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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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Cuando nos juntábamos a vivir la música: Diálegs de Tirant e Carmesina en el Liceu

Quiero compartir hoy, en pleno encierro y miedo a la pandemia, un recuerdo de cuando un público se convertía, por el embrujo del arte, en un ser múltiple, compuesto de extraños que ríen, aplauden, se alegran y se sorprenden al unísono, un cuerpo unánime que construye un silencio gozoso y que al prenderse las luces se separa y se reconoce como cómplices en una ceremonia común.

¡Ojalá vuelvan los espectáculos en vivo! Por supuesto que ojalá vuelvan antes tantas otras cosas que perdimos con el coronavirus, y que sobre todo perdieron los que más tenían para perder. Pero en la historia humana, el juntarnos a celebrar el arte ha sido una forma de superar las tragedias aún para los más vulnerables.

Y recuerdo hoy una pequeña ópera de cámara que el Teatro del Liceu de Barcelona montó este febrero en su Foyer, que no es otra cosa que el espacio debajo de la sala principal en la que, durante las pausas de las funciones grandes, se venden bebidas y bocadillos y los espectadores comentan y descansan. En ese espacio modesto, pero con excelente acústica, en febrero pasado se montó una de las más hermosas veladas de teatro musical de las que pude disfrutar en los meses antes del encierro.

En su momento envié una versión de esta mezcla de crítica y ensayo a la revista Opera News de Estados Unidos, en la que escribo sobre ópera desde hace dos décadas. Hoy, ya publicada en su página online, quiero volcar en este blog otra mezcla, entre la traducción de mi crítica original a mi idioma natal y la adaptación a otros públicos, otros tiempos, otros ámbitos.

*          *          *

Diálegs de Tirant e Carmesina (Conversaciones entre Tirant y Carmesina), una breve ópera para tres cantantes y seis instrumentistas, es una mínima joya que parte de las secciones más humanas, más modernas, del gran clásico de la literatura medieval catalana, el Tirant lo Blanc de Joannot Martorell. 

Esta ópera, a la par divertida y profunda, fue para mí una constatación de dos cosas que pienso desde hace tiempo: que, en el arte, casi siempre menos es más. Y que un creador talentoso, ambicioso, infatigable, puede encontrar su propia voz y lograr una obra redonda cuando vuelve su mirada artística hacia adentro, hacia su propia cultura y sus orígenes, hacia una historia simple bien contada.

Yo conocía desde hace tiempo la obra del joven dramaturgo, actor, director, escritor y libretista de ópera catalán Marc Rosich. Sobre todo, aprecié su mano como colaborador del director Calixto Bieito en la época en que éste dirigía el Teatro Romea. Dos grandes proyectos de esa época quedan en mi memoria: la adaptación de Plataforma, a partir de la compleja novela de Michael Houellebecq, y una versión gigantesca de la monumental trama del Tirant lo Blanc con un elenco de lo más graneado del teatro catalán.  

En 2011 Rosich, un exquisito melómano y conocedor de la literatura europea, saltó a la sala grande del Gran Teatre del Liceu con una ópera en gran formato de su autoría: Lord Byron, a summer without summer, basada en las semanas en que el gran poeta inglés estuvo encerrado en un pueblito suizo en 1816, sin poder salir por las cenizas de un volcán taparon todos los caminos.

Entre sus invitados a ese viaje, obligados a pasar el tiempo juntos, estaban sus amigos el poeta Percy Shelly y la esposa de éste, Mary Shelly, y el médico del poeta, el doctor Polidori. Los amigos se retaron a escribir cada uno una obra. Nada queda en la memoria de la humanidad de lo que inventaron los pomposos poetas. En cambio, la humilde Mary escribió Frankenstein. 

La obra, con pedante libreto de Rosich y repetitiva, martilleante música de Agustí Charles, se me hizo interminable.

Esto es lo que escribí en mi crítica para Opera News hace nueve años: “Rosich armó un libreto de 87 páginas, en tres idiomas, lleno de notas al pie y con ocho páginas de notas extra. En sus páginas, los personajes declaman y pontifican, solos o en dúos o tríos sin acción, acerca de la vida, de la muerte, del arte, de la amistad, del amor, del odio y de la identidad inglesa.”

Al preparar mi nueva crítica de Diálegs de Tirant e Carmesina, entré a la página web de Rosich, y concluí que esa experiencia no lo dejó orgulloso. Ni siquiera menciona ese Lord Byron.

*          *          *

Ahora, a sus 46 años de edad, tengo la impresión de que Rosich se siente libre para contar una historia sencilla. No tiene nada que demostrar. En esta vuelta al Tirant después de Bieito, desaparecen la escenografía y el coro, la orquesta se reduce a un cuarteto de cuerdas, una flauta y un arpa, y la saga del guerrero se reduce a un episodio amoroso.   

Pero en una nuez está concentrada toda la sabiduría de Martorell.

En vez de cabalgar por las aventuras y desventuras del caballero catalán en las Cruzadas, esta pieza toma el momento en que el héroe cae presa de la pasión por la bella, inocente Carmesina, y descubre la complejidad y la maldad que se esconde detrás de las relaciones amorosas en los fascinantes personajes de Plaerdemavida (Placer de mi vida), y la Viuda Reposada, las dos sirvientas de la princesa.

Plaerdemavida es partidaria del amor libre y el disfrute de los sentidos y recomienda a Carmesina aceptar los avances del príncipe fogoso; la viuda quiere arrastrar a su ama en la dirección contraria, hacia la rigidez de las normas y al rechazo de este amor secreto con el caballero andante que, le advierte a su ama, está de paso.

Pero al final, la viuda no era tan reposada: estaba henchida por su propio deseo por el caballero, a quien acosa impúdicamente.

Si bien la idea inicial, la creación de los personajes, la escritura del texto y la dirección escénica son de Rosich, buena parte del mérito de esta ópera exitosa se debe al compositor Joan Magrané, de 31 años.

En la delicada, sensual escritura de Magrané cada uno de los tres personajes tiene líneas melódicas que representan en cada momento su identidad, su personalidad, sus estados de ánimo, mientras la música instrumental, más que acompañar, muestra y delata las corrientes psicológicas que fluyen por debajo de la trama.

*          *          *

Una de las grandes invenciones de Rosich es que Plaerdemivida y la Viuda Reposada fueron representadas por la misma cantante; a este acierto agregó el paso que hace la mezzosoprano que representa a ambas: sin salir del escenario, sube y baja una parte de su vestuario y cambia de cara, de gesto, de ademán corporal, de movimiento de manos, en un maravilloso juego de transformación escénica.

En el pequeño escenario y la cercanía del público en el foso del Liceu, estos cambios eran pura magia, y transformaban la historia de amor y poder, engaño y envidia, entregarse o resistir, el juego y la seriedad, con la perversa profundidad de las Relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos.

En la versión que vi en el Liceu, que ya se había estrenado medio año antes en el Festival de Parellada con los mismos cantantes, los intérpretes desplegaron voces firmes, precisas, ajustadas a las exigencias de la música contemporánea y al mismo tiempo desplegaron un lirismo emotivo y una sensibilidad actoral que conmovió al público que lleno ese jueves de invierno las sillas de plástico del sótano del Liceu.

El barítono Josep-Ramon Olivé representó al altivo héroe militar perdido en el laberinto del amor con una voz potente y una delicadeza horneada en los melismas del Lieder germánico. La soprano Isabella Gaudí exhibió una voz dulce y punzante y un gran dominio de los ritmos cambiante de su papel de princesa.

Pero quien se robó el show fue el tremendo animal escénico de la mezzo Anna Alàs i Jové.

De la picardía gozosa de Plaerdemavida a la maldad oculta de la falsa timorata, la cantante pasaba con la velocidad del rayo con solo subirse las mangas de un vestido verde, concentrarse en silencio y emerger con otra cara, con otra voz.

¡Y qué voz! Los que como yo nos acercamos a la ópera mucho más para que la música nos cuente una historia y nos emocione con la transmisión de sentimientos que por la maestría técnica o la belleza pura de las voces, apreciamos de una interpretación la forma en que el arte canoro construye un personaje y nos acerca a la experiencia humana con sonidos. Para melómanos, eso me coloca del lado de los fanáticos de María Callas, no los de su rival Renata Tebaldi. Tebaldi canta como un ángel en La Traviata, pero Callas es Violeta Valery.

Esta mañana escuché un exquisito debate sobre cómo afectará la situación de encierro y pandemia en el futuro de la música en vivo, y cómo pensar en la función y la transmisión de la música hoy. Era una conversación por Zoom con artistas, filósofos y escritores organizada y moderada por Anna Alàs i Jové, quien comenzó leyendo a Nietzsche y Schopenhauer. Es fascinante escuchar la inteligencia y sensibilidad con que se expresa la mezzosoprano hoy y recordar esa inteligencia en acción en aquella función mágica. 

Francesc Prat dirigió al conjunto de cámara en un costado del escenario; su sexteto sirvió con maestría la delicada paleta de colores sonoros de Magrané, que iban de las disonancias del presente a los melismas de la música renacentista europea y la fragancia exótica del oriente en consonancia con el escenario bizantino de la historia.

El único elemento escenográfico era un panel de luces en la pared del fondo, obra del famoso escultor y pintor catalán Jaume Plensa: unas filas y columnas de luces se iban iluminando a medida que progresaba el drama, para formar al final la palabra Utopia, al tiempo que el héroe moría en los brazos de su amada, la sutil música de cámara se iba apagando y los espectadores, como despertando de un sueño, tomábamos conciencia de que estábamos en un teatro.

¿Cuándo volveremos? ¿Volveremos?

 

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13 de junio de 2020
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«Maratonear» series: ¿Diversión, necesidad o huida?

 

FUNDEU Argentina me invita al ciclo: "Pandemia: las palabras y los signos de estos tiempos”. Elijo la palabra “maratonear”.

Sí, ya sé, esto de maratonear ante la pantalla, despatarrados en el sofá o en la cama revuelta, ya existía antes del coronavirus. Lo trajo Netflix. La pandemia simplemente nos dio la excusa, lo convirtió en algo divertido. Y después se volvió algo heroico. Pero ya no, ahora es algo terrible.

“Es perfecto”, pensamos cuando empezó la cuarentena. “Nadie te dice: levantate, salí a hacer ejercicio, andá a visitar a tus viejos, hace algo productivo”. Hundidos en nuestra serie favorita, estábamos incluso haciendo un favor a la humanidad, cumpliendo estrictamente con las normas sanitarias. Ya no éramos unos vagos perdidos sino paladines del civismo, héroes de la sociedad.

Nos reíamos. Era irónico que este acto tan estático llamado maratonear viniera de la más dura prueba atlética, esa carrera de 42.195 metros, la carrera más extenuante de todas.  

¿Maratón de series? ¿De verdad? ¿A quién se le pudo ocurrir comparar una carrera de horas por el cemento calcinante o con las zapatillas pegando en la escarcha, que desafía la mente hasta el desvarío y exprime las últimas fibras del cuerpo, con abrazarse a la almohada para que Netfilix te plante un episodio tras otro sin necesidad de poner ni play?

Y después, en plena cuarentena, con un mes de angustia encima, en medio de las noticias de contagiados sin compañía, muertos sin despedida, despedidos de empleos sin futuro, y hambre sin alivio, empezamos a sentir que maratonear ya no era una diversión, sino una necesidad.

El concentrarnos en las vidas y peripecias de personajes felizmente de ficción empezamos a verlo como una maratón de verdad, como las de los fibrosos kenianos. Como correr para alejarnos de las noticias, olvidar por unas horas la fragilidad de nuestros viejos, la soledad de algunos amigos, el horror de los hospitales. El escape como logro. Sin movernos del sofá, al sumergirnos en las series corríamos escapando del abismo.

Pero ahora hasta eso cambió. A más de dos meses del comienzo de esta pesadilla, siento que maratonear ya no es ni divertido ni heroico.

Ahora, con todo el futuro en vilo, sin saber cómo saldremos de esta y cuántos habrán perdido la vida, la tranquilidad y la seguridad, siento que el escape de un capítulo tras otro es una droga peligrosa, es cobardía, es culpa, es irresponsabilidad. Ya no me gusta. Me cuesta respirar, como un maratonista ante la meta, y todavía falta tanto para llegar a comprobar que el éxito es una derrota.

Por eso, ya no me recomienden más de esas series adictivas. Basta de maratonear para mí.

Publicado en la web de Fundéu:

http://www.fundeu.fiile.org.ar/page/noticias/id/158/title/Roberto-Herrscher%3A-Maratonear%2C-%C2%BFdiversi%C3%B3n%2C-necesidad-o-huida---

 

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4 de junio de 2020
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El regalo de Kekelma

Hay dos modelos, entre otros posibles, de escribir un texto periodístico de largo aliento: el reportaje tradicional, utilizando un lenguaje impersonal y sin la presencia palpable del periodista, y otro, la crónica literaria.

Hace 25 años escribí un artículo en la Revista Centroamericana Hombres de Maíz a propósito de una salida en busca de las lenguas menguantes centroamericanas. A la distancia, revisando viejas libretas, encontré mis notas y me atreví a contar la misma historia de otra manera. Esta crónica nueva fue publicada en la revista Lateral de Barcelona y Spleen! de México.

En la crónica falta la mayoría de las fuentes, faltan muchos de los números, faltan documentos y variedad y la seriedad y rigor del reportaje. Pero hay algo, hay algo… siento que logré captar por un instante, a tantos años de distancia, lo que pensé, lo que sentí, lo que me enamoró y aterró y atrapó para siempre de esta historia, mientras mi otro yo, el periodista profesional, intentaba cerrar un reportaje.  

 

I.                El reportaje: “Yis ma isho ”

Alí García tenía nueve años, pero lo recuerda como si fuera ayer. En medio de una clase de español, le habló a un compañero en bribri, el idioma que su pueblo usa desde hace miles de años. El maestro lo mandó a arrodillarse en el rincón, sobre granos duros de maíz. Hoy, dos décadas más tarde, García cuenta la anécdota con una sonrisa inteligente y comprensiva; pero no olvida. Y no se le escapa la ironía de que el maíz con el que su maestro lo castigó es otro producto de la cultura indígena.

Una parte importante de su trabajo como dirigente de la Fundación Iriria Tsochok (madre tierra en bribri) es buscar con sus hermanos el desarrollo sin perder la identidad.

Como Alí García, hay maestros y representantes de una docena de pueblos indígenas en América Central que están trabajando, solos, en escuelas rurales, en organizaciones indígenas o en oficinas de los ministerios de educación, para proponer por primera vez, un modelo sistemático de educación bilingüe que brinde a los niños de sus comunidades la enseñanza en español, para competir en el mercado laboral de los "ladinos", junto con el aprendizaje de sus lenguas, tradiciones, historias y relaciones con la naturaleza y sus productos.

El camino que ya se recorrió fue importante, y los que lo vivieron dan cuenta de sus dificultades: primero, cientos de estudiantes indígenas se convirtieron en maestros en el único modelo que existía hasta esta década, que no incluía su cultura.

Con un pie dentro del sistema educativo oficial, estos educadores empezaron a hablar a sus alumnos en el idioma indígena, en general a espaldas de inspectores y autoridades. Poco a poco, surgieron cartillas, programas de radio, alfabetos en lenguas indígenas, métodos de enseñanza basados en palabras generadoras, historias y leyendas propias.

Al mismo tiempo, maestros e investigadores comenzaron a recopilar la enorme riqueza oral de los pueblos indígenas en libros y cuadernos, que ya se están usando en escuelas y colegios de la región. Superando sus deficiencias en una cultura que no era la propia y la discriminación de muchos docentes, hoy hay 24 maestros indígenas activos en Costa Rica. En Panamá, donde la formación de maestros "a distancia" empezó en 1979, ya son 125.

En una oficina impersonal del Ministerio de Educación de Panamá, David Binns, ex Presidente del Congreso General Ngobe y actual asesor de la Dirección General de Educación de Jóvenes y Adultos, cuenta el comienzo de esta lucha: "Hace 29 años no había maestros indígenas, no había materiales didácticos, ni investigaciones serias, ni siquiera una forma de escribir nuestras lenguas".

La Ley General de Educación de 1947 no hacía mención a las seis etnias indígenas de Panamá. El sistema, en español, era igual para todos los niños del país. Pero con el tiempo se fue haciendo cada vez más evidente que los niños necesitaban una educación adecuada a su realidad y su cultura, y la desigualdad en la competencia hacía que gran parte de los alumnos indígenas no terminaran sus estudios.

Para los Ngobes, un paso importante fue la decisión de la comunidad de reemplazar a los profesores blancos por indígenas, aún sin título docente. "El gobierno está preparando a estos maestros elegidos por la comunidad, y aunque todavía usan principalmente el programa tradicional, tienen otra relación con los alumnos".

La oficina de Binns complementa esto con alfabetización de adultos. "Sólo para Chiriquí Oriente ya formamos 45 facilitadores, que junto con tres coordinadores y dos supervisores están enseñando a leer y escribir en ambos idiomas a unos 1.000 ngobes".

La nueva ley de educación, aprobada en 1995, reconoce el derecho de los seis pueblos indígenas (Ngobe, Kuna, Emberá, Wounaan, Teribe y Bugle) a preservar su identidad y patrimonio cultural, a la educación bilingüe-intercultural, a formar parte de comisiones para determinar los contenidos de esta educación, y a facilidades y becas para la formación de educadores indígenas.

De acuerdo con el Director General de Educación de Jóvenes y Adultos, Guillermo Smith, "la preservación de la identidad y cultura indígena en los próximos 25 años dependerá del rescate de valores mediante la educación bilingüe. Si no se desarrolla e implementa una política fuerte de etno-educación a nivel nacional y local, estas culturas pueden desaparecer".

Cuando se pregunta a algún líder Kuna por el tema de la educación bilingüe, todos remiten al maestro Orán, que desde hace 17 años trabaja por el rescate de la lengua y la cultura Kuna, la escritura y la educación de los niños en la isla de Tupile.

A diferencia de la mayoría de las 365 islas en el Archipiélago de San Blas, Tupile tiene calles anchas y rectas, edificios de bloc y cemento, un generador de energía eléctrica y una cancha de básquet. La labor de rescate de Orán se desarrolla en uno de los sitios donde más se nota la mano del blanco, que buscó cambiarlo todo para introducir la "civilización".

El trabajo de Orán ya se reconoce entre los escritores indígenas de la región. Como culminación de sus esfuerzos, acaba de volver de México, donde logró, junto con escritores indígenas de todo el continente, establecer un premio para la literatura en lengua indígena.

Su libro de lectura en Kuna ("Ue an ai", o Tienes un amigo) marcó caminos. Tanta necesidad tienen los educadores de libros para enseñar su idioma, que la mayoría pasa por enormes esfuerzos y penurias para escribirlos. Alí García es autor de libros de plantas medicinales e historias bribris en edición bilingüe; David Binns confeccionó un manual de aprendizaje del Ngobe con dibujos y usando los métodos de Paulo Freire, y el maestro cabécar Severiano Fernández, escribió en su idioma y en español varias colecciones de historias de su pueblo junto con la arqueóloga y diseñadora gráfica Valeria Varas.

Orán considera que la enseñanza de la escritura, las costumbres y los valores indígenas son la única alternativa ante la pérdida de la cultura propia, pero enfatiza que lo principal es la autonomía y el control sobre las tierras.

Los kunas dieron pasos considerables hacia la autonomía. Todas las noches se reúne en cada isla el congreso de los "sailas" de la comunidad, para tomar decisiones sobre temas comunes. Las islas eligen representantes a cuerpos deliberativos mayores, hasta llegar al Congreso General.

"Pero la cultura es fundamental para seguir conservando nuestra identidad. ¿Hasta dónde aceptamos los avances modernos sin comprometer nuestros valores? Lo estamos viendo en cada caso; por ejemplo, con la llegada de la electricidad a nuestra isla, llegó la televisión. Ahora los niños juegan con pistolas de juguete en vez de los juegos tradicionales. En la escuela tratamos de que mantengan sus tradiciones".

Con los costes de convertirse en maestro de otra lengua y otra cultura, el educador cabécar Severiano Fernández tomó su puesto como maestro en Talamanca hace 12 años. Pero cuando intentaba contarles a los niños cuentos de su misma cultura, en su propio idioma, el supervisor le decía fastidiado: "¿Todavía sigue el atraso?"

En 1994, un grupo de maestros e investigadores presentó al Ministerio de Educación Pública un diagnóstico de la realidad y las necesidades de la educación. "El currículum no estaba adecuado al contexto de los alumnos, había una precaria relación en casi todos los casos entre la escuela y la comunidad a la que se supone que servía, y había mucho analfabetismo tanto en los niños como en los adultos".

Un decreto de 1995 crea plazas docentes para hablantes indígenas con sexto grado aprobado, quienes se convertirían en instructores de la lengua con el apoyo y asesoramiento de lingüistas. "En el 95 teníamos una plaza, en el 96, seis, y este año ya vamos por 24 y con seis puestos de educadores itinerantes casi aprobados", comenta Fernández.

Para el maestro, el peligro de la desaparición de la lengua está a la vuelta de la esquina. "El chorotega y el huetar ya murieron; el térraba está en coma, el boruca puede que se levante porque hay tres educadores itinerantes haciendo un buen trabajo. Pero tenemos que seguir apuntalando el maleku (de los guatusos), el bribri, el cabécar y el guaymí, porque la influencia de afuera es grande sobre la juventud, y ya son muchos y muchos años que nos dicen que hablar nuestro idioma es quedarnos en el pasado".

En estos momentos, programas de radio (en el caso Costarricense, en conjunto con el Instituto Costarricense de Enseñanza Radiofónica - ICER), cartillas y el apoyo institucional de leyes y decretos, permiten abrir esperanza para la educación indígena.

Como el fuego, la cultura permanece encendida si se sigue moviendo y atizando. El futuro de estos idiomas estará seguro si permanece en las conversaciones, los cantos, las costumbres y los juegos y los sueños de los indígenas de Panamá y Costa Rica.

Pero silencio, presten todos atención que va a comenzar la historia de Kekelma, dueño del rayo. Resulta que, hace mucho, mucho tiempo, Kekelma vivía en un paraíso llamado Tierra...

II.           La crónica: “El último cuento de una lengua que muere” 

En la sala había un sofá desvencijado, un escritorio de plástico con dos teléfonos, un mapa de Costa Rica y un hombre cordial, macizo, de piel dura y arrugada por el sol. Esa mañana yo andaba apurado. Era el último artículo para la revista centroamericana Hombres de maíz, en la que trabajaba. En tres días me iba para siempre. Después de terminar la entrevista con el maestro de la etnia cabécar Severiano Fernández, tenía que pasar por el consulado, ir a buscar unos análisis, recoger a mi hijo del jardín. Sea lo que fuera que Fernández tenía que decir, debía ser en 40 minutos.

La nota era sobre educación bilingüe de niños indígenas centroamericanos. Hay muy pocos expertos en el tema, y fácilmente me hice con la lista de las fuentes, pero eran difíciles de entrevistar. Eran un puñado de sabios ancianos y ancianas que pasan casi todo su tiempo en remotas escuelas rurales, enseñándole a los niños su lengua, su historia y su identidad, y ya había hablado con casi todos ellos.

Era mi última entrevista. Severiano Fernández llevaba veinte años como maestro en las montañas de Talamanca en el sur de Costa Rica. Había sido el primero de su pueblo en aprender a leer y escribir en castellano y se convirtió en instructor de una lengua y una cultura ajenas. Cuando no venía el inspector, hacía guerrilla educativa y les hablaba a sus alumnos en cabécar. "Los está manteniendo en el atraso”, le reprochaba el inspector. "Si no quiere que progresen en la vida, yo me haré cargo de que usted no progrese en la docencia."

Con enorme esfuerzo y paciencia y con la ayuda de lingüistas y antropólogos de la universidad pública y de ONG, Severiano Fernández diseñó un método para escribir el cabécar con las letras del castellano y el uso de signos fonéticos. En los últimos diez años publicó cuatro libros en los dos idiomas con historias de sus mayores, historias sobre Sibš, el Creador del Mundo, sobre el sol, la lluvia, los animales, sobre el amor y la muerte y el dolor y la felicidad.

Yo tenía cuarenta minutos y sabía perfectamente lo que quería de Severiano Fernández. Los caciques, maestros y curanderos kuna, ngobe, bribri y maya-quiché que había entrevistado antes ya me habían contado lo difícil que fue al principio (por ejemplo, de niño al dirigente bribri Alí García el maestro lo arrodillaba sobre granos de maíz si lo descubría hablando su idioma), cómo lucharon contra la injusticia (los ngobes echaron a los maestros no indígenas y trataron de montar escuelas alternativas), y cómo las cosas están empezando a cambiar (los kunas ya tienen 125 maestros, libros de historia, literatura o agricultura en kuna y puestos en el Comité de Asuntos Indígenas del Ministerio de Educación).

El artículo ya estaba hecho. Sólo faltaba completarlo con un par de citas y algunos datos. Pero Severiano Fernández se sentó en la punta de la silla, sonrió y empezó a contarme un cuento.

Kekelma, el Dios del Rayo, vivía en un paraíso llamado Tierra. Tenía dos hijos y su hermosa mujer estaba embarazada. Tuvo que viajar a otros planetas, así que les dejó leña, agua y comida, y les dijo que no abandonaran la casa, porque afuera no sabrían distinguir el bien del mal. Pegué un vistazo al reloj. Bien. Podía soportar otros diez minutos de Kekelma.

Pero pasa un mes, se acaban la comida, el agua y la leña, y la esposa de Kekelma escucha que alguien está cortando leña afuera. Es Itso, el Dios del Mal. Kekelma les había dicho que nunca le pidieran nada, pero tienen frío, y ella le pide leña. Itso le trae piedras.

¿Cuál será un buen momento para interrumpirlo? Tal vez pueda encontrar información de este Kekelma en un libro. Voy a llamar a la profesora que entrevisté en la universidad. Todavía me faltan citas, datos, números. Sólo necesito que mis lectores entiendan que Severiano Fernández puede contar una leyenda cabécar, sin tener que escucharla toda. El consulado cierra a la una.

Resulta que Itso se enamora de esta mujer. Se enamora locamente de la esposa de Kekelma, y para él amarla es poseerla, devorarla, destruirla. La abraza y le absorbe toda la carne y la sangre. Ella se queda quieta, sentada en su silla, puro hueso y piel y el feto, que queda intacto.

Qué raro. Está contando el cuento de la manera en que hay que contar este tipo de cuentos pero que muy pocas veces se tiene el privilegio de oír: como si fuera la cosa más natural del mundo, como si contara un hecho doméstico y trivial. Este monstruo está absorbiendo a la mujer como si tomara una taza de té, y me doy cuenta que el narrador me lo está contando de la misma manera en que se lo debieron contar a él sus padres o sus abuelos, y los padres y abuelos a ellos.

Los hijos de Kekelma se trepan a un árbol. Se agarran de una rama. Itso toma aire, la rama se dobla, se acercan más y más (en este punto Severiano se levanta e interpreta a Itso llenándose los cachetes de aire y a los niños aterrorizados en la rama), y entonces los chicos gritan: "¡Viene papá, viene papá!". Itso se da vuelta y la rama vuelve a subir.

La historia sigue por hora y media. Estoy pegado a la silla. Hay un agujero en medio de la oficina con piedras rojas de calor donde Kekelma finalmente castiga a Itso por sus crímenes y Severiano es Kekelma y es Itso y es su padre en el acto de contar la historia y es el pueblo cabécar, del que quedan sólo 2.000 sobrevivientes hambrientos y desperdigados, y es mil años de cultura que hablan y respiran a través de este cuento.

Ya es tarde para todo lo que tenía que hacer. La historia me absorbió como a la mujer de Kekelma, hacia un mundo distinto, una manera diferente de medir el tiempo, hacia el corazón de una cultura que está desapareciendo.

"No sé si el cabécar estará vivo dentro de 20 años," declara Severiano Fernández cuando finalmente empieza la entrevista. "Los padres ahora les hablan en castellano a sus hijos. No hay mucho futuro en una lengua cuando los hablantes tienen que aprenderla en la escuela, junto con los juegos, las canciones y los cuentos de irse a dormir."

Salgo a la calle. Me siento más rico y lleno de tristeza. No sé qué hacer con lo que aprendí. Kekelma fue capaz de rehacer a su esposa con carne de animales y frutas del bosque, pero el bosque también está desapareciendo. Desde la vereda rota, en medio del calor de la siesta en San José veo por la ventana a Severiano Fernández que se deja caer en su silla, consulta la agenda, agarra el teléfono. Y lo sé. Sé que no va a ser capaz de rehacer la identidad cabécar y revivir su cultura.

Somos Itso. Les absorbimos la vida. Miro otra vez el reloj. No sé si merecí el cuento.

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20 de mayo de 2020
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Clases a distancia: el bendito virus de hablar, escuchar y aprender

Estoy, como tantos, encerrado en un departamento. Hace meses que no me encuentro con mis alumnos, que no piso un aula, que no viajo a dar charlas o talleres en universidades, festivales o ferias del libro.

Pero he encontrado la alegría de dar clases y compartir aulas virtuales en esta pandemia.

La semana pasada comencé a dar un Taller de Periodismo Narrativo en la Universidad Portátil, un invento lúdico pero muy serio del cronista e inventor de géneros Juan Pablo Meneses. Tengo alumnos de ocho países, y tenemos que hacerlo a las tres de la tarde porque están a nueve horas de diferencia unos de otros, desde Estados Unidos hasta España.

Muchos de los entusiastas y talentosos cronistas son de ciudades medianas o pequeñas, donde estos talleres no se suelen hacer de manera presencial. Y aquí estamos, los de San Luis en Argentina, o Querétaro en México, con otros de Lima, Brasilia, Madrid o Santiago de Chile. Nos juntamos los viernes y para mí es un pequeño y alborotado milagro el sentarnos cada uno en nuestra casa a charlar de literatura y periodismo y de formas de contar lo que nos pasa.

Pero también me han convocado e invitado a clases virtuales en universidades y talleres en Medellín, en Bariloche, en Bahía Blanca, en Rosario. Y el otro día nos conocimos vía digital con tres secciones de mi curso de Introducción al Periodismo en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, donde trabajo. Nos íbamos a conocer el día del inicio de clases, el 16 de marzo, pero la noche anterior se suspendieron todas las clases. Y nunca los llegué a ver en persona.

Con algunos de estos grupos me junto por Zoom. Con otros, por Jitsi, o por Microsoft Teams, Anteayer por Whereby, un elegante sistema gratuito del que no tenía ni idea hasta que el inspirador cronista de Bariloche Santiago Rey me invitó a su Taller de Periodismo Patagónico.

En estas sesiones hay lejanía, hay problemas de conexión y de concentración, hay verse pero no poder encontrarse, todo eso es cierto.

Pero hay también un hambre enorme de escuchar y ser escuchados, un gusto de sentirse cerca y romper las cuatro paredes del confinamiento y la rutina que hacen que afloren en todas estas clases y encuentros la risa, el jolgorio, la irrupción de algún pequeño desajuste o la divertida aparición de un perrito o una niña en el costado de alguna de las pantallas.

Es curioso comprobar cómo se viste la gente para aparecer en estos ciber-encuentros: algunos se acicalan como para ir a clase o a una charla pública, otros están algo o muy de entrecasa; incluso hay algunos que se niegan a prender la cámara o al verse reflejados en una de las ventanitas de caras, se arreglan apresuradamente el pelo o el cuello de la camisa.

Y está el descubrimiento de los elementos que se pueden ver en las mesas, en las paredes, alrededor y detrás de los profesores, alumnos y talleristas. Libreros, paredes en distintos niveles de descascaramiento, cuadros y pósters, placares y armarios y muebles de cocina, de dormitorio, de comedor, la combinatoria de nuestras estéticas domésticas en un multiforme y colorido patchwork juguetón.

Es ese fondo que todos estamos adivinando en las intimidades de los periodistas que se conectan y nos informan desde sus casas (a mí me gusta particularmente la fila de cajas de CDs de ópera en el escritorio de Iñaki Gabilondo en su videoblog de la Cadena Ser española). Y también esos fondos, entre simplones y estrafalarios, de los músicos que actúan en las galas de la cuarentena.

Me llamó mucho la atención, por ejemplo, la comparación entre los tremendos estudios de grabación en las mansiones de muchos artistas pop en el concierto organizado por Lady Gaga hace unos días, con los pianos verticales y los bustos de compositores en medio de las salas de clase media de los cantantes de ópera en la gala del Metropolitan de Nueva York.

Parecía como si los rincones y la ropa elegida por unos y otros fueran los dos extremos de cómo quieren presentarse los artistas: unos como lejanos, intocables, de otra especie, y otros como representantes y parecidos a su público fiel.

Estas ventanas a la intimidad de los demás, ya sea en conciertos o conexiones periodísticas o en clases y seminarios, nos ayudan enormemente a salir del encierro por la ventanita del computador y a ejercer el arte que, en mucho o poco, a todos nos fascina: pispear en la vida de los demás.

Pero lo que he visto y sentido en estas clases y talleres a distancia es el gusto enorme de sentirnos conectados, unidos, en lo mismo.

No recuerdo ninguna otra instancia, no he leído de otro momento histórico, en que tantos estuvieran pasando por lo mismo en todo el mundo. En las guerras mundiales había oasis sin guerra, en América Latina o en el centro de Europa, en la neutral Suiza.

Hoy esto nos toca a todos, y la tecnología nos permite sentir en carne propia el latido de un mundo en cuarentena.    

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1 de mayo de 2020
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Teodor Currentzis, el rebelde consecuente

Brian Eno, Johann Sebastian Bach, Pola Negri, Frederic Chopin, Johnny Cash, Franz Schubert, Nick Cave, Anton Webern, The Residents, Tino Rossi, Marlene Dietrich, Dmitri Shostakovich, Kurt Weill.

 

Estos compositores son parte de la Playlist en Spotify que Teodor Currentzis escucha en su Ipod y que comparte con sus devotos. Es la extraña (ecléctica sería decir poco) sucesión de músicas que me acompañan mientras trato de desentrañar el fondo de un director de orquesta que tal vez no sea tan rebelde, tan heterodoxo ni tan “enfant terrible” como lo vienen pintando los medios desde sus comienzos.

Como en las sorprendentes elecciones de Currentzis, en esta sucesión de obras hay un orden secreto, una rebeldía a seguir la corriente, una búsqueda incesante de encontrar en los sonidos de los grandes genios de la música algo que se resisten a revelar.   

La primera elección en este aspirante a compositor y actor ocasional, nacido en Grecia en 1972, ya marca una ruta inusual: marchó a Rusia, que desde entonces es su patria artística, para estudiar en el Conservatorio de San Petersburgo en los noventa con el célebre pedagogo Ilya Musin, quien por aquellos años también fue maestro de Valery Gergiev y la mayoría de los grandes directores rusos de hoy.

Y se quedó 30 años y se hizo ciudadano ruso.

Pero a diferencia de Gergiev, un director volcánico, ambicioso, siempre cercano a los centros del poder y aliado del presidente Putin, quien lo erigió en zar del gigantesco proyecto político-musical del Mariinsky en la capital cultural de la nueva Rusia, Currentzis se fue a buscar la creación de un sonido propio a Siberia.

No fue enviado a Siberia como castigo, como en la época soviética: él eligió la ruta de la independencia radical.

Con los músicos de una docena de países que lo siguieron, fundó MusicAeterna en 2004. Siete años más tarde, se trasladaron a Perm, una modesta ciudad industrial en los Urales, entre Europa y Asia, alejada de los faros y los oropeles de la cultura clásica. En su vibrante web y en todas las entrevistas Currentzis se refiere a su orquesta y el no menos impactante coro como su familia, como una especie de secta de aliados en la búsqueda de una música a la vez revolucionaria y precisa, fiel a los compositores que adoran. Lo que hacen no es apto para poner como música de fondo, sino que requiere de los oyentes tanta atención como las huestes del maestro griego ponen en cada nota.  

En Perm lo entrevistó Pablo L. Rodríguez hace dos años para Babelia de El País. “Los grandes centros musicales han capitulado a ciertas tradiciones”, afirmaba al hablar de la lejanía y el poco atractivo del lugar donde trabajaba. “En la periferia, si te dan las condiciones idóneas, puedes crear el mejor público posible e incluso también transformar una ciudad. Esto es mejor que luchar contra el sistema ya establecido en Múnich o en Viena. Hasta Perm nadie viene por su arquitectura, sino por nuestra dedicación a la música”.

Ese es el joven Currentzis que conocimos los melómanos de estos lares durante la primavera de óperas y puestas en escena sorprendentes de Gerard Mortier en el Teatro Real de Madrid.

En 2012 vino con su gran aliado, el iconoclasta director de escena norteamericano Peter Sellars, a presentar con la orquesta del Real un doble espectáculo que, como en su playlist en Spotify, mezclaba temas, estéticas y autores muy diversos, pero que, en un secreto y profundo lugar, dialogaban.

El espectáculo se componía de la ópera Iolanta, de Tchaikovksy, y el pastiche neoclásico Perséfone, de Stravinsky. Las dos, en el fondo, son sobre el valor de la verdad y de ser fieles a los sentimientos para ser capaces de “ver”. Iolanta está ciega, pero por orden de su padre el rey, no lo sabe. Sin la verdad, no puede curarse. Perséfone es una especie de Eurídice pero que decide bajar al infierno y decide volver por sí misma, no arrastrada por ningún Orfeo. Desde el foso, Currentzis nos presentó una lección de sonido ruso, desde lo agridulce de Tchaikovsky hasta lo ácido de Stravinsky.

Y un año después, trajo a su orquesta y coro MusicAeterna para, otra vez con el sentido dramático y la puesta en escena de Sellars, crear una muy personal versión de La Reina India de Purcell. Muchos críticos y melómanos comentábamos que nunca se habían escuchado con tan limpia, clara, precisa y a la vez emotiva belleza los números instrumentales y sobre todo los corales. El etéreo himno Hear my prayer, O Lord, que el coro de Perm cantaba a capella mientras los soldados españoles masacraban en cámara lenta a los indios desarmados, fue un milagro de perfección técnica y de emoción contenida.

En los siguientes años, Currentzis confinó en su reducto de los Urales, como en un retiro espiritual en las montañas, a un grupo de cantantes, la mayoría jóvenes promesas inspiradas por su fuego, para grabar versiones de la trilogía Mozart-Da Ponte (Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y Cosí fan tutte), que hicieron asomar nuevas fierezas y delicadezas, como si sacara capas de barniz a obras que habían sucumbido a la comodidad de la tradición.

Cuando salieron las grabaciones, Mariela Rubio y Rafa Bernardo entrevistaron a Currentzis en su programa Play Ópera de la Cadena Ser sobre Las bodas de Fígaro: Empezamos con el sonido de la revolución social, podemos oír el sonido de las barricadas de la Revolución Francesa, y entonces entendemos algo que es importante en el mensaje de Mozart: que no existe la libertad como algo que se obtiene en una lucha contra la cruda realidad, sino que la revolución, lo que llamamos la libertad, se obtienen cuando volvemos a nuestro yo más básico.”   

Al enfrascarse en su siguiente proyecto, nada menos que revelar lo oculto de las sinfonías del “loco sordo” Beethoven, se atrevió a decir que no había una verdadera tradición en la interpretación de estos clásicos.    

Hace un año, Teodor Currentzis y su perenne MusicAeterna dejaron la ópera de Perm y se convirtieron en un proyecto independiente. Incluso ese vínculo de la periferia le limitaba su innegociable libertad. Su último disco es una versión extrema en dinámicas sonoras, asombrosa en colores orquestales, pero totalmente coherente, de la compleja Sexta Sinfonía de Gustav Mahler. Es su primera grabación de este compositor, a quien está ahora dirigidos sus esfuerzos de limpiar, redescubrir, volver a las fuentes.

Ahora Currentzis, sin dejar a sus eternos músicos, ha asumido un nuevo reto, que es el que lo trae a Barcelona: desde el año pasado es el director titular de la Orquesta Sinfónica SWR de Stuttgart.

Con ellos comenzó en la temporada anterior a dirigir las grandes sinfonías de Mahler. En su actual gira europea, que lo trae al Auditori, toca la espectacular Primera Sinfonía del austríaco, llamada “Titán”, junto con la titánica Muerte y Transfiguración de Richard Strauss. Será una gran oportunidad de ver a un director que hace de la fidelidad y la precisión su romántico empeño, y en el repertorio en el que ahora está sumergido junto a sus incondicionales.

 

 Este perfil fue publicado en febrero de 2020 en la revista Cultura/s de La Vanguardia de Barcelona. 

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19 de abril de 2020
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Cuarentena en Santiago de Chile: De la movilización al encierro

Marzo va a ser duro, se rumoreaba en las calles de la capital de Chile, se cuchicheaba en redes sociales, se gritaba en las plazas, se pintaba en las paredes. En marzo iban a volver las marchas multitudinarias, los grupos de encapuchados, llamados “primera línea”, a tirar piedras y bombas molotov y extintores a los carabineros, y los carabineros a disparar a los ojos y a llenar las calles de gases lacrimógenos, como en octubre, noviembre y diciembre.

Enero y febrero, los meses de vacaciones, sin clases, vieron una ligera bajada en la movilización, los desmanes, el estallido social que comenzó el 18 de octubre y ante la cual el presidente Sebastián Piñera sacó a las tropas a la calle, decretó estado de sitio y toque de queda y declaró que el país estaba “en guerra”. Desde el 18 de octubre que en las universidades no teníamos clases.

Soy el director de una carrera de periodismo en Santiago. En noviembre junto con nuestros compañeros académicos firmamos un documento denunciando al gobierno de violar los derechos humanos. Muchos de mis alumnos iban a las manifestaciones con carteles contra el presidente, contra los banqueros, contra la policía y el ejército, exigiendo una nueva constitución.

En diciembre uno de mis alumnos fue herido en un ojo por la policía. Un carabinero sin placa le apuntó a la cara y le tiró con una pistola de cartuchos de gas lacrimógeno, como si fuera una pistola. Fui a visitarlo a su casa. Por suerte no perdió el ojo, como un centenar de manifestantes. Me dijo que en marzo iba a volver a las marchas, a la revuelta. Lo entendí.

Marzo iba a ser duro. Las revueltas, que no pararon en cinco meses, le habían torcido el brazo a un gobierno neoliberal, y el presidente Piñera tuvo que aceptar el llamado a un plebiscito en abril. La ciudadanía debía decidir si se llamaba a una asamblea constituyente para reformar la constitución, una rémora del pinochetismo. La constitución de la dictadura.

Los pensadores ultraprivatizadores del dictador habían promulgado en 1980, en lo más duro de la represión del régimen, una constitución que consagra la propiedad privada como bien supremo. Con la bota de Pinochet encima, los partidos políticos habían aceptado en 1989 conservar esa constitución a cambio de iniciar el proceso democrático. Es como si en España Manuel Fraga hubiera negociado la constitución solo con Manuel Fraga. Como si en Argentina la constitución vigente hubiera sido escrita por José Alfredo Martínez de Hoz en 1980.

En marzo iban a volver las algaradas callejeras para que venga una nueva constitución, para que consagre derechos sociales, para que los pueblos indígenas tengan voz en la asamblea constituyente. Ante el avance de la calle, ya se había conseguido algo inédito: los partidarios del “sí” a una nueva carta magna se habían comprometido a que la asamblea constituyente sería la primera en el mundo en ser paritaria, con tantas mujeres como hombres.

Y en marzo en las universidades estábamos listos para dos tareas importantes: con talleres intensivos, más contenido en las asignaturas de este semestre y un enfoque muy práctico, nos disponíamos a darles a los alumnos parte del medio semestre 2019 que habían perdido. Y en periodismo, especialmente, estábamos entusiasmados con enviar a nuestros alumnos a la calle, a seguir el pulso de los debates, las protestas, un país en cambio y ebullición. Algo que décadas más tarde le podríamos contar a nuestros nietos.

Pero en marzo nos cayó el coronavirus. En pleno vuelo.

En cada país se siente como un mazazo especial, como si este parón económico, esta enfermedad que se ensaña con los viejos y los pobres y deja al descubierto la falta de inversión en sanidad fuera especialmente mala aquí, para nosotros.

Pero en Chile este parón en medio de la euforia y la violencia germinal fue duro de una forma distinta a la de los demás países de la región.

Por una parte, fue llovido sobre mojado. La crisis ya había afectado al estado y a la empresa privada, a los empleados y sobre todo a los autónomos.

A causa del estallido social de octubre, muchos negocios habían tenido que cerrar, otros habían sido saqueados por los que, aprovechando el desbarajuste general y que las fuerzas del orden estaban reprimiendo manifestantes, desvalijaron y quemaron innumerables comercios.

Los restaurantes y los espectáculos estaban cerrados desde octubre. Por las noches las calles estaban vacías, menos las que estaban llenas de ruido y furia y bombas molotov y gases lacrimógenos. La economía chilena pendía de un hilo.

El gobierno ya había transigido con algunos derechos sociales, pero lo esencial se mantenía, y no era el derechista Piñera quien iba a transformar esta flaca línea de tierra en el Cono Sur en un estado social. Chile seguía siendo el país más privatizado de Occidente. Y con el coronavirus, eso quedaría rápidamente de manifiesto.

Cuando empezaron a conocerse las noticias de la extraña gripe que de China pasaba a Europa, las paredes seguían pintadas en todo Santiago con las demandas de los manifestantes.

Pedían:  

1) salud pública (en Chile, oasis de la empresa privada, nadie consulta a un médico sin pagar y nadie se hace una operación sin hipotecar la casa),

2) pensiones públicas (los “Chicago Boys”, economistas ultraliberales del hiperautoritario Pinochet impusieron un sistema de pensiones privadas, con financistas que juegan a la bolsa con los aportes provisionales de los trabajadores y los jubilados cobran un 20 o 30 por ciento de lo que eran sus magros sueldos) y

3) agua púbica. En Chile, hasta el agua de los ríos y los lagos es privada.    

Y entonces vino la pandemia. Y la falta de cobertura sanitaria para los pobres y en las regiones más castigadas por la crisis, la pobreza desesperante de los ancianos y unas regiones, sobre todo en el norte, desérticas y sin agua, lo agravaron todo.  

En las redes sociales, muchos manifestantes, de los que todo lo limitan al ámbito local, sacaron una conclusión lógica: esta patraña del virus es un invento del gobierno de Piñera para sacarlos de las calles, para encerrar la protesta, para volver a sacar a los militares e instaurar, como en octubre, otra vez el toque de queda.

Porque efectivamente, hubo recomendación, que luego se transformó en orden, de encerrarse cada uno en su casa. Hubo militares en las calles. Y a la hora en que escribo estas líneas, las 11 de la noche de un lunes, hay toque de queda y no se ve un alma por mi ventana del centro de Santiago.

Cuando esto pase volveremos a las calles con más ímpetu, gritan los tuiteros y profetas de Instagram. Pero nadie sabe cuándo pasará esto.

Chile hoy está en silencio. Siento que de la protesta al encierro no hemos tomado fuerzas ni siquiera para cantar en los balcones.

Los profesores vemos como las plataformas digitales de nuestras universidades no alcanzan, que nuestros estudiantes no tienen internet o no tienen ordenadores, y viven hacinados con padres que perdieron sus trabajos o necesitan la única computadora de la casa para trabajar encerrados.

Hay miedo. Hay desconfianza. Muchos opinadores de los que pedían la cabeza del presidente hoy quieren creer que tiene algo de autoridad y liderazgo para sacarnos de esta. Después seguirá la lucha. Pero ahora detrás de las ventanas, muchos de los que salían a la calle a exigir cambios ruegan por que las cosas le salgan bien a este gobierno, que es el que tocó en este desastre inesperado.

Bajo a la calle a sacar la basura. No hay un alma. Contenemos la respiración, a ver si logramos engañar al virus, porque camas en las clínicas privadas ya no quedan. Uno de mis vecinos escucha, bajito, en su refugio, El derecho de vivir en paz, el himno de Víctor Jara con el que hace uno y dos meses salíamos todos a la calle a soñar con un mañana distinto.

¿Cuándo fue que se llenó Plaza Italia con más de un millón de revoltosos que cantaban y bailaban y agitaban láminas con dibujos hechos a mano? Fue ayer. Plaza Italia era por las tardes un Woodstock. Y cuando venían los carabineros con sus carros de guerra a tirar agua a presión, y gases lacrimógenos y balines y perseguían manifestantes a cachiporrazo limpio… el Woodstock se transformaba en un Vietnam.

Ahora la plaza es un desierto.

¿Cómo saldremos de esta? ¿Volverá Chile a la revuelta y el camino al cambio, que se veía venir? Nada será igual, se dice en todos los países donde cayó como una plaga bíblica el COVID19.

Pero en Chile nada iba a ser igual. ¿Y ahora?

Esta noche, estoy encerrado tratando de grabar audios para mis alumnos de primer año, que nunca llegué a conocer porque la orden de cerrar las universidades vino la noche antes de dar la bienvenida a los novatos. En el patio de la universidad se apilan las sillas que los estaban esperando. Una pila de cientos de sillas, vacías y en silencio. Con esa imagen me quedo, por ahora.

En el país donde todo iba a cambiar, hoy no hay más que por ahora.   

Este artículo fue publicado por la revista catalana Política & Prosa el 30 de marzo de 2020.  

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5 de abril de 2020
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Escritores enclaustrados

Estamos encerrados. ¿De qué podemos escribir? ¿Podemos escribir? ¿Queremos? Me acaba de llamar una amiga a quien en un taller de escritura le encargaron salir a la calle a mirar la vida, hablar con la gente, oler y tocar y comerse el mundo más allá de las puertas de su casa. Claro, era un ejercicio de antes, de antes del coronavirus y nuestro estado actual. Le recomendé mirar por la ventana. Hablar con los vecinos. Hablar por teléfono con sus familiares, mirar redes sociales, pero sobre todo viajar por su casa, hacerle preguntas a los objetos que nos rodean. Encontrar lo extraño, curioso, nuevo, en lo que considerábamos doméstico.

Terminó la charla y me quedé pensando. Tenemos que reinventarnos como viajeros de la imaginación, la memoria, lo ínfimo. Poner la lupa, el microscopio, la linterna, en el mundo que se cierra en nuestro encierro y en el que se abre en los recuerdos, sueños e ideas que estaban arrinconadas por las necesidades y rutinas del día a día.

Yo empecé por recordar a mis escritores preferidos que eligieron o fueron obligados a escribir desde el encierro. Hay muchos. Hoy voy a recordar cinco historias, las cinco primeras que me vienen a la mente.

Antes que nada, los presos.

Fernando Savater recuerda en un capítulo luminoso de su viaje por novelas y cuentos para niños y adolescentes, La infancia recuperada, una novela de Jack London en la que un preso encerrado en un sarcófago, atado de pies y manos, torturado a la inmovilidad, suelta los pájaros de su imaginación y vuela a territorios lejanos, personajes fantásticos e historias sorprendentes. En su mente, que era lo único que podía mover, este personaje era libre.

Muchos escritores, pensadores y luchadores sociales fueron encarcelados para que sus voces no llegaran a alborotar las conciencias. Por eso es tan potente este escapar del encierro físico viviendo la libertad de la mente y del espíritu.

Los primeros que llegan a mi recuerdo en estos días de encierro son un poeta y un filósofo.

“Y las cárceles vuelan”, dice en un poema del presidio donde murió joven y enfermo el pastor poeta Miguel Hernández. En la cárcel gélida y enferma donde murió de tuberculosis a los 31 años en 1942 el gran vate de la generación del 27 creó algunos de los más hermosos poemas de amor, de dolor, de lucha del pueblo, de añoranza.

El cantautor argentino Alberto Cortez le puso música al más angustiante de sus poemas de la cárcel, Nanas de la cebolla. La mayoría lo conoce en la versión de Joan Manuel Serrat. El poeta encerrado escribe en una servilleta, seguramente sucia y arrugada, a su hijo pequeño, que no tiene más que cebollas para comer en el hambre de la posguerra y el revanchismo franquista. La delicadeza del encerrado en medio de la brutalidad.  

En la Italia de Mussolini, para la misma época de luchas populares, dictadores y represión, Antonio Gramsci escribió sus Cuadernos de la cárcel, subrayados con saña en fotocopias descoloridas por los alumnos de ciencias sociales de mi generación. En su celda, donde murió a los 46 en 1937, Gramsci pensaba en una revolución que incluyera la cultura popular, la sensibilidad de las clases subalternas y de unos de los conceptos que más me ayudaron en mi carrera periodística: la de los intelectuales orgánicos de la burguesía y el proletariado.

En los ochenta, recuerdo que nos impactaba mucho esta idea de leer para las clases a un sabio encerrado, que citaba de memoria textos, autores y debates. ¿Cómo no íbamos a poder escribir nuestros trabajos universitarios en libertad, en casa, con la biblioteca a nuestra disposición?

Miguel de Cervantes también fue preso y también escribió en el presidio. En la comedia musical El hombre de La Mancha, se conjetura que fue allí, encerrado, donde encontró su voz.

Otros se encerraron por su propia voluntad. La que primero me viene a la mente es Emily Dickinson. Encerrada en casa de sus padres, con la ventaja de tener suficiente espacio, no tener hijos y no tener que preocuparse por el sustento, en su encierro elegido escribió algunos de los más sutilmente dramáticos, misteriosos poemas cortos. Maestra de la síntesis, hay algunos de sus mínimos epigramas que siguen resonando en mi cabeza. “I’m nobody. Who are you? Are you nobody too?”

Soy nadie. ¿Quién eres? ¿También eres nadie? Qué belleza concentrada en diez palabras. O podría decir encerrada en su brevedad.

Por alguna razón, me surgen más poetas que narradores. ¿Por qué será? Pero hay algo propio de la labor solitaria y concentrada de la escritora, del escritor. Sin pandemia y sin cuarentena, nos encerramos a escribir. Los que aspiran a producir una “obra” deben pasar mucho encerrados y sin ver a casi nadie.

Quiero terminar con Jorge Luis Borges. Encerrado en su ceguera. Creador de mundos cerrados – el laberinto, la biblioteca, las páginas de los libros, la cárcel de los recuerdos.

Podía salir de su casa. Pero como la araña que trajina su red sutil, construyó una prisión de palabras para encerrarse y habitar. Atrapados en su red vivimos hoy los que tratamos de escribir en este encierro.

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28 de marzo de 2020
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Bizet en la era del reality televisivo

Han pasado más de cincuenta años desde la última vez que se montó en Barcelona la ópera juvenil Los pescadores de perlas de George Bizet, el autor de Carmen. Bizet tenía 24 años cuando la compuso, y fue en 1964 cuando se vio por última vez en el Liceu, en italiano como era común en esa época, con el inolvidable Nadir de Alfredo Kraus.

Todo había cambiado en este 2019: ahora se cantó en el francés original, y la instrumentación y el orden de escenas volvió a como el joven Bizet las creó, pero lo principal fue que la rompedora puesta en escena usa la trama débil y pasada de moda de dos pescadores de perlas en Ceilán enamorados de la misma sacerdotisa para iluminar con gracia e inteligencia un fenómeno propio de nuestro tiempo.

La propuesta de la joven directora Lotte de Beer era bien osada: transformó la trillada historia de los libretistas Eugene Cormon y Michel Carré en un típico reality televisivo: “Los pescadores de perlas: ¡El desafío!” Con esta obra de Beer obtuvo en 2014 su primer gran éxito en el Theater an der Wien de Viena. En España el modelo en el que se basa su puesta es bien conocido: la cadena Telecinco la explotó hasta la saciedad, desde unas de diez ediciones de jóvenes salvajes urbanos encerrados en una casa (Gran Hermano) hasta famosos en decadencia escupidos en una playa hondureña (Supervivientes).

El show en el que se centra esta versión tiene lugar en una exótica isla que podría ser la original Sri Lanka, con Leïla, Nadir y Zurga entre los concursantes. En el giro más gracioso y maligno del argumento, el Supremo Sacerdote Nourabad, que condena a muerte a los que osan incumplir las estrictas leyes de la tribu, se ha transformado en el vanidoso conductor del supuesto concurso de la tele. Sus iracundos monólogos frente a la cámara son para llorar de risa.

Vi el segundo elenco: Olga Kulchynska era una apasionada, atractiva Lëila, con una voz cristalina y un fino legato sopranil; Dmitry Korchak personificó un delicado y augusto Nadir, cantando con técnica depurada y vibrantes notas altas; el barítono Borja Quiza fue menos cumplidor vocalmente como Zurga, pero se reveló como excelente actor de carácter en el rol más complejo de la obra. Por su parte, Fernando Radó desató la hilaridad del público con una creíble y punzante versión del pomposo rostro televisivo, mientras su cavernoso basso profondo proyectaba todo el poder y la dignidad de un Supremo Sacerdote.

El coro funcionó mejor actoralmente que como fuerza vocal; a veces perdieron el ritmo y sonaron algo nublados, pero cada uno se adueñó de un típico personaje de universo telespectador, repitiendo hasta el hartazgo actos y gestos en un buen juego de teatro danza. La orquesta sonó potente y precisa bajo la atenta batuta del experto en ópera francesa Ives Abel.    

Pero toda la sorpresa estaba puesta en la creativa escenografía y el movimiento de teatro dentro de la tele. ¿Qué pasará? ¿Cómo se iría transformando el relato de amistad, traición, fuga y muerte en un programa de telebasura?

El escenario se dividió en tres niveles: adelante, en la playa arenosa que parece un escenario para Lost, un ejército de cámaras, técnicos y productores persiguen a los concursantes. Las arias de Zurga y de Nadir (la de este último es la famosa, delicada y misteriosa Je crois entendre encore) se presentaron en ese clásico género del reality televisivo que es el monólogo en el confesionario.

Detrás de la playa de mentiras, una pantalla iba mostrando los resultados de los votos de los televidentes.

¿Quién debe ser el nuevo líder? – “¡Zurga!”

Leïla y Nadir deben ser perdonados o ejecutados por su amor prohibido? – “¡Ejecutados!”

Y cuando el coro es llamado a comentar la acción, una cortina transparente detrás de la pantalla da paso a una colmena de pequeñas salas de departamento donde los televidentes gritan y susurran. Algunos se afanan en sus labores domésticas o sus discusiones mientras la tele los acompaña; otros están pegados a la pantalla.

Al final, todos descienden a la playa con sus smartphones como antorchas, para ejecutar ellos mismos el sacrificio final.

Una versión en inglés de la crítica de esta obra, presentada en mayo de 2019 en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, salió en el número de setiembre de la revista Opera News.

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13 de enero de 2020
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Somos reflejos de nuestras pantallas: Siete hechos relevantes de la década que se fue

La prestigiosa revista cultural EÑE de Clarín me pidió un balance de esta década. Para mí la cultura es cómo vivimos, cómo nos vemos y lo que hacemos con los otros y con nuestros recursos, además del debate que generan los productos literarios, musicales, audiovisuales, el arte en general. Me salió esta lista ecléctica, con eje en Argentina, que es el público del diario. Para discutir, compartir y disentir, espero.

1.     1. En cultura, en política, en economía, en la sociedad y en lo más íntimo de las identidades: Internet y la primacía de las redes sociales lo cambiaron todo en esta década. Es difícil acordarse cómo era el mundo antes de Google, Facebook, Twitter, Instagram, YouTube. Las relaciones sociales y las costumbres cambiaron radicalmente. Somos reflejo de nuestras pantallas.

 2.      Desapareció la industria de la música grabada, y esto tiene un profundo impacto en qué se escucha, qué se produce, qué y cómo se relacionan y se relacionarán las nuevas generaciones con uno de los fenómenos que constituyeron el fermento emocional de la sociedad de masas durante todo el siglo XX. La música consiste hoy en nichos autorreferenciales. Los playlist de Spotify son hoy los autorretratos más precisos de una generación para la cual la música es mucho más una búsqueda íntima que una fiesta colectiva.

 3.      En todo Occidente, las historias que el gran público lee, mira y escucha tienen que ver con una búsqueda de la identificación, de una cierta medida de realidad, de autenticidad. La autoficción imperante y el realismo (impuesto por el mercado, no por la revolución socialista) transforman las historias más difundidas en espejos de cada lector, no en escapes a mundos imaginarios. En este terreno en América Latina el auge de la crónica y los libros de no ficción son parte de este fenómeno: la literatura de hechos reales como un “nuevo periodismo” a la sureña.

 4.      El triunfo de las mentiras que una gran masa asustada quiere escuchar y creer. No existen las fake news, las falsas noticias: si son falsas, no son noticias. Mientras Internet permite escuchar otras voces, la mayoría se refugia en escuchar solo a los iracundos brujos de su propia tribu. Mientras se puede acceder a la profundidad, la mayoría elige la suprema superficialidad de las respuestas fáciles. Mientras se puede buscar la verdad con mucha más facilidad, los políticos como Donald Trump y Jair Bolsonaro, que triunfan desde las redes sociales,apelan a instintos primarios y bajos. Las redes sociales influyen decisivamente en las elecciones, y los magos del Big Data controlan los grandes flujos en las redes. ¿Qué sucederá en la nueva década? La política ha cambiado para siempre.

 5.      El crecimiento desbocado de China. Por primera vez desde hace cien años Estados Unidos tiene un contendiente que lo desafía en poder económico además de militar y político. China muestra otra forma de hacer política, combinando libertad económica con autoritarismo político. China prueba que capitalismo y democracia no necesariamente van de la mano. Y su influjo en el mercado de bienes de consumo y de materias primas cambia por completo las relaciones internacionales.

 6.      En América Latina, la década comenzó con gobiernos “bolivarianos” distributivos, y termina con un predominio de un retraimiento del gasto público y la vuelta de la ideología neoliberal en casi todo el continente. Un cambio a la vez político y cultural: la ciudadanía, mejor formada y exigente, cree más en las reglas de la democracia, la división de poderes y la alternancia, que muchos de los mismos gobernantes.  

 7.      En Argentina, mientras se acrecentaba la decadencia económica y social, el país político finalmente aprendía una civilizada alternancia sin violencia, que no es poco, y en cultural surgen nuevas voces: sobre todo, de jóvenes novelistas y cuentistas y directoras de cine y compositoras mujeres. La década de las mujeres, que en Argentina tuvo un centro mundial con el movimiento contra el femicidio y a favor del aborto legal, en el terreno de la cultura se vio reflejado con una generación de grandes creadoras.

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2 de enero de 2020
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Orfeo y Eurídice en el Colón: El triunfo de lo mudo, lo invisible y lo libre

Lo mejor de la nueva puesta en escena de genial ópera de Gluck Orfeo y Eurídice en el Teatro Colón de Buenos Aires es lo que no se ve. Lo segundo mejor es lo que no se escucha.

Primero triunfó lo invisible: desde el foso orquestal, donde se apiñaban tanto la orquesta estable como su coro, pude escuchar el mejor sonido barroco, preciso, seco y vibrante, que recuerde en el Colón este siglo. Los violines sonaban en ocasiones algo ácidos y picosos, pero el ritmo punzante de las cuerdas, la finura de las maderas y la belleza aterciopelada de las voces del coro fueron una agradable sorpresa que subía desde el abismo. Gran parte del mérito es del joven maestro español Manuel Coves, un director habitual de ballet, de quien se notó una mano especial para los números de danza.

Después, brilló el arte mudo: el director de escena Carlos Trunsky es antes que nada un bailarín (durante 25 años miembro del cuerpo de baile del Colón) y galardonado coreógrafo. Su propuesta de Orfeo es un ballet con voces. Once bailarines atléticos total o parcialmente desnudos y una sola musa danzante, (la impactante Teresa Marcaida en el papel de Perséfone) fueron los encargados de contar con movimientos delicados o bruscos la historia dramática que los cuerpos de los cantantes, atrapados en su inmovilidad, le escatimaban al público. Los constantes números danzantes, los coros pungentes y las arias lamentosas eran pasto para las energéticas danzas colectivas creadas por el coreógrafo.

En los mejores momentos, los hombres en cueros parecían un banco de peces tropicales en excitado frenesí. En las manos de Trunsky, los tres únicos personajes, el contratenor Orfeo (Daniel Taylor), la soprano lírica Eurídice (Marisú Pavón) y la soprano ligera Amore (Ellen McAteer) permanecían tan estáticos como en una de las puestas en escena de Robert Wilson. Orfeo, especialmente, era como un testigo doliente de su propia tragedia.

Al contemplar a Taylor, vestido de burócrata de los ochenta y adornado con una perenne cara de limón agrio, era difícil imaginar que estuviera tan enamorado de su Eurídice como para seguirla hasta el Averno, y mucho menos adivinar qué había visto ella en este muermo. Su voz tiene una alta calidad y precisión, pero hasta bien entrado el segundo acto, con la famosa aria Che farò senza Euridice, no causó impresión alguna con su emisión limitada y pequeño volumen, poco apto para una sala inmensa como el Colón. En la más bella melodía de la obra aportó algo, sólo algo, de fuerza y emoción.

A su lado, Marisú Pavón puso algo más de carne en el asador, con una voz carnosa y dulce que llenó el teatro, pero la dirección de escena le jugó en contra: cada vez que cantaba, los once efebos semidesnudos la rodeaban como tratando de quitarla de la vista de su amado. Ellen McAteer, como Amore (un Cupido femenino que une a los amantes) prestó su pícara soltura y su punzante tono ligero para que el amor venza.

Pero al final el amor no venció, y esta fue la decisión más atrevida del regisseur en esta típica historia de una relación que vence todas las adversidades: en el último minuto, salvada de la muerte pero más sabia, más independiente y cansada de su novio pusilánime, Eurídice deja a su Ofreo y escala la montaña de corcho en busca de la libertad, junto con los bellos bailarines, en los que el director había concentrado el afán amoroso de la obra. Una Eurídice divorciada y libre, acorde con los tiempos que vuelan.

Una versión en inglés de la crítica de esta obra, presentada en noviembre en el Teatro Colón, sale en el número de este mes de la revista Opera News.

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27 de diciembre de 2019
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El Boomeran(g)
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