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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

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El museo de las identidades múltiples

¿Se puede ser al mismo tiempo musulmán y europeo? ¿Español  y catalán? ¿Estadounidense y ateo? ¿Católico y homosexual? ¿Francés y negro? Mientras crecen el en mundo los movimientos por las identidades excluyentes, un hermoso museo en Berlín guarda el recuerdo de un antiguo filósofo que soñó el sueño de la integración: la inclusión de los distintos en una misma identidad.

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Los buenos museos, como los mejores libros, invitan a nuevas lecturas con cada visita y se completan con la mirada activa del visitante. Hace 12 años, pocas semanas después del 11 de setiembre de 2001, un amigo me llevó al recién estrenado Museo Judío de Berlín. Habían aplazado la inauguración por el atentado en las Torres Gemelas y el Pentágono, y en ese momento la muerte, la guerra y el fuego me acompañaron en el recorrido.

De esa visita me quedó en la memoria la sala del Holocausto, un patio de altísimas paredes de cemento, con una pesada puerta de metal que se cierra horriblemente detrás de uno.

Dentro, el horror del encierro, el vacío que cada uno va poblando con sus propios horrores, y una luz tenue en lo alto, demasiado arriba como para sugerir la esperanza de una salida.

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Unos años más tarde volví a Berlín. Caminando por una ciudad en primavera y más multicultural, poblada de caras venidas de los cinco continentes, llegué casi sin buscarlo a la puerta del edificio adusto que alberga el museo. Ahora es más grande, tiene exposiciones temporales, pero lo que más me impresionó no fue la representación metafórica del genocidio, sino el relato de un desencuentro anterior y, si cabe, más profundo.

La sala mayor del museo muestra el crecimiento a lo largo de 1.000 años de una identidad – la judío-alemana – con su cultura, sus tradiciones, su música, sus chistes, su literatura y su forma de vivir con la naturalidad que le permitían las regulares matanzas y persecuciones su particular y viva forma de ser judíos y de ser alemanes.

El punto álgido de la constitución de esta identidad fue la figura del filósofo Moisés Mendelssohn. En el iluminista siglo XVIII, preguntaba a los alemanes cristianos, o a todos los no judíos: ¿qué debemos hacer para que nos acepten? ¿En qué sentido tenemos que cambiar para que nos consideren alemanes? ¿Cómo podemos hacer que reconozcan lo que los judíos estamos aportando a las artes, las ciencias, la economía, o sea a la construcción de la Alemania moderna?

Una tremenda plaquita al lado del retrato de Mendelssohn señala lacónicamente la respuesta de los alemanes de su época: “Nadie se dignó contestar a sus preguntas”. 

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Los creadores de la identidad oficial alemana estaban ocupados en construir una personalidad colectiva única, pura, plagada de leyendas heroicas y paisajes bucólicos. Sólo una forma de ser alemán. El judío que se reconocía como radicalmente distinto no era un problema para esta empresa. El incómodo era Moisés Mendelssohn, maestro de la prosa en alemán, conocedor del acervo cultural germánico, que quería un país plural donde cupieran todos.

Dos generaciones después, cuando las puertas ya se cerraban más para un artista judío y alemán, su nieto, el compositor Félix Mendelssohn, tuvo que convertirse al cristianismo y componer motetes e himnos de alabanza protestantes. Era un músico que no se entendía fuera de la tradición alemana, y estaba dispuesto a amputar su identidad para “encajar”.

Por supuesto, cinco generaciones más tarde vinieron los nazis y quemaron en la misma pira los libros del escritor Moisés y las partituras de su nieto converso, junto con los cuerpos de seis millones de judíos. Pero al recorrer el Museo Judío de Berlín, me asaltó la sospecha de que la tragedia se empezó a tejer en los oídos sordos de los pensadores contemporáneos del viejo Mendelssohn.

¿Estaremos desoyendo hoy preguntas y llamadas al diálogo como las que hacía el antiguo filósofo?

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11 de noviembre de 2013
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¿Cómo me voy a informar dentro de 10 años?

 

La revista cultural, literaria y política El Ciervo, el proyecto de los católicos progresistas e ilustrados de Cataluña que lleva medio siglo contribuyendo a elevar el nivel de debate de lo público en España, preguntó a un grupo de escritores cómo creemos que nos informaremos de aquí a una década.

Yo titulé mi contribución: Abriéndome camino entre la lluvia de mensajes de los informadores interesados.

¿Cómo se informan hoy los jóvenes? Los diarios, la tele y la radio ya son marginales: todo viene por la pantalla de la laptop o notebook y por la pantallita de los móviles y los iPod y los iPad. No soy experto ni especialmente afecto a las nuevas tecnologías, pero como cualquier periodista de hoy, sé que los medios tradicionales tienen los días contados y que en 10 años todos nos informaremos de forma digit al. El único límite a la pequeñez de los dispositivos es lo incómodo que resulta leer en pantallas demasiado pequeñas. Si no, todo se podrá ver en un reloj de pulsera, como ya hacía premonitoriamente James Bond en los años setenta.

 

Pero para mí lo más importante no es el cómo, sino el qué. Antes había que esperar a pie de quiosco o a que se prendiera el viejo aparato de tele para ver qué nos ponían. Estábamos a merced del criterio de quienes controlaban el acceso de la información. ‘Gatekeepers’, guardianes de la puerta. En los ochenta, Noam Chomsky los denunció como censores: lo ‘noticioso’ era lo que les convenía a ellos que supiéramos. Sí, podíamos suscribirnos a pequeñas revistas, ir a la biblioteca, ajustar la antena para escuchar radios internacionales. Pero la oferta era limitada, y por eso se formaban cofradías de información secreta, que compartían lo prohibido o aquello que los medios al uso no querían difundir.

 

Ahora casi todo está ahí, afuera. La red es un inmenso depósito, y por Facebook y Twitter nos llegan más links por minuto de nuestros amigos, contactos y gente a quienes seguimos de lo que podemos llegar a leer o ver. Pero los mismos poderes políticos y sobre todo económicos que antes decidían que algo fuera de difícil acceso, hoy dirigen nuestra mirada a lo que ellos quieren: si hablamos con nuestros amigos de Moscú, nos llega la publicidad de vuelos a Rusia; si compramos comida, nos ofrecen vinos para acompañar; si averiguamos por una casa de campo, nos inundan de publicidad de turismo rural. Lo hacen los publicistas, y lo hacen cada vez más las usinas de propaganda política. ¿En tu familia hay votantes de tal partido? Ahora van a por ti. Vigilan nuestros hábitos de consumo y nos atosigan de mensajes.

 

Por otro lado, las recomendaciones de nuestros amigos y falsos amigos corporativos, que nos espolean desde las redes sociales, nos van achicando la posibilidad de sorprendernos con cosas nuevas, con lecturas y películas y con ideas distintas a las que estamos acostumbrados a escuchar. El lema es “si te gustó aquello, te gustará también esto”. Y así nos vamos arropando en nuestros viejos gustos. Nos bombardean con mensajes y productos nuevos, pero son copias de lo que ya probamos y compramos antes.  

 

¿Recuerdan cuando íbamos a la librería, recorríamos los estantes y nos dejábamos sorprender por un autor que ni sabíamos que existía? Era la época de charlas con gente inesperada que nos desafiaba con ideas muy distintas a las nuestras. En 10 años ya casi no saldremos a buscar noticias y mensajes nuevos: vendrán a por nosotros. Es un camino imparable. Y el desafío ya no será tanto buscar en el desierto, sino sacudirnos la maraña de lo muchísimo que nos quieren vender a todas horas para poder sorprendernos con algo que nos cambie, que nos abra la cabeza.

 

 

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17 de octubre de 2013
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El poder de los zapatos

Hace un mes me ‘fichó’ la revista digital The Objective (www.theobjective.com), un medio nuevo y creativo, que informa a partir del fotoperiodismo. Comienza con fotos impactantes y relevantes y desde allí va a los datos, los relatos y las opiniones. En la falsa pelea entre textos y fotos, este medio radicalmente de este tiempo sale de esa idea de que “una imagen vale más que mil palabras”, para hacer que estas dos formas de contar dialoguen y se refuercen mutuamente.

Quiero decir: para The Objective, una imagen da lugar a mil palabras.

Yo, hombre de palabras, estoy orgulloso de pertenecer a El Subjetivo, el equipo de columnistas de The Objective, junto con grandes firmas como Carme Barceló, Carlos Carnicero, Carme Chaparro y Antonio Orejudo. Parto de alguna de las fotos que llenan los ojos y hacen pensar, para contar, recordar o reflexionar. Es un género de riquísima historia este de reflexionar a partir de lo que dicen las fotos. Susan Sontag es la gran referente. En España  el gran “lector de fotos” es Juan José Millás en la Revista Dominical de El País.

En mi colaboración de esta semana, miro la foto impactante que ven aquí arriba y me acuerdo de un texto que publiqué hace unos años en la exquisita revista Etiqueta negra, sobre mi amigo panameño Hitler Cigarruista. Vueltas de la vida: me ayudó muchísimo a dar forma y sentido a aquel texto el entonces editor de Etiqueta negra y hoy responsable editorial de The Objective, el excelente periodista y editor peruano Toño Angulo Daneri.

Les comparto ahora estas ideas sobre los zapatos de los muertos.  

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En el Museo del Holocausto en Washington hay una sala donde el visitante se enfrenta, sin aviso y sin preparación, con la imagen más espantosa de los campos de concentración. Es la sala de los zapatos. Centenares de zapatos, ablandados y deformados por el uso, se desparraman por el piso como reliquias de sus viejos dueños. Son zapatos reales de víctimas reales de la locura homicida nazi. Los zapatos gritan, acusan, atormentan las conciencias.

Una vez, hace años, di un taller de periodismo en Panamá y uno de los participantes, un morocho engominado y sonriente, llevaba por nombre Hitler. El nombre se lo había puesto su padre, un panameño de ideas, digamos, radicales. ¿Por qué le puso a su hijo semejante nombre? ¿Por qué el hijo no se lo cambió? Se lo pregunté una y otra vez. Y la única respuesta de Hitler el periodista fue contarme que de un viaje profesional a Washington le trajo a su papá una postal con los zapatos del Museo del Holocausto. Y al visitarlo, le entregó la postal. Nada más. Ni una palabra. El padre, me contó Hitler, guardó la postal de los zapatos en su mesa de luz. Y tampoco le dijo nada. Pero Hitler me dijo, en voz queda, que su padre se impresionó mucho con la foto de los zapatos. 

De esta historia me acordé hoy cuando vi en 'The Objective' la foto de los zapatos viejos y gastados conmemorando en Ucrania el "holocausto" del SIDA. Los miles y miles de muertos por la horrenda enfermedad que nació en los ochenta, que deja sin defensas a una mayoría de víctimas de estigma social: homosexuales, drogadictos, pero también cada vez más amplias de la población: heterosexuales, fetos por nacer, enfermos que necesitan transfusiones de sangre. 

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¿Qué está pasando con el SIDA? ¿Por qué no está tan presente en los medios como en su época más visible, los noventa?  Tal vez porque en los países ricos de Occidente se han encontrados medicinas que alargan y mejoran mucho la vida de los afectados. Tal vez porque ahora se ha vuelto, como otras enfermedades invisibles (el cólera, la lepra, la tuberculosis, el mal de Chagas), una enfermedad de pobres. 

El SIDA sigue matando a mansalva en el Tercer Mundo, sobre todo en África. Los discursos de líderes religiosos como el anterior Papa Benedicto condenan el método más efectivo y barato para combatirlo, el condón. ¿Se animará éste nuevo a romper con ese crimen? Para animar a Francisco a no seguir condenando a millones a este otro “holocausto”, propongo inundarlo de postales de esta plaza de Ucrania. Tal vez, la foto le cause una impresión similar a la que tuvo el padre cuando su hijo Hitler lo obligó a mirar a la cara esos zapatos que su ídolo había dejado huérfanos.

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12 de octubre de 2013
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Joseph Mitchell: El fantasma de los pasillos del New Yorker

Joseph Mitchell fue el más tímido de los reporteros audaces, el más mentiroso de los sinceros, el más enigmático de los transparentes.

Nació hace casi cien años en un pueblito agrícola de Carolina del Norte llamado Fairmont, donde dice que aprendió su sabiduría más preciada: el arte del humor negro, humor de tumba o de cementerio (graveyard humor). Se lo enseñaron las duras, flacas, erguidas mujeres del matriarcado donde creció. Sobre todo su tía Annie, con quien iban en procesión al cementerio para el paseo sabatino. Se paraba frente a cada tumba y le contaba a su familia la historia de los muertos.

A todos los conocía, y los niños la escuchaban en un silencio reverencial. De muchos decía: “Era tan malo que no sé cómo lo aguantaba su familia”. De los demás, resoplaba: “Era tan bueno que no sé cómo aguantaba él a su familia”.

Esta la historia la cuenta, con su característico humor de cementerio, en la introducción a Up in the Old Hotel, lo más parecido a sus obras completas. El libro, una maravilla de 716 páginas, contiene sus cuatro libros que a su vez son una amplia antología de sus sesenta años de carrera en la revista New Yorker.

Armado sólo con su ácido sentido del humor y una capacidad innata para encontrar personajes extraños o entrañables, ganarse su confianza, escucharlos con oído absoluto y escribir sobre ellos con punzante piedad, Mitchell llegó a Nueva York en medio de la gran depresión, trabajó ocho años en algunos de los grandes diarios de la ciudad y encontró su casa por más de seis décadas en New Yorker, donde publicó todos sus grandes perfiles. 

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Los personajes, las escenas y los escenarios de Mitchell no tienen ni la apariencia de ser noticiosos. Prácticamente no hay políticos, aventureros audaces, artistas de renombre o escritores famosos. Las escenas no empiezan ni terminan, flotan en el aire, como trozos mal cortados de realidad, como las conversaciones que escuchamos en el autobús, que no tienen forma aparente, que comenzaron antes de que nos subiéramos y que seguirán después de que nos bajemos. Casi no hay drama, tragedia de la que llorar ni comedia de la que reír. Es, como dice Mitchell que aprendió de su tía, humor de cementerio.

Tomemos, por ejemplo, a viejo Flood, un contratista de demoliciones retirado, de 93 años, de ascendencia escocesa-irlandesa, que disfruta comiendo pescado que compra temprano en la mañana en el mercado de pescadores de Fulton, bebe ingentes cantidades de whisky, habla con lenta ironía hasta por los codos, es rabiosamente verdadero y nunca existió. Es un ‘composite’ armado con las historias de decenas de viejos con los que Mitchell pasó horas y horas.

¿Es esto lícito? Sí, si el juego es transparente y los lectores entran en él. En este juego, pocos fueron tan grandes maestros como Joseph Mitchell. Por eso pudo, al final de su larga carrera, entregarnos la fábula más extrema del personaje que no sólo se columpia en el límite entre la realidad y la ficción, sino que juega permanentemente con su propia naturaleza real o ficticia.

El secreto de Joe Mitchell

En 1942, en plena época de su escritura de perfiles reales de personajes de las calles de Nueva York, Mitchell se encuentra con su personaje más entrañable y misterioso. Es un viejo vagabundo barbudo y oloroso a vino barato y agrio de no bañarse. “Joe Gould es un hombrecito esmirriado que adquirió cierta fama en cafeterías, comedores, bares y botaderos del Greenwich Village durante un cuarto de siglo. A veces alardea de que es el último de los bohemios. ‘Todos los demás se fueron por la alcantarilla’, dice. ‘Algunos están en la tumba, otros en el loquero y algunos en el negocio de la publicidad’”.  

Así comienza El profesor Gaviota, uno de sus más exitosos perfiles de los cuarenta en el New Yorker. El personaje era un típico descubrimiento de Mitchell y su revista. Un personaje anónimo de la ciudad que todos ven pero en quien muy pocos reparan, y en quien ningún periodista que se precie en los grandes diarios pensaría que merece un perfil periodístico. Pero Joe Gould representa la calle, la erudición sarcástica, el descreimiento radical del Nueva York de mediados de siglo.

Para escribir su perfil, Mitchell lo persiguió por toda la ciudad y alrededores, lo escuchó por horas, le preguntó infructuosamente por hechos y detalles de su vida. Joe Gould le contaba que estaba escribiendo la obra que finalmente le daría la fama que creía merecer: está componiendo la gigantesca Historia Oral del Village. En cientos de cuadernos anotaba historias, anécdotas, datos, citas célebres, descripciones de personajes, momentos y escenas, y con todo eso no le faltaba mucho para terminar de componer el libro que, cuando se publicara, los haría a todos famosos.

El profesor Gaviota es una preciosa miniatura de un personaje menor, contado con arte y gracia. Gusta y atrapa, pero no vuela.

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Pasaron los años, el método de entrevistar de Mitchell se fue haciendo más sinuoso y profundo, su estilo más reflexivo y ensayístico, y cuando vuelve a encontrarse con la historia de Joe Gould, descubre que el hombrecillo era mucho menos de lo que antes pensaban él y sus amigos (no estaba escribiendo ninguna gran Historia Oral que lo sacara de la calle y le diera la fama), pero al mismo tiempo, mucho más de lo que había visto 26 años antes.

Con el viejo Gould ya muerto y enterrado, Joe Mitchell se lanza a contar otra vez su historia. Y esta vez es una historia distinta, más amarga, menos apegada a las mentiras blancas que contaba el mendigo para obtener dinero y cobijo contra el frío y la nieve, pero al mismo tiempo más humana y universal.

En su segundo texto, Mitchell cuenta cómo conoció a Gould en 1932, cómo el pícaro homeless se dio cuenta rápidamente que el periodista bien vestido buscaba personajes para retratar y que si se hacía el interesante y le daba historias que despertaran su apetito, podría pedirle que lo invitara a comer, pedirle préstamos y hasta conseguir que lo convidara a dormir las noches más frías. Con Mitchell y con los poetas y aspirantes a artistas de algún tipo que pululaban por el Village Gould se transformó en una especie de bufón.

Claro, debía ser un bufón a medida de sus patrones, un espejo de lo que ellos querían oír, de lo que esperaban descubrir. En esos tiempos Nueva York se transformaba cada día en el imán de atracción de un ejército de bohemios de todo Estados Unidos y gran parte del mundo, supuestos artistas que querían verse como genios y querían ver la ciudad que los rodeaba como cool y con clase. Una ciudad donde hasta los mendigos recitan aforismos y escriben la Historia Oral de ellos mismos.

El secreto de Joe Gould, como el secreto último de los grandes perfiles, es que los personajes más interesantes son como espejos deformados, donde nos miramos a nosotros mismos y nos entendemos mejor al percibir las deformidades que buscamos para reconocernos. Joe Gould era un farsante, un mentiroso, un vendedor de sí mismo que engañaba a todos con la supuesta escritura de un libro que no existía. ¿Pero cuántos escritores, incluso famosos y exitosos, no tienen algo o mucho de Joe Gould?

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Al final, el Joe Gould que no estaba escribiendo su gran Historia Oral terminó siendo mucho más interesante y revelador que el que parecía que sí estaba abocado a su magna labor.

Y al final Joseph Mitchell se vio absorbido, secuestrado por el espíritu de su personaje. Después de El secreto de Joe Gould no volvió a escribir sus grandes y perfectos perfiles de pequeños personajes anónimos. Por años no escribió ni una línea. Cuando entraban a trabajar a la gran revista semanal, muchos reporteros y editores jóvenes del New Yorker le preguntaban a la secretaria que quién era ese viejo pelado, barrigón y con abrigo de hacía treinta años que pululaba por los pasillos con las manos agarradas detrás de la espalda.

 Era el viejo Mitchell, a quien los nuevos directores dejaban pasearse por la redacción como un fantasma, tal vez esperando a que se le acabara la sequía y volviera a teclear, o tal vez soñando con que su inmenso talento se desparramase y entrase por ósmosis en la piel dura y fría de los nuevos periodistas, ambiciosos y soberbios, que estudiaron en las grandes universidades pero que nunca aspiraron como el gran Joseph Mitchell el aroma de la madrugada en el viejo mercado de Fulton, donde los peces agitaban la cola con desesperación en sus resbaladizas canastas de paja.

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6 de octubre de 2013
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Desenterrando fantasmas en el Falklands Club

Esta escena se desarrolla en el Falklands Club, en Puerto Stanley, la capital de las Islas Malvinas. Afuera nieva. Es invierno, y adentro el vaho nubla las ventanas. Es agosto de 2006.

Cuando salimos, la noche está tachonada de estrellas y una capa de hielo cubre la calle. Con mis dos whiskys encima, me resbalo, y mi “enemigo”, un viejo lobo de mar septuagenario, me agarra del brazo para que no me caiga, pese a que había tomado muchos más whiskys que yo.

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Cuando los militares me mandaron a las islas, en abril de 1982, había tal vez cuatro o cinco árboles en el pueblo, que no tenía más de mil habitantes. La población total de las islas era de dos mil. Hoy son tres mil. El viento sigue silbando siempre, y siempre del mismo lado. La tierra es una turba negra y porosa. La gente es amable y metida en sí misma. Se puede hablar de muchos temas si uno no va con el único tema de las relaciones con Argentina.

Estas islas están llenas de fantasmas. Murieron aquí más de 600 soldados argentinos. Murieron casi 300 soldados británicos. Y por lo que pasaron aquí, en estos 31 años se mataron más ex combatientes de los dos bandos que todos los soldados que murieron en los 74 días espantosos de la guerra.

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No me hice periodista ni me fui metiendo en el periodismo narrativo para aprender a contar mi propia historia. Quería un oficio, una profesión, una forma de contar la verdad, ayudar a los oprimidos. Como dice un viejo dicho norteamericano, el buen periodismo está para “confortar a los afligidos y afligir a los confortables”.  

Ese era mi lema. Me metí en esto para hablar de los demás.

Pero en ese viaje tenía que hablar de mí mismo, porque todo lo que hago tiene que ver, de alguna manera, con esa guerra, con el hecho de que a los 19 años la dictadura militar de mi país me envió a la guerra de las Malvinas.

La guerra duró 74 días, y durante la mitad de ese tiempo yo estuve recorriendo las costas rocosas, buscando cadáveres y sobrevivientes, transportando tropas y comida y armamento y sorteando bombas con seis marinos en un velero de madera construido en 1927. Nuestro barquito se llamaba Penélope.

En la guerra vi cadáveres, vi heridos, chicos partidos por la mitad, soldados locos vivos con ojos de muertos. Cuando tenía 6 años mi hijo me preguntó si maté a alguien. Le dije que no, y por supuesto se decepcionó. Yo no soy un héroe de acción. Soy un tipo que mira de otra manera desde que volvió de la guerra. Una parte de mí murió sobre la turba de las Malvinas.

Tardé 24 años en encontrar la forma de escribir sobre lo que me había pasado. Lo pude hacer cuando aprendí que lo que tenía que hacer era escuchar a los otros. Ir a la búsqueda de sus historias, sus puntos de vista. Su guerra, no sólo la mía. Sus islas. Su barco.

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Hice mi investigación en 2006. Durante un mes en Buenos Aires y alrededores me encontré con los seis tripulantes de esa goleta de 16 metros de eslora, el Penélope. En dos viajes a Alemania me encontré con la historia del aventurero loco que mandó construir el barco en 1927 y con la aventura de otro marino alemán, que lo llevó de vuelta a casa.  

Para la segunda parte del libro tenía que viajar de vuelta a las Malvinas. Tenía que recorrer los lugares donde pasé la guerra, pero también quería acercarme a la vida de los isleños. Y tenía el deseo y el miedo de encontrarme de vuelta con los que había conocido en la guerra. Sobre todo con el viejo lobo de mar Finlay Ferguson, el capitán del Penélope, el marino al que quitamos su barco contra su voluntad, pero con quien había tenido largas charlas en las guardias nocturnas en el puente de mando.

Las charlas eran sobre todo silencios, pero en ese momento, cuando yo tenía 19 años y sabía muy poco del mundo, me había parecido que nos habíamos tratado con cordialidad y curiosidad. Y respeto.

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Mi viaje de vuelta a las Malvinas fue una de las experiencias personales y profesionales más importantes. Y el momento clave fue cuando llamé a Finlay Ferguson y me dijo que me pasaría a buscar por la casa de la señora donde me estaba quedando. Todos se conocen, sobre todo los mayores. Ferguson había sido novio de la señora de la casa, y su nueva esposa no estaba contenta con que él viniera a buscarme ahí. Yo no sabía nada de eso. Lo supe varias cervezas más tarde.

Fuimos al pub The Rose, donde me presentó a su hija y su yerno. Después de unas cuantas rondas de cerveza, él tomó como diez whiskys. Yo tomé dos, y casi me desmayo. La segunda noche, después de diez horas de entrevista, de contarme toda su vida, Finlay me dijo que quería invitarme a su club.

Yo tampoco lo sabía, pero el Falklands Club es el corazón del sentimiento británico y anti-argentino de las islas. Yo era el primer argentino que pisaba el club. Ni que hablar de que no era un argentino cualquiera: era un ex combatiente, un enemigo.

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En los días siguientes todos los que entrevistaba abrían los ojos como platos. “¿Te llevó al Falklands Club? ¿En serio?”

Y decían tres cosas: que él me había mostrado que me apreciaba mucho, que quería decirles algo a sus viejos amigos del club, y que su prestigio como capitán y como hombre era tal que sabía que nadie me atacaría.

Y nadie me atacó. Pero un marino casi tan viejo como él me preguntó, cuando entendió con quién estaba hablando: ¿A qué vienes, a enterrar viejos fantasmas?

Era un poco cierto. ¿Por qué volvemos al lugar de nuestra guerra, si no es para poder finalmente enterrar nuestros fantasmas.

Aunque después, sobre todo en los meses de escribir, llegué a la conclusión de que lo que buscaba era justo lo opuesto: desenterrar fantasmas.

 

En muchas de las cosas que escribo desentierro fantasmas de otros. En ese libro, en ese viaje, en esa noche del Falkands Club, entre whisky y whisky, saqué a la luz los míos. Y bailé un vals lento y triste y reparador con mis fantasmas.  

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28 de septiembre de 2013
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Entender – entendernos– es otra cosa. Recordando La historia oficial.

Estoy a punto de terminar una “gira de bolos”, como dicen en España, que me llevó por dos meses por Buenos Aires, San José de Costa Rica y Medellín. En talleres, seminarios, conferencias, charlas y mesas redondas, compartí con decenas de colegas periodistas y escritores la aventura de contar la realidad. En algunos casos yo elegí hablar e invitar a discutir sobre las narrativas del pasado en universidades, ferias y encuentros. En otras, fue el pasado el que me asaltó desde las historias, preguntas y comentarios.

No es fácil acercarse a un pasado complejo y angustioso. Por eso, en esta última entrada antes de cruzar el Atlántico hacia Barcelona, quiero compartirles una reflexión sobre una historia de mi familia que tiene que ver con eso y que está en mi libro Periodismo narrativo.

Falta muy poco para que se cumplan 30 años de la recuperación de la democracia en mi Argentina. Fue en octubre de 1983. Votamos. Ganó Raúl Alfonsín. La noche oscura parecía quedar atrás. Pero a veces las noches se nos quedan agazapadas y asoman como pesadillas.

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Se trata de una anécdota familiar muy vieja, de esas que mi familia repite una y otra vez y que no hay forma de saber si es verdad, pero que todos la recordamos más o menos así: mi abuela, judía alemana de Berlín, llegó a Buenos Aires escapando del nazismo en 1936. Nunca se sintió cómoda entre los bárbaros de las pampas, y nunca pudo hablar castellano más que de una forma cómicamente rudimentaria. Para ella, la emigración fue un naufragio.

A medida que envejecía iba olvidándose de su idioma de adopción. Cada semana, y después casi cada día, perdía una palabra nueva. En sus últimas semanas, a los 90 y postrada en una residencia de ancianos, la omi (como la llamábamos, con el diminutivo de oma, abuela) ya sólo hablaba alemán.

En esos años, con la epifanía del fin de la dictadura, había irrumpido en Argentina un género de películas sobre los años negros que todos debíamos ver, por obligación cívica. La mayoría eran malísimas, pero entre las buenas descolló La historia oficial, de Luis Puenzo con un impecable guión de Aída Bortnik, que terminó ganando un Oscar.

Cuando salió, mis padres, mi tía y mi hermana y yo nos dimos a la tarea de llevar a la abuela a ver La historia oficial, sin saber que los otros también lo harían. Como no la sacábamos mucho, no quiso negarse ni proponer otra película, y la vio tres veces.

 “¿Saben qué?”, nos dijo con solemne perplejidad el domingo siguiente. “La primera vez la entendí poco, la segunda menos, y la tercera… la tercera fue la que menos entendí”.

Todos lanzamos la carcajada. “No es para reír”, se quejaba sin éxito la omi. Más protestaba y más nos reíamos.

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La conclusión familiar es que las dificultades de la Omi con esa película en concreto era representativa de sus propias carencias con el lenguaje de los argentinos y sobre todo con la forma farfullada, en ráfagas, con la que hablaban nuestros actores en esa época, como Héctor Alterio o Federico Luppi.

Pero ahora pienso que en parte nos estaba diciendo otra cosa.

La obra de Puenzo, en la que una extraordinaria Norma Aleandro va dándose cuenta de que su hija adoptada es en realidad hija de desaparecidos, que su marido, un militarote autoritario (Alterio), se la apropió como botín de guerra en los primeros meses de la dictadura, y que todo su mundo era una mentirosa construcción de papel mojado, es una compleja fábula sobre la dictadura a nivel doméstico, sobre las formas de contar y de contarse atrocidades, de querer vivir engañados, de oponerse a la ‘historia oficial’ o aceptada en la que vivimos, y sin la cual toda nuestra realidad se abre bajo nuestros pies como arenas movedizas.

¿Qué es verdad? ¿Quién es bueno o malo? ¿No había aceptado el personaje de Aleandro las terribles implicaciones del trabajo atroz de su marido todos esos años, sin chistar, sin pensar, sin querer ver? ¿Y ahora qué tiene que hacer? ¿Renunciar a la persona que más quiere en el mundo, su hija? ¿Pero es su hija o no lo es? Si le devela la verdad, ella la odiará, seguramente. Y la posible reacción de su marido le causa pánico. ¿Pero puede no hacer lo que sabe que tiene que hacer?

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La historia oficial es una película angustiosa, que cuenta la dictadura desde un lugar terrible: el de tratar de tomar decisiones en un mundo y un momento en que todas las decisiones posibles tendrán resultados personales catastróficos.

Acababa de terminar la dictadura y nosotros – mis papás, mi tía, mis primos, mi hermana, yo mismo – creíamos que todo era blanco y negro, que estábamos del lado de los buenos, que habíamos entendido todos significados y resonancias de esa película, y que nuestro país y nuestra sociedad saldrían indemnes de la dictadura, porque ya había acabado todo y estábamos en democracia.

¿Y si en un sentido mucho más profundo tenía razón la omi? ¿Y si pensar que sería fácil borrarnos el pasado como el polvo de caspa o tiza nos estaba llevando a todos a entender cada vez menos?

En su mundo privado, perdidas en el recuerdo de una Alemania que los nazis borraron pero al mismo tiempo agrandaron y cambiaron para siempre, en su duelo (en los dos sentidos) con el país que la había expulsado y que ella llevó adentro hasta su último suspiro, creo hoy que mi abuela sabía.

Sabía que entender qué nos pasó y saber qué hacer con eso es algo mucho más difícil de lo que suponíamos nosotros. 

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14 de septiembre de 2013
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Alberto Salcedo Ramos, el gran duende tropical de la crónica latinoamericana

Cuenta Tomás Eloy Martínez, el gran autor de Santa Evita, que a finales de los sesenta formó parte de la delegación que esperó a Gabriel García Márquez en el aeropuerto de Buenos Aires, en la primera visita del gran colombiano a la ciudad donde acababan de publicarle Cien años de soledad. Ante los escritores australes, ceremoniosos y sobrios, apareció un torbellino de colores y verborragia. Con su camisa imposible y su gesticulación desbordada, Gabo se les apareció como el trópico hecho carne y verbo.

Me acordé de ese relato, que Martínez incluye en su antología La otra realidad, cuando conocí al mejor cronista colombiano actual, el excesivo e irresistible Alberto Salcedo Ramos.

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Lo conocí hace casi un año, en el encuentro en México de Nuevos Cronistas de Indias de la Fundación Nuevo Periodismo, la que fundó García Márquez. Era difícil no notarlo: Salcedo Ramos, un barranquillero picante, lucía camisas no aptas para daltónicos y disparaba más palabras por segundo que ninguno.

En México hablamos de la formación de nuevos cronistas. Me impactó su forma clara de referirse al valor de educar, y su generosidad al dar consejos a los veinteañeros. Lo volví a ver en Madrid. Secuestrado por la gripe, tomando un jugo de naranja tras otro, seguía siendo un huracán. La semana que viene, comeremos en Medellín. No veo la hora de escucharlo. Aunque en cierta forma, su voz me acompaña casi cada hora: en Facebook y en Twitter es tan “mudo” como en vivo. A cada rato, un chiste certero o un comentario ácido.  

Pero como su legendario compatriota, lo que hace memorable a Alberto Salcedo Ramos no es su “personaje”, sino su pluma. Sus dos últimos libros, que empezaron a regar su nombre entre los seguidores de la crónica en los países de habla hispana, muestran a un maestro original y riguroso.

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El oro y la oscuridad es un perfil emotivo y complejo del ex campeón de boxeo colombiano Kid Pambelé. En decenas de conversaciones con el ídolo caído, Salcedo se adentra en su adicción a la fama y su íntima fragilidad. Pero también entrevista en profundidad a su familia, a sus pocos amigos y sus muchos ex socios y promotores.

De este buceo sale con un cuadro inquietante de un boxeador único, que subió a la cima desde lo más bajo y volvió a bajar cuando sus puños perdieron fuerza. Y también con un análisis sobre el país donde Kid Pambelé pudo llenar la imaginación de dos generaciones.

La eterna parranda es, en cambio, una antología de crónicas breves sobre deportistas, cantantes y sorprendentes seres anónimos. No hay repetición, no hay fórmulas: los textos de Salcedo Ramos, publicados en revistas como Soho y Gatopardo, sorprenden, divierten y hacen pensar.

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Por ejemplo, Enemigos de sangre. Cuenta la historia de dos hermanos del interior profundo de su país. Uno se unió a la guerrilla de las FARC; el otro, a los paramilitares. La madre sufrió cada día de su ausencia, pero ambos volvieron con vida. Al desmovilizarse, comparten aula: para cobrar un magro subsidio, deben completar la educación básica y aprender respeto y valores.

Con esta historia, Salcedo Ramos construye un apasionante relato de hermanos angustiados ante la posibilidad de matarse entre sí, y que ahora inician juntos un incierto futuro. Es la historia de su país centrada en un puñado de personajes atrapados por la violencia. Y es la crónica desbordada y sobria de un gran maestro.

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7 de septiembre de 2013
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La lección susurrada de un gran cronista: con Sergio Ramírez en la Feria del Libro de Costa Rica

La crónica de Sergio Ramírez se llama Abbott y Costello. Es terrible, es sabia, es inolvidable. Cuenta la historia de un joven inmigrante nicaragüense, Natividad Canda, a quien dos perros rottweiler arrinconan en un taller mecánico de Costa Rica.

Canda había entrado a robar. Los perros lo atacaron a tarascones. Durante dos horas, se acercaron los dos guardias de seguridad, el dueño y siete policías, pero ninguno hizo nada por rescatarlo de sus fauces. Canda murió al llegar al hospital, por la sangre que perdió por las 197 heridas de las fauces caninas. En el juicio por su muerte, los jueces dictaminaron por mayoría que no se podía disparar a las bestias, porque se movían más rápido que las balas.

El hecho sucedió en 2005. Siete años más tarde, Sergio Ramírez estudió todos los documentos del juicio, la investigación policial y la cobertura de los medios, entrevistó a expertos en perros, en leyes y en heridas, viajó al pueblo miserable donde creció Canda con nueve hermanos, entrevistó a su madre y a su hermana. En su texto no hay opinión, no hay un solo adjetivo calificativo, no hay una sola expresión de indignación, ni una sola pregunta a la sociedad donde este hecho fue noticia de sucesos y donde nadie parece haberse enterado del veredicto. Todos los acusados fueron absueltos. Tampoco se sacrificó a los perros. Uno se llamaba Abbott; el otro, Costello.

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Sergio Ramírez, el más importante escritor de Centroamérica, había trocado en su juventud una promisoria carrera como novelista por la lucha clandestina contra la dictadura de Somoza. Fue el ministro y la voz de la cultura en el gobierno sandinista, y dignificó el cargo de vicepresidente de Nicaragua de 1984 a 1990. Al terminar su período en la revolución, escribió grandes libros como Margarita está linda la mar (Premio Alfaguara), Castigo divino, Un baile de máscaras, La fugitiva y sus memorias de la lucha, Adiós muchachos. Muchos lo consideran el mejor cuentista en lengua castellana, y vino a la Feria del Libro de Costa Rica a presentar su último libro, el luminoso Flores oscuras. Entre los cuentos de Flores oscuras se erige la crónica Abbott y Costello, una flor extraña con espinas que duelen y un olor a relato clásico.

En la Feria Sergio Ramírez presentó su libro, y sus lectores costarricenses que llenaron la sala entendieron este relato, escrito por un nicaragüense, no como un ataque o un reproche a sus vecinos de Costa Rica, sino como un llamado a recordar y reflexionar juntos. La historia del crimen cometido contra Natividad Canga tiene como contexto un país, Costa Rica, donde desde hace casi un siglo vienen a trabajar cientos de miles de emigrantes de la pobreza del norte. En Centroamérica, la pequeña y humilde Costa Rica es pacífica, funciona, ofrece trabajo y posibilidades de superación. Desde hace un siglo, Nicaragua se levanta un poquito y vuelve a caer, se sume en su pozo, no ofrece futuro a muchos de sus habitantes.

Casi un cuarto de la población de Costa Rica está compuesto por los inmigrantes de Nicaragua, con y sin papales. Y hay mucha xenofobia, insultos, chistes hirientes… incluso una legión de cobardes anónimos usó las redes sociales para hacer chistes cuando salió la noticia del muchacho destrozado por los rottweiler.

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En la Feria tuve el gran honor de compartir una mesa redonda con Sergio Ramírez y el importante escritor costarricense Carlos Cortés. Hablamos de la crónica en Centroamérica, de su ilustre pasado, con los relatos de viaje de Rubén Darío y los “testimonios” de escritores de izquierda como el poeta revolucionario Roque Dalton. Hablamos de su presente y su futuro, de cómo la crónica nos puede servir para contar el camino difícil y duro de este istmo. Escribir sobre temas que duelen con prosa bella, nos instruyó el maestro.

Ramírez, con una generosidad a toda prueba, participó en dos mesas más, con jóvenes cronistas, novelistas, creadores de la región. Impactaba ver al gran escritor entrevistarlos, cuestionarlos, alentarlos y empujarlos para adelante.

Estas eran algunas de las actividades que germinaron en el marco de la Feria la eximia cronista y editora Karina Salguero generó un milagroso espacio de charlas, conferencias, seminarios y talleres. Centroamérica está despierta, y escritores de todos sus países vinieron a compartir ideas, historias y sueños.

En ese espacio, el 29 y el 30 de agosto compartí con una treintena de ávidos contadores de historias un seminario de dos días de Periodismo narrativo. Lo cerré con la lectura y discusión de Abbott y Costello. Cuando terminé de leerlo (el final le hace a uno un nudo en la garganta) se hizo un silencio como el que se produce después de una gran interpretación musical.

Lo vengo leyendo y admirando desde hace años, desde antes de llegar a Centroamérica hace más de 20 años. Pero en la Feria del Libro de Costa Rica, Sergio Ramírez se me hizo más grande, más cercano, más necesario que nunca.

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1 de septiembre de 2013
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Sumergirnos en el pasado y subir a tomar aire: un viaje a Buenos Aires

Todo viaje tiene su fin, y esta noche estoy al final de tres semanas riquísimas y emotivas en mi ciudad, Buenos Aires. Volví después de casi tres años,  el país cambió pero mi pasado sigue aquí, y casi todo lo que hice aquí tiene que ver con esa conjunción, ese diálogo, esa danza lenta entre pasado y presente.

El último texto que escribí en este blog – hace dos semanas, nunca había estado tanto tiempo en silencio bloguero – fue al comienzo de este viaje: estaba preparando una conferencia en el Centro Cultural General San Martín que llamé “Cómo contar la guerra”.

Así empecé, recordando mi pasado más doloroso. En mi viaje desde el que yo era en 1982, cuando volví de Malvinas como ex combatiente furioso y aturdido, y el camino que recorrí hasta poder contar “mi guerra” en Los viajes del Penélope. En esa conferencia hablé de los poetas de la Primera Guerra Mundial, como Wilfred Owen, de los novelistas de la Guerra Civil Española, como Ernest Hemingway, de los periodistas de Vietnam, como Michael Herr, de los que no pueden dejar la guerra atrás, como Tim O’Brian, y de los que contaron la dura posguerra de Malvinas, como Daniel Riera y Juan Ayala.   

Después compartí con 16 preciosos cómplices inteligentes y sensibles un viaje de dos sábados en la Fundación Tomás Eloy Martínez: lo llamé “Cómo contar el pasado”. Yo les conté mi búsqueda personal para contar como periodista la guerra y posguerra de Malvinas y la historia fascinante y dolorosa de la república bananera, el tema de mi último libro, y ellos me contaron sus viajes al pasado, como el periplo de las casas de Rodolfo Walsh, la épica de los teatros españoles en la provincia de Buenos Aires, la memoria de una gran bailarina de tango o la inquietante historia de un uruguayo que vive disfrazado de hombre araña.

Con ellos pensé el “periodismo del pasado”, les pregunté y me pregunté por qué y para qué contar hechos y rescatar personajes de antes. Al final, con unos vinos y antes de que me prometieran que íbamos a seguir conectados, brindamos por el futuro. Entiendo mucho más de mi trabajo y de mí mismo después de ese seminario, por el cual estoy muy agradecido mis admirados colegas Ezequiel Martínez, presidente de la Fundación, y Margarita García Robayo, su directora.

En esta última semana, mi gran amigo Cristian Alarcón me invitó a iniciar la cadena de talleres de su proyecto, la revista digital Anfibia, junto con la Universidad de San Martín. Lo llamó “Taller de obra”, y con 10 valientes de Argentina, Uruguay, Ecuador, Colombia y una maravillosa y cultísima editora argentino-venezolana nos encerramos en una galería de arte en San Telmo a hablar de crónica y a presentar, comentar y tratar de guiar y encaminar once proyectos de periodismo narrativo.

Aunque la palabra “pasado” no estaba en el llamado de ese taller, aunque no se hubieran pedido historias de guerra o de violencia o de crueldades e injusticias, el pasado doloroso estaba en casi todas las historias. En casi todas. Historias apasionantes, algunas personales, todas elegidas, investigadas o recordadas con piedad y un acusado sentido de la justicia. Como Wilfred Owen decía que debía ser la poesía.

Con un antológico asado en la terraza de Anfibia terminó un taller que nunca olvidaré. ¡Quiero más madrugones así, más cruzar la ciudad a la hora de los oficinistas esperando encontrarme con historias como… mejor no empiezo a contar las historias, porque alargarían demasiado este texto y mi añoranza. Mi agradecimiento eterno a Cristian, a Sonia Budassi, a Federico Bianchini y a los talleristas.  

Entre medio, las dos instituciones me organizaron una charla pública con Cristian Alarcón en la Fundación Tomás Eloy Martínez y, en el momento culminante de sentirme “profeta en mi tierra”, 400 alumnos de periodismo de la Universidad de La Plata (el público más numeroso y atento de mi vida) se amucharon en el aula magna, algunos hasta sentados en los pasillos y el piso y de pie atrás, para escucharme hablar de Rodolfo Walsh, del Nuevo periodismo norteamericano, de los Nuevos cronistas de Indias de Latinoamérica, de Malvinas y de los trabajadores bananeros.

El pasado estuvo vivo, presente, como cuestión a debatir y ayudarnos a pensar más que como naftalina, en las 36 horas de clases y conferencias de esta visita a mi ciudad. Ahora me voy a dormir un poco. A las 5 de la mañana viene el taxi para llevarme a Ezeiza. Qué grato es poder volver así: con la frente arrugada pero no marchita.  

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19 de agosto de 2013
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Fotos borrosas y una carta perdida

Hace más de 20 años publiqué mi primer relato autobiográfico en un diario. Yo ya hacía de periodista, estaba en los inicios de este largo camino, cuando el editor del suplemento joven de Clarín, Marcelo Franco, me propuso escribir un texto sobre mi experiencia como combatiente en Malvinas y como ex combatiente en lo que en las islas llamábamos “el continente”. Cuando salió sentí una de las emociones más fuertes de mi vida profesional: estaba ahí, en las dos páginas centrales del suplemento, ilustrado con un dibujo de un combatiente ametrallado de tinta, tal vez yo, obra del gran Hermenegildo Sabat.

Mi relato se llamaba Fotos borrosas y una carta perdida.

Pasado mañana, martes 6 de agosto, voy a dar mi primera conferencia pública en mi ciudad. Será a las 7 de la tarde en el Centro Cultural San Martín. Voy a hablar de “Cómo contar la guerra”. Estuve todos estos días leyendo, escribiendo, buscando, recordando, pensando. ¿Cómo contar la guerra?

Cuando se lo propuse al coordinador de las conferencias magistrales del San Martín, mi viejo amigo Maximiliano Tomás, me pareció que me saldría fácil. Y no es fácil.

Creo que ya lo tengo. Voy a hablar de libros y escritores, de guerras y de guerreros, de morir y de sobrevivir y de no poder olvidar.

Y voy a empezar con tres fragmentos de ese viejo artículo, que conservo en copias amarillentas del Clarín de finales de los ochenta. ¡Cuánta agua pasó! Primero, quiero leer este fragmento sobre la muerte del marinero Juan Ramón Turano. En mi libro Los viajes del Penélope (2006) volví a contar esta historia, sin fijarme en lo que había escrito tantos años antes. Y no me acordé de lo que había contado al final, que creo que es de lo más triste de ese texto tan lejano.

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Juan Ramón se había metido en la Escuela de Mecánica de la Armada a los 15 años. Es lo que llaman la "conscripción económica", una de las pocas formas que tienen los que nacieron en el tercio sumergido de zafar del hambre, de la incertidumbre, de la humillación del desempleo. Juan Ramón tenía empleo asegurado, comida, cama, beneficios sociales. Nunca se le había ocurrido que el empleo era prepararse para matar gente y para tratar de que no lo mataran a él. Era marinero de segunda cuando lo mandaron a las Malvinas. Tenía 17 años. Su cuerpo envuelto en una frazada fue enterrado en Bahía Fox una madrugada ventosa de fines de mayo.

Las versiones sobre su muerte no son claras. Parece que marchaban en fila india a esconderse en medio de una lluvia de esquirlas cuando empezó a correr y a disparar para cualquier lado. Los barcos ingleses tenían cañones que disparaban más lejos que la artillería argentina, y entonces se alejaban donde no podían alcanzarlos y tiraban bombas hasta cansarse.

"Se volvió loco," decía uno de los cabos que lo trajo a la mañana siguiente. El cabo tenía el casco perforado por una bala que había disparado Juan Ramón. Pusieron el cuerpo envuelto en la frazada al lado de la manguera de donde sacábamos agua. Todo ese día y hasta la mañana siguiente nadie quería ir a buscar agua, para no encontrarse con esas botas saliendo por debajo de la frazada.

Sería agosto o setiembre del '82, ya terminada la guerra, cuando entré a la oficina de veteranos del comando y había una señora agitando una papeleta y gritándole al suboficial que la escuchaba aburrido del otro lado del escritorio. Era la mamá de Juan Ramón. Le acababa de llegar la citación para hacer la colimba. Claro, pensé, ese año Juan Ramón cumpliría 18 años.

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Quiero seguir con algo que me salió de un tirón y que recuerdo que me sorprendió, como si lo hubiera escrito otro. ¿Entonces es esto lo que pienso, lo que siento? Esto les decía a los jóvenes argentinos de una generación posterior a la mía:

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La guerra de las Malvinas es menos la que yo viví que la que imaginaron ustedes. Tiene más de fantasía que de realidad. Como me imagino le pasará a los que conocieron a Gardel o frecuentaron a Marilyn Monroe, ya se me hace que lo que me acuerdo no es lo que pasó. Malvinas es lo que creen y piensan los millones que nunca pisaron esa turba porosa ni sintieron ese endemoniado viento, siempre del mismo lado, ni respiraron esa mezcla de olor a pólvora de afuera, suciedad del propio cuerpo y miedo de más adentro.

Pero aunque mi historia sea poco importante y nunca pueda transmitir la sensación exacta, quiero contarles dos o tres cosas de Malvinas. Si quieren, escúchenme como a un loco al que le pasó algo fulero y se quedó fijado en ese recuerdo que repite una y otra vez. Pobre tipo. En el fondo, todos somos locos que contamos siempre la misma historia. La diferencia es que ésta es con soldados, tiros y suspenso. Es una de guerra. Pero no es como la pintan en Hollywood. No hay música, no hay gloria, no hay montaje que te evite el espectáculo desagradable de cuerpos cortados por la mitad. El que se muere no aparece después en una de vaqueros. Se murió. Y para los otros, la cosa no termina a la hora y media. Si te cortaron una pierna, si viste a un amigo sin cabeza, si mataste a alguien, es para siempre.

 

 

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5 de agosto de 2013
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