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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

Anagrama, 2009

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Modelos para armar

 

En el vuelo de regreso a Madrid desde Panamá, donde celebramos en los días pasados el festival literario Centroamérica Cuenta, vine leyendo la novela de Rodrigo Rey Rosa El material humano, que comienza con un listado de fichas policiales sacadas del Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala. Aparecen registrados ciudadanos señalados por comunistas, por distribuir propaganda subversiva, por repartir volantes sediciosos, por contravenir el toque de queda; o por posesión de armas de fuego o explosivos.

Pero también hay un chusco anotado por liberar un zopilote dentro del teatro Capitol, y otro por tirar con cerbatana en el teatro Lux al amparo de la oscuridad; un sastre por jugar juegos prohibidos; una mujer por ejercer el amor libre, otra por practicar ciencias ocultas, la quiromancia y la cartomancia; un barbero por “ingerir licor con otros individuos que se dedican a desnudar a los ebrios trasnochadores”; un oficinista por publicar obscenidades, un proxeneta por explotar a mujeres de la vida galante; y uno detenido por difamación, pues “aseguró tener relaciones carnales con Carmen Morales, quien a petición de su madre sufrió examen médico, resultando ser virgen”; y, en fin, un jornalero por insubordinarse contra su patrón.

Las fichas policiales registran la vigilancia política sobre la corrección de conducta, y los pecados capitales contra la seguridad pública se revuelven con los pecados veniales, que pasan ambos a tener la misma categoría de infracción que merece ser registrada, porque la ficha queda abierta a las reincidencias. Toda irregularidad de comportamiento, cualquiera sea su tamaño, es potencialmente peligrosa para el estado policial.

Este inventario de fichas da paso en la novela a un descenso a los infiernos de la represión y la corrupción en Guatemala, ese mundo de sombras y dualidades donde el terror cambia continuamente de rostro, tan kafkiano si este término no fuera ya un lugar común en América Latina. Oscuro mundo cerrado por el que Rodrigo se mueve buscando las claves que están en todas partes y en ninguna; y ese amasijo de viejas cartulinas policiales que abre las puertas de El material humano, es la imagen de un país que en sus estructuras patriarcales ha variado poco desde los tiempos del general Jorge Ubico, uno de los proverbiales dictadores del siglo veinte centroamericano.

Ubico mandó a dictar en 1934 la Ley contra la Vagancia, que empezaba por definir quiénes debían ser considerados vagos, o sea, los pobres: “los que no tienen oficio, profesión, sueldo u ocupación honesta”; los que ejerzan la mendicidad y, de paso, los entretenidos, “los que concurran ordinariamente a los billares, cantinas, tabernas, casas de prostitución”; y “los que comprometidos a servir a otro con su trabajo en fincas, no lo cumplen”, una manera de forzar a la servidumbre.

La pena del delito de vagancia era la cárcel, y el trabajo forzado “en el servicio de hospitales, limpieza de plazas, paseos públicos, cuarteles y otros establecimientos, obras nacionales, municipales o de caminos”. Y los desertores de sus lugares de trabajo en el campo, eran puestos a merced de sus patrones.

Leo en un entusiasta comentario sobre la época florida de Ubico: “No faltan las historias de los abuelitos que cuentan que durante su gobierno se podían dejar las puertas de las casas abiertas y que el crimen común era casi nulo, ya que todos sabían lo que les podía suceder si llegaban a ser apresados por la policía nacional”.

La historia se repite en Centroamérica con sórdida pertinacia, y vale la pena recordarlo ahora que el presidente Nayibe Bukele inicia en El Salvador su segundo periodo presidencial bajo un estado permanente de suspensión de garantías ciudadanas. La reelección estaba prohibida por la Constitución, pero qué importa, si obtuvo más del 80 por ciento de los votos, los partidos políticos se esfumaron y sólo existe prácticamente el suyo; y si controla, además, todos los poderes del estado. Un milenial de puño de hierro.

Y los adultos que serán abuelitos se hallan listos para contar que pueden dejar las puertas de sus casas abiertas y caminar sin temor por parques y avenidas porque los miles de pandilleros que antes asolaban los barrios se encuentran encerrados en una mega cárcel de donde no volverán a salir nunca.

“Les decomisamos todo, hasta las colchonetas para dormir, les racionamos la comida y ahora ya no verán la luz del sol” tuitea triunfalmente el presidente Bukele. Los criminales castigados de por vida junto con otros que serán inocentes y también están presos de por vida, pero allá quien se detenga a averiguarlo.

A quien se hubiera atrevido a protestar por las arbitrariedades de la ley de la vagancia, el general Ubico le habría respondido que se llevara a uno de esos vagos a vivir a su casa y lo mantuviera. Es lo que responde Bukele a quienes protestan porque sus tribunales violentan los derechos humanos. Que se lleven a los pandilleros a vivir a sus casas.

El modelo Ubico. El modelo Bukele. Las distopías de largo alcance. El material humano.

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4 de junio de 2024
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La más colosal de las mentiras

La noche del viernes 14 de junio de 2013 se celebró en la Casa de los Pueblos, que se alza frente a la desierta plaza de la Revolución en Managua, una fastuosa ceremonia en la que el empresario chino Wang Jing se hizo acompañar de una rutilante comitiva para presentar el proyecto del siglo, el canal interoceánico que su empresa HKND, inscrita en Gran Caimán, construiría en Nicaragua en un tiempo récord de cinco años, a un costo de 50.000 millones de dólares.

El decreto presidencial 840, que le otorgaba la concesión por 100 años para construir y operar el canal, había sido ratificado 72 horas antes por la Asamblea Nacional, y publicado en el diario oficial en idioma inglés, sin tiempo para una traducción decente.

El “Acuerdo Marco de Concesión e Implementación del Canal de Nicaragua”, mejor conocido como el tratado Ortega-Wang Jing, no establecía ninguna obligación para el concesionario, más que un magro pago anual de peaje. Nicaragua renunciaba a toda autoridad judicial, administrativa, laboral y de seguridad, migratoria, fiscal y monetaria en los territorios concedidos al canal a favor de HKND.

El concesionario también podía confiscar las tierras privadas que necesitara, y tomaría las públicas sin costo alguno, lo que dio pie a grandes movilizaciones campesinas de resistencia, reprimidas violentamente. Y las reservas del Banco Central quedaban en garantía de cualquier incumplimiento del Estado.

Los congregados aquella noche de gala eran todos estrellas refulgentes del mundo de los negocios trasnacionales. Bufetes de abogados de gran calibre en Estados Unidos, como McKinsey & Company, Kirkland & Ellis; firmas de cabildeo profesional expertas en doblegar voluntades en el Senado y en la Cámara de Representantes, como McLarty & Associates, fundada por Henry Kissinger y Thomas McLarty, jefe del gabinete de Clinton en la Casa Blanca, con una clientela que va desde al Paramount a la Nike, pasando por Wallmart y la General Electric.

Y también estaba Bill Wild, de la InfiniSource, presentado por Wang Jing como jefe del proyecto, con su cuartel general establecido en el Two International Finance Center de Hong Kong, desde donde dirigiría un contingente de 4.000 técnicos y expertos dedicados a elaborar los diversos estudios de factibilidad, con un costo de 900 millones de dólares.

Para el año 2019, el primer buque de 400.000 toneladas, naves capaces de cargar 18.000 contenedores, más grandes que las que puede admitir el canal de Panamá, estaría atravesando Nicaragua, convertida en el país más rico de Centroamérica, con un crecimiento anual del 14%, según el vocero oficial de Wang Jing, el boliviano Ronald MacLean, antiguo ministro de Finanzas del general Hugo Banzer.

Entretanto, una pantalla mostraba un segmento del mapa de Nicaragua con la ruta del Gran Canal marcada en rojo. Solo que el mapa estaba al revés. Poniéndolo al derecho, el trazo marcaba una ruta de 286 kilómetros de largo, 520 metros de ancho y 27,6 metros de profundidad, capaz de permitir el paso de los megabuques, pero también de convertir al Gran Lago de Nicaragua, parte de la ruta, en un colosal fangal.

50.000 obreros nicaragüenses trabajarían en las obras, ganando salarios nunca vistos.

El Consejo Nacional de Universidades, bajo el control del régimen, anunció cambios drásticos en los planes de estudio, que deberían incluir el chino mandarín, y nuevas carreras técnicas como ecología, hidrología, ingeniería náutica. La agricultura debía orientarse a producir los alimentos preferidos por los chinos, que llegarían por legiones.

En el paquete mágico venía también un ferrocarril interoceánico de alta velocidad, una autopista de costa a costa, aeropuertos internacionales, un puerto marítimo automatizado en cada extremo del canal, nuevas ciudades salidas de la nada, complejos hoteleros, áreas de turismo ecológico, zonas de libre comercio.

Cuando las luces del salón se apagaron en la Casa de los Pueblos y se deshizo la tramoya, los altos ejecutivos transnacionales se montaron en sus aviones y se fueron de Nicaragua para nunca más volver. Como estrellas de primera magnitud, habían cobrado altos honorarios por hacer acto de presencia, y adiós.

Pocos días después, una nutrida delegación de funcionarios del régimen y representantes de los gremios de empresarios viajaron a Pekín y otras ciudades chinas invitados por Wang Jing, y con gusto y asombro se fotografiaron junto a los volquetes y tractores que serían utilizados en las obras, con llantas gigantescas que los doblaban en estatura.

Wang Jing invertía dinero en aquella costosa campaña de relaciones públicas, con la mira puesta en sacar a Bolsa las acciones de HKND y levantar rápidamente el capital de 50.000 millones de dólares que decía necesarios para las obras. O, como ocurre en los más sonados casos de estafa que asombran al mundo por la osadía de sus perpetradores, juntar millones de dólares y salir de manera oculta por la puerta trasera.

El 22 de diciembre del año siguiente, volvió a Managua para dar por inauguradas oficialmente las obras, en un avión alquilado, al que había hecho pintar en el fuselaje las siglas HKND. Fue recibido en la pista del aeropuerto por Laureano Ortega, hijo de la pareja en el poder, y un nutrido séquito gubernamental. El montaje teatral seguía adelante.

El acto oficial de inicio de las obras se celebró en una finca ganadera cerca de la desembocadura del río Brito en el océano Pacífico, sitio escogido como salida del canal, y vecino al lugar donde se construiría uno de los supuestos juegos de esclusas.

Despojado del saco, Wang Jing se calzó el casco amarillo de protección para arrancar simbólicamente la primera de las retroexcavadoras que lucían en fila, listas para empezar a abrir la gran zanja que partiría en dos a Nicaragua.

Lo que aquellas máquinas hicieron fue remozar un viejo camino rural. Y no se trataba de ninguna retroexcavadora de llantas gigantes. Los equipos, maltratados por el uso, eran propiedad del Ministerio de Transportes y Obras Públicas, lo mismo que el casco amarillo que se puso Wang Jing.

Sobre aquel camino, otra vez abandonado, ha crecido el monte y en la época de lluvias es imposible de transitar debido a los lodazales. Unas cuantas vacas pastan allí donde hoy deberían estarse construyendo a ritmo febril las esclusas que alguien diseñaba en Hong Kong.

Las acciones de HKND que el impostor sacó a Bolsa para reunir los 50.000 millones de dólares, nadie se apuntó a suscribirlas. En 2015, Xinwei, su empresa de telecomunicaciones, acusada antes de fraude en Ucrania, según un artículo de Bloomberg Businessweek, sufrió una caída bursátil del 57%.

La figura de Wang Jing, nada más que aire, terminó de desinflarse. En septiembre de 2021, fue expulsado de la Bolsa de valores de Shanghái e inhabilitado durante 10 años “para desempeñar cualquier función administrativa en las empresas que cotizan en bolsa”, según publicó The Epoch Times.

Actualmente se encuentra desaparecido, y se rumorea que huyó a Estados Unidos.

Once años después de aquella noche de gala en la Casa de los Pueblos, la Asamblea Nacional, bajo instrucciones expresas del régimen, ha derogado la ley que amparaba el tratado Ortega-Wang Jing y anulado la concesión.

El canal interoceánico se disuelve ahora en la bruma de la mentira más colosal inventada nunca en Nicaragua.

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22 de mayo de 2024
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El jinete de bronce

Cuando en marzo de este año el camarada Vladimir Vladimirovich Putin, candidato único a la presidencia de Rusia ganó de manera abrumadora las elecciones, la presidenta de Honduras doña Xiomara Castro, simpatizante entusiasta del socialismo del siglo ventiuno a la Chávez, se apresuró a felicitarlo en nombre de todos los países miembros de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) “por su convincente victoria”. Diez de esos países, entre ellos Chile, suscribieron una declaración para desmentirla. Otros, como México y Brasil, guardaron silencio.

Sorprende la adhesión a veces ciega, a veces disimulada, que la vieja izquierda da al zar de todas las Rusias, el camarada Putin. Y no se trata sólo de la izquierda dictatorial o autoritaria, en el poder en países como Cuba, Venezuela, Nicaragua o Bolivia, sino también de cierta izquierda intelectual, refugiada en claustros donde aún el viejo leninismo tropical exuda su moho en las paredes, y en clubes de pensamiento ortodoxo de tercera edad, nostálgicos uno y otros del socialismo real, del cual es Putin el profeta destinado a revivirlo.

Cuando se dio en Nicaragua la guerra de los contras, que pertrechados por la administración Reagan trataban de derrocar a los revolucionarios sandinistas, más que como una escaramuza de la guerra fría aquella batalla era vista desde los cenáculos de la izquierda militante como una agresión descarada del viejo y protervo Goliat contra el imberbe y débil David que sólo tenía piedras en su salbeque para defender su pequeño país.

Esa misma izquierda, que ahora ya peina canas, borró del disco duro aquella imagen de la justicia que tiene el débil en toda lucha desigual, cuando en febrero de 2022 las tropas del zar Vladimir invadieron Ucrania, y dieron toda la razón a Goliat, o miraron hacia otro lado, fingiendo disimulo, o pidiendo de artera manera salomónica, contención “a ambas partes”, el invasor y el invadido. David era un corrompido fascista.

Todo podría atribuirse al síndrome antimperialista amamantado a lo largo del siglo veinte por las ocupaciones militares de Estados Unidos, y su apoyo a los golpes militares, que fija en la retina un Goliat imperecedero, que no admite copia. El Goliat que le toca en suerte a los ucranianos, si les da con el mazo en la cabeza, es por su bien.

Y, además, si Putin el justiciero, “el gran líder de la humanidad” como lo llama Maduro, está contra el perverso imperialismo norteamericano, que sigue incólume en la letra de los manuales, los fieles antimperialistas de ayer, y los reciclados de hoy, deben cerrar filas alrededor del héroe de las estepas.

Para los viejos camaradas que vuelven los ojos hacia el paraíso espeso y gris del socialismo real, más que el zar que busca restaurar las fronteras de la antigua y mítica Rus de la que Ucrania, oh destino manifiesto, es parte natural, Putin representa la resurrección de las glorias de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¿Los muros del Kremlin no siguen acaso allí? Y el mismísimo Stalin subido al caballo de Pedro el Grande, el jinete de bronce, vuelve a cabalgar, ahora con el torso desnudo.

Pero, vamos a ver. ¿Putin, apóstol de la izquierda? Extraño personaje que también es, a la vez, el apóstol de la más cerrada derecha, y que, como el dios romano Jano de doble rostro, puede mirar a dos lados opuestos a la vez.

Aleksandr Duguin, el ideólogo ultraconservador, es a Putin lo que Steven Bannon es espiritualmente a Donald Trump. Duguin invoca un “fascismo a la rusa”, sustentado por un nazismo esotérico capaz de dar paso a una nueva derecha europea, capaz de llevar adelante una revolución conservadora universal. ¿Dónde lo colocamos entonces? ¿Más cerca de Jair Bolsonaro, o más cerca de Nicolás Maduro? ¿O será que alguien como Ortega quiere también “un Estado fuerte y sólido…una radio y una televisión patrióticas…que expresen los intereses nacionales"?

Son amalgamas extrañas, pero ya se ve que posibles. Duguin se interesa también en satanismo, y en las manifestaciones del ocultismo. Y según el criterio de Bernard-Henry Levy, se trata de un típico racista antisemita, a lo cual habría que sumar los criterios homófobos del propio Putin, cuyas leyes prohíben cualquier tipo de matrimonio entre personas del mismo sexo, y busca establecer centros de reconversión forzada para los homosexuales. Los libros sospechosos de contener propaganda gay, aunque se trata de clásicos de la literatura rusa, son sometidos a la censura.

Es que los reinos autoritarios se parecen, igual que las familias felices. Y las familias ideológicas extremas, se parecen también. ¿Cuál es la distancia entre Duguin y Bannon? Ninguna. “El movimiento” de Bannon quiere una revolución populista de dimensión mundial, combate frontalmente las migraciones, la ideología de género, los derechos LGBT, la legalización del aborto, declara el cambio climático una leyenda absurda, y se declara en abierta lucha contra “el marxismo cultural”.

Pecata minuta esto último, que bien puede ser obviado por la izquierda ortodoxa. Para ser felices en familia, hay que saber disimular.

 

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10 de mayo de 2024

Cervantes

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Con los ojos abiertos

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, canta Pablo Milanés en Años. Ahora que llega la fecha de la ceremonia de entrega del premio Cervantes que recibirá el gran Luis Mateo Diez, primer ciudadano de Celama, hago las cuentas y ya han pasado seis años desde que en un abril parecido subí las escalinatas del púlpito del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para decir mi propio discurso.

Y revisando la lista de premiados, que a medida que crece va alejándome en el tiempo, encuentro, con no poco gozo, que entre los últimos dominan los poetas, Ida Vitale, Joan Margarit, Francisco Brines, Cristina Peri Rossi, Rafael Cadenas, un justo reconocimiento de que la poesía está en la esencia de nuestra literatura. Sin ella, la prosa no existiría.

En aquel discurso de Alcalá en 2018, recordé lo que había ducho sobre la poesía otro premio Cervantes, José Manuel Caballero Bonald, al recibirlo en 2012; “esa emoción verbal, esas palabras que van más allá de sus propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que conducen a la iluminación, a esas ‘profundas cavernas del sentido a que se refería San Juan de la Cruz’¨.

El 23 de abril es el día internacional del libro, cuando se conmemora la muerte de Cervantes, de Shakespeare y del Inca Garcilaso, y tiene lugar la ceremonia de entrega del premio Cervantes. El mes florido de la primavera boreal. Pero en Nicaragua abril es el mes más cruel, como enseña Elliot en La tierra baldía.

Lejos de la primavera, abril es en Nicaragua el mes ardiente de la estación seca que allá llamamos verano, el mes “del viento caliente, y el aire que huele a quemado”, como recuerda Ernesto Cardenal en Hora O, “los soles borrosos y rojos como sangre/y las lunas enormes y rajas como soles, /y las quemas lejanas, de noche, como estrellas…”

El miércoles 18 de abril, pocos días antes de que tuviera lugar la ceremonia del Cervantes aquel año de 2018, un grupo de jubilados que protestaba en las calles de la ciudad de León contra la decisión del régimen de elevar el monto de las cotizaciones del seguro social, al tiempo que cargaba un gravamen sobre las pensiones de los asegurados, habían sido agredidos por una turba oficialista, y las imágenes de los ancianos derribados y pateados en el suelo, transmitidas por los teléfonos móviles habían provocado nuevas manifestaciones de `protesta en Managua y otros lugares, que fueron creciendo en la medida en que eran reprimidas.

Los antimotines de la policía trataban de disolver por la fuerza bruta las manifestaciones, los estudiantes universitarios a la cabeza, y comenzaron a caer derribados los árboles de la vida, las extrañas armazones de fierro con poderes mágicos plantadas en calles y plazas, y la represión, ahora en manos de los paramilitares, empezaba ya a sumar muertos. El lunes 23 de abril, cuando subí al púlpito del paraninfo en Alcalá de Henares, el número de asesinados llegaba ya a veinte, y en los meses siguientes iría creciendo hasta alcanzar más de cuatrocientos, muchos de ellos víctimas de francotiradores.

Las protestas habían alcanzado a movilizar a la comunidad de nicaragüenses en Madrid, y el domingo, el día anterior a la ceremonia del premio, se celebró una demostración en la Puerta del Sol, a la que asistí junto con Gioconda Belli. Una muchacha prendió en mi camisa un lazo de luto, y esa noche, de regreso en el hotel, saqué de la carpeta el discurso que tenía preparado, y agregué a mano un párrafo inicial, que luego pasé al ordenador: “Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando sin más armas que sus ideales porque Nicaragua vuelva a ser república”.

No podía ser de otra manera. Tenía que dar congruencia a mi discurso, que era una alabanza de mi propia lengua cervantina, y dariana, y a la vez una declaración de fe en el poder de las palabras. Una literatura con los ojos abiertos: “Cerrar los ojos, apagar la luz, bajar la cortina, es traicionar el oficio…somos más bien testigos de cargo.”. Y el lazo de luto que me había dado la muchacha nicaragüense, lo llevé prendido a en la solapa. Un duelo aún vivo.

Tres años después, cuando volví a Madrid para presentar mi novela Tongolele no sabía bailar, venía ya a vivir aquí como desterrado. Después me quitarían la nacionalidad. El tiempo, implacable que pasa mientras nos hacemos más viejos, y Pablo Milanés en mi memoria, cuando, como si fuera ayer, nos abrazamos en la puerta de la librería Alberti de la calle del Tutor, donde se hizo la presentación, hasta donde había llegado él en silla de ruedas, un abrazo que sería un adiós porque ya nunca volvimos a vernos.

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23 de abril de 2024

Claribel Alegría, en un festival de poesía en Granada.

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Un tigre con alas

 

En mayo se cumplirá el centenario del nacimiento de la poeta nicaragüense Claribel Alegría, quien me escribía cartas en papel de seda color verde en los lejanos años sesenta del siglo pasado

Allá por los lejanos años sesenta del lejano siglo XX me escribía a menudo con Claribel Alegría, ella en Mallorca, yo en San José de Costa Rica. No nos habíamos visto nunca.

Existían entonces las cartas. Las de Claribel escritas en papel de seda color verde, con estampillas desde las que me miraba en sepia, verde, o gris, el rostro adusto de bigote recortado del generalísimo Francisco Franco.

Su dirección, C’an Blau Vell, Deià, llevaba hasta mi escritorio, en la penumbra de las eternas lluvias vespertinas del valle central de Costa Rica, el vago aliento de las islas Baleares del que hablaba Rubén Darío en su Epístola a Juana de Lugones.

Un pueblo encantado, donde el poeta Robert Graves era su vecino, y en los veranos, desde su ventana, Claribel podía divisar a Julio Cortázar en la suya.

Su casa quedaba a la vuelta de un estrecho callejón de lajas, construida en piedra hacía más de 300 años, y coronada por una terraza que entre tiestos de flores miraba a la mole del Puig des Teix, que desde allí parece cercana a la mano.

En junio de 1969, cuenta Claribel, se hallaba junto con Bud Flakoll, su marido, dedicados a remodelar la casa recién comprada: “Estábamos asomados a un boquete en el segundo piso, que sería la ventana de nuestro dormitorio. De pronto, vimos pasar por la calle a un viejo alto de largos cabellos blancos y con un sombrero de paja que le caía casi hasta los hombros. Vestía pantalones cortos y deshilachados y jugaba con una bolita de ping-pong”.

“¿Es usted Robert Graves?”, cuenta ella que preguntó desde arriba. “Él alzó entonces su mirada azul: ‘Sí, ¿y ustedes quiénes son?’ Lo invitamos a una copa de vino. Así nació esa gran amistad que duró hasta su muerte en 1985″.

El padre de Claribel, el doctor Daniel Alegría, un médico nicaragüense de Estelí, acérrimo partidario de Sandino, y por tanto acérrimo antiimperialista, se exilió en Santa Ana, El Salvador, por obra de la intervención militar en su patria, y allí se casó con la salvadoreña Ana María Vides. Hizo jurar a sus dos hijas que nunca se casarían con un gringo. Fue lo primero que ambas hicieron.

Tras el triunfo de la revolución en 1979, Bud y Claribel se trasladaron a Managua, después de una vida trashumante, y desde entonces fuimos vecinos en el barrio Pancasán, que era el barrio de los poetas, porque allí vivía también Ernesto Cardenal, y a la caída de la tarde nos sentábamos en la terraza de su casa bajo un frondoso mango, o en la mía, bajo las ramas de un marañón, ron en mano, a disfrutar de largas conversaciones.

Tuvo, solía ella decir, una matria, que era Nicaragua, y una patria, que era El Salvador. Nació en Estelí, en 1924, bautizada Clara Isabel, creció en Santa Ana, y murió en Managua en 2018.

Cuando apenas tenía seis años, apareció en Santa Ana José Vasconcelos, quien había llegado para dictar una conferencia en el Teatro Municipal. Fue él quien le profetizó que sería escritora, pero le advirtió que debía cambiarse el nombre: “Clara Isabel es muy hermoso, pero parece más el nombre de una abadesa. ¿Por qué no lo cambias a Claribel?”.

Diez años más tarde, Vasconcelos la llevaría en México delante de don Alfonso Reyes para que el sabio juzgara sus poemas, y en 1947 el mismo Vasconcelos pondría el prólogo a su primer libro, Anillo de silencio. Y los poemas de ese primer libro habían sido elegidos por Juan Ramón Jiménez, su mentor durante los años en que ella estudiaba en Washington, y quien una tarde del año de 1945 la llevó a conocer a Ezra Pound, recluido para entonces en el hospital St. Elizabeth.

Roque Dalton, que era un inventor profesional, contaba que Claribel le había enseñado a bailar rumba en Praga, donde ella nunca había estado; una pareja como Fred Astaire y Ginger Rogers girando en los infinitos escenarios cambiantes de los musicales de Hollywood a la luz de una falsa luna de papier mâché.

Merecedora del Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía en 2017, Claribel fue asimismo una narradora excepcional, como se refleja en Cenizas de Izalco (1966), la novela escrita en colaboración con Bud, finalista del Premio Biblioteca Breve que ganó Vargas Llosa en 1964 con La ciudad y los perros.

En esta novela se cuenta la insurrección campesina de 1933 saldada con una feroz masacre que dejó 30.000 muertos en las aldeas indígenas de El Salvador, bajo la mano represora del dictador Maximiliano Hernández Martínez, uno de los personajes más siniestros del bestiario centroamericano.

En su poema Pandora dice Claribel: “Aún podemos hacernos la ilusión / de transformar al mundo / en un tigre con alas / en un tigre amarillo / de ariscas rayas negras / sobre el que todos podamos cabalgar”.

Celebremos en este centenario de su nacimiento al tigre con alas en el que cabalga Claribel Alegría.

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17 de abril de 2024
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Nada hay verdad ni mentira

 

 

Heródoto ha pasado a la posteridad como el primero de los historiadores, pero en realidad fue mucho más que eso. O eso, y además narrador literario, y periodista, tres virtudes fundamentales que en sus Nueve libros de la Historia vienen a ser una sola; y cuando digo periodista estoy hablando de sus calidades de reportero y cronista, oficios que entonces estaban lejos de ser reconocidos como tales; y, por si fuera poco, explorador, geógrafo, arqueólogo, etnólogo y paleontólogo, pues al adentrarse en territorios entonces desconocidos, registraba de manera acuciosa y metódica todo lo visto y oído.

Historia, novela y mitología son entonces una misma cosa porque las fronteras del mundo son difusas y distantes, y esa bruma de la lejanía desconocida crea la duda, el asombro y el misterio, pero también la curiosidad.

Frente a la oscuridad que entonces representa lo inexplorado, pues lo conocido es un territorio aún exiguo, la verdad objetiva se convierte en un deber del cronista, aunque la imaginación no deje de enseñar sus vestiduras extravagantes en el relato. ¿Cómo dilucidar en aquella penumbra lo que está del lado de la realidad y lo que está del lado de la imaginación?

El rigor escrupuloso a la hora de narrar hechos es un procedimiento que la literatura de invención ha llegado a copiar de la crónica que pretende narrar verdades. La novela Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, que se publicó en 1722, finge ser un reportaje verídico y acucioso sobre la peste de cólera que asoló Londres en 1665. La pretensión del novelista es establecer la veracidad de lo que cuenta, disfrazando la imaginación con un aparato de hechos falsos en el que hay documentos oficiales, tablas estadísticas y testimonios fabricados.

Y hoy aún menos podemos afirmar que los hechos han ganado una calidad verificable, cuando vivimos en un mundo de verdades instantáneas, verdades desechables y verdades alternativas.

Siempre que relatamos la vida de los seres humanos, los de hoy y los del pasado, no podemos despojarnos nosotros, ni despojarlos a ellos, de ese velo subjetivo que cambia las imágenes, trastoca los criterios, premia y castiga, exalta y disminuye, y contrapone buenas intenciones y malicia; o porque ese velo es extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos.

Por mucho tiempo la historia se escribió a favor o en contra de alguien, y no pocas veces por comisión del interesado; si no, recordemos a López de Gómara componiendo en Valladolid su Crónica de la conquista de la Nueva España bajo encargo de Hernán Cortés, quien buscaba recuperar sus fueros en México, y para eso necesitaba ser exaltado como el héroe único de la conquista de Tenochtitlan.

Esta pretensión movió a reaccionar a Bernal Díaz del Castillo, un anciano soldado de Cortés, que vive retirado en Guatemala, quien al leer el libro de López de Gómara se asombra de la manera en que cuenta los hechos alguien que nunca ha cruzado el mar y estuvo, por tanto, lejos de ellos. Lo ve como una superchería. Entonces decide escribir su propio relato, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.

Pero es, de todas maneras, su visión de los hechos. Nunca habrá dos visiones iguales. La memoria es a la vez invención. Se altera lo que se recuerda. Lo que se recuerda un día de una manera, será diferente después. Y dos personas que recuerdan los mismos hechos, los recuerdan de manera distinta.

Los conquistadores se dejan guiar por los desafueros felices de su imaginación, iluminada por el asombro ante lo nuevo, una ralea de aventureros, pastores de cabras de Castilla, porquerizos de Extremadura, marineros de las costas andaluzas, hidalgos sin fortuna y nobles arruinados, misioneros y capellanes, tramposos, fulleros y buscones, como don Pablos, “espejo de vagamundos y ejemplo de tacaños” a quien Quevedo embarca hacia las Indias, a ver si mejora su suerte, aunque ya no volvemos a saber de él.

Una cauda incandescente de hechos que rozan con la epopeya, e iniquidades, crueldades y abusos de poder, y no podremos saber cuánto es verdad y cuánto es mentira en las ocurrencias de la historia, que se prepara para ser antesala de la novela, o ser la novela misma.

La independencia se disolverá entre el humo de las batallas y las inquinas y las discordias enseñarán sus cabezas hidrópicas y sus jorobas de fenómenos de circo, y los proyectos de nuevas repúblicas democráticas fracasarán en el caudillismo y en las dictaduras, primero ilustradas y luego cerriles, y no pocos de los próceres terminarán en el ostracismo, o ante el paredón. Se les concedía, nada más, un último favor: dar ellos mismos la orden de fuego, o ser fusilados sentados en un sillón que era traído desde alguna casa vecina.

Se impone como norma la anormalidad, que nace del desajuste siempre presente entre el ideal y la realidad, entre la propuesta de sociedad que queda asentada en la letra muerta de las constituciones y la sociedad de opresión y miseria que de verdad existe; las leyes justas pasan a ser la mentira, y el arbitrio del poder sin contrapesos pasa a ser la realidad.

Cuando el poder se vuelve anormal, y por tanto adquiere sobre los individuos un peso desmedido, actúa como una deidad funesta que violenta el curso de las vidas y, al trastocarlas, hace posible la soledad de las prisiones y el desamparo del destierro, corrompe y envilece, crea el miedo y el silencio, engendra la sumisión y el ridículo, y alimenta la adulación; y termina creando, también, la rebeldía.

Por eso es que la historia puede leerse como novela. Y estos tres oficios que narran, historia, novela, relato periodístico, se hacen préstamos entre ellos, o son capaces de juntarse en un género híbrido. La novela inventada por Cervantes, que descoyunta el tiempo y el espacio y da cabida a lo inverosímil. La novela que se convierte en el lugar de encuentro donde todo cabe, autobiografía y biografía, documentación histórica, opúsculos científicos, informes estadísticos, y gacetillas de periódicos. Y novela pasa a ser también el relato de hechos reales contado con las técnicas de una novela, vale decir, sus trampas y ardides.

La crónica de hoy día, igual que la novela, tiene que ver con la anormalidad. Las nuevas dictaduras mesiánicas. El populismo y sus alardes de feria. El crimen organizado con su siniestra cauda de extravagancias. El poder social de las pandillas, basado en el terror y el crimen despiadado, y que llega a producir caudillos, como en Haití; los reyes del narcotráfico, que se disputan inmensos territorios, donde ejercen el papel que corresponde al Estado; los emigrantes centroamericanos perseguidos, secuestrados, asesinados, a lo largo de toda la ruta a través de México, o que terminan ahogados en el rio Bravo o dejan sus huesos en el desierto de Arizona; la corrupción, como esa piel purulenta que viste al poder político, cualquiera que sea su signo ideológico.

La historia que parece escrita por los novelistas, y la crónica que parece copiar a la novela, porque los hechos que cuenta parecen increíbles; y la novela misma, que busca parecerse a la realidad, imitándola, y ser aún más deslumbrante que la propia realidad.

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3 de abril de 2024
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Haití, un país en extinción

 

Imaginemos un paisaje de desolación y ruina, como el que Corman McCarthy describe La carretera, o vemos en esas películas distópicas del día después. Pero no se trata de un escenario sin nombre, sino de un país real, Haití, que ha vivido un desastre continuado a lo largo de décadas, dictaduras militares, huracanes, terremotos, líderes mesiánicos, gobiernos fallidos, conspiraciones, asesinatos políticos, cofradías de narcotraficantes, oligarquías sordas y mudas; y hoy, 200 pandillas criminales que luchan por imponerse en los territorios, en guerra entre ellas, y contra el estado.

Hay otros países de América Latina donde las bandas del crimen organizado, dueñas de verdaderos arsenales, controlan territorios que ponen bajo su soberanía, imponen candidatos en las elecciones, tienen en planilla a las autoridades civiles y a la policía, cobran impuestos a agricultores y comerciantes, asesinan periodistas, y erigen su propio sistema judicial en el que impera la pena de muerte. Pero aún no disputan el poder nacional, desde la capital.

En Haití, sí. Jimmy Chérizier, alias Barbecue, caudillo de la G-9 y Familia, una banda, o federación de nueve poderosas bandas, desafía al primer ministro de facto, Ariel Henry, que no puede regresar al país porque su gobierno no controla el aeropuerto de Puerto Príncipe, mientras las instituciones se disuelven y el ejército y la policía son incapaces de imponerse frente al caos. El ochenta por ciento del país se halla en manos de la delincuencia beligerante.

Barbecue es un antiguo policía de elite, que cuando estaba en activo ya se había visto envuelto en asesinatos. Debe su nombre de guerra, según el mismo, a que su madre vendía pollos asados por las calles de Puerto Príncipe; según otras versiones, a que suele quemar las casas con la gente que se asa adentro. Nada ajeno a la tradición del país. El dictador vitalicio Papa Doc Duvalier, mandaba decapitar a sus enemigos y hacía que le llevaran sus cabezas al palacio presidencial para practicar ritos de vudú.

Barbecue habla como el jefe de un partido en armas, y sus reclamos son políticos.

“Hemos elegido tomar nuestro destino en nuestras propias manos. La batalla que estamos librando no sólo derrocará al gobierno. Es una batalla que cambiará todo el sistema”, proclama. Y se ofende de que lo consideren un criminal. "Este sistema tiene mucho dinero y tiene el control de los medios. Ahora me hacen parecer como si fuera un gánster".

El presidente Jovenel Moïse fue asesinado por sicarios colombianos en julio de 2021, víctima los capos de una poderosa red de narcotraficantes. Pero según los investigadores de InSight Crime, Moïse financiaba una parte sustancial de las operaciones de Barbecue, quien completaba sus ingresos con el dinero provenientes de secuestros y extorsiones. Este apoyo habría cesado cuando Henry, el primer ministro, se quedó al mando.

La exigencia de Barbecue se concentra ahora en que Henry, varado en Puerto Rico, y que permanece en su cargo sin que haya habido nuevas elecciones, sea depuesto por la policía y el ejército: “que asuman su responsabilidad y arresten a Ariel Henry. Una vez más, repetimos, la población no es nuestro enemigo”, dice en la arenga transmitida desde su canal de YouTube.

Se comporta como un milenial que conoce las ventajas de la tecnología digital, y presenta videos de los cadáveres de quienes han sido ejecutados por órdenes suyas, por negarse a pagar los rescates.

Para apoyar su demanda de la destitución de Henry, llevó a cabo un asalto concertado a la Penitenciaría Nacional y a la cárcel Croix de Bouquets, que hizo vigilar previamente con drones, de donde liberó a 3.700 prisioneros, con un saldo de doce muertos.

En el año 2009, recién pasados dos huracanes devastadores, y antes del terremoto que en enero del año siguiente destruyó Puerto Príncipe, estuve una semana en Haití para escribir un reportaje por encargo de El País, dentro de la serie Testigos del horror.

Entonces me tocó entrevistar al jefe de la Misión de Estabilización de la ONU, Hédi Hannabi, en el Hotel Cristopher, donde tenía su cuartel general, y que se derrumbó con el terremoto, el propio Hannabi entre las víctimas mortales.

“Esta no es la clásica misión de paz, porque no hay dos partes en conflicto; lo que tenemos es anarquía, la presencia de las pandillas, la ausencia de instituciones. Si nos fuera hoy de aquí, lo que vendrían sería el caos”.

Eso fue hace 15 años. El caos ha sobrevenido. Y quienes en la comunidad internacional vuelven la cabeza para mirar la catástrofe, lo hacen no sin fastidio. Kenia se comprometió a enviar una fuerza policial de mil soldados, que otros países deben financiar, desde luego Kenia está en la cola en los índices mundiales de desarrollo humano. Y en esas gestiones se hallaba Henry en Nairobi cuando se dio el asalto a las cárceles, y ya no ha podido volver.

Mientras tanto, el escenario distópico se afirma con sus colores sombríos. Y Barbecue, el nuevo caudillo, se prepara para reinar en un país en vías de extinción.

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13 de marzo de 2024

Imagen tomada de la cuenta de Instagram de SuperBigote, @superbigoteoficial.

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Superhéroes con puño de hierro

La esposa entra en el despacho presidencial del palacio de Miraflores y le pregunta a su marido: “¿Qué estás haciendo, Nico?”. Y él, sin dejar de mover mecánicamente la mano que firma, responde, con mirada inspirada: “Estoy aprobando proyectos para beneficios del pueblo”. Un Tío Sam maligno, en su propio despacho, comenta con sonrisa diabólica, y dice: “No habrá beneficios para tu pueblo después de lo que tengo preparado”; y aprieta un botón para poner en marcha a Extremista, el monstruo de cinco cabezas.

Esto bastará para que el presidente Maduro, igual que lo hace Superman, se quite su ropa de diario y quede vestido con su colorido traje de superhéroe, rojo y azul, pantaloneta y capa incluidas, y se lance en raudo vuelo para enfrentar al monstruo que busca sembrar en las calles el caos y la destrucción, y lo venza con unos cuantos golpes de su puño de hierro. ¡Otra tarea cumplida para SuperBigote, en defensa de la patria y la revolución bolivariana!

Pero la serie de dibujos animados, que muestra a SuperBigote desplegando superpoderes para enfrentar al enemigo imperialista, se completa con los 12 millones de muñecos del superhéroe y la superheroína repartidos a los niños de las barriadas en la Navidad de 2022. Una pareja invencible, porque su esposa Cilia es como la Supergirl de Superman, y viste atuendo colorido.

La serie surgió en 2021, y en su primer capítulo SuperBigote destruye al dron electromagnético enviado por un villano que semeja a Trump, que ha dejado a oscuras al país, una réplica de historieta cómica a la realidad de los apagones nacionales provocados por la corrupción y la incuria del Gobierno del propio Maduro.

Al transformarse en SuperBigote, Maduro se vuelve musculoso y deja toda la grasa que le sobra; no podía ser de otro modo, el traje rojo es muy ajustado. Y los libretistas de Miraflores olvidan, o no quieren saber, que esos trajes con que en los cómics los dibujantes empezaron a disfrazar a los superhéroes provenían de la tradición de los circos, tal como se vestían bajo las carpas los malabaristas, equilibristas y trapecistas.

SuperBigote derrota siempre a los villanos y malvados, porque es invencible, es invulnerable, y es infalible; más que Superman, porque no hay kriptonita que pueda debilitarlo. Estamos en el mundo de los dibujos animados donde la realidad sale sobrando. En ese mundo de los colores planos no existe ni la corrupción, ni el despilfarro, ni las fortunas multimillonarias trasegadas a los bancos de Andorra.

Poco importa que los superhéroes populistas del siglo XXI se proclamen de izquierda o de derecha; lo importante para sus propagandistas es establecer su invulnerabilidad. Si bien aún no hay dibujos animados de SuperBukele, sus expertos en imagen, que, por cierto, son también venezolanos, se encargan de presentarlo como un superpresidente supercool, que hace su entrada en los escenarios entre chorros de luz.

Como el vídeo de su visita a la megacárcel, el ultramoderno Centro de Confinamiento del Terrorismo, toda una superproducción con tomas de drones, planos rasantes, las crujías con los camarotes de tres pisos donde los presos, en camisetas y shorts blancos, se encaraman como pájaros extraños, los sigue la cámara cuando corren para acuclillarse en las crujías en pelotones cerrados, primeros planos de sus rostros tatuados, las cabezas rapadas. Y que él, en jeans y jersey, nada de formalidades, salvo cuando viste de etiqueta para la gala de Miss Universo, recorre las instalaciones espectrales, un mundo distópico como los de Orwell o Margaret Atwood, mientras el sumiso jefe de la prisión va dándole respuestas ensayadas a las preguntas ensayadas: aquí no vienen los presos para ser reeducados, señor presidente, sino a pagar la deuda con la sociedad. El que entra aquí no sale nunca más, señor presidente.

El joven presidente de la gorra al revés y la barba bien recortada es popular, sin duda; ha impuesto la paz y el orden contra las pandillas bajo un permanente régimen de excepción, las garantías ciudadanas suspendidas, y acaba de ganar las elecciones por el 85% de los votos.

Y tampoco se equivoca nunca. Tiene una respuesta certera para todo, brilla por su sagacidad, y es capaz de dejar callado, y humillado, al más pintado si intenta cuestionarlo, o contradecirlo, así se trate del sabio más versado en derecho, del economista más sabido en criptomoneda o del periodista más sagaz y agudo.

Abundan en las redes los clips sembrados por sus gurús venezolanos, donde se le ve de pie frente al atril, escuchando con paciente talante la pregunta de su víctima, y ya sabemos que el impertinente morderá el polvo de la derrota ante la contundencia demoledora de la respuesta que lo dejará deseando nunca haber preguntado. “El mejor presidente del mundo” no solo es cool, es infalible.

La política como tira cómica. Toda una épica contada, cuadro tras cuadro, en dibujos animados.

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7 de marzo de 2024

Primera edición. Editorial de Cromos, Bogotá, 1924

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Cien años de ‘La vorágine’

 

 

Una noche memorable de hace tiempo en la ciudad de México, que ya he referido alguna vez, ensayábamos durante la sobremesa de una larga cena en casa de José María Pérez Gay a recordar primeros párrafos de novelas, y Gabriel García Márquez empezó a recitar uno que todos coreamos, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis, porque también lo sabíamos de memoria: “antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la violencia…”, tal como empieza La Vorágine de José Eustasio Rivera, de cuya publicación se cumplen cien años.

Nacido en 1888 en el poblado de San Mateo en la región de Los Andes, que ahora se llama San Mateo-Rivera, justicia cívica para un escritor, Rivera era un abogado que trabajaba como funcionario en comisiones limítrofes, y eso le hizo conocer los territorios selváticos de la Amazonía, donde se desarrolla principalmente La vorágine. La escribió en un cuaderno de contabilidad de forro rojo, entre abril de 1922 y abril de 1924, año en que se publicó en Bogotá, en el mes de noviembre.

Mi mayor fascinación juvenil por esta novela, que es muchas cosas a la vez, novela de la naturaleza, novela de aventuras, novela social, estaba en su estrategia narrativa, que se consumaba con eficacia: ese ardid tan socorrido, pero que no deja nunca de funcionar, en que el autor se finge el amanuense de un manuscrito ajeno que ha llegado a sus manos.

Con solapada voluntad de engaño, el autor de la novela introduce como preámbulo una nota burocrática dirigida a un ministro, la que firma con su nombre real, José Eustasio Rivera: “de acuerdo con los deseos de S. S. he arreglado para la publicidad los manuscritos de Arturo Cova, remitidos a ese Ministerio por el Cónsul de Colombia en Manaos. En esas páginas respeté el estilo y hasta las incorrecciones del infortunado escritor, subrayando únicamente los provincialismos de más carácter…”

Arturo Cova, poeta, aventurero, ha desaparecido junto con Alicia, la mujer con la que había huido, en un itinerario que los lleva de los llanos ganaderos que se extienden al pie de la cordillera oriental, hasta las inmensas e intrincadas selvas del Amazonas.

Y el amanuense fingido recomienda no publicar los manuscritos de Arturo Cova “antes de tener más noticias de los caucheros colombianos del Río Negro o Guainía; pero si S. S. resolviere lo contrario, le ruego que se sirva comunicarme oportunamente los datos que adquiera para adicionarlos a guisa de epílogo”. Y el epílogo es: “el último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente: «Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!»”.

El ardid de la suplantación atraviesa los siglos, y se activa cada vez que la apariencia de veracidad debe imponerse sobre la mentira. Son los papeles escritos en caracteres árabes contenidos en los cartapacios que un muchacho llega a vender a un sedero en el Alcaná de Toledo, y que Cervantes, que se haya allí de casualidad, da a traducir para encontrarse con que se trata de las aventuras de don Quijote escritas no por él, sino por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.

Muy consciente del juego que emprende con sus lectores, y gozándose de él, José Eustasio Rivera incluyó en esa primera edición de 1924 una fotografía de Arturo Cova sentado en una hamaca “en las barracas de Guaracú”, tomada por la comerciante Zoraida Ayram, otro de los personajes; y hay otra foto del viejo cauchero Clemente Silva, otro personaje, el que habría de buscar en vano a los desaparecidos en la selva, subido a un árbol de caucho. Décadas antes de que W.G. Sebald introduzca en sus novelas la fotografía como testimonio de la veracidad de la invención.

En La Vorágine la selva se convierte en personaje. Es una deidad que protege su inviolabilidad, y se venga de quienes entran en sus dominios. Serán aniquilados por el paludismo y la disentería, el ataque de las fieras, los piquetes de las víboras, y las inquinas entre ellos mismos. Al final, lo que prodiga es la soledad, la traición, la enfermedad, la locura, la muerte.

Novela social, busca denunciar la crueldad a que son sometidos los indígenas de las tribus de la Amazonía, donde solo vale la ley del más fuerte, en tiempos en que el caucho natural es un producto estratégico en el comercio mundial. Y esa ley la imponía entonces la temible Casa Arana, que esclavizaba y exterminaba a los indígenas en los siringales.

Compleja obra de ficción, nos es contemporánea por sus personajes duales y atormentados, toda una galería de seres humanos que se mueven entre el despotismo y el abandono, la maldad y la compasión, aunque, al final, la selva que se traga a Arturo Cova y a los suyos vuelva a cerrarse sobre sus cabezas.

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13 de febrero de 2024
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Grandes esperanzas

El fiscal especial contra la impunidad, Rafael Curruchiche Cucul, originario del Petén, una de las zonas más pobres y olvidadas de Guatemala, es cachiquel. Una rareza en un país donde los indígenas no suelen acceder a los cargos públicos descollantes. Se supone que su función es perseguir los delitos vinculados a “cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad, estructuras criminales o personas individuales”, sean funcionarios públicos o particulares.

Pero desde que asumió el cargo en 2021, nombrado por la fiscal general Consuelo Porras, su cómplice y mentora, Curruchiche se ha convertido en todo lo contrario de lo que dicta su mandato; actúa más bien como fiel protector de quienes se amparan en “el pacto de corruptos”.

 Pertinaz, faltando pocos días para la toma de posesión de Bernardo Arévalo, apeló ante la Corte Constitucional buscando impedir que asuma la presidencia, un intento final de consumar el golpe de estado institucional en el que no ha cejado por meses, retorciendo a su voluntad las leyes y abusando de su competencia.

La antropóloga de descendencia quiché, Irma Alicia Velásquez Nimatuj, de la universidad de Stanford, opina que Curruchiche “ha internalizado el racismo del sistema opresor, odiándose él mismo, despreciando sus orígenes”; y abusa de su poder porque teme que “el pacto de corruptos lo deseche cuando ya no les sirva”. Quedará entonces en la oscura tierra de nadie, despreciado por los suyos, y una vez que ya no es útil, despreciado también por los otros.

De entre los retos que Bernardo Arévalo debe enfrentar, este será, sin duda, el primero de todos: que las instituciones del estado destinadas a perseguir la corrupción, como la fiscalía, dejen de ser parte de la corrupción misma. Quitarle, así, dientes y garras al pacto de corruptos, y cerrar las puertas a la utilización del poder como un medio de enriquecimiento ilícito.

Su gran desafío será lograrlo dentro de los límites que le impone la democracia misma. Tiene la autoridad moral para pedir la renuncia de la fiscal Consuelo Porras, cabeza de la conspiración para proteger a los corruptos e impedirle a él mismo asumir la presidencia, pero no tiene la autoridad legal para destituirla, salvo si media una condena judicial por comisión de un delito. Y la fiscal se halla a la mitad de su segundo periodo de cuatro años, que no termina sino en mayo de 2026; es hasta entonces que podrá nombrar un sustituto, de una lista que debe presentarle una comisión de postulación.

 Dada la experiencia vivida en todos estos meses agónicos, desde su elección en segunda vuelta el 20 de agosto del año pasado, sabe que la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Constitucionalidad, sin bien terminaron allanándole el camino frente a los recursos arbitrarios interpuestos por la fiscalía,  se mostraron duales y vacilantes en sus actuaciones; y ahora tendrá que seguir lidiando con ambos tribunales, en la lucha por defender su presidencia de las agresiones que sin duda continuarán, en busca de minarla.

 Tiene frente a sí, entonces, no sólo los límites constitucionales de su poder presidencial, sino los que le imponen las circunstancias políticas en que asume el cargo, como cabeza de un partido nuevo y pequeño, Semilla, sin estructuras territoriales sólidas, y apenas 5 diputados en una Asamblea Nacional de 160 miembros; y los diputados que controlan la mayoría, han estado metidos en la trama conspirativa que trató de impedirle asumir la presidencia. Pero la paradoja es que con esas fuerzas deberá negociar acuerdos para lograr gobernabilidad.

 Deberá lograrlo sin hacer concesiones que contradigan sus enunciados políticos de transparencia, descabezamiento de la corrupción, avance social y afirmación democrática. Y sin enajenar, por la otra parte, la voluntad de quienes lo votaron con grandes esperanzas; mantener el respaldo de las fuerzas sociales que salieron a la calle a defender los resultados electorales legítimos, a la cabeza los cantones indígenas, que tienen su propia agenda de demandas seculares, desde los tiempos de la colonia.

Un diálogo diverso y constante, con los legisladores, los pueblos indígenas, los gremios patronales de la empresa privada, los sindicatos, las corporaciones profesionales, las comunidades, los municipios. El mayor de los peligros está en el aislamiento, y en el silencio y alejamiento burocrático. Y la relación crucial con las fuerzas armadas, sobre las que ha escrito un libro, Estado violento, ejército político.

Hay una tendencia natural a comparar a Bernardo Arévalo con su padre, Juan José Arévalo, electo en 1944 con el 85% de los votos, fruto de una revolución democrática, que contó con una amplia mayoría parlamentaria, y fue respaldado por los sindicatos obreros, lo que le permitió aprobar lo que entonces fue un hito en Guatemala, el Código del Trabajo. Tenía, además, en la jefatura del ejército al coronel Jacobo Árbenz, electo luego para sucederle en la presidencia, y con cuyo concurso pudo sofocar constantes rebeliones y asonadas militares.

 Las circunstancias que median entre ambos son muy diferentes, mucho más propicias las que rodearon al padre; pero el dominador común es la ambición por la modernidad democrática que, desde siempre, las fuerzas más oscuras, y tan feudales, han negado a Guatemala. Arévalo, el padre, enunciaba un “socialismo espiritual”, que el hijo expone como democracia social.

 En los cuatro años del periodo que ahora empieza, sin posibilidad de reelección, no puede exigirse a este Arévalo de hoy transformar la estructura social y económica de un país con alto índices de pobreza, secularmente sometido a estructuras injustas, y discriminatorias en contra de la mayoritaria población indígena, aherrojado por la corrupción, amenazado por la presencia del crimen organizado y con una frontera crítica con México, que bulle de narcotraficantes y de emigrantes ilegales en camino hacia Estados Unidos.

Pero con sentido común, voluntad de conciliación, y manteniéndose, sobre todo, fiel a sus principios éticos, decidido a frenar la corrupción, podrá demostrar que la democracia es posible, si es capaz de defenderla cada día. Predicar con el ejemplo, y cumplir con la palabra propia, parece una tarea simple, pero en Guatemala será una proeza.

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15 de enero de 2024
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