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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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El planeta desde el que miran a Bach

La NASA informó que según datos del telescopio espacial Kepler, hay un planeta muy parecido al nuestro, casi del mismo tamaño, cuya distancia a su pequeña estrella hace que tenga una temperatura y una atmósfera que podrían alojar agua y vida.
Por el sistema de ir llamando los cuerpos celestes descubiertos por ese telescopio, bautizado en honor del astrónomo del mismo nombre, se llama Kepler-1649c. En la ilustración, puesto al lado de una foto de la tierra, parece idéntico: de hecho, tiene 1,05 veces la superficie de nuestro planeta.
¿Habrá vida en Kepler-1649c? ¿Nos estarán mirando? ¿Nos habrán descubierto?
El problema es que este planeta está muy lejos: a 300 años luz. A mí lo que más me fascina en esto de las distancias siderales es cuando la lejanía se transforma en tiempo. Recuerdo cuando en el colegio entendí que un año luz no es una medida de tiempo sino de distancia, pero de distancia medida en los años que tarda la luz, tan veloz en nuestras cercanías terrestres, en llegar a un confín a otro de la galaxia.
300 años luz. Eso significa que, si nos están mirando, los instrumentos presumiblemente avanzados de los keplerinos están viendo ahora lo que pasaba en la tierra en 1721.
Como tengo muchas cosas que hacer, pero una pregunta como esta no admite dilación, me puse a buscar qué nos estaba pasando en 1721.
Ese año, los dinamarqueses poblaron Groenlandia, se fundó la Universidad de Caracas, subió al trono de Pedro el papa Inocencio XIII, murió el pintor Antoine Watteau y nació la Condesa de Pompadour.
Nada espectacular.
Pero algo extraordinario sí pasó en 1721, que es hoy mismo para los observadores de Kepler-1649c.
En su modesto estudio en Köthen, soñando con cambiar de destino y conseguir un puesto en la corte del marqués de Brandemburgo, Johann Sebastian Bach se afanaba componiendo sus Conciertos brandemburgueses.
Imagino, en esa lejanía que se transforma en tiempo, que una raza avanzada de keplerianos, con un instrumento inimaginable para nosotros, está ahora asomándose a la ventana de gruesos vitrales y a la mesa rústica del compositor, mientras crea su milagro de música instrumental, para flauta y trompeta, para dos violas, para flautas dulces, para un violín punzante y para el clavecín que, en el solo al final del primer movimiento del quinto concierto se lanza a jugar, como si improvisara, con la máxima libertad creadora y una extrema precisión rítmica y tonal.
Ahí está ahora el viejo Juan Sebastían, componiendo música celestial y soñando con un puesto de sirviente mejor que el que tiene, y para el que coloca al comienzo del paquete con sus partituras una carta en que pide al duque de Brandenburgo indulgencia para sus limitados medios, dada la gran sapiencia de tan distinguido señor.
El duque de Brandenburgo nunca abrió el paquete con estas maravillas, que nunca fueron tocadas en su salón, y nunca se consideró a Bach para un puesto en su corte; tendrá que esperar un lustro más para finalmente poder irse de la marchita corte de Köthen, a servir a los adustos y obtusos obispos de Leipzig, para quienes compuso sus dos pasiones, y que tampoco reconocieron su valía.
Más de un siglo después de la muerte de su autor, en la biblioteca de la corte de Brandenburgo se encontraron, sin abrir, estas partituras. Pero para que puedan ver eso los keplerinos todavía falta un siglo. Y otro siglo más para que este planeta se abra al mayor genio musical de la historia.
Duele hoy la forzada humildad del genio. John Eliot Gardiner, un gran escritor y el mejor intérprete actual de la obra de Bach, se pregunta cómo se veía Bach en su monumental tratado sobre la obra del genio.
En Música en el castillo del cielo, Gardiner estudia con amor e infinito respeto y profundidad todo lo poco que nos queda de la vida y el personaje más allá de su música.
¿Sabía Bach que era un genio? ¿Sabía que era más grande y sería mucho más valioso y perenne que los pomposos nobles y obispos a los que servía y a los que pedía humildemente migajas?
¿Sabía que su obra sería inmortal?
Me da escalofríos pensar que hoy, ahora mismo, desde un planeta como el nuestro a 300 años luz de distancia, unos seres seguramente más avanzados que nosotros lo están espiando mientras entinta su pluma y anota en su pentagrama manchado otra corchea milagrosa.

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2 de febrero de 2021
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Larry King, adiós al gran conversador

Ha muerto Larry King, el maestro inolvidable de la entrevista televisiva. No hubo y no habrá otro como él, porque transformó la conversación transmitida a través de una pantalla hasta el interior de los hogares en un género picante y amable, cercano y elevado, divertido y serio.

Durante 25 años, fue el rostro y la voz de un nuevo tipo de periodismo: el canal de noticias permanentes en la televisión por cable, un invento de Ted Turner que transformó de arriba abajo la forma de producir y transmitir información. Turner dijo este sábado, al saber de la muerte de Larry King, que sus dos mayores aciertos fueron fundar CNN y contratar a su entrevistador estrella, a quien describió como el mejor periodista del siglo XX.
Como tantos periodistas de éxito, King tuvo que adaptarse a lo desconocido y lo nuevo desde su infancia. Era hijo de inmigrantes judíos de Europa del Este, y aunque desde pequeño soñaba con ser periodista, su voz rasposa, sus ojos saltones y su cara de ángulos picassianos le jugaban en contra: al final, todo se volvió parte de su encanto.

Contaba como un chiste que, en su primer contrato televisivo, cuando le dijeron que Zeiger era “demasiado étnico”, que quería decir demasiado judío, vio una publicidad de una bebida alcohólica en el diario y en el momento le vino la inspiración: Larry King.

Así hacía Larry King periodismo, saltando a la pregunta o el comentario perfecto por impulsos súbitos. Sus asistentes se quejaban de que no se preparaba lo suficiente para las entrevistas. Sí sabía más de lo que mostraba, pero su método fue siempre preguntar desde la exacta mezcla de conocimiento e ignorancia de sus televidentes: era el representante de las preguntas que todo el mundo se hacía, ya sea que tuviera delante a alguno de los cinco presidentes con los que convivio en su etapa de oro en CNN desde 1985 a 2010, hasta cantantes, actores, deportistas, luminarias y criminales, seres anónimos, dictadores y rebeldes.

A todos los trataba con respeto, a todos les dada tiempo para explicarse, a todos les hacía preguntas cortas, claras, directas. Muy pocas veces se notaba qué pensaba él. Su presencia pesaba desde la autoridad de su inteligencia hasta el estrafalario atuendo de tirantes y corbatas llamativas, que tantos colegas de medio mundo imitaron soñando con adquirir así algo del arte del mejor entrevistador televisivo de la historia.
Vano intento: nadie pudo alcanzar la credibilidad, la autenticidad y la capacidad asombrosa para encontrar en el momento la pregunta justa y la palabra precisa. Su programa se llamaba Larry King Live, y esa palabra, “live”, lo dice todo, porque combina lo hecho en vivo, al instante, sin edición previa ni pausa, y lo vivaz, lo espontáneo. Nadie miraba a sus entrevistados con la intensidad de este escuchador genial.

Nelson Mandela, Madonna, Bill Clinton, Michael Jackson, Marlon Brando… nunca terminará el debate sobre cuál es su mejor entrevista. Mientras su fama crecía, publicó docenas de libros sobre su vida y su lucha contra el cáncer y apareció en varias películas, haciendo de sí mismo.

Muchos lo critican por su combinación de periodismo y entretenimiento, pero su persistente fama se debe, creo, a que nunca pretendió ser otra cosa que lo que era: otros harían las investigaciones duras, otros los análisis profundos (Larry no tenía educación universitaria), otros meterían el dedo en la llaga.

Larry escuchaba y sacaba de sus invitados lo que tenían dentro; muchas veces ni ellos sospechaban lo que acabarían confiándole.

Tras un cuarto de siglo en el aire su estrella declinó: el público prefería entrevistadores más duros y partisanos; pero no se resignó a retirarse y fundó con Ora Media algo que tal vez reemplace a la televisión por cable, aunque todavía no despega del todo: el canal por suscripción.

Los estadísticos dicen que hizo más de 50.000 entrevistas televisadas. También le adosan otro dato asombroso: ocho matrimonios y otros tantos divorcios.

Como con todos los grandes, los números dicen poco de lo que hará que su legado perdure en un arte tan efímero como el suyo.

Sus entrevistas seguirán vivas como obras de teatro, más encuentros que peleas, más intentos de entender al otro que ataques; eran muestras de un respeto y una generosidad en primer lugar hacia el público, y después hacia quien tenía delante. A todos los trataba como uno sentía que quería ser tratado.

Por eso esta semana tantos lamentan su muerte. Y tantos lo extrañaremos cuando encendamos la televisión y nos encontremos con la refutación de su personaje amable y punzante, ese duende pícaro que mira a su entrevistado como si en ello le fuera la vida.

¡Qué ganas dan ahora de conversar con Larry King!

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27 de enero de 2021
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El teatro del periodismo y la entrevista como obra teatral

Hay un diálogo entre dramaturgia y periodismo que desde hace años me llama la atención y al que le dediqué un capítulo en Periodismo narrativo: es la entrevista como género en la literatura de no ficción. Usando como ejemplos la obra de Studs Terkel, gran entrevistador radiofónico y autor de libros que desde voces anónimas explican los grandes hechos de su país; Oriana Fallaci, maestra de la entrevista punzante a los poderosos y los rebeldes; y Larry Grobel, estupendo escudriñador en la mente y la sensibilidad de los artistas, intento una teoría y unas lecciones sobre cómo el diálogo entre un entrevistador y un entrevistado puede construirse como una obra de teatro.

Para la época en que lo escribí todavía no había visto la obra teatral de Peter Morgan, luego transformada en película, Frost/Nixon. La película, con Frank Langella como el ex presidente norteamericano Richard Nixon y Michael Sheen como el joven y ambicioso periodista televisivo inglés David Frost, se interna en el antes y el después de las cuatro entrevistas que Frost hizo a Nixon en 1977, tres años después de su histórica renuncia a la presidencia. Pero la obra, por la concentración que permite y a la que obliga el escenario, se centra en esos cuatro diálogos televisados, que son una lección de periodismo, de política, de perturbaciones mentales y de ajedrez mental de dos brillantes performers que se jugaban mucho en esos encuentros.

Peter Morgan luego transformaría el momento clave de la monarquía británica tras la muerte de la Princesa Diana en un delicioso guion nominado al Oscar para la película The Queen (otra vez con el maravilloso y subvalorado Michael Sheen como el primer ministro Tony Blair), y más tarde la historia entera de la Reina Isabel y su curiosa familia en la serie de Netflix The Crown.

La obra de Morgan muestra una permanente relación de ida y vuelta, de acción y reacción y diálogo entre la realidad (política, social, económica, cultural) y la forma en que los medios cubren, descubren, inventan, influyen y construyen esa misma realidad y una realidad paralela: la realidad mediática, que cada vez más se superpone y reemplaza a cualquier atisbo de realidad independiente de la mirada de los periodistas, de los medios.

Frost/Nixon es el punto máximo de la entrevista periodística como obra de teatro. Con la fascinante marca de la casa de Morgan, que es tomar documentos, diálogos enteros, gestos captados por las cámaras, y transformarlos en un producto artístico que es a la vez reflejo y reinvención de ese mundo creado en el permanente punto de encuentro entre construcción política y construcción mediática. Los que vieron The Crown saben de lo que hablo.

El texto de la obra es básicamente la transcripción de los puntos álgidos de esas épicas cuatro entrevistas televisivas. El genio del dramaturgo fue ver el teatro detrás y dentro de la entrevista. Funciona porque tanto el entrevistador como el entrevistado sabían que lo que estaban creando era un producto narrativo, un programa televisivo de la era en que las noticias ya se habían transformado en entretenimiento.

Estas entrevistas son de 1977, un año después de Network, la gran película de Sydney Lumet que denuncia el triunfo del show sobre la información, que fue el mismo año de Todos los hombres del presidente, que transforma en un drama apasionante el trabajo tedioso de investigación de Bob Woodward y Carl Bernstein que terminó con la renuncia de Nixon.

Studs Terkel, Oriana Fallaci y Larry Grobel eran también dramaturgos, que en su preparación, ejecución y edición de entrevistas creaban obras de teatro con dos personajes: con su desarrollo dramático, su arco narrativo, su ir juntando presión, su explosión de sentido. Por eso pienso que las mejores entrevistas (como muchas de las recogidas en el clásico del género, Las grandes entrevistas de la historia, editado por Christopher Silvester, por ejemplo, las dos joyas de entrevistas tan dramáticamente distintas realizadas por Emil Ludwig y por E. G. Welles a Stalin en el mismo año 1936) son teatro puro.

O ese tipo de narración tan teatral en que descolló Hemingway, esos cuentos que son casi solo diálogo y acción como la reluciente punta de un iceberg y todo lo que piensan los personajes está latiendo debajo del agua.

Que los diálogos sean una de las formas en que el periodismo se manifiesta hoy está detrás del auge de uno de los géneros propios de la segunda década del siglo XXI: el podcast. Escuchar voces, junto con sonidos de ambiente, ruidos, música, pero fundamentalmente voces buscando entenderse, es muestra del valor narrativo del puro diálogo que marca este encuentro entre el periodismo narrativo y lo oral.

Oigo voces. En esta cuarentena he visto obras de teatro de cinco países armadas por un puñado de actores por zoom, cada uno en su living. Ahora, en pandemia y encierro, el teatro de voces se nos mete en casa y se transforma en una de las maneras más actuales de contar la realidad. Este maldito 2020 transformó el diálogo predominante de la literatura de no ficción ya no con la narrativa, sino con la dramaturgia.

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5 de enero de 2021
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Mi agenda 2021: Alicia en el país de tener las respuestas

El extrañísimo 2020 está terminando para mí de una forma bella y clara, y ahora entiendo por qué.

Me pasé todo el año tratando de justificarme cuando me preguntaban que cómo estaba. Bien, decía, bastante bien, como pidiendo disculpas entre tanta gente que lo está pasando tan mal.

Parte de mi trabajo es escribir y enseñar sobre lo mal que está yendo este año de enfermedad global, muertes, encierro, crisis económica y exacerbación de las diferencias sociales. Y también trabajar con alumnos y colegas que están en medio de situaciones angustiosas.

Las redes sociales nos traen el dolor en forma de chistes y memes, pero el miedo y el hartazgo están aquí. La gente está mal, está aterrada, está deprimida. Siento que para muchos este año fue un detener lo que estaban haciendo. El año que no fue, el año que desapareció.

Allá por el mes de abril alguien dijo en Facebook o Twitter que debían devolverle el dinero por su agenda de 2020, porque no la iba a usar.

Sonaba a verdad amarga, pero ya en ese momento para mí era mentira.

No puse en mi agenda los horarios y códigos de los vuelos y las direcciones de los hoteles, porque no salí de Santiago, eso fue verdad. Pero la agenda se llenó de clases y conferencias y charlas y encuentros por Zoom y Teams y Google Meets, y de montones de plazos para entregar artículos, reseñas, y dos libros enteros que pude terminar este bendito año.

Sí, este año terminé dos libros.

Sin salir a la calle, hice más que nunca. Y viví más plenamente y con la plácida felicidad que hace años anhelaba.

Y ahora, al abrir mi regalo de navidad, me encuentro con la respuesta a por qué pasé tan bien y debo celebrar sin culpas este 2020 en que encontré mi rumbo, que hacía tiempo buscaba.

La respuesta está en la agenda que ayer me regaló Carmen.

Mejor dicho, en el cambio y la continuidad que van de la agenda de este año, que en 2019 compré en una tienda de Moleskine en la estación de tren de Venecia, a esta del año que viene.

 

Las dos agendas se ven en la foto que acompaña este texto. La gastada y cansada de este año, color cereza madura, tiene los inconfundibles dibujos de la primera edición de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll.

Esa agenda a punto de expirar tiene en la tapa esos dibujos de Alicia, de la Reina de Corazones y de dos sirvientes o soldados-carta, del cinco de picas. Los soldados están mirando cada uno hacia un extremo de la tapa, como preguntando algo, y en medio, un rosal algo más alto que ellos.

Entre las Alicias figura una pregunta:

“How should I know?”

“¿Cómo saberlo?”

Sin haber hecho la relación, esa pregunta me llevó a vivir, leer, escuchar, escribir, enseñar, y sobre todo soñar una vida que en esta edad en que otros tienen sueños de nietos y de jubilación, para mí es un inicio de convivencia amorosa en una nueva casa, con libros y nuevos amigos y proyectos largamente postergados.

Carmen encontró, no imagino dónde, una Moleskine color rojo frutilla jugosa, más gruesa, también con personajes del Alicia original del genial dibujante John Tenniel.

Esta tapa tiene solo tres personajes. Muestra a los soldados del dos, el seis y el cinco de picas con el rosal mucho más alto y florecido. Esta vez los hombres se miran, conversan, y uno de dice a los demás:

“The best way to explain it is to do it”.

“La mejor forma de explicarlo es hacerlo”.

Mi vieja lapicera Parker de tinta azul ya se adosó a la nueva agenda, aunque el 2021 todavía haya empezado.

Pero yo ya tengo mi respuesta, la que me trajeron la vida y el amor.

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26 de diciembre de 2020

La última foto con vida de Facundo Astudillo Castro

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Los muertos hablan: cuerpos y cosas de los que faltan

No hay ningún comienzo más potente en la literatura argentina que el del Facundo de Domingo Faustino Sarmiento:

¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: revélanoslo”.

Lo que Sarmiento le pide a las cenizas y la sangre convertida en polvo del caudillo riojano es que le explique lo indescifrable de un pueblo que elige la barbarie criolla en vez de la civilización europea, las luchas fratricidas en lugar de la paz fecunda de las aulas y los arados. En vida, Facundo Quiroga supo entender y liderar los anhelos y las luchas de su revoltosa montonera. Como Homero le pedía ayuda a los dioses del Olimpo y el Dante procuraba el auxilio del poeta Virgilio en la difícil empresa de contar una historia enrevesada, el gran Sarmiento pide ayuda a su personaje principal, a su enemigo admirado.

Pero no a él ni a su recuerdo: a sus huesos y su ensangrentado polvo. En su pedido está reviviendo al muerto. La invocación es un encantamiento, un acto de magia, la forma en que vuelven a la vida los desaparecidos en la literatura de lo real.

Como Sarmiento a Quiroga, podemos volver a la vida a las personas que nos enamoraron, nos atormentaron, nos siguen doliendo y a los que extrañamos con desmesura. Transformar los restos de los muertos en un Golem hecho de las palabras justas para insuflarles el soplo de la verdad sobre la página escrita.

Es, entonces, una de las formas en que nos hablan las reliquias de los muertos: para ayudarnos a entender algo que llevamos dentro. Pero las cosas que dejan los muertos también son capaces de revelar secretos de un manera menos filosófica y más detectivesca.

La historia de la literatura policial, de enigma, está poblada de relatos en los que un policía, un detective privado, un fiscal, el familiar o amigo del muerto o un periodista de investigación logran desentrañar las circunstancias de un crimen y revelar el nombre del asesino operando como un arqueólogo: haciendo hablar al cadáver, sus pertenencias o los objetos encontrados en el lugar del crimen.

El 5 de agosto de 2020, a 97 días de la desaparición de otro Facundo, el joven Facundo Astudillo Castro, quien fue visto por última vez en manos de la policía de la Provincia de Buenos Aires que lo había arrestado por no respetar la cuarentena del coronavirus, la investigadora de la Universidad de Buenos Aires Cora Gamarnik, especialista en el mensaje que transmiten las fotos y los objetos, posteó en Facebook este mensaje, que tituló “Lo que va de un objeto a una vida”.

En medio de un basural, adentro de una comisaría. Un basural que al lado tenía colchones porque también funcionaba de calabozo. Ahí se encontró un objeto pequeñito. El regalo de la abuela. Una sandía con una vaquita de San Antonio adentro. Un objeto de la suerte tal vez o el recuerdo del cariño de ese nieto. Facundo se fue con pocas cosas y entre ellas se llevó la vaquita adentro de la sandía. Tan pequeño era que se les escapó, que lo tiraron a la basura, que no lo registraron.

Un objeto que muestra la persistencia de una vida que se niega a desaparecer. Un objeto que demuestra que a Facundo se lo llevaron a la comisaría, que lo tuvieron ahí, que le quitaron su recuerdo.
¿Dónde está Facundo? ¿Qué hicieron con él?

La foto muestra un minúsculo objeto que perteneció a Facundo, el chico de 22 años que salió en plena cuarentena el 30 de abril en la localidad de Pedro Luro, en el Gran Buenos Aires, y no fue visto nunca más. Unos días antes de su texto sobre el objeto, Gamarnik había compartido en la misma red social la última foto de Facundo: de pie al lado de un coche policial, cabizbajo y con las manos unidas al frente, en actitud de sumisión o de súplica, mientras un policía uniformado lo vigila.

El hallazgo del regalo que le había hecho su abuela dentro de la comisaría da pistas de quiénes pudieran ser responsables de su desaparición. Las cosas nos hablan, nos cuentan sobre sus dueños, gritan y susurran, denuncian y delatan.

Las cosas que rodean a los muertos son material incandescente para muchas ciencias, artes y acercamientos. Desde que las dictaduras latinoamericanas comenzaron a cambiar la práctica de dejar los muertos expuestos en descampados y cunetas y empezar el ejercicio mucho más atroz y dañino de “desaparecer” los cuerpos, los familiares, las organizaciones de derechos humanos y los valientes científicos como el Equipo Argentino de Antropología Forense comenzaron a hacerle preguntas a los vestigios de los muertos.

No eran reliquias de civilizaciones desaparecidas hace siglos, como los que estudian tradicionalmente los arqueólogos. El terrorismo de estado hizo necesario aplicar estas técnicas de preguntarle a las cosas y a los huesos de muertos mucho más recientes. Las crónicas de Leila Guerriero El rastro de los huesos (2010) y La otra guerra de las Malvinas (2020), ambas publicadas en la revista dominical de El País, dan cuenta de forma magistral de esta búsqueda de hacer hablar a los restos humanos.

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23 de diciembre de 2020
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Gerson Ortiz: elogio del reportero guatemalteco devenido fabulador

“¿Cuánta verdad y cuánta ruina puede esconder una sola canción?”, se pregunta uno de los personajes alucinados, heridos, lúcidos y complejos de una bella colección de relatos de Gerson Ortiz.

La lengua de los gatos, el segundo libro de ficción de este aguerrido periodista tras su innovador Soñarás jamás, es tan centroamericano en sus paisajes, miedos y miserias apenas atisbados como universal en un escudriñar sabio por los rincones oscuros del alma humana. Aquí bulle y susurra la urbe tercermundista, siempre al borde de lo rural y antiguo, poblada por fantasmas de una nutrida tribu de solitarios.

Música, animales, muerte y sexo vibran en estas páginas. Las canciones de Silvio Rodríguez, de Leonard Cohen y de los ácidos raperos y reggaetoneros de hoy son personajes que se cuelan en las historias; la muerte y las trompadas vienen con la precisa parsimonia de lo inevitable; los gatos se asoman al exacto abismo de sus humanos dolientes; y las escenas de camas destartaladas y malolientes son tan propias del ser latino como el aroma de los guisos de abuela.

Conozco y admiro desde hace seis años al Gerson Ortiz periodista, lector empedernido de crónica, impecable en su apego a la calidad y la ética. Este fabulador es la extensión lógica de aquel reportero riguroso: sus personajes son reconocibles y siempre sorprendentes: incluso los seres más malvados o ridículos son a la vez la personificación de una sociedad enferma y nuestros hermanos perdidos.

Salimos más humanos y agradecidos de la lectura de las historias húmedas y rasposas de La lengua de los gatos.

PD: los buenos escritores saben que es mucho más difícil escribir corto, sintético, que largarse sin medida. Este texto está en la contratapa de esta apasionante colección de relatos de Gerson Ortiz. Cuando me pidió que escribiera algo que entrara en “la contra” en vez de un prólogo de cinco o seis páginas, ya sabía que iba a tardar mucho en pulir, cortar, podar. Creo haber cumplido con su pedido. Recomiendo mucho estas fábulas del valiente reportero.  

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11 de diciembre de 2020

Mafalda con frase que nunca escribió ni hubiera escrito Quino

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Encontrar la grandeza de Quino en las frases falsas atribuidas a Mafalda

Cuando el 30 de septiembre falleció, a los 88 años, el gran dibujante e historietista argentino Joaquín Lavado, Quino, comenzaron a llenarse las redes sociales de “homenajes”, casi todos con su dibujo más conocido y admirado, el de la niña contestona e inquieta Mafalda.

El más difundido mostraba a una Mafalda indignada que gritaba: “¡Paren el mundo que me quiero bajar!”

En otro, una Mafalda, tomada de la mano de su padre y mirando al Océano Atlántico en una de sus vacaciones en Mar del Plata, opinaba que había que tirar a todos los políticos al mar.

La muerte de Quino sirvió para la creación de “mafaldas particulares”, en las que cada tuitero de ocasión colocara al lado del dibujo toda clase de improperios hacia sus enemigos.

He visto, de parte de “mafaldistas” argentinos, versiones en las que la niña ataca al actual gobierno peronista y su vicepresidenta Cristian Kirchner, o al gobierno anterior del conservador Mauricio Macri. En México hay mafaldas contra el presidente López Obrador y contra el PRI que lo antecedió. Mafaldas de derecha, contra la falta de libertades en Cuba o Venezuela, y mafaldas de izquierda, contra el gobierno de los ricos y los contubernios entre empresarios y gobernantes.

Y después están las mafaldas de cuyos “globitos” brotan frases de poster New Age o autoayuda:

“En la vida no hay premios ni castigos, sino consecuencias”. “No estoy gordita, solo llenita de amor”. “¿No sería mejor el mundo si las bibliotecas fueran más importantes que los bancos?”. “Qué ironía la tecnología..., que nos acerca a las personas lejanas, pero nos aleja de las cercanas.” “¡Sonríe, es gratis y alivia el dolor de cabeza!”. “El problema de las mentes cerradas es que siempre tienen la boca abierta”

Ninguna de estas frases es de Quino. Lo lamento si alguno de ustedes repitió una o dos.

Y también lamento informarles que este falso mafaldismo no es un fenómeno nuevo. El querer que los genios hayan escrito lo que nosotros queríamos que dijeran no empezó con los memes y las redes sociales, aunque, obviamente, ahora es mucho más fácil.

Hace tiempo que pululan por las redes los falsos poemas de Borges lamentándose de haber leído demasiados libros en vez de tomar más helados o de ver más atardeceres, falsos párrafos de García Márquez alegrándose de haber vivido una vida plena y falsos versos de Benedetti alentando a sus lectores a no rendirse.

“Ahora entiendo a Borges”, me dijo una vez una amiga que no entendía sus cuentos. No me animé a desengañarla. Obviamente ahora lo entendía… porque no era Borges.

Poner frases engañosas en la boca de Mafalda es más efectivo: al colocar el dibujo de la “verdadera” Mafalda al lado de la frase mentirosa parece cierta: incluso parece más cierta que las verdades incómodas de la verdadera: ahora dice lo que nosotros pensamos. ¡Qué alegría encontrarse con que odia al político que nosotros odiamos!

Mafalda nunca odió a este o a aquel. Trataba con desdén la política y con pena a sus creyentes; sentía angustia por el mundo; sentía dolor por la falta de vida de su mamá y por los temores de gris burócrata de su papá; se sentía cercana y entendía la fascinación de Felipe por las historietas y su aversión a los deberes, el gusto de Susanita por las costumbres de la burguesía a la que siempre miraría desde abajo y de Manolito por los lujos de Rockefeller, a quien siempre admiraría desde su puesto en el almacén de su papá.

Mafalda los escuchaba a todos, por todos sentía una humana piedad. En un mundo de rencores y cerrazones, fue lo más parecido que se creó en América Latina a un personaje que represente la filosofía de una democracia vivible.

Pero ojo: no era ninguna conformista. Tal vez su política se acerque más a su amiga revolucionaria, Libertad. Mafalda pensaba lo mismo que su amiga, pero con menos estridencia. Sabía que el bastón del policía era “el palito de abollar ideologías” y que cuando en una pared encontraba la pintada “¡Basta de censu…” probablemente no era que al rebelde se le acabó “la pintu…”, sino que le cayeron encima a abollarle la ideología.

Una vez le preguntaron a Quino en una entrevista por qué no siguió con la Mafalda adolescente. En los setenta se hubiera convertido en una desaparecida, dijo.

Mafalda (y Quino, su padre) nunca fueron partidarios ni fanáticos de líderes y partidos, sino de principios e ideales. Los de abajo, los obligados a obedecer, los rebeldes aplastados. Y sobre todo el feminismo, que en los años de la tira cómica (se publicó de 1964 a 1973) era una idea revolucionaria.

Mafalda le pregunta a su mamá: “¿Qué te gustaría ser si vivieras?”. La mamá está fregando, cocinando, con el bebé Guille en brazos, y pone tal cara de terror al entender la cruel verdad de su hija que todos los que vimos esa tira en la infancia no se nos quitará jamás de la cabeza.

Con la muerte de Quino, cada diario y revista de España y Latinoamérica rindió su despedida elogiosa al gran Quino, pero también medios en países y para públicos alejados de su obra aprovecharon el momento para explicar por qué Mafalda es importante.

The Economist empieza así su homenaje, llamado La niña que odiaba la sopa: “Mafalda fue más política que Peanuts y más moderna que Asterix, pero no menos famosa que sus rivales. Joaquín Lavado, quien la dibujó con el nombre de Quino que usaba desde la infancia, publicó sus tiras en toda América Latina y el sur de Europa. Fue traducida a 26 idiomas y se sigue republicando hoy”.

Hay en Mafalda una profunda creencia en la inteligencia y la bondad de la humanidad en su conjunto y de sus lectores en particular, y una aguda seriedad bajo la superficie del chiste. Algo que suele faltar en las falsas citas.

En un nivel superficial, es fácil descubrir un falso Mafalda: no está escrito con la caligrafía redonda, cálida y cuidada de Quino, sino en frías letras de imprenta o con escritura falsamente aniñada. Un verdadero “quinista” reconoce la letra de su héroe a la primera.

Pero en el fondo, no hace falta ese detalle formal: Mafalda nunca le da consejos al lector, como sí hacen los gurús de la autoayuda y el New Age.

Y no quiere bajarse del mundo. Ella para siempre querrá cambiarlo.

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14 de noviembre de 2020
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La Unidad Popular, de Alfredo Sepúlveda

50 años después, una crónica revive el trágico gobierno de Salvador Allende.

Como si estuviera contándolo en el diario del día siguiente, con el ojo para los detalles de un periodista parlamentario, Alfredo Sepúlveda escribe que ese 24 de octubre de 1970 “un diputado socialista, Mario Palestro, de estilo directo, campechano y gruesos bigotes de charro mexicano, no se contuvo una vez terminó el recuento de los votos: ‘¡Viva Chile, mierda!’, gritó.”

En su libro La Unidad Popular: Los mil días de Salvador Allende y la vía chilena al socialismo (Sudamericana, primera edición en julio de 2020), Sepúlveda construye con detalles como este y con la mirada doble de la inmersión y la distancia un relato trepidante de los tres agitadísimos años del imposible gobierno de revolucionarios y reformistas.

Fueron mil días de infarto que transcurrieron desde que el pueblo, con un margen estrechísimo, eligió al viejo caudillo Allende, un rocoso parlamentario que se presentaba a la presidencia por cuarta vez. El relato sigue con sus políticas agrarias, sanitarias, industriales, culturales, pasando por 12 intentos fracasados de golpe de estado, y terminando con el décimo tercer golpe, el 11 de septiembre de 1873, que acabó con la democracia chilena y del cual Allende salió muerto, mártir, mito trágico y discutido hasta el día de hoy.

 Sepúlveda, un periodista formado en la Universidad de Columbia y hoy responsable de posgrados en la Universidad Diego Portales de Santiago, se ha especializado en contar el pasado como si estuviera pasando hoy, y en este libro lleva su método hasta hacer comprender al público actual lo que se jugaba en cada momento y cómo lo que sucedió de una manera pudo haber pasado de muchas otras formas. Ya lo probó con el padre de su patria, en una biografía de Bernardo O’Higgins (2007), y con Una breve historia de Chile: de la última glaciación hasta la última revolución (2018).

Este libro ayuda a entender al personaje de Allende, mucho más complejo y multifacético que en los manifiestos que lo canonizan o demonizan: fue un típico operador político parlamentario, como el Frank Underwood de la primera temporada de House of Cards, convertido en sorprendente émulo del Che Guevara como trágico mártir de la revolución. También permite comprender la trayectoria del oscuro burócrata militar Augusto Pinochet, a quién Allende eligió como su último comandante en jefe, y en cuya lealtad creyó hasta el mismo 11 de septiembre: un general ladino y pusilánime que sólo se plegó al golpe a último momento, y probablemente (nunca lo sabremos) porque al estar todos los demás generales ya jugados, corría más peligro fuera que dentro de la asonada.

Pero La Unidad Popular no es, como el clásico La conjura, de la periodista de investigación Mónica González, o el reciente Entre la araña y la flecha, del historiador español Mario Amorós, un relato del gobierno de Allende como antecedente del Golpe. El Golpe está, pero el breve sueño allendista fue mucho más que lo que vino antes de la dictadura de 17 que cambió Chile.  

Se tenía que contar como una historia completa y autosuficiente el experimento único, fascinante que durante mil días juntó a la izquierda respetuosa de las leyes, que desde los años cuarenta representaba Allende, con los jóvenes guevaristas y fidelistas que tomaron la voz y las armas a finales de los sesenta. En vez de argumentar si Salvador Allende estaba llevando a Chile hacia el comunismo de Cuba, hacia otro Vietnam o hacia un socialismo democrático como el modelo escandinavo, Sepúlveda cuenta el paso a paso de ese gobierno y sus personajes, para que se noten sus costuras, sus contradicciones, su brillante incoherencia.

Como los gobernantes de hoy, Allende tuvo poco tiempo para cimentar su legado, para planear futuros de sol y alegría: desde antes de comenzar tuvo que transitar el pedregoso día a día y enfrentar las constantes amenazas. Por eso el libro no termina con el Golpe. Esa escena final está en el penúltimo capítulo, con el ataque a La Moneda y el testimonio de los últimos que lo vieron con vida, empuñando el fusil que le regaló Fidel Castro para inmolarse por la democracia.

La última escena es, en cambio, el tremendo discurso radial, la despedida de un político hábil convertido conscientemente en héroe de una tragedia griega en esa alocución que todavía pone la piel de gallina.

Cuando ya todo estaba perdido, finalmente Allende se permite dejar la batalla del presente y mirar al futuro. “Sigan ustedes sabiendo que más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.  

 

Entrevista con Alfredo Sepúlveda

“Los éxitos de Allende, no sus fracasos, fueron la causa del Golpe”

¿Por qué te propusiste escribir La Unidad Popular?

Pensé que sería útil y necesario tener esta historia ordenada y completa; así no la encontré salvo en tradiciones orales, y quise hacerlo en forma narrativa. Estaba desperdigado en ensayos, memorias, la construcción está en memorias y sobre todo audiovisuales. Quise hacer un texto neutro para que fuera la narración lo que se impusiera sobre el punto de vista, como si no fuera chileno. Relato descomprometido de las dos grandes narraciones: el mito totalitario y el socialdemócrata. El de los militares para buscar su legitimidad, que pintaban el gobierno de la UP como un camino a Camboya o Cuba, y el socialdemócrata, que lo mostraba como los sistemas nórdicos. Había que contarla como si estuviera viviendo en ese tiempo, con esas circunstancias y no las actuales, porque por las circunstancias del momento eligieron sus caminos. Busqué que el lector también sintiera que eso está pasando mientras lo están leyendo.  

Buscaste romper mitos…

Cuando te metes en la historia ves que los períodos son más complejos que los mitos. La UP fue un intento de transformación radical hacia el socialismo marxista, pero no quiere decir que iba a ser Cuba ni tampoco Suecia. Aquí se pretendía el traspaso de riqueza una clase social a otra. Es marxismo clásico. Pero se termina siempre hablando de qué hubiera sido… y no lo sabemos. Iba a haber una transformación del sistema político, que el congreso bicameral iba a dar paso a una Asamblea Nacional, que la justicia iba a dar lugar a otra cosa. Allende quería intervenir en los tres poderes, pero más allá de eso es difícil establecer qué iba camino a ser. Porque nunca se pudo establecer y pensarse más allá del día a día.

¿Qué dificultades tuviste?

La dispersión de la información. Tuve que construir la cronología y me demoré 4 o 5 meses. Por ejemplo, hubo muchos intentos de golpes de antes del 11 de septiembre. La del 11 de septiembre del 73 esa fue la última conspiración de muchas. Fueron 13 conspiraciones, en mayor o menor grado. La primera fue de la CIA que termina con el asesinato del general Schneider, que intenta que el congreso no elija a Allende, y fracasa. Eso muestra que los intentos empezaron antes de que empiece el gobierno de la UP.

¿Cómo cuenta esto un periodista distinto de un historiador?

Primero, un gran cuidado por la estructura narrativa. Intento deseducarme, porque se corre el riesgo de empezar a construir mitos. Me limito a presentar los hechos y relacionarlos con la evidencia. Como periodista, no tengo que contestar los porqués pero sí armar el rompecabezas para que los lectores vean el paisaje. Yo soy muy adicto a los historiadores ingleses, que relacionan narración con historia. Lo que se parece más a lo que yo hago, la divulgación histórica, son las historias generales. Y eso se puede hacer ahora, pienso. Es hora de ver el período sin ser esclavos de lo que pasó después. Puedo ser crítico con la UP porque no estoy ahora legitimando la dictadura. Cualquier crítica era en esa época hacerle el juego al enemigo. 

¿Cuál es el legado del gobierno de Allende hoy?

Fue muy rápido y bastante exitoso en lo que buscaba, pero parte de esos éxitos, no sus fracasos, fueron la causa del golpe. Por ejemplo, desapareció el gran latifundio y fue el origen de la estructura ya no semifeudal, sino empresarial, que dura hasta hoy, lo que permitió un capitalismo liberal. Allende trajo la modernidad. Sin la desaparición del latifundio no hubiera sido posible la agricultura moderna en Chile. Pero la reforma agraria tan atropellada, hizo que la derecha chilena fuera golpista. Su otro gran legado es la nacionalización del cobre, que permite que el fisco tenga recursos seguros para llevar adelante las políticas sociales. Es la base de políticas sociales de la Concertación, financiadas por la bonanza del cobre que se genera con Allende.

¿Y cómo ves al personaje de Allende? ¿Piensas que todavía su muerte determina todo lo que sentimos y pensamos de su vida?

Con Allende pasa que tiene una estructura mítica, un santo laico para toda la izquierda, y un mártir para la democracia chilena. Históricamente le asignamos más competencia que la que tuvo. La UP fue un gobierno de partidos, el presidente estaba limitado: los partidos eran más fuertes que él. Eso es parte de la tragedia: Allende nunca pensó en dirigir él. A mí su figura se me sube, porque cuando hago el análisis de su último discurso, al final él elije al sistema democrático por sobre la UP, es más institucional que socialista. En ese discurso no hay referencia al marxismo sino a la democracia, los trabajadores y los pobres. No quiere que se lo recuerde como un revolucionario sino como un representante de la constitución y las leyes. Es discutible, pero él creyó eso hasta el final. Y se quedó solo. El resto de los partidos no lo acompañaron.

¿Por qué decidiste terminar con el famoso último discurso de Allende?

Me di muchas vueltas, en un momento pensé que era muy obvio, pero es tan trascendente para la historia del país que por eso lo puse al final. Quise contar la historia de un experimento llamado Unidad Popular, cuyo líder estuvo dispuesto a terminar con la UP para salvar la democracia y salvar a Chile del baño de sangre. Y fracasa y esa es la tragedia.

Este texto es parte de un artículo publicado en la Revista Eñe el 30 de octubre de 2020

 

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30 de octubre de 2020
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La vía chilena al derecho pleno

El domingo 25 de octubre, 50 años y un día después de que Congreso de Chile eligiera a Salvador Allende, como presidente de la República, la sociedad chilena finalmente empezó a desmontar el sistema dictatorial que acabó con el sueño de la Unidad Popular.

Allende había gobernado siguiendo rigurosamente los principios de la constitución de 1925: ésta le permitió nacionalizar el cobre, realizar una profunda reforma agraria, garantizar educación, salud y medio litro de leche al día a todos los niños. Pero el sistema parlamentario le impidió avanzar más: era limitado el poder presidencial y sus aliados le dificultaron el camino y terminaron dándole la espalda.

Cuando el 11 de septiembre de 1973 los aviones de la Fuerza Aérea bombardearon La Moneda y destruyeron la frágil democracia que Allende defendió hasta el final, se propusieron montar un sistema con más poder presidencial, control de las Fuerzas Armadas y permitir la privatización de las tierras y los recursos naturales, incluso el agua.

Así el cerebro jurídico de Augusto Pinochet, el abogado Jaime Guzmán, forjó con un grupo de colaboradores una nueva constitución en 1980, que fue ratificada en un espurio plebiscito sin listas electorales ese año, mientras imperaba el terror. Los militares tardaron una década en entregar el poder y que su constitución empezara a regir. Con parches y enmiendas, es la constitución que hoy impera en Chile.

Algunos incisos tremendos, como los puestos de “senadores vitalicios” para, entre otros, los ex comandantes en jefe de las FFAA (por lo cual la transición pactada comenzó con el mismo Pinochet sentado en el senado), fueron luego derogados. Otros, como las exorbitantes mayorías necesarias para hacer cambios, continúan en pie.

Por eso, en cuanto se desató el estallido social en octubre del año pasado, una de las demandas más repetidas fue cambiar finalmente la constitución de la dictadura. A tres semanas de la revuelta que trajo de vuelta el toque de queda y el estado de alarma, el gobierno y la oposición pactaron un referéndum para proponer una nueva constitución.

Se llevó a cabo este 25 de octubre, un día después del 50 aniversario de la ratificación de Allende por el Congreso. Y ganó el sí por casi el 80 por ciento de los votos. Las calles se convirtieron en una fiesta constante desde dos horas antes de terminar el horario de votación.

En el lugar emblemático de todas las marchas desde el estallido hace un año, alguien trajo una enorme bandera negra. En su centro, un retrato de Salvador Allende, el Compañero Presidente.

 

Este texto es parte de un artículo publicado en la Revista Eñe el 30 de octubre de 2020

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30 de octubre de 2020
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Joan Miró: El indignado discreto

En plena Guerra Civil española, la República encargó a los dos principales pintores de la época sendos murales para el pabellón español en la exposición universal de París. Pablo Picasso pintó el Gernika; Joan Miró, la imponente estampa de un orgulloso campesino catalán transformado en miliciano: El segador.

El Gernika fue transportado a Nueva York, y con la vuelta de la democracia a España se instaló con gran pompa en el Museo Reina Sofía de Madrid. Ahora es un símbolo de los horrores de la guerra en general y del fascismo en particular. Es parte de la memoria colectiva de occidente.

 El segador, en cambio, desapareció sin dejar rastro. Cuando desmontaron el pabellón en París, el cuadro se esfumó. Quedan fotos de Miró subido a un andamio, manchado de pintura, trabajando en su gran lienzo.

 ¿Quién se acuerda hoy de que Miró, despreciado por muchos militantes del ‘arte comprometido’ como un pintor abstracto y metido en su colorido mundo interno, se jugó también por la República? Los tópicos son difíciles de borrar, y el mito del Miró ‘infantil’ ya casi se convirtió en un chiste: ¿quién no dijo, creyéndose ingenioso, que esos círculos de colores primarios los podría dibujar un niño de seis años?

La primera edición de este ensayo la escribí y publiqué en 2012, porque ese año, Londres, Barcelona y Washington se unieron para terminar con ese desprecio. Vuelvo ahora a estas ideas sobre el luchador tranquilo, el indignado discreto, porque siento que siguen diciendo algo que se me hace importante.

Yo había visitado varias veces antes el Museo Miró de Barcelona y conocía – o creía que conocía – su obra. Pero ese año, la exposición de la “vuelta a casa” de gran parte de la obra del genio a su ciudad, las charlas y conferencias y la exposición paralela de carteles me descubrieron al artista tímido que desde entonces, para mí fue el más valioso entre tantos egos sueltos.

Del Miró político, comprometido a su manera, resistente e indignado, trataba la macro-exposición que vi en marzo de ese 2012 el Museo Miró de Barcelona. Un Miró hasta entonces oculto tras la máscara del pintor poético, onírico, aniñado y atildado. Para Rosa María Malet, la directora del Museo Miró de Barcelona, el maestro catalán estuvo siempre atento a las injusticias de su tiempo, siempre comprometido con el presente y con su pueblo. Pero lo hacía de forma dignamente discreta, sin aspavientos.

 “Picasso ayudaba a los exiliados en Francia y lo pregonaba a medio mundo; Miró también ayudaba, pero lo hacía de forma callada, modesta. Cumplía con su deber, no hacía un show de ello”, dijo Malet en una de las mesas redondas que me hicieron redescubrir al maestro.  

Esa exposición reunió 176 obras de todos los períodos del prolífico y longevo artista (nació en Barcelona en 1893 y murió en su lugar de trabajo y refugio, Palma de Mallorca, en 1981).  

Una tesis sobre el tercero en discordia

Desde el centenario del nacimiento del pintor, en 1993, no se hace una mega-exposición de Miró. Y entonces fue enciclopédica: buscaba mostrar todas las facetas del pintor.

En 2012, en cambio, el redescubrimiento se basó en que ahora se veía la obra de Miró en forma temática, de tesis: aspirando a demoler los falsos mitos sobre la progresiva elección del artista por la abstracción vista como falta de compromiso con los graves asuntos de su tiempo. 

La tarea era difícil, porque parecía haber dos posibles caminos en la pintura del siglo XX: el de Picasso, por un lado, y por otro el del genial payaso de sí mismo Salvador Dalí.

En la Guerra Civil, en la Segunda Guerra Mundial, en la guerra fría en el mundo y la represión franquista en España, dos famosos pintores españoles tomaron bandos opuestos: Picasso se afilió al Partido Comunista, fue celebrado por los intelectuales de izquierda y mirado con perplejidad por quienes admiraban su fuerza de trabajo, su creatividad y su forma de demoler mundos; en el otro rincón, Dalí se vendió al marketing, pactó con el régimen de Franco, fue agasajado por los viejos mandamases y los nuevos ricos, se solazó en el uso del surrealismo para revolcarse en su estrafalario mundo interior y darle la espalda a los sufrientes del mundo. Su obra es genial, pero, como él mismo se definió en uno de sus cuadros más perfectos, es la obra de "un gran masturbador".   

¿Y Miró? ¿Qué hacía Miró mientras Picasso se exhibía como revolucionario de brocha fina y Dalí se vendía al mejor postor? Miró inició una revuelta callada, discreta, que sólo años después de su muerte se comienza a entender.

Cuando Stalin ordenó someter el arte al realismo socialista, “André Bretón, como pope de los surrealistas, bajó la orden de que había que servir al Partido”, dice Joan Minguet, profesor de historia del arte contemporáneo en la Universidad Autónoma de Barcelona y autor de Miró y su entorno cultural. “Miró no comulga con el realismo; defiende su arte como una revolución, no como una herramienta al servicio de la revolución”.

Primero, se centró en su lugar en el mundo, el paisaje catalán y el mundo campesino. El segador de su cuadro para la exposición parisina no es un sufriente genérico, que representa a todos, como las figuras cubistas del Gernika: es un campesino catalán de un lugar y un momento determinado. No es declaradamente universal, pero logra mostrar el mundo pintando su aldea, como pedía Tolstoi.

Tras la Segunda Guerra Mundial, Picasso prestó su fama y regaló su paloma de la paz a la Unión Soviética de Stalin; juró no volver a España mientras gobernara Franco, y no volvió. Dalí pactó con el régimen, fue homenajeado y hecho marqués, y vivió sus últimas décadas en dos palacios: en uno vivía él y en el otro, su extraña musa, Gala.

Miró no soportó vivir lejos, pero tampoco se plegó a los halagos del franquismo. Se recluyó en un pueblo de Mallorca, donde pintaba febrilmente. No aceptó honores ni exposiciones en su país: cada vez que se anunciaba una exposición de Miró en París o Nueva York, sus admiradores de Barcelona tenían un día para ver las pinturas, antes de ser subidas al barco. Esos días mágicos la ‘intelligentsia’ catalana se apresuraba a contemplar los nuevos trazos libres del rebelde oculto.

“La grandeza de Miró es que vivía en su tiempo, y cuando coincidió con momentos trágicos de España y el mundo, mantuvo firme su defensa de la democracia contra el fascismo y de Cataluña, su tierra, contra la desmemoria”, explica el profesor Minguet.

El cuadro más famoso del Miró joven, el que lo hizo saltar a la fama, se llama La masía, que es una casa de campo catalana. El gran ensayista Robert Hughes lo usa como eje para describir la identidad y el espíritu de Cataluña en su gran ensayo Barcelona. Es una detallada pintura de una casa de piedra campestre, un huerto, un corral con animales. Es detallista, muestra lo que él veía, pero sólo puede ser de Miró. Es una mirada única al mundo en el que esa mirada tiene sentido. No es realista, no es impresionista ni primitivista ni surrealista, pero abreva de todas esas fuentes. Muestra una mano segura y una idea clara de lo que quiere pintar y cómo lo quiere hacer.

La masía (que ‘vive’ en la National Gallery) es una de las decenas de pinturas de Miró que rara vez se pueden ver en ‘su’ museo de Barcelona, una construcción mediterránea, solar, planeada por el arquitecto Josep Sert en permanente consulta con Miró. Decenas de cuadros del maestro, como muchos de la serie de las Constelaciones, cielos de óleo cubiertos de extrañas criaturas de colores, a la vez alegres y desconcertantes, nunca antes habían estado juntas en una exposición.

Condenado a la esperanza

En una veintena de salas de los tres pisos del Museo Miró (todas menos tres, una para la colección permanente y dos para el inclaudicable compromiso con jóvenes creadores), se desplegó gran parte de la obra del escurridizo, poco comprendido Joan Miró, desde los paisajes catalanes de la primera época, pasando por los monstruos coloridos de su despliegue surrealista en el París de los años veinte, las deslumbrantes Constelaciones, las pinturas cada vez más despojadas, menos coloridas, de sus años de exilio interior en Mallorca, para terminar con su obra más furiosa: el tríptico ‘La esperanza del condenado a muerte’, telas de un blanco desafiante, desgarradas por una línea negra aparentemente casual y un punto de color, como un destello de luz en la noche.

El régimen de Franco estaba a punto de ahorcar con garrote vil a su última víctima, el anarquista Salvador Puig Antich. ¿Debió el maestro ser más explícito? Puede que una sola de estas telas deje al observador perplejo. Todas juntas dejan claro que el maestro tenía un mensaje. Y que quería transmitirlo sin comprometer un ápice su credo estético. Aunque lleve décadas que lo entiendan.  

Como si se completara un puzle, siempre recordaré como, en esa exposición impresionante, ‘La esperanza del condenado a muerte’ de pronto adquirió un nuevo sentido al ser puesta junto con las Telas quemadas, lienzos pintados de los dos lados y rotos por el fuego, que no mitiga, sino que enfatiza el mensaje.

En todo este recorrido pude percibir con claridad que Miró, bajo sus dibujos aparentemente infantiles, de líneas sinuosas y claras y colores primarios, estaba expresando un mundo interior irreductible, y al mismo tiempo hablándole a su pueblo y a su tiempo.

Miró no se plegó al gusto popular ni a las órdenes de Moscú: tal vez por eso, los niños catalanes hacen hoy en sus escuelas alegres ‘mirós’, y en estos días de otoño soleado, hacen cuadras y cuadras de cola para entrar a la exposición que muestra la obra de un pintor insustituible y demuestra que hay un tercer camino entre la protesta ruidosa y el auto-marketing.   

“Hace unas décadas no podíamos hablar de Miró”, le explica el decano de los críticos de arte catalanes, Daniel Giralt-Miracle, al público del panel que inauguró los actos que acompañaron la exposición. Durante mucho tiempo fue incómodo por su “compromiso moral con la libertad, porque era un hombre que buscaba siempre la libertad individual y la libertad colectiva. Pero no era panfletario: se indignaba con lo que no le gustaba”.  

La mano del cartelista comprometido

Cualquier turista que se encuentre en una calle de Barcelona con una de las innumerables oficinas de la entidad financiera más poderosa de Cataluña, La Caixa, notará que su omnipresente logo – una estrella azul con las puntas redondeadas, un punto amarillo pequeño y un punto rojo más grande en alegre desparpajo, “parece un Miró”.

No lo parece: es un Miró. En los últimos años del franquismo y la inmediata posguerra, el veterano artista se implicó en llenar su ‘país’ catalán de símbolos y apoyos, siempre en su lenguaje visual inconfundible. Así, carteles de Miró protagonizaron la campaña para la aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, el primer diario en catalán (el Avui), campañas del Fútbol Club Barcelona durante la transición. En los años setenta y ochenta, no hubo congreso o manifestación por la defensa de la autonomía, la lengua y la cultura catalana que no tuviera su cartel mironiano.

Los carteles de Miró, en los que se ve claramente que tuvo los mismos estándares de calidad que su obra ‘seria’, pertenecen a la parte más fresca y vitalista de su producción: son diseños simples, de una idea básica, con los contornos fuertes y colores primarios.

Coincidiendo con la exposición del Museo Miró, el Museo de Historia de Cataluña dedicó su principal sala temporal a los carteles del maestro. En esas semanas mágicas visité también esa exposición, que se llamó Joan Miró: Carteles de un tiempo, de un país.

En el galpón portuario que aloja el museo histórico informaban, convocaban y gritaban los carteles de Miró. Pero por la proliferación de estatuas, logos y símbolos que siguen decorando la ciudad desde su muerte en 1983 (en casi cada esquina hay una Caixa, en cada quiosco el diario Avui muestra la grafía de Miró) hacen que la exposición pudiera ser vista como la prolongación de la calle.

En el cartel a favor del Estatuto de 1979, Miró dibuja franjas rojas y amarillas – la bandera catalana – como las teclas de un piano, y la frase ‘Volem l’Estatut’ se escapa de la página, como un guiño al observador comprometido. Las dos últimas letras quedan colgando, a un costado, y lo que salta a la vista es un utópico ‘Volem l’Estat’ (Queremos el Estado), el oculto anhelo independentista del pintor.

Pero no todos los carteles mironianos tienen que ver con la ‘patria chica’ del pintor. Por su fama internacional, Miró también fue convocado a realizar el cartel que dio a conocer las campañas de derechos humanos de Amnistía Internacional y las de sitios patrimonio de la humanidad de la UNESCO. En el texto explicativo de la exposición de carteles, los directores del Museo de Historia y del Museo Miró alertan al visitante de un detalle revelador: en ambos carteles las figuras – parches de colores primitivistas – muestran la palma de una mano.

Es la mano del pintor, embadurnada de negro.

En la estética de cada uno de estos carteles, no puede dejar de notarse la mano pintada como un elemento expresivo, potente y personal. Es la marca secreta del artista comprometido.

El legado del maestro tímido

¿Está creciendo el interés por este artista que durante su vida fue difícil de encasillar? “Picasso fue el gran pintor del siglo XX”, dice Rosa María Malet. “Pero Miró será el gran pintor del siglo XXI”.

¿Será realmente así?

Según los críticos, es difícil encontrar en los pintores actuales huellas directas de los gigantescos, carismáticos rivales del tímido Miró. ¿Quién es el nuevo Picasso? ¿El nuevo Dalí?

Sin embargo, si cruzamos la ciudad y nos internamos en el Museo Tàpies, que muestra la obra del más importante pintor de la generación siguiente, o si se visitan las extensas muestras que salas como Caixafòrum o el Centro Santa Mónica dedican al más famoso de los pintores jóvenes, Miquel Barceló, se percibe fácilmente el influjo de Miró: la aparente simplicidad del dibujo, la abstracción que se vuelve forma, los colores terrosos extendidos por las telas, el enraizamiento en el terruño, el uso de símbolos históricos o religiosos como material plástico.

Detrás de un Tàpies o un Barceló está la sombra, callada y firme, de Joan Miró.

Tal vez El segador no se perdió, después de todo.

 

Una versión de este texto fue publicada en el suplemento de cultura del diario argentino Perfil en 2012.

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17 de octubre de 2020
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