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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Las gotas milagrosas del doctor Maduro

Uno de mis personajes favoritos del bestiario político centroamericano es el dictador de El Salvador, el general Maximiliano Hernández Martínez,  militar y teósofo a la vez. Era un ciego creyente en los poderes de los médicos invisibles, por cuyo consejo mantenía en el patio de la casa presidencial decenas de botellas de distintos colores llenas de agua, que expuestas al sol adquirían facultades sanadoras para cualquier enfermedad, desde la tiña  a la disentería. Fue con el agua de una de estas botellas, de color azul, que pretendió curar la apendicitis de un hijo suyo, con resultados fatales. El niño murió entre terribles gritos de dolor.

Cuenta también Roque Dalton en Historias prohibidas de Pulgarcito, que ante una tenaz epidemia de viruela no se le ocurrió nada más sabio que mandar a forrar en papel celofán coloreado las farolas del alumbrado público, pues matizar la luz eléctrica era suficiente para matar las bacterias causantes de la peste, que por supuestos siguió creciendo a sus anchas y matando niños y adultos, indiferente a la artes mágicas del presidente de  la república y su corte de médicos invisibles.

Hasta donde es conocido, el presidente Nicolás Maduro no es discípulo de los médicos invisibles, pero sí de Sathya Sai Baba, de probada naturaleza divina, pues se proclamó el mismo en vida avatar del dios Visnú. Maduro visitó a su maestro en el santuario de Puttaparthi en la India, y ahora que ya el gran gurú pasó a otro plano de vida, a lo mejor desde el más allá es quien le aconseja las políticas sanitarias a seguir para enfrentar la pandemia del corona virus con un gotero.

Para asombro de la comunidad científica internacional, Maduro ha anunciado en cadena de radio y televisión desde el Palacio de Miraflores, que un genio científico de su confianza, “una mente brillante”, cuyo nombre “por el momento se protegerá” ha descubierto una medicina milagrosa, más potente que ninguna de las vacunas patentadas hasta ahora, para acabar de una vez por todas con la pandemia.

“Diez gotitas debajo de la lengua, cada cuatro horas, y el milagro se hace, es un antiviral, muy poderoso, que neutraliza el coronavirus”. La pócima “es producto de varios estudios clínicos, científicos y biológicos que se extendieron durante nueve meses e incluyeron experimentación en enfermos, moderados y graves, que se recuperaron de la enfermedad gracias a estas gotas”. Todo, siempre bajo estricto sigilo. La asombrosa panacea, que vendrá en un frasquito provisto de gotero, se llama Carvativir “mejor conocido como las gotitas milagrosas de José Gregorio Hernández” ha dicho Maduro. Y aquí la manipulación asoma sus peludas orejas.

Este médico de los pobres, nacido en 1864, que ha estado por un siglo en los altares populares, santo de una devoción sincrética, según me recuerda Ibsen Martínez, se graduó en La Sorbona y fue discípulo de Claude Bernard, con lo que no fue de ninguna manera un curandero de aguas de colores, sino un científico pionero, de gran espíritu humanista, quien se entregó de lleno a enfrentar la influenza española, la pandemia de entonces. Murió atropellado por un automóvil en una calle de Caracas en 1919, mientras corría a socorrer a un enfermo.

Una figura muy conveniente para endosarle las gotitas milagrosas, pues será beatificado por la iglesia católica este año, con lo que tendrá abierta las puertas de la canonización oficial. Santo ya es, de todas maneras,  para los miles que le rezan.

La Academia Nacional de Medicina quitó toda seriedad al anuncio presidencial de las “goticas milagrosas” del doctor Maduro y demandó al régimen que no desinforme a la población creando expectativas falsas. “Esta Academia no tiene conocimiento de estudio alguno que demuestre científicamente la efectividad de este u otro tratamiento ‘natural’ para la enfermedad COVID-19” advierte en un comunicado. Y agrega: “hacemos un llamado al gobierno nacional y a la población en general a no difundir información carente de sustento científico y a acatar las directrices emanadas de la OMS, ya que puede ser contraproducente en una situación de pandemia, el generar falsa sensación de seguridad en una población vulnerable, dado lo depauperado de la salud de los venezolanos”.

El especialista en salud pública Jaime Lorenzo, ha advertido que al usarse un recurso mágico religioso como este “lo más seguro es que mucha gente crea en el anuncio y al tomar este medicamento relajen aún más las medidas de protección y lo que puede ocurrir es que tengamos una mayor cantidad de casos”.

Los médicos de feria se multiplican en medio de las catástrofes sanitarias, ofreciendo remedios milagrosos, como ya se puede ver en El diario de la peste, de Daniel Defoe, que narra la plaga mortal que asoló Londres hace 350 años. La desesperación ante la inminencia de la muerte hace que se empiece a creer en el poder curativo de los brebajes de hierbas, del aceite de culebra, o de los sahumerios de azufre.

Lo grave es cuando desde los palacios presidenciales se proclaman las virtudes de las aguas de colores y la luz tamizada de las farolas, como solía hacer el general Hernández Martínez, o el poder de gotas milagrosas aplicadas debajo de la lengua cuatro veces al día, según receta el doctor Maduro.

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1 de febrero de 2021
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Los protocolos de los sabios de Trump

Igual que las novelitas pornográficas copiadas a máquina que circulaban de mano en mano con grave sigilo entre los adolescentes en mi pueblo, los adultos se pasaban entre ellos en las barberías, con no menos avidez, un folleto en cuya portada figuraba un judío barbado a cuyas espaldas brillaba, con fulgores luciferinos, una estrella de David.

Los Protocolos de los sabios de Sión. Este panfleto, de pobres pero convincentes invenciones, exponía la trama de una conspiración tejida por los judíos para sojuzgar al mundo. Nadie, ni en un lugar tan alejado de los centros de poder como Masatepe, ni en ningún otro de la tierra, escaparía a esos tentáculos viscosos; y si hasta el magnate Henry Ford, quien había pagado de su abundante bolsillo la impresión de ediciones enteras del folleto en Estados Unidos, creía en esa fábula urdida con habilidad pueril, cómo no iba a convencer a un ebanista de mi pueblo, o a un criador de gallos de pelea de los que se congregaban en la tertulia de las barberías.

Hitler creyó también, o fingió creer en Los Protocolos de loa Sabios de Sión, que le sirvieron como pretexto ideológico para el exterminio de millones de judíos. Cuando me topé con ese folleto, que aún hoy no pierde vigencia, estoy hablando de los años cincuenta del siglo pasado. Entonces el horror de los campos de concentración nazi era ya cosa más que sabida, aún en los pequeños pueblos como el mío, pero era mucho más fuerte la avidez de la gente sencilla de ser partícipe de los graves secretos que los protocolos revelaban.

Sencillos y letrados, todos somos hijos del mito, y es tentador siempre pensar en términos de fábula; en ese terreno pantanoso, la conspiración y la profecía se hallan a sus anchas para explicar las ocurrencias diarias del mundo, desde la catástrofes naturales a las guerras; no en balde las Profecías de Nostradamus reviven cada comienzo de año para develar las contingencias siempre amenazadoras del futuro.

Y Los Protocolos de los Sabios de Sión, que justificaron los pogromos en la Rusia zarista, y las cámaras de gas de los nazis, no sólo no pierden vigencia hoy día, en pleno siglo veintiuno, sino que engendran descendencia.

Todas las fábulas inventadas por los militantes de la secta QAnon de la ultraderecha de Estados Unidos, pertenecen a la misma estirpe alimentada en la puerilidad que lleva a millones a creer que debajo de nuestros pies hay un mundo de aposentos subterráneos donde figuras famosas celebran aquelarres para manipular a su antojo nuestras vidas; cuando en realidad los manipuladores son quienes crean esas leyendas que pertenecen al mejor de los mundos de las historietas dibujadas en cuadros.

Nos hallamos en el apogeo de la era de las realidades alternativas. Ese otro mundo que no vemos, pero desde el que se controlan supuestamente  nuestras mentes, responde a los mecanismos naturales a la ficción. Y es regido por claves secretas, como en El código Da Vinci, de Dan Brown.

No es que quiera culpar a Dan Brown de la existencia de QAnon, pero la credibilidad de un dedicado lector suyo, viene a ser la misma. En una ocasión, me encontraba en la iglesia de San Sulpicio en París frente al cuadro de Delacroix, Jacob luchando contra el ángel, cuando la voz del guía al que rodeaba un grupo de turistas llamó mi atención: habían viajado hasta allí, desde Ohio o desde Dakota, con el exclusivo propósito de ver el lugar donde Silas, el albino del Opus Dei, busca la clave del paradero del Santo Grial.

Claves siniestras, hilos conductores de la conspiración de que se sienten víctimas, dirigida por estrellas de Hollywood, y a cuya cabeza se halla el villano mayor, George Soros, Gran Maestro del Estado Profundo, peor que Lex Luthor, el archienemigo de Supermán.

Es una historieta cómica, pero con consecuencias. Uno de los QAnonianos entró disparando en 2016 en una pizzería de un barrio de Washington, antes los ojos asustados del pobre dueño del local. El agresor había sido convencido de que desde allí se dirigía una red de ritos satánicos dedicada a la pedofilia, según la secta descubrió en el texto de correos electrónicos que contenían mensajes codificados. A la cabeza de esa red diabólica se hallaba nada menos que Hilary Clinton, candidata entonces a la presidencia por el partido Demócrata.

Enlistados por el FBI como terroristas potenciales, los cabecillas de QAnon se hicieron visibles en el reciente asalto al Capitolio. Y como en las tramas de los comics, responden ante un Jefe Supremo incógnito que se halla dentro de la misma Casa Blanca, al lado de Trump, y que a través de las redes va dejando rastros para que sean encontrados por los soldados de la causa de la pureza racial.

Que los QAnon pertenecen a una historieta cómica puede verse por sus atuendos, como el de Yellowstone Wolf, con sus cuernos de vikingo, envuelto en una piel de bisonte y su lanza en ristre, y que ahora en la cárcel reclama comida orgánica.

Y, por supuesto, los QAnon creen en los platillos voladores, y en los extraterrestres, desde luego que las civilizaciones intergalácticas desarrolladas están gobernadas por supremacistas blancos. Faltaría más.

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18 de enero de 2021
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Vi gente correr

Se cuenta que el poeta Jaime Gil de Biedma preguntó al crítico literario y sabio lingüista Francisco Rico cuál era el verso mejor logrado del bolero Esta tarde vi llover, del tan llorado en estos días Armando Manzanero; y el académico respondió, sin vacilar, que lo era vi gente correr, que se muestra esplendente y oportuno entre los demás de la estrofa: esta tarde vi llover/vi gente correr/y no estabas tú

La evocación de la ausencia que el compositor pretendía, queda consumada. Y ya puede seguir adelante con la necesaria, y tan sentida, banalidad del resto de la canción.

Con los boleros y los tangos pasa lo mismo que con la poesía en general, que hay versos más oportunos que otros, y algunos son claves para producir esa luminosidad que se tiende entre los sentimientos de quien lee con los que inspiraron a quien compuso el poema o la canción, sea Gustavo Adolfo Bécquer o Armando Manzanero. 

García Márquez, mago de las hipérboles, dijo alguna vez que Manzanero era “uno de los más grandes poetas actuales de la lengua castellana”; y Carlos Monsiváis le atribuía la virtud de haber llevado a la gente a vivir un “inevitable enamoramiento del amor”.  Que es lo que hace toda poesía amorosa cuando es efectiva y suficiente.

Digo todo esto porque no se puede establecer una línea divisoria tajante entre lo que se da en llamar poesía culta, y las letras de las canciones que muchos cantan entre copas, o mientras se duchan, pero que no serían capaces de autorizar a que figuren en las antologías de la poesía castellana.   

Algunos despachan el asunto metiendo toda la música popular en el cajón de desechos de lo cursi, lo cual es a todas luces injusto. Hay letras cursis, claro, que explotan de manera bastante primaria, para no decir descarada, los sentimientos amorosos, que nunca dejan de tener una carga lacrimógena. Pero eso pasa también con mucha de la poesía de enamoramientos que leemos.

Entendamos entonces que hay poesía para leerse, y poesía para cantarse, o para ser escuchada desde la penumbra amorosa donde la vida tantas veces nos coloca y nos vuelve propensos a las emociones y evocaciones que llevan a la lágrima fácil.

Nadie ha defendido con más valentía el territorio sagrado de lo cursi que Agustín Lara, quien se reconocía él mismo como tal, y explicaba a fondo la cursilería, como lo hace en una entrevista muy lúcida publicada en la revista mexicana Siempre! en 1960: “He amado y he tenido la gloriosa dicha de que me amen. Soy ridículamente cursi y me encanta serlo. Porque la mía es una sinceridad que otros rehúyen…ridículamente. Cualquiera que es romántico tiene un fino sentido de lo cursi y no desecharlo es una posición de inteligencia”. 

Agustín Lara es un poeta modernista tardío. Los grandes del modernismo supieron sortear muchos de los escollos tramposos de la cursilería, riesgo constante que corrían por haber armado una parafernalia de decorados de cartón piedra en sus escenarios, arrastrando no pocas de sus raras combinaciones verbales desde el simbolismo francés. Y Lara se luce al poner pie en esos jardines donde el extravío tiene el color azul: el hastío es pavorreal/que se aburre de luz en la tarde…

Queda demostrado que la cursilería, a la que tanto se teme, es esencial a la condición humana, y en poetas como Agustín Lara se eleva a las cotas de lo sublime. Pero no todo es cursilería, ni todo se mueve en ese espacio sospechoso de lo que podría ser cursi y por eso le tememos. Alfredo Lepera, por ejemplo, que escribía las letras de los tangos de Gardel, es un poeta sin ambages, capaz de usar las palabras en su desnudez precisa y directa, y basta citar el inmarcesible tango Volver: pero el viajero que huye/ tarde o temprano/ detiene su andar, es un verso que suena Borges, o recuerda a Onetti.

El tango, igual que el bolero, es herencia del modernismo. Tú que llenas todo de  alegría y juventud/Y ves fantasmas en la luna de trasluz/Y oyes el canto perfumado del azul/Vete de mí...sigue cantando hasta la eternidad Bola de Nieve el bolero de Homero Expósito, que en tantos sentidos es un tango. 

 Y el verso de Tomás Méndez de Cucurrucucú paloma: cómo sufrió por ella que hasta en su muerte la fue llamando, ¿no parecer ser parte de las estrofas en prosa de Juan Rulfo, alaridos íngrimos en la desolación del páramo mexicano? 

Crecí entre tíos músicos que componían boleros y valses, y me admiro siempre de su sensibilidad para las palabras recogidas entre la pobreza en que vivían. Y esas palabras, anotadas en las partituras, surgían como joyas entre la broza natural de la cursilería, que era tan natural en sus vidas como lo era la belleza.

Alguien puede pensar en los boleros y en los tangos como una especie en extinción. El duelo por la muerte de Manzanero demuestra que no. Esto de la inspiración, que en tiempos postmodernos parecería  ser palabra maldita por vergonzante, no es más que la caza furtiva de las palabras precisas, y de las combinaciones felices de palabras, que en las canciones seguirán surgiendo desde abajo, desde el olimpo del arrabal.

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4 de enero de 2021
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Aquí no ha pasado nada

Una de las grandes virtudes que tiene Cien años de soledad, novela de todos los tiempos de América Latina, es la de servir como arquetipo de situaciones históricas que se repiten porque los mecanismos y las trampas del poder siguen siendo las mismas. Derecha o izquierda. Da lo mismo.

Después que se produce la masacre de los trabajadores bananeros en huelga, congregados en la plaza de la estación del ferrocarril, que deja tres mil muertos, los cadáveres son acarreados en doscientos vagones de carga y echados al mar como banano de rechazo.  Pero “la versión oficial mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias”.

Y mientras tanto, bajo el toque de queda impuesto por la ley marcial, los soldados “derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos”. Y para quienes preguntaban por sus familiares desaparecidos, la respuesta era: "en Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz".

A partir del mes de abril de 2018 se dieron en Nicaragua protestas de jóvenes desarmados que fueron reprimidas a balazos en las calles, con un saldo de más de 300 muertos y decenas de heridos. Una masacre ejecutada a lo largo de varias semanas, ampliamente documentada por los organismos internacionales de derechos humanos, expulsados luego del país, de la que existen innumerables testimonios recogidos en videos y fotografías, y de la cual dieron cuenta los medios de prensa en el mundo. Centenares acabaron en las cárceles, y más de cien mil salieron huyendo del país, según datos oficiales de ACNUR.

Apenas han pasado dos años. Pero este mes de diciembre, durante un acto de presentación de credenciales de doce nuevos embajadores, el presidente Daniel Ortega ha negado que semejante masacre haya ocurrido. En Nicaragua no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz.

Peor que eso, ocurrió lo contrario. Malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos salieron a las calles para derrocar al gobierno democrático. Igual que en Macondo. “Aquí vino la protesta armada, armada de fusiles, de escopetas, de ataques las instituciones del Estado, de destrucción a los hospitales y quema de los hospitales, destrucción de las escuelas y quema de las escuelas, destrucción de las alcaldías y quema de las alcaldías, todo lo que se había logrado construir en beneficio de los pobres, en beneficio del pueblo”.

¿Y los informes de las comisiones de derechos humanos? “tanto los de Naciones Unidas como los de la OEA, lo que se dedicaron fue a hacer entrevistas, donde sin ninguna fundamentación acusaban a la policía, al Frente de haber matado a ciudadanos que habían fallecido en los hospitales por otras razones”.

¿Y las listas de muertos? Son inventadas. ¿Y los centenares de heridos? Nunca existieron. ¿Y los presos? Son reos comunes, delincuentes, traficantes de drogas. ¿Y los cien mil exiliados? Se han ido del país por su gusto.

Como en Macondo aquel lejano 6 de diciembre de 1928. La paz reina en todo el territorio nacional. Quienes fueron asesinados en las calles por tiros de metralla y fuego de francotiradores con fusiles Catatumbo de fabricación venezolana, murieron de muerte natural, en sus casas o en los hospitales, o no se murieron nunca y se han escondido de la vista pública sólo para desprestigiar a la autoridad constituida.

Lo que estos revoltosos hacían era enlistar a los muertos como víctimas propias: “ellos mismos filmaban el momento de la captura, filmaban el momento que los estaban rociando de combustible, filmaban el momento que le daban fuego y estaban ardiendo y lo pasaban por las redes”.

“Malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos”, señala la autoridades militar que impone el orden en Macondo tras la masacre que nunca existió. Y la Primera Dama de Nicaragua declara: “desgraciadamente cuando decimos que la historia se repite, tenemos que reconocer que los traidores son plaga, son comejenes, hongos bacterias que se reproducen”. Y también son vampiros chupasangre, tóxicos, rastreros, satánicos.

La falsificación de la realidad, es de vieja data. No hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera las realidades alternativas. El poder absoluto, que busca ser un poder para siempre, establece sus propias falsedades como verdad, y aplica una gruesa capa de alquitrán para borrar los hechos, escribiendo encima un nuevo relato con la ambición de que llegará a ser creído como único verdadero. Y el lenguaje erizado de epítetos que descalifican, niegan, rebajan, tampoco es ninguna novedad.

Lo recordaba al leer hace poco un escrito del juez Baltasar Garzón, cuando habla del fascismo de derecha en España. Porque también hay un fascismo de izquierda, y los lenguajes son similares. Dice Garzón que se divide “a la población entre buenos y malos, entre patriotas y traidores, convirtiendo al adversario político en enemigo. Una vez que está claro quién es quién, viene el proceso de deshumanización del contrincante, tildándolo de rata, escoria, garrapata, piojo o peste”. O cucarachas, dice el juez Garzón. Humanoides.

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21 de diciembre de 2020
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El tirano que adoraba a la diosa Minerva

El señor presidente, la novela ya clásica de Miguel Ángel Asturias, premio Nobel de Literatura, ha sido recién publicada en la serie de ediciones conmemorativas de la Real Academia de la Lengua y la Asociación de Academias, una lista ilustre que encabeza El Quijote.

El dictador se convierte en la literatura hispanoamericana en una tradición que iniciaría en 1926 don Ramón del Valle Inclán con la publicación de Tirano Banderas. Pero, en realidad, la primera novela sobre este tema es El Señor presidente, que Asturias empezó a esbozar en Guatemala en 1922, cuando tenía 23 años, y terminó en París en 1932. No se publicaría sino en 1946 en México, en una tirada casi clandestina pagada por la madre del autor.

En América Latina, al inventar, contamos la historia, que a su vez tiene la textura de un invento, porque es desaforada, llena de hechos insólitos y de portentos oscuros. Los hechos nos desafían a relatarlos, se saben novela, y buscan que los convirtamos en novela. De allí esa fascinación incesante por las dictaduras y los dictadores.

Si repasamos las dictaduras centroamericanas, nos encontramos con un verdadero bestiario político. El general Jorge Ubico, en la misma Guatemala, disfrazado de Napoleón; el general Maximiliano Hernández Martínez, dictador de El Salvador, teósofo que daba por la radio conferencias espiritistas, y ordenó en 1932 la masacre de 30 mil indígenas en Izalco; el general y doctor en leyes Tiburcio Carías Andino, de Honduras, cuya divisa era "destierro, o encierro, o entierro"; y el general Anastasio Somoza García, de Nicaragua, con su zoológico particular en los jardines del Palacio Presidencial, donde los reos políticos convivían rejas de por medio con las fieras.

El dictador, y la manera cómo las vidas son alteradas y trastocadas bajo su peso sombrío, siguió pendiente en nuestra literatura como una obsesión que no había manera de saciar, en la medida en que estos personajes de folclore sanguinario, que de tan reales se vuelven irreales, no desaparecían del paisaje. Y esta ambición narrativa repasa la historia, de atrás hacia adelante. En Yo el Supremo, de 1974, Augusto Roa Bastos regresa al siglo diecinueve para retratar al doctor Francia, obcecado con la eternidad del poder mientras se lo va comiendo de puro viejo la polilla. Ese mismo año aparece El recurso del método de Alejo Carpentier, y al siguiente El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez. Un ciclo que llega hasta La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, de 2010. Como en un parque de atracciones, hay unos dictadores que resultan más atractivos que otros, y Estrada Cabrera se presenta como uno de los más singulares, porque se aparta del modelo de fantoches de casaca bordada y bicornio adornado con plumas de avestruz, como el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, de los sargentones de cuartel como Fulgencio Batista, o de los oportunistas que se inventan ellos mismos su grado de general de división, como Anastasio Somoza. Estrada Cabrera, litigante de juzgados, resulta más parecido en su atuendo de luto riguroso al psicópata François Duvalier, "Papa Doc", presidente vitalicio de Haití, que era médico, y brujo de los ritos vudú.

Nacido en Quezaltenango, sus origines son de folletín. Hijo de Pedro Estrada Monzón, un antiguo hermano franciscano, fue abandonado por su madre Joaquina Cabrera a las puertas de un convento, lo que obligó al padre a reconocerlo. La señora era una humilde vendedora de dulces y alimentos, que entraba a las casas pudientes a entregar sus viandas, y fue apresada una vez bajo la falsa acusación de robar unos cubiertos de plata en una de esas casas. Fue escalando puestos burocráticos, pasó de la provincia a la capital, y por fin llegó a formar parte del gabinete del general Reina Barrios; y sin ruido y sin alardes, se colocó en posición de sucederlo.

Estrada Cabrera es un verdadero arquetipo del dictador, tal como un novelista lo querría: su habilidad para tejer las artimañas del poder, sus crueldades y su obsesión por el escarmiento y la venganza; su complacencia con el servilismo, sus extravagancias, entre ellas el culto que rendía la diosa Minerva el último domingo de octubre de cada año, cuando organizaba las Fiestas Minervalias.

El dictador se momifica en la soledad del poder pensado para siempre, mítico porque nadie lo ve, como el señor presidente de Asturias. Su "domicilio se ignoraba porque habitaba en las afueras de la ciudad muchas casas a la vez", y se ignoraba también a qué hora dormía, "porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca". Estrada Cabrera es el tirano enlutado, el expósito resentido, el leguleyo de provincias que se vuelve todopoderoso despiadado, el que no tiene amigos sino cómplices, el que utiliza el miedo como principal instrumento de sometimiento.

Desde luego, toda obra literaria es una construcción de lenguaje. Pero debe tratarse de un lenguaje capaz de ofrecer un mundo que siendo el mundo verdadero parezca otro y vuelva siempre a ser el mismo. Es lo que logra Asturias en El señor presidente. El portal del Señor poblado de mendigos que hablan delante de las sombras custodiadas por la policía secreta. Como los muertos de Juan Rulfo que hablan desde la oscuridad de sus tumbas.

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8 de diciembre de 2020
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Como si no existieran

Nicaragua ha sufrido en menos de dos semanas el paso desolador de dos huracanes marcados con las letras griegas Eta y Iota, entrando ambos por el mismo lugar del litoral del Caribe norte donde el segundo de ellos arrasó con lo que el primer había dejado en pie. En Managua, bajo las intensas lluvias, nombres como Bilwi, Lamlaya, Wawa Boom, escenarios de la destrucción, repetidos en las redes sociales, siguen sonando sin embargo lejanos.

En Lamlaya, una comunidad costera, el paisaje es de destrucción, y "el fango espeso atrapa los pies en cada pisada", escriben los periodistas de La Prensa Julio Estrada y Lidia López, que han logrado llegar hasta allá. El muelle sigue bajo el agua, las casas perdieron los techos. Nadie ayuda a los habitantes, que han recibido a gente de otras comunidades que quedaron peor. "Es como si no existiéramos", dice una mujer que lo ha perdido todo.

Cuesta a muchos de quienes viven de este lado, del lado de la costa del Pacífico, aceptar que sigue habiendo dos Nicaraguas, y que "la costa", como se la llama a secas, es un territorio ignorado, ajeno, tan ignorado y tan ajeno que también se llama "la costa atlántica" a esos territorios que comprenden casi la mitad del país, a pesar de que el océano Atlántico se halla tan lejos. Es una barrera levantada desde hace siglos. Del otro lado quedan Bluefields, y Bilwi, y Bismuna, y Haoulover, y Pearl Lagoon, ese Caribe que es africano, misquito, zambo, mayangna, creole, garífuna, rama, y también mestizo, el Caribe del wallagallo, el reggae y el maypole. Todo el territorio del litoral estuvo bajo el dominio de la corona inglesa hasta finales del siglo diecinueve. El obispo de Bluefields, monseñor Pablo Smith, dice que estos dos huracanes sumados han sido más catastróficos de lo que fue el terremoto que destruyó Managua en 1972, y exige que el gobierno se ponga a la cabeza del auxilio a la población de las decenas de comunidades que se hayan aisladas entre ríos crecidos y caminos vecinales destruidos, sin techo, sin alimento, con el agua a la rodilla.

"La costa" sólo aparece en las noticias cuando caen sobre ella los huracanes, o, tal vez, cuando las bandas de forajidos armados llegan desde el Pacífico a desalojar a sangre y fuego a los misquitos y mayangnas en la reserva de Bosawás para convertir la selva en tierras ganaderas, no importa que Bosawás haya sido declarada reserva mundial de la biósfera. Tienen apoyos poderosos, y con el tiempo reciben títulos de propiedad.

Y cuando la abogada misquita Lottie Cunningham, nacida en Bilwaskarma, defensora de los derechos humanos de esas comunidades, ganó este año el Premio Right Livelihood, llamado el Nobel Alternativo, fue una noticia efímera de este lado.

Los huracanes lo único que hacen es remover la capa de olvido ancestral que cubre a la costa del Caribe, pero esa capa pertinaz vuelve a asentarse al paso de los días y a ocultar otra vez el paisaje desolado y a sus gentes que quedan chapoteando lodo, buscando recuperar las viejas láminas de zinc que el viento arrancó de sus techos, para volver a empezar. Para colmo, el régimen prohibió la recolección de ayuda destinada a los damnificados, ropa, medicinas, alimentos, y la policía cercó los lugares donde se pretendía recogerla, una de las aberraciones para las que es imposible encontrar explicaciones en un país donde el monopolio absoluto del poder prohíbe la solidaridad, y se apropia de ella. Pero ya desde antes eran damnificados. Son damnificados permanentes. En un reciente artículo en el diario La Prensa el economista Carlos Muñiz se preguntaba cómo es posible que haya nicaragüenses, como los de esas comunidades caribeñas, que vivan en casas que más bien parecen casetas de excusado. Casas que ya estaban allí, fruto del cataclismo de la pobreza, y que seguramente se llevó también la furia del primero o del segundo huracán.

Y los damnificados permanentes están por todas partes en el país. Porque hay otra frontera, detrás de la cual está la Nicaragua rural que queda expuesta cada vez por las erupciones volcánicas, los terremotos, las sequías, las inundaciones y los deslaves causados por los huracanes.

El Iota alcanzó con su furia todo el territorio nacional, y causó más de treinta muertos, entre ellos una familia campesina de la Comunidad de La Piñuela en el departamento de Carazo, en el Pacífico. Los padres, Oscar Umaña y Fátima Rodríguez murieron ahogados junto con sus dos hijos, David de 11 años, y Daniela de 8 años, cuando las aguas del río Gigante crecieron hasta alcanzar su humilde vivienda mientras dormían.

Hay una foto que habla mejor de lo que nadie podría hacerlo acerca de esta tragedia: los ataúdes esperan al lado de la sepultura en que van a ser enterrados, pero sólo son tres. Supongo que habrá habido alguna colecta para comprar las cajas entre la misma gente pobre de la comunidad, pero no ha alcanzado para la cuarta. David, el niño de 11 años, ha sido puesto en un envoltorio de plástico, y así irá a la fosa. Pero eso hubiera sido lo mismo aún sin huracán.

David, y los suyos, están entre los damnificados permanentes.

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23 de noviembre de 2020
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Personajes fuera de los libros

En un reciente taller de creación literaria, uno de mis alumnos planteaba la pregunta siempre constante de la importancia, o necesidad, de la escritura y de los escritores, en un mundo en crisis, como si la magnitud de esa crisis volviera banal el acto de escribir.

Mi repuesta a este joven aspirante a escritor, que cuestiona la utilidad de su propio oficio, comienza por afirmar que, precisamente, los fenómenos sociales son el caldo de cultivo de la literatura, pestes, guerras, enfrentamientos, en la medida en que afectan a los seres humanos porque provocan muerte y desgracias, ausencias, encuentros fortuitos, y son capaces de crear pathos, drama. Cuando dejamos de mirar el todo, y entramos en las vidas de los individuos, es que surge la literatura.

Por tanto, la literatura no es prescindible, como algo que se puede abandonar porque la colocamos en un platillo de la balanza, y en el otro ponemos todo el peso desalentador de las crisis sociales. La literatura está para para convertir esos hechos en historias donde encarnen personajes capaces de salirse de las páginas de los libros. 

Y es hacia donde se dirigió la discusión entonces en el taller, hacia los arquetipos literarios, que llegan a tener su propia andadura ya no como personajes de ficción, lejos de lo ficticio, sino como sujetos reales en el mundo real.
Pasan a ser un punto de referencia común porque representan nuestras propias percepciones del mundo, y se vuelven una síntesis de lo que en determinado momento no podemos expresar de otra manera. Son en sí mismos una idea, una imagen. Y se convierten en arquetipos aún para quienes nunca han leído los libros de donde salieron. 
 

El proceso de creación literaria lleva a convertir a las personas en personajes, que es cuando adquieren ese relieve singular que los aparta del común. Pero cuando el personaje se sale del libro vuelve a convertirse en persona, y goza entonces de esa naturalidad que le da la vida real, viviendo entre los demás. 

Ulises es un nombre común aún para los que nunca han leído La Odisea, y cuando queremos significar todo lo que es difícil, o azaroso, decimos simplemente que es una odisea. ¿Y la guerra de Troya? Los grandes fracasos, las grandes derrotas son siempre Troya incendiada y desolada. Aquí fue Troya.
 
Homero, a través de milenios, es el gran dispensador de arquetipos, y aún de nombres de pila. En mi infancia, su elenco completo andaba por las calles de Masatepe, panaderos, agricultores o albañiles, jugadores empedernidos de gallos, bordadoras y costureras, y maestras de escuela: Héctor, Ulises, Telémaco, Aquiles, Ifigenia, Casandra, y una Helena que de verdad era bella. Era un pueblo homérico. 
 
Pero esta es una expresión que va más allá. Homérico es lo portentoso, lo extraordinario. Como América Latina misma, que es homérica porque su historia ha representado tantas veces la epopeya, que tiene siempre mucho de heroísmo pero también de injusticia y de crueldad. Homérica Latina, como llamó la escritora argentina Marta Traba a un libro de crónicas suyo. 
 

El personaje que ha sabido ganar más realidad fuera de la página escrita, es, por supuesto, don Quijote. Si una agencia de viajes anunciara en un tour guiado por La Mancha una visita a su tumba, donde descansa al lado de Sancho, ningún turista lo creería una tomadura de pelo.

Y tampoco es necesario haber leído a ser Cervantes para creer en la existencia real de estos dos personajes que han llegado a representar, más allá de cualquier intención de quien los creó, los dos polos entre los cuales siempre creemos movernos, idealismo y materialismo, la elevación de miras y la bajeza, o, si se quiere, locura frente a cordura; y es por eso que ambos son tan populares, porque se les suele contraponer en la vida común, y es de allí que resulta lo quijotesco.

Quijote se vuelve quien quiera alcanzar lo que está demasiado distante, o no es posible, y lejos de tener un sentido real de la vida, que quiere decir tener un sentido práctico, termina convirtiéndose en un bueno para nada. Un quijote al que se termina viendo con ojos de desdén, o de misericordia.

Mefistófeles no sería tan popular sino hubiera pasado por las páginas del doctor Fausto. El diablo que nos tienta con librarnos de la pobreza y de la vejez, es mucho más conocido entre quienes nunca han leído a Goethe que el propio sabio alquimista dispuesto a entregar su alma. No todo el mundo dice faustiano, como dice homérico, o dice quijotesco. O dice donjuanesco.

Don Juan, el mujeriego dueño de todos los excesos y de todas las alcobas, que desafía altanero a la muerte y a los muertos, es más popular que el autor, o los autores que lo inventaron, porque ha sido inventado en el alma de cada quien. Y popular, sin duda, la Celestina, en la vida y en la lengua de todos los días.

Pero a cuántos que ni siquiera saben de la existencia de Kafka, ni menos lo han leído, he oído decir kafkiano cuando se ven atrapados en situaciones que no comprenden, o cuando son víctimas de lo absurdo a que el destino los somete. O de la burocracia, o del poder, que son formas del destino.

 

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9 de noviembre de 2020
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Memoria del caribe

 

Cuando hablamos de identidad deberíamos empezar por buscarla en la diversidad. El Caribe, tan diverso y múltiple, es un universo complejo que se forma a través de los siglos en base a una mezcla de etnias de muy distinta procedencia, y de muy distintas culturas y lenguas, y que engloba variados territorios geográficos, continentales e insulares, distantes entre sí, pero que comparten elementos culturales fundamentales.

La cultura se vuelve un elemento crucial a la hora de hablar de diversidad, y al tratar de representar bajo un denominador común todo este conglomerado asombroso, y tan deslumbrante, que llamamos Caribe, y que desborda, en primer lugar, la lógica geográfica.

Podemos describir un círculo que comprende toda la costa del golfo de México, desde la Florida hasta Yucatán y la costa maya, que baja por la cornisa de Centroamérica, hasta la costa de Colombia, Venezuela y las Guyanas, y de allí por ese mar mediterráneo nuestro que comprende las Antillas mayores y menores, islas a sotavento y barlovento, y marca la frontera hacia el Atlántico.

El Mississippi de Mark Twain y William Faulkner es un río del Caribe, como Nueva Orleans y todo el Dixieland del jazz es el Caribe; y el Orinoco de Rómulo Gallegos, y el Magdalena de Gabriel García Márquez son ríos del Caribe. Y la isla de Trinidad de V.S. Naipul es una isla del Caribe, como Santa Lucía de Derek Walcott, y su mar de Homero, y la Martinica de Aimé Césaire, y Guadalupe de Saint John Perse. 

Pero el Caribe es también la costa del Pacífico de Centroamérica, tierras de selvas y volcanes de Rubén Darío y Miguel Ángel Asturias, y es Guayaquil, ya muy adentro, hacia el sur, de ese mismo océano Pacífico, y lo es también Salvador, Bahía, en el litoral atlántico brasileño, territorio de Jorge Amado.

Una diversidad de razas y de pueblos. Una gran olla en la lumbre, una gran cocina de lenguas y música y religiones y ritos. El gran melt pot sin parangones. Un mestizaje múltiple. Los pueblos que ya estaban desde antes de la llegada de los conquistadores, zainos, arahuacos, caribes, mayas, nahuas, chibchas. Y los andaluces y extremeños, castellanos y vascos de la conquista, y los que siguieron llegando después, oleada tras oleada, catalanes, canarios, gallegos, y los colonos portugueses, los calabreses y napolitanos de la Italia pobre del sur, las juderías sefarditas en éxodo, y los judíos de Europa oriental, los árabes de Siria y Líbano y los palestinos del Imperio Otomano, y los chinos de Cantón escondidos en los barcos en barriles de tocinos salados, los hindúes de Bombay, los holandeses luteranos, los corsarios franceses.

Y, sobre todo, y este es un elemento común, que suele obviarse, o rebajarse, los negros esclavos traídos de África. Los mercados de esclavos más importantes estaban en Cartagena, Portobelo y La Habana, y por todo el Caribe se multiplicó la población mulata. Fueron los mestizos y mulatos los que pelearon las guerras de independencia, y la población de origen africano se diluyó bajo los distintos disfraces del blanqueo, que fue un proceso ideológico de ocultamiento de identidad.

Pero la herencia africana es infaltable, e inocultable. Sólo para mencionar la música, sin la que el Caribe no existiría como lo conocemos: del danzón a la guaracha, al merengue, la bachata, los porros, al mambo, las distintas variedades de la salsa; y más allá, hasta el sur del continente, el candombe, y la milonga y el tango, que tienen la imperdible marca africana.

Y el Caribe es también el territorio donde se han incubado las mejores ideas redentoras y los sueños más perversos, y se han fraguado proyectos de poder que podemos ver reflejados en la literatura, que los copia de la realidad de la historia.

Dónde sino habría de aparecer un personaje como Henri Christophe, al que encontramos en las páginas de El reino de este mundo, la novela de Alejo Carpentier. Era cocinero de una fonda en Haití, y llegaría a coronarse rey. E hizo construir en la cumbre del Gorro del Obispo la ciudadela de La Ferrière, cada bloque de piedra subido a lomo de sus súbditos esclavos, el antiguo esclavo dueño de esclavos.

Henri Christophe piensa en la opresión como esclavo, e imagina el poder como caudillo. Imagina con delirio. Y el delirio habría de repetirse a partir de entonces a lo largo de la historia. Con otros nombres, y otros disfraces.

La novela del dictador tiene su cuna en el Caribe, de El señor presidente, de Asturias, a El recurso del método, de Carpentier, a El otoño del patriarca, de García Márquez, a La fiesta del chivo, de Vargas Llosa. Es la geografía del caudillo, que en uno y otro país llega al poder para no irse más, llena las cárceles de presos políticos, agrega títulos sin fin a su nombre, e impone el terror, la adulación y el silencio.

Porque el Caribe es también un territorio de sueños perdidos, y de extrañas convivencias. Un mundo rural, antiguo, anacrónico, que pretende ser moderno y que fracasa siempre bajo el peso del caudillo enlutado. Y la terca persistencia de aquel mundo viejo, al que nunca termina de comerse la polilla, produce el asombro en la literatura.

 

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26 de octubre de 2020
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Agentes del enemigo

El año próximo deberían celebrarse elecciones para presidente en Nicaragua, y para integrar una nueva Asamblea Nacional. La buena fe del régimen, si la tuviera, debería estarse demostrando desde ahora, ya a contrarreloj, en busca de crear garantías democráticas suficientes que permitan a los ciudadanos elegir de verdad. Integrar una autoridad electoral independiente e introducir reformas profundas a las leyes electorales que aseguren que los votos serán contados sin trampas, y que todo el proceso estará sometido a la observación internacional. Sería la única manera de superar pacíficamente la crisis política, social y económica que agobia al país.

Pero está ocurriendo todo lo contrario. No sólo la voluntad para garantizar unas elecciones libres está lejos de manifestarse, sino que el régimen ha tomado la iniciativa de apretar las tuercas antidemocráticas a través de dos medidas legislativas que están ya en marcha: restablecer la cadena perpetua como castigo a los delitos de odio, con la intención de castigar a los adversarios; y perseguir a esos mismos adversarios estigmatizándolos como agentes extranjeros.

No se trata, en el primer caso, de castigar el odio racial, o el odio contra las minorías, sino a quienes adversan al régimen. Esto quedó claro en un discurso de Daniel Ortega el pasado 15 de septiembre, día de la independencia, al referirse a su propuesta de cárcel de por vida:
"Ellos quieren ya seguir cometiendo asesinatos, colocar bombas, provocar destrucción, más destrucción de la que provocaron en abril de 2018...no tienen alma, no tienen corazón, no son nicaragüenses, son hijos del demonio, son hijos del diablo. Están llenos de odio. Son criminales...". Estos serán, pues, quienes irán a prisión perpetua, condenados por delitos de odio.

La otra medida es la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros, presentada a la Asamblea Nacional por el propio partido oficial, la cual obligará a registrarse como tal a todo aquel que "se desempeñe o trabaje como agente, representante, empleado o servidor...o bajo orden...supervisión o control de un organismo extranjero...o cuyas actividades sean directa o indirectamente supervisadas, dirigidas, controladas, financiadas o subsidiada en su totalidad o en parte por gobiernos, capital, empresas o fondos extranjeros..."

Todos estos ciudadanos pasan a formar una clase aparte de parias antipatrióticos, porque se presume que al recibir fondos provenientes del extranjero cometen acciones contra la seguridad del estado, ya sea para financiar un seminario de formación democrática, promover los derechos humanos, o proveer mascarillas preventivas contra la pandemia, y que por eso mismo deben ser puestos bajo vigilancia y control profiláctico, y obligados a registrarse en una lista negra. 

"Consejeros, relacionistas públicos, agentes de publicidad, empleados de servicios de información o consultores políticos", quedarán obligados a inscribirse, y a proporcionar el nombre de "los gobiernos extranjeros, partidos políticos extranjeros, empresas y otras personas físicas o jurídicas que financien, proporcionen fondos o de cualquier manera faciliten medios económicos y materiales o de cualquier otro tipo". Si alguien se niega, el estado quedará autorizado "a intervenir los fondos y bienes muebles e inmuebles de la persona". Pena de confiscación.

Y una vez registrados, "deberán abstenerse, so pena de sanciones legales, de intervenir en cuestiones, actividades o temas de política interna", y les queda prohibido "financiar o promover el financiamiento a cualquier tipo de organización, movimiento, partido político, coaliciones o alianzas políticas o a asociaciones". Y tampoco pueden ser, en adelante, "funcionarios, empleados públicos o candidatos a cargos públicos de cualquier tipo o naturaleza", aún hasta un año después de ser retirado del "registro de agentes extranjeros". La muerte civil.

Llamar a todas estas personas "agentes extranjeros" es un eufemismo. El régimen, bajo los términos de esa ley, los considera agentes al servicio del enemigo. Gobiernos que busquen establecer directamente programas de cooperación con entidades privadas; organismos financieros internacionales que procuren hacer desembolsos a organismos no gubernamentales; agencias de cooperación internacional, todos se hallan en el campo enemigo, y deben registrar a sus agentes.

En Rusia se llama igual, ley de agentes extranjeros, votada por el parlamento fiel a Putin en julio de 2012, la que obliga a todas las ONG a registrarse bajo apercibimientos muy similares a los que contiene la ley propuesta en Nicaragua. En 2019, la categoría de agentes extranjeros fue ampliada por Putin para incluir a los medios de comunicación, periodistas independientes y blogueros que se considere están al servicio de gobiernos o instituciones de otros países. Una ley contra la que el Parlamento Europeo emitió una resolución de condena en diciembre de 2019, por violatoria de Declaración Universal de Derechos Humanos y del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

La ley de agentes extranjeros que va a aprobarse en Nicaragua no sólo viola las convenciones internacionales de derechos humanos, sino también la propia Constitución Política, pues pasa por encima de las garantías y derechos ciudadanos de manera flagrante. Es una obsolescencia, que trata de afianzar un modelo totalitario, igual que la cadena perpetua es otra obsolescencia, piezas de un museo ideológico.

O peor que eso. Piezas para armar la fantasía de un poder para siempre que más imposible se vuelve mientras más se cierra sobre sí mismo, y enlista a quienes se le oponen como enemigos a muerte, condenados a cada perpetua, o al estigma excluyente de agentes del enemigo.

 

 

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28 de septiembre de 2020
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Camisas de fuerza

Imaginemos que en las bases de convocatoria de uno de los premios literarios importantes establecidos en nuestra lengua, digamos el Alfaguara, o el Herralde, se estableciera como requisito de participación que la novela concursante debe llenar determinados requisitos en cuanto al tema, y en cuanto a la procedencia racial de los personajes, o su género, sus preferencias sexuales, o sus capacidades físicas.
 
No estoy usando mi propia fantasía para crear un escenario distópico. Sólo hago una transferencia al territorio de la literatura de las condiciones que se acaban de establecer para las producciones que a partir del año 2024 compitan por el premio Oscar a la mejor película.
 
En cuanto a "representación en la pantalla, temática y argumento". la película debe centrarse en uno de los siguientes grupos: "mujeres, una etnia poco representada, personas LGTBI+, o personas con discapacidad física, cognitiva o auditiva". "Al menos uno de los actores principales, o intérpretes secundarios de cierta relevancia, deben ser parte de uno de los siguientes grupos raciales o étnicos: asiático, latino/hispano, negro/afroamericano, indígena/nativo, americano/nativo de Alaska, originario del cercano oriente o del norte de África, hawaiano nativo u otro tipo de isleño originario de Oceanía, o de otra etnia poco representada". Y el 30% de los actores secundarios debe llenar todos estos mismos requisitos.
 
Algunas de estas condiciones pueden ser intercambiadas, o sustituidas, por la misma representación diversa en los equipos de dirección y producción, que no se ven en la pantalla; pero todo obedece a un plan para enfrentar "el mayor desafío de nuestra historia para crear una comunidad más igualitaria e inclusiva...tanto en la creación de las películas como en el público que conecta con ellas".
 

Conviene separar, antes de seguir adelante, la justicia de las políticas de inclusión social, racial y de género, que responde a una lucha de siglos de la humanidad por la conquista de la justicia, de la pretensión de imponer temas y cuotas dentro de la obra de arte, que representa por sí misma un campo infinito de diversidad, y así mismo de libertad, sin lo cual el acto creativo no sería posible. Y en esto equiparo al cine, del que he sido devoto toda mi vida, a la literatura, que es mi otra devoción, como escritor, y como lector.

He oído alegatos de que las alarmas respecto a estas reglas son exageradas, porque se trata de requisitos leves, que bien pueden ser evadidos parcialmente sustituyéndolos por los otros, invisibles, que atañen a la composición de los equipos de producción; y que, en todo caso, de tan leves, no se notarían, y el cine seguiría siendo el mismo.

La censura nunca es leve, y su tendencia es a avanzar, una vez establecida una cabeza de playa, porque las exigencias que llevan a imponer en el arte cánones políticos, sociales, o morales, nunca se sacian, por mucho que las intenciones puedan parecer benévolas, o justicieras. 

No veo tampoco por qué no, a algún bien intencionado no se le ocurra ensayar esas mismas reglas en la literatura. Jurados literarios determinados a servir de muro de contención contra la discriminación. Comités editoriales celosos de reglas de contenido que no perturben al lector, o busquen evitar el arraigo de tendencias morales, políticas o filosóficas perjudiciales al conjunto de la sociedad. De todo estos hemos visto antes, ya sea porque el estado se impone como el Gran Benefactor de las conciencias, o porque grupos de presión buscan conquistar terreno y consideran que la creación artística es la joya de la corona, por su poder de influencia espiritual.

Y cuando se trata de reglas, la naturaleza ideológica deja de importar. En la espléndida novela de Julian Barnes, El ruido del tiempo, Stalin atormenta a Shostakóvich porque quiere imponerle, en cambio de su música reaccionaria y decadente, los parámetros del realismo socialista que canta las virtudes del hombre nuevo, siempre optimista, mirando hacia el futuro luminoso.

En Irán, los ayatolas mandaron a recoger de las librerías la recién salida traducción de Memoria de mis putas tristes, la novela de García Márquez, y el editor fue destituido a pesar de que se había esforzado en volverla potable; hizo que el traductor cambiara la palabra "puta" por "mi belleza".

Censura desde el poder, pero también desde los grupos de presión. Cuando esa misma novela fue convertida en México en una pieza de teatro, la representante de una organización feminista exigió que se prohibiera su representación, por las mismas razones morales que Lolita, la obra maestra de Nabokov fue sacada de las bibliotecas públicas en Estados Unidos: el uso de "nínfulas" como personajes.

La regla debería ser entonces: "no se permite en las novelas la figuración como personajes con connotación sexual, de personas del sexo femenino menores de 15 años de edad". Esto incluiría, por supuesto, la pintura, para prevenir casos tan lamentables como el de los cuadros de Balthus, maestro de la incorrección.

Ganar espacios de representación, y conquistar la justicia postergada, o denegada, nada tiene que ver con la imposición de reglas que buscan entrar en el territorio de la creación artística, y moldearla, adaptarla, o limitarla. Al imponer a una obra arte una camisa de fuerza, se le impone, en fin de cuentas, a toda la sociedad.

 

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14 de septiembre de 2020
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