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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Comer como los príncipes

Unos amigos latinoamericanos se han congregado para comer en  el famoso restaurante parisino La Tour d'Argent el 21 de marzo de 1910. En el reverso de una postal con la fotografía de la fachada del restaurante, uno de ellos escribe unas líneas y todos firman: al oficiar ante el pato No. 32388, un recuerdo afectuoso.  Los comensales son Rubén Darío, René Pérez Mascayano, pianista y compositor chileno, y Eugenio Díaz Romero, poeta y periodista argentino. El destinatario en Buenos Aires es el pintor Roberto Schiaffino. No se sabe quién de los tres pagó la cuenta, o si la compartieron. En todo caso, debió haber sido un día de bonanza, dado los precios que allí se cobraban, pues se trataba de un lugar para turistas ricos.

El pato a la sangre fue inventado por el cocinero de la Tour d'Argent en la época del primer imperio napoleónico, y en aquel restaurante, fundado en 1582 bajo el reinado de Enrique III, servirlo llegó a convertirse en un verdadero ritual. Y por cada medio pato se extendía un certificado numerado. El propietario, Frédéric Delair, decidió en 1890 este sistema como una manera de perennizar su obra, tal si se tratara de las copias de un aguafuerte. 

Al mes siguiente, Eugenio Díaz Romero, uno de los comensales, escribe una carta a Schiaffino, el destinatario de la tarjeta, donde el  pato a la sangre viene a quedar reducido a simple "pato silvestre". De su lectura sacamos en claro que les fue preparado de las propias manos de Delair, el gran sacerdote que desplegaba su ceremonia delante de las celebridades de la época; y, pertinente aclaración, tal como ya hemos advertido, el pato era caro: "el pato de Frédéric es de digestión difícil, por su precio...", escribe Díaz Romero.

Atengámonos a la receta: se necesita un pato joven y gordo, de seis a ocho semanas como máximo, cebado en los últimos quince días. Se mata por asfixia, estrangulándolo, para que no pierda la sangre. Con los huesos de otro pato se prepara de antemano un consomé bien condimentado. Después de limpiar el pato se asa por unos 20 minutos, hecho lo cual se lleva al comedor. 

Se pica el hígado y se añade un vaso de oporto y otro de cognac. Se quitan luego las patas y se asan por separado a la parrilla. Se retiran sus muslos y pechuga. La carcasa, con lo que le queda de carne, los huesos y la piel, se pone entonces en una prensa, y delante de los ojos de los comensales se extrae la sangre. Esta es la parte cumbre de la ceremonia.

Se agrega a la sangre el hígado, mantequilla y coñac, y se bate durante 20 minutos hasta que adquiere el espesor y color del chocolate derretido. Otros ingredientes que pueden incluirse a la salsa son foie gras, oporto, vino de madeira y limón. La pechuga se corta en lonjas y se sirve bañada con la salsa, acompañada de papas sopladas; mientras tanto los muslos asados se sirven como segundo plato, acompañados de lechuga tierna.

Del vino que acompañó aquel festín  memorable no se habla, pero lo hubo sin duda, y de manera generosa, lo que habrá hecho aún más cara la cuenta.

Antes de morir, lleno de orgullo satisfecho, y de nostalgia insatisfecha, Rubén confiesa que sus entradas triunfales al disfrute de la vida galante y elegante, incluida la alta cocina, fueron espléndidas, dígalo sino el pato a la sangre. En el último mes de su vida, acabado por la cirrosis, desde su lecho comenta en Managua al periodista Francisco Huezo: 

"En ocasiones he gozado tanto como tal vez no lo han logrado los millonarios de mi tierra. He comido como príncipe, he vestido con mucho lujo, he tenido historias en el mundo de las supremas elegancias. Me he relacionado con los más altos personajes. He sentido con frecuencia el aletazo de la gloria. He derrochado dinero, que gané en abundancia. ¿Qué me queda por desear? Nada. ¡Que venga la muerte!"

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5 de febrero de 2014
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Caballos para montar y comer

La hipofagia es el arte de degustar la carne de caballo, o la necesidad de alimentarse de ella, como quiera vérsele. En Francia ha sido común esta vianda en las mesas no muy bonancibles, así como en el resto de Europa, y aún en Centroamérica, pues a Costa Rica, al menos, llegó la costumbre gracias a los inmigrantes que instalaron carnicerías donde era obligado colgar encima de la puerta una herradura. Rubén Darío debió saberlo bien pues vivió allá entre 1891 y 1892, recién casado con la escritora salvadoreña Rafaela Contreras, un matrimonio de recursos modestos, expuesto a la obligada dieta de la carne de equinos.

Marvin Harris explica en Bueno para comer, que en el siglo VI después de Cristo, cuando la amenaza musulmana imponía a los fieles defensores de la fe conservar sus propios caballos de batalla, no podían consentir la nefasta costumbre de comérselos, y así el papa Gregorio III escribía a San Bonifacio en la Germania: "Mencionaste, entre otras cosas, que unos cuantos comen caballo salvaje y todavía más caballo doméstico. Bajo ninguna circunstancia has de permitir, santo hermano, que esto se haga. Antes bien imponles un castigo adecuado con todos los medios que, con la ayuda de Cristo, tengas para impedirlo. Pues esa costumbre es impura y detestable".

Hay quienes afirman que el gusto por esta vianda cobró impulso tras la feroz batalla de Eylau en 1807, cuando las tropas famélicas de Napoleón no tuvieron más remedio que destazar a los caballos muertos, ya fueran de montura o de tiro, desunciendo sus cuerpos sin vida de los carros y las cureñas de los cañones.

Sea o no cierto, la carne de caballo, magra y dulzona, lejos de cualquier repugnancia, es un manjar decente. Se cuece y se corta en rebanadas delgadas como el mejor roaf beef, y adornada con perejil, puede servirse fría o caliente. Hay en España un estofado de caballo a la Pedro Ximenez, que se prepara con el jerez de esa marca, aderezado con papas, castañas, tomates, cebollas, azafrán y otras especias; lo mismo que hay en otras latitudes chuletas de caballo adobadas; o se come en picadillo, o en hamburguesas, como en Japón. Existe también el asado de caballo con setas silvestres.

Pero no nos hagamos ilusiones. No es  que haya alborozo en el hogar si el ama de casa anuncia: ¡a la mesa! ¡Hoy tenemos filete de caballo con papas fritas! ¿Por qué no se come la carne de caballo en Estados Unidos?, se pregunta Harris. ¿Es que no les gusta la carne roja? La del caballo es más roja aún que la de res, y "aunque los caballos nunca se han criado por la calidad de su carne, esta es tierna no sólo cuando son aún potrillos, sino también en la madurez".

Es, además, una carne magra, sin vetas de grasa, y sin tantas calorías y sin tanto colesterol, y por eso debería atraer más los paladares en tiempos cuando tanto preocupan las cuestiones dietéticas. Pero la tradición está de por medio. El caballo, costoso de criar y mantener, ha prestado diversos servicios, como animal de tiro y de carga, de recreo y también deportivo. De modo que no se olvidan así no más sus múltiples servicios para descuartizarlo en un matadero, habiendo otras opciones de cuadrúpedos que no tienen más oficio que engordar para ser comidos; a menos que sobrevenga un sitio militar, como ocurrió en París cuando la guerra franco prusiana de 1870, y entonces los ciudadanos se comieron no sólo los caballos, sino también los animales del zoológico, gacelas, cebras e hipopótamos por igual.

Otras veces el consumo de la carne de caballo pasa al plano clandestino, y se hacen pasar sus postas y lomos por lo que no son, antigua costumbre delictiva de los carniceros. En estos casos se trata de animales de descarte, viejos y cansados. De modo que hay que cuidarse de que no le den a uno no sólo gato por liebre, sino caballo por res.

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29 de enero de 2014
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El solista sin orquesta

Para la celebración del nacimiento de Rubén Darío cada mes de enero en Nicaragua, se corona en los teatros municipales a la Musa dariana que desfila en carroza  en forma de cisne, acompañada de un cortejo de canéforas. Si pudiera ser, las autoridades edilicias desenterrarían al poeta para volverlo a enterrar con las mismas solemnidades de la primera vez, unos funerales como nunca se han vuelto a ver, pues durante los siete días de velatorio el cadáver era cambiado de traje cada noche: pelo griego, uniforme entorchado de embajador...

Se trata del más célebre de los nicaragüenses, que congrega la unanimidad lejos de distingos políticos o sociales, pero sin que deje de mediar la cursilería. Y el mito lo acompaña desde que nació. Desde la más remota antigüedad, cuando un profeta o un prócer vienen al mundo, se ha asignado a su nacimiento un cataclismo, o la aparición de una nueva estrella o de un ave heráldica que acompañe la suerte gloriosa de su vida.

En La Gaceta del 23 de febrero de 1867, unos días después del  nacimiento de Rubén, se lee que un águila real fue hallada en las montañas nicaragüenses: "su cabeza pequeña, viva, inteligente, está adornada por un círculo de plumas negras formándole una corona...hasta hoy no se creía que en Nicaragua hubiese águilas, y mucho menos águilas reales". Yo, por mi parte, agregaría que en aquel año muere el príncipe de los poetas malditos, Charles Baudelaire, porque también los relevos son parte sustancial del mito. 

El águila fue obsequiada al general Tomás Martínez, quien terminaba su segundo período presidencial, pues es un vicio nacional ese de querer retoñar en la silla del mando; y da la casualidad  que el mismo año el presidente mandó levantar un censo, igual que Augusto en Palestina cuando el nacimiento de Cristo. 

De este censo resultó que la población de Nicaragua llegaba apenas a los 150 mil habitantes. El general Martínez, avergonzado de que los nicaragüenses fueran tan pocos, ordenó aumentar 100 mil más. Alterar los censos, las cifras económicas, y los resultados electorales, ha sido siempre otro alegre vicio nacional. 

Ephraim Squier, quien llegó a Nicaragua en 1850 como primer embajador de Estados Unidos, cuenta que en las pocas escuelas que existían se enseñaba nada más los fundamentos de la doctrina cristiana, y a leer y a escribir; los niños repetían en coro la lección que dictaba a grandes voces el maestro, armado de una férula para reprimir a los díscolos. Los libros de texto obligados eran el silabario Catón, El catecismo del padre Jerónimo Ripalda, y El Ramillete, que contenía definiciones teológicas, leyendas fabulosas y oraciones piadosas a la Virgen, a los santos y a los ángeles, textos que, además del sombrío carácter de su contenido, eran "suficientes para amilanar al más avispado muchacho". Los bachilleres sobraban en el seno de las familias acaudaladas y el birrete doctoral pasaba en herencia entre ellas.

 "Yo diré que el estado actual de la instrucción pública humilla la delicadeza de nuestro patriotismo...", escribe en 1871 en un informe el ministro de Educación. Diarios, ninguno. Ya podemos imaginar las cifras del analfabetismo. Había dos semanarios, uno de ellos La Gaceta, el diario oficial donde se informó sobre la providencial aparición del águila real, pero ninguno de ellos salía a tiempo.

En el registro de aduanas de 1867 no aparece ninguna importación de papel, o de tinta de imprenta, y más que libros se imprimían volantes y folletos en las únicas tres tipografías del país. La importación de libros, españoles y franceses, aparece en esos registros como marginal.

Este país despoblado y tan rural, oscuro en su suerte política y empobrecido, desangrado por las guerras y plagado de analfabetos, es el país que vio nacer a Rubén en 1867, el país de "licenciados confianzudos, o ceremoniosos, y suficientes, los buenos coroneles negros e indios, las viejas comadres de antaño...", según él mismo lo evocaría. 

Un país de vientre pequeño, de esos que pueden parir un solista, pero nunca una orquesta completa.

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22 de enero de 2014
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Morará el lobo con el cordero

El año que empieza verá una gran cosecha electoral en América Latina. Siete países votarán para elegir a sus gobernantes; y si es cierto que cada una de estas elecciones tiene sus propias
particularidades, en cuanto a la naturaleza de las fuerzas que disputan el poder, hay un denominador común que hoy puede parecer irrelevante pero en verdad no lo es: la transparencia con que se cuentan los votos. Los alegatos de fraude vienen a ser esporádicos; unos, de poca fuerza, como ocurrió en las recién pasadas elecciones presidenciales de Honduras; otros, pasmosamente reales, como en Nicaragua. 

Sin la institucionalidad electoral la viabilidad democrática no sería posible, en un panorama cambiante donde se presentan novedades notables, la primera de ellas que el monopolio político, compartido habitualmente entre dos partidos tradicionales, no pocos de ellos nacidos con la independencia en el siglo diecinueve, ha sido roto, como en Uruguay. Otros de esos partidos surgieron de
profundos cambios políticos pero les llegó su caducidad, como en Venezuela, o han entrado en crisis, como en Costa Rica.

Esas fuerzas se volvieron obsoletas, y mientras algunas han logrado entender los nuevos tiempos, otras han envejecido sin poder percibir que las sociedades cambian dinámicamente, y que  la población  se ha vuelto estadísticamente cada vez más joven, con nuevos reclamos. Por tanto, la democracia es una entidad viva que debe saber responder a los retos de la modernidad. A fin y al cabo vivimos en el siglo veintiuno. 

Mientras algunos viejos partidos sucumben y se descalabran, surgen otros nuevos que representan a fuerzas sociales emergentes, y sobre todo, he aquí la novedad más acusada, agrupaciones que un día empuñaron las armas y hoy han encontrado espacios de representación en el sistema democrático, y aún han alcanzado a gobernar, como en El Salvador o en Uruguay. La dictadura del proletariado no es hoy sino una pieza de museo delante de la cual nadie se detiene.

Esta participación común, debidamente garantizada, anula la polarización ideológica que un día llevó a la violencia, y ha significado una moderación mutua, que abre un espacio de convivencia como el que reclama el libro de Isaías: "Morará el lobo con el cordero". Estoy usando un símil que puede parecer utópico; pero que derecha e izquierda conviven es una realidad; y conviven porque se alejan de los extremos y se acercan al centro, que viene a ser una especie de plaza pública donde resuenan las voces y no las armas.

Sólo los sistemas electorales confiables serán capaces de neutralizar la polarización política, y atajar la violencia. Es una paradoja necesaria que frente a la desconfianza de las nuevas generaciones de votantes en el viejo sistema, que tarda en traer bienestar, o se empantana no pocas veces en la corrupción, la transparencia electoral sea la única capaz de ofrecer salidas, porque da cauce a las esperanzas de cambio.  

La reelección presidencial no es un mal en sí misma, ya lo hemos visto en Colombia, Brasil, o Chile. Es la corrupción del sistema electoral la que hace de la reelección una negación de la democracia, como en Nicaragua; y si agregamos que esa reelección anula la independencia de los poderes del estado y los concentra en una sola persona, entonces todo el sistema democrático sucumbe.

Lula da Silva ha dicho sabiamente que la falta de participación política es la puerta del fascismo, y más ancha será esa puerta sin un sistema de alternancia, con la posibilidad garantizada de que quien tiene más votos es el que gana el derecho de gobernar.

Llegará un momento en que veremos más claramente que sin democracia efectiva no habrá posibilidad de desarrollo económico, que no es lo mismo que populismo económico. Uno de los espejismos de esta época latinoamericana ha sido la creencia de que un sistema que se aleja del pluralismo puede redimir a nuestros países de la miseria y del atraso. No hay otra falacia moderna, y a la vez tan antigua, que se le asemeje en tamaño y contumacia.

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15 de enero de 2014
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Viaje al país del siempre jamás / IV. En bagazo los ideales

2013. Tener ideales que es lo mismo que tener cojones, valga la redundancia. En una reunión de conspiradores en San José de Costa Rica se planeaba el ataque al cuartel de San Carlos en el río San Juan en 1977, y entre quienes iban a participar en la acción se hallaba el Chato Medrano, fugado del hospital donde convalecía después que le habían cortado medio intestino grueso, y mientras señalaba con una mano un mapa con la otra se sostenía la bolsa por la que defecaba y así se fue al combate donde lo mataron. Santidad, si es que no tiene otro nombre.

De él me acordé cuando perdimos las elecciones en 1990, aturdido entre la bruma de la rota inesperada, porque cómo iba el pueblo a votar en contra de una revolución popular; y cuando la revolución se fue por el caño de otra derrota peor que fue la derrota ética, me acordé de Panchito Gutiérrez muerto mientras disparaba una ametralladora .50 contra el cuartel de Rivas en 1978 y dejó huérfanos a sus tres hijos, más muertos que recordar sólo que ahora no había remedio.

Cayó el muro de Berlín, la ciudad divida donde yo viví en los setenta y se acabó el fementido socialismo real. Esos noventa cuando mueren los sesenta, los sueños colectivos hechos trizas y el pensar en los demás se convierte en el pensar solamente en uno mismo que es la gran derrota de la aventura humanista, el futuro tan luminoso de los himnos de victoria que pervirtió el egoísmo. He visto a los más valientes de mi generación destruidos por la codicia, guerrilleros heroicos convertidos en millonarios, protagonistas de la más grande de las tragedias éticas de esa historia. Envilecidos por el poder y por la idea de poder para siempre. Pero también he visto a otros que también estuvieron a la cabeza de la revolución y jamás tocaron un centavo ajeno y viven en digna pobreza: esos son los imprescindibles.

Si miro atrás me veo como fui entonces, y me digo que volvería a hacer lo mismo que entonces hice. Nunca podré arrepentirme de haber creído porque sería arrepentirme de haber vivido, ni tampoco cedo a la tentación de corregirme a mí mismo. Pero, ay, no puedo regresar a cobijarme bajo la sombra del lozano árbol dorado de la juventud, y las teorías, tan grises que fueron siempre y ya ni hablemos de las tétricas ideologías mamotréticas, ideologías redentoras que cuando terminan en maquinarias de poder transforman en bagazo los ideales.

Siempre rechazaré el poder malévolo que se disfraza de benefactor para oprimir, esa rueda que da siempre las mismas vueltas y muele las mismas palabras engañosas y numerosas porque la mentira es siempre exuberante. La verdad que no cambia en mi vida sigue siendo un compañero de aula tendido en una losa de la morgue esperando ser lavado por una manguera.

Entré en una revolución, no en la política, qué importante se vuelve a estas alturas la semántica, y lo hice abandonando mi oficio de escritor que luego recuperé cuando ya no hubo más revolución, mi territorio para siempre donde vivo a gusto y el más libre que uno pueda imaginar. Piensas, luego existes; existes, luego imaginas. Pero el viaje por el otro territorio de la revolución me trajo una experiencia de vida inolvidable, y recogí tantas cosas que aún no acabo de vaciar mi equipaje. Me haría falta otra vida para escribirlas y describirlas todas.

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8 de enero de 2014
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Viaje al país del siempre jamás / III. La puerta del futuro

1979. Hay puertas de puertas para entrar al futuro, la revolución es una de ellas, y no se abre sino muy de vez en cuando. En el mismo Paraninfo de la Universidad de donde salimos en manifestación la tarde de la masacre veinte años atrás, en otro mes de julio, soy juramentado como miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno de cinco miembros. León liberado, capital provisional, una trinchera en cada boca calle, bulle este 19 de julio de guerrilleros adolescentes que se pasan el santo y seña.

Somoza ha huido a Miami con su familia y sus secuaces y la Guardia Nacional se ha desbandado. En las pantallas de televisión Sandino se quita y se pone el sombrero en una vieja toma de archivo de Movietone de pocos segundos. Y al día siguiente estamos ya en Managua, un viaje bajo un cielo ardiente sin nubes a bordo de unos Mercedes negros quitados a jerarcas del régimen.

Y otra vez, la sordera. No hay sonidos en el aire cuando subidos a un camión de bomberos rojo encendido avanzamos por las calles desiertas hacia la plaza donde está todo el mundo y de pronto estalla el bullicio y las campanas de la catedral repican. La historia seguirá siendo escrita por los sobrevivientes porque quienes tejieron la urdimbre de este día quedaron en el camino, empezando por Erick y Mauricio, mis dos compañeros de banca, y Jorge Navarro, mi otro compañero de banca que dejó el aula para irse a la guerrilla y murió en las selvas de Bocay con los pies engusanados. Son miles atrás en el camino.

Ésta es una revolución de los muertos que pesará sobre las espaldas de los vivos ahora que pretendemos un mundo que no se parezca a ningún otro del pasado. Improvisación y locura. Hay que alfabetizar en pocos meses, acabar con la poliomielitis repartir la tierra hoy, no mañana. El futuro es concreto y lo imposible no existe: tomemos en serio la revolución pero no nos tomemos en serio a nosotros mismos, decían las paredes de la Sorbona, y esa fue una regla de oro que seguimos con alegría desde el nuevo poder hasta que llegamos a olvidarla. Cada vez que un ideal se convierte en decreto, algo de ese ideal se pierde, y cuando ese decreto se aplica, se pierde aún más, advertía Pasternak. Nadie estaba para oír advertencias pero la burocracia es un animal sordo y ciego que se alimenta de papeles, leyes, decretos, reglamentos, circulares.

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2 de enero de 2014
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Viaje al país del siempre jamás / II. Grandes esperanzas

1968. Grandes esperanzas, Dickens también fue un profeta. La década de los sesenta, la que no se repetirá, y sin la que nada de lo que está por venir en mi vida sería posible, ni lo que me tocó vivir ni lo que me ha tocado escribir. Aprendí que la más lúcida de las compatibilidades es que podía ser un escritor y un revolucionario, alguien que piensa y que hace, y que encuentra que su sensibilidad para escribir es la misma que le sirve para pensar que otro mundo es posible en la realidad y en la narración, tierra y cielo, el yin y el yang.

Entré en el Club de la Serpiente, fui cronopio de primera fila y no apretaba el tubo de pasta dentífrica desde abajo como se ordenaba en el sabio manual de instrucciones para vir que fue Rayuela. Cortázar y Franz Fanon, el Ché y Janis Joplin, Martin Luther King y los Beatles, Ben Bella y los Rolling Stones, Lumumba y Bob Dylan, jamás se vio brillar en los cielos de la esperanza una constelación semejante, no importa la frase hecha. Woodstock el gran campo de batalla lo mismo que lo era la cordillera de los Andes, Argelia y el Congo, las calles de París en mayo y la siniestra plaza de Tlatelolco en octubre de 1968.

Ser joven por primera vez en la vida es una carga seria, la barricada cierra la calle pero abre el camino. Es necesario explorar sistemáticamente el azar, dicen también los grafitis, una frase que parece escrita por Cortázar. A los revoltosos en las calles los jerarcas del partido comunista francés les parecían unos ancianos que estaban bien donde estaban, en el asilo de ancianos.

Sin los sesentas no habrá setentas, querido Perogrullo, sin esa explosión de locura y esperanzas no habrá revolución en Nicaragua, todos esos ríos azarosos y revueltos que van a dar a la mar, que es el vivir. Los guerrilleros en sus escondites leían Rayuela y leían La ciudad y los perros, el boom también era una rebelión armada; un primo mío comandante guerrillero se puso por seudónimo Aureliano, por Aureliano Buendía, y otro vino a llamarse directamente Macondo. A nadie hubiera extrañado ver a un Ixca Cienfuegos con el fusil en la mano en busca de la región más transparente del aire.

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26 de diciembre de 2013
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Viaje al pais del siempre jamás / I. Empezar a vivir

1959. La Bildungsroman de la vida, el Werther que se vuelve insurrecto. Tenía dieciséis años cuando salí de mi pueblo natal, Masatepe, para matricularme en la Escuela de Derecho en León. Mi padre nunca dudó que yo sería abogado. Yo sí tenía esa duda. O una certeza, quería ser escritor. Pero de todas maneras fui el primero en obtener un título universitario entre mis 56 primos hermanos.

Acababa de triunfar la revolución cubana y había manifestaciones diarias de estudiantes. Yo también estuve pronto en las calles, otro mundo distinto de aquel de donde yo venía, porque mi familia era leal al partido liberal de los Somoza. Me veo subido a una balaustrada arengando a los estudiantes en imitación del discurso radical de mis compañeros. Levantábamos a la gente y se sumaban cientos de personas. Hasta que llegó aquel 23 de julio.

El cuartel de la Guardia Nacional estaba a dos cuadras de la universidad, en una de las esquinas de la plaza central. Un pelotón de soldados nos cerraba el paso y pocos segundos después escuché el estallido de una bomba lacrimógena. Vi correr por el pavimento las latas rojas humeantes que estallaban y quedé cegado por el gas. Oí los primeros disparos de los fusiles Garand, luego el tableteo de una ametralladora y comencé a correr. A escasos metros me topé con la puerta de servicio de un restaurante. Empujé la puerta y cedió. Subí a un dormitorio de la segunda planta que daba a la calle, donde había dos niñas en una cama, acompañadas de una empleada. "Estamos solas aquí", me dijo la mujer con voz temblorosa.

Me asomé por el balcón y los soldados estaban colocados en tres posiciones: de pie, de rodillas y acostados, todos con los fusiles humeantes. Uno con una ametralladora de trípode se hallaba echado en la esquina, en la banda izquierda. En la banda derecha yacía un montón de cuerpos. Alguien gritaba: "¡una ambulancia!, ¡una ambulancia!".

La mujer me dijo que no había un teléfono. El aire se había vaciado de ruidos y todo me parecía en cámara lenta. Vi llegar a un cura que daba los sacramentos a los heridos, un cura norteamericano que de casualidad se hallaba en León, y luego supe se apellidaba Kaplan. En ese momento estalló la banda de sonido en la película muda y escuché la sirena de las ambulancias y desde el balcón vi que la guardia no las dejaba pasar. Fernando Gordillo, con quien dirigí la revista Ventana donde él publicaba poemas y yo cuentos, envuelto en una bandera marchaba resuelto ofreciendo el pecho al pelotón de soldados.

Parecía, me parece un sueño. Bajé corriendo, le grité que se detuviera. No me hizo caso, no me oía. El pelotón abrió sus filas en ese momento para darle paso a las ambulancias, y luego retrocedió hacia el cuartel. Olía pólvora. Erick Ramírez, mi compañero de banca, estaba tendido en el suelo. Tenía un orificio en la espalda. Me arrodillé a su lado para decirle que lo llevaríamos al hospital y cuando lo volteé vi que tenía el pecho desflorado por el balazo.

Subimos a los heridos y a los muertos en taxis y en vehículos particulares para trasladarlos al hospital. Era la primera vez que entraba a una morgue. Ahí descubrí sobre una de las losas a otro compañero de banca, Mauricio Martínez. Erick y él tendidos sobre las losas esperando para ser lavados con una manguera. La cuenta total fue de setenta heridos y cuatro muertos. Ese fue el día que mi vida cambió para siempre.

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18 de diciembre de 2013
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El tercer héroe discreto

El Vargas Llosa de sus brillantes inicios resucita siempre en el último de sus libros, como ocurre con El héroe discreto; todas sus marcas de fábrica están patentes, y algunos de sus personajes regresan para ocupar lugares que reclaman en el relato. Le he oído decir en Guadalajara que esos personajes recurrentes, tal es el caso del sargento Lituma, o el don Rigoberto, doña Lucrecia y Fonchito, se presentan delante de él cuando va a emprender una nueva escritura, para dejarse ver, como diciéndole: aquí estamos, míranos bien, no nos has aprovechado lo suficiente.
Entre la confusión ética de los tiempos modernos, el novelista acude a casos extraídos del mundo cotidiano, para probar que hay un heroísmo de la conciencia: la resistencia frente al chantaje, o las convenciones sociales. Es lo que ocurre con Felícito Yanaqué, un modesto transportista de Piura, e Ismael Carrera, un empresario de seguros de Lima. El primero resiste la extorsión, floreciente negocio contemporáneo; y el segundo, miembro de la elite social limeña, decide casarse con su empleada doméstica.
Pero hay otro personaje singular en la novela, y es Edilberto Torres. Comienza a presentarse delante de Fonchito, a manera de una aparición, y cuando llegamos a creer que se trata del diablo, lo vemos manifestarse en una iglesia, sin ninguna aprehensión, y entonces puede ser también un ángel guardián, y hasta un espíritu burlón.
Apenas cambiando una letra en su nombre de pila, se convierte en Edelberto Torres, quien de verdad existió, y era nicaragüense, igual que Norwin Sánchez de Conversación en la catedral. Se lo he comentado a Mario en un aparte del tráfago de la Feria del Libro de Guadalajara, y me dice que claro que sí, Edelberto Torres, el gran biógrafo de Rubén Darío, lo recuerda bien, pero que a la hora de ponerle nombre a su personaje no pensó en él. Lo tenías en las profundidades del subconsciente, le digo. Eso puede ser, me responde, el subconsciente es tan vasto y poderoso.
Y entonces le digo que don Edelberto, como lo llamábamos, viene a ser el tercer héroe discreto. Este hombre menudo y moreno, de andar nervioso y grandes suspiros cuando se acordaba de las calamidades de la dictadura de Somoza, eterno exiliado, fue despedido en los años cuarenta del siglo pasado del Ministerio de Educación por sus propuestas revolucionarias en cuanto a la enseñanza, que se fue a aplicar a Guatemala cuando triunfó la revolución democrática de Juan José Arévalo.
Cuando triunfó en Costa Rica la otra revolución democrática de José Figueres en 1948, con el apoyo de la Legión del Caribe, que pretendía derrocar a las numerosas dictaduras de entonces, empezó a fungir como correo de aquella fraternidad caballeresca. Una vez viajaba entre Guatemala y San José en un vuelo sin escalas de la extinta Panamerican, cuando el avión bajó complacientemente en Managua sólo para que sacaran por la fuerza a don Edelberto, que pasó encarcelado más de un año.
Al ser por fin liberado, regresó a Guatemala donde interpuso una demanda contra la Panamerican, y tras años de lucha, sin arredrarse, tal como don Felícito Yanaqué se enfrente a la incógnita banda de la arañita, ganó la indemnización. El dinero se repartió entre los abogados y su causa revolucionaria, porque siguió siendo pobre. Había demostrado, como don Felícito, que no hay que dejarse pisotear.
Tal como Mario bien recuerda, escribió La dramática vida de Rubén Darío, una labor de muchos años en las que consumió sus ahorros, pues él mismo financiaba sus viajes de investigación a España, Argentina, Chile. Trata a Rubén como su propio hijo: se entristece con sus penurias, lo regaña por sus disipaciones alcohólicas, se hincha de orgullo cuando describe la ceremonia de su presentación de credenciales delante del rey Alfonso XIII, entre "testas coronadas".
Este es entonces el tercer héroe discreto que por la puerta del subconsciente entró, con una vocal de su nombre alterada, en el espléndido universo de la novela de Mario Vargas Llosa.
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11 de diciembre de 2013
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Huevos ilustres

 

En la Feria del Libro de Guadalajara, mientras me dirigía al buffet del desayuno pasé al lado de la mesa donde comían Mario Vargas Llosa y Patricia, su mujer, y con sonrisa en la que había culpa y satisfacción él me mostró con ambas manos el plato, toda una evidencia dichosa, y me dijo: "me estoy comiendo unos huevos rancheros".

Una de las cosas en que primero pienso cuando el avión empieza a descender sobre el desértico valle de Anáhuac para luego entrar en la densa penumbra tóxica que cubre la ciudad de México, o lo mismo, cuando voy llegando a Monterrey o a Guadalajara, es en los espléndidos e incomparables desayunos mexicanos. Ni los desayunos decimonónicos ingleses descritos con tanta fruición en las novelas de Dickens, ni los desayunos rurales rusos que aparecen en Las almas muertas de Gogol se les comparan.

En México hay tantas clases de desayunos como regiones culinarias, aunque tengan hilos de conducción comunes, el más visible de ellos los huevos compuestos de todas las formas imaginables, y los chilaquiles verdes y rojos, los frijoles molidos refritos, las quesadillas, y las tortillas calientes envueltas en un lienzo acogedor, unos desayunos capaces de tomar media mañana, y que luego de consumados, por muchas entrevistas de prensa que uno tenga, sólo incitan a volver a la cama a rumiar el gusto de la hartura.

Con mi plato en la mano me puse en la fila frente al cocinero que freía los huevos, a ver qué grata escogencia haría esa mañana, y tuve tiempo de estudiar de nuevo la lista escrita con tiza en la pizarra escolar, una variedad más que incompleta porque en México todo lo que es culinario es infinito:

Huevos rancheros (de los que estaba dando buena cuenta Mario con apetito de premio Nobel), fritos enteros, cubiertos por una fina salsa de jitomates licuados (tomates decimos en Nicaragua, pero me atengo al modo mexicano) y una o dos tortillas de maíz por cama.

Huevos embodegados, fritos enteros, metidos dentro de una tortilla de maíz.

Huevos atropellados, con tomate y rodajas de chile jalapeño encima de una tortilla de maíz, y debajo otra tortilla con birria, (carne de carnero, ternera o puerco a la barbacoa), al estilo tapatío, o con machaca (carne seca de res) al estilo norteño.

Huevos montados, fritos enteros pero desnudos, puestos  sobre una lonja de arrachera (un corte delgado de carne de res), con frijoles molidos al lado, guacamole, papa fritas, y rodajas de tomate y cebolla.

Huevos sincronizados, fritos enteros, sobre una tortilla de maíz con jamón y queso, y bañados con salsa ranchera, acompañados de frijoles refritos y papas ralladas.

Huevos divorciados, fritos enteros, uno bañado con salsa de jitomates verdes y el otro con salsa de jitomates rojos, acompañados de frijoles refritos y guacamole.

Huevos socorridos, con chorizos desmenuzados encima y salsa de jitomates verdes.            

Las muy variadas maneras de preparar los huevos del desayuno desbordan la inventiva mexicana y van a dar a la geografía centroamericana y caribeña aunque con menos abundancia de variantes. De la costa de Colombia recuerdo siempre con nostalgia de paladar las arepas con huevo.

La arepa, que comparten la cocina colombiana y venezolana, es una tortilla gruesa de maíz, pero en este caso, el de la arepa con huevo, como la masa se infla al freírse, da la oportunidad de meterle uno o dos huevos crudos mediante un orificio para llegar a la oquedad, orificio que luego se repara con un poco masa cruda, como quien repella una pared, y así se sigue en la fritura para que los huevos, ya cobijados adentro, se cocinen también. Una descripción parecida he escuchado de boca de Gabriel García Márquez, mientras daba cuenta de la gloriosa arepa en el patio enclaustrado del hotel Santa Teresa en Cartagena, donde se toma el desayuno.

En ambos casos, huevos a lo Premio Nobel.

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4 de diciembre de 2013
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El Boomeran(g)
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