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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

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Barbara Ehrenreich: viaje a la pesadilla americana

Barbara Ehrenreich pertenece a una especie exótica: el intelectual público, comprometido y “liberal” de Estados Unidos. Comparte habitualmente las tribunas de la revista de izquierda The Nation y programas de debate en la televisión pública con colegas de la talla de Gore Vidal, Noam Chomsky o Susan Sontag.

Pero Ehrenreich, doctora en biología por la Universidad Rockefeller, quiere también llegar al gran público. Por eso comenzó combinando esos foros para los ya convencidos con ensayos polémicos en revistas como Time y Vogue y en diarios como The Washington Post y The Wall Street Journal, así como en libros sobre algunos de los temas más candentes de la actualidad. Sus libros más controvertidos son Fear Of Falling (Temor a la caída), sobre la decadencia de la clase media norteamericana, y The Hearts Of Men (Los corazones de los hombres), sobre otra decadencia: la del macho.

Pero fue en los últimos años que Barbara Ehrenreich se volvió realmente popular. Sus dos últimos libros la convirtieron en superventas y adalid de una escuela de periodismo en primera persona, en la estela de George Orwell y Günter Wallraff.

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Tras una vida de mucho trabajo pero firmemente anclada en las comodidades de la burguesía, Ehrenreich decidió pasar un año con el sueldo mínimo. Para contarlo, naturalmente. Congeló sus cuentas bancarias, quitó sus títulos universitarios y libros publicados de su CV, y pidió trabajo como cajera, como limpiadora, como mesera. Se hizo pasar por mujer recién divorciada, con poca educación y escasa experiencia laboral para viajar por todo Estados Unidos trabajando en los empleos peor remunerados, sobreviviendo en todos lados de la misma forma que sus compañeras que ganan apenas para alquilar un cuartito y comer comida chatarra.

Nickel & Dimed, traducido al castellano con el nombre de Por cuatro duros, cuenta en escenas precisas y elocuentes las humillaciones cotidianas y las estrategias de supervivencia en un mundo cruel y gris.

Allí nos cuenta, a la manera de Orwell, cómo se trabaja en la cocina de un restaurante y sirviendo mesas en otro, pasando el trapo en casas para una empresa de limpieza o de cajera de supermercado. Recorrió el país para obtener una imagen amplia y ver qué cambiaba al moverse por la diversidad geográfica, étnica y cultural de Estados Unidos. La mirada de la académica, intelectual y periodista informa lo que nos cuenta, pero siempre el motor de la narración es la mezcla de lo que vive, lo que siente (estudia su cuerpo y su mente después de cada jornada de trabajo como los biólogos estudian a sus ratones) y lo que le cuenta la gente con la que interactúa, sobre todo las chicas que trabajan con ella.

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En su secuela sobre el siguiente escalón laboral, Bait & Switch, la escritora se sumergió en el mundo de las secretarias, empleadas administrativas y asistentas que se sostienen con uñas y dientes a una clase media en peligro de extinción. El título, una frase hecha en inglés, se refiere a los engaños de la publicidad, que promueven productos o servicios en condiciones óptimas y a un precio bajísimo, pero cuando uno llama esa casa o ese curso justo no están disponibles. “Pero este otro sí…” La idea es que los buenos empleos para la clase media se han vuelto similares a estas estafas.

“La autora de Nickel and Dimed vuelve a la investigación encubierta para hacer con la afligida clase media norteamericana lo que antes hizo con los pobres que trabajan”, anuncia en su página web.

El segundo libro es menos dramático que el primero. Las secretarias ejecutivas en general no pasan hambre, no viven en barrios infestados de droga y tiros ni son expulsadas de sus sucuchos en mitad de la noche. Pero la caída de la clase media a la baja, el tener que sacar a sus hijos de las escuelas a las que van, el ver el futuro negro y sin salida lleva a la desesperación.

El mundo del que sueña con un futuro mejor (en Estados Unidos lo llamarían el ‘sueño americano’) y ve escurrirse sus ilusiones como agua entre las manos ha dado grandes piezas literarias, como la obra de teatro Muerte de un viajante, de Arthur Miller. Ehrenreich hace muy bien al emplear su talento y el periodismo narrativo en primera persona para contar la historia de mujeres pudieron haber sido ella.

Entre ambos libros se cumple un proyecto formidable y necesario: cómo influye el neoliberalismo, la globalización, la ola de privatizaciones y fusiones y las subidas y bajadas de la bolsa en las vidas de la gente corriente.

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Ehrenreich se desdobla, no se disfraza. Es una versión de sí misma la que viaja, no una actriz representando un papel. Usa su otra personalidad, de científica, para tomar sus viajes como un sociólogo viajaría para entrevistar a los pobres o a los que están a punto de caer de la clase media.

La diferencia con el científico social es cómo ella vive la vida de sus personajes y cuenta sus vivencias. Primero elabora su plan científicamente; después usa las estadísticas y los estudios sociológicos para elegir los lugares y los oficios a los que se presentará. Pero mira los detalles, y se mira a sí misma, como un periodista narrativo que usa la primera persona para que veamos desde su punto de vista la situación, el problema, el drama.

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El año pasado entrevisté a Ehrenreich en el CCCB de Barcelona. Le pregunté por ambos libros, y estaba seguro que me diría que la investigación de Nickel & Dimed había sido mucho más dura que la de Bait & Switch. Deslomarse en la cocina de un restaurante o limpiando casas a domicilio es mucho peor que ir a entrevistas de trabajo para secretarias ejecutivas, por supuesto. Pero me sorprendió: me dijo que trabajando por el salario mínimo no era ella, era la realización de un proyecto periodístico. Pero cuando quería buscar trabajo administrativo, a la que rechazaban por vieja, por poco agraciada o sonriente, por escaso currículum, era a ella. Era un rechazo personal, ella se esforzaba por agradar y por obtener el trabajo y la versión de sí misma que ponía en juego era una versión posible, cercana, terriblemente plausible de su verdadero ‘yo’. Por respuestas como esa es que leo, sigo y aprendo siempre tanto de Barbara Ehrenreich, la cronista de la pesadilla americana. 

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23 de julio de 2013
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Mirta Ojito: Cuba, la inmigración y el recuerdo de El Mañana

A los 16 años desembarcó en las costas de Florida, muerta de susto y de sueño. Había vivido hasta entonces en la cerrada y orgullosa Cuba castrista. Cuando Fidel Castro abrió las fronteras, durante unos días alucinados de 1980, y el gobierno de Jimmy Carter los dejó entrar a Estados Unidos, Mirta Ojito se acurrucó entre las tablas de un viejo bote de pesca.

 

Mirta Ojito vivió en carne propia uno de los episodios más importantes de la historia de su país en el último medio siglo: el éxodo de miles de cubanos en el único ‘permiso’ del régimen castrista en 50 años. Ese verano de 1980, más de 125.000 cubanos salieron del puerto del Mariel en lanchas, botes, catamaranes y veleros. Cientos de capitanes de barcos de Florida colaboraron con esta salida, entre ellos el capitán Mike Howell y su barco, el Mañana.

Mirta tenía 16 años y apenas sabía unas pocas palabras en inglés, pero se embarcó en el Mañana con su familia rumbo a la vida con la que siempre había soñado. La libertad que les faltaba en Cuba como a quien le falta el aire.

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En los años siguientes aprendió inglés, se hizo periodista, trabajó en el Miami Herald, fue fichada por el Times, ganó el Premio Pulitzer junto con varios compañeros por una serie de reportajes que trazan el mapa de la inmigración de una forma tan profunda y compleja que cambiaron la forma en que se cubría este fenómeno, cada vez más universal, más dramático, más incomprendido y más usado por políticos y periodistas demagogos.

El trabajo de Mirta Ojito en ese proyecto es un ejemplo de llegar al fondo de la construcción de la personalidad en este siglo de identidades astilladas. Best of Friends, Worlds Apart (algo así como Los mejores amigos en mundos separados), es la historia de dos cubanos, uno ‘blanco’ (aunque los estadounidenses dirían que es de etnia ‘latina’) y el otro ‘negro’, que eran grandes amigos en la isla. Ambos emigraron a Miami, y al llegar, poco a poco, de forma sutil pero determinante, se fueron apartando, se fueron colocando en mundos culturales e identitarios separados.

En Cuba eran cubanos, y punto. En Estados Unidos, uno es latino y el otro es negro. Les tocan barrios distintos, se van sintiendo cómodos con amistades diversas, vistiendo ropa diferente, divirtiéndose por separado, cada uno en su universo. En ambos países lo que significa ser blanco o ser negro es muy distinto.

La crónica de Mirta Ojito, a la que dedicó cerca de un año, es tan profunda como un tratado de antropología. Pero es periodismo. Es el tipo de periodismo que nos permite ver cuán lejos, cuán profundo se puede llegar mirando, preguntado, contando.

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En 1998, Mirta regresó a Cuba. No había vuelto desde que zarpó el Mañana.

Fue como enviada del New York Times a cubrir la visita del Papa. Contó el fascinante viaje de Juan Pablo II, la extraña alianza hostil entre las autoridades comunistas y la Iglesia, las misas y los encuentros.

Y visitó su vieja casa en La Habana, donde una familia aterrada le abrió la puerta, pensando que venía a reclamar algo. Al final de la tarde se habían contado, entre risas y llantos, las vidas mutuas.

Fue ahí donde empezó a tomar forma la idea de su libro: Finding Mañana, que juega, por supuesto, con su búsqueda del barco, su capitán y toda la historia del Mariel, y por otro lado con el viaje en busca de un ‘mañana’ que ella había emprendido hacía casi dos décadas.

El libro fue un gran éxito en Estados Unidos, y la misma editorial, Vintage, lo tradujo al español, reduciendo su título a El Mañana.

 “En mis recuerdos, Mariel era algo que sencillamente me había sucedido a mí, a todos nosotros –en Cuba, en Miami y en Washington”, escribe en su prólogo. “Después de quince años de reportera en Miami y Nueva York, cubriendo mayormente temas de inmigración, estaba al tanto de las consecuencias y los rasgos generales del puente marítimo: las fechas, las estadísticas, el impacto –bueno y malo– y las imágenes televisadas de desesperación y esperanza, pero mi propia historia era una página en blanco”.

Mirta Ojito necesitaba recuperar, investigar y contar la historia ‘oficial’ del Mariel, porque faltaba la crónica indagada con profundidad escrita como una novela, de ese episodio histórico. Y eso hace en sus capítulos pares.

Pero en los impares, empezando por el primero, cuenta su propia historia y la de su familia. Su entusiasmo por la revolución como niña, su desencanto, la desesperación por huir de sus padres, el viaje peligroso, la llegada al país desconocido.

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La autora leyó miles de documentos y entrevistó a cientos de fuentes para poder contar, en sus capítulos de Historia, por qué y cómo un extraño personaje se acercó al gobierno de Jimmy Carter con la insólita petición de que las autoridades cubanas dejaran ir a los ‘marielitos’. Y la aún más sorprendente historia de cómo y por qué la administración norteamericana accedió, y luego el gobierno de la isla dio el sí. En esos capítulos no aparece la primera persona.

 Pero en los otros, los impares, la historia con minúscula es la de la propia autora, y tiene toda la razón para ser así. Para transformar los números y las negociaciones internacionales en dramas, sufrimientos y alegrías de personas concretas, usa un caso que conoce bien. El suyo propio.

Sus recuerdos son nítidos, y además, como ya soñaba con ser escritora, había anotado todo en un diario íntimo. Cuando se lanzó a investigar para El Mañana, entrevistó a su familia con la precisión y el profesionalismo con los que había ganado el Pulitzer entrevistando a desconocidos. Y con esos mimbres armó su emocionante y reveladora historia.

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 “Cuba ya no es una obsesión en mi vida”, dice en el anteúltimo párrafo de El Mañana.

“Más bien es la experiencia definitoria de mi identidad, un dolor sordo que late a la más leve provocación: una palabra que creía olvidada; un himno que sólo antiguos pioneros comunistas, como yo, todavía se saben; una fotografía en blanco y negro de mi familia alrededor de 1970 que mi madre conserva en un álbum; y aquel lápiz labial color chocolate que traje conmigo y que está guardado en mi botiquín”.

Recuerdos tan personales no suelen formar parte del periodismo narrativo. Pero cuando sabemos que el desnudar el alma y el pasado es una herramienta que el autor usa no sólo para hacer las paces consigo mismo y su historia sino porque es necesario y útil para contarnos algo del mundo, el ‘yo’ se convierte en herramienta de gran valor.

El camino de un tema desconocido o poco comprendido hacia nuestra propia sensibilidad pasa, entonces, por los detalles concretos albergados en la memoria del periodista.  Pero para eso hay que aprender a tratarse a uno mismo con la misma mezcla de presión, confianza y escepticismo con la que tratamos a nuestras mejores fuentes.

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15 de julio de 2013
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¿Adónde va el periodismo? Lluís Bassets, José María Izquierdo y Xavi Casinos analizan el futuro de la prensa

¿Papel? ¿On-line? ¿Ambos? ¿Grandes cabeceras? ¿Pequeños proyectos free-lance? ¿Dónde va el periodismo escrito? Esto encontré en tres  libros publicados recientemente en España sobre el tema:

 

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1. El último que apague la luz. Lluís Bassets, director adjunto de El País, ve el peligro en el viejo acuerdo tácito por el cual los periodistas cuentan con honestidad y veracidad lo que ocurrió y lo ordenan según su importancia y relevancia, para que los lectores sepan y entiendan. Y así puedan actuar en una democracia.

"No hay sociedad democrática sin consenso compartido sobre hechos verificables y sin disenso sobre las opiniones que merecen estos hechos", advierte Bassets. "La muerte pelona del periodismo es esa paradoja que vivimos ahora cuando nos quieren hacer creer que las opiniones son sagradas y los hechos discutibles".
 
El título del libro es más un desafío y un grito de alerta que una rendición. Bassets echa una mirada lúcida en derredor, analiza la promesa y el peligro de los blogs, de las investigaciones de Wikileaks y del nuevo fenómeno de los "medios soberanos" como Al Jazeera, para recordar que con formas cambiantes y nuevos planes de negocio, el valor supremo del periodismo tiene que seguir siendo la independencia.
 
Y como en los buenos tiempos, son las opiniones las que deben ser libres, y los hechos, sagrados.
 
 
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 2. ¿Para qué servimos los periodistas? (hoy). José María Izquierdo, antiguo director de CNN+ y actual responsable del influyente blog El ojo izquierdo, cuenta con datos y argumentos muy bien hilvanados una historia similar sobre la crisis económica del periodismo, pero se dirige especialmente a los jóvenes profesionales. Les pregunta: ¿Para qué servimos los periodistas? (hoy).
Izquierdo ve el problema desde otro ángulo: si todos pueden informar y opinar gratis en la red, no es sólo un problema para los medios que aspiran a cobrar por su producto. Es una competencia dura para los periodistas profesionales. ¿Qué pintamos en este tiempo donde nuestros textos y fotos y videos se mezclan con los de todo el mundo? Lo único que puede salvar a los periodistas, aunque se hundan muchos medios antes sólidos, es la calidad y el rigor ético de su trabajo. Y en esto tienen ventaja las grandes y respetadas cabeceras.
Pero Izquierdo alerta que hoy nos tenemos que ganar nuestro derecho a existir, y lo debemos hacer informando más y mejor. "Hacerlo bien, extraordinariamente bien", concluye el veterano periodista. "Y cumplir con los más exigentes criterios profesionales de rigor, veracidad, independencia de cualquier tipo de presión y respeto por la intimidad de las personas. Esta es nuestra fuerza, nuestra razón de ser".
Así, aunque para algunos no esté claro el futuro del papel, seguirá habiendo - tendrá que seguir habiendo - periodistas.
 
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3. El misterio del yogur caducado. Ante esta disyuntiva, el responsable de contenidos audiovisuales de El Periódico de Catalunya Xavi Casinos postula que el periodismo riguroso y la adaptación a las nuevas tecnologías no sólo salvarán a los periodistas de la nueva horneada, sino que pueden incluso evitarle el naufragio a algunos de los viejos periódicos.
 
Su receta es que los empresarios de diarios vean que su negocio no es ni puede ser ya vender ejemplares, sino vender información.
 
El libro de Casinos agrega a los llamados por el respeto a la experiencia de la plantilla, la independencia y la calidad profesional que postulan sus colegas, el valor de la innovación tecnológica aliada con formas rápidas, atractivas y aliadas con el mundo multimedia y de redes sociales donde ya se encuentran los más jóvenes.
 
El título de su libro parece el de un cuento de Sherlock Holmes. Se refiere a que los diarios parecen hoy yogures a los que les llegó la fecha de caducidad y que se venden en los supermercados al lado de otras estanterías donde se ofrecen otros yogures frescos y gratuitos, que son, por supuesto, los contenidos de Internet.
 
Casinos aporta al debate la experiencia de medios norteamericanos y europeos que se lanzaron a cobrar por contenidos distintos, nuevos, actualizados, tecnológicamente avanzados. ¿Alguno recuperó la salud financiera de antes de 2007? Ninguno. Pero están en el camino de la reinvención. El camino es largo y si no hay reinvención, el destino es la extinción de la que advertía Bassets.

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 ¿Cuál es la dimensión real de la crisis de los medios, del periodismo y de los periodistas? ¿Hay un exceso de pesimismo en las visiones elaboradas desde las empresas que han llevado peor la crisis? ¿Qué será de los diarios en las siguientes décadas? ¿Qué formas y modelos de negocio acompañarán al periodismo de profundidad y calidad? ¿Quién y cómo se adaptarán mejor a los rápidos cambios de la era digital? ¿Podrán ganarse la vida los excelentes periodistas que se inician en la carrera? ¿Qué modelo de negocio hará viables los medios del futuro? ¿Qué ciudadanía, qué democracia se formará con las nuevas formas de comunicarse?
Cada uno a su manera, estos libros aportan datos, argumentos y propuestas para contestar todas estas preguntas. En las variaciones en las respuestas se nota que por fin esta profesión ha tomado con seriedad tanto su papel en la crisis como su responsabilidad en hallar respuestas.
 
Corren tiempos duros para la lírica. Vienen tiempos apasionantes para el periodismo.
 
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11 de julio de 2013
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Fernando Báez: Quinientos años de ‘memoricidio’

La sensación que queda después de leer el ambicioso, amplio y desigual estudio de Fernando Báez sobre el expolio de libros, edificios, esculturas y otros objetos culturales en la historia de América Latina es que el impulso destructivo es tan fuerte como el constructivo, que en todas las épocas se saqueó y atacó con saña las obras representativas de ‘el otro’ y que, como una amarga ironía de la historia, los expoliadores se convierten, más tarde o más temprano, también en expoliados.

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El saqueo cultural de América Latina. De la Conquista a la globalización (Debate, 414 páginas) comienza con el ‘identicidio’ de los pueblos originarios de América, el mayor genocidio y plan de destrucción de que se tenga memoria, pero pudo haber empezado antes incluso: los arqueólogos han descubierto que los pueblos indígenas destruían los vestigios del poder y el conocimiento de los grupos precedentes, y esta corriente ‘memoricida’ llegó a extremos como la tradición de cada rey maya de Copán, que destruía ritualmente las estelas e imágenes de su antecesor.

Pero la sistemática destrucción de seres humanos, su cultura, identidad y memoria que desembarcó con Colón en 1492 fue de una amplitud y saña sin igual. En los capítulos más ponderados y bien estructurados de su libro, Báez explica cómo la conquista de América fue llevada a cabo por un par de generaciones de españoles en cuya mente se dio la trágica combinación de codicia, crueldad y el más alto grado de fanatismo religioso de su historia.

Entre la furia destructiva de los frailes e inquisidores, la voracidad por el oro de los adelantados y el sadismo de quienes servían a ambos poderes, antes de que terminara el siglo XVI se calcula que había perecido tres cuartas partes de la población del llamado Nuevo Mundo, y también se habían destruido – por fuego, a martillazos, bajo tierra, en el mar o en la fragua – la mayor parte de los tesoros artísticos y también los escritos, los jeroglíficos, los cuadros narrativos o explicativos y los quipus con los que los miles de pueblos indígenas habían transmitido sus historias y sus conocimientos a lo largo de los siglos.

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Sin embargo, en la narración de Báez esta destrucción del arte y la cultura precolombinos es sólo el comienzo de la historia. El arte colonial que los españoles pusieron en el lugar de los altares indígenas también cayó presa, con el correr de los siglos, del expolio de ladrones y coleccionistas, de la desidia de gobiernos con nulo interés por preservar el pasado, y en algunos casos (como la revolución mexicana de principios del siglo XX), del furor anticlerical.

Y así seguimos: tampoco los objetos de valor y conocimiento que reemplazaron a lo precolombino y lo colonial se salvaron. Ante la miseria y la falta de puesta en valor de lo propio, todo lo que puede ser vendido se vende. Latinoamérica es víctima hoy más que nunca del tráfico de obras de arte de todas las épocas, incluido el contemporáneo. La razón es por lo general la codicia de opulentos coleccionistas conjuntada con la miseria material y espiritual de sus secuaces locales. Pero también perviven las razones de los inquisidores: durante las sangrientas dictaduras del Cono Sur, los mismos que desaparecieron a una generación de intelectuales destruyeron también sus libros ‘sospechosos’ y expoliaron bibliotecas y museos.

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Esta triste colección de historias de la desmemoria necesitaba un recolector, analista y divulgador, y nadie mejor que el venezolano Fernando Báez, actual director de la Biblioteca Nacional de su país. Báez es considerado uno de los mayores expertos mundiales en expolio cultural, luego de su imprescindible Historia universal de la destrucción de libros, traducida ya a 12 idiomas.

En el 2003 fue miembro de la comisión de la UNESCO que documentó la destrucción del patrimonio iraquí, especialmente de la Biblioteca y el Museo Nacional de Bagdad. En La destrucción cultural de Iraq, con prólogo de Noam Chomsky, prueba que las destrucciones y robos de patrimonio no fueron frutos de la desidia e ignorancia de los invasores, sino de un plan bien orquestado.     

En esta nueva obra Báez cubre un continente entero y más de 500 años. Y abarca más de lo que puede apretar. Parece como si hubiera querido decir todo lo que tenía atragantado tras años de investigación, y el libro termina siendo una extraña mezcla de historia, alegato político y tratado ideológico.

Pero es un libro imprescindible, y en muchas de sus páginas, ameno y aterrador. Además, es una escalofriante historia de horror ante la que empalidecen esas películas llenas de gritos, ketchup y vísceras de goma. 

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8 de julio de 2013
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Enseñando con Orwell en Kirguistán

Estoy en Bishkek, capital de la república de Kirguistán, enseñando periodismo "con una mirada sensible a los conflictos" a jóvenes periodistas de Asia Central. Hoy ellos están buscando información en las calles y plazas, hablando con los poderosos, los desposeídos, los valientes y los débiles, y por eso puedo sentarme a escribir en el blog.

El otro día les hablé de George Orwell, de la manipulación y la propaganda como formas de mantener un sistema totalitario. Les conté el argumento de 1984, con su Gran Hermano, su Ministerio del Amor, en cuyas catacumbas se tortura a los rebeldes, y su Ministerio de la Verdad, en cuyas oficinas se inventa el pasado. Jamás habían oído hablar de Orwell, pero mientras la traductora vertía mi inglés al ruso, iban moviendo la cabeza y sonriendo. Entendieron la fábula orwelliana a la primera.  

Esa sesión me hizo acordar de mi trabajo con la obra de Orwell en mi libro Periodismo narrativo. Aquí les comparto una versión abreviada, que publiqué hace un par de años en el suplemento de Cultura del diario argentino Perfil. Les aseguro que desde mi hotel en Bishkek, la mirada limpia y las lúcidas profecías de Orwell adquieren otra dimensión.

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En una de sus noches en pensiones de mala muerte en el Londres mugriento de grasa y hollín de principios de los años treinta, tras dormir sólo una hora por culpa de los gritos, las toses y los ladridos, George Orwell se despertó con “la vaga impresión de una cosa larga y marrón viniendo hacia mí”.

 “Abrí los ojos y vi que era el pie de uno de los marineros que salía de la cama y avanzaba hacia mí”, escribe el autor de Rebelión en la granja y 1984.

“Era marrón oscuro, como el pie de un indio con suciedad. Las paredes daban grima y las sábanas, lavadas hace tres semanas, estaban de un color umbrío crudo. Me vestí y bajé al sótano. Abajo había una hilera de bacinicas y dos rollos de toallas. Tenía un pedazo de jabón en mi bolsillo, y estaba a punto de lavarme, cuando me di cuenta de que cada recipiente estaba repleto de suciedad. Sólida, pringosa y negra como betún. Me fui sin lavarme”. 

No sé si se me permitirá dar nombre a un nuevo género periodístico-literario. Lo llamaría ‘Sufrir para contarlo’, y es el método de los tres libros de no ficción de George Orwell. La serie empieza con Sin blanca en París y Londres, publicado en 1933, el libro del que sale la historia del pie del marinero, y sigue con El camino de Wigan Pier, un viaje a las horribles condiciones de trabajo y vida de los mineros del norte de Inglaterra, de 1937, y Homenaje a Cataluña, el relato las experiencias del autor como combatiente antifranquista y víctima de la represión estalinista dentro del bando republicano, de 1938.

Así funciona el método: el escritor se convierte en uno de los personajes de los que quiere escribir, por lo general gente de mal vivir y peor comer. Pasa frío, hambre, miedo, enfermedades, y va anotándolo todo. Después lo escribe en una larguísima carta a sus camaradas de la izquierda. Está seguro de que ellos sí entenderán las razones y las consecuencias de sus viajes a los márgenes, los bajos fondos y las violencias del sistema.

Al vivir las vidas de los oprimidos y las de los que se rebelan contra los opresores, el escritor va anotando sus observaciones y también lo que piensa y siente a lo largo de su camino. Escribe sobre su propio frío, su hambre, su escozor de piojos, sus problemas respiratorios, sus ataques de fiebre. Y comparte además sus ideas, juicios y prejuicios. Y también relata sus peleas con sus propias percepciones y los instintos que adquirió en la infancia, y también sus debates con el lector, al que imagina quisquilloso, inquisitivo, sensible a los problemas sociales, pero anclado en el sentido común de su tiempo.

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El método Orwell consiste en sufrir en nombre del lector. Mejor dicho, en el lugar del lector. Al mostrarnos lo que pasa a su alrededor como un periodista y al mismo tiempo meternos en su cabeza y confiarnos sus pensamientos, aunque se sienta avergonzado de ellos, logra una combinación asombrosa y muy original de periodismo y literatura testimonial.

Nunca pierde de vista que está sufriendo, está tomando notas y está escribiendo para que nos demos cuenta de algo, algo muy superior a sus propios padecimientos. Tan grande es su ‘misión’ que no se encuentran en sus libros ni el humor ni la levedad de la crónica de costumbres. Las obras de Orwell son ascéticas y severas.

Sin embargo, y pese al ceño fruncido de su estilo, lo “salvan” siempre dos grandes cualidades. Por un lado, la alegría que produce la perfección del estilo, la descripción atinada, la metáfora feliz, el análisis inteligente y certero. Por otro, su enorme capacidad para autoexaminarse, criticarse y hasta burlarse de sí mismo. Soportamos que ponga en el microscopio nuestras confortables certezas porque puso antes sus amores, odios, miserias y cobardías bajo la misma lente.

Esas virtudes ya brillan en Sin blanca en París y Londres, que es su primer libro de observación y testimonio, se agudizan en el segundo, El camino de Wigan Pier y estallan con la perfección de una bomba mortífera en su último y más dramático libro de no ficción, Homage to Catalonia. Su novela de hechos ciertos tienen un sentido de urgencia, de necesidad, de claridad buscada que para mí tiene que ver con esa pasión por ser entendido. No se entiende su estilo sin la ética práctica a la que estaba atado.

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La Guerra Civil Española fue la caída final de la venda en los ojos de Orwell. Cuando estalló el conflicto, no dudó en alistarse. Henry Miller, quien lo recibió en París a su paso hacia Barcelona, lo describió como imbuido de un fervor casi religioso y una seguridad total en que la batalla es entre el bien y el mal. Aunque no compartía ni su análisis ni su entusiasmo, el americano hedonista le regaló un abrigo. Orwell le dijo que iba como cronista y reportero, pero Miller estaba seguro de que su amigo se disponía a tomar las armas.

En España, Orwell combatió con el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, filo-trotskista) y vivió, tanto en Barcelona como en el frente, lo más parecido a su sueño de igualdad, de hermandad, de generosidad, la revolución que suprime la injusticia y la sociedad sin clases. Por supuesto –y esto lo han marcado bien los estudiosos catalanes de Orwell– su paraíso era una mezcla entre cambios reales y lo que él quería y soñaba ver.

Al volver herido a Barcelona desde el frente en Aragón, Orwell se encontró con que el POUM estaba prohibido, sus líderes asesinados, detenidos o buscados, y que su vida corría peligro. Los comunistas los acusaban de haber traicionado a la república pasando información a Franco. Se salvó por los pelos.  El libro lo enfrentó a sus antiguos camaradas, quienes no querían oír hablar de rencillas internas entre los republicanos.

Homenaje a Cataluña, para muchos el mejor libro de Orwell, es un tardío viaje de descubrimiento. En cierto sentido, las miserias e iniquidades que describe en Sin blanca en París y Londres y en El camino de Wigan Pier eran cosas que ya conocía o intuía. Le faltaban los detalles, el ‘cómo’, pero las penurias físicas y psíquicas y las contradicciones de los pobres que describe son parte de su experiencia pasada en Birmania y en Inglaterra, y son congruentes con sus ideas y su ideología.

Pero en España descubre dos cosas nuevas: el santo desorden de la Barcelona libertaria y la feroz represión dentro del bando republicano. Es un libro complejo; comienza feliz y termina desesperanzado. Todo parece fácil y posible al comienzo, y al final todo es mucho más complejo de lo que suponía. Y su proceso interno también está narrado con trazos más precisos, porque lo que le sucede no es siempre de entender y porque no es lo que se esperaba que le pasara. Ahí está ya el germen de la amarga fábula con animales Rebelión en la granja y en la cruel distopía futurista 1984.

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Con peligro para su vida y efectos letales para su salud, siguió hasta su temprana muerte a los 47 años describiendo sin cerrar los ojos lo que encontraba en el fondo cienagoso al que había bajado.

Si seguimos con detenimiento la carrera de Orwell, vemos que la observación y la descripción de lo real son a la vez caminos hacia la ficción última y formas de comunicar sus ideas y sus ideales.

En su proceso de escribir como quien respira, por necesidad, nos fue limpiando la mirada y el estilo. Leer a Orwell nos hace volver a la mesa de trabajo con la pluma limpia de sentimentalismos y palabrerías, y con una sensación más noble y ética de la profesión de escritor, de periodista, o simplemente de ciudadano de nuestro tiempo. 

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24 de junio de 2013
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Invitación al viaje

Una de las estrategias narrativas que más me sirven para escribir lo que en Latinoamérica llamamos una crónica es el relato de viaje.

En los diarios y revistas el relato de viaje se ha degradado. Se relega a las páginas de turismo, y pareciera como si el autor sólo pudiera viajar como adelantado de un supuesto lector que comprará en su agencia de viajes una gira rápida, superficial, previsible, a los sitios donde no disfruta estando sino que se enorgullece de haber estado. Ir para haber estado es dar por perdida la posibilidad de la experiencia desde antes de partir.

Obviamente, esto se debe a que el viaje es un negocio: negocio para los anunciantes. En sus manos están los suplementos y las revistas de turismo.

Pero todos sabemos que el viaje del turista que consume experiencias como quien consume productos no es el único viaje posible.

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El romanticismo comenzó, tal vez, con el viaje de Goethe a Italia. Fue un viaje transalpino, y en él descubrió otra forma de vivir – la de los italianos, que para Goethe representaban lo emotivo, lo vital, el placer de disfrutar el momento. Y la cultura, las ruinas, Roma como legado común. El viaje de Goethe a Italia fue un viaje de descubrimiento, de cambio, de crecimiento. Un viaje filosófico.

La historia de la literatura está llena de viajes transformativos: en los mares del sur D. H. Lawrence descubrió la llave para abrir los tabúes del erotismo como experiencia espiritual, en la India E. M. Forster se enfrentó con su propia homosexualidad, en Tahití Gaugain descubrió la libertad absoluta, incluida la libertad abyecta de disfrutar de los cuerpos de las niñas. No siempre los viajes nos cambian para bien.

Pero los que a mí me sirven como ejemplo son los viajes que transforman, por ejemplo, a Hermann Hesse, a Mark Twain y a Josep Pla. Cada uno aprendió a ver y entender su propia sociedad con mayor profundidad y ojo crítico después de haber convivido con sociedades distintas. Es de Yeats ese verso de que el buen viaje es aquel del que uno vuelve y mira su casa como si la viera por primera vez. Y, agrego, se mira en el espejo de su baño y se descubre con extrañeza.

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En el periodismo moderno hay un pequeño pero fascinante grupo de reporteros que usan el relato de viaje para contar un camino de descubrimiento y transformación. No siempre se trata de un cambio personal. Muchas veces es el viaje de la ignorancia al conocimiento, y en vez de hacer que el lector conozca nuestro cambio, lo llevamos de viaje para que, al terminar el libro o el artículo, se vea transformado.

¿Qué es un gran libro sino una propuesta de transformación? Que el que cierra la última página sea alguien ya distinto del que abrió la primera. A veces con respuestas a sus viejas preguntas. Pero otras veces con nuevas preguntas. Cosas que creía resueltas se le abren y complejizan a lo largo del viaje.

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El mejor viajero que conozco en América Latina es Martín Caparrós. Con una maestría verbal prodigiosa, una impresionante capacidad para ver, escuchar, describir y contar detalles que pintan todo un mundo, Caparrós es autor de dos grandes colecciones de crónicas de viaje: Larga distancia y La guerra moderna. Crónicas como el viaje al lujo insano de Hong Kong, el viaje al turismo sexual en Sri Lanka o el viaje a la dictadura implacable de Camboya ya son clásicos, estudiados en las escuelas de periodismo de Argentina y alrededores.

Caparrós puede llevarte a un lugar que creías conocer, como las ciudades y paisajes rurales de Argentina, en su guía de lo inesperado El interior. O contarte una historia desconocida, como el periplo vital de la chica argentina que se convirtió en okupa y terminó perseguida como enemiga del estado italiano, sentenciada y suicidada.

El yo que viaja en los libros de Caparrós es siempre reconocible: es brillante, socarrón, deslenguado, erudito, y entre frase y frase se atusa el bigote decimonónico. Es como un mago que nos muestra el mundo como si nos hiciera un truco de prestidigitación.

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Hay infinidad de formas de escribir relatos de viaje. Como hay infinidad de formas de viajar. Lo que a mí me gusta es que un buen viaje se cuenta solo: tiene su arco narrativo incorporado.

Me gustan sobre todo los viajes de vuelta a lugares donde pasaron cosas importantes. Es un viaje al recuerdo del pasado y al mismo tiempo un recuento de lo que se encuentra allí ahora. Fernando Benítez siguió La ruta de Hernán Cortés desde Veracruz hasta el DF, por las tierras sobrepoblados, los bosques explotados y los pueblos indígenas oprimidos de hoy, hasta la alucinante capital de lo que fue el imperio azteca.

El periodista catalán Placid García Planas aprovechó sus viajes a sitios donde hay guerras y conflictos hoy – es corresponsal de La Vanguardia – para revisitar los sitios donde transitaron los viejos reporteros de guerra de Barcelona, sobre todo el genial Gaziel, gran cronista de la Primera Guerra Mundial. Su libro se llama La revancha del reportero.

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Viajar para encontrar al otro. Viajar para encontrarse a uno mismo. Viajar para descubrir el pasado y entender el presente.

Una crónica puede ser el viaje del personaje a lo largo de la vida. O un viaje particular del personaje. O el viaje de nosotros, los periodistas. Pero siempre es una invitación al viaje del lector.

Este jueves parto para Bishkek, la capital de Kirguistán, en el centro de Asia. ¡Deséenme suerte!  

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10 de junio de 2013
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Teoría del transandino: ponernos en el lugar del otro y mirarnos desde allí

Yo tenía 19 años y el pelo por los hombros. Mi novia, mi primera novia, tenía el pelo casi por la cintura y vestía faldas de colores. Íbamos de mochileros a Bariloche. Cruzamos a Chile, y el paso fronterizo, un gendarme con cara de piedra le quitó a mi novia las flores silvestres que yo le había regalado esa mañana y las arrojó en un horno.

Era una campaña contra las plagas que se transmiten por animales y vegetales. No se podía pasar con productos frescos por la frontera. Pero ese policía fronterizo echando las flores con asco en un horno fue para mí una de esas escenas potentes, de las que refuerzan una idea apelando a los sentidos.

¿Me caían mal los chilenos? Supongo que en esa época hubiera respondido: "Sí, como a todo el mundo". Eran el otro, el que estaba del otro lado.

¿Cómo cambié? No empecé por un sentimiento: ni la empatía ni la simpatía ni mucho menos la tolerancia.

No: poco a poco, día a día y año a año, yo me fui acercando a ver, preguntar, oler, entender, hasta comprobar que el otro es otro yo.

* * *

¿Qué estás haciendo?, le pregunté a un artesano chileno hace seis años, cuando entré a su tienda en Puntarenas, en la punta sur del continente, a comprar pilas para mi grabador.

Yo estaba en un viaje de investigación para mi libro Los viajes del Penélope. Acababa de aterrizar de las Islas Malvinas y estaba a punto de volar a Santiago, y de ahí a Buenos Aires.

El artesano chileno estaba grabando plaquitas para los soldados del regimiento. Para que se supiera quiénes eran cuando sus cuerpos no fueran reconocibles.

¿Vos también hiciste el servicio militar?, le pregunté. Y me contó que la instrucción consistía en perseguir una oveja y degollarla con la bayoneta. Y yo me acordé de la bayoneta de mis compañeros de ejército, en 1981, atacando a un muñeco de paja y gritando "¡Muerte al chileno!".

Obviamente, la instrucción chilena preparaba mejor para la guerra. Para la paz, ahí estábamos, en medio del frío patagónico, el hombre de las plaquitas y yo, recordando el servicio militar y cómo nos habían enseñado que el otro era el enemigo y había de aniquilarlo.

Y yo sentía que era yo el siguiente en la línea, que ya había pasado el chico de campo que mató su oveja sin problema, y que ahora me tocaba a mí: tenía que agarrar mi oveja, ante la mirada del teniente.

* * *

Verlo desde adentro y en ese proceso, verme a mí mismo desde afuera, desde su lugar. El periodismo narrativo, al acercarse, compartir mucho tiempo, vivir la vida del otro, aprende a ver que lo que pensábamos que era exótico es en realidad muy cercano a nuestra propia experiencia.

Pero también nos permite vernos a nosotros mismos, a nuestro grupo, sociedad o generación, desde afuera. Vistos de muy cerca, todos somos rarísimos.

En Argentina, cuando uno escribe un artículo donde aparece un chileno y no quiere repetir mucho la palabra, en la segunda o tercer mención pone `transandino'. El chileno es el que está del otro lado de los Andes. Nosotros estamos del lado de acá. Ellos, los transandinos, están del lado de allá.

Cuando me presentó un profesor en la primera conferencia que dí allá, en la Universidad Católica de Valparaíso, les dijo a los asistentes: "Tenemos al profesor transandino Roberto Herrscher".

Y yo lo miré y pensé: ¿Cómo transandino? ¿Transandino yo? ¡Si son ustedes!

* * *

Es obvio: para ellos la montaña está hacia el este, y del otro lado, nosotros. Desde su lado, el transandino soy yo. ¿Qué pasaría si los judíos y palestinos tuvieran la misma palabra para unos y otros? Y los católicos y protestantes en Irlanda, y los serbios y croatas...

O sea que yo creía que ellos eran trasandinos, y resulta que en Chile el transandino soy yo. Pero hay que meterse mucho en la casa del otro para verse a sí mismo con sus ojos.

En definitiva, todos somos transandinos del otro. La montaña que los hombres tenemos que cruzar para acercarnos a la forma de ver el mundo de las mujeres es la misma que tienen que cruzar ellas, ustedes. Entre nosotros y nuestros padres, entre nosotros y nuestros hijos, entre nosotros ciudadanos de a pie y los dueños del mundo, entre nosotros los blancos y los inmigrantes africanos, hay una montaña. Hay que cruzarla.

Y el camino para cruzarla es iniciar un relato. El relato del viaje.

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31 de mayo de 2013
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La sorprendente familia Bin Laden

En 2008, cuando Osama Bin Laden todavía estaba vivo y escondido, RBA publicó en español su estupendo reportaje Los Bin Laden. Una familia árabe en un mundo sin fronteras. 

El suplemento Cultura/s de La Vanguardia me envió la versión previa a la publicación, esa que viene con tapas en blanco, para que los críticos puedan leerse las más de 500 páginas a punto para su aparición en librerías.

El autor, Steve Coll, un “joven veterano” corresponsal de The Washington Post y habitual de las páginas de la revista New Yorker, era en ese momento desconocido para mí Desde entonces,  seguí la carrera de Coll, leí su estupendo Ghost Wars, the Secret History of the CIA (Premio Pulitzer) y varias de sus investigaciones posteriores. 

En los próximos días Coll asumirá como nuevo decano de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia. Su antecesor, Nicholas Lemann, también es una prestigiosa firma del New Yorker y autor de libros relevantes, pero dedicado más a la política estadounidense

Por eso, quisiera rescatar compartir en este blog aquel comentario que escribí a partir del valioso libro de Coll. Como muchos saben, el Master en Periodismo BCN_NY que dirijo en la Universidad de Barcelona es un programa conjunto con Columbia, y espero que podamos tener a Coll pronto en nuestras aulas de la capital catalana. 

La emprendedora familia del enemigo de Occidente

¿En qué familia rica y extendida que se precie no hay una oveja negra? Si se trata de los Rockefeller o los Rothschild, el hijo díscolo puede ser un apéndice curioso de la historia familiar, pero cuando el clan en cuestión es el fundado por Mohammed Bin Laden, las cosas cambian.

Steve Coll (ex reportero del Washington Post, firma actual en la revista New Yorker y acreedor de dos Premios Pulitzer) trata de convencernos de que tiene sentido leer un libro sobre la familia Bin Laden donde Osama no es el protagonista, y donde el líder de Al Qaeda no aparece como adulto hasta la página 201.

En mi opinión lo consigue, en parte porque de su minucioso relato surge un fascinante argumento de teleserie con poder, dinero y sexo, y en parte porque su historia permite asomarse a la historia y la sociedad de los países árabes y especialmente de Arabia Saudí, con su peculiar combinación de fortuna petrolera, modernidad tecnológica y el choque de diferentes visiones del Islam.

La historia es relativamente simple: a principios del siglo XX, Mohammed Bin Laden llegó a la Arabia de los Al Saud desde un polvoriento pueblo yemení. Pobre de solemnidad pero más vivo que el hambre, Mohammed encontró la forma de hacerse millonario. Pronto comprendió que en el reino había un solo patrono con bolsillos sin fondo: el rey y sus príncipes. La empresa que fundó sigue hasta hoy como contratista privilegiado de los monarcas absolutos, para quienes construyen palacios, carreteras, aeropuertos, telefonía y la puesta a punto de las ciudades sagradas de La Meca y Medina para el turismo islámico global.

Sus fabulosos contratos permitieron a sus 54 hijos y sus incontables nietos vivir una vida de lujos y gastos desenfrenados. Algunos se ‘occidentalizaron’ como Salem, el hijo mayor y jefe del clan hasta su muerte en 1988. Otros siguieron más estrictamente los preceptos coránicos, como el actual cabeza de familia, Bakr.

¿Dónde encaja Osama, uno de los hermanos menores, en este puzzle? Hacia fines de los ochenta, Osama comenzó su deriva hacia la guerra santa, primero con cierta ayuda y después con la oposición de su familia. A mediados de la década siguiente lo desheredaron y congelaron oficialmente su acceso al dinero familiar. Tras el 11-S la familia se cerró en la versión de que siempre se habían opuesto a Osama, pero Steve Coll postula que la expulsión del núcleo familiar fue posterior.

Tal vez lo más interesante del libro sea ver la trayectoria de Osama en el contexto de la historia familiar. Por ejemplo, el uso de la más moderna tecnología y la pasión por los aviones, ejes de la identidad y la fortuna de los Bin Laden, permitieron a la oveja negra del clan combinar con éxito discursos medievales con vanguardia tecnológica.

Se frustrará quien espere encontrar en este libro el relato de la planificación y ejecución del 11-S. En cambio, Los Bin Laden ofrece una larga lista de personajes fascinantes, en primer lugar el vitalista, enigmático y exuberante Salem Bin Laden, en muchos sentidos la contracara perfecta de su famoso hermano y el protagonista de su propio drama. Coll se adentra con estilo terso, alardes literarios y buenas dotes para el detalle revelador en las operaciones financieras y los escándalos de alcoba de una familiar singular que una terrible mañana neoyorquina vio como el viento de la historia borraba de un plumazo todo lo que había significado durante un siglo el apellido Bin Laden.

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27 de mayo de 2013
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Periodismo literario: vivo, vigente y cálido – incluso en Finlandia

Acabo de volver de la 8ª conferencia de la Asociación Internacional de Estudios de Periodismo Literario (IALJS).

Es la cuarta a la que acudo, y ya siento que formé una familia a la distancia con esta treintena de académicos enamorados del periodismo narrativo, veteranos periodistas convertidos en profesores y estudiantes de doctorado hambrientos de descubrir nuevos autores (qué antiguo suena eso).

*          *          *

La primera vez fui de la mano de mi viejo amigo Pablo Calvi, antiguo periodista de Clarín que saltó sin red a la academia. Pablo es el primer latinoamericano en doctorarse en periodismo en la Universidad de Columbia. Su tema es la comparación entre el Nuevo periodismo del norte de América y la crónica del Sur.

En 2010, en la Universidad de Roehampton, en Londres, en un panel sobre nuevas formas de contar, escuché a la profesora Leonora Flis, de Eslovenia, hablar del gran Joe Sacco, autor de Notas al pie de Gaza y maestro del cómic de no ficción.

En 2011, en Bruselas, el doctor Todd Shack, quien en otra vida fuera barman en Amsterdam, me abrió los ojos a la obra poética y terriblemente real de Charles Bowden, el cronista de la frontera entre EEUU y México, el autor de Ciudad del crimen.

Ya les hablé en este blog tanto de Notas al pie de Gaza como de Ciudad del crimen. Esos descubrimientos empezaron para mí en los congresos de la IALJS.

Y siguieron brotando autores y descubrimientos. En 2012, en Toronto, la imponente voz del noruego Jo Bech-Karlsen me introdujo en el debate moral alrededor del relato de no ficción El librero de Kabul, de su compatriota Asne Seierstad. ¿Cuáles son los límites de la no ficción?

Este año la conferencia central corrió a cargo de Robert Boynton, el influyente autor de El nuevo nuevo periodismo: nos habló de las formas en que Internet, los blogs, los libros digitales y la auto-edición están abriendo nuevos rumbos para el oficio.

*          *          *

Pero en las dos salas de la Universidad de Tampere, bajo un calor inesperado (bueno, inesperado para mí, que llevé toneladas de abrigo innecesario a Finlandia), se sucedían decenas de presentaciones.

Voces de Australia, de Brasil, de Suecia, de Sudáfrica, de Canadá, de Bélgica, de Inglaterra y Alemania recuperaban a grandes cronistas del pasado y llamaban la atención de nuevos periodistas literarios que de otra forma no pasan las fronteras de su país o de su idioma.

¿Sala 1 o sala 2? Era como pedir a un niño que elija entre una juguetería y una dulcería. 

Y en las cenas y desayunos, departir con los popes de esta creciente disciplina, como el gran Norman Sims (autor de la indispensable antología El periodismo literario), el maestro paternal David Abrahamson (experto en historia de las revistas norteamericanas) o la profunda escudriñadora de los abismos humanos Sue Joseph (creadora de la escalofriante serie de perfiles Speaking Secrets, de la que les hablaré algún día).

*          *          *

Tras cuatro años, ya sabiéndome arropado en esta cofradía, me animé a hablarles de mi reverenciado Gabriel García Márquez y sus tres libros de no ficción (Relato de un náufrago, La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile y Noticia de un secuestro), y a contarles la historia de mi guerra, la de Malvinas de hace ya 31 años. Creo que los hice viajar un poco con la historia de mi crónica Los viajes del Penélope.

Vuelvo más rico, más seguro del camino que emprendí hace una década, y esperando ya la 9ª conferencia de IALJS.

Mayo de 2014: Bonjour, París!



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23 de mayo de 2013
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Ver al otro: Tommy Lapid y la anciana en la casa derrumbada

 

Hace años que esta historia me ronda. Es la historia de una mirada. La mirada de un extraño y apasionante político israelí que se atrevió a ver al otro – una anciana palestina - como una imagen en el espejo. A cuatro años de su muerte, quiero homenajear con este relato a Tommy Lapin, judío ateo, deslenguado, ácido y valiente, tan imperfecto como querible. Y que muchos se atrevan a mirar como él.

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Se llamaba Tommy Lapid. Nació en 1931 en la antigua Yugoslavia, con un nombre mucho más complicado. Eran judíos. Cuando tenía 12 años vino la Gestapo a buscar a su padre. Muchos años después, recordó el abrazo y las palabras del padre: “Tal vez nos volveremos a ver, tal vez no”. Los dos sabían que era la última vez. El padre y la mayoría de los familiares de Tommy Lapid murieron en campos de concentración.

La abuela fue a Auschwitz. Lapid la recordaba siempre buscando sus medicinas, por toda la casa.

Tommy fue rescatado del gueto de Budapest por las tropas soviéticas. Llegó a Israel a los 17 y sin salir del muelle se alistó para pelear por una tierra y un futuro para los judíos.

Fue periodista y polemista, partidario de un Israel laico, con menos poder para los extremistas religiosos. Fundó un partido entre izquierdista y liberal. Y fue un encendido defensor del derecho a existir del Estado de Israel y de la preservación de la memoria del holocausto. Hasta su muerte fue presidente de la Autoridad para el Recuerdo de los Mártires y Héroes del Holocausto.

En el Kneset defendió el matrimonio laico,  el servicio militar también para los ortodoxos, limitar el dinero para organizaciones ultrarreligiosas. Y demoler las colonias en terrenos palestinos. Y la paz con los palestinos.

La política crea extrañas parejas: a comienzos de siglo, para que Ariel Sharon no tuviera que pactar con los ultraortodoxos, el partido de Tommy Lapid se alió con él. Lapid fue nombrado ministro de justicia.

Lapid era visto como una espina en el país que mezclaba nación y religión. Era un judío ateo. Pero su poder y su presencia en el Parlamento, su familia exitosa – su esposa era una importante novelista, su hijo mayor, presentador de la televisión pública – mostraban un rasgo importante de la democracia: la posibilidad de disentir y oponerse, el debate encendido pero limitado a las palabras.

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En 2004 Tommy Lapid estaba viendo la televisión y le ocurrió una revelación. Vio unas imágenes de una demolición de casas de palestinos por el ejército israelí. Recuerden que en ese momento él era Ministro de Justicia.

Y Tommy vio en la televisión a una anciana palestina buscando sus medicinas entre las ruinas de su casa. Y se le vino a la mente la escena de su abuela buscando sus medicinas desesperadamente.

La abuela palestina le recordó a su abuela judía muerta en Auschwitz, le dijo Tommy Lapid a un periodista de la BBC.

Ese comentario terminó con la carrera política de Tommy Lapid. Su partido lo desautorizó. Sharon le exigió que se retractara. Lapid dijo que de ninguna manera estaba comparando la Shoah con la situación de los palestinos. Pero el daño estaba hecho. Su sacrilegio corrió como reguero de pólvora.  

La política de mano dura de Israel incluía demoler las casas de familias donde tuvieran información de que un miembro se unió a Hamás o hubiera participado en un atentado. En las casas palestinas suelen vivir, hacinados, la familia extendida del ‘terrorista’ y otras familias. En el momento en que un israelí – y mucho más un dirigente, un ministro – se atreve a ver el sufrimiento de los palestinos todo el andamiaje de la autopercepción de los judíos de Israel corre el riesgo de venirse abajo. No entender, no justificar, no comparar. Ver.

Ver al otro como alguien como uno, pero del otro lado.

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En 2008, cuando murió Tommy Lapid, los líderes ultraortodoxos sorprendentemente le dedicaron elogios fúnebres. Fue un contendiente formidable, leal y honesto, dijeron. Lo que te tenía que decir, te lo decía a la cara. Qué suerte que ya no esté, pero le echaremos de menos, dijeron.

Para su funeral, él mismo eligió un verso de Dylan Thomas, leído por su hijo, el periodista: ‘No vayas gentilmente hacia la dulce noche: enfurécete, enfurécete contra la muerte de la luz’. 

Para mí el eje de su larga vida y su implacable inteligencia y sentido de la decencia y la justicia está en ese momento en que prendió la televisión y se atrevió a ver a la anciana palestina y pensar en su abuela muerta en el Holocausto. 

En ese momento, a mitad de camino entre las imágenes y sonidos del televisor y los ojos y oídos del Ministro de Justicia Tommy Lapid, se produjo un descubrimiento, una visión, una epifanía. Aunque es una palabra extraña para aplicar a un ateo deslenguado como Tommy Lapid, creo que eso es lo que pasó. Una epifanía.

Su profunda humanidad y su insobornable coherencia no le dejaron otra salida: No mires al costado, Tommy. Esa vieja es como tu abuela, en el pueblo, allá en Serbia, cuando llegaban los nazis y las malditas pastillas no aparecían. Esa vieja palestina es tu abuela. Es de los tuyos, Tommy.

¿Ahora qué vas a hacer?

 

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13 de mayo de 2013
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