfred Jarry, el Ulises de Monteverdi, el Wozzeck de Büchner y de Berg, y una anti-heroína de gran resonancia, la ‘Lulú de Wedekind reinterpretada por la música de Berg y revivida de forma inolvidable, pese a haber surgido accidentalmente, en el montaje que Kentridge estrenó en 2016 en la Metropolitan Opera; sólo por ver de cerca los infinitos recovecos de la maqueta escénica de esa ‘Lulú' ya vale la pena el desplazamiento a Atocha para disfrutarla en su riqueza, en su asombrosa invención de color y significados.
El teatro y el cine de animación (nada pueril por cierto, ni ablandado) son sus territorios preferidos, pero Kentrigde tuvo también formación en la escuela de Bellas Artes de Johannesburgo, y eso se advierte en las paredes del Reina Sofía, donde, más allá de los elementos corpóreos, las pantallas de plasma y los monitores que nos guían por la obra fílmica y escénica del autor, destellan sus -vamos a llamarlos así para entendernos- ‘cuadros': la serie de carboncillos de gran tamaño ‘Paisajes coloniales', tan aguda de concepto como de realización, los dibujos a tinta india sobre papeles impresos, o la que quizá sea la obra maestra seminal del mundo pintado de Kentridge, las ocho piezas grabadas del ‘Ubu cuenta la verdad', impresionante antesala a la estancia donde se halla el material visual y los trazos a mano hechos ‘in situ' por el artista.
El final de la exposición tiene un apogeo fílmico que no conviene desvelar, a riesgo de estropear la sorpresa, y un regalo visual tan sofisticado como hechizante: el desfile, encapsulados en dos vitrinas, de la galería de personajes que vistieron al elenco de ‘La nariz' de Shostakovich, otro de los renombrados montajes operísticos de William Kentridge.
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26 de diciembre de 2017
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Carta a la hermana perdida

Nunca te quise, aunque eras la hermana mayor, risueña, muy vivaz, muy guapa. Y tú nunca te interesaste por mí, quizá porque la diferencia de más de siete años me daba un rol superfluo en la familia, donde mi nacimiento, debido a una encíclica del papa Pío XII que hizo mella en nuestros padres, alteró el orden establecido de la parejita, chica y chico, que formabais tú y tu hermano, mi siempre querido hermano.

Te fuiste, camino de un matrimonio por amor y un viaje de novios demasiado corto, siendo yo todavía un niño cándido que empezaba a leer lo que encontrara por casa. Tú no leías. Parecías la más feliz, en tu simpatía, cuando, ya madre de tres hijos, tu vida se estancó en la ciudad de provincias de la que nunca saliste. Un día, pasados los años, tuvimos una conversación que empezó banal y acabó tensa. Tu marido vivía apartado, a pocos kilómetros de vuestro domicilio de casados, y tus hijos tenían vida propia; entendí por ciertas alusiones que la mía no te gustaba, ni mis amistades. "¿Eres feliz así?". "Mi felicidad la sigo buscando, pero mientras busco me siento bien", te contesté, añadiendo: "Y tú, ¿eres tú feliz, aquí y sola? Desde tu boda no has vuelto a viajar, con lo que te gustaba, siempre lo decías, conocer mundo". Tu mirada se apartó de mí y saliste de la habitación.

Tus tres hijos me acercaron a ti. Mi fantasía era que ninguno se te parecía, en el carácter, en la determinación, en sus ganas de libertad. Tú te enfrascabas en tu vida, llena de pasatiempos estrambóticos pero no desdichada en apariencia. Yo sentía que te amargabas. Te sulfuraban los cantantes afeminados de la tele, y en la democracia la política nos distanció aún más. Murió nuestro padre, al que tú adorabas, y fue como si la pervivencia de mamá te resultara injusta, sin reconocer que era ella quien sufría la injusticia de una soledad prematura después de una larga y plena felicidad conyugal que ni tú habías conseguido ni yo me vi con arrestos para establecer con nadie. Te desocupaste de nuestra madre, te impacientaste con ella cuando, cumplidos ya los ochenta, se hizo débil, perdió del todo el oído, se recluyó anhelando la compañía de los nietos y las excursiones aventureras conmigo lejos de la ciudad de provincias. Ella viajó hasta el fin. Tú no. Murió mamá y no te sentí hermana de ese luto.

Cuando tenías la edad que hoy es la mía tus dos hijas te llevaron al médico. Eras fuerte, no parabas de reír y de hablar, pero a ratos te ibas del mundo. Al acabar la consulta, en vez de saludar al facultativo te dirigiste al ordenador en el que había él tomado tu historial y le diste la mano al aparato. Una confusión que nos divirtió a todos, por lo que tenía de acto fallido un tanto novelesco. Fue el primer síntoma de un deterioro veloz. La pérdida de la cabeza, de la voz, tu bonita voz, de los deseos de salir, de la gana de comer, de la necesidad de estar guapa e ir limpia. Hace tres años, ya callada, aún quedaban sonrisas en tus labios pintados por tus hijas para darle a tu cara un resto de coquetería. Ellas rehacen cada día tu vida con su sacrificio voluntario, en tu casa, en la casa que fue de nuestra madre.

El invierno pasado tuve un acto literario en la ciudad donde crecimos, y fui a visitarte. No hablabas ni te podías mover sola; parecías contenta. No te había querido nunca, ni tú a mí, pero al ver que me levantaba y me ponía el abrigo tus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Sabías quién se iba de aquella casa? ¿Sabías tú quién era yo? Bajé a la calle conmocionado.

Ahora que estás perdida en ti misma para siempre quiero tener de ti, con esas lágrimas sin nombre, el recuerdo de lo que no hubo: un apego que nunca se mostró y tal vez en algún lugar de nosotros existía.

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12 de diciembre de 2017
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