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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Industrias del dolor

Los seres desgraciados dieron siempre argumentos al arte, y el cine, que por razones obvias enfoca con preferencia las caras más extremas del espectáculo, nunca ha dejado de reparar en el dolor; de ahí la leyenda, con visos de ser cierta, de que en los premios de Hollywood si compite un film con minusvalías los restantes rivales, sean del género que sean, salen con handicap. Aunque hay obras maestras en tal registro (sigue inolvidable en muchas memorias de cinéfilos ‘El milagro de Ana Sullivan', ‘The Miracle Worker', 1962, de Arthur Penn, la historia verídica de la niña sordomuda y ciega y su maestra), confieso aquí sin pudor que ese tipo de relatos de superación de las malformaciones y los defectos físicos que tan popular se está haciendo me da desconfianza, y no por falta de piedad o simpatía, sino por mero rechazo de su beatitud a ultranza, que está reñida con el signo de lo real y la verdad del arte. Cuando el himno optimista se alía con la comicidad más basta, la buenas intenciones y la mala sombra caen en un mismo saco, como sucede en dos grandes triunfos recientes, la francesa ‘Intocable" a escala mundial, y ‘Campeones', de momento ceñido a la taquilla española (más de tres millones de espectadores y una recaudación cercana a los veinte millones de euros a fecha de hoy). Al disgusto estético de su sensiblería se suma, en mi valoración, la falacia de su objetivo, indefectiblemente basado en la única moraleja que el cine-espectáculo entiende: la del éxito. Así es en 'Campeones' de Javier Fesser, en ‘No te preocupes, no llegarás lejos a pie' de Gus Van Sant, y así en ‘La música del silencio' de Michael Radford, las dos últimas inspiradas en las vidas reales del parapléjico John Callahan y el cantante ciego Andrea Bocelli.

Al juntar estos tres ejemplos hay que poner muy por encima de los otros el film de Van Sant, que tiene un título inglés, ‘Don´t Worry, He Won´t Get Far On Foot', casi enteramente compuesto de monosílabos, a modo de exégesis de la historia contada, elocuente juego que se pierde en el tan fiel como lerdo título castellano. La película arranca estupendamente con un trepidante retrato de época, los primeros años 1970, poblado de ‘dropouts' y una variada gama de adictos a los productos dañinos; una época que casa bien con el mundo prioritario de este director, al que el exceso, el desmán y las psicosis estimulan. Lamentablemente, el film sufre un quiebro pasados 45 minutos, para someterse, aun sin perder solvencia narrativa, a esa norma benefactora y simplista tan en auge: el espectro de la autoayuda y la regeneración edificante, aunque en esta ocasión quepa al menos el consuelo de que John Callahan, el alcohólico tetrapléjico tras su accidente, logra la fama y una feliz recompensa personal dibujando graciosas caricaturas soeces e insolentes.

Algo similar intenta Javier Fesser en 'Campeones'. Los diez minusválidos que forman el equipo de baloncesto no son ejemplos de mansedumbre ni están edulcorados: feos en su gran mayoría, malamente vestidos, abruptos y poco correctos en sus respuestas, que es difícil saber si han sido instigadas por el director o recogidas por él en el improviso. La fealdad ya sabemos que no es un óbice, ni siquiera dentro del campo de la voluptuosidad, que afortunadamente no tiene límites ni códigos; para curarse en salud, y sabiendo muy bien que ‘Campeones' no es una balada gótica y medio fantástica como ‘Freaks' de Tod Browning, Fesser declaró con motivo del estreno de su film "me gustan esos rostros [...] Puede que para la publicidad no sean bellos [...] ¿Quién decide dónde está la belleza?". Las palabras son muy loables, así como la intención inclusiva respecto a estas personas orilladas; ahora bien, el gusto por lo anómalo, que Fesser comparte con el cineasta francés Jean-Pierre Jeunet, no le impide sacar provecho espurio de esas anomalías. Lo digo sin ánimo de insultar a Fesser, pues no creo que él quiera insultarles a ellos, pero la conversión de esta fábula integradora en comedia bufa está basada en algo tan inveterado como execrable: la risa ante lo deforme, ante el andar torpe, el habla gangosa y las simplezas de carácter. Sólo hay un personaje entre los discapacitados que el director eligió en un casting de más de seiscientos candidatos, la muchacha que interpreta a la jugadora Collantes, que elude el constante patrón de la broma chusca, y eso se logra porque la chica, Gloria Ramos, está dotada de un humor propio, fresco y ocurrente, que desborda la línea más bien plana del guión de Fesser.

Bocelli por el contrario tiene algo de ángel y de santo, por lo menos en esta metaficción cinematográfica, ‘La música del silencio', en la que el propio tenor italiano, que se deja ver hacia el final, cuenta la historia de un alter ego al que llama Amos Bardi. Se trata de un biopic en el sentido menos excitante de la palabra, desde la cuna hasta la corona de laurel, aunque Bardi contado por Bocelli y trasmutado -con un convencionalismo exasperante por el director Radford- también tiene algún rasgo audaz y desviado; mal estudiante, tarambana, noctámbulo, fumador, y sólo enderezado al bien por la música y el amor de una muchacha entregada, que adquiere en la película cierta densidad gracias a la brillante interpretación de Nadir Caselli.

La historia de Andrea Bocelli, que yo apenas conocía antes de ver la película, pasa por las fases de lo previsible: nacimiento en este caso acomodado, tragedia inesperada, accidente grave, voluntad de superación, rechazo, aprendizaje, concurso, premio, incertidumbre. Y el final feliz que amortiza la producción, la desdicha borrada por la justicia, no muy poética: en Bocelli/Bardi el reconocimiento supremo es ir al Festival de San Remo, que siempre nos parecía tan hortera, bajo la cobertura de un cantautor más bien cursi, Zucchero, quien en su nombre de azúcar lleva su penitencia. La ceguera propia compensada por la de los otros, que tardaron en distinguir la bella voz de Bocelli, tanto cantando a Puccini como en el repertorio popular napolitano.

El epílogo de ‘La música del silencio' es de los más embarazosos que se han visto en el cine. Terminada la trama, se nos regala, colofón o floripondio, el álbum de fotos en que el Bocelli auténtico posa al lado de los poderosos del mundo, Isabel II, Zubin Mehta, Luciano Pavarotti, Barack Obama, Plácido Domingo, tres papas (¡estamos en Italia!), como corolario de que cualquier síndrome o deficiencia que produzca ganancia obtendrá el beneplácito de los que mandan.

 

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30 de octubre de 2018
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Dioses y acróbatas

 

En 1996, cuando inició con ‘Misión: imposible' lo que iba a ser una extensa serie cinematográfica, Brian De Palma hizo una exhibición de ‘hubris' respecto a la divinidad que siempre ha estado en lo más alto de su olimpo: Alfred Hitchcock. Las citas y remedos hitchcockianos, llevados a cabo sin la menor angustia de las influencias, abundan en su filmografía (especialmente en ‘Fascinación', ‘Vestida para matar' y ‘Los intocables de Eliot Ness'), pero en la citada primera entrega fílmica de la serie televisiva creada en 1966 por Bruce Geller De Palma aplicaba con suprema inteligencia y gran despliegue de medios técnicos el molde de los ‘set pieces' del maestro británico, con un peculiar añadido que sellaría el espíritu de las misiones imposibles posteriores: la destreza saltarina del siempre protagonista, Tom Cruise, encarnando a un héroe poco flemático y valiente hasta la extenuación de sus dotes gimnásticas. La larga peripecia final desarrollada en el tren de alta velocidad Londres-París era así una filigrana de montaje vertiginoso y un alarde de malabarismos rayanos en lo milagroso.

Han pasado más de veinte años desde aquel comienzo brillantísimo, en el que las exigencias de lo cosmopolita (el espectador viaja mucho en cada una de las películas acompañando al agente Ethan Hunt) y lo aparatoso (pantallas sabias, armas parlantes, transmisores de alta gama) tenían un complemento artístico de primera magnitud; la constante inventiva visual del narrador De Palma estaba jalonada por los contrapicados de la cámara, creando el efecto metafórico de unas órbitas superiores cernidas sobre los humanos que pululan debajo mientras les amenazan peligros sin cuento.

El estreno del sexto episodio, ‘Misión: Imposible-Fallout', permite repasar un conjunto que, sin haber dado ninguna otra obra del calibre magistral de la firmada por el autor de ‘Carrie', ha mantenido una coherencia temática y estética que no se encuentra, a mi juicio, en películas seriales como las de James Bond, Mad Max o ‘El planeta de los simios'. Esa impronta de las seis misiones consecutivas del agente del FMI (que no responde, hay que aclararlo para los suspicaces, a las iniciales del Fondo Monetario Internacional, sino a una unidad especial del espionaje norteamericano, Fuerzas de Misiones Imposibles) yo la achaco a la personalidad de Tom Cruise, coproductor de todos los títulos, más que a una astucia de los estudios que los financian, Paramount Pictures. Cruise atrae a las mujeres y ellas se sienten -en la ficción al menos, y cuando ya el actor se va aproximando a los sesenta años- poderosamente atraídas por él, pero el rasgo definitorio de Ethan Hunt es su falta de coquetería; se trata de un anti-donjuán, y por ello es la antítesis de James Bond, lo que evita, en las más de trece horas de metraje que acumulan las seis entregas de ‘Misión: Imposible', la reiterada promiscuidad y las picardías de cama del agente creado por Ian Fleming, cansinas a fuerza de ser no solo inevitables sino tan cuantiosas. Cruise/Hunt, fibroso y bien parecido aunque reducido de estatura, gusta de inmediato, y las bellezas femeninas, no pocas de rasgos mestizos, le gustan a él, pero algo se interpone y aplaza el conocimiento carnal del chico y la chica: el deber moral y la falta de tiempo, haciendo así solo imposible -en una saga que posibilita volar sin alas, trepar al Himalaya, sobrevivir a la explosión del Kremlin y a las ‘mascletàs' de las Fallas- la sencilla mecánica erótica. ¿Primacía del amor de verdad o cienciología?

 Si mi memoria libidinal no me traiciona, únicamente en ‘Misión: Imposible II', dirigida en 2000 por John Woo, y famosa por su fusión de procesiones de Semana Santa sevillana y falleras valencianas en un mismo sacrificio ritual, había una escena explícita de sexo. En el resto de las películas hay amores tenues y más bien fieles entre el agente Hunt y unas mujeres caracterizadas no tanto por su hermosura como por su fuerza, su tesón, su pegada y un repertorio acrobático nada desdeñable, llamando la atención asimismo sus apariciones cuando se las creía muertas (Julia, la única esposa llevada al altar, interpretada por Michelle Monaghan) o desaparecidas en la maraña de las dobles y triples identidades, caso de Ilsa Faust (Rebecca Ferguson).

 Escrita y dirigida por Christopher McQuarrie, el único que ha repetido en la puesta en escena, la reciente ‘Misión: Imposible-Fallout' es una película tan previsible como impecable, con dos grandes momentos de bravura. El de mayor tirón comercial es el duelo de los helicópteros en las montañas escarpadas de Cachemira (rodado en unos picos del norte de Europa), trepidante y asombroso en la truca, no toda digital. Más memorable me resulta, sin embargo, un breve lance de la parte que trascurre en París, cuando Hunt ayuda a la mujer-policía francesa herida en la estación de metro de Passy y una mirada les une en el deseo y les abre la promesa de un romance o una cita. Pero ella tiene que ser evacuada en una ambulancia, él ha de seguir salvando el mundo allí donde le necesiten, y está además la traba del francés, que él como buen americano no habla.

McQuarrie, oscuro cineasta nacido en New Jersey, tenía para mí una nota alta en su curriculum en tanto que seguidor deliberado de la cadena de ‘hubris post-hitchcockianas' en su anterior ‘Misión: Imposible: Nación secreta' de 2015. Sin el talento de Brian De Palma, pero con gran determinación y algún guiño de buena factura cómica, McQuarrie introducía en ese film una variante o trasunto de uno de los más geniales ‘set pieces' del autor de ‘Vértigo', el atentado político durante el concierto en ‘El hombre que sabía demasiado' (1955). El escenario de Hitchcock era el Royal Albert Hall, la música, dirigida desde el podio por el propio ‘compositor de la casa' Bernard Herrmann, una pomposa cantata del inglés Arthur Benjamin, siendo como se recordará responsables de que el magnicidio fracase Doris Day y James Stewart. McQuarrie filma en la Ópera de Viena durante una representación de la póstuma obra maestra de Puccini ‘Turandot', y prolonga los prolegómenos, teniendo él a tres presuntos asesinos, una vistosa escenografía oriental, un teatro mayor y un gran dispositivo de armas, algunas muy ingeniosas. Hitchcock creaba ansiedad con un cortinaje, el cañón de una pistola antigua, el rostro enjuto del asesino en potencia y dos timbales; McQuarrie disfruta como un niño subiéndose, con Cruise y toda su parafernalia, a las altas tramoyas del coliseo, donde se traslada la acción y la resolución feliz. Comparar a cualquier cineasta vivo con Hitchcock es temerario e injusto, pero ser respondón a los dioses constituye un gesto noble digno de reconocimiento.

 

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2 de octubre de 2018
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Fuerteventura: montes, camellos, vascos

La isla, una de las más hermosas que yo conozca, tiene forma de hueso largo acabado en un pie extenso, y esa silueta, descubierta gradualmente desde el avión si no la ocultan las nubes, anuncia su esqueleto de piedra. A Fuerteventura hay sin embargo una segunda vía de acceso menos dramática, por mar. En la vista a ras de agua a medida que el ferry se acerca desde Lanzarote, la isla es igual de pétrea, pero la animan, cuando ya el barco cruza el Estrecho de la Bocaina, los edificios y las arenas plateadas de Corralejo, a la derecha. A la izquierda destaca otra mole muy singular, el Islote de Lobos, actualmente sin lobos (en realidad focas monje, o lobos marinos), expulsados de esa superficie total de 500 hectáreas por la competencia de los pescadores locales, que veían sus capturas muy diezmadas por la voracidad del mamífero. El islote, a menos de veinte minutos de trayecto regular desde el puerto de Corralejo, vale la pena si se tiene tiempo para la excursión, bien señalizada en caminos trazados que no molestan a su rica fauna ni estropean la flora; la playa blanca de La Concha está entre las mejores de la zona, aunque su principal atractivo radica en la propia formación volcánica, con una altura máxima de ciento veinte metros en la llamada Caldera de la Montaña.
Miguel de Unamuno fue el primer vasco notorio del siglo XX que se prendó de Fuerteventura y discurrió sobre ella, hasta el punto de que no es fácil hoy -salvo que uno sea un bañista pendiente solo de su bronceado- visitar la isla sin encontrarse la voz y la sombra unamunianas. El escritor bilbaíno empezó a mostrar su interés canario en junio de 1910 con motivo de unos juegos florales en Las Palmas. Allí, Don Miguel dio el discurso de mantenedor, que decepcionó a no pocos de los presentes, pues en lugar de cantar con tópicos la guapura indudable de la mujer grancanaria le dedicó en sus palabras una "galantería especial", diciendo: "trato a las mujeres como a los hombres, igual que si fueran hombres; no las trato como a niños grandes, como a ídolos, con el fácil sahumerio de unos cuantos piropos". Ya se sabe que el autor de ‘Amor y pedagogía' era de talante poco piropeador, en todos los géneros. Y de esa alocución resalta asimismo su advertencia a la gente joven que quizá le escuchaba aquel día de junio de 1910 en el Teatro Pérez Galdós: "que no os corrompa ni la obsequiosidad del mesonero a caza de turistas, ni la sordidez del mercader. Y no es que yo desdeñe el comercio. El comercio es un gran instrumento de progreso. Comerciantes eran aquellos fenicios que desamortizaron la escritura y que llevando por el Mediterráneo artículos que vender, llevaban también ideas".
Catorce años después, en 1924, Unamuno viajó de nuevo al archipiélago, a la fuerza; el reino alfonsino aún no atraía visitantes turísticos, pero el general Primo de Rivera inició una modalidad de turismo autoritario, años después continuada por el general Franco, desterrando al indómito catedrático salmantino a Fuerteventura, donde el idilio canario del escritor se desarrolló y se concentró. En la isla, Unamuno abre los ojos, y entre otros hace el descubrimiento de la mar, "y eso que nací y me crié muy cerca de ella". El confinamiento le da al pensador el soporte de una nueva tierra que le deslumbra con algo que hoy, mucho más construida, comercializada y visitada que entonces, sigue vigente: la desnudez mineral, la ondulación de la piedra apenas señalada por unas plantas ralas, la eminencia, más al norte y el centro de la isla que al sur, de un encadenamiento montañoso abrupto, pardo y seco, pero atenuado de color en las laderas, donde aparecen para compensarlo, como coqueterías del poblador nativo llamado majorero, los perfiles airosos de sus molinos y la vivísima mancha blanca de sus más preciosos pueblos, como La Oliva o Betancuria.
En sus cien kilómetros de longitud por poco más de veinticinco de anchura, el paisaje de la isla alterna entre la suavidad de sus dunas y la reciedumbre de su osamenta, que, privada de toda connotación fúnebre, permite hablar de esqueleto. Unamuno usaba la palabra como un ‘mantra': "La aulaga es un esqueleto de planta; la camella es casi esquelética, y Fuerteventura es casi un esqueleto de isla", designando incluso al gofio como "esqueleto de pan", sin duda en una época en que esta suculenta masa de harina de grano tostado era menos universal que ahora en tanto que ingrediente culinario muy variado en la gastronomía canaria y no solo majorera. El cereal de secano (trigo, cebada o maíz, allí llamado millo) tiene un protagonismo casi ineludible; como guarnición de carnes y pescados, disuelto en los potajes, de postre amasado, para mí gusto excesivamente dulzón y denso, y, según parece, también añadido por muchos a su café con leche matutino y a la papilla infantil. 
Respecto a su fauna, el viaje por la isla depara el dominio casi exclusivo de las cabras y los camellos. Las primeras producen la ‘delicatessen' de los quesos majoreros, cuya variedad es casi infinita; mi paladar aprecia más el queso curado, de atractiva tonalidad marfileña, aunque los tiernos tienen naturalmente un comer más agradecido. Camellos parece haber menos, aun siendo más conspicuos; serenos en su elevada indiferencia al humano, su gesto hace de ellos un cuadrúpedo tan altivo como filosófico. Los que vi en mis días de Fuerteventura no hicieron gala de su deseo carnal, lo que lamento; en 1924, tampoco hace tanto, Unamuno los llamó "tenorios" de la isla, al haber contemplado más de una vez en sus paseos campestres el celo de los machos manifiesto con la expulsión por la boca de una llamada "vejiga" deseante, siendo el estado de ánimo del animal en esas fases muy agresivo, tanto como para atacar y herir gravemente al humano que se le interpusiera en dicha necesidad coital.
El recorrido por la isla ofrece muchos puntos de interés, de los que elijo tres, sin entrar a ponderar la belleza salvaje de las playas del sur, entre ellas la virginal Jandia, con su faro entre un palmeral muy próximo a la orilla. En la parte norte, bajando desde el parque natural de Corralejo, donde sigue en funcionamiento como tótem de un incipiente turismo el hotel Tres Islas proyectado en 1972 por Miguel Fisac en una de las muestras menos osadas de su arquitectura, impresiona la amplia sabana de sus dunas. El viajero continúa su rumbo, camino de Tindaya, haciendo un corto desvío hacia el municipio de La Oliva, donde hay que ver su iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria, quizá la más coqueta y armoniosa de la isla, y en las afueras del pueblo la Casa de los Coroneles, uno de los edificios civiles de mayor rango del archipiélago. Construida en el siglo XVII como residencia de las autoridades militares allí destacadas, el conjunto, hoy restaurado para servir como centro de exposiciones, tiene una planta alargada de dos alturas y torreones en los extremos, así como una bonita balconada en el piso alto. La silueta del palacete se yergue, en una estampa de postal, ante el cono del monte posterior, que recuerda el perfil de una pirámide. Más irregular pero más misteriosa es la montaña que el viajero observa, volviendo hacia la carretera, a su derecha. Tindaya.
Un día de 1985, sesenta años después de que Unamuno, al acabar su destierro, publicara en Francia, en español, su incomparable manifiesto político-sentimental-majorero ‘De Fuerteventura a París', un libro en que el soneto se hace arma contra la dictadura ‘primo-riverista', otro genio vasco, Eduardo Chillida, tuvo una revelación. La idea plástica del escultor maduró lentamente, y en 1996, tras desplazarse hasta el lugar, esa idea se plasmó en un proyecto tan audaz como visionario: "Tengo intención de crear un gran espacio vacío dentro de una montaña [...] Vaciar la montaña y crear tres comunicaciones con el exterior: con la luna, con el sol y con el mar". La montaña soñada por Chillida es Tindaya, muy cercana a la carretera principal que va desde el noroeste hasta Puerto del Rosario. Es difícil pronunciarse en la polémica, que aún continúa, entre quienes defienden la posible obra maestra imposibilitada hasta hoy (las imágenes del simulacro de lo que llamaríamos patio central excavado, con sus formaciones cúbicas en la piedra, tienen una imponente potencia plástica y mucho de templo laico), y los que rechazan la intervención del artista, entre otras cosas por su elevado coste, unos 48 millones de euros, y la preponderancia que dicen demasiado interesada de los familiares del artista, fallecido en 2002. Tindaya es una montaña mágica, no sólo por su apaisada forma trunca que evoca fantasías de la ciencia ficción, y en ello ven los opositores al proyecto otra pérdida, pues el vaciado y los trabajos de desescombro supondrían, afirman, un daño irreparable a los ‘podomorfos', pies grabados en la roca hace miles de años por los pobladores aborígenes. 
Uno de los mayores encantos de la isla es el contraste que ofrece entre las líneas costeras y su interior, a veces recóndito y lleno de sorpresa. La esencia geográfica de Fuerteventura es la tierra enjuta, casi siempre desnuda en sus escarpaduras y sus elevaciones, que esconden el apagado bullir de una entraña fogosa; y al mismo tiempo el arenal inagotable, un desierto en miniatura repartido estratégicamente, como en un juego, por la naturaleza. Uno va acostumbrándose a ese ascetismo de la mirada que, como decía Unamuno, atraerá más al peregrino de una tierra pura, evangélica, que al hedonista de la sociedad de consumo. De repente, surgen otros oasis. A pocos kilómetros de la montaña sacra de Tindaya, está Tefía, una aldea que conserva lo que podríamos llamar un museo al aire libre de construcciones domésticas tradicionales, tan sencillas como auténticas, y una demostración in situ de los especimenes de molinos de viento machos y hembras, una dualidad que aprendimos en este viaje. El molino macho es de dos plantas y circular de contorno, con cuatro o incluso más aspas en su techumbre cónica, pero yo encontré más historiado el molino hembra, aquí llamado molina. Las molinas majoreras son de menor tamaño y de planta cuadrada, y la molina del Almácigo, en el camino hacia Antigua, es un prodigio de rústica elegancia. 
No se puede dejar tampoco de visitar, aprovechando las cortas distancias, Betancuria, mi tercer hito. Se trata de un pueblo en la zona central de la isla, que tiene resonancias históricas, ya que fue, desde su fundación en 1404 por dos caballeros normandos, la capital de la isla, rango perdido a mitad de siglo XIX, primero a favor de Antigua y luego de Puerto de Cabras, nombre entonces de la actual Puerto del Rosario. En Betancuria, con estrechas calles empedradas de mucho sabor, quedan algunas nobles casonas, y sobre todo su iglesia de Santa María, antigua catedral, reconstruida en el siglo XVI tras el ataque de unos piratas berberiscos. Pese a su mezcla de estilos, o por ella, el templo ofrece numerosos alicientes, y su balcón corrido de madera luce en la fachada posterior. Saliendo del pueblo llama la atención la estructura restante del antiguo convento de San Buenaventura; la poética de las ruinas funciona en su caso con especial poderío.
El viaje finaliza en la actual capital administrativa y comercial, Puerto del Rosario. Ciudad pequeña y acogedora, llena, sobre todo en el barrio central del Charco, de mementos militares (aquí llegó la Legión al abandonar España sus últimas posesiones africanas), su vertiente marina le da vida. Y está jalonada de monumentos escultóricos, algunos, como El Vigía, El pescador de viejas o Equipaje de ultramar (de Eduardo Úrculo), de buen tino, y calidad estética; estas llamativas presencias se deben, por lo que me contaron, a la iniciativa de un edil amante del arte. No podía faltar en el repertorio una escultura de Unamuno, situada frente a la casa de su destierro, que se visita. El filósofo había expresado el deseo de ser enterrado en Montaña Quemada, no lejos de Tindaya. Otro sueño vasco irrealizado.

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13 de septiembre de 2018
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TLS

El viernes 17 de febrero de 1902 el lector del periódico más prestigioso de Gran Bretaña encontró una sorpresa en sus páginas, que por entonces salían de lunes a sábado (desde finales del siglo XVIII) en formato sábana ("broadsheet"). Encartado en The Times podía verse, respetando el formato y la tipografía del diario, un a secas llamado Literary Supplement, que no se vendía por separado y anunciaba en un ladillo de su propia portada un índice de contenidos muy variado, pues junto a las reseñas de libros de distinta naturaleza y el comentario de espectáculos escénicos y musicales incluía también la ciencia, el verso y, en una contraportada miscelánea, los movimientos de una partida de ajedrez planteada por correspondencia, comentados, en los dos tableros adjuntos, por otros aficionados al juego. Releído ciento dieciséis años después y superados los seis mil números, ese primer Suplemento Literario del Times londinense aparecía ya marcado por la impronta de la diversidad temática, mantenida hasta hoy sin apenas cambios, así como por dos formidables características: el toque excéntrico y la solvencia crítica. Todos los colaboradores eran entonces -y lo siguieron siendo durante más de siete décadas- anónimos.

El anonimato legendario del pronto conocido por sus allegados como ‘TLS', lejos de ser siempre frustrante iba a convertirse en un alimento de las suspicacias, malhumores y adivinaciones malévolas, sin las que, seamos francos, los cuerpos auxiliares de la literatura tendrían menos pegada. Disfrutada por los lectores neutrales y poco cotillas pero odiada por las víctimas de críticas devastadoras e innominadas, esa política editorial cambió en 1974, cuando el suplemento, bajo la dirección de John Gross, decidió consignar el nombre de sus colaboradores y añadir al final de cada número un perfil profesional en dos o tres líneas de los firmantes. Así surgió la parte escondida de una labor colectiva que causaría asombros y confirmaba secretos a media voz. Era por ejemplo sabido que Virginia Woolf había colaborado con frecuencia y desde muy joven en el suplemento, pero hubo que esperar al primer volumen de la inmejorable edición de los ensayos completos de la autora, iniciada en 1986 por Andrew McNeillie, para calibrar la enorme cantidad e importancia de los artículos, largos y cortos, que Woolf, tan eminente ensayista como novelista, escribió por encargo de Bruce Richmond mientras este fue ‘editor', entre 1902 y 1938. Woolf cumplió su primera comisión en marzo de 1905, a los 23 años, y dejó de publicar en el TLS cuando aquel se retiró, diciendo de Richmond en un tributo anotado en su ‘Diario' (entrada del 27 de mayo de 1938) que "aprendí mucho de mi oficio escribiendo para él: cómo condensar; cómo vivificar; y también me hizo leer con lápiz y cuaderno, seriamente". Son numerosas las grandes piezas ensayísticas de la creadora de ‘Orlando' que proceden del TLS, desde las primeras y ya magistrales ‘El genio de Boswell' o ‘Sterne', de 1909, hasta ‘Horas en una biblioteca' (1916), ‘Un príncipe de la prosa' (1921, sobre Conrad y Henry James), ‘Las novelas de Turgenev' (1933) y el último, excelente, sobre ‘Las comedias de Congreve' (1937).

Es tentador preguntarse si hay un misterio en la larga permanencia, más que centenaria y nunca devaluada, de la revista, superando las crisis del grupo empresarial que le daba cobijo y en el cual opera actualmente de modo autónomo al del diario, dentro ambos del conglomerado de Rupert Murdoch. ¿Mera suerte, un buen ojo gestor, personas muy capaces en su staff, niveles culturales que sólo un país de larga y rica tradición letrada puede permitirse? Hace dos años hubo un momento de pánico cuando la empresa colocó como ‘editor' o director del suplemento a Stig Abell, un hombre de 38 años que procedía del tabloide sensacionalista The Sun, otra propiedad del magnate Murdoch, y que, contra lo temido, no adocenó el TLS ni cambió su rumbo, logrando por el contrario, al poco de llegar, algo prodigioso en estos tiempos de adelgazamiento creciente de las humanidades: aumentar ocho páginas el espacio semanal (36 en la edición impresa que llega a los kioskos y a sus suscriptores). En estos dos años su circulación ha crecido casi un 40%, y todo ello sin incluir desnudos capciosos ni titulares exclamativos. 

El TLS publica todos los viernes una buena cantidad de reseñas y comentarios que a mí, que lo sigo desde hace varios lustros, no me hacen detener la mirada más allá del titular: horticultura (siguiendo la tradición pastoral tan británica), economía, heráldica, novela gráfica (una servidumbre ya obligada hasta en las mejores casas), y antes de que se pusiera de moda, la glosa gastronómica. Pero 36 páginas dan para mucho, y estoy seguro de que esas materias que a mí y a tantos otros nos causan inapetencia serán devoradas con fruición por las personas que, a su vez, encuentran aburrida la poesía contemporánea, la última ficción coreana o la ópera. Todos, quiero pensar, somos lectores fieles de lo que nos interesa, y a todos nos compensa comprar el semanario, otra de cuyas virtudes ha sido consolidar la atención prestada al cine, que cuenta con extensas críticas de películas de estreno firmadas por el magnífico novelista Adam Mars-Jones. Se ha producido asimismo un evidente rejuvenecimiento, ya que no pocos de los colaboradores tienen como perfil el de ser becarias o doctorandos. A su lado la edad provecta es gloriosamente respetada. John Ashbery publicaba allí sus poemas inéditos hasta poco antes de morir a los 90, y también reseñan con asiduidad Edmund White, Frederic Raphael, Gabriel Josipovici y una estupenda veterana como Margaret Drabble.

Ahora bien, junto a las novedades, la fidelidad a sus principios, que por algo hablamos de la parsimoniosa alma inglesa. En el TLS no falta nunca Shakespeare, como no decae la producción de sesudos estudios sobre el Bardo, ni la literatura greco-latina, donde brilla a menudo Mary Beard, ni la rúbrica oriental, supervisada por un especialista como Robert Irwin. Y la preponderancia que dentro de las lenguas extranjeras tenía antaño la novelística franco-alemana ahora se ha diversificado notablemente, siendo muy de apreciar la atención a clásicos del siglo XX y nuevos nombres de las letras españolas y latinoamericanas, en una sección al cuidado de Rupert Shortt, un hispanohablante.

La extravagancia a que nos referíamos antes se refleja especialmente en dos apartados que gozan de gran solera y amplia devoción, las Cartas al Editor y la página de cierre NB, con notas misceláneas muy jugosas, entre la erudición y el chisme, de un embozado J.C, reminiscencia quizá del pasado encubrimiento individual. De J.C. son memorables sus invectivas burlescas a la jerga académica, fundamentalmente norteamericana, y deliciosos sus "recorridos" por las tiendas de segunda mano, donde siempre encuentra a bajo precio ediciones valiosas, así como libreros chispeantes. Respecto a la infalible y últimamente mejor colocada correspondencia dirigida al editor, da cabida a piques desabridos, respuestas aún más ácidas, desdenes y venganzas, por lo general de la grey universitaria. Los poetas, como ya sabíamos, son los más sensibles, tanto al halago como al anatema, y repasar históricamente las cartas cruzadas entre beligerantes traza una pintoresca historia paralela de la infamia literaria. A la vez, también es confortante advertir que lectores desde Singapur o una perdida aldea de los Abruzos puntualizan inexactitudes o facilitan datos recónditos con buena disposición y admirable sabiduría. También ellos enriquecen el caudal y la leyenda del TLS.

Como curiosidades recientes de la sección son de destacar, el año pasado, la carta de Martin Scorsese discrepando sin petulancia de una apreciación sobre novela y cine y corrigiendo un error cometido por el antes citado Mars-Jones en la reseña de su film ‘Silencio', así como, en las últimas semanas, un intercambio de pareceres que se sigue como una serie de suspense sin graves crímenes; la inició la escritora (y traductora de Proust al inglés) Lydia Davis contando sus dudas en la elección de título del primer volumen, el que en español llamó su primer traductor Pedro Salinas ‘Por el camino de Swann', y las variantes sugeridas, debatidas o vilipendiadas por los lectores del TLS son tantas que entran ganas de hacer el mismo juego en nuestra lengua. ¿Dónde?

 

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29 de agosto de 2018
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Trapera deambulante

Godard no le abre a Agnès Varda al final de ‘Caras y lugares' cuando ella quiere saludarle en su casa lacustre, a la que ha ido acompañada de su co-realizador JR para rememorar la antigua amistad; cansada de llamar, entristecida, le deja el regalo de unos ‘brioches' comprados ex profeso y un mensaje a rotulador evocando, como lo ha hecho él en el suyo escrito sobre el cristal de la ventana, a ‘Jacquot' (Jacques Demy, marido de Agnès fallecido en 1990 y persona querida por Godard). Varda sospecha, y con ella los espectadores, que Jean-Luc sí está dentro, agazapado tras las cortinas o haciendo oídos sordos en otra habitación de la casa. Y JR le dice entonces para consolarla: "Quizá ha querido alterar el curso de tu línea argumental". No es una suposición insensata.
Pero Godard sí abrió las puertas del reconocimiento, siendo ya un crítico muy señalado y antes de convertirse en el refundador del séptimo arte, a la única directora de la Nouvelle Vague, quien, dos años mayor que él, había iniciado con veintiséis una carrera fílmica en la ficción y el documental que no tiene comparación igualable en la historia del cine, mujeres y hombres incluidos. A propósito de ‘Du côté de la Côte' (1958), cuarto título de la filmografía ‘vardiana' y tercero de sus numerosos cortometrajes, Godard, con el desbordamiento encomiástico propio de la época, escribió que esa breve mirada a la Costa Azul, tan literaria como impertinente en el humor, era una película admirable "multiplicada por Chateaubriand (el del ‘Voyage en Italie'), por Delacroix (el de los bocetos africanos), por Madame de Staël (la de ‘De l´Allemagne'), por Proust (el de ‘Pastiches et Mélanges'), por Aragon (el de ‘Anicet ou le panorama'), por Giraudoux (el de ‘La France sentimentale'), y por más que me olvido". En medio de sus superlativos, el autor de ‘Á bout de souffle' repara en un detalle: "la maravillosa panorámica de ida y vuelta que sigue una rama de árbol recortada por la arena para llegar hasta las alpargatas rojas y azules de Adán y Eva".
Las alpargatas del hombre y la mujer desnudos en un prado no son de ese color, sino verdes y magenta, pero el ojo ‘godardiano' acertaba ya entonces en algo subsidiario e importante: la presencia en el cine de Varda del más modesto utillaje de la vida corriente. ‘Villages et visages', título que en francés tiene un gusto aliterativo perdido en la traducción española, sigue la senda periférica de ‘Los espigadores y la espigadora', esa obra maestra con la que inició el siglo XXI y a partir de entonces continuó de diversas formas y en distintos formatos, desde las películas cinematográficas hasta las instalaciones museísticas, en un conjunto fílmico que ha ido cobrando a lo largo de sesenta años de abundante actividad una densidad, una coherencia y una riqueza de signos siempre impregnados por la personalidad de la artista, tantas veces presente, tras la escritura del guión y la labor directiva, en tanto que narradora ambulante de sus historias. 
Los países, los temas, las ocasiones y los personajes, reales o interpretados por actores, fueron cambiando y alternándose, pero queda claro a la hora de hacer recuento (provisional, por supuesto), que la predilección de la cineasta siempre va hacia los depósitos donde se almacenan desechos, olvidos, carencias; el caudal de lo que un día fue básico en comunidades urbanas o rurales "de proximidad" y ahora tan lejos nos queda. Agnès Varda se ha convertido en la gran fabulista de lo abandonado y lo desportillado, de los segundos términos sociales hoy apenas visibles, de los restos de la opulencia que para tantos es el Progreso. Esto no es nuevo en ella. ‘Cleo de 5 a 7' (1961), en su estructura de crónica en tiempo real de la tarde que pasa su protagonista, una joven cantante de poca monta a la espera de un grave dictamen médico, tenía algo de retrato proletario de la ansiedad, y en la originalísima ‘La Pointe-Courte', su primer largo, de 1954, la historia de la crisis de una pareja reunida en el poblado marítimo cercano a Sête del título, hasta el minuto 12 no aparecen el hombre y la mujer, primero largamente de espaldas, al fin de frente ambos, precediéndoles un introito sobre la vida de los pescadores furtivos, las básicas comidas familiares, el miedo a los policías de la Salud Pública; esa línea documental reaparece en bellas escenas de astilleros y arcaicas fiestas acuáticas del lugar, entremezclada sagazmente con la letanía doliente de la pareja, un inspiración discursiva clarísima de ‘Hiroshima mon amour' (1959). 
En esta gloriosa última fase de su cine, Varda se ha convertido en el contrapunto femenino del ‘chiffonier' (trapero) que Walter Benjamin, tomando el molde poético de Baudelaire, quiso ser en sus propias obras de recogedor monumental de lo mínimo: "todo lo que la gran ciudad ha tirado, todo lo que ha perdido, todo lo que ha desdeñado, todo lo que ha roto, él lo cataloga y colecciona. [El trapero] Compulsa los archivos del derroche, el cafarnaum de la basura. Y hace un expurgo, un surtido inteligente".
En su filmografía ya había un excelente título, ‘Daguerréotypes' (1975), descrita por ella como una película sobre los comerciantes y los comercios de una manzana parisina de la calle Daguerre donde vivía. Pero en esta última hay que señalar el papel jugado junto a la par por JR, el artista viajero en su caraván de fotomatón con impresora. Juntos inician un paseo de rescate por los campos y pueblos menos lucidos de Francia, JR siempre con gafas negras, y ella con crecientes problemas oculares; es bellísimo el momento en que Agnès por fin convence a su compañero de que se quite las gafas para ella, y al hacerlo lo ve borroso en la bruma de sus cataratas.
‘Caras y lugares' glosa lo efímero y lo practica. Las fotoimpresiones gigantes de JR son estampadas en muros donde no hay publicidad pero queda vida, como en el caso de la única habitante de un pueblo minero fantasma, retratada y adherida a su vacía casa, o el homenaje emocionante a Guy Bourdin, el amigo muerto de la Varda, cuyas fotos de joven ella rescata, para quitarle muerte, e imprime con el método JR en un acantilado que la marea y el salitre irán borrando. Todo lo irá borrando el paso del tiempo; se trata de recordarlo, de documentarlo: el recóndito cementerio rural de diez tumbas, una de las cuales es la de Cartier-Bresson, o las tres esposas rubias de los estibadores de Le Havre, magnificadas en los contenedores de un cargamento con incierto destino.

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25 de julio de 2018
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Metro Velintonia

Hemos sabido gracias a la publicación en El País de un artículo de Diego Cruz Torrijos, diputado socialista en la Asamblea de Madrid, que existe una iniciativa de la Comunidad madrileña, siempre velando por nuestros intereses (sobre todo los futbolísticos), para cambiar el nombre de la estación de metro de la línea Circular llamada Metropolitano, no vaya a ser confundida con la del estadio-madre del Atlético de Madrid. No soy persona de mucho fútbol, aunque tengo alguna querencia en ese campo, pero me atrevo a suponer que ningún colchonero de pro cometería el error de confundir la estación de metro del actual estadio de sus colores, sita en la otra punta de la ciudad, yéndose al Metropolitano subterráneo de la Universitaria en vez de a la vistosísima y altiva Peineta. 

La palabra "metropolitano" es bella, y tiene en nuestra lengua raigambre desde que en 1957 Carlos Barral, gran editor y poeta, publicó con ese título a secas una de sus mejores obras, un extenso poema unitario. Barral, como tantísimos otros escritores jóvenes, fue con sus versos -suponemos que no viajando en metro- a la calle Wellingtonia nº 3, donde vivía Vicente Aleixandre, quien en sus remites ponía, en vez del nombre tan arbóreo como difícil de deletrear (se trata de un secuoya de implantación californiana), la versión propia, Velintonia, anteponiendo al nombre de la ciudad, Madrid, el del barrio o distrito, Parque Metropolitano.

Esa casa de tres alturas lleva, como bien señala el diputado Cruz y ha glosado con detalle también el periodista Sergio C. Fanjul, muchos años cerrada y abandonada a su suerte, que parece muy incierta hoy por hoy. El lector con un poco de curiosidad sabe de los avatares del airoso aunque nada opulento chalet, con su histórico jardín, puesto en venta por los herederos del poeta desde que, tras muchos intentos, se frustró lo que parecía lógico y digno: preservar institucionalmente ese espacio lleno de resonancias, no como monumento sino como sitio de encuentro, evocación y acomodo de una fundación o casa de la poesía. Pero ya se sabe que en nuestro país la conmemoración solemne de un día gana a la memoria constante, y la gran mayoría de los políticos electos prefieren mil veces más desvelar una placa ante unos invitados, a los pocos minutos ya dispersos, que dar a conocer el significado y la obra de un poeta o una novelista que agrandaron con sus libros el espíritu del lugar. 

El autor de Espadas como labios obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1977, y un año después se produjo el homenaje del ayuntamiento madirleño que, sin gustarle, aceptó por cortesía: la transformación callejera de Wellingtonia en Vicente Aleixandre. La escena municipal tuvo cierto aire berlanguiano, que Aleixandre fomentaba al contársela a sus amistades, y estas a las suyas; llegó, presidida por el alcalde Rodríguez Sahagún, la comitiva "bajo mazas" (según la narración más audaz), llamaron a la puerta de Velintonia 3, abrió la hermana del poeta y les dio las gracias, pidiendo disculpas por la súbita indisposición que impedía a su hermano subir los pocos metros que separaban la vivienda del panel de azulejos donde, con gusto cerámico dudoso, un paisaje marino servía de marco al rótulo "Calle de Vicente Aleixandre, Premio Nobel de Literatura 1977". Semi-oculto tras unos visillos, el homenajeado observó con prudente guasa el ritual, pero siguió poniendo, en las pocas cartas que escribió en sus últimos años de impedimentos oculares, "Velintonia 3".

En Madrid hay grandes poetas en la nomenclatura del transporte, Antonio Machado, Miguel Hernández, Rubén Darío, entre otros escritores de talla (Quevedo, Concha Espina) y pintores de primera magnitud. Sabiendo la poca inclinación ‘aleixandrina' a las aglomeraciones, dudo sin embargo de que la bienintencionada propuesta del diputado Cruz, llamar a la citada estación de metro "Vicente Aleixandre-Velintonia", le hubiese satisfecho, del mismo modo que pienso, a título personal naturalmente, lo incongruente que es que María Zambrano, la filósofa de la hondura del ser, dé su nombre a la estación del AVE malagueño adonde uno llega con su maletín rodante después de haber oído un par de horas la coral estridente de los ‘telefoninos'.

Por mi parte, una sugerencia de futbolero neutral, usuario asiduo del metro y amigo próximo de Aleixandre a lo largo de casi veinte años: adquirir la casa como bien cultural antes de que se caiga o se venda al mejor postor, dejar Metropolitano a la estación, Vicente Aleixandre a la calle, y retirar del final de Reina Victoria el busto en piedra de nuestro poeta, una obra que le salió muy poco lograda al excelente escultor Julio López. ¿Y qué se pone allí si el busto va al museo? Sería muy ocurrente, y sostenible, que las autoridades plantasen, en el sitio dejado por la estatua que en nada se parece al poeta, una wellingtonia, y pensarse mejor, mientras crece el conífero, lo de llamar al metro Velintonia.

 

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16 de julio de 2018
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Ontología del monigote

Educado en una facción extrema del objetivismo ‘baziniano', siempre me fue difícil apreciar el cine de dibujos, desprovisto, por su propia razón de ser, de toda ontología. Perdí con la edad alguna arista radical de mi carácter, a la vez que adquiría otras, y mientras tanto el séptimo arte evolucionaba laxamente hacia las formas blandas de la zoología -tanto la doméstica como la fantástica- y el ser humano animado, aunque esa pamema se libró de verla, al morir prematuro en 1958, André Bazin, fundador y cerebro del ‘cahierismo'. Tampoco al estricto inductor de buena parte de la Nouvelle Vague le habría gustado el espectáculo de la crítica contemporánea, incluso la especializada, dando igual rango a la fenomenología de Orson Welles o Jean Renoir y a los primorosos artesanos del celuloide pintado o el stop-motion.
Por mi parte, un buen día de 1993, para no caer en la obsolescencia, fui a ver, al llevar en sus créditos el nombre de Tim Burton, Pesadilla antes de Navidad. No me disgustó como filigrana, pero todo el rato lo pasé añorando lo bueno que habría sido ver aquella fantasía gótica, cantada a ratos, en carne y hueso mortal. Salí del cine, pues, complacido y decepcionado, un sentimiento de riña interna idéntico al que hace pocas semanas he experimentado ante las últimas obras de dos admirables cineastas, Steven Spielberg y Wes Anderson; y soy de la opinión, aun no olvidando títulos como Cristal oscuro de Henson y Oz (1982) y ¿Quién engañó a Roger Rabbit? de Zemeckis (1988), que sin el precedente de Burton -cuyas películas, ya antes de la que hemos citado y también otras después de ella, oscilan de manera perversa entre la figuración realista y el cartoon caricaturesco- ni Spielberg ni Anderson habrían dado el paso descomunal que suponen sus últimas obras.
Ready Player One exhibe los virtuosismos narrativos, la potencia rítmica y el ojo infalible con el que Spielberg sabe dar a un encuadre fílmico la riqueza de un cuadro en movimiento en el que nada sobra y nada simplemente decora; lo que bulle dentro de cada plano tiene un porqué, un sino, vida interior, y en este caso, las posibilidades que le da al director el uso de la imagen virtual acumula una densidad plástica vertiginosa, por lo barroca. El desvencijado rascacielos habitacional en donde arranca la película es así una torre de Babel del manierismo, del naturalismo más sucio, del futurismo, de la action-painting, del body-art, de los cromos melifluos del álbum infantil y los fondos desorbitados de la consola. Si a esa amalgama, abrumadora a veces aunque exquisita casi siempre, se le añade el humor auto-referencial y sibilino, ya se entiende que el resultado no aburre ni un segundo, por mucho que la parábola que se cuenta contenga todos los clichés del conflicto edificante entre los esbirros del Mal y los paladines del Bien. 
Para congraciarse con el público adulto que, como yo mismo, se sienta tentado de ver esta rutilante saga de corte pueril, Spielberg y sus tres guionistas, uno de ellos autor de la homónima novela original adaptada, nos guiñan el ojo casi constantemente, a veces en simultáneo a las más insulsas imágenes humanoides, parecidas a las que poblaban el para mí deplorable film de James Cameron Avatar. Parodias de los clásicos del gamberrismo hollywodiense más descerebrado, como Desmadre a la americana, citas remasterizadas de los ‘hits' de Duran Duran, nomenclaturas de homenaje a directores y cantantes de culto no anuncian, sin embargo, lo que Spielberg nos depara un poco antes de la mitad del larguísimo metraje de casi dos horas y media: una deslumbradora paronomasia que consiste en condensar en un precipitado de unos veinte minutos la gran obra maestra de Kubrick El resplandor. Ocurrente, brillante, irreverente, el inserto al modo cervantino de un cuento dentro de otro que lo imita, lo cita y lo parasita, posee además el acento del recuerdo al amigo muerto, al inspirador y maestro, al interlocutor intempestivo que, como contó el propio autor de Encuentros en la tercera fase, le telefoneaba desde el mediodía londinense a la más profunda noche americana para chismorrear, discutir guiones y dar ideas envueltas en papel de regalo (recuérdese que la excelente I.A. Inteligencia artificial, un proyecto que Kubrick tuvo entre manos durante años, se lo acabó pasando a Spielberg, quien lo rodó, sin duda no casualmente, el año 2001).
El tono zahiriente del ‘tongue-in-cheek' también está en el corazón de Isla de perros (Isle of Dogs), la película en stop-motion de Wes Anderson, hecha en compañía, se nos dice, de seiscientos animadores repartidos por medio mundo. La historia tampoco aquí se sale de lo trillado, siendo su moraleja, pues la tiene, de parvo alcance: la denuncia a un corrompido alcalde japonés, Kobayashi, por la manera de atajar la epidemia de fiebre canina que afecta a su ciudad, Megasaki, expulsando de ella a todos los perros, callejeros y estables, y confinándolos en el remoto enclave de Isla Basura, donde les vemos llevar una vida de calamidad hasta la llegada en avioneta del héroe, el joven Atari. De la película me gusta, a título personal, que contraponga la modestia del can escarnecido al altivo imperio felino, una vez más sus citas (sobre todo a la obra y a los personajes más agrios de Akira Kurosawa), y lo redicho del diálogo y la narración, escritos con el sello indeleble del muy letrado Anderson, aunque también el guión de Isla de perros lo firmen cuatro, uno de ellos Roman Coppola. El efecto que produce la conversación perruna dicha por algunas de las mejores voces del cine contemporáneo (Tilda Swinton, Bill Murray, Harvey Keitel, Jeff Goldblum, Greta Gerwig) es arrollador, en su vertiente paradójica: la pureza de la dicción, a veces de un calculado histrionismo sarcástico, enfría y reactiva lo que vemos hacer en la pantalla a una jauría de animales compuestos de trapo, truca e implantes digitales. Un distanciamiento no-brechtiano para un cine, eso hay que reconocerlo, que en animación sigue siendo tan de autor, tan resabiadamente andersoniano, como el de El Gran Hotel Budapest.
Y aun así la película de Wes Anderson no aspira a la condición de gran arte sublime que la última animación cinematográfica ya practica, y cuyo ejemplo más destacado es Loving Vincent de Dorota Kobiela y Hugo Welchman, un alarde de recreación biográfica en una variante tecnológica, la Live Action, aún más sofisticada, pues las escenas con personajes verídicos que aparecen, los hermanos Van Gogh y sus allegados, fueron primero rodadas con actores cuyos rasgos serían después recreados, iluminados a mano fotograma a fotograma. El resultado, y de nuevo habla el escéptico baziniano, no despeja la creencia en la supremacía fílmica de lo real verosímil, pero tiene el encanto del género pictórico del trampantojo. Anderson no es pictoricista, sino cinemático, y en Isla de perros hay secuencias memorables, el cortejo de la pareja de Nutmeg y Chief junto a la fuente tóxica, el primer baño del perro vagabundo, la preparación en planos picados del sushi, la procesión nocturna de la camada. Parecen acontecimientos del existir cotidiano, animal y humano, captados con las someras armas utilizadas por el cine desde los hermanos Lumière; personajes que andan y respiran, haciendo de ellos mismos o de otros, similares y próximos a lo que somos. Y dando la ilusión de ser vida real, sin serlo.

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26 de junio de 2018
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Fuera de África

Una confusión se ha suscitado con motivo del estreno de ‘Un sol interior' (‘Un beau soleil intérieur'), que en más de un comentario era descrita como adaptación libre del libro de Roland Barthes ‘Fragmentos de un discurso amoroso'. Aunque alguna de las notas de la propia directora Claire Denis publicadas en la información de los cines donde se proyecta lo aclaran, nada mejor que recurrir a la literalidad de una memorable entrevista a dos voces, la de Denis y la de Bruno Dumont, realizada por el crítico francés Jacques Mandelbaum y aparecida el 18 de mayo de 2017 en Le Monde al ser presentados en el festival de Cannes de tal año las últimas películas de ambos cineastas, vinculados en cierto modo formalmente. Preguntada por su posible tendencia a las adaptaciones literarias, Claire Denis afirmaba que en este caso ella nunca pasó del "estadio de la tentación" en la que sí cayó dos veces antes, sobre todo en el que para mí sigue siendo su mejor título, ‘Beau travail' (1998), trasunto no explícito pero tampoco disimulado de ‘Billy Budd', tanto la novela corta de Herman Melville como la ópera homónima de Benjamin Britten, homenajeada por la inclusión en la banda sonora de pasajes de la música compuesta para el teatro. El tentador fue Olivier Delbosc, productor que le sugirió tomar como base de un libreto fílmico una parte del riquísimo léxico erótico en ochenta palabras de encabezamiento y sus correspondientes capítulos de los citados ‘Fragmentos', lo más cercano a la literatura narrativa del gran escritor que fue Barthes; la directora atendió a Delbosc no muy convencida, sin que hubiese manera de proseguir en el empeño, pues los herederos del ensayista se negaron a ceder los derechos, con lo que Denis y su co-guionista la escritora Christine Angot tomaron otro camino, reteniendo, dice la primera en su mencionado diálogo con Dumont, la idea capitular y el recuerdo del término "agony" asociado por Barthes al estado amoroso, "una especie de sufrimiento benigno que es menos terrestre, más novelesco que la agonía".

Lo peor de ‘Un sol interior' no es su forzoso alejamiento del libro que dio mal pie al proyecto sino la escasa entidad de lo que vemos y oímos en la pantalla. Denis ha referido en otra entrevista que, una vez descartado Barthes, le propuso a Angot lo siguiente: "No tenemos mucho tiempo. No tenemos mucho presupuesto. Vamos a filmar tus palabras". Angot tiene cuando menos dos buenas novelas, ‘Una semana de vacaciones' y ‘Un amor imposible', pero su lapidaria verbalidad, de molde confesional y a menudo lacerante, no encuentra aquí un satisfactorio correlato a la acumulación coital, sobrellevada con tanto pundonor como impudor físico por Juliette Binoche en una de sus prestaciones cinematográficas menos consistentes. Como admiro a Angot y a Denis y aún más a Binoche, se me ocurre, y quizá no pase de ser una veleidad geográfica, que el fallo de esta película es que trascurra en Europa: de las seis que conozco, las excelentes son las africanas, ‘Chocolat' (1988), la citada ‘Beau travail' y ‘White Material' (2009), primera obra suya que tuvo estreno en España con el título de ‘Una mujer en África', resultando también fascinante ‘L´intrus' (2004), que, localizada en una Suiza fronteriza y llena de sombras fugitivas, se desliza en sus sorprendentes pliegues narrativos hacia un polo norte quizá onírico y un polo sur tropical en Tahití. Así que yo diría, en mi conjetura, que los territorios extranjeros inspiran a esta directora francesa nacida y criada hasta su mayoría de edad en el continente africano, siguiendo los destinos de su padre, geógrafo al servicio del gobierno galo, y que la mirada foránea y transeúnte adquiere en su filmografía mucho más relieve que el punto de vista femenino.

Su primera obra, ‘Chocolat' (1988), evocaba de modo impresionista, cómico y ya erótico el Camerún de sus años de infancia, volviendo de nuevo a un marco colonial, más indeterminado, en ‘Una mujer en África', donde el talante acre y afligido de su protagonista María Vial prolonga la curiosidad infantil de la Marie France niña de ‘Chocolat'; en cierta medida María Vial podría ser, con treinta años más, una Marie France que ha decidido no regresar a Europa, se ha casado con un blanco de su país, ha plantado cafetales y, en medio de las guerras civiles y las rupturas amorosas y familiares, no quiere eludir su destino africano. El color de la piel humana importa en el cine de Denis, quien con frecuencia destaca la desnudez de los hombres, no siempre bellos ni jóvenes; la piel es más que el alma para esta declarada enemiga de la psicología, "repelente napalm que todo lo mata".

Volviendo a ‘Una mujer en África', película nada tranquilizadora ni condescendiente en el tratamiento del tema racial (en ese sentido y en algún recoveco argumental hace recordar la obra maestra de Coetzee ‘Disgrace'), sus personajes expatriados y extraterritoriales, tan del gusto de la directora, puntean la historia de una deriva, de un enfrentamiento a la violencia, cansados de su resistencia o su lucha y sujetos al recelo que produce la materia blanca (‘White Material', título original del film, es como llaman un tanto despectivamente los nativos a los colonos) en un continente donde lo negro fue, durante muchos siglos, pura materia desprovista de espíritu.

Por redondear mi tal vez veleidosa cábala, el gran momento de ‘Un sol interior' es el desenlace, altura en la que los senderos del relato se bifurcan. Dejando por un momento a la absoluta protagonista Isabelle (Binoche), la cámara enfoca un automóvil parado con una mujer atribulada dentro (Valeria Bruni Tedeschi) y un hombre que cierra la portezuela y se despide (Gérard Depardieu). El hombre es un vidente, y la escena final, que se entremezcla con los títulos de crédito, da un golpe de autoridad en un film hecho de borradores. Filmada en largos y frontales planos/contraplanos, la potencia de la ficción reluce en esa escena dialogada: el adivino elocuente vaticina un futuro mejor al otro lado de la realidad, cuando la tiniebla se va y sale el sol, un sol que sólo puede nacer de nuestro interior. Y Juliette Binoche, transfigurada, lo hace brillar para nosotros, espectadores deseosos de una revelación, un alivio o al menos un calor que, en efecto, nos llega de ella. Estos breves minutos de cierre entran en una dimensión incógnita, el país de lo que queda por conocer. Isabelle abre con su sonrisa plácida la puerta de acceso a él, y así confiere un sentido a una película que antes anda perdida sin encontrarse a sí misma.

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23 de mayo de 2018
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La historia de los raros

Qué distintos son los homosexuales de las tres recientes películas de gran éxito en las que aparecen: tan distintos como los seres humanos lo somos unos de otros, con la particularidad de que estos hombres unificados por su deseo son del pasado, cuando la historia les ponía un estigma y les daba un plus de peligrosidad. La vida de Oliver y Elio en el verano de 1983 plasmada en Call Me by Your Name es de "calme, luxe et volupté", y el peligro, que los padres de Elio o la cocinera de la mansión campestre italiana del siglo XVII adviertan que el adolescente que toca el piano y el estudiante post-graduado en visita académica no solo se intercambian libros y pasean en bicicleta; las ganas de consumar físicamente su mutua atracción se realizan, y no hay escándalo, aunque antes las solventa Elio, solo en su dormitorio, penetrando con el miembro viril un melocotón de la huerta familiar, en una escena a la que Luca Guadagnino, director de gran habilidad, sorprendentemente no le saca, valga la paradoja chistosa, el jugo que tal episodio tiene en la obra homónima de André Aciman. Y eso a pesar de que, por lo demás, la película supera en gracia espiritosa, en el trazo de los personajes, en la creación de una atmósfera lánguida y sensual, al libro, novela rosa de un buen profesor y ensayista ‘highbrow' como es Aciman, muy bien trasladada a la pantalla por dos cineastas ‘middlebrow', James Ivory, autor del guión, y Guadagnino, que lo rueda muy atento a que la belleza de los interiores naturales y los paisajes de la Lombardía no desmerezcan junto a la rotunda apostura de Armie Hammer (un Oliver de escasa relevancia interpretativa) y la hermosura radiante de Elio, llena de inteligencia en los ojos y poderosa imantación en los gestos del nuevo ‘wonderboy' de Hollywood Timothée Chalamet.

Call Me by Your Name
se ve con agrado, como se veían en su día las sólidas adaptaciones de mejores novelas hechas por Ivory, Oriente y Occidente, Una habitación con vistas, Los restos del día, de Ruth Prawer Jhabvala, E. M. Forster y Kazuo Ishiguro, respectivamente. Por su parte, Guadagnino, un director que pasa de lo pretencioso a lo superficial con innata facilidad, sabe en este caso sacar buen partido dramático de personajes episódicos, como son la madre de Elio, Annella, interpretada por la siempre solvente actriz francesa Amira Casar, o Marzia, la chica con la que el indeciso muchacho flirtea, que encuentra en Esther Garrel el aplomo y el talento de una familia de casta en el cine europeo. Y hay en el final una gran escena, tomada fielmente de la novela, que aborda con emotividad sutil la historia fantasmática de la desgracia homosexual, cuando el padre de Elio -ilustre arqueólogo al que en ese placentero verano ha ayudado en sus investigaciones Oliver, ya de regreso en los Estados Unidos- nota en su hijo la carencia del amor que allí en la mansión ha tenido lugar, y le insinúa al chico que también él vivió cuando era joven una historia ‘prohibida' que quedó irrealizada. La misma frustración, en otro contexto pero años coincidentes de la Guerra Fría, en torno a 1963, la sufre Giles (Richard Jenkins), el amigo y cómplice de la protagonista de La forma del agua (The Shape of Water), rechazado por su diferencia sexual, no tan aparatosa como la de la muda Elisa y el monstruoso hombre anfibio, pero igual de demonizada en un película, brillante como todas las de Guillermo del Toro, lastrada a mi juicio por los subrayados en la metáfora de la rareza.
En los primeros años 1980 los propios homosexuales norteamericanos, los más radicales, cambiaron de apelativo; ‘gay' les parecía demasiado optimista, o demasiado inocuo, prefiriendo asumir, con el término ‘queer' (raro), la dimensión de su extrañeza anómala dentro del tejido social de las mayorías dominantes. Era, naturalmente, un desafío, que en parte quedó truncado por la eclosión y devastador crecimiento del SIDA, que mantuvo al menos dos décadas el baldón ignominioso de ser una enfermedad (o condena) reservada a esa minoría sexual. 120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute) es la crónica de unos humillados que combaten con orgullo la mortalidad de su dolencia y la ofensa del castigo adherido a su condición privada. Act-Up fue fundada en Francia en junio de 1989 por activistas infectados por el VIH, que reclamaban, con acciones llamativas, un tratamiento sanitario eficaz, no discriminado, y denunciaban los abusos de las empresas farmacéuticas; una de las secuencias más logradas de la película reproduce el asalto a la sede de una de aquellas, Melton Pharm, con bolsas de falsa sangre contaminada arrojadas en despachos y oficinas.
El director Robin Campillo hace un film histórico documental, incurriendo en sus 140 minutos de duración en debates interminables que evocan los de La clase, el film de Laurent Cantet del que fue co-guionista, sin el poder de síntesis y la ligereza que tenía aquella psico-comedia escolar. Combativa, bien interpretada, 120 pulsaciones por minuto cuenta la valerosa historia de unos hombres y algunas mujeres (lesbianas, madres de afectados) que fueron fundamentales en la consideración de una grave epidemia mundial y la toma de conciencia que fraguaría en el reconocimiento de derechos sociales y personales antes negados a los ‘raros'. No llega en ningún momento a la contundente y a la vez refinada altura patética que tenían, por no salir del ámbito francés, las últimas novelas de Hervé Guibert, que murió de SIDA, o El hombre herido (L´homme blessé) de Patrice Chéreau, pero abre páginas de una historia que no debe olvidarse, en todas sus facetas. Por ejemplo, la persistencia del deseo aun en momentos de extremo dolor o aflicción, como reflejan la escena de Sean (Nahuel Pérez Biscayart) disfrutando, ya moribundo, de la masturbación que le hace su compañero en el hospital, y, tras, la velada fúnebre, la normalidad de los que sobreviven al ejercer su voluptuosidad.
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3 de mayo de 2018
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Venenos del artista y su modelo

La página en blanco se hace pronto visible en ‘El hilo invisible' (‘Phantom Thread'), con la llegada de Reynolds (Daniel Day-Lewis) al taller suntuoso de su firma de alta costura, la Casa de Woodcock, donde las operarias despliegan las grandes láminas de papel de las que saldrán los patrones de los vestidos; el modista, que aún no interviene, vigila al disciplinado ejército de las empleadas, todas del sexo femenino. La primera incursión del propio Reynolds en la hoja en blanco que hay que transformar en obra de arte sucede más tarde, cuando en el desayuno compartido con su nueva ‘girlfriend' y modelo Alma (Vicky Krieps) los ruidos del cuchillo al untar ella las tostadas molestan al artista, que está haciendo un dibujo en su cuaderno de páginas inmaculadas. Las distracciones de la vida corriente son la amenaza del libre sueño de lo ideal.

El motivo de los papeles y telas blancas (el bastidor ante el que Alma posa y es fotografiada, las distintas capas del material para el vestido de boda de la princesa Mona Braganza, por ejemplo) reaparece de modo intermitente en esta película ambiciosamente conceptual que utiliza elementos de ‘costume drama' y de cuento gótico a partir de una metáfora central y un subtexto lleno de resonancias. La metáfora de Paul Thomas Anderson equipara el diseño y la hechura de un ropaje con los de una novela, y el tema subyacente es la obsesión artística indómita que conduce a la muerte del sentimiento, un campo humano y como tal sujeto a las imperfecciones y renuncias que un perfeccionista encerrado en un solipsismo radical no puede tolerar, si bien tampoco pueda ese mismo creador prescindir de la compañía obediente y la productiva sensualidad de las mujeres. La historia del cine ha tenido grandes figuras del perfeccionismo maniático como Bresson o Kubrick, la de la ficción literaria genios destacados por una orfebrería de ‘máquina soltera' (Gustave Flaubert, Henry James, Pessoa), y en cuanto al solipsista necesitado de compañera (y aprovechado de ella), la literatura española cuenta con el paradigma de Juan Ramón Jiménez, aunque seguramente (él no lo ha afirmado) las inspiraciones del cineasta norteamericano sean Picasso y su plantel de enamoradas complacientes y modelos pasajeras o estables, y la pareja amoroso-empresarial formada por Richard y Cosima Wagner. Anderson, que usa de estrategias frente a la suspicacia periodística, ha esquivado la absurda insinuación de que su Alma se llamara así por Alma Reville, la esposa e importante colaboradora de Hitchcock, sin decir ni pío de la Alma que a mi juicio más le guía en ‘El hilo invisible', Alma Schindler, conocida en el siglo como Alma Mahler, aunque llevó después, en una larga vida, apellidos de otros maridos ilustres como Walter Gropius o el novelista de éxito Franz Werfel. Centroeuropea al igual que la Alma de la película, Alma Mahler se sometió, al casarse muy joven con Gustav, a la condición que el músico le puso de abandonar su carrera de compositora, siendo su forma de rebeldía la infidelidad matrimonial (con Gropius, casada aún con Mahler, y con el pintor Kokoschka) y la escritura en distintos momentos de su vida de tres ciclos de canciones.

La confección de ‘Phamtom Thread' es tan primorosa como la de cualquiera de los rutilantes vestidos de fiesta que salen en la pantalla: el primer modelo de amplio vuelo para su clienta favorita Henrietta Harding, o el antes nombrado traje de novia para la princesa Mona Braganza. Reynolds Woodcock, que nunca se ha casado -como le responde en un diálogo del film a Alma- porque "hace vestidos", es fiel por medio de ellos a las mujeres que viste, exigiéndolas a ellas la misma fidelidad y el mismo trato dispensado a lo que es único. Cuando, ya enfermo, su hermana y gestora Cyril le informa de que Henrietta Harding se ha ido a otro modisto londinense, Reynolds acusa a esta de seguir "the fucking chic", es decir, no lo mejor, representado por la Casa de Woodcock, sino lo que está jodidamente de moda, y llega a un cenit de implacable crueldad en la secuencia más inspirada y reveladora, la del vestido ceremonial de la desangelada Mrs Rose, quien tras dudar de sí misma en cuanto merecedora de llevar ese bellísimo atuendo de seda verde se desploma de pena o de vergüenza sobre la vajilla de su banquete; el modista, acompañado en el empeño por Alma, fuerza con malos modos su entrada en las habitaciones privadas y desviste a empellones a la dormida y quizá beoda señora, saliendo a la calle jovial por el rescate de esa obra maestra y purificada la afrenta de un uso espurio.

Ahora bien, al gran artífice que es Paul Thomas Anderson se le da mejor la ropa de gala que el traje de calle, y las películas, como las novelas, han de poder subir a la cumbre de lo sublime pero también transitar por las espesuras del bosque y el camino llano. Es increíblemente torpe que la información de que Alma es una refugiada judía del Este de Europa en la Inglaterra de los primeros años 1950 en ningún momento conste en el relato fílmico, y se tenga que informar de ello a través de las entrevistas (como la de James Bell en el último número de la revista ‘Sight & Sound'). Alma habla con acento en inglés, lo tiene la actriz luxemburguesa que la interpreta, pero eso no indica nada, siendo hermético hasta lo incomprensible el gesto contrariado de la muchacha al oír que el prometido de la señora Rose pudo haber hecho contrabando de pasaportes con quienes escapaban del nazismo. Y la película tiene un hilo conductor, quizá fantasmático, el de las explicaciones de Alma al médico, que nada aporta y despista, llegando a parecer, al menos a mí, una vía fallida de exploración narrativa que los autores no pudieron o supieron eliminar en el montaje final.

Dicho esto, hay que hablar del virtuosismo de la puesta en escena (la atmósfera nebulosa de la ciudad y los interiores, como envueltos en gasa), realzada por un guión inventivo en los giros dramáticos inesperados y en los brotes cómicos muy sucintos, alivios de una película tan claustral a la que acompaña la sinfonía incompleta pero casi constante de la música de Jonny Greenwood, repleta de citas y préstamos. La rebeldía de Alma y la irrupción del veneno como arma de rectificación, de conquista, de apremio y suprema declaración amorosa, hace de Reynolds, en un final turbador, otro ser, un ser con "imaginación de la desgracia", en palabras de Cioran. Alguien que al perder la perfección insignificante que da la salud accede al estado de cuerpo sensible, en el que la conciencia alcanza la honda intensidad del dolor, pues, sigo citando al filósofo rumano, "la conciencia, en sus principios, es conciencia de los órganos. Sanos, los ignoramos; es la enfermedad lo que los revela".

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12 de abril de 2018
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