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Escrito por

Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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Toda belleza está empañada

Leslie Jamison (Washington D.C., 1983) escribe sobre su ambición. Con distancia, como si ya hubiese renunciado, o cual atributo que se asume y del que una no se puede desprender. Escribe que el éxito (profesional) es una especie/una suerte de premio de consolación. Cuando un tribunal imaginado le pregunte si fue feliz, dirá que no, pero que hizo muchas cosas, que escribió mucho y viajó defendiendo sus libros por todo el mundo.

La clave está en cuántas cosas y cómo hay que hacerlas para que la operación compense cuando llegue la hora de ese juicio. La autoexigencia, o la autoexplotación que dirían otros. Y cómo cambia todo cuando llega el momento del cansancio o de la aceptación de “lo que hay”. En algunas ocasiones, la aceptación puede ser un descanso, una liberación.

Leslie Jamison es una escritora y una ensayista de renombre. Sus libros fascinan a miles de lectores en todo el mundo. Ha escrito sobre su adicción al alcohol y sobre su anorexia, pero también sobre conflictos sociales, internacionales y problemas personales que son universales. Cuando escribe, no exhibe sus éxitos, aunque sí se muestra consciente y orgullosa de lo conseguido. Sin embargo, tampoco olvida que toda belleza está siempre empañada. Por la insatisfacción, por la avidez de lo que nunca podrá conseguirse, por la angustia de querer estar siempre en un sitio diferente al que se está.

Narradora y periodista de una intuición afilada, sabe escoger las imágenes cotidianas precisas para convertirlas en metáfora de un sentir generalizado: “La yuxtaposición de las deprimentes cajas de fruta y la ridícula plenitud de las baldas de yogures parecía una reprimenda: no pidas lo que no hay. Limítate a llenar el carrito con yogures que nunca habrías imaginado. No odies al trotamundos porque no quiere ser el padre de tu hija. Agradece que te haya recordado que aún puedes arder de deseo.”

“No pidas lo que no hay”: el imperativo resume en buena medida todo el contenido de Astillas. Una historia de amor diferente, que publica Anagrama con traducción de Rita da Costa. Otra frase que igualmente concentra muchas de las reflexiones: cuando el psiquiatra le pregunta para qué le servía la anorexia. Para qué sirve el dolor que nos infligimos a nosotros mismos, de dónde surge, qué buscamos con él, quién tiene la culpa si es posible que la tenga alguien más que nosotros mismos. Entendiendo que pertenecemos al privilegiado grupo de aquellos a quienes no están bombardeando, masacrando o matando de hambre.

Porque, de nuevo, el éxito, el privilegio y la belleza, para algunos, siempre van a estar empañados. Un vaho que nos envuelve, una pátina pegajosa que parece hacer imposible cualquier historia de amor, como demuestra Jamison. La maternidad y el amor fracasado son los dos grandes temas del libro. Rompiendo esquemas muy en boga actualmente, la autora se atreve a bordear e incluso sumergirse en las turbias aguas del amor romántico. Sin etiquetas antiguas ni nuevas, aceptando que todo imaginario personal ha sido fruto de un adoctrinamiento cultural, ideológico, moral y emocional. Ella analiza y disecciona el suyo. Y lo hace desde una posición consciente y responsable, que no significa coherente. A cierta edad, no queda más remedio que hermanarse con las propias incongruencias.

Son muchas y minuciosas las páginas dedicadas a la maternidad y los problemas para amamantar a su hija. Llegan a poner a prueba la paciencia de determinado tipo de lector. No obstante, nada en Jamison sobra, puesto que nos está transmitiendo su cansancio. Y su soledad en su autoexigencia. Una autoexigencia que, en última instancia, únicamente busca la mirada del otro y su aceptación. Ser vistos por otro al que ella misma es incapaz de ver, porque, en su lugar, prefiere la imagen idealizada de lo podría llegar a ser. Una relación frustrada y el dolor aniquilante que deja al acabar puede estar justificada porque nos hizo sentir vivos, porque nos recordó que nuestro cuerpo quiere seguir viviendo, como el del heroinómano que no puede detener su adicción. El ejemplo es de Jamison.

Si la autora consigue fulminar el tópico del amor romántico no es por empoderamiento, al contrario, es mediante la aceptación del dolor, de la mezquindad y de los miedos. Por eso su lectura cobija y ayuda a sobrellevar cicatrices y a convivir con las punzadas que de vez en cuando producen las astillas interiores al rasgar la piel.

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8 de septiembre de 2025

'La gran família' de Antònia Carré-Pons (Club Editor, 2025)

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La carne y el cuerpo en la última novela de Antònia Carré-Pons

Menuts (Menudillos), Llibrets (Libritos/Sanjacobos) y Llom de dos colors (Lomo de dos colores) son las colecciones de la editorial catalana Cal Carré, que se propone –según se presenta en su página web– “acercar los grandes clásicos de la literatura universal al público generalista, desde los medievales hasta contemporáneos, porque los clásicos son todos uno y nos hablan del presente de una manera que nunca pasa de moda”. La fundadora de la editorial es la escritora y estudiosa medievalista Antònia Carré-Pons (Terrassa, 1960). Las colecciones de libros llevan los nombres de los productos que se podían encontrar y adquirir en la tocinería y ultramarinos que regentaba su familia desde mediados de los cincuenta del siglo pasado y en el que se trabajaba siguiendo tradiciones del siglo anterior. Cerró en 2016 y reapareció como editorial en 2021.

Aunque ha hecho tímidos intentos por separar su prolífica trayectoria académica de su bibliografía como autora de ficción y de su experiencia como editora, en su última novela, La gran família, publicada por Club Editor, se acaban imponiendo las lógicas naturales para ofrecer una suerte de inventario vital. Mejor dicho, inventario Vidal, puesto que Vidal es el apellido escogido por la escritora para la familia retratada. Los juegos de palabras, la ironía y el humor están muy presentes en la historia, como si fuesen los únicos lenitivos para soportar el dolor.

Tal vez porque en el escenario de la primera parte de la novela –así como de la vida de la autora– ocupa mucho espacio el sótano de la tocinería donde su abuelo y su padre descuartizaban los cerdos que les traían ya sacrificados del matadero, el dolor carnal está muy presente. Nada nos detiene a distinguir el físico y el anímico o psicológico. El segundo, en la infancia de las niñas protagonistas, tal vez era una excentricidad de gente ociosa. Algo así se insinúa cuando la madre de la narradora principal, Rateta, se lamenta suspirando que su hija es un poco rara.

La sangre de los animales y la carne roja a pedazos se sitúa junto a los diagnósticos, operaciones, disecciones y quimioterapias que persiguen a todas las mujeres de la familia. Como si los miedos infantiles, el pavor al tener que bajar al sótano donde trabajan el padre y el abuelo, fueran un aviso indescifrable pero intuido de lo que iba a venir, una preparación para las enfermedades ante las cuales lo único que puede hacerse es buscar la reconciliación. La reconciliación con el propio cuerpo, que ha sido el continente de la existencia que nos ha correspondido, como también la reconciliación con el pasado. Descubrir que la infancia no está tan lejos, que nunca deja de estar en nosotros, mientras que los padres son unos seres plurales que tampoco se alejan nunca, como si estuviéramos poseídos por una infinidad de presencias y ausencias. Así es imposible abarcar la identidad. Para Foucault, la identidad era un gran problema. Carré-Pons no cita a Foucault, lo suyo es más Christine de Pizan y los escritos médicos medievales. Pero siempre libre de afectación, más preocupada por saber quién son los demás que quién es ella misma. De ahí la verdad que alcanza en los retratos de la hermana enferma o de los padres ancianos. Incluso en el de la amiga invisible, Ojalà Vidal.

El cuerpo es el gran tema en el libro. Se aborda la enfermedad, pero sin caer en una prosa somática. De hecho, las informaciones más cruentas y más impactantes se ofrecen como en un descuido, como si la narradora no fuese consciente de la gravedad de los términos. Así consigue Carré-Pons esa liviandad que es uno de los principales de los muchos atractivos de su escritura y de la novela. Desparpajo, humor e ironía también están presentes en la conferencia que dicta la protagonista en un congreso internacional. Habla sobre el cuerpo femenino narrado por los médicos, cirujanos y estudiosos medievales: los úteros circulando descontroladamente por la anatomía femenina ilustran sólo uno de los numerosos y, ahora, hilarantes ejemplos. Reivindicar la actualidad de los clásicos también sirve para aceptar y comprender sus errores. En el fondo, todo parece conducir a ese ejercicio de aceptar para comprender, para reencontrar o reconciliarse con los misterios que nunca van a esclarecerse, sin grandes aspavientos.

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2 de septiembre de 2025
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Elisa Martín Ortega y los cuidados en el lenguaje

Los primeros poemas de La piel cantaba, el revelador poemario de la escritora y profesora de la Universidad Autónoma de Madrid, además de traductora de El Cantar de los Cantares, Elisa Martín Ortega (Valladolid, 1980) comienzan con versos que son afirmaciones inquietantes: “Me da miedo escribir”; o bien constataciones de lo evidente que requiere una segunda mirada para encontrar el sentido de la redundancia o de la contradicción: “Amanece temprano”. Aseveraciones inmediatas e incisivas mediante las que lo primero que se reivindica es el lenguaje, que aparece in media res para evocar todo el universo que se extiende tras él. Buena parte de sus poemas indagan en la necesidad del lenguaje, pero también la necesidad de todo lo que se extiende antes y después del lenguaje.

Muchas de las reflexiones o hallazgos que se producen en La piel cantaba, aparecido en 2024 en la colección Cálamo Poesía de la editorial Menoscuarto, están estrechamente relacionados con el no menos iluminador ensayo La belleza en la infancia, que publicó en 2022 la editorial Eolas Ediciones. Allí, a partir de la etimología y de la observación de la escritora, se describe la infancia como una época previa al lenguaje, cuando toda la comunicación es a través de emociones, miradas y símbolos. Ésa y no otra es la capacidad expresiva de la poesía. El ensayo está magníficamente fundamentado con citas de poetas, filósofos, lingüistas e incluso profetas. Con ello, la autora no sólo consigue un análisis que apela a la lectura como experiencia fundamental –en su sentido más estricto–, sino que defiende la importancia del sentir –descrito como la unión de pensamiento y emociones– para hallar significados con los que construir la mirada y el pensamiento.

Su maternidad le permite un lugar para una observación con muchos recursos. Así, se detiene en la amnesia infantil, el olvido de los primeros años de vida, para trazar de cero el personaje en que nos convertimos. Me viene a la memoria un fragmento de la canción Rugen las flores, de McEnroe: “El día en que yo te encuentre y se me borre la memoria / para dejar todo su espacio y que lo ocupe nuestra historia”.

El olvido de los recuerdos de los primeros años de vida coincide, según la narración de Martín Ortega, con el reconocimiento de la propia piel como límite, un tema habitual tanto en el ensayo como en sus poemas. Recupera el cuento de la mamá oso que tejió piezas de ropa con la intención de que su cría acabara dándose cuenta de que lo que más le protegía era su mullida piel. Es evidente la metáfora sobre la entrada en la madurez y la toma de conciencia como individuo. En nuestra piel se marca la separación entre lo que somos y sentimos y lo que empezamos a saber que está fuera.

A lo largo del camino, también puede suceder que renunciemos a la responsabilidad que supone poseer la piel y que deseemos dejar de percibir nuestra propia forma, como sucede en la oscuridad: “Si no amanece / me pondré un vestido de estrellas, / si no amanece. / Un vestido de noche / para aguardar / el alba que no llega. (…) Ojalá la belleza / de lo oscuro durara / un poco más, / y me cubriera / de pétalos / en la pequeña cáscara de nuez, / pequeña / como la uña del dedo meñique, / amoratada, / negra, brillante, / amarillo limón, / resplandeciente.”

La piel nos define y por eso la cubrimos para ser menos vulnerables. Sólo la mostramos en la intimidad, a excepción del rostro. Con él nos presentamos al otro y nos buscamos en las expresiones de los demás, de los seres amados, de aquellas personas a las que hemos ubicado en una zona de no agresión, de refugio. La intimidad permite reconocernos en el otro, reflejarnos en su mirada. Por eso reconocemos sus emociones incluso sin el lenguaje, y por eso también queremos evitarles el dolor y, por tanto, cuidarlos. El cuidado es un concepto importante para Martín Ortega.

Cuidamos a quien amamos porque nos cuidamos a nosotros mismos, o al revés. No nos enamoramos del otro, porque es inaprensible, aunque en la infancia nos parezca imposible que no seamos parte de quien más amamos. Nos enamoramos de nosotros mismos, del prodigio que es descubrirnos: la conciencia que de pronto es consciente de sí misma. Como si fuera posible verse desde fuera.

Se produce un constante desplazamiento del sentimiento y de la percepción que es motivado por el deseo, otro protagonista en nuestro sentir. La autora cita a José Ángel Valente para reforzar la idea de que anhelamos el deseo del otro hacia nosotros para que “nos haga existir”. Y sólo somos conscientes de esa existencia cuando pasa por el corazón por segunda vez, es decir, cuando se recuerda: “El pensamiento y la emoción integrados bajo la acción de recordar”.

Tanto en el ensayo como en los poemas, se argumenta y se muestra cómo el cuerpo, y con frecuencia el dolor que provoca –la finitud, la herida, la enfermedad–, nos conforma y nos ofrece refugio. Es lo único tangible cuando la realidad no existe porque nos disolvemos en la naturaleza de la que formamos parte, como el cielo: “El cielo azul / de esta mañana / ha robado mi llanto. / Se lo ha llevado / con su luz, y me ha dejado sin voz, / sin cuerpo, ni un dolor donde ocultarme. / La realidad no existe.”

El lenguaje tampoco resulta infalible para aprehender la realidad: “Qué pena las palabras.” Al final sólo somos lo que sentimos, en un sentir que necesita pasar por el pensamiento y ser recordado para existir, ser visto desde fuera, narrado, a pesar de todo.

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9 de junio de 2025
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Endemoniados en Morella

Cuando el erudito y profesor Sergio Beser (1934-2010) nos invitó a comer, en su casa de Morella sonaba el disco Lágrimas negras, con Bebo Valdés y Diego el Cigala. Era marzo de 2004. Semana Santa. Mucho ha cambiado la estimación pública del cantante, pero la imagen que recuerdo no encerraría tantos significados sin la melancolía que desprendía su voz en aquel disco. De hecho, era la encarnación de la melancolía en un salón vacío de una confortable casa de pueblo mientras el anfitrión acababa de preparar la pasta para un amigo venido de Londres al que hacía varias décadas que no había visto y su acompañante.

Por los motivos o cálculos que sean, los algoritmos me han devuelto algunas de las canciones de ese disco en una plataforma digital de reproducción de música. Tal vez sean los mismos motivos que me llevaron a abrir una caja todavía intacta desde la última mudanza. Allí encontré Tres días con los endemoniados, de Alardo Prats y Beltrán, recuperado en una edición de Ad litteram de 1999. No lo leí cuando Sergio Beser me lo regaló durante la visita a Morella en marzo de 2004.

Alardo Prats y Beltrán (1903-1984) trabajó en periódicos como La Libertad o El Sol. Tras la Guerra Civil, en su exilio, pasó por Francia y La Habana hasta que se estableció en México. En Tres días con los endemoniados, Prats y Beltrán describe su viaje desde Madrid a "tierras del Maestrazgo", al Santuario de la Virgen de la Balma, en la población de Zorita. Desde antes de iniciarlo, se muestra escandalizado por el poder de la superstición, el fanatismo y el analfabetismo que provocan que todavía en 1929 se hable de endemoniados. Y que se organicen rituales para liberar a los posesos. Y que los rituales convoquen a miles de personas en una verdadera celebración tan macabra como liberadora.

A lo largo del libro, el atónito narrador cuenta los ritos de exorcismo que llevan a cabo las "caspolinas", temibles mujeres procedentes en su mayoría de la localidad de Caspe, capaces de ahuyentar al maligno atando lacitos en los dedos de los poseídos. Además, someten a sus clientes a tocamientos y zarandeos que el pudor no siempre permite reproducir ni detallar al periodista.

Los endemoniados beben una execrable mezcla de agua bendita –extraída de una pila en la que miles de personas han introducido sus dedos con anterioridad– y puñados de tierra sagrada. Mayoritariamente, los endemoniados son mujeres, aunque tampoco faltan los niños a los que las multitudes les gritan que mejor habría sido que no hubieran nacido. Las mujeres se retuercen en el suelo, gritan y se desgarran la ropa. Superan en poco los treinta años. Algunas son observadas por los maridos a distancia mientras las caspolinas realizan rituales por las que algunas han acumulado verdaderas fortunas. Me pregunto hasta qué punto algunas de las endemoniadas podrían compartir diagnóstico con las pacientes de Freud, cuántas de ellas eran melancólicas. En la Balma, las mujeres dejan que les supere su angustia, sus gritos son el centro del espectáculo que es motivo de una verdadera romería de más de 10.000 personas que por la noche llenan de pequeñas hogueras las montañas del Maestrazgo. Asegura el periodista que en esos fuegos reside ciertamente la amenaza de la posesión del maligno.

Cuando los rituales, ofrendas, exvotos y procesiones en el santuario acaban, todo el mundo regresa a su casa, a sus pueblos de Castellón, Teruel o Tarragona. Muchas mujeres han conseguido dejar atrás a los demonios gracias a las caspolinas. El libro está ilustrado con fotografías firmadas por J. Pastor. No están, sin embargo, los testimonios de las mujeres y los niños volviendo a sus quehaceres habituales. Algunos llevaban poseídos tres, cuatro o cinco años. Sería reconfortante saber cómo se vive sin los demonios, cómo se recupera el ánimo y la voluntad para que de nuevo la comunidad vuelva a verlos como personas limpias, renacidos que ya nada tienen que ver con quienes se retorcían en la cueva de la Balma después de beber agua bendita mezclada con tierra sagrada. Saber qué queda de la melancolía.

Alardo Prats y Beltrán acaba el libro dando fe de su exacerbación y de la objetividad de su testimonio "después de haber permanecido tres días en esta montaña de las pesadillas viviendo un monstruoso sueño de locura".

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6 de marzo de 2025

Imagen de Marta Mas

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La guapura de la dramaturga Carlota Subirós

Todo en el espectáculo Olympia, creado y dirigido por la dramaturga Carlota Subirós (Barcelona, 1974), resulta conmovedor porque apela al reconocimiento. Éramos más de una, entonces, las que creíamos que Miguel Hernández decía –y Paco Ibáñez cantaba– que, además de la tierra callada, el trabajo y el sudor, fue la guapura lo que levantó los olivos de Jaén. Ahora el recuerdo suscita una sonrisa clemente y melancólica hacia lo que éramos al escuchar los míticos discos de Paco Ibáñez. Pero más allá de la complacencia en el reconocimiento de lo que nos levantó, como a los olivos, Subirós propone un ajuste de cuentas, un llamamiento a una revisión, a una toma de responsabilidad ante el saldo resultante de la diferencia entre lo que pensábamos que íbamos a poder hacer y lo que hemos hecho. Es cierto que quizás ya se ha hecho tarde, pero no lo es menos que siempre se puede hacer algo, aunque sólo sea resistir.

Tal vez el problema es ése: que lo que mejor aprendimos de las voces que coreaban “¡Libertad, libertad!”, desde el patio de butacas del teatro Olympia de París en el concierto de Paco Ibáñez del 2 de diciembre de 1969, fue la capacidad de resistencia. Resistir y esperar a que formáramos parte del colectivo que iba a dar forma a la historia.

Atravesando el umbral de la cincuentena, esa generación que representa Carlota Subirós no parece haber sido capaz de protagonizar ninguna gran revolución o conquista. Herederos de un progreso prometido y no siempre realizado, pero sí cuestionado. Hacemos lo que podemos. La resistencia puede ser el mayor heroísmo. No se trata de victimismo. Lo que se ha perdido o nunca se ha tenido nos define tanto como lo que somos o poseemos. Porque, a pesar de los pesares, como escribió José Agustín Goytisolo, “tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos”.

A todo esto se refiere el discurso de Carlota Subirós que encarnan seis mujeres con edades, capacidades y razas diferentes. Las actrices Lurdes Barba, Paula Jornet, Vicenta Ndongo, Neus Pàmies, Alba Pujol i Kathy Sey sostienen sendas interpretaciones impetuosas y cercanas gracias a una acertadísima disposición escénica. La escenografía es de Max Glaenzel, la iluminación de Raimon Rius y el espacio sonoro de Guillem Llotje. Juntos proveen al espacio escénico de un discurso paralelo y complementario, lleno de evocaciones, entradas, salidas y luces que son ricas narraciones en sí mismas.

La apelación directa que supone el discurso y los movimientos de las actrices concreta una de las grandes preguntas que sostienen la obra: cómo el colectivo determina nuestra identidad y qué es lo que podrá ser exactamente eso colectivo. En el concierto de Paco Ibáñez como médium de las palabras de poetas del siglo XV o del XX, lo colectivo era el murmullo de todas esas voces que pedían libertad. En el de Carlota Subirós el grupo es todo el equipo de trabajadores escénicos, todas las personas que dan forma a un espectáculo y son capaces de ello porque se creen la ficción de una obra. Aceptan la contradicción que supone construir algo sólido que es invisible y que sólo existe en la mente de los creyentes. El poder del teatro para agrandar la vida. El Teatre Lliure de Gracia, que acogió el espectáculo el pasado mes de enero y hasta el 9 de febrero, es el otro espacio homenajeado y reivindicado, repasando su historia y sus mitologías.

Olympia es un ejemplo excelente, una encarnación de nuevo, de la capacidad del teatro, el arte, la música y la poesía para levantar una vida. Como la guapura que era agua pura. Palabras bien ordenadas y seleccionadas para moverse por el mundo que creemos que nos espera rodeando la representación. La necesidad de la poesía para tomar conciencia de las posibilidades y las responsabilidades, desde el género, la raza o el nivel de bienestar. Sí, es cierto que las cosas han cambiado. Son diferentes los nombres de los dictadores y las maneras de opresión. Pero el grito que llama a galopar sigue teniendo la misma resonancia y fuerza que hace más de cincuenta años.

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7 de febrero de 2025
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El don para crear la realidad de Leslie Jamison

Primero: anhelar; segundo: observar; y, por último: habitar. Estos son los tres estadios en que se divide el conjunto de ensayos de Leslie Jamison (Washington, 1983) que lleva por título Gritar, arder, sofocar las llamas, traducido por Rita da Costa, y que ha publicado Anagrama. Formada en la Universidad de Harvard y en el Iowa Writers’ Workshop, con un doctorado en la universidad de Yale, Leslie Jamison dirige el área de no ficción del Máster en Bellas Artes de la Universidad de Columbia. Se ha escrito de ella que es la rutilante heredera de Joan Didion, aunque por ella misma se vale para llamar la atención sobre esos tres verbos que distraídamente se ofrecen como consejos o como ejemplos de vida.

Cuando la fotógrafa Annie Appel, protagonista de uno de los ensayos reunidos, habla de la frustración del periodista y escritor James Agee, precursor del Nuevo Periodismo norteamericano, ante la imposibilidad de captar la dureza de las condiciones de vida de los campesinos estadounidenses, está mostrando su propia frustración ante la imposibilidad de captar la cotidianidad de María y su familia en Baja California mediante la fotografía. Hay un paso corto de ahí a intuir que Leslie Jamison está hablando de su frustración para aprehender la realidad. Y ya no sólo mediante la escritura, sea ésta el periodismo, el ensayo o la novela –la poesía es otra cosa–.

La parte más íntima y más punzante de los escritos de Jamison se encuentra en esa confesión de la propia ineptitud para captar la realidad, para verla como está convenido que es, puesto que nunca estará a la altura de lo que anhelábamos, esperábamos o imaginamos. Precisamente, en esa grieta profunda que se extiende entre lo que nos gustaría ver al mirar y lo que realmente se alza ante nosotros, se halla la verdad. Abisal. Voluble. Profunda. Opaca. Invisible. Por eso, allí es donde hay que aprender a habitar. El subtítulo del libro es Ensayos sobre la verdad y el dolor.

Desde esa grieta o frontera difusa es desde donde parece escribir Jamison, ya sean artículos, ensayos o reportajes sobre una ballena solitaria, sobre niños que recuerdan vidas anteriores, sobre una estridente víctima de los ataques de un desequilibrado, sobre las personas que no ven la luz del sol en Las Vegas, sobre las que la ven y se casan en un santiamén o sobre la frustración de una fotógrafa que no consigue retratar los efectos de la pobreza, la violencia, las migraciones, las drogas y las pérdidas a pesar de estar conviviendo durante varias décadas con una familia mexicana que las ha sufrido.

En esa zona intermedia que habita y a la que invita a quien lee, resulta especialmente prolija porque, ya se ha dicho, es el lugar de toda la verdad y nada más que la verdad. Es el territorio donde se mezclan la posibilidad y los acontecimientos consumados, ya sean comprobables o únicamente narrados. Es la zona del verbo. La zona del aprendizaje, que, a fin de cuentas, es lo único que vale algo, lo único que merece la pena. Allí están todas las personas que se identifican con la ballena 52 Azul en su soledad y su dificultad para ser escuchada, ni siquiera oída. En ese territorio intermedio se sitúa la escritora también para hablar de su alcoholismo y sus trastornos alimentarios del pasado. Y de sus relaciones afectivas fracasadas, pero también de su aprendizaje para la maternidad y la convivencia.

Primero está el anhelo que motiva el movimiento, la fantasía que nos promete que todo el esfuerzo será recompensado con creces. Después, la observación de una escritura que renuncia a la objetividad porque desde el inicio asume que una voz impersonal es una falacia. Desde la observación participante heredera del nuevo periodismo evoluciona a una crónica nacida de la necesidad de ver para luego habitar. Es recomendable no saltarse ningún paso. Jamison demuestra que no se puede habitar en el anhelo. O, si no se puede evitar, es necesario prepararse para hacer frente a las consecuencias. En esa enorme ranura entre lo imaginado y la realidad que nos brinda la autora puede aprenderse incluso a eso, y a curarse las heridas.

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12 de enero de 2025

'Perdidas en el bosque' de Margaret Atwood (Salamandra, 2024)

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Conquistas de señoras mayores

 

Los últimos relatos de Margaret Atwood, recogidos en el volumen Perdidas en el bosque por la editorial Salamandra y la excelente traducción –como ya nos tiene acostumbradas, aunque no deja de superarse en cada una de sus entregas– de Victoria Alonso Blanco, toman forma en su mayoría a través de un grupo de señoras mayores que han alcanzado a lo largo de su vida muchas conquistas. No alardean de ello, o si lo hacen, es con ese estilo propio de la aclamada escritora canadiense en el que la ironía siempre acaba situando un paso por delante a la narradora y, a su vez, a la lectora.

En femenino porque los mejores cuentos de un conjunto irregular tienen mucho de encuentro íntimo entre mujeres, a pesar de que la intimidad es algo valioso que corresponde proteger incluso de los más allegados, que nunca llegan a estar tan cerca que puedan resultar invasivos. La defensa de la propia experiencia del yo es la que acaba constatando la vida y la existencia cuando ya ha pasado el tiempo y las apariencias, las obligaciones o veleidades han perdido el significado y la importancia que parecían tener. El agotamiento, la pérdida y el duelo llegan con una ironía que se sobrepone a cualquier nostalgia porque de nada sirvió negarlos ni siquiera en los momentos más dulces.

Las mujeres de edad avanzada que habitan los relatos de Margaret Atwood han venido a legitimar el cansancio. Y a reivindicarlo. Al final quedan los recuerdos y, en el mejor de los casos, el prestigio si es que se ha sido capaz de realizar algo meritorio; cuando lo más ansiado ya es la recompensa de las sensaciones más inmediatas. La naturaleza reclama la parte que le debemos. Las reflexiones de Nell, Lizzie, Myrna o Chrissy nos podrían haber llegado a través de un simposio internacional de académicas y eruditas, o bien mediante una reunión de amigas que se han encontrado para atender a una de ellas que está enferma de cáncer. Leerlas a través de la visión de Atwood puede ser una invitación a la calma de la asunción de la derrota cuando ya no es necesario acumular artículos, ponencias o amantes, aunque jamás se renuncie al juego de la seducción o a la alegría de entender palabras nuevas. El sosiego del atardecer y la sabiduría de esperarlo, observarlo y alargarlo, que dure y que su sabor sea intenso.

Volver constantemente sobre sabores y sensaciones pasadas es una de las obsesiones del duelo, muy presente en esta recopilación de cuentos. Margaret Atwood parece haber escrito para aprender a vivir con la ausencia, de la misma manera que la madre-bruja de la protagonista de “Mi maléfica madre” le asegura a su hija que su padre no las abandonó, sino que ella lo convirtió en un gnomo de jardín para que siempre pudiera disfrutar del paisaje y la caricia del viento. La niña lo creyó, hablaba con la figurita, incluso le pedía consejo y permiso hasta ser una joven crecidita, cuando al fugado le dio por reaparecer. Porque las decisiones y actos de los demás siempre son impredecibles. Por eso, conviene estar abrigadas y tener un lugar cómodo donde descansar.

Junto a las voces femeninas, aparece la del padre ausente que regresa del hechizo que lo mantenía convertido en un gnomo de jardín, la del suegro silente de quien muchos años después se descubre que también pudo haber tenido una vida interesante y desconocida para su propia familia, la del marido fallecido e incluso la voz de George Orwell, en una conversación inventada con la autora que, aunque llama la atención, no es lo más logrado del libro. Nada hay de doctrinario ni de condenatorio, pero con las diferencias en la capacidad de comunicarse de estos hombres o en sus silencios y sus distancias Margaret Atwood sí está poniendo sobre aviso. Ya hemos visto que siempre acaba llegando el momento en que las certezas pierden tersura. El único consuelo –una gran conquista– resida, tal vez, en la aceptación de lo que reclama de verdad la naturaleza.

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8 de diciembre de 2024
Pinturas de Joaquín Clausell
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Un más allá portátil con las tumbas abiertas

Tate Blanche, “la gran meldadora” y la primera adúltera de la familia, tan odiada y criticada por su hermana Victoria como admirada y recordada por su sobrina nieta, protagoniza una escena conmovedora hasta la congoja en León de Lidia, la última novela de la poeta, novelista y periodista mexicana Myriam Moscona, publicada por Acantilado. Esta “loca mujer” “guadró siempre a su kreatura (…) en una buteya de kuzina, ande guadravamos al tiempo los enkurtidos, las koles, pipinos i sevoyas, ansi enkashó para siempre a la kreatura que no arribó kon vida, los sielos le ayegaron esta kastigadura”. La pérdida, “el hachazo de la pérdida”, como escribe la autora, en su multitud de significados es el tema central de un libro que se compone a base de recuerdos, pensamientos, imágenes y narraciones, todo escrito con una prosa poderosamente evocadora y con frecuencia poética. Subyace en el texto una suerte de justicia o lógica providencial que traza el hilo que acaba uniendo todos los componentes.

El canto a lo que se ha perdido en muchas ocasiones viene a cargo de una “eterna voz intrusa” que “siempre me pellizca por dentro”, “la voz que habitualmente arroja veneno adentro de mí". Porque a veces la memoria puede ser precisamente eso: veneno. Este parece ser el motivo por el cual Moscona se ha decidido a escuchar esa voz, atender a todo lo que resucita. Nunca está demasiado claro lo que está muerto y lo que está vivo cuando lo actualizamos en nuestro día a día.

Huérfana desde muy joven, la voz narradora reúne un conjunto de recuerdos que la llevan hasta Bulgaria, el país del cual eran originarios sus padres, “la tierra que perdimos para siempre”; y hasta una lengua prácticamente desaparecida: el ladino de los sefardíes. Los hallazgos de la narradora son en su mayoría revelaciones para quien la escucha. La cercanía y el carácter confesional de la narración llegan a quien lee con la misma musicalidad de la transmisión oral con que parece haberla recibido la protagonista. Samuel Beckett afirmaba que la segunda persona revela la existencia de la voz, que tiene sentido porque creamos una realidad para otro.

Hacer presente lo que ya no está supone jugar con el tiempo en un libro en que la infancia, sus descubrimientos, juegos y canciones tienen una presencia destacada. Entre las numerosas e iluminadoras referencias culturales, un verso de la poeta búlgara Ekaterina Yosifova funciona a modo de síntesis y guía: “Los días se deshacen como nubes”. Debemos acostumbrarnos a perderlo todo de la misma manera que perdemos las nubes. Tal vez, la memoria y su capacidad de recuperar lo usurpado sea el único lenitivo posible, desde la serena renuncia a la batalla por retener lo imposible, siendo capaces de seguir el consejo del poeta persa Rumi: “Sé como el árbol que suelta todo lo que ya está muerto”. Dejarlo ir para retomarlo desde una posición nueva en la que aprender a leer “el significado oculto de las cosas” y encajarlo en esa compleja construcción que somos.

Algo parecido debió de perseguir el desahuciado pintor mexicano Joaquín Clausell –otra de las citas en el libro–, que en las paredes del altillo de su casa de la Ciudad de México derramó todas su obsesiones.

Myriam Moscona ha construido –ya lo había hecho también, magistralmente, en su novela anterior, Tela de sevoya, recuperada así mismo por Acantilado– un subyugante itinerario a través de la pérdida constante y la amenaza de la pérdida definitiva. La emoción de vida que provocan sus descubrimientos se hace nuestra al reparar en que la tela del pañal y la de la mortaja es la misma y la cargamos siempre. Felizmente, sí, felizmente, Moscona se eleva para descubrirnos también cómo hacerlo: “Pienso que llevo en forma secreta un más allá portátil con las tumbas abiertas para poder arrullarme y despertar fortalecida”.

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15 de agosto de 2024

Random House, 2024

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Aprender a verse (libre) en Deborah Levy

La danza está de moda. Bailar. Una amiga ilustradora reparó hace poco en que las películas que más le entusiasman –en el sentido estricto: las que le provocan un entusiasmo genuino– coinciden en que acaban con cuerpos pletóricos agitándose al ritmo de la música, y si es con colores vivos, puede ser el éxtasis. Últimamente ha tenido la suerte de gozar de varias.

La protagonista del último libro traducido en España de Deborah Levy (Johannesburgo, 1959), Luz de agosto, está obsesionada con Isadora Duncan. Concertista famosa de piano, en mitad de su década de los treinta, incita a un alumno suyo, adolescente e hijo de ricos, a que retoce por su habitación imitando a la bailarina que murió estrangulada con su chalina. Bailar y ver bailar. Proyectar la propia ansia de movimiento y liberarse del desasosiego en el cuerpo del otro.

La danza, sin embargo, no es la única manera de verse a una misma reflejada en una imagen ajena. La pianista de éxito Elsa M. Anderson también encuentra su doble en una mujer con la que coincide en las primeras páginas de la novela, en una tienda de antigüedades de Atenas. Su sosias se le ha adelantado y ha comprado una pareja de caballos mecánicos bailarines que se ponen en marcha levantándoles la cola. “El animal llevaba un cordel atado al cuello y la mujer podía dirigir sus movimientos tirando de él hacia arriba y hacia fuera”. Ya sabemos que la narración de lo simple y ordinario reclama un esfuerzo por poner atención. Lo sublime de lo cotidiano: aprender a mover ese cordel hacia arriba y hacia fuera.

La posibilidad de la danza de los caballos y la mirada de la doble, a la que la pianista roba un sombrero, son la obsesión que guía una narración en la que los acontecimientos cotidianos y los terribles se suceden con la misma naturalidad y con el mismo dramatismo. Porque tanto nos descubrimos en una categoría como en la otra, parece querer decirnos Deborah Levy, con su prosa visual, casi teatral o cinematográfica.

Elsa M. Anderson es una pianista de éxito mundial que un día deja un concierto a medias en una prestigiosa sala de Viena a rebosar de público. Estaba interpretando el Concierto para piano número 2 de Rajmáninov. Poco después se tiñó el pelo de azul. Los acontecimientos vitales se encadenan así de aleatoriamente. Huyendo de la tristeza de Rajmáninov, visita, además de Atenas, Nueva York, París, Cagliari (Cerdeña) o Londres, ciudades en las que casi siempre se encuentra con la mujer que sabe activar los caballos danzarines. También le sigue la sombra de Arthur, el encargado de su educación, quien vendió el alma de la niña abandonada al piano. A ella no le quedó más opción que pagar con su esfuerzo un talento tan azaroso como el mismo hecho de nacer. Los azares que definen una existencia y hay que aprender a mirar desde fuera, y que agitan los cuerpos con la misma virulencia que la música.

Tal vez fue la tristeza, el cansancio o la incomprensión de la importancia de las pequeñas cosas lo que la empujaron a abandonar el concierto a medias en una sala vienesa repleta de público. También es comprensible que, vendida su alma al piano, ella ignore cómo cuidar de las personas que la cuidaron a ella, si es que alguien lo hizo. Al fin y al cabo, para ella solo existía el piano y el abandono, hasta que apareció su doble y ocupó su pensamiento. Mantiene conversaciones con la mujer que sabe accionar los caballos bailarines, en las que la acusa y la desenmascara. De hecho, son tantos los personajes que se esfuerzan por quitarle la máscara como los que quieren recordarle que es una virtuosa del piano y que a pesar de todo debe volver pronto a los escenarios. Mientras tanto, ella observa cómo le crece el pelo teñido de azul. A fuerza de mirarse desde fuera, acaba por descubrir lo que estaba esperando, y la libertad del movimiento.

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3 de julio de 2024
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Sin principio de realidad

Manuel, que se hace llamar Fabrizio, que se hace llamar Marta, y que es personaje clave en la trama de Los Escorpiones le espeta a la protagonista, Sara, que se llama como la autora de la novela: “Tú y yo no somos de esa clase de personas que están bien”. Una afirmación que provoca que ella piense que “su patetismo es un espejo de la pobre alma humana en general y de la mía en particular, que tantas veces ha querido suplicarle a alguien que se quede”. En la descripción y la indagación del malestar espiritual o psíquico –lo que se alude como la “tecnocracia de la psique”– se encuentran las páginas más acertadas y deslumbrantes que podrían justificar parte del revuelo que ha suscitado la extensísima y ambiciosa novela de novelas de Sara Barquinero (Zaragoza, 1994).

Sus personajes –principalmente Sara y Thomas, los protagonistas que funcionan como hilo conductor a lo largo de los diferentes libros o pantallas que se van superando– han perdido cualquier principio de realidad que les permita interactuar de una manera más o menos sana o consciente con su entorno. De hecho, de lo que se trata es de adivinar el origen de la anhedonía y el Angst que les impide disfrutar del placer o de cualquier forma de vitalidad si no recurren a los porros, la cocaína u otras drogas más fuertes o al orfidal. Como personajes de un videojuego que premia con la empatía y la comunión con algo o alguien que descubra el sentido genuino de los días. La mayor parte del tiempo el suicidio parece la única opción.

Barquinero es doctora en Filosofía y, entre otros reconocimientos, ha recibido el Premio de Ensayo Valores Universales de la Fundación Unir. En 2021 publicó la novela Estaré sola y sin fiesta. La presencia del pensamiento y las teorías de autores filosóficos de diferentes épocas constituye el cimiento más sólido sobre el que se alza toda la catedralicia construcción. Si se insiste en presentar la novela como emblema y espacio de reconocimiento de toda una generación, la llamada Z, es porque la autora incluye también un lenguaje propio de tribu o de iniciados que crecieron bajo la influencia constante de los videojuegos y la publicidad invasiva de marcas, y que vieron como el mundo se detuvo casi completamente cuando ellos llegaban a lo que les habían anunciado como los mejores años de su vida. Les cuesta creer que el futuro tenga alguna posibilidad. Sin duda, el libro consolida el universo estético y cultural de una generación a partir de malestares eternos que cada época ha lidiado como ha podido.

Así, entre crisis de angustia, y cuando “el principal problema de no dormir es que con el tiempo suficiente la realidad cobra la consistencia del sueño”, por lo que lo único que se puede hacer es drogarse y disimular – “Ninguna de tus reacciones frente a lo que debería importarte es genuina, siempre hay un punto de fingimiento o cinismo”–, los dos protagonistas se implican en una delirante investigación que pretende hallar los orígenes y mecanismos de funcionamiento de una Gran Conspiración promovida por una sociedad secreta o una empresa multinacional y poderosa descendiente de un club de caballeros masones. La familia D’Alessandro dominan locales de ocio, residencias para enfermedades neurológicas, laboratorios farmacéuticos, fábricas de máquinas tragaperras y videojuegos, salas de arte y productoras audiovisuales. Desde todas estas plataformas, el clan manipula el comportamiento presente y futuro de la humanidad para obtener una clientela interminable de consumidores de ansiolíticos, antidepresivos o somníferos.

El rastro de la conspiración a lo largo de los siglos se ilustra con una novela italiana escrita pocos años antes del ascenso de Mussolini, con un texto testimonial sobre los clubs nocturnos de finales de los setenta en New Orleans y con la recuperación de chats de foros suicidas en la Deep Web. También introduce formas narrativas que alteran la linealidad, partituras verticales herméticas, o estructuras que buscan efectos propios de las pantallas, como reproducir simultáneamente el pensamiento de dos personajes que se encuentran cada uno a un lado diferente de la puerta.

En todos estos registros, contextos y épocas, Barquinero consigue narraciones con diálogos y descripciones de las escenas y las acciones tan verosímiles que acogen a quien lee como invitado a una sólida estancia provista absolutamente de todo para dejarse llevar. Para personas que dudan entre la realidad y la ficción y se preguntan cuál de las dos tiene mayor consistencia, la autora se ha empleado a fondo en demostrar que es posible construir una realidad paralela y perceptible desde la literatura, de la misma manera que se construye una realidad virtual digital. La novela empezó a gestarse en 2016, mientras la autora estaba todavía en la universidad. Asegura que podría tener 500 páginas más. Como en el cuento de Borges en el que se pretende incluirlo absolutamente todo en un mapa, también en Los Escorpiones se corre el riesgo de querer recabar demasiada información. En el ejercicio abrumador que a veces puede resultar la lectura de la novela –un efecto del que probablemente la autora y la editora son conscientes–, quien lee desde su propia, incierta e incompleta realidad, se encuentra ante un desarrollo no exento de exhibicionismo. Al fin y al cabo, se trata de personas que no saben qué hacer con su existencia, pero han asumido que son símbolos de sí mismos y necesitan imaginar, percibir, sentir y gritar lo que hay detrás de un emblema.

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22 de mayo de 2024
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El Boomeran(g)
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