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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

Mario Vargas Llosa, Perú / © Morgana Vargas Llosa

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La puerta que se cierra

 

Al hilvanar una vez Mario Vargas Llosa sus recuerdos de la época del boom, y rememorando a los escritores que junto con él lo integraron, comentó: “parece que a mí me va a tocar apagar la luz y cerrar la puerta”.

Era el menor en edad de esa generación que marcó, y transformó, la literatura del siglo veinte latinoamericano. Si es que debemos llamarla generación. La primera rareza fue que sus integrantes no eran necesariamente contemporáneos, pues entre las edades de Julio Cortázar y Vargas Llosa mediaban más de veinte años.

Lo que de verdad los une es la carga de dinamita que pusieron en los cimientos de la novela latinoamericana en una sola década, la de los años sesenta, que es cuando aparecen La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, en 1962; Rayuela de Cortázar, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, en el mismo año de 1963; y Cien años de soledad de García Márquez, en 1967.

Esas cuatro novelas tuvieron un formidable poder transformador, y dieron por primera vez ámbito universal a una literatura que contaba a Latinoamérica lejos del tradicional lenguaje vernáculo, un proceso de ruptura ya empezado por Juan Rulfo con Pedro Páramo en 1955.

Vargas Llosa tenía 26 años cuando ganó con La ciudad y los perros el premio Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral en 1962, una prueba de precocidad literaria mediante la que convertía su experiencia de adolescente, internado como cadete en la escuela militar Leoncio Prado de Lima, en toda una aventura novedosa tanto de estructura como de lenguaje, al fusionar tiempo y espacio, descoyuntando las historias narradas en cada párrafo, hasta armar todo un rompecabezas capaz de mantener la tensión del relato, y darle la carga permanente de un thriller.

Entre sus muchas virtudes, igual que lo hacía Rayuela por su lado, La ciudad y los perros enseñó una nueva manera participativa de leer, convirtiendo al lector en cómplice del acto literario, por complejo que pudiera parecer.

Yo tenía veinte años cuando llegó a mis manos La ciudad y los perros, y desde la primera vez que la leí quise desarmarla para descubrir cómo estaba construida; Vargas Llosa enseñaba a cada paso procedimientos, y se podía aprender de él con menos riesgo de terminar imitándolo, como indefectiblemente ocurría con Cien años de soledad, donde el caudal verbal se volvía un río capaz de arrastrar al aprendiz entre imágenes desbordadas y el portento de las exageraciones.

La casa verde, publicada en 1996, abría la perspectiva de un universo geográfico que era a la vez un universo narrativo, desde los arenales de Piura, en el noroeste del Pacífico del Perú, donde un forastero alza los muros de lo que sería el prostíbulo de la Casa Verde, hasta la intrincada selva amazónica, Iquitos, Santa María de Nieva, y sus ríos caudalosos.

Geografía de inmensidades, páramos, serranías, selva, poblada por soldados reclutas, chulos, aventureros, misioneros, caucheros, prostitutas, contrabandistas, farsantes, explotadores, recurrente en Pantaleón y las visitadoras, de 1973, El Hablador, de 1983, Lituma en los Andes, de 1993, hasta El sueño del celta, de 2010.

Es un mundo que no deja de ser nunca picaresco, desde luego que sus personajes surgen de la entraña popular, pero que nos revela que esa geografía no se queda en paisaje; y, lejos de toda inocencia, se ampara en ella la oscuridad de la explotación más inicua, como la que ejecuta la compañía Arana en los campamentos caucheros del Amazona contra las tribus indígenas, todo un genocidio patente a los ojos de Roger Casement, el idealista de El sueño del celta, y que ya se hallaba en el relato de La vorágine de José Eustacio Rivera, novela de 1924.

La Casa verde, su novela de 1969, está poblada de periodistas, gacetilleros, policías secretos, cabareteras, estudiantes insurrectos, cantinas, burdeles, bajo la dictadura gris del general Odría. Lima la horrible. La más ambiciosa, y a la que llamaría su obra maestra si no entrara en disputa tan cerrada con otros de sus libros como La guerra del fin del mundo, de 1981; o La fiesta del chivo, del 2000.

Y el cronista del todo latinoamericano, más allá de las fronteras nacionales del Perú, como lo prueban precisamente La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo, junto con Tiempos recios, de 2019.

Guerras sin fin y dictaduras militares, fanáticos iluminados y tiranos de tricornio emplumado, la corrupción y el abuso de poder, desde el sertón brasileño del santón de los yagunzos, Antonio Conselheiro, al siniestro reinado del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, al derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz en Guatemala, por designio de la United Fruit Company y los hermanos Dulles, para instalar a un dictador obsecuente y mediocre, el coronel Carlos Castillo Armas.

Mario Vargas Llosa, con su muerte, ha cerrado la puerta de la más espléndida época de nuestra literatura. La luz, sin embargo, seguirá encendida.

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21 de abril de 2025
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Los mapas que imaginan

 

En la Galería de las Colecciones Reales hay un mapa que el virrey del Perú encargó en 1615, en tiempos de Felipe III, a Lucas de Quirós, en el que se muestra, acostada, toda la parte sur del continente americano.

La cartografía trataba de fijar un territorio inconmensurable, que seguía siendo demasiado huidizo e incomprensible para que sus misterios no se desbocaran hacia el prodigio y las invenciones; de allí que Felipe II mandara componer en 1569 una serie de mapas y portulanos que, por exactos, fueran de buen servicio a la navegación de la flota española, asediada por los holandeses primero, y los ingleses armados en corso después. Mal podría defenderse la corona con mapas mentirosos.

Para los cartógrafos que se asomaban al abismo de los mares vacíos y los cielos desconocidos, la invención se volvía una tentación constante. En el mapa mundi elaborado en 1500 por el piloto Juan de la Cosa, donde el Nuevo Mundo aparece por primera vez, coloreado de verde esmeralda, figura de manera prominente la isla del preste Juan, descendiente de los reyes magos, vigente desde el tiempo de las Cruzadas.

Más de un siglo después, en 1770, Juan de la Cruz Cano recibió el encargo de Carlos III de elaborar un mapa de la América del Sur. Gastó años y todos sus recursos en cumplir con la comisión real, y el resultado fue de una perfección como nunca antes se había visto.

Pero la perfección fue su ruina. Era tan exacto que servía de prueba para demostrar que España tomaba como suyos territorios que correspondían a Portugal. Así que, por verdadero, fue prohibido, y las planchas de impresión secuestradas.

Las novelas de caballería dieron pie para nombrar territorios que iban surgiendo de la nada para asentarse en los mapas. California, la isla de la reina Califa de Las sergas de Esplandán. O Patagonia, por el gigante Patagón, de Primaleón, pues Antonio de Pigafetta, quien acompañó a Hernando de Magallanes en su expedición alrededor del mundo, atestigua que vio allí gigantes.

Y el Amazonas, nombrado así por Francisco de Orellana porque en medio de la selva le salió al paso una tropa de mujeres aguerridas que le opusieron resistencia en su avance, igual a las que combatieron a Hércules en las riberas del mar Negro.

Lo que se quería ver pasaba a ser lo realmente visto. Esternocéfalos, que tenía los ojos, la boca y la nariz en el pecho, y hombres de un solo pie, que ya están en los escritos de San Isidoro de Sevilla, que clasificó a los seres fantásticos en portentos, ostentos, monstruos y prodigios.

Una corte de mentirosos, como una corte de los milagros, sacados de los retablos de Cervantes. Y la historia de América sería desde entonces una novela, o se contaría como una novela, donde la verdad tenía poca cabida, o gozaba de descrédito.

Aquellos que desmentían los hechos imaginados sólo ganaban aversiones. Juan Pérez de Ortubia, enviado por Ponce de León delante suyo en la búsqueda de la fuente de la eterna juventud, dijo haber llegado a una isla que tenía “hermosas y cristalinas fuentes…pero que no había agua ninguna con la virtud de transformar los entorpecidos miembros de un anciano en los vigorosos de un joven". Nadie le creyó.

El emperador Moctezuma previene a Cortés del daño de las exageraciones: “os han dicho que yo era y me hacía dios...”. Y entonces alzó las vestiduras y le mostró el cuerpo, diciéndole: “Veis aquí que soy de carne y hueso como vos y como cada uno, y que soy mortal y palpable”.

La exageración, entre otras formas de la mentira, pasó a encarnarse en la literatura. Con la independencia, el héroe libertador traspasa los límites de la historia real para entrar en el territorio de la ficción, esa frontera difusa entre realidad e invención donde nace la literatura. Es imposible que se pueda atravesar la cordillera de Los Andes a la cabeza de todo un ejército, como Bolívar. Pero es lo que ocurre. Lo imposible es lo real.

En el texto de nuestras constituciones fundadoras tocamos con las manos la utopía nunca resuelta. Respeto a los derechos individuales, libertad de expresión, igualdad ante la justicia. Podemos leer esas constituciones como novelas, fruto de la imaginación.

La distancia contradictoria entre el ideal imaginado y la realidad vivida, entre el mundo de papel de las leyes y el mundo rural donde se engendra la figura del caudillo, entre lo que deber ser y lo que realmente es, entre modernidad derrotada y pasado vivo, es lo que crea el asombro que primero se llama real maravilloso, y luego realismo mágico.

El reinado de lo arcaico sobrevive en sus esplendores caducos y la historia entrega de cuerpo entero a los dictadores a la novela. Y la historia, que empezó a urdirse en los mapas y a asentarse en los pliegos y los memoriales de los cronistas, será, en adelante, escrita por los novelistas.

 

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24 de marzo de 2025
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Un hombre tranquilo

 

 

Este hombre tranquilo, sencillo y afable, que no encarna para nada esa imagen de poder palaciego que tanto hemos padecido en América Latina, es el presidente legítimo de Venezuela, ganador por una inmensa mayoría de votos de las elecciones del 28 de julio de 2024 que le robaron con brutal descaro, y ahora se halla en el destierro en España.

Nos encontramos por primera vez. Está sentado al fondo de esta cafetería de unos de los barrios de Madrid, donde hemos convenido vernos, y se adelanta con los brazos abiertos para recibirme. Edmundo González, quien nunca deja su humilde sonrisa, aparenta lo que realmente es, un diplomático de carrera, ensayista autor de varios libros, y profesor universitario de larga trayectoria.

Y como no pocas veces ocurre en un continente donde todo se trastoca, está aquí solo, sin asistentes, ni asesores, ni fanfarrias, después de haber derrotado en las urnas al dictador Nicolás Maduro con el 70% de los votos, según el recuento verdadero, avalado por el Centro Carter.

No puedo dejar de recordar, al abrazarlo, que hace muchos años, siendo estudiante, me senté también a compartir un café en San Isidro de Coronado, Costa Rica, con otro prócer en el exilio, el profesor Juan Bosch, uno de los grandes cuentistas de América Latina. Hablamos esa vez de dictaduras y democracia, y de literatura. Ameno y didáctico, todo el mundo lo llamaba el profesor. Tras la muerte del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo llegaría a ser electo presidente de la República Dominicana en 1962, también por mayoría abrumadora, sólo para ser depuesto 9 meses después por el ejército trujillista, que seguía allí.

Fraudes colosales, golpes de estado descarados. ¿Cuál es la distancia entre Trujillo y Maduro, salvo la del tiempo, pues han pasado más de 60 años y estamos en otro siglo? Ninguna. ¿Y la distancia entre Somoza y Ortega? Ninguna tampoco.

Y aún podemos ir más atrás. En 1947, el viejo Somoza, matrero consumado, como se hallaba impedido de reelegirse, organizó unas elecciones amañadas para que las ganara su candidato, el doctor Leonardo Argüello, quien le guardaría la banda presidencial para mientras reformaba la constitución. El fraude se consumó, pero su propio candidato, apenas se vio en el despacho presidencial lo destituyó del cargo de jefe del ejército. Él, a su vez, destituyó al presidente, que se fue al destierro. Fraude y golpe de estado en jugadas sucesivas.

Al año siguiente, en 1948, los militares venezolanos derrocaron al presidente constitucional, el novelista Rómulo Gallegos, electo 9 meses atrás, golpe que abrió paso a la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez.

Los presidentes democráticamente electos obligados al exilio, y las mafias armadas que consuman la burla, instaladas en los palacios presidenciales. Se quedan en espera de que el mundo se olvide del fraude, mientras dentro de las fronteras imponen el terror y el silencio.

Maduro confía en que la irrupción de Trump, al desordenar cada día que amanece el panorama internacional con chantajes y amenazas a sus propios socios y aliados, creando incertidumbres y zozobra, terminará por hacer que Venezuela pase a la cola de los temas que merecen atención. La normalidad de facto, que termina siendo, al fin y al cabo, lo que las dictaduras necesitan. Que las olviden, que nadie se ocupe de sus desmanes, que no se metan con ellas.

Más inquietante y perturbador para Europa es que Putin gane la guerra de Ucrania, una amenaza letal para su integridad, o el destino de la franja de Gaza y su población, clave en el futuro del Medio Oriente, que la permanencia de un dictador tropical, que, por muy torpe que sea, puede sobrevivir mientras tenga en sus manos las llaves del petróleo, y sus vecinos miren hacia otro lado.

Maduro tiene un sueño dorado, y es que, si las dictaduras y los gobiernos autoritarios se convierten en los mejores aliados de Estados Unidos, y Rusia en el socio preferente del gobierno de Trump, Putin pueda extender sus alas protectoras sobre él, sobre Ortega en Nicaragua, y hasta sobre Diaz Canel en Cuba; y en esta nueva repartición mundial de poderes, lograr que se les otorgue, a los tres, una patente de corso.

Mientras tanto, las cárceles seguirán llenándose de prisioneros, y los destierros se multiplicarán. Y el presidente legítimo Edmundo González, se convierte en otra de las tantas víctimas de la represión, que lo castiga a él y castiga a su familia, porque el orden legal no es sino mofa.

Su yerno, Rafael Tudares, me cuenta, fue secuestrado el 7 de enero de este año en Caracas, por paramilitares encapuchados y vestidos de negro. Sus dos niños, que los acompañaban, quedaron abandonados en plena calle cuando se llevaron al padre.

Toman de rehén a su yerno, para que él se calle. Es lo que le han mandado a decir. Despojado del triunfo legítimo que obtuvo, despojado de su patria, ahora quieren despojarlo de la palabra. Pero no todo lo pueden las dictaduras.

Contra la dignidad de este hombre tranquilo, nada pueden.

 

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12 de marzo de 2025
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La motosierra que corta cabezas

 

La primera escena es patética desde el inicio.  La cámara sigue a Javier Milei tras las bambalinas del escenario de la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC), en el Centro de Convenciones de Maryland. Lo enfoca, de espaldas, al entrar en el camerino con los brazos abiertos, y un grito ronco y sofocado sale de su garganta cuando se apresura en llegar hasta donde se halla Elon Musk, certificado en los Guinness Récords como el hombre más rico del mundo. “¡Mi amigo”! exclama Milei con la misma voz ronca, sofocado por la admiración; “te he traido un regalo”, le dice, y la cámara va a hacia una caja donde reposa una flamante motosierra que Musk saca y sopesa. Para devolver el saludo a Milei se había puesto anteojos oscuros, y para alzar la motosierra se los ha quitado.

El aparato es obra del artista argentino “Tute” di Tella, quien se identifica como “fabricante de motosierras y prototipos, inventor de arte personalizado único en el mundo, mecánico, bajista, cantante y compositor”. No pone su firma en cualquier clase de motosierra. Es la segunda que sale de sus manos; la primera fue diseñada para el propio Milei. Esta, según él mismo explica, tiene una piedra semipreciosa esférica de color rojo, símbolo de Marte, que activa el freno de cadena; en la manigueta lleva grabado el nombre del obsequiado, y en la hoja el lema Viva la libertad carajo.

Falta, sin embargo, entre los emblemas grabados en la herramienta, el de $Libra, la criptomoneda que unos días antes de subir al avión para asistir a la conferencia, Milei promovió con entusiasmo, para luego zafarle el hombro, dando lugar a un fraude de gran escala al desplomarse su cotización.  “Si vas al casino perdés plata, ¿cuál es el reclamo?”, fue su sabia respuesta al ser cuestionado sobre su papel en la estafa. Además, le había hecho propaganda a $Libra no como presidente, sino como particular. Valga la diferencia.

La segunda escena es no menos patética, un remake de lo que hemos visto tras bambalinas. Tiene lugar en el propio escenario de la conferencia. El mismo donde ha aparecido Steve Bannon, el gran gurú del movimiento MAGA, haciendo el saludo nazi, igual que el propio Musk el día mismo de la toma de posesión de Trump. No han podido contener el impulso de su propio brazo, como el doctor Strangelove de Stanley Kubrick.

Musk figura en primer plano, y esta vez ya no se quitará los lentes oscuros. El animador le pregunta: ¿Quién más está aquí? “Javier Milei de Argentina, que me ha traido un regalo”, responde. “Argentina, ¿saben qué es eso, verdad?”, pregunta el animador al público. Momento en que el presidente de la República Argentina avanza desde el fondo hacia el proscenio cargando la motosierra a paso de baile, tratando de acoplarse a la fanfarria que suena atronadora por los parlantes.

Entrega devotamente la herramienta a Musk, quien la alza en peso, la blande. No la enciende, pero imita con la boca el ruido de una motosierra, como un niño jugando con otro. El juego consiste en cortar cabezas. El público aplaude y grita al borde del delirio. “¡Una motosierra para la burocracia!” exclama, mientras en segundo plano Milei enseña los pulgares tratando de llamar la atención; pero está visto que se olvidan de él, como le ocurre al botones que lleva el ramo de flores a la artista.

Entonces, comienza a retroceder hacia la penumbra, pero el animador parece acordarse de él, vuelve la cabeza y le extiende la mano para despedirlo, y lo mismo hace Musk. Cumplido el mandado, puede irse. Pero ya no lo vemos desaparecer. Ahora, con esta motosierra de autor en su poder, ya puede Musk seguir cortando a gusto cabezas. Lo ejecuta a gusto, y gratis.

El espectáculo sigue adelante. Los oradores de la conferencia, uno tras otro, se empeñan en demostrar que libertad y democracia son conceptos contradictorios. Los países no necesitan gobernantes, sino ejecutivos de empresa, un CEO con el poder vertical de los reyes, pero de los reyes antes de las monarquías constitucionales. Reyes que gobiernen por decreto, y por encima de las decisiones judiciales. “¡Larga vida al rey!”, ha escrito Trump, en consonancia, para cerrar uno de sus mensajes en las redes.

Quizás venga en el mundo hoy día una repartición de títulos nobiliarios del nuevo despotismo deslustrado, y Milei se convierta en marqués de Catamarca, que es donde se hallan los yacimientos de litio que necesita Musk para las baterías de los vehículos eléctricos de Tesla, yacimientos explotados por Arcadium Lithium, su proveedor.

Y, a lo mejor, Nayib Bukele, presidente de El Salvador, alcanza el título de conde de Tecoluca, donde hizo construir el Centro de Confinamiento del Terrorismo, la megacárcel de máxima seguridad en la que ha ofrecido obsequiosamente recibir en traslado a los prisioneros de alta peligrosidad que le envíe Trump.

A cada quien según sus merecimientos.

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28 de febrero de 2025
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Venir a morir tan lejos

Los caminos de la migración clandestina a Estados Unidos forman un enjambre azaroso que tiene una estación intermedia en Nicaragua, situada en el ombligo del continente. Hasta hace poco, decenas de vuelos chárter aterrizaban en Managua procedentes de lejanos puntos del planeta. Ahora han disminuido drásticamente. Al llegar, los pasajeros son embarcados de manera expedita para seguir viaje por tierra a Honduras, y de allí hacia el norte; sólo entre enero y octubre de 2024 un caudal de 318 mil personas, según datos del Instituto Nacional de Migración de este último país. Un negocio de alta rentabilidad.

La disminución de los vuelos se debe a las sanciones de Estados Unidos contra las aerolíneas y las agencias de viaje implicadas, más la llegada de Trump a la Casa Blanca, y el cierre del paso del Darién por el gobierno de Panamá. En consecuencia, el tráfico se ha desviado por otras rutas más azarosas todavía. Pero sigue siendo un negocio de millones dólares en el que hay diversos beneficiarios. Traficantes de personas, lagartos y coyotes.

Una de esas rutas va desde el territorio continental de Colombia al archipiélago de San Andrés, de allí a la costa de Nicaragua en el mar Caribe, una distancia de 250 kilómetros cubierta en embarcaciones precarias, muchas de ellas botes de pesca atestados de pasajeros, sin chalecos salvavidas ni nada parecido; y, otra vez, por tierra, a la frontera con Honduras. Y la precariedad llama a la tragedia.

A las 7 de la mañana del martes 4 de febrero de este año, la panga Ocean Master II, un pequeño bote de matrícula nicaragüense, zarpó de San Andrés, Colombia, al mando del patrón Freddy Joseph Denis, también nicaragüense. Llevaba a bordo 17 pasajeros de varias nacionalidades: Egipto, India, Irán y Vietnam, no pocos de ellos niños de entre de 1 y 4 años de edad.

El bote navegó el día entero en medio de un fuerte oleaje, porque hacía mal tiempo, y tras haber recorrido 150 kilómetros terminó volcándose cerca de las diez de la noche frente a la costa de Corn Island, en aguas de Nicaragua.

A la medianoche, tras más de dos horas de lucha por mantenerse a flote, seis de los migrantes lograron alcanzar la costa agarrados a los restos del bote, entre ellos una niña india de 9 años, Breaty Magdy Rpay, quien murió horas más tarde, y otra niña egipcia de un año, Mariam Amir Fars. Otros dos, que habían quedado a la deriva, fueron rescatados con vida. De los 17 pasajeros, 9 perecieron ahogados y sus cuerpos fueron rescatados del agua en diferentes momentos.

Corn Island, de apenas 10 kilómetros de superficie, es una isla de playas de arenas blancas sembradas de cocoteros, y el mar tiene ese color azul turquesa de tarjeta postal de los paraísos del Caribe. La mayoría de sus habitantes vive de la pesca. A su lado está Little Corn Island, y Colón, que pasó frente a ellas en su último viaje de 1502, las nombro “islas de Limonares”, porque le pareció que estuvieran sembradas de limoneros.

Al día siguiente del naufragio los pobladores se congregaron en el cementerio municipal para dar sepultura a los viajeros clandestinos que llegados desde las antípodas habían sucumbido con tal mala fortuna, como si se tratara de sus deudos. Entre los concurrentes al funeral se hallaban los sobrevivientes del desastre, lamentándose en lenguas que los habitantes de Corn Island no habían escuchado nunca, pero a quienes rodeaban de manera solidaria.

Los ataúdes fueron colocados en una fosa común, y sobre la tapa de cada uno fue pegada la fotografía del viajero muerto. Unos rostros que bajo tierra no tardarían en borrarse, pero las fotos pretendían ser de todos modos un testimonio: estas fueron sus caras, vinieron de lejanas tierras, aquí naufragaron, aquí quedan entre nosotros. Hasta entonces se contaban cinco, los cadáveres restantes fueron rescatados después.

Estos cinco de las fotografías son: Una mujer iraní no identificada, de 32 años; Breaty Magdy Rpay, la niña india de 9 años; Marsa Sashta, mujer egipcia de 30 años; Farian Magty Realy, niña egipcia de 6 años; Merna Rafael Azab Labib, mujer egipcia de 27 años.

Sus nombres no entrarán en los libros de historia. Migrantes. Millones de ellos, o como ellos. Hoy más bien, en Estados Unidos, la tierra que estos náufragos creyeron prometida, los persiguen como fieras salvajes, los equiparan a criminales, los esposan de pies y manos para deportarlos.

Su hazaña fue dejar atrás su parentela y sus hogares tras vender lo poco que tenían, cruzar medio mundo en persecución del sueño de una vida mejor que se les volvió pesadilla en alta mar, aferrados a la amura de un bote remecido como una cáscara en medio del oleaje que crecía a medida que entraba la noche, y a los lejos, cuando la embarcación se volcaba, las pocas luces en la costa de una pequeña isla. ¿Alguno sabría que el país donde llegaban a morir se llama Nicaragua?

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11 de febrero de 2025

Ernesto Cardenal (1925-2020)

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Cien años de Ernesto Cardenal

 

Se cumplen cien años del nacimiento de Ernesto Cardenal, un acontecimiento que pasará en silencio dentro de su Nicaragua natal, proscrita como se hallan su poesía y su figura bajo los cerrojos de la nueva dictadura.

Lo vi por vez primera en 1960 en la acera de la casa de sus padres en Managua, recién llegado del seminario de la Ceja en Medellín. Flaco y narizón, sin barba, en bluyines y camisa de cuadros, esperándonos porque íbamos a Masatepe de excursión, los del grupo de la generación traicionada y del grupo Ventana, en pleitos literarios pero juntos bajo la admiración que él despertaba entre todos los aprendices de poetas. Yo me sabía de memoria Hora 0: Noches Tropicales de Centroamérica, /con lagunas y volcanes bajo la luna/y luces de palacios presidenciales, /cuarteles y tristes toques de queda…

Y después en San José, leyendo sus poemas al aire libre en la Universidad de Costa Rica en medio de una multitud de jóvenes, y la vez en 1976 que fuimos juntos a Solentiname con Julio Cortázar, y la misa que celebró, en la que Cortázar, feligrés improvisado, comentó el evangelio del prendimiento en el huerto y reflexionó acerca del porqué Jesús no había invocado a su padre para que enviara una legión de ángeles a salvarlo; y el ruido de los pasos de la revolución por venir que ya se oían llegar en el silencio de la noche del Gran Lago.

Y tantas andanzas juntos, el congreso del Pen Club en Elsinor, en Dinamarca, buscando firmas de solidaridad para la lucha en Nicaragua, o durmiendo en el piso de una casa llena de gatos en Ámsterdam, junto a un canal donde desayunábamos arenques en un puesto callejero, en busca de apoyo ante gobiernos, parlamentos, fundaciones, todas las puertas se abría ante Ernesto, una celebridad en Europa desde la publicación de los Salmos que se volvió una Biblia de los jóvenes: Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del Partido/ni asiste a sus mítines/ni se sienta en la mesa con los gánsteres …

Y luego, volando en una avioneta a medianoche de San José a León un 16 de julio de 1979, en las puertas del triunfo de la revolución, aterrizamos en el aeropuerto sin asfalto donde operaban los aviones que fumigaban los plantíos de algodón, y le dije, y lo recordó en un poema, “este es el olor de Nicaragua”, la brisa cargada de insecticida; y sus años en el ministerio de Cultura, burócrata a la fuerza, sus oficinas en la mansión de Somoza, inventando de la nada un mundo nuevo, escuelas de teatro y de danza, talleres de artesanía popular, de pintura primitiva, de poesía.

Su militancia en una iglesia de los pobres, recriminado por el Papa Juan Pablo II en el aeropuerto de Managua mientras él permanecía de rodillas, suspendido ad divinis de su ministerio sacerdotal en castigo, y luego reivindicado poco antes de su muerte por el papa Francisco, una misa íntima concelebrada en su cuarto del hospital, el nuncio apostólico y él, que yacía en la cama con la estola puesta y la plena felicidad en su rostro porque volvía a ser cura de pleno derecho.

Y nuestra vecindad de cuarenta años en colonial Los Robles, calle de por medio, sus llegadas cada día temprano de la mañana a dejarme los capítulos de sus memorias a medida que los iba escribiendo, y yo, a mi vez, los originales de mis novelas, hasta aquel domingo de marzo en el hospital, yo de pie, contemplándolo en su lecho, él ya del otro lado del misterio que exploró en su poesía, vida y muerte, los hemisferios de un mismo todo sin antes y sin después, la primera vez que mediaba entre nosotros el silencio.

Y su terrible funeral en la catedral de Managua, entre vociferaciones, empellones y amenazas de las turbas oficiales cuando sacábamos el féretro, el que más había amado a su país escarnecido por el odio.

Para él la elevación mística fue siempre el abandono de la envoltura terrenal, y decía que había aprendido de San Juan de la Cruz que un líquido no puede recibir otro líquido si antes el recipiente no se vacía. Vaciarse, para llenarse de Dios, y viendo a Dios en cada uno de sus semejantes marginados y oprimidos, el reino de Dios en la tierra.

Terrenal y místico, creyó en la comunión del espíritu con la materia y en la inmensidad irreal del universo, empeñado en una búsqueda que dejó anunciada en el poema Con la puerta cerrada: Somos semillas que para nacer tienen que morir/es el precio necesario de la nueva vida …

Credo que transformó en el par de líneas que, según dejó dispuesto, se inscribirán en una placa en su lugar final de reposo frente a la iglesita de muros blancos en Mancarrón, su isla de Solentiname, ahora confiscada:

Morir no es salir del universo sino profundizar en él. Y la muerte es una mayor intimidad con Dios.

 

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21 de enero de 2025
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El gran garrote arcaico

Desde antes de asumir por segunda vez el mando el presidente Trump está dejando claro que lejos de despertar confianza entre los aliados tradicionales de Estados Unidos, prefiere hacer mofa de ellos, y mantenerlos en zozobra, una de las peores maneras de crear incertidumbre en las relaciones internacionales.

No es nada serio insistir en tuits que se pasan de graciosos, que Canadá debe ser el estado 51 de la unión, y llamar “gobernador” a su primer ministro Justin Trudeau, como no lo es tampoco la grotesca propuesta de comprar el territorio de Groenlandia a Dinamarca, ambos países miembros fundadores de la OTAN; y no es menos la agresiva exigencia de que el canal de Panamá sea devuelto a Estados Unidos, “en su totalidad y sin cuestionamientos”, y advertir “a los funcionarios panameñas actuar en consecuencia”.

Hay quienes se tranquilizan diciendo que las amenazas del presidente Trump contra Panamá son parte de un catálogo demasiado copioso como para que pueda ser tomado en serio, y que se hallan fuera de la realidad porque son contrarias a los mecanismos y convenciones internacionales. El asunto está en que revelan la naturaleza de una voluntad agresiva, y fuera de control, y pareciera ser que el viejo big stick, símbolo nefasto de la política imperial de Estados Unidos con América Latina en el pasado, está siendo sacado de la vitrina del museo donde había estado guardado por muchos años, para ser blandido de nuevo.

Si el gran garrote es el símbolo de una política que parecía ya enterrada años atrás, el canal de Panamá es, a su vez, todo lo contrario: el símbolo inequívoco de la soberanía que las naciones latinoamericanas han defendido históricamente en el contexto de sus relaciones, tantas veces conflictivas, con Estados Unidos.

“I took Panamá”, declaró sin ambages el presidente Teodoro Roosevelt, y no se trata de ninguna cita apócrifa. Se apoderó de Panamá en 1903, decidido a emprender la construcción del canal, y en 1911, ya fuera de la presidencia, confesó en un discurso pronunciado en Berkeley, California: “me apoderé del canal y dejé que el congreso deliberara, y mientras sigue deliberando el canal se está haciendo”.

Surgió así, alrededor del canal interoceánico, la Zona del Canal, un territorio segregado a Panamá sobre el cual Estados Unidos ejercía plena soberanía, bajo la autoridad del gobernador de la Zona, con sus propias leyes y bases militares. Y surgieron “los zoneítas”, los habitantes del territorio colonial.

La doctrina expansionista del destino manifiesto había sido inventada para justificar la conquista del territorio continental de América del Norte, y luego sirvió para extender el dominio político y militar de Estados Unidos hacia el sur, cuando en 1898 se apoderaron de Cuba y Puerto Rico tras la derrota de España, y pocos años después de Panamá en 1903. México, Honduras, Guatemala, Nicaragua, República Dominicana, vieron a partir de entonces el desembarco de los marines para hacer valer por la fuerza reclamos territoriales, facilitar golpes de estado, imponer dictaduras militares, y asegurar los intereses de enclaves económicos.

Tras continuas protestas callejeras que buscaban reivindicar la soberanía del canal, el gobierno en Washington hizo en 1964 una concesión simbólica: que la bandera de Panamá fuera izada también en las instalaciones públicas de la Zona del Canal, a la par de la bandera de los Estados Unidos. Los zoneítas se negaron a cumplir el mandato en las escuelas públicas, las manifestaciones de estudiantes panameños marcharon a la Zona para izar su bandera, se dieron enfrentamientos y disturbios, las tropas de ocupación dispararon contra los manifestantes y hubo 21 muertos. El gobierno de Panamá rompió las relaciones diplomáticas con Estados Unidos.

Hay toda una historia de lucha del pueblo de Panamá por reivindicar el canal, que concluye en 1978 con la firma de los tratados Torrijos-Carter, una transición ordenada de la vía interoceánica, sus instalaciones, bases militares y territorios adyacentes, que se completó en 1999 conforme fue previsto en los mismos tratados.

No hay duda que para llegar a este acuerdo estuvieron de por medio la voluntad del presidente Jimmy Carter, y el empeño del general Omar Torrijos, que supo movilizar a la opinión internacional en favor de la causa de la reivindicación del canal, y a la misma opinión pública dentro de Estados Unidos, al punto de conseguir el apoyo de un ícono de la derecha mediática, el actor John Wayne.

Desde entonces, recuperada la soberanía, el canal ha sido administrado con éxito por los propios panameños, hasta llegar a su ampliación en 2016, con un nuevo sistema de exclusas.

Con su amenaza tan desabrida, el presidente Trump conseguirá, como ya está ocurriendo, unir a los países latinoamericanos en defensa de la soberanía nacional de Panamá, sin distinciones ideológicas, y al sacar de la urna de museo el arcaico gran garrote, hacer que se abre el paraguas del viejo antimperialismo, bajo el cual se acogerán muchos, entre ellos los dictadores de la izquierda arcaica como Diaz Canel, Maduro y Ortega. Ellos serán los grandes beneficiarios si el presidente Trump insiste en el dislate.

 

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2 de enero de 2025
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Un asunto de familia

 

Desde los tiempos de la independencia las constituciones políticas en América Latina se escribieron en un lenguaje a la vez sobrio y solemne, en el que resonaban los ecos de la declaración de los “derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre” proclamada en Francia por la Asamblea Nacional en 1789, resumen de todo el espíritu de la ilustración; y se articulaba el estado democrático en base a la clásica división de poderes ejecutivo, legislativo y judicial, herencia del pensamiento de Montesquieu y de la ejemplar constitución de Estados Unidos votada en 1787 en la convención de Filadelfia.

La constitución de Nicaragua no se apartaba de este modelo, afianzado tras el triunfo de la revolución liberal de 1893, y aunque a lo largo del siglo veinte hubo varias constituciones, la separación de poderes persistió invariable, aún bajo la dictadura de la familia Somoza, que se cuidaba de las apariencias legales, aunque lo controlaran todo en un solo puño, ministros, diputados y jueces.

Es la constitución que yo estudié en la escuela de derecho, letra muerta en su mayor parte, y si alguien no conociera la realidad que el país vivía, con un “hombre fuerte” a la cabeza, como en la prensa de Estados Unidos se llamaba entonces a los dictadores, habría tomado fácilmente Nicaragua por un país democrático, con plenas garantías ciudadanas, libertades públicas aseguradas, elecciones libres y alternancia en el poder.

La mano del legislador, por mucho que fuera animada por los hilos del titiritero desde arriba, se movía sobre el papel con elegancia de estilo, y se atenía a las formas. Ahora se acaba de aprobar una reforma a la constitución tan vasta, que equivale a una nueva, donde no solo se ha roto toda contención del lenguaje para dar paso a una retórica disonante y exaltada del peor gusto, sino que el estado mismo pasa a ser un verdadero esperpento, sin maquillajes ni escondrijos.

Al menos, podrá decirse que, fuera las máscaras y caretas, el régimen pasa a mostrarse como verdaderamente es, cerrándose toda brecha entre apariencia y realidad. La torpeza del lenguaje constitucional responde a la torpeza del estado que describe.

Los poderes independientes del estado desaparecen y hay una sola entidad suprema, la presidencia de la república, de la que dependen los “órganos” legislativo, judicial y electoral. ¿Para qué andarse con falsas apariencias?, parece decirnos el amanuense disfrazado de legislador. Ahora la constitución misma proclama que los magistrados y jueces son nombrados por la presidencia, de la cual, entonces, dependerán las sentencias y fallos judiciales; y como el órgano legislativo también depende de la presidencia, a la asamblea de diputados sólo le toca pasar leyes a voluntad de la presidencia. ¿Y las elecciones?  El “órgano” electoral depende de la presidencia, y, por tanto, la presidencia tiene la última palabra en el recuento de los votos. Mayor claridad, ni los cielos en un día de verano.

De la presidencia depende el ejército, y depende la policía. Y los gobiernos municipales. Y todo lo demás. No hay resquicio; “la presidencia de la República dirige al Gobierno y como jefatura del Estado coordina a los órganos legislativo, judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales y municipales, en cumplimiento de los intereses supremos del pueblo nicaragüense”.

Otra novedad: “la presidencia”, entidad autárquica y suprema, colocada por encima de toda falibilidad, tiene carácter bicéfalo, compuesta por un copresidente y una copresidenta, ambos con iguales poderes. Una constitución, como se ve, hecha a la medida. Pero se queda un pequeño paso atrás, y no se establecen (por el momento) los nombres y apellidos de la pareja de copresidentes, tal como la constitución de Haití de 1964 declaraba presidente vitalicio al doctor François Duvalier “a fin de asegurar los logros y la permanencia de la Revolución Duvalier en nombre de la unidad nacional”.

Pero se da por supuesto que ya se sabe de qué pareja se trata, y sobra por lo tanto agregar tanto detalle. No hay otra pareja. El legislador, incensario en mano, la declara pareja vitalicia, y no se preocupa de responder al enigma de qué pasará en el futuro a falta de esta pareja. Sólo responde que, si uno de los dos falta, el otro se queda con todo.

Una constitución matrimonial, por primera vez en la historia de América Latina, que presupone la avenencia de la pareja que manda por partida doble. Ya sabemos que el sastre obsecuente ha cortado la constitución a la medida de la pareja, según la pareja misma se lo ha ordenado.  No se puede imaginar a ninguna otra sentada en el doble trono.

Todo trono es hereditario, y pasa de padres a hijos. Pero, la zalamería pudorosa del legislador no ha contemplado la sucesión dinástica, y ya quedará para una nueva constitución resolver la manera en que el poder habrá de transmitirse por derecho de sangre. A lo mejor hasta se les ocurre establecer de una vez por todas una monarquía revolucionaria, antioligárquica y antimperialista.

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16 de diciembre de 2024

Claudio Cataño es Aureliano Buendía en 'Cien años de soledad' (Netflix, 2024)

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Cien años de soledad, en vivo y a todo color

 

He asistido en Casa de América al pase del primer capítulo de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, la serie que Netflix estrenará el 11 de diciembre de este año. No pretendo juzgar en base a una muestra el todo de este ambicioso proyecto cinematográfico −la mayor superproducción que se ha filmado nunca en América Latina− sino hacer algunas consideraciones sobre las distancias, a veces tan insalvables, que hay entre un libro y una película.

Una vieja boutade cuenta que unas cabras comen en un baldío películas, desde luego que las cabras comen de todo, y una le pregunta a la otra: “¿qué te parece?” A lo que la interpelada contesta: “estaba mejor el libro”.  Para el espectador que ha leído el libro, siempre estará mejor el libro, y es a partir de este prejuicio que la versión en la pantalla de una obra literaria debe abrirse paso.

Y sobre todo en el caso de Cien años de soledad. Quien se sienta en la butaca puede no haber leído el libro, y, motivado, sale después a buscarlo para comparar. Pero esta es una novela que desde su publicación en 1967 fue leída con avidez y asombro por todo el mundo, porque desbordó los círculos habituales de lectores de libros literarios para pasar a las barberías, siguió siendo devorada por sucesivas generaciones de lectores cultos y profanos, en español y en todos los idiomas del mundo, y se mantiene en los programas escolares.

No hay entonces espectadores desprevenidos para este libro. Todos tienen en la cabeza sus propias imágenes de los personajes, y de la secuencia de la acción y de sus escenarios, y por tanto, cada quien ha filmado su propia película. Necesariamente habrá de comparar, de cara a la pantalla, la versión que la superproducción le ofrece, con la que tiene en su memoria.

Porque el milagro de la literatura consiste en una transferencia de imágenes, de la cabeza de quien las concibe, a quien las descifra a través de la lectura, para construir, a su vez, su propia imagen en su propia cabeza; y esa operación se hace a través del vehículo de las palabras. Nunca hay dos imágenes iguales, porque la imaginación es múltiple y nunca reclama fidelidades entre el autor y los lectores; y como tampoco hay un solo lector, habrá tantas imágenes como lectores.

Por tanto, toda obra literaria es una construcción verbal, y las imágenes en un libro están hechas a base de palabras. Y Cien años de soledad, más allá del membrete de realismo mágico, es una de las más espléndidas construcciones verbales de nuestro idioma.

El cine es, en cambio, una construcción hecha en base a imágenes, y la narración que corresponde a las imágenes nunca podrá ser sustituida por las palabras, digamos la voz de un narrador en off, porque esta clase de auxilio viene a ser una especie de rescate de las imágenes, cuando no funcionan. Otra cosa son los diálogos, que cuando en un libro son decisivos por eficaces, pasan íntegros al guion.

Pero aquí hay otra dificultad que Cien años de soledad presenta al guionista: en el libro no hay diálogos. Cuando un personaje habla lo hace con una frase muy rotunda, terminante, y entonces los diálogos hay que inventarlos, lo cual viene a ser un desafío mayúsculo: ponerse a la par del autor.

En una escena del primer capítulo que vimos, la voz en off nos está contando que en los años de fundación de Macondo “el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo”, mientras un niño desnudo, José Arcadio Buendía, recibe unas frutas de una vecina para que los lleve a Ursula Iguarán, su madre. Sabemos que son corozos por una mención de la vecina, o de la madre; pero es el momento en que las cosas no tenían nombre, con lo que se impone aquí es el silencio. La palabra la tiene la imagen, si aún no hay palabras.

Por el diálogo que siguió a la proyección nos enteramos de que la voz en off que narra es la de Aureliano Babilonia, el último de los Buendía; pero son las palabras de García Márquez, una interposición textual de la novela que fuerza a las imágenes a convertirse en una ilustración de la narración; dificultad agregada, porque la voz literal del autor se vuelve un pie de amigo que no deja a las imágenes hablar por sí solas.

El primero en desconfiar de que sus novelas pudieran ser eficaces en el cine fue el propio García Márquez, que vio como no cuajaban los buenos intentos con las versiones filmadas de otros libros suyos, y temía que la tentativa con Cien años de soledad no curara su escepticismo.

Es muy temprano saberlo con esta serie antes de terminar de ver los 16 capítulos de que consta, y ojalá, como se nos anunció al final del pase, cada uno de ellos sea mejor que el otro.

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18 de noviembre de 2024
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Fotos fijas con Antonio Skármeta

Antonio Skármeta había logrado salir de Chile con su mujer y sus hijos en aquellos días de toque de queda, asesinatos y destierros, y tras un año de incertidumbres vivido en Argentina llegó a Berlín Occidental favorecido por la misma beca que yo tenía entonces, en el programa de Artistas Residentes.

Enero de 1975. Aquí en esta foto estamos en la puerta del edificio de nuestro apartamento, el número 27 de la Helmstedter Strasse en el barrio de Wilmersdorf, un antiguo barrio judío. En el mosaico de la acera hay una estrella de David. Sus hijos Beltrán y Gabriel con los nuestros, Sergio, María Dorel. El cielo está oscuro, todo parece gris. Nevará seguramente.

Antonio y yo llevamos el pelo largo a la usanza de la época, bigote frondoso, sólo que la calvicie despejaba ya su frente, pero bajo los anteojos de grandes aros, usanza también de la época, su sonrisa era desde entonces y como siempre irónica, un tanto malvada, nunca llegará a estallar en risa, pero estará siempre riéndose del prójimo y sus veleidades.

De la tarde de abril de 1975 en que nos sentamos en un café de la Kant Strasse, no hay foto. Le había dado una fotocopia de mi novela ¿Te dio miedo la sangre?, de aquellas en papel fotográfico que olían al ácido del revelado. Para entonces había empezado a escribir la suya, Soñé que la nieve ardía, y la tarde se nos hizo noche porque la fue repasando página por página, con minuciosidad cordial e implacable, realzando lo que le divertía, puesto que en asuntos de humor perverso nadie la ganaba, y a partir de entonces el nombre de Oreja de Burro se convirtió en santo y seña entre nosotros porque en mi novela aparecía Gastón Pérez, alias Oreja de Burro, un trompetista pobre de Managua que había compuesto un bolero excelso, Sinceridad, que cantaba Lucho Gatica.

Esta otra debe ser de mayo de 1975, estación del Zoo. Llega en el tren desde Ámsterdam Ariel Dorfman, y estamos los tres en el andén, yo tengo en la mano la maleta de Ariel porque va a ser nuestro huésped. Lo llamaremos en adelante el holandés errante, corriendo siempre de un lado para otro, con las faldas del sobretodo levantadas, en la imposible y extenuante tarea de reconciliar a los exiliados que como en todos los exilios andan a la greña entre agravios e interminables discusiones ideológicas.

Y aquí esta otra, en las puertas del Berliner Ensemble, el teatro de Bertol Brecht, en Berlín Oriental. Esa noche cruzamos el muro para ir a ver a Erich Maria Brandauer, si mal no recuerdo en La Opera de tres centavos, una pequeña odisea cada vez esos viajes al otro lado de la ciudad dividida, tomábamos el tren elevado que nos dejaba en la estación de Friedrich Strasse, que olía siempre a creolina, como los hospitales y las prisiones, o íbamos en mi Renault de segunda mano a través del Check Point Charlie, apuntados a las funciones de Brecht en la Volksbühe o en el Berliner Ensemble. Extraña ciudad entonces Berlín las ruinas de la guerra aún visibles, baldíos desolados, calles cegadas, el muro omnipresente, alambradas, tierra de nadie, torres de vigilancia.

 Yo volví a Nicaragua, Antonio se quedó en Berlín. Derrocamos a Somoza, él vino a Managua en 1980 para la filmación de La insurrección de Peter Lilienthal, de la que escribió el guion, y que se rodó en las calles con los mismos guerrilleros disfrazados con uniformes de guerrilleros. También hay una foto, Antonio en nuestra casa en Managua, con Gabo, con Roberto Mata, con Julio Cortázar.

Y la última, la foto de Santiago, la que ha vuelto a mi mente esta mañana en Estambul cuando me ha llegado la noticia de la muerte de Antonio. Septiembre, 1990.  La revolución de disolvía en Nicaragua en un amargo espejismo, pero en Chile había regresado la democracia. Y allá estaba Antonio, estaba Ariel, y yo había llegado invitado a los funerales del presidente Allende por doña Hortensia, su viuda. Fue tomada por el camarero en un restaurante de Providencia. Yo estoy sentado al centro y Antonio, desde la izquierda, me señala entre risas, Ariel, al otro lado, va a decir algo divertido también.

Después nos tocará hablar en un panel en la Biblioteca Nacional, ya no recuerdo sobre qué, sobre la literatura y el compromiso, sobre el arte y la vida, lo de siempre. Debe haber una foto de ese panel, pero no la conservo.

La memoria se vuelve un asunto de fotos fijas. No hay tal película de la vida. Lo que te queda son momentos congelados. Antonio diciéndote un día, septiembre 2010, otra vez en Santiago, en su casa, que se iba al día siguiente a Los Ángeles al estreno de la ópera compuesta por Daniel Catán sobre su novela El cartero, con Plácido Domingo en el papel de Neruda.

 Y no hay ya más fotos. El álbum se cierra allí.

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21 de octubre de 2024
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