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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

Antiguas ediciones del 'Quijote' en la Biblioteca Rogerio-Casas Alatriste del Museo Franz Mayer de Ciudad de México. Aggi Garduño

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La lectura como un viaje

 

Toda lectura es un viaje, y siempre estaremos encantados de escuchar lo que le ocurre a alguien que emprende el camino y empieza a encontrarse con obstáculos y aventuras imprevistas que rompen con la normalidad, o la monotonía, de ese viaje.

Después de los diez años que dura la guerra de Troya, Ulises se embarca de regreso a su patria. Quiere llegar lo más pronto posible a Ítaca, sin interrupciones; pero son las interrupciones las que hacen que aquel viaje lleno de aventuras dure otros diez años. Sin esos obstáculos siempre inesperados, que se presentan a cada paso, no habría historia que contar, y no existiría La Odisea, cantada por Homero, un ciego andariego, y viajero también, que va por las islas de la Helade contando las aventuras del viaje de Ulises.  Fue él quien puso las reglas de la narración, útiles hasta para los folletines y los guiones de telenovela que viven de los obstáculos y las interrupciones de la felicidad.

En todo caso, para que haya historia, y para que comiencen a presentarse los obstáculos, el viaje tiene que empezar. Cuenta Plutarco que Pompeyo Magno enfrentaba la situación de que los marineros de su armada no querían hacerse a la mar por la manera tempestuosa en que aquella se encrespaba, y entonces los arengó para animarlos, y una de las frases de esa arenga ha quedado para siempre: “navegar es necesario, vivir no es necesario”.

Ismael, el marinero que como único sobreviviente del naufragio del Pequod nos cuenta la historia del viaje fatal en Moby Dick, la novela magistral de Herman Melville, explica desde la primera página el porqué de sus ansias de navegar. Lo mueve la tristeza de hallarse demasiado tiempo en tierra firme: “…cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes…entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda”. Ya se ve que se puede empezar el viaje empujado por las ansias de aventura, o por la melancolía. O por la sed de venganza.

Cuando el capitán Ahab zarpa del puerto de Nantucket al mando del Pequod, no va en busca de su hogar añorado, como Ulises, sino de la venganza. Quiere llegar cuantos antes a encontrarse con Moby Dick, la ballena blanca, que destrozó años atrás otro barco suyo y le arrancó una pierna. Y la buscará a través de los mares hasta encontrarla de nuevo, lo que significa encontrarse con su perdición.

Tras el naufragio del Pequod, atacado ferozmente por la ballena blanca hasta echarlo a pique, Ismael, el que se detenía a contemplar los ataúdes al sentirse melancólico, se salvará agarrado a un ataúd que aparece flotando a su lado en el mar, fabricado por el carpintero de abordo. Será el único sobreviviente. Si Ismael no salva la vida, no tendríamos quien nos contara la historia.

Los personajes más memorables de Honoré de Balzac en La Comedia Humana, son los que hacen el viaje desde la provincia a París. Son los arribistas típicos que buscan la fortuna a toda costa, como Eugène Rastignac de Papa Goriot, o el perfumista de origen campesino de Grandeza y decadencia de Cesar Birotteau, dueño de la mejor perfumería de la Place Vendôme, caído en la tragedia de la bancarrota.

Joseph Conrad, emigrado a Inglaterra desde Polonia, fue él mismo un viajero buena parte de su vida, como marino mercante, y no pocos de sus libros versan sobre la aventura del viaje. En El corazón de las tinieblas Charles Marlow se interna en los meandros del río Congo, en tiempos de la brutal colonización belga en África, para cumplir el encargo de encontrar a Kurtz, el misterioso y diabólico personaje, jefe de una estación comercial en lo profundo del territorio, que ha enloquecido. Pero es a la vez un viaje a las insondables profundidades del alma humana donde campean la violencia, la explotación, y la ambición de poder y riqueza.

De los viajes en la literatura me he acordado al leer El verano de Cervantes, el espléndido libro de Antonio Muñoz Molina, donde nos cuenta el viaje de cada verano, en su adolescencia y por el resto de su vida, leyendo El Quijote, o los dos Quijotes, como bien lo aclara, el libro que cuenta el mejor y el más ameno de los viajes. Ulises no quisiera tener obstáculos porque quiere llegar cuanto antes. Don Quijote, al contrario, quiere los obstáculos, que son la razón de su viaje.

Un viaje reincidente, emprendido de nuevo cada vez a pesar de las penurias, los descalabros y las derrotas. Las aventuras, convertidas en obstáculos, van eslabonando el camino, hijas de la invención e hijas de la locura.

Muñoz Molina emprende de nuevo el viaje cada vez que empieza una nueva lectura de El Quijote, y evoca esas lecturas mediante una prosa memorable y llena de halagos para el lector. Un viaje que hace montado en la tercera cabalgadura por los caminos de la Mancha.

 

 

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15 de septiembre de 2025

Rubén Darío (1867-1916)

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Un cañonazo abortado

 

Los golpes de estado han abundado en la historia latinoamericana, encabezados por generales de botas altas y casacas engalonadas que derrocan a otros generales, no pocas veces compadres suyos, o parientes cercanos. De esos cuartelazos nace el tirano esperpéntico que trajo a la literatura Valle Inclán en Tirano Banderas, y que dio paso a la novela de los dictadores. Y los golpes de estado y las dictaduras han estado ligados a la vida de los escritores.

En 1890 Rubén Darío vivía en El Salvador, donde a los 23 años dirigía el periódico oficial La Unión, cuando en el mes de junio de ese año, el general Carlos Basilio Ezeta, que usaba casco prusiano terminado en pincho, como todo un Kaiser, depuso a su íntimo amigo y protector, el presidente Francisco Menéndez, quien murió de un infarto al conocer la traición. Cayó fulminado en pleno salón de fiestas, pues esa noche se celebraba un baile de gala a en la casa presidencial.

Darío, quien acababa de casarse con Rafaela Contreras, huyó a Guatemala temiendo la persecución de Ezeta, pues era cercano a Meléndez. Al no más llegar fue llamado por el presidente, el general Lisandro Barillas, para que le diera cuenta de los sucesos, y lo nombró de inmediato director de un nuevo periódico, El correo de la tarde.

En su autobiografía cuenta el poeta que durante su estancia en Guatemala se hizo amigo de parrandas del general Cayetano Sánchez, uno de los líderes de la revolución liberal de 1871, y hombre de confianza del presidente Barillas, “militar temerario, joven aficionado a los alcoholes, y a quien todo era permitido por su dominio y simpatía en el elemento bélico”.

Entre los cófrades parranderos se hallaba también el poeta cubano José Joaquín Palma, quien desde el año 1868 se había incorporado a la lucha por la independencia de su patria, y fue ayudante de campo del prócer Carlos Manuel de Céspedes a partir del levantamiento de La Damajagua. Amigo íntimo de José Martí, para esa época vivía exiliado en Guatemala, donde ganó el concurso para componer la letra del himno nacional.

“Una noche de luna habíamos sido invitados varios amigos, entre ellos mi antiguo profesor, el polaco don José Leonard, y el poeta Palma a una cena en el castillo de San José”, cuenta Darío. “Nos fueron servidos platos criollos, especialmente uno llamado «chojín», que por cierto nos fue preparado por el hoy general Toledo, aspirante a la presidencia de la República. Sabroso plato, en verdad, ácido, picante, cuya base es el rábano”.

Se trataba de una celebración en toda regla, con abundancia de aguardientes; al final, se pasó al coñac, del que bebieron no pocas botellas. “Todos estábamos más que alegres”, relata Rubén, “pero al general Sánchez se le notaba muy exaltado en su alegría, y como nos paseásemos sobre las fortificaciones, viendo de frente a la luz de la luna las lejanas torres de la Catedral, tuvo una idea de todos los diablos. «A ver, dijo, ¿quién manda esta pieza de artillería?», y señaló un enorme cañón. Se presentó el oficial y entonces Cayetano, como le llamábamos familiarmente, nos dijo: «Vean ustedes que lindo blanco. Vamos a echar abajo una de las torres de la catedral. Y ordenó que preparasen el tiro. Los soldados obedecieron como autómatas; y como el general Sánchez era absolutamente capaz de todo, comprendimos que el momento era grave”.

Fue al poeta Palma a quien se le ocurrió una idea salvadora. Propuso que se improvisaran versos alusivos al hecho del inminente cañonazo, y que mientras tanto se trajeran más botellas de coñac. “Todos comprendimos”, dice Rubén, “y heroicamente nos fuimos ingurgitando sendos vasos de alcohol. Palma servía copiosas dosis al general Sánchez. Él y yo recitábamos versos, y cuando la botella se había acabado, el general estaba ya dormido. Así se libró Guatemala de ser despertada a media noche a cañonazos de buen humor. Cayetano Sánchez, poco tiempo después, tuvo un triste y trágico fin.”

El chojín es una ensalada típica de la cocina guatemalteca, que, como afirma Darío, se prepara en base a rábanos cortados en rodajas delgadas, hojas de menta picadas, chicharrones de cerdo desmenuzados, y jugo de naranja dulce y de limón; un plato picante pero incapaz, por sí mismo, de alentar humores bélicos, de no mediar los alcoholes; el general Sánchez, como se ve, era hombre de tomar, y de armas tomar. No hay noticia de cuál fue ese trágico fin suyo, pero no sería extraño que lo hubieran matado a balazos en alguna reyerta de la cual la poesía no pudo ya salvarlo.

Imaginemos todo lo que ya había bebido el general, y todo lo que bebió, hasta caer redondo, esa noche de luna en que vio en las torres de la catedral el mejor de los blancos, y entre los vapores etílicos pensó que al derribarla se cubriría de gloria. Y lo que bebieron los demás, según Darío como un sacrificio heroico, o sacrificio táctico, para evitar la hecatombe.

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4 de septiembre de 2025

Volcán en erupción, parque de Masaya, Nicaragua

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Los soles del rojo verano

 

El verano dura en Nicaragua la mitad del año, porque verano llamamos al tiempo en que no llueve, pero se hace más intenso en su inclemencia entre los meses de marzo y abril, que coincide con la temporada de cuaresma. Es cuando los ríos se agostan hasta mostrar su lecho de piedras, el pasto se seca en los potreros y las recuas de reses emigran hacia las zonas de montaña en busca de verdor; y en medio del bochorno que enciende los cielos sollamados y agrieta la tierra, se escucha incesante el coro de los chicharras. Soles rojos -los soles del rojo verano, dice Darío en la Marcha Triunfal- velados por el humo de las quemas porque desde milenios atrás los pueblos aborígenes prendían fuego a los rastrojos, y en las noches sin viento es posible ver las caudas de fuego que serpentean en los llanos y asciende por los cerros.

La estación contraria, la otra mitad del año, es la de las lluvias que nunca son mansas, sino que despeñan en torrentes y los ríos salidos de madre descuajan troncos de árboles y arrastran en su corriente reses muertas, lluvias sin tregua que caen por días y hasta semanas revolviendo el paisaje. Una naturaleza siempre exagerada y dañina tanto en sus carencias como en su abundancia.

En mi infancia de los pueblos blancos de la meseta cafetalera, el mar era la lejanía y las excursiones a las playas eran como un viaje al extranjero, o una migración temporal en la que se cargaba con camas y trastos de cocina. El mundo del verano de las vacaciones escolares, la semana santa siempre de por medio, se centraba entonces en la laguna de Masaya, un antiguo cráter volcánico al que le había llovido desde tiempos prehistóricos hasta llenar el cuenco, al lado el volcán Santiago, ese sí activo, y desde cuyo cráter es posible ver la fragua luciferina en el fondo. Un ambicioso fraile dominico, fray Blas del Castillo, creyó que era oro en combustión y en 1538 se hizo bajar por medio de poleas en una canasta para sacar un cucharón de muestra. Resultó ser lo que era, escoria.

La laguna de Masaya se halla rodeada de pueblos chorotegas y nahuas de nombres musicales, Nindirí, Nandasmo, Monimbó, Masaya, Jalata, Masatepe, donde yo nací. Para hacer posible el acceso a la laguna, el general José María Moncada, coterráneo mío, en los años en que ejerció la presidencia de Nicaragua hizo despejar con cargas de dinamita los peñascos de una ladera del cráter, abrió una exigua carretera que bordeaba el abismo, y en recuerdo de la hazaña, hizo colocar en lo alto del desfiladero una placa de bronce con la leyenda lo que vale la voluntad del hombre dirigida hacia el bien.  Luego construyó en la costa un chalet al que llamó Venecia, que cuando Managua fue destruida por un terremoto en 1931, sirvió de casa presidencial.

En ese chalet ofrecía ágapes y recepciones a la gente prominente de Masatepe, y al cabo de una de esas fiestas, el doctor Octaviano Sánchez, farmacéutico del pueblo, se despeñó en su Ford modelo T mientras ascendía la ladera, y aunque sobrevivió al accidente junto con su esposa, murieron dos hijas suyas gemelas.

A Moncada le había tocado ser presidente bajo la ocupación militar de Estados Unidos, mientras las tropas de la infantería de Marina combatían al Ejército Defensor de la Soberanía Nacional encabezado por Sandino. Los marines mandaban en las ciudades del Pacífico y Sandino en las montañas del norte.  Al asumir la presidencia Moncada había querido tener una milicia propia, organizada bajo el mando del General Manuel Escamilla, un mexicano lugarteniente suyo, pero la jefatura de los marines le ordenó desarmarla. Escamilla y sus veteranos se dedicaron entonces a las obras públicas, como esa de abrir con dinamita el bajadero hacia la laguna de Masaya.

La más estricta prohibición de escaparse a la laguna había sido decretada por mis padres por lo peligroso de sus aguas, ya que la playa era muy somera, y a escasos metros se precipitaba hacia el abismo formando un embudo, con lo que eran frecuentes los ahogados; pero no sólo violentábamos mis hermanos y yo la advertencia emprendiendo excursiones clandestinas, sino que bajábamos al cráter agarrados al tubo de agua potable que descendía casi perpendicular entre las rocas. El general Moncada, emprendedor como era, también había fundado una compañía aguadora, propiedad suya, que abastecía al pueblo.

E igualmente, de manera clandestina, íbamos por los caminos vecinales y atravesábamos cercos de fincas hasta llegara a la ladera del volcán Santiago, hundiendo los pies en la cascada de arena negra hasta alcanzar el cráter, mientras nos envolvía la intensa humareda que olía a azufre. Y cuando en las noches escuchaba desde mi cama los retumbos acompasados del volcán, como un lejano cañoneo, hasta entonces me sobrecogía el miedo que no había sentido mientras escalaba la ladera y la vaharada sulfurosa me ardía en la garganta.

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25 de agosto de 2025
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Más temprano que tarde

Las dictaduras del siglo veinte en América Latina se consolidaban gracias al respaldo concertado de las oligarquías, las jerárquicas católicas, el ejército de cuyas filas el tirano de turno generalmente provenía, y el gobierno de Estados Unidos, todos temerosos del comunismo soviético según el credo de la guerra fría. Una silla de cuatro patas. No eran dictaduras con base popular, ni eran populistas, salvo la de Perón en Argentina, y se asentaban en la represión que creaba miedo y silencio, en los golpes de estado, cuando no en los fraudes electorales, y en la corrupción rampante.

Bastaba que alguna de esas cuatro patas fallara para provocar la caída del dictador, lo que daba paso a un golpe de estado que encabeza otro caudillo militar, o se abrían periodos más o menos democráticos, siempre esporádicos; es lo que ocurrió en 1944 en El Salvador, con el general Maximiliano Hernández Martínez, y en Guatemala con el general Jorge Ubico, cuando en plena guerra mundial ambos coqueteaban con el nazismo, y Estados Unidos les zafó el hombro. Cayeron por consecuencia de rebeliones militares antecedidas por los huelgas y protestas callejeras, sólo que en El Salvador los militares retrógrados siguieron en el poder con el respaldo de la oligarquía, y en Guatemala se abrió el periodo de la revolución democrática con el doctor Juan José Arévalo en la presidencia, hasta que Estados Unidos, otra vez, derrocó a Jacobo Árbenz en 1954.

En el fin de estas dictaduras influía el hecho de que se trataba de regímenes agotados, como ocurrió con la caída de Pérez Jiménez en Venezuela en 1958, donde el descontento popular fue alimentado por la represión política, la crisis económica y la corrupción descarada. Pero el caudillismo militar estaba agotado, y pudo abrirse un largo periodo de gobiernos democráticos que empezó con la presidencia de Rómulo Betancourt, bajo la alternancia bipartidista basada en el pacto de Punto Fijo suscrito entre socialdemócratas y socialcristianos.

Una dictadura no podía prolongarse indefinidamente en base al latrocinio, el crimen y la corrupción, y los repetidos fraudes electorales, y había un momento en que la magnitud de la represión se volvía un elemento desestabilizador, porque existía además una sanción internacional determinante, capaz de provocar un verdadero aislamiento, como terminó ocurriéndole al generalísimo Leónidas Trujillo antes de que fuera muerto a tiros en Santo Domingo en 1961.

Pero vino a surgir también como alternativa para derrocar a las dictaduras la lucha armada, exitosa por primera vez en Cuba en 1959 cuando Fulgencio Batista fue derrocado por una guerrilla triunfante, y por última vez en Nicaragua en 1979 cuando ocurrió igual con Anastasio Somoza, lo que dio paso en ambos casos a la instauración de regímenes revolucionarios de ideología marxista.

La viabilidad política de las luchas guerrilleras se cerró en América Latina con la firma de los acuerdos de paz en Centroamérica entre 1988 y 1996, al tiempo que terminaba la guerra fría. Entonces los ejércitos regresaron a sus cuarteles y se abrieron procesos electorales que instalaron en los palacios presidenciales a gobernantes civiles. Los regímenes autoritarios parecían quedar en el pasado, hasta que en pleno auge de la renovación democrática apareció en 1992 en Venezuela Hugo Chávez, cabecilla de un golpe de estado al viejo estilo contra el gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez, que lo impulsó a ganar las elecciones presidenciales de 1998. Y es cuando nace un nuevo fenómeno, el populismo de izquierda.

El triunfo de Chávez permite que sobreviva el régimen de Fidel Castro en Cuba, ya desfasado y agotado, gracias al cuantioso auxilio petrolero, y hace resurgir también en Nicaragua la figura, también desfasada y agotada de Daniel Ortega, quien regresa a la presidencia en 2006; y vuelve entonces el viejo triduo de fraude electoral, corrupción, y represión, solo que bajo una altisonante retorica de izquierda.

Los dictadores del socialismo del siglo veintiuno cuentan con ventajas que en el siglo pasado no tuvieron los dictadores de derecha: saben que la lucha armada no es una opción para las fuerzas democráticas que se les oponen; saben que pueden llevar al extremo la represión, centenares de jóvenes indefensos asesinados como se vio en Nicaragua en 2018, o llenar las cárceles de prisioneros políticos que toman como rehenes, como en Venezuela;  saben que pueden  consumar fraudes electorales que pronto serán olvidados,  cualquiera que sea su magnitud, como se vio en Venezuela en 2024 para imponer a Nicolás Maduro; saben que cualquiera que sea el tamaño de las movilizaciones populares en su contra las reprimirán impunemente a palos o a balazos.

Y todo porque saben que cuentan con un cómodo grado de tolerancia frente a fraudes, represión y corrupción de parte de la olvidadiza comunidad internacional, ocupada en otros asuntos; o porque siendo su ánimo medroso, muchos países prefieren mirar hacia otro lado.

Pero eso no hace eternas a estas dictaduras. Represión, fraudes, corrupción, siguen siendo letales y marcarán su final. Caerán por implosión o por explosión, pero caerán. Más temprano que tarde.

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7 de agosto de 2025
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No olvidar que centroamérica existe

Centroamérica ha sido una región de encuentros desde los tiempos prehispánicos, no sólo de pueblos que se cruzaron en éxodos milenarios provenientes del norte y del sur del continente, sino también de la flora y de la fauna. Un permanente cruce de caminos.

Un istmo que vio multiplicarse las lenguas y las especies, y tuvo por tanto un don creativo desde sus inicios geológicos. Una mezcla étnica que llegó a ser múltiple, indígena, española, africana, y también europea, y asiática cuando desde finales del siglo XIX crecen las corrientes migratorias al iniciarse la construcción del canal de Panamá. Una conjunción humana y ecológica como pocas en el mundo, en un territorio tan angosto y tan codiciado a lo largo de su historia.

Cuando se la ve en los mapas, Centroamérica no parece ser sino un paisaje que se estrecha entre dos mares, selvas, lagos y volcanes que alternan sus erupciones, un territorio sacudido por terremotos y huracanes que soplan con fuerza descomunal, alterando el paisaje.

Un paisaje volcánico, también en lo político. Desde la independencia en el siglo diecinueve, y a lo largo del siglo veinte, nuestra marca fueron las disensiones políticas resueltas en asonadas y golpes cuartelarios, las intervenciones militares extranjeras, la plaga endémica del caudillismo y las dictaduras militares, las revoluciones armadas. Un rostro siempre velado por el humo de la pólvora.

¿Pero cuál es verdaderamente ese rostro de Centroamérica? Uno y distinto, varios rostros en uno, una identidad que a veces parece contradictoria, pero que existe quizás precisamente por eso, porque no se deja ganar por la homogeneidad. Un rostro fragmentado, difícil de apreciar en su conjunto porque aún estamos lejos de la integración política que se frustró después de la independencia en 1821.

Puestos juntos, nuestros países alcanzan casi los 50 millones de habitantes en una superficie de más de medio millón de kilómetros cuadrados, con una economía que crece modestamente, pero en la realidad cotidiana siguen abiertos los grandes abismos de desigualdad social, con la riqueza concentrada cada vez más en pocas manos, mientras padecemos de déficits notables, el primero el de la educación, con bajas tasas de escolaridad y muy altas de deserción escolar; y la lucha entre autoritarismo e institucionalidad que aún se sigue librando.

¿Por qué saltamos a veces a las primeras planas? Porque habiendo sido puente de pueblos y puente ecológico, Centroamérica es hoy puente del tráfico de drogas. Porque el crimen organizado desafía a los estados, apoderándose de territorios enteros. Porque los más pobres siguen huyendo de la miseria y de la violencia hacia los Estados Unidos, en busca del perverso sueño americano al que hoy Trump pone cerrojo; porque el primer producto de exportación son los emigrantes que envían de vuelta sus remesas, 45 mil millones de dólares el año pasado.

Porque algunas de las dictaduras que padecemos, como la de Ortega y su esposa en Nicaragua, se transforman cada vez más en monarquías absolutas de antes de la ilustración. Porque el más pequeño de nuestros países, El Salvador, tiene la cárcel más grande América Latina, donde Bukele ofrece alojar a reos extranjeros, en una especie de turismo carcelario.

Anastasio Somoza, fundador de la dinastía que imperó en Nicaragua por casi medio siglo, solía decir de manera socarrona que la democracia es un alimento demasiado fuerte para el estómago de un niño, y que por eso había que dárselo a cucharadas. El niño es el país. El dictador es el padre, cuidadoso de que sus hijos no se empachen. Esto mismo es lo que venimos escuchando desde aquel 15 de septiembre de 1821 bajo diferentes retóricas. Esta mezcla de paternalismo burlón, de garra oligárquica, de caudillos de rostros primitivo y hoy de dictadores cool, no parece haber desaparecido.

El siglo veinte vio en Centroamérica revoluciones triunfantes que luego fueron malversadas, sueños humanistas que terminaron pervertidos en pesadillas de las que aún no despertamos en el siglo veintiuno, y que han mutado hacia dictaduras de nuevo cuño.

El deterioro de la democracia viene de tendencia autoritarias que buscan legitimarse en el espíritu de los votantes, y una vez conquistado el poder, en el debilitamiento calculado de las instituciones; pero también tiene que ver con el avance del crimen organizado, y el tráfico de drogas, ahora que los carteles buscan poder político, mientras al mismo tiempo deterioran gravemente los niveles de seguridad ciudadana.

 Es lo que ocurre en Costa Rica, tradicionalmente una isla democrática y pacífica en Centroamérica, donde la violencia de los carteles ha disparado la tasa de homicidios al 17%, el doble que diez años atrás, e igual a la Honduras o Guatemala.  Buen caldo de cultivo para las propuestas de mano dura y caudillos providenciales.

El autoritarismo y las dictaduras, lejos de ser fuentes de estabilidad, tarde o temprano desatan crisis de proporciones impredecibles, cuando surgen las rebeliones como respuesta a la opresión política y la violación sistemática de los derechos humanos.

Es a lo que Europa debe estar atenta, y no olvidar que Centroamérica existe.

 

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28 de julio de 2025
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El abuelo enterrado en el jardín

 

Hay una película georgiana de tiempos de la perestroika, donde un abuelo con los mismos bigotes y casaca de Stalin es enterrado por sus nietos en el jardín y vuelve siempre a resucitar después de la lluvia. La he rastreado en las redes sin fortuna, pero la recuerdo como una comedia punzante e irreverente, toda una parodia de la persistente sombra histórica de una figura siniestra, que ha vuelto a mí memoria cuando he conocido la noticia de que en la estación Taganskaya, una de las más concurridas del metro de Moscú, el padrecito Stalin ha resucitado una vez más.

En 1950 Stalin reinaba como soberano absoluto en la Unión Soviética.  Proliferaban entonces las calles, plazas, universidades, escuelas, teatros, y aún ciudades enteras que llevaban su nombre, y lo mismo sus bustos y estatuas en bronce, granito mármol, y aún en vil cemento. Ese año el vestíbulo de la estación Taganskaya fue adornado con una escultura mural titulada “Gratitud del pueblo al líder y comandante”, donde el adalid supremo aparecía de pie en la plaza roja, al centro de una multitud proletaria que lo rodeaba con admiración, sin que faltaran los niños. En el conjunto de mármol, al mejor estilo del realismo socialista, las figuras de un hombre y una mujer que flanqueaban a Stalin elevaban sobre su cabeza ramilletes de flores, como si fueran antorchas.

Stalin murió a consecuencia de un derrame cerebral en su dacha de Kúntsevo en 1953, y tres años después, el 25 de febrero de 1956,  Nikita Kruschev pronunció el “discurso secreto” en el pleno del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) que daría pie a la desestalinización, al denunciar como “ajeno al espíritu del marxismo-leninismo elevar a una persona hasta transformarla en superhombre, dotado de características sobrenaturales semejantes a las de un dios. A un hombre de esta naturaleza se le supone dotado de un conocimiento inagotable, de una visión extraordinaria, de un poder de pensamiento que le permite prever todo, y, también, de un comportamiento infalible”.

El cadáver de Stalin había sido embalsamado, como correspondía a una deidad en envoltura corporal, y expuesto al lado de Lenin en el mausoleo de granito levantado junto a la muralla del Kremlin, que remeda la pirámide de Zoser y la tumba de Ciro el Grande. Pero un nuevo congreso del PCUS celebrado en 1961, siempre bajo la tutela de Kruschev, resolvió que usurpaba un lugar que no le correspondía, nada menos que lado a lado con Lenin en catafalcos gemelos en el santuario supremo, y fue sacado a medianoche, en una operación secreta ejecutada por agentes de la KGB, para ser enterrado bajo una losa de concreto al pie de la muralla, pero antes despojado de todas las condecoraciones que adornaba su guerrera de mariscal, y hasta de las charreteras y botones dorados.

El conjunto escultórico de la estación de Taganskaya resistió algunos años la limpieza que se hacía por todas partes de la figura de Stalin, hasta que fue retirada sin mayor alboroto en 1966. Ahora se ha instalado en el mismo lugar una réplica exacta, un gesto oficial de voluntad política en un país donde nada ocurre sino es gracias al ukase del Kremlin donde hoy, en lugar de Stalin reina Vladimir Putin, con los mismos poderes absolutos.

En la medida en que Putin necesite de Stalin como encarnación de la figura heroica que condujo a la victoria en la Segunda Guerra Mundial, de la que precisamente se cumplen ahora 80 años, irán apareciendo más estatuas suyas. En 2017, en una de las cuatro entrevistas para la televisión grabadas con Oliver Stone, Putin declara que “la excesiva demonización de Stalin ha sido una de las formas de atacar a la Unión Soviética y a Rusia”.

Como nuevo zar de todas las Rusias, Putin echa mano de Stalin para alentar la campaña bélica contra Ucrania, el pequeño país vecino al que decidió someter a una “operación especial” que ya cuesta más de un millón de muertos, y por tanto hay que presentarlo como un demonio sobre el que no se debe exagerar. La maldad de estado, más que banal, se vuelve a una maldad necesaria, y el diablo debe ser apreciado en su justa medida, más allá de las cuentas, siempre tan molestas, de la historia:

Millones perecieron en los Gulags, a consecuencia de las purgas masivas, de los desplazamientos forzosos de campesinos, de las hambrunas y de las limpiezas étnicas, y sólo el periodo de represión sanguinaria conocido como “El Gran Terror”, entre 1936 y 1938, dejó 700 mil asesinados.

Mientras tanto, los pasajeros del metro se habitúan a contemplar la figura bonachona que avanza hacia el provenir con la mano metida en la casaca, se detienen a hacerse selfies, y otros hasta depositan flores al pie.

Por eso la certeza de la parodia que queda en mis recuerdos en forma de una película. El viejo de bigote frondoso y casaca bien planchada enterrado en el jardín, que vuelve cada tanto a resucitar.

 

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14 de julio de 2025

El violín de Wallace Hartley, uno de los músicos del Titanic.

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Retrato de bisabuelo con violín

 

Un niño descalzo toca su violín en la penumbra del atardecer en la nave de la iglesia del caserío de Las Maderas, sobrevolada por los murciélagos. Tiene ocho años. Por la puerta mayor entra a ráfagas el viento de los llanos arrastrando briznas secas que vuelan como alfileres de oro hasta el altar apenas alumbrado por los pabilos de cera de Castilla. Una tropa de músicos forasteros llega a trote lento hasta la plaza donde sólo crece el monte en matojos, y subyugados por aquel violín solitario van apeándose de sus humildes cabalgaduras para entrar uno a uno a la iglesia.

Vienen de tocar en las fiestas patronales del Cristo Negro que se celebran cada 15 de enero en el poblado de Esquipulas, en las últimas estribaciones de la cordillera Isabelia, y si se resguardan en Las Maderas para pasar la noche es porque en los caminos merodean gavillas de desertores que viven del pillaje.

Deben seguir al alba siguiente su viaje hasta Masaya, con muchas leguas todavía por delante. Sus cabalgaduras son mezquinas, con el costillar a flor de piel, de alzada tan corta que los faldones de las albardas de cuero crudo cuelgan hasta los codillos de las bestias, y montan tiesos, como santos de palo, las piernas abiertas, llevando los estuches de los instrumentos por delante, y en las alforjas una muda de camisa, prendas interiores, y magras provisiones de boca.

El país rural y oscuro se desangra en la anarquía, mientras se prolonga la guerra civil entre el partido legitimista, los conservadores de la ciudad de Granada, llamados timbucos; y el partido democrático, los liberales de la ciudad de León, llamados calandracas.

El niño que toca el violín se llama Alejandro, nacido en 1841. Su padre se llama Serapio Ramírez, nacido por el año 1811. Ejerce de sacristán en esa iglesia donde no hay cura titular y que no tiene campanario. La campana cuelga de una armazón que parece más bien una horca. Y, acosado por la pobreza, o porque quiere dedicar al niño al oficio de músico, tras un breve parlamento conviene en cedérselos a los forasteros, y se lo llevan en ancas al amanecer, el violín envuelto en su cobija por única pertenencia.

El caserío de Las Maderas, aislado en el páramo de tierra pedregosa, hostil a los siembros, está allí todavía, a la vera de la carretera panamericana que transitan los furgones de carga, atravesado por un río escuálido que se encharca entre las piedras calizas. Tierras arcillosas de tinte rojizo, que llaman sonsocuite, malas para los cultivos, pero no tanto para la ganadería, porque en toda la llanura, hasta el lago de Managua, crecen pastos cerriles.

Los músicos andariegos confiaron al niño bajo la protección del doctor Rosalío Cortés, jurista y político del bando legitimista. Mi bisabuelo llamaba padrino a su benefactor, y fue él quien lo dedicó a aprender solfeo y composición, y a cantar salmos y motetes, con los que pronto se estrenó en las iglesias, aún adolescente.

En Masaya las orquestas vivían en guerra. Se disputaban los toques de los oficios religiosos, los bailes de gala y las retretas municipales; enemistados a muerte, los músicos no se dirigían la palabra y más de una vez llegaban a las manos en bochinches que se escenificaban a media misa, o en las procesiones. En las barreras de toros se ofendían con sones en cuyos aires festivos se adivinaba la injuria por la elevación burlona del agudo juguetón del clarinete, o el resoplido de la bombarda que fingía el gruñido ronco de una chancha en brama.

Mi bisabuelo entró en la guerra musical a los dieciocho años, cuando fundó su orquesta Luces de Masaya, y empezó a usar las reglas de tonalidad, intervalo, fuga, y contrapunto, descritas en los métodos del padre Miguel Hilarión Eslava, que el doctor Cortés había hecho pedir a Barcelona. Sus adversarios se mofaban de aquellas innovaciones atrevidas, que calificaba de disparates.

Un viejo folleto, Músicos nicaragüenses de ayer, dice que “las espinas que le clavaron las apartó con paciencia, jamás tuvo una queja amarga para nadie ni supo el adjetivo para contestar un insulto”. Pero yo lo veo metido de cabeza en las riñas musicales, burlándose de sus enemigos artistas, maquinador entre bambalinas, e imponiendo, entre sarcasmos, las ideas reformadoras que aplicaba a sus propias composiciones, misas de gloria y de réquiem, responsos y marchas fúnebres, y a sus contradanzas, habaneras, barcarolas, mazurcas y valses.

En 1871 se casó en Masaya con María de Jesús Velásquez, una adolescente a la que doblaba en edad, y de aquel matrimonio, celebrado en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción con el acompañamiento musical de su propia orquesta, nacieron tres hijos, el primero mi abuelo Lisandro, en 1873, en un caserón de adobe al oeste de la iglesia de San Jerónimo, propiedad de un usurero que había estudiado para cura, pero ahora recibía joyas en empeño.

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2 de julio de 2025

Entrada al campo de exterminio en Auschwitz.

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La ultraderecha europea y el pasado sin sosiego

 

“Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió Willy Brandt para explicar su gesto de arrodillarse frente al monumento a las víctimas del nazismo en el gueto judío de Varsovia en 1970, siendo entonces canciller federal.

Lo que había hecho Brandt era descubrir un sentimiento de culpa soterrado que agobiaba no sólo a la nación alemana, sino también a aquellos países de Europa donde la represión antisemita había encontrado cómplices y colaboradores para que millones de seres humanos fueran a dar a los campos de concentración, y muchos se cubrían aún con el velo de “yo no sabía lo que estaba pasando”.

En Berlín yo era asiduo del cine Arsenal, adonde iba religiosamente cada noche, aun bajo la lluvia helada y las tormentas de nieve, a ver las películas clásicas que presentaban por ciclos, del cine expresionista alemán de entreguerras al neorrealismo italiano, al cine francés de posguerra, al cine japonés. En una de esas sesiones, en 1974, pasaron Noche y niebla de Alain Resnais, un documental de 1956 armado en base a diversos archivos que muestra el horror del genocidio en los campos de concentración, titulado así en alusión a un decreto nazi de 1941 que ordenaba el exterminio.

En la oscuridad de la sala, a medida que la proyección avanzaba, veía siluetas de espectadores que se levantaban y buscaban silenciosamente la salida, y cuando las escenas mostraron a aquellos prisioneros de cabezas rapadas y uniformes a rayas hacinados en los camastros, como espectros, las vistas de las cámaras de gas disfrazadas como baños, y las excavadoras empujando con sus palas frontales los haces de cadáveres hacia las fosas comunes, estallaron aquí y allá en la sala los sollozos.

El sentimiento de culpa salta en las páginas de la novela de Günter Grass El tambor de hojalata, aparecida en 1959. Oskar, el niño capaz de verlo saberlo todo, y que voluntariamente deja de crecer a los tres años, y va y viene por todas partes tocando el tambor regalo de su madre, irrumpe en las reuniones del partido haciendo repicar los palillos sobre el parche metálico, un redoble capaz de romper los cristales, como en La noche de los cristales rotos, un toque incesante que no deja dormir a la historia y atraviesa los años perturbando las conciencias dormidas que no quieren saber y los oídos que no quieren oír.

Memoria contra olvido. En Berlín viví con mi familia en Wilmersdorf, uno de los antiguos barrios judíos, y mi calle, la Helmstedterstrasse, era una de esas calles tranquilas con tilos sembrados en las veredas, que en verano reverdecían relucientes de sol; un modesto desfiladero de edificios grises, bloques de cemento adornados por alguno que otro cantero de flores en los balcones. En el umbral del número 27, el correspondiente a mi edificio, había grabada en el cemento una estrella de David.

En uno de sus costados podía verse todavía un viejo anuncio comercial de antes de la guerra, de colores ya indefinibles, quizás un anuncio de polvos dentífricos, o de crema para la piel donde figuraba una muchacha rubia; sólo recuerdo aquel rostro de muchacha ya apagándose para siempre, como un fantasma del pasado que se oculta en sí mismo, se borra y se esfuma en la nada.

En 2012, cuando yo hacía tiempo me había ido de allí, y tantas cosas habían pasado en mi vida, fueron colocadas en la vereda delante de la puerta, como se estaba haciendo en todo Alemania y en otros países de Europa, unos adoquines conmemorativos, Stolpersteine, con los nombres y los datos de los habitantes del edificio que habían sido sacados de sus viviendas para ser llevados al campo de concentración de Auschwitz, en 1942 y 1943. Son diez los adoquines. Lotte Hofmann, por ejemplo, tenía 16 años; Hermann Isler, 71 años.

Ese sentimiento de culpa ante la aniquilación ha venido siendo arrastrado a través de las décadas hasta traspasar el siglo XXI y marcar a la Europa moderna, al grado de que para Alemania y tantos otros países se vuelva un tabú condenar al régimen de Netanyahu por las repetidas masacres, también de aniquilación, contra el pueblo palestino en Gaza, como repuesta a las operaciones terroristas perpetradas por Hamás en octubre de 2023.

Cuando Brandt se arrodilla frente al monumento a las víctimas del nazismo en 1970, la Europa entonces en construcción quiere partir de sólidos supuestos democráticos, que sustentados en instituciones duraderas eviten en el futuro cualquier regreso a formas autoritarias, o totalitarias de gobierno. El espejo del pasado es el nazismo. El del presente, al otro lado del muro de Berlín, el mundo soviético que empieza en la República Democrática Alemana, dominado aún por el férreo estalinismo, como lo demostró la represión brutal de los tanques rusos para acabar con la Primavera de Praga en 1968.

Por eso es una anomalía la aparición en aquel mismo año de 1970 en Alemania de la organización terrorista de extrema izquierda Fracción del Ejército Rojo, conocida como banda Baader-Meinhof, y cuyas acciones, asesinatos, asaltos bancarios, secuestros, habrían de prolongarse, aunque de manera muy debilitada, hasta 1998; tal como es una anomalía hoy, 80 años después del fin del nazismo, la manera en que prosperan no sólo en Alemania, sino en otros países de la Unión Europea partidos de extrema derecha que levantan banderas parecidas a las del fascismo: proclamas de superioridad racial, intolerancia frente a los emigrantes, nacionalismos exacerbados.

La banda Baader-Meinhof era un grupo clandestino que no apelaba a los votantes, sino al terror. Hoy, el partido Alternativa por Alemania (AfD), ha quedado en segundo lugar en las recién pasadas elecciones parlamentarias, con el 21% de los votos, no obstante que la Oficina Federal para la Protección de la Constitución, el servicio de inteligencia del Estado, lo califica como una organización extremista, contraria al Estado de derecho, porque “su concepción étnico-racial del pueblo no es compatible con el orden fundamental democrático y liberal”, y porque “devalúa grupos de población enteros en Alemania y viola su dignidad humana”, excluyéndolos de su participación en la sociedad. “Esta idea del pueblo se concreta en una actitud del partido contraria a los migrantes y a los musulmanes”.

Las organizaciones ultras de derecha obtuvieron en las elecciones para el Parlamento Europeo del año pasado un 27% de los escaños, un porcentaje que hace 40 años no alcanzaba el 4%. Y en esas elecciones han sido la primera fuerza en Francia, Italia, Hungría, Austria, Bélgica y Eslovenia, y la segunda en otros seis países, según un análisis de Stefen Forti en la revista Nueva Sociedad.

El desprecio racial antisemita queda soterrado en su discurso oficial ante el odio discriminatorio contra los musulmanes y demás inmigrantes de diferente color de piel, religión y cultura. Pero no se trata sino de un disfraz. En el fondo, sigue viva la concepción que llevó a millones a terminar en los hornos crematorios, como los habitantes del edificio donde llegué a vivir en Berlín. El horror que hizo a Willy Brandt caer de rodillas para pedir perdón en el gueto de Varsovia.

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4 de junio de 2025

Caída del muro de Berlín en 1989

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Desde el fondo del abismo de la historia

 

Hace medio siglo emprendí el camino que de manera ritual hacen a Europa los escritores latinoamericanos en ciernes, sólo que mi destino fue Berlín, y no París, o Barcelona, como era usual entonces. Tenía treinta años y un cargo burocrático muy prometedor en Costa Rica, recién electo secretario general del consejo de universidades de Centroamérica; pero creía firmemente que mi destino era la literatura, de modo que en 1973 renuncié al puesto y acepté una beca del programa de artistas residentes de Berlín Occidental, que convocaba a artistas plásticos, George Hamilton y Edward Kienholz ese año, y cineastas, músicos, escritores de todas partes del mundo, entre ellos no pocos de Europa Oriental, la que entonces se hallaba del otro lado del “telón de acero”, entre ellos mi amigo el poeta Marin Sorescu de Rumanía, ya muerto.

Mi primera experiencia de Europa fue la de vivir en una ciudad partida por el muro levantado en 1961 por el gobierno de la República Democrática Alemana, el país creado tras el final de la segunda guerra mundial en el territorio que había tocado a la Unión Soviética en el reparto; un muro que, a su vez, trazaba una línea divisoria entre dos mundos opuestos, y dos maneras radicalmente diferentes de concebir la vida, la sociedad y a los seres humanos.

Parte de esa experiencia era explorar el otro lado, Berlín Oriental. ¡Cuidado, está dejando usted Berlín Occidental! Sarro sobre el rótulo donde se hallaba escrita la advertencia, esqueletos de edificios, ventanas clausuradas con tablones, puertas tapiadas con ladrillos, calles partidas por la mitad, paredes aún enteras en pie como un decorado de teatro, las mujeres que se asomaban a los balcones de los edificios grises a cada lado para mirarse de lejos; en el baldío junto al muro, la tierra de nadie, la cerca de obstáculos en cruz, las torres de vigilancia, y el muro como el largo convoy de un tren de carga detenido para siempre en las vías, pintarrajeado del lado occidental por manos anónimas, y marcado por las cruces que recordaban a quienes quisieron atravesarlo y perecieron rafagueados en el intento.

 La caída de ese muro en 1989 representó todo un cataclismo geopolítico que volvió a cambiar la geografía, como había ocurrido en 1945 en Potsdam, y los países de Europa Oriental fueron siendo atraídos hacia la entidad que conocemos hoy como la Unión Europea, incluidas varias de las repúblicas que formaron parte de la Unión Soviética, que no sobrevivió a aquel cataclismo. Pero, aún reducida geográficamente, resurgió la de todas maneras inmensa Rusia imperial, con un nuevo zar que revive la ambición hegemónica frente a occidente en Ucrania, la nueva frontera divisoria en disputa.

Dos años intensos y aleccionadores vividos en Berlín Occidental, una ciudad que, siendo una isla dentro del territorio de la RDA, funcionaba como un brillante escaparate de las virtudes de occidente, y también de sus miserias, en medio de los fuegos artificiales de la guerra fría; la vieja ciudad trepidante de la república de Weimar que prefiguraba la Metrópoli distópica de Fritz Lang, y patente en la novela Berlín Alexander Platz de Alexander Döblin, y en las pinturas expresionistas de Max Beckmann o Ernst Kirchner; la ciudad luminosa y perversa en cuyo centro, atravesado por el muro, aún crecía la hierba entre las ruinas del Reichstag, y que resucitaba en la película Cabaret, basada en la novela Adiós a Berlín de Christopher Isherwood, en cartelera en los cines durante toda mi estancia allí.

Una ciudad abierta a todos los vientos, donde aún vibraban en el aire los enconados debates ideológicos prendidos por el movimiento estudiantil de 1968, que había sacudido a Alemania tanto como a Francia; y en los salones y los corredores de la Universidad Libre de Berlín se alineaban las mesas donde se distribuían hojas volantes y folletos de las decenas de tendencias políticas de la izquierda, como en un bazar, y en los mítines, los jóvenes cabecillas de los bandos intelectuales en pugna, que debatían sobre la lucha de clases, se sentían triunfantes cuando lograban sentar en el presidio a algún obrero de verdad.

A Berlín llegaban para entonces en oleadas los trabajadores temporales, los Gastarbeiter, y Kreuzberg y Neukölln comenzaban a convertirse en los barrios de los inmigrantes turcos. Llegaban también trabajadores yugoeslavos, y en otras partes de Alemania se asentaban portugueses, italianos, griegos, españoles, cuando el fenómeno de la migración, que luego se volvería global, se daba dentro de Europa misma, desde el sur más pobre hacia el norte más próspero.

 Norte y sur estaban entonces a mano, eran territorios vecinos que se tocaban. Tras la caída del fascismo y el fin del tercer Reich, apenas 30 años atrás, era en el norte europeo donde florecían las democracias de la postguerra, inseparables del estado de bienestar, mientras en el sur europeo aún sobrevivían las dictaduras, como piezas vivas de museo, pero que en esos años empezaban a desaparecer, como puso en evidencia el asesinato de Carrero Blanco en Madrid en diciembre de 1973, en la antesala del fin del franquismo. Y me recuerdo marchando por la Kurfürstendamm hacia Wittenbergplatz, en las multitudinarias manifestaciones reclamando la caída de Franco, o para celebrar la revolución de los claveles en Portugal en abril de 1974, y el derrumbe de la dictadura de los coroneles en Grecia en julio de ese mismo año, en medio de las voces de los trabajadores emigrantes que clamaban ¡eleutería í tánatos!, ¡libertad o muerte!

En Europa se pasaba página a las dictaduras, y en América Latina seguían reverdeciendo. Llegué a Berlín en agosto de 1973, y un mes después se daba el golpe militar en Chile que ponía fin al gobierno de Salvador Allende. Decenas de exiliados empezaron a arribar en Alemania, sacados con salvoconductos de las embajadas donde se habían asilado por gestiones de Willy Brandt, entonces canciller federal.

 No lo conocí entonces, sino años después, una de las figuras que construyó el siglo veinte europeo, y la Europa que conocemos hoy, y que dejó en mí una huella indeleble. Pocos años atrás, en diciembre de 1970, durante una visita a Polonia en busca del acercamiento de aquellas dos Europas entonces tan opuestas, en un sorpresivo acto de coraje se había puesto de rodillas frente al monumento que conmemora el levantamiento de los judíos en el gueto de Varsovia. "Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió luego en sus memorias.

El 24 de abril de 1974, Günter Guillaume, su secretario personal, fue detenido bajo el cargo de espía de la Estasi, los servicios secretos de Alemania Oriental. Dos semanas después, el 6 de mayo, Brandt anunció su renuncia al cargo.

Su rostro entonces en las portadas de los periódicos era sombrío, un hombre derrotado por los juegos secretos de la guerra fría. Pero la figura suya que sobrevive es aquella de su foto de rodillas, pidiendo perdón por el genocidio perpetrado por el nazismo, que un día había logrado entronizarse en su país. Pedía perdón por el pasado, para que no volviera a repetirse. Sin gestos como el suyo, la Europa de hoy, enfrentada a nuevas amenazas, no sería posible.

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5 de mayo de 2025

Mario Vargas Llosa, Perú / © Morgana Vargas Llosa

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La puerta que se cierra

 

Al hilvanar una vez Mario Vargas Llosa sus recuerdos de la época del boom, y rememorando a los escritores que junto con él lo integraron, comentó: “parece que a mí me va a tocar apagar la luz y cerrar la puerta”.

Era el menor en edad de esa generación que marcó, y transformó, la literatura del siglo veinte latinoamericano. Si es que debemos llamarla generación. La primera rareza fue que sus integrantes no eran necesariamente contemporáneos, pues entre las edades de Julio Cortázar y Vargas Llosa mediaban más de veinte años.

Lo que de verdad los une es la carga de dinamita que pusieron en los cimientos de la novela latinoamericana en una sola década, la de los años sesenta, que es cuando aparecen La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, en 1962; Rayuela de Cortázar, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, en el mismo año de 1963; y Cien años de soledad de García Márquez, en 1967.

Esas cuatro novelas tuvieron un formidable poder transformador, y dieron por primera vez ámbito universal a una literatura que contaba a Latinoamérica lejos del tradicional lenguaje vernáculo, un proceso de ruptura ya empezado por Juan Rulfo con Pedro Páramo en 1955.

Vargas Llosa tenía 26 años cuando ganó con La ciudad y los perros el premio Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral en 1962, una prueba de precocidad literaria mediante la que convertía su experiencia de adolescente, internado como cadete en la escuela militar Leoncio Prado de Lima, en toda una aventura novedosa tanto de estructura como de lenguaje, al fusionar tiempo y espacio, descoyuntando las historias narradas en cada párrafo, hasta armar todo un rompecabezas capaz de mantener la tensión del relato, y darle la carga permanente de un thriller.

Entre sus muchas virtudes, igual que lo hacía Rayuela por su lado, La ciudad y los perros enseñó una nueva manera participativa de leer, convirtiendo al lector en cómplice del acto literario, por complejo que pudiera parecer.

Yo tenía veinte años cuando llegó a mis manos La ciudad y los perros, y desde la primera vez que la leí quise desarmarla para descubrir cómo estaba construida; Vargas Llosa enseñaba a cada paso procedimientos, y se podía aprender de él con menos riesgo de terminar imitándolo, como indefectiblemente ocurría con Cien años de soledad, donde el caudal verbal se volvía un río capaz de arrastrar al aprendiz entre imágenes desbordadas y el portento de las exageraciones.

La casa verde, publicada en 1996, abría la perspectiva de un universo geográfico que era a la vez un universo narrativo, desde los arenales de Piura, en el noroeste del Pacífico del Perú, donde un forastero alza los muros de lo que sería el prostíbulo de la Casa Verde, hasta la intrincada selva amazónica, Iquitos, Santa María de Nieva, y sus ríos caudalosos.

Geografía de inmensidades, páramos, serranías, selva, poblada por soldados reclutas, chulos, aventureros, misioneros, caucheros, prostitutas, contrabandistas, farsantes, explotadores, recurrente en Pantaleón y las visitadoras, de 1973, El Hablador, de 1983, Lituma en los Andes, de 1993, hasta El sueño del celta, de 2010.

Es un mundo que no deja de ser nunca picaresco, desde luego que sus personajes surgen de la entraña popular, pero que nos revela que esa geografía no se queda en paisaje; y, lejos de toda inocencia, se ampara en ella la oscuridad de la explotación más inicua, como la que ejecuta la compañía Arana en los campamentos caucheros del Amazona contra las tribus indígenas, todo un genocidio patente a los ojos de Roger Casement, el idealista de El sueño del celta, y que ya se hallaba en el relato de La vorágine de José Eustacio Rivera, novela de 1924.

La Casa verde, su novela de 1969, está poblada de periodistas, gacetilleros, policías secretos, cabareteras, estudiantes insurrectos, cantinas, burdeles, bajo la dictadura gris del general Odría. Lima la horrible. La más ambiciosa, y a la que llamaría su obra maestra si no entrara en disputa tan cerrada con otros de sus libros como La guerra del fin del mundo, de 1981; o La fiesta del chivo, del 2000.

Y el cronista del todo latinoamericano, más allá de las fronteras nacionales del Perú, como lo prueban precisamente La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo, junto con Tiempos recios, de 2019.

Guerras sin fin y dictaduras militares, fanáticos iluminados y tiranos de tricornio emplumado, la corrupción y el abuso de poder, desde el sertón brasileño del santón de los yagunzos, Antonio Conselheiro, al siniestro reinado del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, al derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz en Guatemala, por designio de la United Fruit Company y los hermanos Dulles, para instalar a un dictador obsecuente y mediocre, el coronel Carlos Castillo Armas.

Mario Vargas Llosa, con su muerte, ha cerrado la puerta de la más espléndida época de nuestra literatura. La luz, sin embargo, seguirá encendida.

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21 de abril de 2025
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