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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

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Ver al otro: Tommy Lapid y la anciana en la casa derrumbada

 

Hace años que esta historia me ronda. Es la historia de una mirada. La mirada de un extraño y apasionante político israelí que se atrevió a ver al otro – una anciana palestina - como una imagen en el espejo. A cuatro años de su muerte, quiero homenajear con este relato a Tommy Lapin, judío ateo, deslenguado, ácido y valiente, tan imperfecto como querible. Y que muchos se atrevan a mirar como él.

*          *          *

Se llamaba Tommy Lapid. Nació en 1931 en la antigua Yugoslavia, con un nombre mucho más complicado. Eran judíos. Cuando tenía 12 años vino la Gestapo a buscar a su padre. Muchos años después, recordó el abrazo y las palabras del padre: “Tal vez nos volveremos a ver, tal vez no”. Los dos sabían que era la última vez. El padre y la mayoría de los familiares de Tommy Lapid murieron en campos de concentración.

La abuela fue a Auschwitz. Lapid la recordaba siempre buscando sus medicinas, por toda la casa.

Tommy fue rescatado del gueto de Budapest por las tropas soviéticas. Llegó a Israel a los 17 y sin salir del muelle se alistó para pelear por una tierra y un futuro para los judíos.

Fue periodista y polemista, partidario de un Israel laico, con menos poder para los extremistas religiosos. Fundó un partido entre izquierdista y liberal. Y fue un encendido defensor del derecho a existir del Estado de Israel y de la preservación de la memoria del holocausto. Hasta su muerte fue presidente de la Autoridad para el Recuerdo de los Mártires y Héroes del Holocausto.

En el Kneset defendió el matrimonio laico,  el servicio militar también para los ortodoxos, limitar el dinero para organizaciones ultrarreligiosas. Y demoler las colonias en terrenos palestinos. Y la paz con los palestinos.

La política crea extrañas parejas: a comienzos de siglo, para que Ariel Sharon no tuviera que pactar con los ultraortodoxos, el partido de Tommy Lapid se alió con él. Lapid fue nombrado ministro de justicia.

Lapid era visto como una espina en el país que mezclaba nación y religión. Era un judío ateo. Pero su poder y su presencia en el Parlamento, su familia exitosa – su esposa era una importante novelista, su hijo mayor, presentador de la televisión pública – mostraban un rasgo importante de la democracia: la posibilidad de disentir y oponerse, el debate encendido pero limitado a las palabras.

*          *          *

En 2004 Tommy Lapid estaba viendo la televisión y le ocurrió una revelación. Vio unas imágenes de una demolición de casas de palestinos por el ejército israelí. Recuerden que en ese momento él era Ministro de Justicia.

Y Tommy vio en la televisión a una anciana palestina buscando sus medicinas entre las ruinas de su casa. Y se le vino a la mente la escena de su abuela buscando sus medicinas desesperadamente.

La abuela palestina le recordó a su abuela judía muerta en Auschwitz, le dijo Tommy Lapid a un periodista de la BBC.

Ese comentario terminó con la carrera política de Tommy Lapid. Su partido lo desautorizó. Sharon le exigió que se retractara. Lapid dijo que de ninguna manera estaba comparando la Shoah con la situación de los palestinos. Pero el daño estaba hecho. Su sacrilegio corrió como reguero de pólvora.  

La política de mano dura de Israel incluía demoler las casas de familias donde tuvieran información de que un miembro se unió a Hamás o hubiera participado en un atentado. En las casas palestinas suelen vivir, hacinados, la familia extendida del ‘terrorista’ y otras familias. En el momento en que un israelí – y mucho más un dirigente, un ministro – se atreve a ver el sufrimiento de los palestinos todo el andamiaje de la autopercepción de los judíos de Israel corre el riesgo de venirse abajo. No entender, no justificar, no comparar. Ver.

Ver al otro como alguien como uno, pero del otro lado.

*          *          *

En 2008, cuando murió Tommy Lapid, los líderes ultraortodoxos sorprendentemente le dedicaron elogios fúnebres. Fue un contendiente formidable, leal y honesto, dijeron. Lo que te tenía que decir, te lo decía a la cara. Qué suerte que ya no esté, pero le echaremos de menos, dijeron.

Para su funeral, él mismo eligió un verso de Dylan Thomas, leído por su hijo, el periodista: ‘No vayas gentilmente hacia la dulce noche: enfurécete, enfurécete contra la muerte de la luz’. 

Para mí el eje de su larga vida y su implacable inteligencia y sentido de la decencia y la justicia está en ese momento en que prendió la televisión y se atrevió a ver a la anciana palestina y pensar en su abuela muerta en el Holocausto. 

En ese momento, a mitad de camino entre las imágenes y sonidos del televisor y los ojos y oídos del Ministro de Justicia Tommy Lapid, se produjo un descubrimiento, una visión, una epifanía. Aunque es una palabra extraña para aplicar a un ateo deslenguado como Tommy Lapid, creo que eso es lo que pasó. Una epifanía.

Su profunda humanidad y su insobornable coherencia no le dejaron otra salida: No mires al costado, Tommy. Esa vieja es como tu abuela, en el pueblo, allá en Serbia, cuando llegaban los nazis y las malditas pastillas no aparecían. Esa vieja palestina es tu abuela. Es de los tuyos, Tommy.

¿Ahora qué vas a hacer?

 

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13 de mayo de 2013
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La clase magistral como espectáculo

El dramaturgo Terrence McNally fue el primero en entenderlo. En 1995, vio la semilla de una obra de teatro en las clases magistrales que la soprano María Callas había dado para jóvenes cantantes de ópera en Nueva York en los setenta.

Callas era una cuarentona, todavía era joven, pero su increíble voz estaba en ruinas, y el amor de su vida, Aristóteles Onassis, la había dejado por Jackie Kennedy. Guardaba, eso sí, todo su arte, y lo descargaba a palazos en sus pobres alumnos, junto con su bilis, su enorme frustración, y unas impagables lecciones de vida.

De Broadway a París, la obra de McNally, Master class, fue un éxito planetario. Nuria Espert paseó una Callas memorable por media España.

Con la proliferación de Youtube y las redes sociales, la filmación con cámara fija de clases de música se convirtió en un hit. La periodista literaria argentina Leila Guerriero termina su antología de crónicas Frutos extraños usando una de las ‘master class’ más visitadas: el viejo león Daniel Barenboim le explica al joven tigre Lang Lang que debe ejecutar un determinado crescendo en una sonata de Beethoven “como si fueras a saltar y, en el último momento, ante el precipicio, no saltas”.

La música, ese arte efímero, inmediato, que se crea en cada momento y que deja de existir apenas las ondas se disipan por el aire, es ideal para que su enseñanza se transforme en un espectáculo.

Desde la película y la serie Fama hasta el reality show Operación triunfo y la escarizada El cisne negro, un maestro, un alumno y sus respectivos instrumentos – el cuerpo, la voz, un par de pianos – es todo lo que se necesita para que surja con fuerza la metáfora: aprender a tocar, aprender a bailar, aprender a cantar es siempre ahondar en el autoconocimiento y acercarnos por un momento a lo inefable.

 

(Una versión de este texto fue publicada en Cultura/s de La Vanguardia como acompañamiento a una crónica de la Master Class del pianista Alfred Brendel con el Cuarteto Casals el año pasado)

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9 de mayo de 2013
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Desenterrar el pasado, enterrar el futuro: un clásico de David Remnick

Un libro indispensable. La tumba de Lenin, de David Remnick. El director de The New Yorker lo publicó originalmente en 1984, finalmente lo publicó en castellano Debate el año pasado, dura 863 páginas pero se hace corto. Esta es una versión abreviada de mi comentario, publicado en Cultura/s de La Vanguardia.

 

 El 19 de agosto de 1991, el coronel Alexander Tretetsky, de la fiscalía militar soviética, dirigía la excavación de huesos de militares polacos que habían sido asesinados en Katyn en 1940 por órdenes de Stalin, cuando le llegaron órdenes de la KGB de detener sus actividades.

Tretetsky decidió desobedecer. La orden era ilegal, como era ilegítimo el golpe de estado contra Mijail Gorbachov que ese día empezaron a ejecutar, con increíble torpeza, defensores del sistema soviético que la historia estaba barriendo. Los golpistas fracasaron, Gorbachov fue reinstalado, y poco después Boris Yeltsin abolió el sistema y declaró ilegal el Partido Comunista.

El periodista David Remnick, actual director de la revista New Yorker y corresponsal en Moscú del Washington Post de 1986 a 1991, comienza a contar su monumental relato de la caída del comunismo y la transformación del mundo con Tretetsky, un personaje menor pero que representa la importancia de desenterrar y confrontar el pasado para construir un futuro distinto.

A partir de allí, La tumba de Lenin se abre en cien direcciones. El libro tiene aliento tolstoiano y un puñado de personajes memorables, como la trágica y amable ‘conciencia moral’ de la nación, Andrei Sajarov, el profeta furibundo Alexander Solzhenitzyn, el duro alfil del partido convertido en constructor del cambio Nikolai Yakovlev, y sobre todo el destructor del régimen, el fascinante y contradictorio Mijail Gorbachov.

Como en una extensa novela histórica, estos personajes gigantescos son presentados como personajes de tragedia griega. La crónica del funeral de Sajarov, por ejemplo, es un momento memorable donde el periodismo combina el detalle con el mito para volverse gran literatura.

Pero lo que hace apasionante la lectura hoy de este libro, publicado originalmente en 1984 como historia del presente contada por un periodista excepcional, es su capacidad para entrelazar los grandes relatos de la Historia y las grandes teorías sociales y políticas con la historia pequeña, las desventuras, luchas y frustraciones de centenares de hombres y mujeres que vivieron uno de los experimentos sociales más profundos y ambiciosos que jamás se realizaron.

David Remnick, quien ganó con este libro el Premio Pulitzer e inició la carrera que lo llevaría a ser hoy el personaje más relevante del periodismo literario de su generación, comenzó su carrera como periodista de deportes y luego, como corresponsal del Washington Post, marchó a Moscú con su flamante esposa, que le haría la competencia para el New York Times.

Tras La tumba de Lenin publicó una colección de crónicas de la nueva Rusia (Resurrection) y dos colecciones de reportajes. Su perfil de Mohammed Alí, Rey del mundo, es un clásico del periodismo deportivo.

Hace dos décadas asumió la dirección de la revista New Yorker y la mantiene como el referente máximo de literatura de hechos reales en Estados Unidos. Cada tanto alegra a sus admiradores con historias de jazz, de béisbol o de la nueva y deprimente Rusia.

Para esta nueva edición de La tumba de Lenin, Remnick denuncia el retroceso de la democracia y la vuelta del autoritarismo con Vladimir Putin y su camarilla, pero confía, pese a la evidencia en contrario, en que algún día Rusia se transforme en “un país con problemas en vez de catástrofes, en un lugar que se desarrolla en vez de estallar”.

Si eso llega a pasar, este relato ya clásico de la caída del imperio seguirá siendo al menos tan valioso como el trabajo modesto del coronel Alexander Tretetsky desenterrando hueso a hueso los crímenes ocultos del estalinismo.

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5 de mayo de 2013
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¿Qué hace a un buen cronista? y otras cuestiones de periodismo narrativo

La Fundación Gabriel García Márquez para un Nuevo Periodismo Iberocamericano (FNPI) está juntando a los cronistas del continente en una ambiciosa guía. Es un mapa del estado de nuestro oficio y nuestra pasión, y un inventario de muchos de los que nos dedicamos a esto. Hace unos meses nos lanzaron una serie de preguntas básicas, que no son ni simples ni fáciles de contestar.

Quiero compartir con ustedes mis propias respuestas:

¿Qué hace a un buen cronista?

La mirada, la originalidad, la fidelidad a los datos, la honestidad, el estilo cuidado y maleable, la voluntad de entrar en una conversación con las grandes obras de la literatura: el decir algo nuevo y decirlo bien y de una forma nueva.

¿Por qué decidió ser cronista?

En parte porque me enamoró la obra algunos cronistas del pasado y el presente, en parte porque las manos se me van casi solas hacia esta forma de escribir la realidad, en parte porque creo que es una manera valiosa, útil, necesaria de contar lo que nos pasa.

¿Cómo identificar una buena historia?

Con un hormigueo en los pelos de la nuca, que me indican indefectiblemente que estoy leyendo algo que vale la pena, que me implica, que me emociona. El no poder dejarla, el sentirme apelado. En lo técnico: en poder entender la estructura desde el principio pero encontrarme después con gratas sorpresas, y en el uso de metáforas y comparaciones inesperadas.

¿Para qué sirve una crónica?

Para hacernos gozar y sufrir y pasar un buen y un mal rato a la vez mientras la leemos; y después el habernos enseñado algo importante, valioso del mundo que nos rodea y de nosotros mismos. El hacer que veamos el mundo y nuestro mundo de una forma más compleja, y hacernos conocer realidades y puntos de vista que ni sospechábamos.

¿Qué crónicas lee y qué busca en una buena crónica?

Soy muy ecléctico: me gustan las que me meten en la vida de gente muy distinta a mí, pero no de frikis sino de gente “normal” pero de una normalidad alejada de la mía. Me gusta sumergirme en historias donde se juegan temas de vida, muerte, identidad, amor, odio, humillación, reconciliación, injusticia y lucha por la justicia. Como en la respuesta anterior, busco que me lleguen y emocionen mientras las leo, y que después me cambien para siempre.

El resto, y mucho más, en la flamante web de Nuevos Cronistas de Indias de la fundación:

http://nuevoscronistasdeindias.fnpi.org/cronistas/

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28 de abril de 2013
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Para escribir crónicas tengo una herramienta secreta. Se llama Lisa.

Acaba de cumplir tres años. Es negra azabache y saca una lengua descomunal cuando está cansada. Es un hermoso perro labrador hembra. ¿O debería decir una labradora?

Lisa tiene las cualidades perfectas para el periodismo: se detiene a oler cada pis y caca que encuentra en la calle, mete la nariz en el culo de todos los perros con los que se encuentra, tiene mucha paciencia y se adapta con gran inteligencia emocional a los juegos que proponen los otros chuchos.

En nuestra división del trabajo familiar, yo la saco a primera hora de la mañana y  después de cenar. Cuando volvemos de una cena o un espectáculo, ni siquiera me quito el abrigo. Abro la puerta, tomo la correa y la acompaño a la calle, aunque sean las cuatro de la mañana.

Cuando Lisa y yo salimos, mientras espero que de vueltas por el pasto y se decida a bajar las patas y levantar la cola, aprovecho para pensar, meditar, decidir, evaluar. Trabajo muy concentrado. Como mis salidas con Lisa son pura acción y alegría (Lisa siempre me pone contento), me deja toda la cabeza libre para darle vueltas a la crónica, el reportaje, el perfil, la clase o el capítulo de libro que estoy tramando.

*          *          *

Creo que todos tenemos que tener uno o más momentos en el día en que nos obliguemos a desempeñar una tarea que nos dé tiempo para pensar. Tenemos que estar solos – puede ser en el baño, o caminando por la calle, o en la cama, o en un sillón – o mejor aún, con una perra como Lisa, que nos mira como diciendo: ¿Ya está? ¿Ya te diste cuenta de cómo tiene que empezar esa crónica? ¿Podemos volver?

Hace un par de años estaba trabajando en un largo perfil de Plácido Domingo para la revista Gatopardo. No lo hubiera podido hacer sin esas mañanas y noches con Lisa. ¿Qué tengo hoy? ¿Cómo voy?, me preguntaba cada día mientras recogía la caca en su bolsita negra y le hacía el moño.

En uno de esos momentos me vino la primera escena como una iluminación.

En un momento de la última función de ópera que cantó Domingo antes de cumplir los 70, las chicas del coro lo elevan sobre sus cabezas, y él, acostado sobre las manos de las bailarinas, descalzo, se pone a caminar por la pared mientras canta un aria muy difícil.

Es en parte una escena circense, pero es mucho más: es gran arte, es un auto-desafío de un artista único y es la escena en la que veo, escucho, percibo con mis sentidos la locura de un hombre a punto de cumplir 70 años, que ya lo ha hecho todo, pero que necesita seguir caminando por las paredes.

Creo que es un buen comienzo, y muchos me lo comentaron después. Pero para que llegue la inspiración uno tiene que ponerse en situación, estar abierto, ayudarse. Y yo se lo debo a mi perrita negra.

*          *          *

Nunca me siento a proponer, a organizar o a escribir un texto largo sin haber dedicado conscientemente dos, tres o cuatro salidas con Lisa a darle vueltas en la cabeza.

Por eso les recomiendo a los que quieran escribir algo complejo (y casi todo lo que vale la pena es complejo), que se impongan una tarea diaria que no les implique estar con otra gente, ni frente a la tele, ni ante la pantalla. Cocinar es bueno. Lavar los platos, mejor.

Pero lo mejor de todo, para mí, es hacerse con un perro como la que duerme ahora a mis pies. ¿Verdad, Lisa?  

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24 de abril de 2013
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Charles Bowden: el gringo viejo salvado por la locura

La ciudad del crimen, que la editorial Debate publicó en España en 2011 en magnífica traducción de Jordi Soler, es una obra maestra de la prosa poética de no ficción. Charles Bowden, su autor, es un veterano, encallecido y aguardentoso cronista de la frontera entre Estados Unidos y México.

Bowden ive en el borde de la frontera, en Tucson, Arizona, y tanto su estilo como su pinta en las fotos me hacen pensar en un Charles Bukowski de la no ficción.Ya había ganado premios con Down by the River y con Some of the Dead are Still Breathing, y sus crónicas en las más importantes revistas de periodismo literario le habían traido un público fiel. Pero apenas se lo conocía en Latinoamérica y en España.

Hay algo viejo, de aliento clásico, en La ciudad del crimen. Tal vez eso es lo moderno: al buscar entre los cronistas o periodistas literarios norteamericanos actuales, uno de los hilos que se perciben es el desarrollo en la depuración, la sofisticiación de la prosa, el diálogo con los nuevos novelistas y cuentistas y con la poesía, hasta llegar a un punto casi experimental.

Contar el argumento de lo que sería un documental, imitar las formas de contar de lo audiovisual y el relato multimedia con imágenes y voces y cosas de colores que se mueven es hacer que la escritura siempre vaya a la zaga. Bowden para mí representa el camino inverso: de vuelta a lo que hace grande a la literatura, el fulgor del verbo, el construir mundos reales solo con palabras. Nada menos que con palabras.

“Estoy mirándola en su celda, en el asilo. Un pequeño colchón lo coupa todo, y al lado hay un recipiente amarillo de veinte litros para el producto de las micciones y las defecaciones. Las paredes son de baldosas blancas, porque los pacientes como Miss Sinaloa tienden a pintar las superficies con sus propias heces. La puerta es de metal sólido con una pequeña ranura para que las Miss Sinaloa del mundo no puedan arrojar sus heces al personal. Mantas de cuadros cubren los colchones.

“Esa fue su casa durante al menos dos meses. Nadie podía visitarla. Deliraba, estaba muy enojada. En parte fue encerrada para protegerla de otros pacientes que deseaban su piel clara y su belleza. Y en parte, porque en cualquier momento podía volverse loca.

“Estaba calva. El personal había tenido que cortar su hermosa cabellera porque constituía un riesgo. Hay pacientes que tienen tendencia a estrangular a las personas con su propio cabello.”

Miss Sinaloa es una hermosa muchacha de pueblo, violada durante días por una pandilla de policías, que acaba encerrada en un asilo y que el autor encuentra transitando al borde de la locura, de la desesperación, de la rabia y el odio a sí misma y al mundo. Así es Tijuana, el mundo de la frontera, un mundo a punto de romperse en mil pedazos que solo se puede entender y contar si uno se coloca, como Miss Sinaloa, en la frontera entre lo que se debe contar y lo que no se puede entender.

Bowden aparece entre los muertos, los futuros muertos, los deudos destrozados de los muertos, los periodistas que se apresuran a contar los muertos antes de que los maten a ellos también, los asesinos sensibles y los corruptos honesto. Sale y entra en escena como un fantasma. Es una voz que sobrevuela el escenario intolerable de crimen, droga, muertes y violaciones, una ciudad que si fuera una persona ya estaría muerta.

*          *          *

“El silencio es mi viejo amigo aquí: una cosa que se siente como una mano en la gargata que elimina todos los sonidos. No es el silencio de la tumba o el silencio de la iglesia, es el mutismo del terror. Las palabras apenas se forman en la mente. Y después de un tiempo, incluso la idea pierde la forma y flota como un fantasma. Las cosas se explican ,pero las frases no tienen sujeto, solo un indicio de verbo, y después de un rato; incluso el objeto es algo confuso. Encuentran a dos hombres muertos, con signos de torutra no muy evidentes, hay casquillos alrededor de sus cuerpos. Ciertos elementos están matando personas en la ciudad. Las autoridades expresan su indignación por el caos y el trastorno. Todo esto es una forma de silencio. Juárez es un lugar donde una declaración puede ser un acto de suicidio”.

Y también:

“Hay dos maneras de estar a salvo y cuerdo. Una de ellas es el silencio, fingir que no ha pasado nada, y negarse a decir en voz alta lo que pasó. La otra es un pensamiento mágico, inventar explicaciones para lo que te rehúsas a decir, y gracias a estas explicaciones pas desestimando esa cosa que no puede llegar a tus labios. Por supuesto, estolo se aplica a los individuos. Prensa, políticos y agencias gubernamentales tienen un tercer método: citan a los carteles de la droga y dicen que todo l oque pasa es culpa de ellos. Esta táctica es muy atractiva y lo remita a uno a la infancia, cuando la noche pertenecía a los monstruos y a los fantasmas. Ésta era la herramienta de la guerra fría, cuando los comunistas estaban escondiddos debajo de la cama, y es la herramienta de las nuevas guerras contra el terrorisimo y las drogas. Como un reloj parado, es puntual ahora y entonces. Organizaciones de todo tipo mienten, engañan, roban y matan. Sin embargo, en Juárez casi nadie asocia que los asesinatos están vinculados a un hecho”.

Seguimos el hilo de sus palabras, nos parece que de alguna manera entendemos lo que nos dice. Pero es una verdad más verbal que basada en datos, entrevistas, la descripción fiel de escenas vistas y documentos revelados. Todo está entendido y asumido a un nivel muy profundo y en un área poética de la mente. Bowden grita en susurros, porque nos habla como quien cuenta una historia terrible y explica cosas que son inexplicables.

¿Cómo explicar los cuerpos de mujeres jóvenes y pobres, como Miss Sinaloa, que aparecen todas las semanas en el desierto? ¿Los cadáveres mianiatados y con signos de tortura que brotan a diario, sin que nada cambie, sin que los discursos tengan el más mínimo efecto?

La violencia extrema se apoderó hace décadas de Ciudad Juárez, y Charles Bowden le canta a la sinrazón metiéndonos en la cabeza de gente como Miss Sinaloa, que sufrió más de lo que alguien puede soportar, y al mismo tiempo nos cuenta a quién sirve este ambiente de terror, quién quiere que no termine el tráfico de droga y la lucha entre pandillas, por qué siguen en su puesto policías tan obviamente corruptos, crueles y cobardes. 

*          *          *

¿Se puede contar semejantes historias, se puede entender este paisaje descorazonador desde el periodismo tradicional, o desde el periodismo narrativo elegante y bajo control del típico estilo New Yorker? El polvo de los muertos se te mete adentro, y uno comienza a desvariar al tratar de relatar ese horror.

Bowden está adentro de su tema, pero sale al borde a tomar aire y a escribir sus relatos espléndidos. La prosa siempre está al borde del eflubio poético, pero en su prólogo decide directamente escribirnos en un poema narrativo, un poema de no ficción, que interpela directamente al lector y lleva al autor, con una seguridad pasmosa, a escribir un prólogo directamente ne versos libres, interpelando al lector:

“Voy a decirte algo sobre la temprada de asesinatos.

¿Qué?

¿No te gusta la violencia?

Entiendo.

Pero súbete al coche.

¿Dices que es difícil ver por las ventanillas oscuras?

Ya aprenderás lo que es la oscuridad.

Miss Sinaloa es un detalle. Era especial, muy fina.

Subió al coche, por supuesto. Qué paseo, Dios mío.

Bueno, sí, está el tema de la cocaína, el whisky y la cordura que podría socavar su posicion en la comunidad.

¿Ves a esa gente en la calle fingiendo que no existes y esta máquina entorme con las ventanillas oscuras, fingiendo que nada de esto te está pasando a tí?

Eso eras tú hasta hace unos pocos minutos.”

¿Es esto periodismo, incluso en la acepción más inclusiva y laxa del término? Sí, si decides subirte al coche de Charles Bowden.

El camino al que nos invita en su versión fascinante y dolorosa de la narrativa de no ficción no es para cuaquier reportero, no es para cualquier tema y no es para cualquier lector. Pero en muchos blogs americanos y europeos estoy viendo intentos de transitar este camino. Ahora que el maestro Bowden está en castellano (y tenía que ser un novelista mexicano quien lo tradujera) podemos acercarse a una forma radicalmete nueva y osada de escribir periodismo.

Les desafío a asegurarme que no han cambiado después de leer La ciudad del crimen. 

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22 de abril de 2013
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Tigre joven, viejo león

El recuerdo de dos memorables conciertos de piano. ¿Cómo dos pianistas pueden tocar tan admirablemente y de forma tan distinta?

Lang Lang es un joven pianista que ha irrumpido en las altas esferas de la música clásica como una tromba. Explosivo, mediático, dominador de al menos cinco idiomas, las discográficas y las salas de concierto lo han entronizado como el nuevo valor del piano que acerque la gran tradición europea del siglo XIX al público del siglo XXI.

Y además – como parte central de su leyenda, su encanto y su misterio – es chino. Nació en 1982 en la ciudad de Shenyang. Su formación se realizó en su país, que está emergiendo como semillero de violinistas, cellistas, pianistas y directores. Ninguno tomó por asalto la imaginación de occidente como Lang Lang, desde que reemplazó a último momento al prestigioso André Watts tocando el primer concierto de Tchaikovsky, lleno de brío y dificultades. Los críticos pronto destacaron su estilo explosivo, su vitalidad y brillantez, su técnica tan depurada que parecía tocar como si fuera fácil.

Parte de su embrujo tiene que ver con la forma en que a tan temprana edad ha conseguido hacerse un sólido lugar entre los pianistas occidentales. Pero otro ingrediente importante es su mirada a su país asombroso y al pasado. En sus conciertos cultiva, innova y rescata parte del milenario legado musical de China. Ha colaborado con el más importante compositor chino de la actualidad, Tan Dun, y en sus conciertos mezcla con desparpajo y éxito las obras canónicas de Beethoven, Mendelssohn o Schumann con temas tradicionales chinos.

Conocí el asombroso arte de Lang Lang en un disco de versiones de temas chinos llamado Dragon Songs (canciones del dragón), donde lo acompaña la Orquesta Sinfónica de China, dirigida por Long Yu. Era el encuentro de dos poderosas tradiciones musicales de la mano de un jovencito sin miedo ni complejos, que representaba para sus admiradores todo lo que su país tenía de pujante y sorprendente.

Busqué videos suyos en Youtube, y me encontré con dos escenas aparentemente contradictorias: en una, un Lang Lang bullicioso, pleno de una energía juvenil que lo desbordaba, jugaba con una pieza endiabladamente compleja de Rachmaninov. Si no fuera tan joven parecería pedante. Sus dedos se mueven sobre el teclado como posesos, canta, ríe, bromea con la cámara, todo al mismo tiempo.

El segundo fragmento lo muestra como alumno aplicado, sosegado, reverencial. Está recibiendo una clase del legendario pianista, director, pedagogo y humanista argentino-israelí Daniel Barenboim. Ante un público entregado, Lang Lang aprende a armar, desarmar y volver a armar una sonata de Beethoven. El joven prodigio toca las notas con una facilidad pasmosa; Barenboim le explica el drama, el peso, la lógica profunda que se esconde detrás de cada línea melódica. El famoso discípulo se muestra receptivo, humilde, y al mismo tiempo tan seguro de su arte que no teme mostrarse al público dubitativo, tanteante, novato en manos de un maestro mayor.

*          *          *

Hacía tiempo que quería ver a Lang Lang. Me surgió un viaje a Madrid para ver una ópera en el Teatro Real. La función era un sábado a la noche, y el domingo a la mañana, Lang Lang tocaba el Concierto para piano No. 2 de Chopin con la Orquesta Nacional de España.

El Auditorio Nacional de Madrid es una caja de madera, sobria y cuadrada, con buena acústica y rodeada, en esos hermosos conciertos matutinos, por ventanales que reflejan la luz de primavera y el verde de los árboles de un tranquilo barrio residencial, mientras los viejos abonados, con sus mejores y modestas galas, toman un café con cruasán y conversan en voz baja. Hay muchos jubilados, muchas parejas mayores aferradas a la música clásica como a un mundo cerrado de calma y orden para enfrentar el bullicio y el caos incomprensible de la vida moderna.

El concierto está estructurado, con originalidad y coherencia, como un díalogo entre oriente y occidente. Tras unas piezas del compositor inglés Benjamín Britten, provenientes del ballet El príncipe de las pagodas, con sonidos de gamelán indonesio y osadas armonías orientales, se retira la orquesta, unos orondos señores de traje abren un espacio en el centro del escenario, desciende un gran rectángulo – donde en la primera pieza se erguía el director Leonard Slatkin, y pocos minutos más tarde vuelve a emerger con un reluciente piano de cola Steinway.

Los señores abren ceremoniosamente la tapa del piano y la pestaña de las teclas, e instalan las sillas – casi la mitad de asientos que para Britten – alrededor del instrumento rey.

Los músicos se sientan, se abre la puerta lateral y sale una figura juvenil, con paso seguro pero cara de no estar todavía instalado del todo en la fama y la expectativa que despierta su arte. Lang Lang tiene la cabeza redonda como un muñeco feliz, los pelos negros como incrustados en el craneo, las manos huesudas y nerviosas, la espalda recta, la apostura teatral.

Se posa elegante en el taburete, dándome la espalda. Tiene, como había previsto, el primer plano de su cabeza bamboleante, su mano derecha y su espalda inquieta. Con su factura clásica, el segundo concierto de Chopin empieza con una introducción orquestal donde se presentan y comienzan a desarrollar los dos temas que protagonizarán el primer movimiento, Maestoso. La espalda del joven maestro se mueve al viento de la música, y cuando aparece, cristalino, preciso, juguetón su piano, es como pidiendo permiso para jugar también.

Me doy cuenta de lo teatral que es su forma de tocar, la manera en que se mueve nerviosa, inquieta su mano derecha sobre el pantalón mientras toca la orquesta, la forma en que su cabeza marca el ritmo y se tira para atrás en las efusiones románticas.

En el segundo movimiento, un Larghetto más dulcemente melancólico que triste o dramático, las teclas cantan con libertad, y queda claro quién sigue a quién. El veterano Slatkin, apostado en su podio detrás de la tapa abierta del piano, pega la oreja a las decisiones rítmicas de su estrella y ordena con la batuta a la orquesta que le sigan. De cualquier manera, es poco lo que tiene que decir la orquesta en este movimiento lento.

Para el final, Allegro vivace, el joven intérprete se calza el casco, se sube a la moto y arremete con un despliegue tal de velocidad y precisión que el asombro se palpa en el ambiente. Una de las claves de la diferencia que trae Lang Lang es la pulsión rítmica, que nunca pierde, ni siquiera en las más complejas elucubraciones armónicas de Chopin, que en este concierto (segundo en numeración pero el primero que compuso, en 1829, a los 19 años) todavía andaba tratando de demostrar que dominaba las técnicas compositivas del momento. Y también quería lucirse, porque, al igual que Liszt y Brahms, escribía su música para piano para tocarlo en los conciertos en los que esperaba cimentar su doble fama de ejecutante y compositor.

Llega el momento excitante de la cadenza. Se detiene la orquesta y el solista tras unos segundos de tomar aire para lanzarse a dar volteretas sin red, retoma, recrea, reinventa los temas del tercer movimiento, y juega con algunos anteriores, baja el ritmo y se pone lírico, echando la cabeza para atrás, lo acelera y se pone heroico, encorvado como si todo su cuerpo fuera el pico de un águila agresiva, para finalizar con una mirada y una sonrisa de labor cumplida al director, quien marca la última entrada de la orquesta.

No hay tiempo para saborear ese segundo en que la última nota se pierde en el silencio. El público enardecido aplaude, bate palmas con ritmo, grita bravo.

Como estoy en la primera fila, en el rincón de la izquierda, soy el único en la sala que percibe una escena pequeña, privada y reveladora. En la última fila de los violines, una joven instrumentista, rubia y frágil de tan delgada, toma el violín y el arco entre los dedos de su mano derecha y acercó la izquierda para aplaudir la interpretación del solista. Al pasar a su lado tras su última tanda de aplausos, lo mira a los ojos y le lanza un ‘bravo’ enfocado y pequeño, casi susurrado, casi como un piropo pero sin más connotación – al menos eso creo percibir – que el emocionado, sincero homenaje de un músico a otro.

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Todavía con el asombro por el arte atlético del joven maestro, dos días más tarde trepo las empinadas escaleras de un auditorio único y absurdo. El Palau de la Música Catalana, en el corazón del área medieval barcelonesa, entre callejuelas sin luz ni veredas, es al mismo tiempo el más hermoso y el más kitsch de los auditorios.

La lámpara central como una cruza entre un vitral psicodélico en amarillos y rojos y una teta de luz. Las paredes con azulejos mareantes, recargados pero siempre originales, y al fondo del escenario, unas musas de yeso enrevesadas con banderas y escudos catalanes celebran el triunfo de la patria (Catalunya), el arte, la prosperidad económica y una época de oro (fines del siglo XIX) disfrazada de recuperación de otra época soñada (la medieval). Viniendo de las austeras paredes de madera blanca, las líneas rectas y el formalismo nórdico del Auditorio Nacional de Madrid, este palacio de celebración de la identidad imaginada de su público es el absoluto opuesto.

¿Estará el pianista de hoy también en el extremo opuesto del joven chino del domingo?

Maurizio Pollini es la personificación del gran intérprete del Viejo Mundo. Nació en 1942, a los 18 años ganó el Concurso Chopin de Varsovia. Desde entonces, ha actuado con todos los grandes directores – o tal vez mejor dicho, los grandes directores actuaron con él – y muchos de sus discos son legendarios, versiones insuperables de las grandes obras del repertorio troncal del piano clásico, de Mozart a Prokofiev.

Pero el maestro también se ha implicado mucho en tocar, promocionar y grabar obras contemporáneas, y ha ganado un público nuevo para compositores como Luigi Nono, Pierre Boulez o Karlheinz Stockhausen, que estaban arrinconados a salas alternativas e intérpretes especializados.

Mi disco preferido de Maurizio Pollini fue uno de los primeros long plays que compré. Ahora que lo pienso, Lang Lang nunca grabó un disco de 33 revoluciones por minuto, porque cuando empezó a tocar ya no existían. Con lo lindos que eran, con esas grandes tapas cuadradas, con reproducciones de pinturas o fotos de los intérpretes, esos discos de Deutsche Gramophon, la casa en la que grababa – y todavía graba – Pollini, la que ahora se ha actualizado con una nueva camada de estrellas. Entre los primeros, Lang Lang.

Son casi 30 años de escuchar discos de Pollini, de viajar con ellos, de pasar alegrías y tristezas acompañado de sus grabaciones, y por fin, al final de su ilustrísima carrera, lo voy a escuchar en vivo.

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Desde la segunda fila del último piso del Palau de la Música, tengo que sentarme en el borde de la silla y asomarme entre las cabezas de los de adelante para ver al gran pianista, que entra lento, tranquilo y saluda con breves movimientos de cabeza el aplauso del público que atiborra la sala. Se sienta al piano y comienza sin pausa con la primera parte, todo Robert Schumann, puro espíritu romántico.

A Chopin dedicó Pollini la segunda parte del concierto. Una balada de tristeza contenida, un scherzo juguetón, un preludio de complejidad arquitectónica, cuatro mazurcas de fuerte pulsión rítmica, y, para coronarlo todo, la Gran Polonesa Brillante.

Es siempre una sensación de pureza religiosa el compartir una gran sala llena de amantes de la música donde se siente el silencio, la concentración, las respiraciones acompasadas mientras se esparce por el aire el sonido de un piano solo. A lo lejos, en el escenario despojado, el viejo artista se vuelca sobre el instrumento y contempla sus manos, como si fueran de otro, mientas los dedos pulsan las teclas con sobrenatural delicadeza.

No hay espectáculo, efecto ni búsqueda del asombro en la forma de tocar de Pollini. Suena el destilado de muchos años de frecuentar estas piezas. Los silencios me impactan, parece como si estuviera eligiendo, pensando hacia dónde ir, decidiendo un camino y descartando otros.

Al final, los segundos de tomar aire antes de lanzarse al aplauso que identifican a los públicos entregados a fondo a lo que están escuchando. Y el enrojecerse las manos aplaudiendo, y Pollini surgiendo dieciocho veces, a saludar y, en cinco ocasiones, a regalarnos una mano de bises de Chopin.

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Salgo a la noche de luces y tráfico del centro de Barcelona y camino por Vía Laietana en dirección al metro. Es recién en la calle cuando logro juntar las percepciones de mi mañana con Lang Lang y mi noche con Pollini.

Cuando toca el joven artista chino el cuerpo me tira hacia delante y se me abre la boca de admiración y vértigo. Con el viejo maestro italiano, en cambio, el impulso es el opuesto: cerrar los ojos y tirarme para atrás, para flotar en algún espacio ingrávido del alma.

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15 de abril de 2013
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La comedia de enredos más triste del mundo: Mozart ‘oscurecido’ por Michael Haneke

En principio, parecía un encargo imposible: juntar la que habitualmente se presenta como la ópera más divertida de Wolfgang Amadeus Mozart con el director de algunas de las películas más deprimentes, más inquietantes de la última década.

Così fan tutte es la última obra de la extraordinaria trilogía que Mozart compuso sobre libretos del cura libertino (una combinación muy del siglo XVIII) Lorenzo da Ponte. Después de Las bodas de Fígaro y Don Giovanni, da Ponte le propuso a Mozart una comedia de enredos de tema exquisitamente amoral: dos soldados comprometidos con dos hermosas hermanas, están tan seguros de la fidelidad de sus chicas que aceptan el juego perverso del viejo tutor Don Alfonso: disfrazarse de albaneses y tratar de seducir cada uno a la novia del otro. Para lograr su propósito, el maestro de amoralidad se alía con la criada de las chicas, Despina, una adolescente práctica y precoz en cuestiones de sexo.

Pocas horas pasan desde que los soldados marchan a la guerra (otro engaño de Don Alfonso), cuando las novias ya están dispuestas a divertirse con los visitantes albaneses. En el momento en que firman los contratos de matrimonio (que hace 200 años era sinónimo de poder irse a la cama con sus nuevos amantes), suena la marcha militar que había despedido a los soldados. Los jóvenes quieren castigar a sus casquivanas prometidas, pero Don Alfonso canta con filosofía que no vale la pena enojarse porque “así hacen todas” (così fan tutte). Al final, se vuelven a formar las parejas originales. Todos aprendieron la lección y Don Alfonso ganó su apuesta.

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¿A quién se le podía ocurrir encargarle la puesta en escena de esta comedia rococó al director de la espeluznante La pianista, una película sobre la autodestrucción de una mujer torturada por su psiquis y por una madre perversa? ¿O al director de La cinta blanca, un oscuro relato de la maldad de los niños en el universo asfixiante de un pueblo feudal en la Alemania de hace cien años? Eso por no hablar de la última y más exitosa película de Michael Haneke, Amour, el angustioso final de una pareja de ancianos destruidos por la senilidad. 

Pero el director artístico del Teatro Real de Madrid, el belga Gerard Mortier, ya había emparejado a Haneke con el lado oscuro de Mozart. Cuando era director artístico de la Opera de París le había encargado un sorprendente Don Giovanni.  Sin embargo, ese encargo era más lógico: la historia del burlador de Sevilla, un libertino que mata al padre de una de sus efímeras conquistas, desafía a Dios y se quema en el infierno, tiene su costado oscuro mucho más a flor de piel.

¿Qué haría Haneke con esta comedia? Confieso que no esperaba mucho: en general, la idea de poner a directores de cine famosos a dirigir la parte teatral de las óperas es algo que proliferó en la España de los años del despilfarro. En el Palau de les Arts de Valencia Carlos Saura dirigió una Carmen deslavazada, pese a contar con cantantes de ensueño, el chino Chen Kaige perpetró una Turandot de péplum y Werner Herzog metió una imagen del edificio de Calatrava en su sonrojante final de Parsifal. Estas aventuras suelen fracasar por falta total de afinidad con el género. Una ópera es algo muy distinto de una película.

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Pero Haneke me sorprendió: es un artista de una cultura tremenda, conocedor a fondo de la música clásica, y estaba dispuesto a poner su sello, incluso si en algunos momentos su visión iba en contra de lo que habían querido decir Mozart y Da Ponte.

Para armar una fábula tristísima del desamor, lo primero que hizo el director fue vestir a los personajes como jóvenes burgueses actuales, cultos y aburridos. En las escenas de seducción, los soldados no llevan disfraz: son ellos mismos. Quieren jugar a ligar con sus parejas reales.

Entonces son ellas las que deciden cambiar, ser cada una seducida por el novio de su hermana. Ellas terminan siendo las seductoras, las que juegan, las que engañan, las que dan una lección a sus chicos aburridos.

Pero el elemento que cambia por completo esta comedia genial de Mozart y la convierte en una tragedia sofisticada de Haneke es el papel que juegan Don Alfonso y sobre todo Despina, que en las habituales producciones de la ópera se limitan a organizar el juego de enredos. Ella ya no es una sirvienta pizpireta que ayuda al viejo Don Alfonso en su plan. Es un personaje al borde del llanto o de la violencia, que está en escena desde el principio, viéndolo todo con amargura, sufriendo el seguro desenlace que es el triunfo de la hipocresía y la banalidad del sexo.

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La lección de Don Alfonso es que el amor romántico no existe, y cuando surge – las dos chicas se enamoran y sufren por sus nuevas conquistas – tiene que ser barrido, desterrado por las convenciones sociales.

Esta Despina es la pareja de Don Alfonso (eso no está en el libreto). Él es muy rico, la tiene amarrada en una perversa red de dinero y falsa felicidad, y no soporta ver a sus amigos enamorados.

Don Alfonso necesita demostrar que el amor es solo lo que él tiene y quiere: comprar a una jovencita, someterla a su poder. Despina llora, se enfurece, abofetea a Don Alfonso, soporta su beso violento (tampoco está, por supuesto, en el libreto), y su mirada desgarrada transforma la comedia mozartiana en otra cosa.

Los seis cantantes son soberbios actores, bellos y creíbles. Como marionetas en manos de Haneke, hacen que esta ópera de hace 200 años vuelva a la vida convertida en una historia actual, profunda, tristísima. 

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11 de abril de 2013
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¿Es posible el cómic de no ficción? La revolución de Joe Sacco

Lo confieso: el mundo de los cómics lo vi siempre desde afuera, con un cierto recelo. En la adolescencia yo me propuse leer ensayos, relatos que se internaban en el corazón de los problemas del mundo, y me interné en las grandes novelas occidentales, que me llevaban a conocer algo más de mí mismo.

En esa época las historietas, como se las llamaba algo despectivamente en Argentina, contaban las aventuras de héroes atestados de músculos que salvaban a damiselas de tetas como globos. Era escapismo, y de baja calidad, pensaba yo sin haberme puesto siquiera a recorrer el canon de los buenos historietistas.

Por eso en 2009, cuando fui por primera vez a la conferencia anual de la Asociación Internacional de Estudios de Periodismo Literario (IALJS) en Inglaterra, me sorprendí mucho cuando en la última sesión la investigadora eslovena Leonora Flis se sentó en la mesa principal y abrió un Power Point con un dibujo realista, típico de los cómics, de esos que tienen rayitas para mostrar texturas más claras o más oscuras.

Su presentación versaba sobre la obra del periodista gráfico maltés Joe Sacco. Sí, muchos me dirán que en 2009 Sacco ya era famoso, y que el uso de los dibujos para hacer periodismo no era ninguna novedad. Pero para mí fue una revelación esto del cómic de no ficción.

De ratones y hombres

Ya había leído Mouse, de Art Spiegelmann, pero la veía como una novela gráfica. Sí, es la historia que le cuenta su padre, sobreviviente de los campos de concentración nazis. Pero los dibujos son de historieta clásica, fabulistas, con los judíos como ratones, los nazis como gatos y los polacos como cerdos. Y si bien contaba un episodio de la Historia, lo hacía desde la experiencia privada con su padre, y desde la posición de hijo que le pregunta por su pasado.

Joe Sacco era distinto: viajaba como un reportero de guerra a los lugares de conflictos, entrevistaba a la gente, se documentaba, tomaba notas… y lo que salía era un gran reportaje, pero en cómic.

El último gran libro de Sacco, que la doctora Flis presentó en ese congreso, era un libraco de más de 400 páginas, producto de una larga estancia en Gaza documentando las penurias de los palestinos y de un formidable trabajo de entrevistas y archivo para relatar la masacre de 1956, cuando muchas familias palestinas perdieron sus casas, sus tierras, su forma de vida.

Sacco toma partido por los palestinos. Pero no romantiza la violencia, y pone en evidencia a los fanáticos religiosos. También entiende y refleja en su obra el miedo de muchos ciudadanos israelíes.

Sus dibujos son de un realismo detallista, sobre todo con los edificios, las calles, la mugre, la pobreza, el hacinamiento. Los cuadritos no son homogéneos: su tamaño, su ubicación y hasta el hecho de ponerlos de lado, torcidos a la derecha o a la izquierda, como si la gente se cayera del cuadro: todo tiene un fin expresivo y una razón periodística.

Dentro de sus dibujos de Joe Sacco, los cuadritos de diálogo y los rectángulos de narración tienen la brevedad y contundencia de los buenos diálogos de cine. Y a diferencia de los personajes musculosos y sonrientes de las historietas de mi infancia, aquí todos son feos. Y el más feo es Sacco mismo, que se dibuja más cabezón, más jorobado y más narigudo que como sale en las fotos. Se empeora, tal vez como una forma de quitarse importancia.

El mundo en cuadritos

El mes pasado, cuando celebré mi medio siglo de vida, mi amiga María Angulo, gran especialista en periodismo literario, me regaló el último libro de Sacco,Reportajes, publicado en 2011. Incluye trabajos para medios como la revistaTime, la Virginia Quarterly Review y la revista francesa XXI. El mundo que muestra es ancho y ajeno, violento y despiadado.

En una crónica gráfica, Sacco se incrusta entre las tropas norteamericanas en Iraq y refleja el horror de esa guerra pero también el dilema de los soldados, muchos de los cuales se unieron al ejército por razones económicas. En otra, relata el horror de las mujeres chechenas. En una más, se interna en polvorientos pueblos de la India más pobre, donde atisba la corrupción de las autoridades y la supervivencia de un sistema inflexible de castas.

El reportaje que más me impresionó es una especie de vuelta a casa. En la pequeña isla de Malta, donde nació, Joe Sacco cuenta lo que pasa en los campamentos de refugiados africanos, los centros de internamiento, las calles llenas de jóvenes subsaharianos que deambulan sin empleo y sin dinero, entre ciudadanos locales que en su mayoría viran entre el miedo y el desprecio.

Hay valentía, hay inteligencia, hay piedad, hay mucho trabajo y mucho corazón en los importantes cómics de no ficción de Joe Sacco.

Nunca más voy a llamar a este arte necesario ‘historieta’.

Link

http://www.fantagraphics.com/index.php?option=com_content&task=view&id=267&Itemid=82

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6 de abril de 2013
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Leila Guerriero: El arte de la crónica ‘a la argentina’

El  suplemento Cultura/s de La Vanguardia publicó mi comentario sobre la edición española de Frutos extraños, la colección de imperdibles crónicas, perfiles y reportajes de la maestra del retrato de no ficción a la acuarela Leila Guerriero, que es también mi editora en las revistas Gatopardo y Travesías. Leila publicó en Chile una nueva, amplia y suculenta antología, Plano Americano, pero por ahora, en España se consiguen su crónica de un "pueblo maldito" en la Patagonia, Los suicidas del fin del mundo, y estos extraños frutos, amargos y muy dulces...

Muy pocos cultores de lo que en Estados Unidos se llama periodismo literario y en Latinoamérica se conoce como ‘crónica' tienen un estilo propio, inconfundible. La periodista argentina Leila Guerriero, nacida en Junín en 1967,  lo tiene, y lo demuestra sobradamente en su primera colección de crónicas publicada en España. En Frutos extraños (Alfaguara, 2012) aúna riguroso apego a lo real y goloso afán literario.

La escritura de Guerriero es ascética como la de los poetas; sus frases, latigazos breves, son como las de los maestros norteamericanos de la novela negra; y hay algo que nadie hace como ella: cambia vertiginosamente de la narración al ‘aparte' dirigido al lector, como cuando un actor se acerca al proscenio y lanza un comentario al público para que no lo escuchen los otros personajes, para luego seguir con la acción.

Estas virtudes se notan en los comienzos de sus crónicas: ninguno es igual a otro, pero todos son puro Guerriero. Al avanzar, la prosa se siente como perteneciente a una larga tradición literaria. La autora ha leído mucho y con provecho, pero rara vez aparece una cita erudita: las lecturas se notan en la elección de un símil o un adverbio mientras cuenta la historia de un gigante del baloncesto derrumbado por su propio mito, o la de un mago genial y manco, o la de una anciana aterradora acusada de envenenar a sus maridos.

Desde comienzos de siglo, Guerriero se despliega por el territorio del periodismo literario latinoamericano en varios frentes: como editora de algunas de las mejores revistas del género, como profesora y conferenciante, y sobre todo como autora de excelentes crónicas que publica en una decena de medios y que en España aparecen preferentemente en El País.

Frutos extraños es una generosa antología que muestra la variedad de temas y personajes que cubre, desde las investigaciones de los miembros del equipo de antropología forense argentino hasta el perfil de un legendario crítico cinematográfico uruguayo o la vida y el desparpajo del líder de un grupo de rap con síndrome de Down.

Los excelentes y muy disfrutables textos de Guerriero muestran también hasta dónde puede llegar esta amalgama de rigor periodístico con soltura y talento literario, que para muchos es la tabla de salvación del periodismo escrito en estos extraños tiempos de obligada rapidez y brevedad tuitera.

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1 de abril de 2013
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