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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Círculos concéntricos

Cuando me han preguntado alguna vez por mi identidad, he dicho que imagino como símil los círculos concéntricos que se abren sobre el agua al caer de una piedra. En el primero de esos círculos soy nicaragüense, en el siguiente centroamericano, en el otro caribeño, y por fin, en el más amplio de todos, el que abarca y ampara a los demás, soy hispanoamericano de las dos orillas.  Es decir, siempre me he sentido de una parte y de todas, y jamás me he visto como extranjero en ningún sitio de los míos. Son identidades sentidas, y compartidas.

El asunto de las fronteras y los pasaportes, de las vallas fronterizas y de los visados, son artificios que han crecido con el tiempo, en la medida en que las migraciones masivas se han vuelto parte de las crisis económicas y sociales, y también a causa de la opresión política, que obliga a la gente al éxodo. Sólo el año pasado 170 mil nicaragüenses solicitaron asilo en los puestos fronterizos terrestres de Texas, Arizona y California, tras un viaje más que azaroso a través del territorio mexicano.

Pero aún la frontera de los Estados Unidos fue en un tiempo lo que podríamos llamar una frontera inocente. En su libro de memorias Ulises Criollo, José Vasconcelos, cuyo padre tenía un puesto de inspector de aduanas en Piedras Negras, recuerda que, a Eagle Pass, al otro lado de la guardarraya invisible, se pasaba sin requisito alguno, y él asistía a la escuela allá, con sólo atravesar un puente. El drama de los migrantes intentando cruzar clandestinos la fronteras amuralladas y vigiladas con drones, o remontar a nado las aguas del río Bravo de noche, a riesgo de morir ahogados, no existía.

Los grandes cataclismos políticos, que provocan fenómenos ofensivos para la dignidad humana, son capaces de borrar ese concepto de fronteras inexpugnables que se ha venido petrificando en las últimas décadas. Lo vimos con los 222 prisioneros políticos, encarcelados ilegalmente en Nicaragua, y expulsados ilegalmente también hacia Estados Unidos, bajo una trampa alevosa, pues fueron dotados de pasaportes, y al apenas aterrizar en Washington, la dictadura los declaró apátridas. Igual que fuimos declarados apátridas poco después otros 93 nicaragüenses, la inmensa mayoría ya en el exilio.

Muchos de esos prisioneros nunca antes habían viajado al extranjero, ni se habían subido a un avión. Llegaron en mangas de camisa bajo un frío invernal, sin familiares ni conocidos que estuvieran esperando por ellos, sin conocer una palabra de inglés. Es la gran soledad del exilio. Recibieron refugio humanitario, y necesitados de techo y de formas de subsistencia, de inmediato se desplegó una red solidaria de organizaciones de refugiados y defensores de derechos humanos, que los han llevado a vivir a diferentes estados, en espera de poder encontrar trabajo, o estudios.

Luego el gobierno de España, sin dilaciones, y con hermosa generosidad, ofreció a todos los despatriados la ciudadanía, y a este ejemplo siguieron ofertas similares de los gobiernos de Chile, Argentina, Colombia, México, que les han abierto sus puertas, como es muy posible que lo hagan también los gobiernos de Ecuador y Uruguay.

Una restitución común frente a un despojo inicuo, que me devuelve a esa idea de la identidad compartida, un círculo que se abre tras otro círculo, de manera cada vez más amplia. «Les devolveré lo que perdieron a causa del pulgón, el saltamontes, la langosta y la oruga”, dice el Antiguo Testamento en el libro de Joel. ¿No es esto, arrancarte de tu tierra, decretar que te la quitan, obra de depredadores?

Al serme concedido el premio Cervantes de literatura en 2017, el consejo de ministros me otorgó la ciudadanía española junto con el gran director de cine mexicano Alejandro González Iñarritu; de modo que cuando la dictadura en Nicaragua me despojó de mi condición de nicaragüense, según sus cuentas, pero no según las mías, aquella decisión honorifica, que tanto aprecié entonces, hacerme español por méritos literarios, se convirtió en mi escudo protector. La fuerza del primer círculo concéntrico.

Luego, de verdad, me he sentido abrumado ante tanta solidaridad. El ofrecimiento del presidente Gustavo Petro, que me transmitió en Madrid el canciller Álvaro Leiva, de otorgarme la ciudadanía colombiana, y la llamada que me hizo el presidente Guillermo Lasso, para ofrecerme la ciudadanía ecuatoriana. Y el ofrecimiento, igualmente generoso, del presidente de Chile, Gabriel Boric; de Argentina, Alberto Fernández; y de México, Andrés Manuel López Obrador, a todos los desnicaraguanizados.

Entonces, esto de la madre patria, y de la patria común americana, que en los libros escolares y en los textos de historia parece como una vana aspiración, o una formulación retórica, frente al drama nicaragüense cobra sentido real. Te despojan de lo que es tuyo y nadie puede quitarte, pero mientras tanto yo te doy mi país, mi casa es la tuya.

Como en el evangelio según San Mateo “todo el que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos o tierras, recibirá cien veces más”. Si te quitan tu país, ahora tiene tantos donde escoger, y eso me devuelve a mi idea de los círculos concéntricos.

Somos de un lugar, de una patria, pero somos a la vez de todas, y tenemos muchas.

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27 de febrero de 2023
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La herida que respira

El poder, suspendido en la bruma entre el bien y el mal, seguirá siendo fruto de la locura. Es lo que nos recuerda Erasmo. Estupidez, estulticia, tontería. ¿Qué otra mejor manera de entender la locura que nubla razón de los necios? Y peor que las vanidades y halagos, y el culto a la personalidad, que son parte de la locura del poder, el culto del dogma. La verdad absoluta en los altares del poder absoluto.

El antídoto de la locura está en poner en cuestión lo aceptado como verdad, porque la insistencia en la certeza es ya la caída en el error, las semillas del dogma generando la mentira. “El dogma es el peor enemigo de la condición humana”, pensaba Voltaire: "Comprendo que la duda no es un estado muy agradable pero la seguridad es un estado ridículo".

Las pretensiones de verdad absoluta son hoy más peligrosas que nunca, bajo la avalancha del populismo, la demagogia, la mentira sistemática, las mentiras virtuales, las verdades alternativas. El fanatismo y el sectarismo, la estulticia, dueños de las redes sociales. El manicomio de la posmodernidad.

Y en América Latina, atraso, caudillismo, intolerancia, falso socialismo, trumpismo, la ignorancia entronizada. El asalto a la razón. La polarización azuzada. Los extremos que se juntan, y copulan. Y las ínfulas retóricas de las viejas revoluciones armadas, dueñas que fueron de la verdad absoluta, aun vagando como fantasmas sin quietud. Y cuando hablo de revoluciones, respiro por la herida.

La revolución sandinista se nutrió de una amalgama determinada por los tiempos que entonces se vivían, el marxismo y la teología de la liberación. El marxismo que había llegado a la Nicaragua de Somoza en manuales manoseados y catecismos oficiales, tal como antes llegaron también las ideas de la ilustración, en folletos y libelos igualmente prohibidos. Y la teología de la liberación, que volvía por los pobres y desheredados, y creía posible el reino de Dios en la tierra.

Por esas verdades absolutas era necesario tomar las armas, para imponerlas, y aún dar la vida; y como tal, pasarían a ser la base de un nuevo poder político. El ideal, basado en un enjambre de sueños, mística, sacrificio, tenía una categoría ética. El poder, ya conquistado, volvía, con el tiempo, a obedecer a los mecanismos naturales de cualquier sistema; naturales, sobre todo, a las tradiciones políticas de Nicaragua, arraigadas en la cultura rural autoritaria, que lejos de disolver, la revolución acabó utilizando.

Al descuajarse la dictadura de Somoza sobrevendría el gobierno justo de los pobres, tras ser desterrados para siempre los opresores. Era una visión radical que sólo podía llevarse adelante con autoridad. No la formación del pensamiento como fruto de puntos de vista diversos, sino el credo de la justicia para los desheredados. La tierra, la alfabetización, las escuelas, la atención médica.

Era la visión liberadora de los pobres en el antiguo testamento; la visión del cántico de Ana en el Primer Libro de Samuel: "los arcos de los fuertes fueron quebrados y los débiles se ciñeron de poder. Los saciados se alquilaron por pan, y los hambrientos dejaron de tener hambre."

Pero se volvió una visión excluyente; y cuando llegó la guerra se trató ya sólo de los pobres de la revolución, o con la revolución. Otros pobres, víctimas por igual de la injusticia secular, tomaron las armas en las filas contrarias.

Fuera del pensamiento de la revolución, el resto de la sociedad se arriesgaba a caer bajo el estigma del error, pensara como pensara. Y la verdad, estaba armada.

Para hacer posible el nuevo modelo de estado y sociedad, se necesitaba poder, y poder apenas compartido. El poder de la verdad armada, incompatible con cualquier otra verdad. Y cuando sobrevino al poco tiempo la guerra de agresión, ni siquiera hubo oportunidad de entrar a discutir si la aplicación de un modelo excluyente era correcta, o incorrecta. Simplemente, la fuerza de las circunstancias impuso la necesidad de cerrar filas y de cerrar filas.

El pluralismo político que la revolución inscribió en su divisa representaba, en sus consecuencias, libertad de opinión y participación política libre; pero, del otro lado, se volvía demasiado formidable el contrapeso del partido de la revolución, custodio de la verdad absoluta, y de cuya hegemonía dependía todo el proyecto de poder.

Y otro riesgo de la acción transformadora que tiene por motor a la verdad absoluta, es terminar devorado por la intolerancia, primero la cabeza y después los pies, como Saturno con sus hijos, para que nadie usurpara su poder.

Y quizás sólo después de ser engullido puede uno pensarse otra vez a sí mismo, dueño a plenitud de su propia libertad crítica, lejos de los sacerdotes de la verdad absoluta. Y eso uno sólo puede aprenderlo, también, desde el terreno de la escritura, ejercicio permanente de libertad.

Esta fue una lección de la historia, que suele corregir las verdades absolutas y a sus protagonistas. Sería irónico decir que fracasamos en heredar a Nicaragua la democracia popular, y le heredamos, en cambio, la democracia liberal. Desgraciadamente la herencia de toda aquella sangre derramada es otra dictadura, tan feroz como la que derrocamos entonces. Ya Goya advertía que los sueños de la razón engendran monstruos.

 

 

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30 de enero de 2023
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El novelista trascendente

Mario Vargas Llosa entrará en la Academia Francesa el próximo 9 de febrero, algo extraordinario para un escritor que no es nativo de esa lengua, y esta es una noticia que se pierde entra la vocinglería chabacana, que busca arrastrarlo de los pies hasta el frívolo barrial de las revistas del corazón; arrastrarlo desde las alturas de la biblioteca La Pléyade, ese olimpo literario donde está Borges, y están también Proust, Joyce, y Kafka, y Tolstoi, que no cupieron en los parámetros a veces justos, pero también a veces burocráticos, geográficos, o de conveniencia política, del premio Nobel.

De todas maneras, un autor no es recordado generaciones después por formar parte de la lista de los Nóbel, como se recordará a Vargas Llosa. Trasciende porque siempre tiene algo nuevo que enseñar, como pensaba Ítalo Calvino; por un solo libro suyo que descubre las claves de la vida, o porque en sus páginas podemos entrar en los laberintos de la condición humana. Un solo libro, un poema, o una línea que alguien pueda repetir de memoria, a como aspiraba Octavio Paz.

Vargas Llosa es el novelista en lengua castellana que desde Pérez Galdós presenta la obra más vasta, veinte novelas, si mis cuentas no se equivocan. Una construcción narrativa de más de sesenta años, sostenida por un afán de exploración incansable que empezó dentro de los muros de un colegio, en La ciudad y los perros, y se ha extendido hasta la Guatemala del derrocamiento de Jacobo Árbenz en Tiempos recios; la vida pública transmutada en las vidas privadas, según la enseñanza del viejo Balzac, lo que da a todas sus novelas una tesitura real, y que por realista no deja nunca de ser política.

Una cosa es que la literatura llegue a enseñar relieves políticos, porque se ocupa de la realidad -si en mis libros hay política es porque la política es universal, decía Darío-, esa realidad que en América Latina asombra y espanta por sus escenarios y personajes siempre anormales, de la dictadura cruel y gris de Odría en Conversación en la Catedral, a la insurrección mesiánica de los canudos en el nordeste brasileño de La guerra del fin del mundo.  Y otra cosa son las opiniones políticas del novelista, que es por donde también se busca arrastrar a Vargas Llosa de los pies, la majestad de su obra literaria juzgada tras el lente no pocas veces turbio de las filiaciones ideológicas.

No se es buen o mal escritor según las opiniones o identificaciones políticas, aunque causen desazón en algunos, y rechazo en otros. Un grupo de intelectuales expresó en París el año pasado “su estupefacción”, porque se le otorgara una silla en la Academia Francesa, bajo el alegato de haber dado su apoyo político a candidatos de derecha en América Latina, entre ellos Keiko Fujimori, el caso más polémico de todos por el rechazo que Vargas Llosa mantuvo siempre contra el dictador Alberto Fujimori, tan siniestro como el Generalísimo Leónidas Trujillo de La fiesta del chivo.

Si no estoy de acuerdo con esas posiciones, me irritan, y quisiera que el escritor Vargas Llosa pensara distinto, que pensara como yo pienso. Pero no por eso lo cancelo. La cancelación es reaccionaria, porque niega la libertad, y anula la divergencia. Estoy dejando de ser lector para convertirme en censor. O, peor, convirtiéndome en lector político, que sólo encuentra conformidad, no placer, en leer autores con los que me identifico ideológicamente.  Cien años de soledad dejaría de ser lo que es, un monumento a la imaginación, porque García Márquez se fotografiaba con Fidel Castro.

Vargas Llosa, que se pronuncia en favor de candidatos de derecha a la hora de las contiendas electorales, cuando compiten contra candidatos de izquierda, es el mismo que defiende la causa palestina contra las políticas militaristas de Israel; ataca el populismo destructivo de Trump en Estados Unidos, respalda los derechos de los homosexuales, defiende los derechos de la mujer, rechaza el machismo; todo lo contrario de la vieja y nueva derecha confesional que sigue basando su credo en los presupuestos inviolables de la homofobia y la sacrosanta familia apegada al canon de la religión. Y es que también es ateo.

En el mundo de polos encontrados en que vivimos, y cuando las intransigencias no conceden cuartel, las etiquetas se vuelven el recurso más simplificado de la confrontación política.  No hay matices en el paisaje en blanco y negro.

Desde que me hice escritor en la adolescencia, Vargas Llosa fue para mí una escuela de construcción literaria. Siempre quise saber, leyéndolo, lo que había detrás del tejido, descubrir las puntadas, volver visibles las junturas invisibles de sus juegos entrecruzados de tiempo y espacio en la narración.

Un joven que en este siglo también empiece a escribir, será capaz de aprender lo mismo de su escritura, porque siempre tiene algo nuevo que enseñar. Múltiples novelas comunicadas entre ellas por un mismo aliento, y una voluntad de experimentación, y de novedad.

Eso, en cuanto al escritor. Y en lo que hace a la política, puede ser que no votáramos en la misma casilla, pero en algo estamos de acuerdo: en que hoy en día la lucha verdadera está entablada entre democracia y autoritarismo. Y no hay otra escogencia que la democracia.

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19 de enero de 2023

Nélida Piñón. Foto de Elisa Cabot

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Nélida Piñón queda entre nosotros

Igual que nuestra literatura en español, la literatura portuguesa realiza un viaje de ida y de vuelta. El gran poeta de distintos rostros, Fernando Pessoa, lo expresó mejor que nadie con su frase ritual: "mi patria es la lengua portuguesa", igual que, décadas más tarde, Carlos Fuentes diría que nuestra patria común es La Mancha, es decir, el idioma castellano. Las dos lenguas bajo el tutelaje de sus santos patronos, Cervantes y Camões, entre El Quijote y Las Lusiadas, uno en prosa y otro en verso.

Las dos literaturas han sostenido un pulso constante desde la época fundacional de la narrativa latinoamericana en la última parte del siglo diecinueve, aunque la novela brasileña nació con mejor ventaja, con la aparición en 1881 de las Memorias póstumas de Blas Cubas, que trajo de un golpe la modernidad y la postmodernidad.

Machado de Assis creó el desconcierto, como Stern un siglo antes en Inglaterra con Tristam Shandy, porque entre otras novedades Blas Cubas cuenta su historia de gracias y desgracias desde la tumba, igual que lo harán los muertos en Pedro Páramo de Juan Rulfo.

Al esplendor de la literatura brasileña agregó su escritura Nélida Piñón, a quien despedimos el año que se cierra. Hija de inmigrantes gallegos, su voz dio un registro profundo a la compleja historia del Brasil, que ella supo llevar a los escenarios de la imaginación en su obra maestra La república de los sueños.

El Brasil de los inmigrantes. Los gallegos que en el siglo diecinueve atravesaron el mar en busca de “hacer la América”, no se marchaban hacia Nueva York, o Buenos Aires, las metrópolis socorridas de las incesantes corrientes migratorias de entonces, sino hacia Río de Janeiro, donde ese sueño se teñía de colores misteriosos.

La América que se abría, y a la vez se escondía, entre selvas impenetrables y ríos portentosos, y a la que arriba, a comienzos del siglo veinte, Madruga, el personaje de La república de los sueños. Se escapa a los trece años de su hogar campesino en Sobreira, una olvidada aldea de Galicia, para subirse en Vigo a un barco que lo llevará al Brasil. Así, inicia la aventura de un trasplante que nunca se dejará consumar.  Y mientras despliega su ingenio e hinca su garra para hacerse rico, y cumplir su parte del sueño americano, Venancio, su compañero de viaje, que desprecia la riqueza, lo colocará siempre frente al espejo moral.

Lo que empieza como una huida terminar siendo un regreso constante. Del otro lado del Atlántico a Madruga lo estarán llamando todo el tiempo los antepasados en la voz del abuelo, que sigue en la distancia contándole las historias que componen la tradición gallega. Y sin esas historias no se puede ser, ni se puede vivir.

La novela se abre en el lecho de muerte de Eulalia, la esposa que Madruga había ido a buscar a su pueblo de Sobreira. Por esa puerta final entramos a conocer la dilatada saga familiar, contada en diferentes voces y en diferentes planos, con diferentes resonancias, y que terminará por ser narrada en la voz perentoria y desenfadada de la nieta Breta, heredera final de las historias y los secretos familiares. Ella es la depositaria de la saga, espejo de la propia Nélida, que asume el papel de traspasar al territorio de la imaginación las historias de sus ancestros gallegos.

Una familia a través de dos siglos, a ambos lados del mar. Del lado de Galicia, el mito con fuerza telúrica, que retiene la cabeza y el corazón de los que se van, condenados a volver siempre; del lado del Brasil, la historia viva, el mosaico político y social que va componiéndose pieza por pieza tanto en la vida pública, como en la vida de los personajes. Los abuelos sostendrán la imaginación en la bruma lejana de las tradiciones; los hijos, entretejidos en la urdimbre ambiciosa de los negocios, serán la realidad.

Un laberinto de descensos, con escaleras que siempre llevan hacia abajo, a sótanos y entrepisos cada vez más profundos. Una historia contada lleva a otra historia, y cada personaje está compuesto de varios planos, a los que accedemos gracias a las virtudes esplendorosas del lenguaje de Nélida, y de su ejemplar forma de contar, enhebrando con paciencia maestra los múltiples hilos del tejido familiar.

Ycorre parejas con otra gran novela de emigrantes, Una casa para Mr Bilwas, de V.S.Naipul; descendiente de hindúes llegados a la isla de Trinidad, en el Caribe, compone otra épica del éxodo, y relata los arraigos y desarraigos de una tribu extranjera en tierras americanas, sólo que en este caso las trasposiciones culturales son mucho más lejanas.

La república de los sueños pertenece a esa estirpe de las novelas que, al contar una saga familiar a través de décadas, cuenta a la vez la historia de un país, y también la historia de una aventura cultural, y espiritual, que es la del éxodo, sin lo que no es posible entender la historia de facetas múltiples y superpuesta de Brasil, ni entender las historias de sus inmigrantes.

Y la admirable voz de Nélida Piñón queda entre nosotros, a ambos lados del mar.

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11 de enero de 2023
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La bendita Santa Muerte

El Cartel de Santa es una banda de rap de Nuevo León que pasa de los 10 millones de suscriptores en YouTube, y uno de sus hits más sonados está dedicado a la Santa Muerte: “Por protegerme y proteger a toda mi gente/Por ser justa entre las justas/Por dejarme seguir vivo/Por darme la fuerza para castigar al enemigo/Por la bendición a mi fierro pulso certero/Y por poner a mi lado una jauría de fieles perros…”

Suena a oración de narcos, pero los devotos de la Santa Muerte son muy diversos, la mayor parte pobres y desamparados. Se le ruegan milagros y favores. Y quienes se arrodillan para rezarle la llaman también de otras diversas maneras, con esa familiaridad cariñosa con que se trata a las deidades domésticas: la Niña Bonita, la Niña Blanca, la Madrina, la Huesuda. La Señora.

 Es la Catrina en los puros huesos, ataviada con su sombrero emplumado de dama del porfiriato los grabados de José Guadalupe Posada, que de ícono callejero del día de muertos ha sido trasladada a los altares del barrio Tepito de la ciudad de México, donde cada primero de mes se le celebra un rosario. Y su culto se ha extendido por todo el país, y aún más lejos, hasta Argentina, donde tiene su santuario en Parada del Coco, en las afueras de Buenos Aires, y se la festeja cada 20 de agosto; y hasta Queens, en Nueva York.

Se la viste de manera suntuosa, envuelta en una túnica rojo escarlata mientras empuña entre las falanges la guadaña oxidada, o de morado penitencial, la cabeza pelona cubierta con un rebozo blanco, o coronada como reina de barajas, y en Tepito hay que esperar en lista para apadrinar el vestuario que se cambia a la imagen cada mes.

Su efigie figura en llaveros, pendientes, escapularios, y también se venden sus estampas e imágenes de bulto, y frasquitos con esencia de la Santa Muerte dotados de spry, y cuadernillos de oraciones, y veladoras votivas para alumbrar sus altares.

 Se le pide desviar las balas o mellar el filo de los puñales, curar el reumatismo y la impotencia, desvanecer del cuerpo los tumores y deshacer los hechizos y el mal de ojo, someter al amante descarriado, librar a los presos, confundir a los enemigos. Y que las entregas de la droga coronen bien.

En el santuario de Parada del Coco, al que llegan romeros desde Paraguay y Brasil, en el rosario de la Santa Muerte se pide en coro por los enfermos, por los no creyentes, por los cesantes y por aquellos que “andan consumiéndose en el vicio”, y se le brindan ofrendas en especie y en metálico, y botellas de ron que el devoto acerca a la calavera para ofrecerle de beber, después de dar él mismo un trago.

En Queens los fieles de la Niña Blanca son en su gran mayoría inmigrantes, y la sacerdotisa es una devota transgénero que organiza en su casa una rumbosa fiesta con comilona cada año, pero también abre las puertas del santuario doméstico una vez al mes a los suplicantes que ruegan volverse invisibles ante la policía de migración, o que se les otorgue el asilo, hallar empleo, venganza contra sus enemigos, amparo en las lides amorosas, y protección frente a las maldades de los carteles de la droga en sus barrios.

Para R. Andrew Chestnut, profesor de estudios religiosos en la Universidad Commonwealth de Virginia, y autor del libro Santa Muerte, segadora segura, se trata del movimiento religioso de mayor crecimiento en América Latina, y ya se ve que aumenta también en Estados Unidos. Sólo en México hay 12 millones de fieles, que incluyen tanto capos de la droga y miembros de bandas del crimen organizado, como a honradas familias trabajadoras, prisioneros, y miembros de minorías sexuales.

Y la Santa Muerte tiene su propia iglesia con sede en Tepito: La Iglesia Católica Tradicional México-Estados Unidos, que no obedece a Roma, y tiene su propio obispo, David Romo Guillén, que consagra sacerdotes.  “Detrás de esto está el reino del maligno y la gente puede ser víctima de una posesión diabólica", advierte la jerarquía católica.

Para quienes juegan a la teología defendiendo el culto a la Huesuda, se trata de una entidad espiritual “que ha existido siempre, desde el principio de los tiempos hasta nuestros días”, y posee la «energía de la muerte», que concentra tanto la fuerza creadora como destructora del universo. Y el creyente aprende a manejar esta fuerza para convertirla en escudo protector.

Y el “obispo Romo” de Tepito, explica que La Madrina “escogió México para darse a conocer porque los mexicanos juegan con la muerte. San Francisco de Asís fue el primero en rendir culto a la muerte; la llamaba Hermana Muerte y por eso la representan con un cráneo en la mano o a los pies de este santo”.

Pero quienes cargan su imagen en las romerías, acuden a rezarle de rodillas, la atavían con lujosos mantos, y le encienden veladoras, están lejos de sofisticaciones. Esperan de ella salud, prosperidad y fuerza, y consuelo en la aflicción. Porque, como dice la letra del rap del Cartel de Santa Ana, es justa entre las justas.

 

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21 de noviembre de 2022
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Hogueras encendidas

Cuando Toni Morrison ganó el premio Nobel de Literatura en 1993 era profesora en la Universidad de Princeton, y tras recibir la noticia, que pidió le confirmaran por fax para asegurarse de que no se trataba de una broma, se fue al aula a impartir su seminario sobre africanismo americano. Ahora hay un edificio que lleva su nombre, frente al que paso camino de mis clases, el Toni Morrison Hall.

Su novela Beloved, publicada en 1987, fue polémica desde su aparición, por su forma osada de entrar en el tema de la esclavitud. Sethie, esclava en una plantación de Kentucky, prefiere dar muerte a su propia hija para que no tenga que vivir en cautiverio, como ella misma.

El año pasado, el candidato republicano a gobernador de Virginia, Glenn Youngkin, utilizó un video en el que una madre de familia reclama que se prohíba Beloved en las escuelas por su contenido sexual, capaz de producir “terrores nocturnos” a su hijo; en 2013, el “proyecto de ley Beloved”, que contenía la misma prohibición, no llegó a prosperar en Virginia. Y Paraíso, otra novela de Toni Morrison, había sido sacada de las bibliotecas de las prisiones de Texas porque incitaba a “huelgas o disturbios”.

Para Dana Williams, de la Universidad Howard, expurgar de contenidos sexuales los textos que llegan a manos de escolares, lo que esconde es el racismo, porque “los libros como Beloved obligan a hablar de verdad sobre la historia”. El racismo, o la xenofobia, el afán de cancelación. Y la esclavitud. O el totalitarismo, porque también se ha prohibido en algunos sitios El cuento de la criada de Margaret Atwood.

El asunto está, según la propia Toni Morrison, en que la prohibición de los libros busca cercenar la libertad de pensar y la libertad de imaginar. El propósito es silenciar, y crear un estado generalizado de ignorancia, como ocurre con quienes, desde la perspectiva contraria, rechazan la lectura en las escuelas de Huckleberry Finn, el clásico de Mark Twain, porque contiene términos “racialmente peyorativos”, con lo que se busca un “tipo de censura purista para apaciguar a los adultos en lugar de educar a los niños”. Si Beloved es “obscena”, es porque “la institución de la esclavitud era obscena” escribe Farah Jasmine Griffin en el Washington Post.

En el hermoso documental Las piezas que yo soy sobre la vida de Toni Morrison, dirigido por Timothy Greenfield-Sanders, ella expresa que ser una escritora negra “no limita mi imaginación; lo expande... no soy solo una escritora negra, pero categorías como escritora negra y escritora latinoamericana ya no son marginales.

Tenemos que reconocer que lo que llamamos “literatura” es más pluralista ahora, tal como debería ser la sociedad”.

Una sociedad que, en cambio del pluralismo que su diversidad supone, se muestra cada vez más polarizada, y la prohibición de libros en las escuelas sólo es un aspecto entre tantos. La primera enmienda de la Constitución, que ampara de manera radical la libertad de expresión, se ve constantemente desafiada, sobre todo en el llamado “cinturón bíblico”, que cubre ocho estados del sur profundo, y se extiende por diez más.

Pastores de las iglesias cristianas, juntas escolares, y funcionarios públicos cuidan de que en las escuelas y bibliotecas no asome nada que tenga que ver con la enseñanza de la biología evolutiva, la educación sexual, el aborto, y el tema LGTB; un territorio arcaico, de cultura rural, y donde campean hoy a sus anchas el negacionismo sobre la catástrofe ambiental y el rechazo a las vacunas.

En 1925, en el condado de Dayton, en Tennessee, se dio el famoso “juicio del mono”, cuando John Scopes fue condenado por enseñar la teoría de la evolución; la ley Butler declaraba ilícita "la enseñanza de cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia". Un siglo después, el creacionismo sigue desafiando a la ciencia desde los púlpitos y las juntas escolares.

En 1999, la junta de educación de Kansas aprobó eliminar de los currículos de los colegios estatales toda mención al origen y evolución del universo. Tanto La breve historia del tiempo de Hawkins como El origen de las especies de Darwin son, pues, materia subversiva. Y en el año 2007 se inauguró en Kentucky el Museo de la Creación, donde los dinosaurios conviven con los seres humanos, como en la tira cómica de los Picapiedra, porque así lo dicta la Biblia.

En el condado de McMinn, cercano al de Dayton, se ha prohibido este mismo año la lectura en clases de la célebre novela gráfica Maus, de Art Spiegelman, que trata sobre el holocausto, porque contiene malas palabras y un desnudo, pero el autor lo atribuye más bien a antisemitismo.

Pocos días después, el pastor Greg Locke organizó en Nashville , en el mismo estado de Tennessee, una quema de libros donde ardieron Harry Potter y la novela gráfica Crepúsculo por ser “libros satánicos”.

En 1933, vamos llegando al siglo de ese hecho, se dio la quema de libros perpetrada por los nazis en la Plaza de la Opera de Berlín. La diferencia está en que está otra se transmitió por Facebook Live. Pero las dos épocas cada vez se parecen más.

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10 de noviembre de 2022
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Juan Villoro, la música de las esferas

 

Juan Villoro, que ha recibido en Bogotá el Premio de la Excelencia de la Fundación Gabo, ascendió a una altura metafísica cuando en una charla en San Mamés hace un año, con motivo del festival Thinking, Letras y Fútbol, que promueve la Fundación del Athletic de Bilbao, imaginó una alineación soñada de escritores.

León Tolstói y Fiódor Dostoievski como centrales, Ítalo Calvino y Gabriel García Márquez carrileros, y Jorge Luis Borges en el medio campo acompañado de Diego Armando Maradona y Leo Messi, verdaderos novelistas de las canchas, aunque quizás "demasiado virtuosos como para complementarse”.

Publio Terencio Africano escribió en su comedia El enemigo de sí mismo una frase maestra: “nada de lo que mes humano me es ajeno”. Nada de lo que es humano le es ajeno, repite Juan Villoro, y tampoco ese esplendor que fulgura sobre lo cotidiano y que el ojo común no puede percibir, sino cuando lo ve consignado en la página impresa.

La narración de hechos reales, «admite la duda y la cordura de lo imaginario» porque lo real desborda tantas veces a la imaginación, y entonces es la crónica la que hace brillar lo que siendo verdadero parece mentira. Ejercicio periodístico y ejercicio literario. Villoro es el novelista que escribe crónicas y el cronista que escribe novelas.

Un chilango florentino que aprendió en la secundaria los rigores de la enseñanza entre alemanes, estudió sociología, ha escrito guiones radiofónicos y de cine, ha sido profesor de literatura, reportero, columnista, director de suplementos literarios. Y por si fuera poco, tuvo por padre a uno de los filósofos más reputados de México, a una madre psicoanalista, y a una abuela yucateca contadora de historias, que le reveló la condición mágica de las palabras.

«La vida existe para volverse cuento», le dejó dicho su maestro Augusto Monterroso. Y de un proyecto de cuento nació en 1991 su primera novela, El disparo de argón, el ojo puesto desde entonces en su ciudad de México donde son posibles todos los delirios, que será su paisaje siempre en movimiento y su personaje siempre de rostro cambiante, un mural que crece y se mueve,  primero hacia los lados, en busca del océano, como él mismo apunta, la ciudad infinita que luego se mueve hacia arriba en busca del infinito, pero que también pertenece a sus entrañas milenarias.

Es el retrato magistral que nos deja en El vértigo horizontal, un libro que es a la vez crónica, ensayo, prontuario, guía de viajero, mapa, memoria de vida, registro sentimental, autobiografía. En 1994 le pidieron que escribieran un texto sobre su ciudad. Y empezó por el metro: “O sea, el principio y el destino, como ocurre en todas las cosmogonías prehispánicas, que tanto el origen como el fin están bajo la tierra…una cueva de la modernidad donde estaba también el pasado”.

Los once de la tribu, Crónicas de rock, fútbol, arte y más, es una celebración del arte y el gusto de contar las ocurrencias sin reconocer límite: “uno de los misterios de lo “real” es que ocurre lejos”, explica: “hay que atravesar la selva en autobús en pos de un líder guerrillero o ir a un hotel de cinco estrellas para conocer a la luminaria escapada de la pantalla. En sus llamadas, los jefes de redacción prometen mucha posteridad y poco dinero. Ignoran su mejor argumento: salir al sol.”

Sin dejar aparte el futbol, el concierto de los Rolling Stones en México en 1995, “unos fascinantes carcamales escénicos”; Jane Fonda entre las diosas de la ilusión, la pelea estelar de Julio César Chávez contra Greg Haugen en el Estadio Azteca, la convención de la guerrilla zapatista en la selva lacandona, el subcomandante Marcos, símil heroico de El Santo, el enmascarado de plata, La familia Burrón, la historieta preferida de Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco. Nada de lo que ocurre a los ojos de los demás puede dejar de ocurrir en la crónica.

José Martí y Rubén Darío escribieron sobre los prodigios y las miserias de la era industrial, ciudades feéricas, rascacielos, velocidad eléctrica, la invención de la modernidad, y García Márquez fue el escribano insólito del insólito siglo veinte. Villoro nos muestra los acontecimientos que marcan el cambio de civilización, el espectáculo de masas como signo de la modernidad que se vuelve postmodernidad digital.

Para bajar entonces, de nuevo, a la cancha donde Dios es redondo, y rebota el Balón dividido, y sumo Ida y vuelta, su correspondencia cómplice sobre futbol con Martín Caparrós.  Estos son libros, no nos extrañe, de filosofía.

Y también de teología. “Dios ha muerto”, dice Nietzsche. “Dios no ha muerto, es inconsciente”, replica Lacan.  Dios está en la grama, rodando, por eso es redondo, responde Villoro. La música de las esferas.  Y entre tantas preguntas axiológicas, se hace una: “¿Por qué los húngaros tienen un sentido más filosófico de la derrota que los mexicanos?”.

Una religión laica. Y una mitología, con su Olimpo y sus dioses. “El futbol ocurre sobre la gama, peor también en la mente de los hinchas”.  Ocurre en las vidas de las gentes.

Un cronista tocado por la gracia. Por eso Tolstoi, y Dostoyevski, y Gabo, y Calvin, y Borges, están en su alineación.

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24 de octubre de 2022
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Músicos callejeros

 

En la amplia acera frente a la Real Academia de las Artes de San Fernando, donde pago visita cada vez y cuando a los Goyas que hay allí, casi solitarios, entre ellos el retrato de La Tirana, la garbosa actriz que desafía  con la mirada a quien la contempla, tan antigua y tan viva en la pared, digo, al salir al sol que dora la calle de Alcalá y relampaguea en los cristales de los autos que vienen y van, están en la acera opuesta de la calle unos músicos callejeros que forman una orquesta de cuerdas, y aquí tengo conmigo ahora la foto que les tomé, mientras escribo de cara a la ventana que da a esta tranquila calle de Princeton donde el otoño empieza a teñir el follaje de ocre y roja herrumbre y oro viejo.

Son cinco. Hacia la izquierda, bastante separado de los demás, un violinista de chaqueta oscura, de mediana edad, a cuyos pies se halla el estuche del instrumento, que sirve para recoger el dinero que les van dejando. Enseguida, apoyado en la pared, de espaldas a una ventana de rejas, otro violinista, más joven que el anterior, más moreno y de barba oscura, de gastados zapatos deportivos, que bien podría ser venezolano, o dominicano. Luego, sentado en un asiento portátil está el cellista, quizás sesenta años, de pelo blanco, que repasa el arco con aire distraído. Sigue el otro cellista, gorro de montaña, la barba blanca y el aire también ausente, se diría melancólico, calzado con unos guantes que le dejan desnudos los dedos con que pulsa la encordadura del mástil, y maneja el arco. Y por último el contrabajista, situado de perfil; el pelo le ralea en la coronilla, lleva anteojos de sol, y esboza una media sonrisa.

Mi memoria pesca que lo que tocan es el vals No.2 de Shostakóvich, en España una canción de estudiantina que, según se alega, fue compuesta más bien por un músico gallego, y parte del repertorio de la cantante de variedades de los años treinta Paquita Robles, llamada La Pitusilla por su escasa estatura, hoy olvidada; pero la historia es aún más larga porque el oído también me recuerda que el vals está en la banda sonora de Ojos bien cerrados de Stanley Kubrick, tal como Así hablaba Zaratustra de Ricard Strauss entró en Odisea del Espacio.

Pero no es eso a lo que iba, ni que a lo mejor todo esto viene de que anoche he estado leyendo Lady Macbeth de Mtzensk, el cuento de Nikolai Leskov del que Shostakóvich compuso una ópera que no le gustó a Stalin.  Sino que estos músicos de conservatorio han sido arrastrados hasta la calle por alguna suerte adversa, y cómo habrá llegado hasta ellos el venezolano o dominicano, no lo sé porque no voy a interrumpir su concierto al aire libre para preguntárselos y hacerles perder así los euros que van cayendo en el estuche.

Orquestas de cámara en media calle vi por primera vez a comienzos de los noventa en la Postdamerplatz de Berlín donde los nuevos edificios de la “reconstrucción crítica” empezaban a alzarse entre centenares de grúas, y entonces la ciudad estaba llena de polacos que colmaban los supermercados para regresar a través de la frontera con sus compras, y de conjuntos de músicos emigrados que tocaban vestidos de frac los hombres y de trajes largos de noche las mujeres, aunque fuera a pleno día.

O el muchacho de Táchira, otro cellista, graduado de una academia en San Cristóbal, que tocaba solo en el pasaje peatonal de la carrea Séptima en Bogotá, y a él si me acerqué en uno de sus descansos y es que había salido huyendo de Venezuela, sin esperanza de nada, pana, a ver si aquí hace algo por mi vida la vida. Todo esto para recordar, por fin, a mi abuelo Lisandro Ramírez, y a mis tíos músicos en Masatepe, que formaban entre todos la orquesta Ramírez. De ellos también tengo una foto de por allí de 1953, tomada con una Kodak Brownie a mis 11 años.

Tocan en el atrio de la iglesia parroquial. Mi tío Alberto, de traje blanco y corbata negra, el arco en la mano, muy serio en la foto a pesar de ser un alegre bohemio empedernido, sostiene con la otra mano el mástil del instrumento. Enseguida mi tío Francisco Luz, la mejilla contra la barbada del violín, el traje color crema, lleva el sombrero puesto, calvo desde los 30 años. Mi abuelo está al centro, también de blanco, los faldones del saco de lino arrugado al aire, mientras pulsa con gravedad el arco. Mi tío Alejandro, la flauta en la los labios, lee la partichela que uno niño sostiene frente a él; es el único, los demás usan su memoria. Luego mi tío Carlos José, el menor de todos, con el clarinete. El cuadro lo cierra un viejo cuyo nombre no recuerdo, pero su rostro sí, que escucha con unción la música, algún himno religioso debe ser, el sombrero bajo el brazo.

O La Granadera, el himno liberal de la anticlerical y ya disuelta república federal centroamericana, y que mi abuelo hacía pasar por música sacra.

 

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10 de octubre de 2022
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Los santos también a la cárcel

En Nicaragua, entre tantos prisioneros políticos, hay ahora dos santos que tienen por cárcel las iglesias donde son venerados.

Se trata de San Miguel Arcángel y San Jerónimo, cuyas fiestas se celebran en Masaya en fechas vecinas, el 29 y el 30 se septiembre. San Miguel sale en procesión en su día, y tras el recorrido triunfal por las calles no regresa a su templo, sino que pernocta en la iglesia de su par San Jerónimo, para acompañarlo a la mañana siguiente en su propia procesión.

San Jerónimo, es el patrono de la ciudad. La devoción popular de siglos lo ha transformado de doctor de la iglesia en doctor en medicina, y tanta fama tiene de curar enfermos que es vitoreado con gritos de ¡viva el doctor San Jerónimo, que cura sin medicina!

La policía ha acordonado ambos templos con tropas antimotines, y cerrado las calles, previa notificación a los curas párrocos de que los santos quedaban prohibidos de salir de sus iglesias.

El miedo es que las procesiones, que son muestras multitudinarias de fervor religioso, con ancestrales raíces culturales, puedan transformarse en demostraciones de repudio popular, sobre todo en Masaya, reconocida por su tradición combativa.

En el barrio indígena de Monimbó estalló la primera insurrección contra la dictadura de Somoza en 1978, y la resistencia indomable de sus habitantes fue clave en el triunfo de la revolución al año siguiente; y las barricadas se volvieron a alzar contra la nueva dictadura en 2018, dándose el hecho insólito de que los alzados, sin más que petardos pirotécnicos, mantuvieron a la policía encerrada en sus cuarteles, hasta que Ortega se decidió a ordenar la “operación limpieza” a cargo de paramilitares.

Presos políticos San Miguel y San Jerónimo, igual que el obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez. Tras permanecer bajo cerco policial en la curia episcopal de su diócesis, finalmente asaltada, fue secuestrado y conducido a Managua, donde quedó prisionero en casas de familiares. Mientras tanto, tres sacerdotes, un diácono, y dos seminaristas que se hallaban con él, más de un mes después de haber sido detenidos serán ahora juzgados por terrorismo e incitación al odio. Y decenas de clérigos más han huido clandestinamente al exilio, con lo que sus parroquias, descabezadas, terminarán cerrándose.

Hay dos íconos de la resistencia contra la dictadura que han calado en la conciencia popular: monseñor Silvio Báez, obispo auxiliar de Nicaragua, obligado al exilio en Miami, después de que el Papa lo llamó a Roma bajo el pretexto de que ocuparía un cargo en la curia romana; y monseñor Álvarez, que no temió nunca enfrentarse en las calles a las fuerzas represivas, ni dejó de clamar desde el púlpito contra la opresión. Junté a ambos para componer al personaje de monseñor Bienvenido Ortez en mi novela Tongolele no sabía bailar, que termina en el exilio, abandonado por la jerarquía eclesiástica, y engañado por la diplomacia vaticana.

La desaforada persecución no deja resquicios. Universidades, colegios profesionales, organizaciones civiles, medios de comunicación. Junto con los curas, los periodistas que se atreven a ejercer de verdad su oficio, o están presos, o se van al exilio. Sólo está seguro el que calla, o el que consiente. Y tan notable es la saña contra la obispos y sacerdotes que no se callan, como el silencio sepulcral de la conferencia episcopal de Nicaragua.

Y todo esto de prohibir que los santos salgan a la calle, dejándolos encerrados en sus iglesias, me tienta a recordar a otros personajes extravagantes de América Latina, como el gobernador de Tabasco, Tomás Garrido Canabal.

En el año de 1925 saqueó y clausuró las iglesias, hizo quemar las imágenes, mandó a quitar las cruces de las tumbas en los cementerios; sustituyó las fiestas religiosas por ferias agrícolas, ordenó cambiar los nombres de santos de las poblaciones por nombres de próceres revolucionarios; prohibió la palabra "adiós" para saludarse, y mandó que en cambio se usara "salud".

En su finca bautizó a un burro como "el Papa", a un toro como "Dios", a una vaca como "la Virgen de Guadalupe", y a un cerdo como "San José". Y creó "Los camisas rojas", una milicia privada dedica a vigilar que sus medidas se cumplieran.

“La más feroz persecución religiosa conocida en país alguno desde la época de la reina Isabel", dice el novelista Graham Greene, quien tuvo en cuenta a Garrido Canabal cuando escribió El poder y la gloria.

En el año 1926, el general Plutarco Elías Calles, caudillo institucionalizado de la revolución mexicana, había promulgado una ley que facultaba al gobierno para cerrar templos, escuelas católicas y conventos, expulsar sacerdotes extranjeros. Fue lo que dio manos libres a Garrido Canabal para imaginar, y desatar, su campaña de represión. Y también terminó por provocar en 1927 la "guerra de los cristeros", cuando los campesinos se alzaron al grito de "¡Viva Cristo Rey!", bajo el estandarte de la virgen de Guadalupe.

Mientras tanto, San Miguel y San Jerónimo, siguen confinados en sus iglesias a puerta cerrada, y tienen prohibidas las visitas, ya no se diga ser llevados en andas por las calles. La lista de cargos que se prepara contra ellos será igual a las de los demás reos políticos: subversión del orden público y terrorismo.

 

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27 de septiembre de 2022
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Trilce: una puerta en las entrañas del espejo

Los libros que cambian para siempre la literatura no tienen siempre la suerte de ser reconocidos por su trascendencia a la hora de publicarse, ni salen a la calle en grandes tiradas. Azul de Rubén Darío, publicado en Chile en 1888, se imprimió en una modesta edición, financiada por amigos del poeta; y despreciado por la prensa local, no estalló como una novedad sino cuando don Juan Valera, sumo sacerdote de la crítica entonces, le dedicó desde Madrid dos de sus Cartas americanas.

En 1922, hace ahora un siglo, se publicó en Lima Trilce, de César Vallejo, que cambiaría de manera radical la lengua, y que corrió entonces una suerte peor que la de Azul. Para empezar con los infortunios, Vallejo había recién salido de la cárcel de Trujillo, donde escribió parte de los poemas del libro, preso por represalia política bajo la acusación de incendio y saqueo en su pueblo natal de Santiago del Chuco.

Trilce fue impreso en los talleres tipográfico de la Penitenciaría Central de Lima, sufragado por el propio autor, que retiraba por parte los ejemplares en la medida en que los iba pagando, para venderlos a tres soles cada uno, sin asomo de éxito de público, ni tampoco de crítica. Los viejos, recuerda su contemporáneo Luis Alberto Sánchez, lo calificaban de disparate, y los jóvenes de mera pose.

Ya impresos los primeros pliegos resolvió cambiar el nombre que había elegido, Cráneos de bronce, por el otro tan luminoso de Trilce, y resolvió también firmar con su propio nombre y no con el seudónimo de César Perú, dos decisiones muy afortunadas. Trilce, una invención absoluta, es el mejor nombre que pudo hallar para este libro tan imprescindible como imperecedero.

Antenor Orrego, decía en el prólogo: “César Vallejo está destripando los muñecos de la retórica. Los ha destripado ya…ha hecho pedazos todos los alambritos convencionales mecánicos...”. Era cierto. Y Vallejo le escribió en una carta: “El libro ha nacido en el mayor vacío…asumo toda la responsabilidad de su estética…siento gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás”.

Trilce era el puente de libertad que Vallejo tendía entre el modernismo, del que era un ejemplo postrero su libro anterior de 1919, Los heraldos negros, y la vanguardia, que aún no existía como movimiento.

Un adelantado que descoyuntaba las palabras, trastocaba la sintaxis, creaba neologismos, convertía los verbos en sustantivos, despellejaba el lenguaje hasta dejarlo en carne viva, porque su propósito no era espantar a los incautos con novedades provocadoras, un simple juego pirotécnico donde lo que importara fuera el artificio, sino calcar sus amargas experiencias de vida, la soledad y el sufrimiento. Un espejo oscuro en el que cada uno llegara a encontrar su propia claridad, y con el que revelaba la pesadumbre de la intimidad: la muerte reciente de su madre; una pena amorosa que pareciera de letra de bolero, porque su amada se alejaba de él, enferma de tuberculosis; la injusticia de la cárcel que no hacía sino revelar la injusticia social de un país estructuralmente injusto.

El atrevimiento desmedido, que después se vuelve herencia cuando entra en el caudal incesante de la lengua, llama siempre al asombro, al descrédito, a la burla: La simple calabrina tesórea/que brinda sin querer, /en el insular corazón,/ salobre alcatraz, a cada hialóidea grupada./Gallos cancionan escarbando en vano

Y las palabras buscan los entreveros de la infancia en el hogar desierto ya para siempre, metido en los escondrijos del pasado. Aguedita, Nativa, Miguel, los hermanos que se vuelve sombras en la memoria. Y acaban de pasar gangueando sus memorias / dobladoras penas, / hacia el silencioso corral, y por donde / las gallinas que se están acostando todavía, se han espantado tanto. / Mejor estamos aquí no más. / Madre dijo que no demoraría”. Dijo que no demoraría, y no volverá.

Ese año de 1922 se publican otros dos libros capitales de la literatura universal: Ulises, de James Joyce, y La tierra baldía, de T.S. Elliot. También, como Trilce, son propuestas de ruptura incomprendidas, que se adelantan a su tiempo, y se publican en ediciones escasas, entre múltiples dificultades.

Joyce comentaba sobre La tierra baldía lo mismo que se podría decir de su propio Ulises, y así mismo de Trilce: “los dos nos hemos rebelado contra los clichés, por eso no nos perdonan quienes no saben hacer otra cosa que repetir lo ya manido hasta la náusea…

seguro que van a decir, como sé que lo dicen de mí, que carece de lógica. Pero no se trata de hacer proposiciones lógicas…lo que el escritor tiene que hacer hoy es trasladar emociones, y estas tienen un componente irracional…”.

Y el propio Vallejo agrega sal a la misma herida: “la gramática, como norma colectiva en poesía, carece de razón de ser. Cada poeta forja su gramática personal e intransferible, su sintaxis, su ortografía, su analogía, su prosodia, su semántica. Le basta no salir de los fueros básicos del idioma…”

Cerrad aquella puerta que/ está entreabierta en las entrañas de ese espejo, dice Vallejo en Trilce. Y con eso lo dice todo.

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12 de septiembre de 2022
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