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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

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Juicio a la cultura “Burger”: el periodismo de John Vidal

John Vidal es el editor del exquisito e influyente suplemento de medio ambiente de The Guardian desde 1995. Además, es autor de un libro importante para entender las luchas entre grandes empresas contaminantes y los que osan criticarlos: McLibel – Burger Culture on Trial (1998).

Hoy quiero hablares de Vidal, un maestro a la distancia, y de su libro, un modelo de investigación apasionada.

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Yo lo conocí en 1992, en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro. Compartíamos con cientos de periodistas la enorme sala de prensa de la conferencia de la ONU. A mí me tocó poner mi vieja computadora (donde escribía en Word Perfect) al lado de la mucho más moderna de John. En esa época él ya era pelado y en su cabeza bullían conocimientos y lecciones. Se me reveló como un maestro humilde, serio pero con sentido del humor, enamorado de su trabajo y deseoso de compartir lo que sabía con jóvenes reporteros del otro lado del mundo.

Me impresionó entonces su forma de contar como nadie los tejemanejes y las luchas sordas que eran muchas veces lo más importante de las decisiones en Rio: luchas por el control político y económico, por dinero, por influencia. Se hablaba de medio ambiente pero cada burócrata apoyaba a sus países aliados y su bloque ideológico en vez de atenerse a consideraciones ambientales. 

Y aún más me impresionó lo que hizo una vez acabado el encuentro: pasó dos semanas con los sin tierra del empobrecido nordeste de Brasil, acompañándolos en su marcha para pedir tierra que cultivar.

Su crónica de esa marcha muestra las desigualdades de un país inmenso con mucha tierra cultivable en pocas manos, donde se desaloja a los indígenas de bosques ancestrales que son el pulmón del mundo y se hacinan millones en las favelas y los arrabales de las grandes ciudades.

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Hace poco volvió a Brasil a seguir un tema que muchos otros medios tratan en sus páginas de economía: la plantación masiva de caña para producir bio-fuel.

En The Guardian, su sección Greenwatch es monitor permanente a las últimas noticias, las que los otros tratan pero que aquí tienen un ángulo ambiental y profundo, y las que escapan a los otros medios. Y es un permanente diálogo con los científicos, las ONGs, los funcionarios públicos de varios países, y especialmente los lectores.

El blog personal de John Vidal, una parte central del suplemento online de medio ambiente en The Guardian, sigue de cerca sus viajes, sus encuentros y sus ideas. Para todas estas partes de la edición digital de su suplemento, usa las últimas tecnologías, así como todo su equipo.  Una de las herramientas más útiles es un podcast de audio, donde habla con los lectores e incluye segmentos de entrevistas.

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Así surgió el único libro de Vidal:  en 1990, el equipo de abogados de la corporación McDonalds  llevó a juicio a la camarera de bar Helen Steel y al cartero desempleado Dave Morris. Los acusaban de distribuir un panfleto de seis páginas en la puerta de uno de los McDonalds de Londres. Stell y Morris eran voluntarios en una organización ecologista. El panfleto se llamaba “Lo que está mal en McDonalds”.

Los abogados alegaban que el panfleto contenía mentiras y exigía en compensación 120.000 libras esterlinas, poco más de 150.000 euros a los dos voluntarios. Poco después de comenzar el juicio, los responsables de comunicación de McDonalds se dieron cuenta de que podía traerles problemas. Era evidentemente la lucha de un Goliat corporativo contra dos pequeñísimos Davides. El jefe del equipo de abogados de McDonalds ganaba 1.500 dólares al día, más de lo que Morris y Steel ganaban en un mes.

Les propusieron a los jóvenes desechar los cargos si se desdecían de sus acusaciones. No hubo acuerdo.

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A medida que avanzaba el juicio, la comunidad de militantes ecologistas, pro derechos humanos, por la solidaridad con el tercer mundo y partidos políticos de izquierda comenzaron a juntar fondos para pagar los gastos legales de los acusados, cuyo presupuesto era ínfimo. 

John Vidal fue el primer periodista que vio que este juicio era mucho más que un caso de difamación contra una empresa, y que además podía marcar una nueva época en momentos en que se empezaban a armar las campañas que con Internet y las redes sociales proliferaron en la siguiente década. McDonalds contra Steel y Morris era un símbolo de la lucha de los ciudadanos y consumidores por hacer oír su voz, y de las grandes corporaciones por callarlos y aplastarlos.

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El juicio duró siete años, y se convirtió en el más largo de la historia judicial británica. Finalmente, el juez declaró a los acusados parcialmente culpables, porque no pudieron demostrar que McDonalds dañaba el bosque lluvioso, que su comida producía cáncer y que provocaba el hambre en el Tercer Mundo, como afirmaban algunos ítems del folleto. Por esto, fueron obligados a pagarle a McDonalds la mitad de lo demandado (60.000 libras o 90.000 euros). 

Pero el juez sí consideró probado a lo largo del proceso que la compañía explotaba el trabajo infantil, ponía en riesgo la salud de los consumidores, trataba con crueldad a los animales, y tenía una política de muy bajos salarios y prohibición ilegal de sindicatos en sus restaurantes. Por esto, Morris, Steel y sus defensores lo consideraron una victoria moral.

Al día siguiente de que se leyera la sentencia, imprimieron un nuevo folleto con las acusaciones que el juez había aceptado, y se pusieron a distribuirlo en la puerta de otro McDonalds. Nunca pagaron la multa, pero la empresa no los presionó. Decidieron que ya habían tenido suficiente publicidad negativa.

El libro de John Vidal muestra todas las caras del activismo ambiental en un caso emblemático. Como él cubrió el juicio desde el comienzo y trabó una relación estrecha con los acusados, el libro está lleno de datos, anécdotas, historias y de la modesta épica de la militancia ambiental. Se convirtió en Gran Bretaña en una especie de manual para la lucha no violenta contra las injusticias contra el medio ambiente y los derechos humanos.

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Aunque es domingo, hoy seguro que John Vidal estará investigando, escribiendo, twiteando, contando, denunciando. Por la magia de Internet puedo seguir sus pasos. Siempre innova, siempre mira hacia adelante. Pero también nos sigue enseñando con sus grandes logros del pasado.

Hoy quise detenerme en su libro amoroso y lento contra la comida desangelada y rápida. 

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17 de agosto de 2014
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¿Por qué Primavera silenciosa sigue siendo un clásico?

A más de medio siglo de la publicación de su obra capital, Rachel Carson es el ejemplo más claro y todavía vigente de científico que toma la difusión, divulgación, educación del público y participación apasionada en los debates donde  se cruza lo científico, lo político, lo económico y lo social.

Carson trabajó 15 años, gran parte de su vida como científica, en el Servicio de Pesca y Vida Silvestre de Estados Unidos. Sus investigaciones en el fondo marino, las costas y la biodiversidad de los mares, publicados en reputadas revistas científicas, le dieron fama y prestigio entre sus colegas.

Pero lo que la llevó a ser despedida por el New York Times con un obituario de una página, que la describe como “la esencia de la elegancia académica” es la forma en que se fue introduciendo en la divulgación y el trato directo con infinidad de lectores.

La mayor parte de su obra para el gran público se centra en los misterios del mar, los descubrimientos sobre la riqueza de sus fondos marinos y costas, y en los peligros que la sobrepesca y la contaminación causan a todos los seres vivos.

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Su primer libro, Bajo el viento del mar (Under the Sea-Wind, 1941) es el primero en compartir con todo tipo de lectores las últimas investigaciones sobre la vida que bulle en las profundidades, hasta entonces desconocida.

El segundo, El mar que nos rodea (The Sea Around Us, 1951), abre nuevos caminos: la relación entre los mares y la vida en la tierra, y especialmente con las comunidades que viven con y del mar: un enfoque muy ambientalista. 

Estos dos libros la convirtieron en una autora muy exitosa. No eran especialmente controvertidos; denunciaban los problemas que provocaba el desarrollo económico, y sobre todo la irresponsabilidad de usar el mar como fuente inagotable de comida y basurero, pero su eje era la visión positiva y poética del potencial y la riqueza de los océanos.

En el tercero, El borde del mar (The Edge of the Sea, 1955), se adentra en un tema que no ha dejado de tener relevancia desde entonces: el peligro del desarrollo y el arrojar residuos líquidos y sólidos a los ríos y al mar para la vida en las costas.

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Pero el nombre de Rachel Carson se ha vuelto sinónimo de periodismo ambiental y denuncia airada de los males de las empresas contaminadoras con su último y más influyente libro: Primavera silenciosa (Silent Spring, 1962). Esta investigación nació de su descubrimiento de lo que estaban haciendo las poderosas  compañías agroquímicas en la llamada “revolución verde”.

Una ingente cantidad de insecticidas y pesticidas estaban siendo arrojados como bombas en millones de hectáreas de plantaciones sin haber estudiado los efectos que estos productos tendrían en las mismas frutas y verduras que la población comería, en el medio ambiente terrestre y acuático, y en la salud de las poblaciones que vivían cerca de estas plantaciones.

Su principal enemigo era el DDT (Dichloro-Diphenyl-Trichloroethane), hoy prohibido en gran parte gracias a sus explicaciones y campañas, que soliviantaron a la opinión pública, hasta el punto que se convirtió en uno de los detonantes del movimiento medioambientalista mundial en los años 60.

Carson llamaba al DDT, “elíxir de la muerte”, “Por primera vez en la historia del mundo”, decía, “todo ser humano está ahora en contacto con productos químicos peligrosos, desde el momento de su concepción hasta su muerte. En menos de dos décadas de uso, los plaguicidas sintéticos han sido tan ampliamente distribuidos a través del mundo animado e inanimado, que se encuentran virtualmente por todas partes.”

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Primavera silenciosa nació como una serie de tres artículos muy extensos publicados en 1962 en la revista New Yorker. Esto hizo que su resonancia en la opinión pública fuera enorme e inmediata. Las compañías agroquímicas, que estaban creciendo a grandes zancadas y vieron en los artículos, que pronto se convirtieron en libro, y en el prestigio académico y popularidad de Carson una amenaza, se lanzaron a atacarla. Incluso utilizaron en su contra el cáncer, la enfermedad contra la que luchaba y que hizo que cada página de Primavera silenciosa le costara mucho sufrimiento. Decían que la enfermedad le había amargado el espíritu y le impedía ver los enormes beneficios que los plaguicidas habían traído a la humanidad, brindando comida abundante y barata a una población hambrienta.

Pero Carson contó con dos grandes aliados. En primer lugar, un público cada vez más concienciado y deseoso de escuchar a los que saben y tienen una posición independiente. A su conocimiento técnico, su profunda investigación y su independencia, Rachel Carson sumó una cualidad que había estado desarrollando desde sus primeros libros del mar: un gran talento para transformar complicados problemas ambientales en una prosa clara y poética, con comparaciones y metáforas que hicieran a la vez comprensible y atractivo el tema. No todos los científicos tienen esta cualidad.

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Esto se puede ver muy bien en el título de la obra, que se explica en el primer capítulo. Imaginemos un pueblo del centro agrícola de Estados Unidos, nos dice Carson. Termina el invierno, viene la primavera, pero no hay cantos de pájaros, murmullos de insectos, colores de flores y olores primaverales.

¿Por qué? Las toneladas de DDT y los otros pesticidas, arrojados sin miramientos para acabar con todas las especies nocivas acabaron también con las beneficiosas, cuando la ciencia no había explicado las funciones ecológicas de estas especies.

Era como jugar a ser Dios, eliminar una parte de la naturaleza sin haber investigado sus efectos. Y la escena que explicaba este horror era la de la primavera muerta, silenciosa. Uno de los puntos más altos de la historia del periodismo, escrito por una científica.

 El segundo impulso que sacó a su obra del reino de la controversia y acalló por un tiempo a los críticos fue el apoyo sin fisuras del gobierno y personalmente del Presidente John Kennedy, quien avaló los datos y las conclusiones de Carson.

Sin embargo, la historia de la lucha de esta gran escritora/científica por no ser tergiversada y la campaña furibunda contra ella fueron el principio de lo que sigue pasando en el debate y el periodismo ambiental en todo el mundo. Por eso muchos periodistas ambientales y científicos que usan las tribunas del periodismo para alertar, informar y formar, se declaran todavía y a mucha honra, hijos de Rachel Carson. 

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3 de agosto de 2014
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Cuando Juan José Millás entrevió la podredumbre que vendría

Hace 10 años, me impresionó un libro de Juan José Millás. Hay algo que no es como me dicen era entonces de lo más parecido a la crónica latinoamericana que se había producido en España. No es extraño, porque Millás es un hombre muy culto, un ávido lector, que busca en tradiciones lejanas y dispares la forma más apropiada para acercarse a una historia. Aquí, la historia es de indignación moral, de nacimiento de la conciencia, de intriga política. En la época más alta del Reino del Ladrillo, cuando España era soberbia y nadie hablaba de crisis, esta pequeña joya muestra el comienzo de la degradación.

Sigo a Millás desde que llegué a este país hace 16 años. Sus artículos y anticuentos en El País me parecen modelos de imaginación feliz y síntesis laboriosa. Sus comentarios de fotos, en la revista semanal de ese diario, un hallazgo: inventó una forma de mirar. Y por supuesto, la he pasado muy bien con varias de sus novelas (Papel mojado, Dos mujeres en Praga, El mundo). Pero hoy quiero recordar el día en que Nevenka Fernández, en representación de una sociedad aturdida y olvidadiza, dijo basta y metió el dedo en la llaga.

Lo que sigue es una versión actualizada de lo que publiqué en 2004 sobre este libro en la recordada revista Lateral.   

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Hay un tipo de personaje muy agradecido en el cine de “denuncia” norteamericano: el buen ciudadano, respetuoso de las leyes, que cree en las bondades del sistema y mira con extrañeza a los protestones y los rebeldes. Cuando de pronto se vuelve víctima de la injusticia y la crueldad inherente al mundo al que sirve, cambia su visión de la realidad.

Es el personaje que interpreta Jack Lemmon en El síndrome de China y en Desaparecido, el que borda Russell Crowe en El Dilema.

Las películas funcionan cuando el espectador se identifica con el inocente en el momento en que cae en la cuenta del engaño en el que vivía.

Juan José Millás, exponente del pequeño y poco prestigiado colectivo de periodistas literarios españoles, se distingue desde hace años por dotar a sus columnas de opinión en El País del elemento narrativo, el suspense y el don de la descripción justa y reveladora que le falta a la mayoría de los textos de ese género.

En vez de entonar homilías, Millás cuenta historias.

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En Hay algo que no es como me dicen, el autor desgrana en un libro humilde y bien enfocado una historia “cierta” de apertura de ojos con sensibilidad, muy buena dosificación de datos, ritmo y construcción de personajes.

La historia es simple: Nevenka Fernández, joven concejal del ayuntamiento de Ponferrada, es acosada hasta la desesperación por el alcalde, Ismael Álvarez, del Partido Popular. Contra la opinión de casi todos sus allegados, Nevenka lleva al alcalde a juicio, y gana. En el proceso, cambia su visión del mundo, de la política, de la relación entre hombres y mujeres en esta sociedad, de ella misma y del poder de la palabra. 

Nevenka Fernández no es una militante feminista, ni una activista de izquierda, ni siquiera una intelectual del grupo de amigos de Millás. Al comienzo de la historia pertenece al mundo de Ismael Álvarez, y su camino tiene el patetismo doméstico del que termina siendo ganado por la necesidad de ver algo de lo que no quería enterarse.

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Al contar ese camino, Millás lleva al lector por la pequeña historia de su propio itinerario: cómo se encontró con la noticia del “caso Nevenka”, cómo decidió escribir el libro, y cómo terminó enfrentándose a una amiga suya que prefería ver a la víctima como una vampiresa. Con ira, la amiga le gritaba a Millás que cómo se podía creer en una chica que acudió al juicio por acoso en minifalda “hasta aquí”.

Pero esa era la forma en que la amiga quería, podía o se permitía verla.

En realidad Nevenka había acudido a la sala en pantalones. Al darle la palabra y obligarla a desandar su camino y contar su dolorosa historia, Millás nos pone frente a una Nevenka con pantalones, y le pone los pantalones largos a la crónica española.

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27 de julio de 2014
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Lorin Maazel: la lección de un músico-pensador

En un momento dado, cuando ya llevábamos una hora de entrevista, Lorin Maazel me miró con esos ojos claros, penetrantes, casi transparentes. Sin pena y sin alegría, me dijo: “El verdadero artista tiene un solo amigo, que es su voz interna”.

No lo olvidaré jamás.

Esta semana murió el maestro Maazel a los 84 años, en su casa de Virginia, en su querida costa este de Estados Unidos. Alrededor de su casa tenía una granja enorme, y había construido ahí teatros y salas de ensayo. Todos los veranos organizaba un festival exquisito, donde compartía su particular sentido de la música con una generación que podía ser la de sus nietos o bisnietos.

Yo lo entrevisté para la revista dominical de La Vanguardia en 2011. Estaba  punto de dejar la dirección artística del Palau de les Arts de Valencia, y la última ópera que presentaría sería un estreno en España: su propia versión musical de la escalofriante y actual novela 1984, de George Orwell.  
Así lo vi yo en ese momento y estas son algunas de las cosas que me dijo.

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La historia se ha contado mil veces. En 1939, a los nueve años, Lorin Maazel dirigió su primera orquesta, a instancias de Arturo Toscanini. Una foto lo inmortaliza con pantalones cortos y blandiendo una batuta, en el gesto entre juguetón y seguro del niño prodigio. Antes de cumplir 15 ya había dirigido a la mayoría de los orquestas de Estados Unidos.

Había nacido en Neuilly-sur.-Seine, Francia, en 1930, de padres norteamericanos judíos. Después de la Segunda Guerra Mundial, fue pionero en la generación de directores que cruzaron puentes de entendimiento entre los músicos y los públicos de los países que salían de la guerra. Fue el primer director norteamericano en dirigir las obras de Wagner en su templo de Bayreuth (en 1960), y el que más Conciertos de Año Nuevo dirigió con la Filarmónica de Viena: once, el último en 2005.

En su dilatada trayectoria, grabó más de 300 discos, algunos tan notables como la integral de las sinfonías de Beethoven con la Orquesta de Cleveland, la obra orquestal de Sibelius con la Filarmónica de Viena, o los clásicos del impresionismo galo con la Orquesta Nacional de Francia. Como director de ópera, es asiduo del Covent Garden londinense, la Scala de Milán y el Metropolitan de Nueva York. E hizo más que casi nadie por popularizar el género, dirigiendo musicalmente tres de las películas más recordadas que plasmaron óperas en escenarios reales: el Don Giovanni de Joseph Losey (1979), la Carmen de Francesco Rosi (1984) y el Otello de Franco Zefirelli (1986).

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Con el nuevo siglo, ya septuagenario, Maazel se lanzó a un reto insólito: la dirección musical del Palau de les Arts de Valencia, un teatro recién construido. Eligió personalmente a cada miembro de la orquesta, y en un lustro la transformó en una de las más perfectas máquinas de hacer música en España. En Valencia dirigió jornadas memorables de Parsifal, Madama Butterfly, Cavalleria Rusticana, y hasta salió airoso de su primer contacto con La vida breve, de Manuel de Falla.

Sus ‘tempos’ son habitualmente lentos, el sonido surge nítido y crece desde algún rincón secreto, en sus mejores noches sus interpretaciones suenan como una ceremonia sacra y se tiene la impresión de que trae colores orquestales de la época de oro de la dirección, como cultor y sobreviviente de una dinastía perdida.

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Una de las primeras cosas que le pregunté fue por sus influencias ¿Qué director lo impresionó, lo inspiró más en su larga y exitosa carrera en el podio?

Pensó unos segundos y de su prodigiosa memoria surgieron nombres de grandes directores de la primera mitad del siglo XX: Arturo Toscanini, Victor de Sábata y Bruno Walter. “Pero”, agregó inmediatamente, “mis modelos a la hora de dirigir no eran todos directores. Me influyó mucho la forma de actuar de Lawrence Olivier. Me encantaba ver cómo se metía en el personaje, cómo lo dominaba. Lo que lograba proyectar. Todas las artes están relacionadas. Como violinista, me marcó Jasha Heifetz. Tenía un acercamiento a su instrumento así”.

En ese momento, colocó sus manos como si sostuviera un violín, pero con cariño, como acariciando un bebé. “Era el control perfecto, y al mismo tiempo una identificación total con la partitura que estaba tocando.”

Yo creía que ya había terminado y me disponía a hacer otra pregunta, cuando sacudió la cabeza, como si acabara de pensar algo nuevo. Y entonces me lo dijo:

“Todo artista que merezca ese nombre tiene una voz interna. Ya sea un intérprete de un instrumento, un cantante, un director. Todos compartimos un factor común, una voz interna, la intuición. Al final del día estamos todos solos, y el verdadero artista tiene un solo amigo, que es su voz interna. Debe seguirla hasta el final, no importa qué digan los demás. Si no puede, ha fallado. Pero si lo logra, y los demás lo consideran valioso, se incorporará a los que hicieron avanzar la humanidad de alguna manera.”

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El tiempo pasó volando. Hacía rato que había terminado el tiempo pactado, el jefe de prensa se asomó por tercera vez, pero Maazel parecía contento y locuaz. Ya habíamos hablado de sus conciertos con la Filarmónica de Viena, su histórico viaje a Corea del Norte, sus grabaciones y sus memorables noches de ópera, y también habíamos hablado largamente de su interés por la política y la literatura y su visión pesimista del momento actual. De hecho, él pensaba que 1984 era mucho más relevante en esta segunda década del siglo XXI que en 1948, cuando Orwell soñó su pesadilla totalitaria.

Y entonces le hice una pregunta que no había planeado: “Usted es muy enfático en denunciar los males políticos, económicos, sociales del mundo. Pero a lo que ha dedicado más tiempo y esfuerzo ha sido a hacer bien y difundir la música clásica”, le dije. “¿Le parece que contribuye en algo a mejorar este planeta?”

Ni cinco segundos pasaron antes de que saliera el torrente de sus ideas. “Las artes son vitales para transformarnos en personas independientes. Estamos rodeados de guerras, violencia, hambre, opresión, horror. Si no proveemos un ambiente para que surjan creadores como Einstein, Heine, Shakespeare, Benedetto Croce, Rimbaud, Walt Whitman, el espíritu morirá”, enfatizó, sin un ápice de dramatismo.

“El mundo de allí afuera es horrible, es ruidoso, es feo, apesta. Nos alimentamos de comida basura, nos insultamos por la calle, terminamos el día viendo programas horribles en televisión, con la familia nos tratamos a los gritos… ¿eso es vida?”

Y como si se contestara a sí mismo, concluyó. “Las artes intentan comunicar al ser humano con otras áreas que muchas veces están ocultas u oxidadas, pero están. No todo es comida basura y comunicación basura. Las artes apelan a nuestro intelecto, nuestra sensibilidad y nuestro sentido del humor. Yo, por supuesto, no sé quién sería sin la música y los libros y las películas y los cuadros. Me mantienen vivo y más activo que nunca”.

Una semana más tarde, lo saludé en el camerino antes del estreno de 1984. Estaba feliz, excitado como un adolescente a los 81 años. Fue la última vez que lo vi. Les confieso que no me termino de creer que se haya muerto. 

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18 de julio de 2014
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El pulgar inquieto del Emperador Tertuliano

Cuenta la leyenda que apenas terminaba la lucha feroz en la arena del circo, los emperadores romanos decidían la suerte de los gladiadores sin más razón que su capricho y con un gesto arbitrario del pulgar.

En las ondas de radio y televisión de España y Latinoamérica, un ejército de bien pagados tertulianos perdonan o castigan a los protagonistas de la actualidad, muchas veces con la misma alegría ignorante de un Calígula o un Nerón.

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Esta es la breve historia de las tertulias en radio y televisión. En un principio, un periodista se enfrentaba a un personaje que tenía algo que decir, y se lo llamaba “entrevista”.

Con la transición de las dictaduras a las democracias, en nuestros países se acabó la única voz autorizada y salió de las sombras una saludable cacofonía de voces, historias y opiniones. Así comenzaron a hacerse entrevistas conjuntas, donde un periodista interrogaba en simultáneo a varios personajes. A eso se lo llamó “debate”.

Vinieron más tarde programas más complejos, en los que un entrevistado era bombardeado por varios comunicadores; pero no podía faltar mucho para que se llegara al perfeccionamiento lógico del modelo: en las actuales “tertulias” se ha prescindido por completo de los personajes noticiosos, sean éstos políticos, artistas, académicos o testigos presenciales.

Ni uno ni muchos: ninguno. ¿Para qué los necesitamos, si con nosotros nos bastamos?

Ahora los periodistas discutimos, nos reconciliamos y nos volvemos a pelear entre nosotros, pensando que nuestras opiniones valen más que las de las viejas fuentes.

¡Bienvenidos a la era de los tertulianos!

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La tertulia actual consiste en un grupo de entre tres y cinco periodistas que discuten entre sí en un estudio de televisión o un estudio de radio, como si estuvieran en la mesa de un bar. Contentos y satisfechos de sí mismos, pontifican con la misma convicción tanto de aquello que dominan como de lo que no tienen ni idea.

Para ser buen tertuliano hay que hablar rápido y empezar a desembuchar en el mismo momento en que se empieza a pensar en qué decir. Hay que tener una voz reconocible – no necesariamente bien modulada ni atractiva – y aportar garra y convicción, ya sea que estemos hablando del último Nobel de Química, de la situación en Ucrania, de los árbitros del Mundial o de las razones por las que los niños se orinan en la cama.

Hay que demostrar que se conoce a los que cortan el bacalao como si fueran de la familia, y que la noche anterior se cenó a lo grande y con los grandes.

Por lo demás, en Tertulandia todo es opinable y cualquier dato puede ser refutado con un argumento de bar.

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Hay, como en todo, notables y muy honrosas excepciones que, en vez de martillarnos respuestas a velocidad de vértigo, plantean buenas preguntas.

En la SER, el filósofo Josep Ramoneda realmente ha leído y escrito mucho, tiene mundo y reconoce con hidalguía su ignorancia de ciertos temas, para aportarnos siempre un ángulo nuevo o un dato histórico que nos sirve para entender lo que se está discutiendo.

En la noche de 8TV, el mesurado notario Juan José López Burniol pone siempre por delante su capacidad de análisis y su insobornable sentido común, para hacernos mirar nuestras propias ideas con escepticismo e intentar explicarlas con claridad y elegancia.

Pero son eso, excepciones. En su conjunto, el fenómeno predominante de los programas de noticias cumple el triste pronóstico del tango Cambalache, de Enrique Santos Discépolo: todo es igual, nada es mejor, se mezcla la Biblia con el calefón y, a final de cuentas, vale “lo mismo un burro que un gran profesor”.

Es fácil llenar un par de horas de forma barata y previsible: si es martes, les toca al ex político que nunca salió del país y a la cronista de moda, aunque el tema sea el conflicto de las dos Coreas. Los dos hablan con convicción y gracia de lo que sea. Ya se arreglarán.

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Recuerdo perfectamente el momento en que sentí que la lógica de estas tertulias era perversa: fue el 15 de mayo de 2011. La directora de un programa de radio matinal leyó los primeros cables, confusos, sobre la detención del ex director del FMI Dominique Strauss-Kahn por denuncias de una camarera del hotel Sofitel de Nueva York.

Los tertulianos de aquel día debían opinar sobre algo muy delicado, espinoso, y de lo que no se sabía casi nada.

El que se quedaba callado corría el riesgo de ser tildado de mal tertuliano, y no ser incluido en el elenco de la temporada siguiente. Una tragedia para un periodista que quiere estar vigente: su nombre y su voz todas las semanas en horario de máxima audiencia, llueve o truene, bien vale improvisar sobre un hombre que como todos merece el beneficio de la investigación, y un tema – el acoso sexual – que no puede ser tratado con ligereza.    

Entonces uno de los contertulios tuvo una revelación: recordó que Strauss-Kahn había sido acusado por promover a su amante, que trabajaba en el FMI, a un puesto más alto. De ahí dedujo que seguramente sería culpable de violación, como si fueran la misma cosa.

Ahí se desató la marimorena. Se quitaban la palabra unos a otros, todos hablando con absoluta propiedad de algo que acababan de conocer fragmentariamente, y sobre lo cual cualquier periodista que se precie dedicaría horas a investigar antes de publicar una línea. Pero ese día los tertulianos estaban obligados a hacer lo contrario de lo que haría un becario cuidadoso. Y como en general son veteranos profesionales conocidos, el público y los estudiantes de periodismo asumen que eso es lo que se espera de un informador.

Subimos el pulgar, y Strauss-Kahn va a su casa. Lo bajamos, y el político socialista francés va a la cárcel. En este caso judicial, como en muchos otros, los opinadores tienen mucha influencia sobre los tres poderes del Estado.

¿Pero qué responsabilidad hay, si era solo una opinión?

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¿Cómo los llamamos? ¿Calígula? ¿Nerón?

No, no son tan terribles. Tal vez a la mayoría les cuadre más el nombre del emperador que personifica Joaquin Phoenix en Gladiator.

Ese, que aparece en este fotograma a punto de subir o bajar el pulgar, se llamaba Cómodo.

 

 

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13 de julio de 2014
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Federico Gargiulo: Un editor aventurero en el fin del mundo

Me lo tuvo que repetir. Cuando en 2008 me llamó por Skype desde Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, hasta mi casa en Barcelona, yo no terminaba de entender lo que Federico Gargiulo me quería ofrecer.

Al final todo quedó claro. Él acababa de leer mi libro, Los viajes del Penélope, que Tusquets había publicado en Buenos Aires en 2007, y quería traducirlo y publicarlo en inglés, en la pequeña ciudad patagónica, principalmente para beneficio de turistas y viajeros internacionales. 

“Pero me falta el traductor”, me dijo. Así empezó nuestra aventura común y nuestra amistad.

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Federico se había especializado en libros de viajes, empezando con su propio relato de una peripecia a pie por Tierra del Fuego: Huellas de Fuego, en 2007. De hecho, Gargiulo se convirtió en editor para publicar sus propias obras y las que le gustan leer, relacionadas con el embrujo de la Patagonia, con los viajes y los aventureros. Quería compartir su pasión, mostrar a los visitantes sus descubrimientos y traer al español a autores lejanos, como el inglés Ernest Shackleton y el alemán Gunther Plüschow. 

“La idea inicial era que fuese una editorial especializada en expediciones y viajes por el sur (Patagonia, Tierra del Fuego y Antártida), pero luego me di cuenta que lo que me interesaba era el tema de los viajes. Y entonces la meta es consolidar a la editorial como la más importante en Argentina dentro de lo que se refiere a literatura de viajes, un nicho que no está muy explotado en nuestro país”, me resumió Gargiulo hace poco,  cuando empecé a hacerle preguntas sobre su editorial para transformar mi admiración en estas palabras en mi blog.

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La editorial se llama Südpol, Polo Sur en alemán. Y los libros que saltan al mundo desde la capital de Tierra del Fuego son cuidados con mimo artesanal: las portadas, con fotos que invitan a soñar con aventuras, la inclusión de fotos y mapas, la edición cariñosa. Poco a poco, en su siete años de vida Südpol ha ido saliendo de su refugio sureño y se ha expandido por Argentina y Latinoamérica.

En el camino obtuvo grandes éxitos. Por ejemplo, publicó por primera vez en castellano el clásico Sur, de Shackleton, el aventurero por excelencia que fracasó en llegar al Polo Sur pero volvió para salvar a todos sus hombres. Cien años después de su gesta sigue siendo admirado por cumplir su promesa imposible y pensar en los demás antes que en sí mismo. Un aventurero cabal.

“También dimos a conocer en castellano Tierra de Tempestades, de Nick Shitpon, un escalador británico famosísimo que anduvo por la Patagonia pero que es más reconocido aún por sus expediciones al Himalaya”, me cuenta mi editor, con la misma contagiosa alegría de sus primeros días.

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Y va a más. El año pasado publicó A vela hacia el país de las Maravillas, el único libro que no estaba disponible en castellano del legendario aventurero alemán Gunther Plüschow, el primero en tomas fotos y grabar película en los lagos y montañas del sur de América en los años 20. Este libro es un orgullo extra para mí, porque la traducción es de mi tía Marion Kaufmann, traductora del alemán al castellano y viceversa, y estupenda periodista en ambos idiomas.    

Y este año finalmente se hizo un hueco en los suplementos literarios y las listas de los más vendidos con la excelente crónica El mejor trabajo del mundo, de la gran viajera Carolina Reymúndez.

La intensa búsqueda de un cassette con una entrevista realizada hace casi veinte años al escritor Paul Bowles es el punto de partida para el sustancioso viaje interior de esta cronista que recorre el mundo por trabajo. De Marruecos a Lima y de Suiza a la cordillera riojana, en el libro pasan geografías, paisajes y apuntes de viaje”, dice entusiasmado Federico en su comentario al libro. Reymúndez cuenta sus viajes con deleite y reflexiona sobre el arte de viajar y sobre qué la mueve a salir una y otra vez a descubrir el mundo.  

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Federico también sigue mejorando su propia prosa: de la fascinación juvenil de su primer libro pasó a Papeles de Tierra y Mar, una sucesión de exquisitas crónicas que incluyen más viajes por su isla, recorridos por la costa patagónica, experiencias en crucero a la Antártida y hasta el día en que corrió una maratón en las Malvinas.

En parte soy responsable de esa, su gran aventura en Puerto Stanley: su anfitrión fue el traductor que le propuse para The Voyages of the Penelope: el maestro malvinense John Fowler, quien vivió y sufrió la guerra entre nuestros dos países en 1982, como yo, y que  ahora es amigo de los dos. Para la época en que Federico me llamó para decirme que quería publicar mi libro en inglés pero le faltaba un traductor, me escribió John.

La casa de John había sido destruida durante la guerra por un misil británico mal calibrado. Esa noche del 12 de junio de 1982, mientras yo temía la lucha cuerpo a cuerpo con los Marines ingleses en las calles de Puerto Argentino, murieron en casa de John los únicos tres civiles malvinenses de toda la guerra.

John quería ayudar a difundir Los viajes del Penélope. Pronto llegamos a un acuerdo: él lo traduciría al inglés melodioso y preciso de los malvinenses. Ni inglés británico, ni norteamericano, ni australiano: el lenguaje que se habla en esas islas castigadas por el viento y la historia. De paso, le agregó una dimensión más al diálogo que quise emprender con el pasado, con las memorias de guerra de los dos lados y con un desencuentro trágico.

Hace unos días John me llamó para decirme que uno de los “personajes” principales de mi libro, el capitán del Penélope Finlay Ferguson, había muerto. Y que en la ceremonia religiosa, el sacerdote había leído un fragmento de mi libro, traducido por John Fowler y publicado por Federico Gargiulo en Ushuaia.  

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El editor sigue trabajando con su traductor malvinense: John Fowler ya vertió al inglés dos libros más para Südpol: Vagabundeando en el Eje del Mal, de Juan Pablo Villarino, y La Patagonia Vendida, de Gonzalo Sánchez. Son visiones del mundo de adentro y de afuera desde miradas criollas, vertidas al inglés por uno de los principales escritores e intelectuales de las Malvinas y publicadas en el fin del mundo. Y todo por la ambición y el entusiasmo de un editor loco y carismático.

En estos siete años Südpol ha crecido y se ha sofisticado. Federico quiere crear una revista digital de periodismo de viajes, publicar más en castellano, encargar textos nuevos.

Ya publicó 14 títulos, pero si se cuentan los que salieron en varios idiomas, ya son 20 libros. El que quiera dar con ellos, los encontrará en su web: www.sudpol.com 

Me enorgullece ser parte de este proyecto original y valiente y de que este camino me haya traído la amistad de Federico Gargiulo. De hecho, trabajo y amistad son para él, como para mí, lo mismo. Eso lo hace tan buen editor y tan buen amigo. 

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6 de julio de 2014
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Vivir con las maletas hechas

Entre Franco y Perón. Memoria e identidad del exilio republicano español en Argentina, de Dora Schwarzstein, publicado por Editorial Crítica en 2001, no trata de Franco y apenas si habla de Perón. Es la historia de los exiliados republicanos en Argentina, sus desventuras, su relación con lo que estaba pasando en España y su difícil inserción en el país donde recaló su naufragio. Son las voces de una larga derrota.

En este siglo en que recrudecen los exilios y las migraciones, esta historia es tan actual como cuando se publicó, y el método de historia oral que su autora, su modelo para contar el pasado y el presente desde la memoria colectiva.

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La historiadora argentina Dora Schwarzstein usa con pericia las herramientas de la historia oral para atrapar las voces y los recuerdos de los exiliados republicanos en Argentina. Fueron protagonistas de la Historia con mayúscula y en su larguísimo exilio llegaron a comprender con tristeza que la historia de su país los había dejado atrás. Cuando murió Franco fueron otros los que protagonizaron ese futuro con el que ellos tanto habían soñado.

Es un libro tristísimo, pero su lectura se hace luminosa por la forma en que usa la historia oral para hacer presente y real, como en una novela, una de las mayores tragedias del siglo XX. Pero Entre Franco y Perón me llegó tarde. A un año de su publicación, murió Dora Schwarzstein en Buenos Aires. Buscándola ahora en internet, me encuentro con el obituario que le escribió su discípulo, mi amigo y gran cultor de la historia oral Federico Lorenz.

“Es difícil pensar lo que se conoce como ‘Historia Oral’ sin asociarlo al nombre de Dora”, Dice Lorenz. “Ella, ‘historiadora que utiliza fuentes orales’, como se definía, abrió caminos para quienes actualmente realizamos entrevistas para nuestras investigaciones. Por eso el parafraseo de Gramsci, porque durante toda su actividad profesional Dora desplegó una energía y un entusiasmo envidiables, una fuerte voluntad por instalar una metodología que resultó exitosa porque estuvo acompañada por un rigor y un muy alto nivel crítico y autocrítico.”

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Este estudio del exilio republicano en Argentina es erudito y vibrante al mismo tiempo, y combina casi en cada página los testimonios de personajes que sufren el desgarro del destierro con el análisis sosegado de una de las mayores tragedias del siglo XX. 

Volvamos a contarlo: entre enero y marzo de 1939, se calcula que cruzaron la frontera española hacia Francia unas 450.000 personas. La larga marcha por los Pirineos en uno de los inviernos más crudos del siglo aparece una y otra vez en los testimonios de los exiliados. “No éramos más que un pobre rebaño de parias, sin derecho alguno, sin hogar ni patria; y todo por el crimen de haber soñado con un mundo mejor y haber luchado por realizarlo,” dice Federica Montseny, una de los 87 exiliados entrevistados por Schwarzstein.

Pero al salir de la España franquista los derrotados estaban lejos de ver el fin de sus sufrimientos. Muchos fueron enviados a campos de concentración en Alemania, intelectuales y activistas políticos iniciaron azarosos viajes por mar hacia lo desconocido, y los que nadie quería vegetaron por años en campos de refugiados en el sur de Francia.

Unos 30.000 exiliados marcharon a América, que muchos veían como tierra de abundancia y promisión. Dos tercios de éstos fueron a México, donde el gobierno de Lázaro Cárdenas les abrió las puertas. El resto se desperdigó principalmente por Chile, Argentina y República Dominicana.

Los que fueron a Argentina se encontraron allí con inmigrantes españoles de principios de siglo y con republicanos que habían huido antes de la caída definitiva. Luego fueron llegando más víctimas de la represión franquista. La autora desgrana detalladamente las relaciones que se fueron formando entre estos grupos, con los argentinos que se encontraron y con los otros inmigrantes y exiliados de toda Europa que compartían su suerte en pensiones y conventillos de Buenos Aires.

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En el libro se presenta y se explica la Historia de grandes personajes: el apoyo de Perón a Franco, la política mexicana de abrir las puertas a los republicanos y la acción contraria del gobierno argentino, la actitud ambigua de las democracias europeas ante Franco luego de la Segunda Guerra Mundial, las luchas infructuosas de los representantes de la República en el exilio por vetar al franquismo de Naciones Unidas.

Pero su valor fundamental es volcar la historia viva, individual y colectiva de los exiliados: su cotidianeidad en Buenos Aires y la forma en que poco a poco iban arreglando sus recuerdos y su identidad para adaptarla a las circunstancias de su nueva vida.

Por ejemplo, el énfasis en considerarse exiliados, no inmigrantes.

Una mujer que se exilió de niña en Argentina recuerda que sus padres nunca compraron muebles, porque querían creer que en cualquier momento volverían a España. Hoy su hija se siente plenamente argentina.

“Poco a poco nos hemos ido argentinizando,” dice uno de los testimonios más punzantes. “Mi pensamiento está en España, pero está en la Argentina al mismo tiempo. Es decir, hemos dejado de ser totalmente españoles pero no somos totalmente argentinos. Somos del Atlántico, estamos a mitad de camino de la ida y de la vuelta.”

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Dora Schwarzstein murió hace 12 años, y hoy no puedo decirle lo que me gustó y me enseñó su libro sabio.

Los libros sobreviven a sus autores, igual pero exactamente al revés que las viejas minas anti-persona enterradas en el campo: de pronto y sin aviso, muchos años después, nos pueden explotar y cambiarnos para siempre. 

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26 de junio de 2014
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El arte de aparear: dos óperas cortas sobre la opresión religiosa

Giacomo Puccini compuso Sour Angelica al final de la Primera Guerra Mundial; Luigi Dallapiccola creó Il Prigioniero durante y después de la Segunda. El director catalán Lluís Pasqual juntó estas óperas cortas en un espectáculo profundo, coproducido por el Liceu y el Teatro Real de Madrid.

Hace dos años se vio en Madrid. Mañana 22 de junio a las 17hs. llega al teatro de las Ramblas.

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Dos víctimas condenadas por un poder opresor, enjauladas en cárceles físicas y mentales, que solo encuentran una vía de escape a su tormento: la muerte. Este es el hilo común que el gran director teatral Lluís Pasqual encontró para juntar dos obras breves, en apariencia dispares.

Extrajo Sour Angelica, la segunda de las tres óperas en un acto que el maestro verista Giacomo Puccini juntó en su Tríptico (las otras dos son la violenta y dramática Il tabarro y la comedia de enredos Gianni Schichi) y la colocó después de la desoladora y astringente partitura dodecafónica Il prigioniero, que Luigi Dallapiccola escribió 40 años más tarde.  

Pasqual y su escenógrafo habitual, Paco Azorín, imaginaron además un espacio escénico común para ambas óperas, pese a que la acción de la de Puccini se desarrolla en un convento en el siglo XVII y la de Dallapiccola, en una cárcel en la época de Felipe II.

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El emparejamiento suena en principio extraño por la diversidad de los lenguajes musicales de ambos compositores. El verismo de Puccini se mantiene en esta ópera de 1918 totalmente en lo tonal, con arias y dúos dignos de los clásicos tradicionales La Bohème o Madama Butterfly. Por su parte, Dallapiccola, una generación más joven (como adolescente melómano había visto desde la gradería alta el estreno italiano del Trittico en la Opera de Roma), fue un ferviente seguidor de las teorías dodecafónicas de Arnold Schoenberg, aunque en sus partituras se cuela un sol peninsular, un afán de melodismo, que lo hace no ser tan ortodoxo.

Para el mundo musical en el que se crió Puccini, la música melódica aportaba belleza a un mundo terrible; para la generación desencantada y asqueada de Dallapiccola, la áspera dureza de la música debía reflejar fielmente, no endulzar, la crueldad del mundo.

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El siglo XXI está viendo el auge de esta práctica, que al juntar obras cortas aparentemente poco afines, llevan al público a ver cada una de ellas de una manera nueva, original. Por ejemplo, hace dos años, el Teatro Real de Madrid apareó la ópera corta Iolanta, de Piotr Illic Tchaikovsky, con el drama lírico Persephone, de Igor Stravinsky. Las dos óperas rusas (una sobre una chica ciega que no sabe que lo es y otra sobre la no aceptación de la muerte de un ser querido) tienen lenguajes musicales y poéticos muy distintos, pero tratan sobre los problemas de aceptar, encarar y sacar consecuencias de la verdad, algo que repercute en la sociedad rusa de hoy y en el debate contemporáneo en general.  

Tan viva está la tradición, que el año que viene, el Liceu presentará la desgarradora La voix humaine, de Francis Poulenc junto con la dura Una voce in off, de Xavier Montsalvatge, mientras que el Teatro Real le agrega un nivel más de complejidad: juntará otra de las obras en un acto del tríptico pucciniano, Gianni Schichi, con la poco representada Goyescas, de Enrique Granados.

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En Il prigioniero (basado en un relato de Auguste Villers de L’Isle-Adam), un prisionero anónimo, condenado a muerte, cuenta a su madre que su carcelero lo ha empezado a llamar “hermano” y esto le da esperanza. La madre ha soñado cosas terribles. El carcelero le señala la puerta abierta, y el condenado respira el aire de la libertad. En ese momento, el carcelero se convierte en inquisidor. Todo ha sido un engaño macabro: la esperanza era la última y peor tortura.

“¿Por qué querías dejarnos en la vigilia de tu salvación?”, musita dulcemente el torturador. 

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Suor Angelica es la única ópera importante cuyo extenso elenco está compuesto sólo por mujeres. Al convento donde languidece la protagonista llega su aristocrática tía. Angélica ha tenido un hijo en su juventud, y su familia se lo ha quitado y la ha recluido entre monjas de clausura. Después de siete años sin saber nada de su familia, la tía viene a exigirle que firme la cesión de su herencia para que su hermana pequeña pueda casarse “bien” pese a la deshonra que ella hizo caer sobre la familia. Sour Angélica le pregunta exaltada por su hijo, y la tía, glacial, le dice que murió hace dos años.

Sin razón para vivir, la monja se suicida y mientras llora arrepentida por su pecado mortal, la Virgen se aparece con un niño.

¿Es un final mágico, donde la Madre de Dios se manifiesta ante la pecadora para darle el perdón que sus inhumanos representantes en la tierra le negaron, como el final del Tannhauser de Wagner, donde el Papa lo condena por haber estado con Venus, pero el cielo obra el milagro del perdón? ¿Es tal vez una alucinación de la agonizante, como el “súbito vigor” que acomete a Violeta Valery antes de su desplome final en La traviata? Como en muchas obras maestras, el final es abierto.  

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El espacio común en el que sufre el prisionero su tormento exterior y padece Sour Angelica su tortura interna es una enorme jaula de metal, que se colorea débilmente con la esperanza del fugitivo y que se llena de luz con visita divina a la monja.

Con esta construcción, que recuerda a los dibujos de cárceles intrincadas e imposibles de Giovanni Battista Piranesi, Pasqual y Azorín crean un edificio malévolamente inteligente, una ‘superestructura’ que representa el poder que sujeta y oprime.

Pasqual, quien ya triunfó en los teatros de las dos grandes ciudades españolas con puestas en escena potentes y sutiles como su Peter Grimes para el Liceu y su Don Giovanni para el Real, invita al público con esta unión de obras nunca pensadas para unirse (de hecho, Puccini pidió que su Trittico no se rompiera) a pensar en los puntos comunes y divergentes y en el compromiso de los artistas con su tiempo, porque Suor Angelica es hija del estupor de la Primera Guerra Mundial e Il prigioniero, fruto del horror de la Segunda, aunque cuenten fábulas del pasado remoto.

Juntas, llevan a pensar en similitudes y diferencias. Se activan y se potencian. 

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21 de junio de 2014
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El mundial, la guerra y las euforias colectivas

Hace doce años, para el inicio del Mundial de Fútbol de Corea y Japón, el diario argentino La voz del interior estaba preparando un suplemento con experiencias personales de escritores y periodistas sobre cada uno de los mundiales pasados. A mí me pidió una columna sobre el Mundial 82, el de la España de naranjito, el que empezó en los días finales de la Guerra de las Malvinas.

Hoy, a dos días del estreno de Argentina en este Mundial de las protestas callejeras en Brasil, rescato ese texto. Mantengo intactas las sensaciones de entonces: las perplejidades ante un fenómeno que me atrapa tanto como me repugna, y un radical rechazo por el sentimentalismo barato y el uso político y económico del opio del fútbol que nos idiotiza en estas fiestas sacras de lo banal.

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Siempre pensé que, para nosotros los argentinos, el fútbol es una guerra y la guerra es un partido, lleno de gritos, de polvo en los ojos y de cerrar los puños. Pero nunca como ese día se nos mezclaron tanto la muerte y los goles, la rendición y el silbato final, los disparos y las patadas.

Fue el 13 de junio de 1982, un día antes del final de la guerra de las Malvinas. Les cuento dónde estaba yo, para que me entiendan mejor: tenía 19 años, era un conscripto flaco y desgarbado, me estaba convirtiendo en un futuro ex combatiente (aunque todavía no lo sabía) y acababa de sonar la alerta roja por los altoparlantes en las calles frías y empinadas de Puerto Argentino.

Estábamos en la casa del funcionario inglés que los oficiales de Marina habían tomado como cuartel general y el teniente acababa de prender la radio que había sobre una mesa con mantel floreado en el centro de la cocina.

Las noticias de la guerra no podían ser peores. Esa mañana un grupo de soldados y suboficiales habían traído a la cocina historias de gurkas nepalíes que degollaban a los pibes que dormían en sus pozos. El general Menéndez había dicho por los altoparlantes que no nos íbamos a rendir, que íbamos a luchar hasta el último hombre. Los ingleses ya habían tomado las montañas alrededor de Puerto Argentino y nos cercaban por tierra, mar y aire.

Y el teniente, mientras tanto, aplicaba su oreja al vetusto aparato sobre la mesa y con la perilla trataba de sintonizar Radio Rivadavia, esmerándose en conectar con la voz familiar del “Gordo” José María Muñoz, el relator deportivo estrella de entonces. Argentina, con Kempes, Bertoni, Maradona y Ramón Díaz, iba a liquidar a Bélgica en el partido inaugural del mundial donde la gloriosa escuadra albiceleste defendía el trofeo conseguido en el Estadio Monumental en el ‘78. La radio era vieja y había que agarrar la antena con la mano para que se escuchara algo, para que se pudiera adivinar un partido remoto en el verano español de la movida y la transición.

Recién había empezado el partido cuando sonó la alerta roja, señal de que los Sea Harriers estaban por atacar y había que correr al pozo que habíamos cavado en el jardín de la casa del funcionario inglés. Pero no podíamos dejar la radio, y el partido, y el Mundial de España. El teniente nos instruyó para que todos nos escondiéramos debajo de la mesa de la cocina, y a mí me tocó levantar la mano para sostener la antena de la radio. Imagínense la escena.

Así estuvimos todo el partido, metidos debajo de la mesa, escuchando el partido, y yo con la mano agarrando la bendita antena, mientras afuera los ingleses cercaban el pueblo y los soldados heridos ya bajaban de las montañas con sus caras de fantasmas y su paso de viejos.

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Al final, Argentina perdió uno a cero ese partido inaugural, y la semana siguiente, cuando volvimos de Malvinas por la puerta de atrás, muchos descubrimos con sorpresa que nuestra guerra y el Mundial eran tomados por los argentinos, los que nosotros llamábamos “del continente”, con el mismo espíritu de banal fiesta deportiva.

Después, Argentina perdió con Brasil y con Italia y se fue de ese Mundial sin pena ni gloria. Después se fueron los militares, vino Alfonsín, el equipo de Bilardo ganó el Mundial de México en el ‘86, vino Menem, se hundió Maradona, y así. Pasaron los mundiales y los presidentes y se nos fue pasando la vida.

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Ayer (esto lo escribí en mayo de 2002), cuando le dije a mi amigo alemán Sebastian Schoepp que estaba escribiendo este artículo y le conté la anécdota de la radio y la mesa y el bombardeo, me regaló una historia suya.

En 1998 Sebastian estaba de vacaciones en las Islas Británicas y vio el partido Argentina-Inglaterra del Mundial de Francia desde un pub en un barrio obrero del norte de Inglaterra.

Mi amigo dice que cuando empezó la tanda de penales, después del partido intenso y empatado, no se escuchaba ni las respiraciones. Cuando Argentina ganó y los jugadores ingleses se tiraron en el pasto a llorar, se hizo un silencio de muerte en el pub. Entonces un viejo aficionado, de esos con venas en la cara, se paró sobre una mesa y empezó a gritar: “¡Nos ganaron un partido pero nosotros les ganamos la guerra! ¡Ganamos todas las guerras!” Y empezó una arenga pastosa sobre el imperio.

Cuando Sebastian me lo contó, vi una secreta y sutil relación entre ese encallecido obrero inglés trepado a una mesa gritando que ellos perdieron al fútbol pero ganaron en las Malvinas y mi teniente, agachado debajo de una mesa escuchando el partido en medio del bombardeo. Ahora siento que tal vez la relación sea demasiado tenue, demasiado traída de los pelos.

Cuando la vida es absurda, a veces tratamos de buscar relaciones y darles un sentido a las cosas.

Lo que sí es seguro es que cada vez que empieza un Mundial, yo me acuerdo de las Malvinas, del terror de las historias de los gurkas, de la radio y su antena, de la guerra y sus momentos de comedia delirante.

Y me sube por la garganta una risa tan triste que ni les cuento.

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14 de junio de 2014
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Un proyecto multimedia para llorar: Final Salute, de Jim Scheeler y Todd Heisler

Cuando me tocó abrir el turno de preguntas, me llevé el micrófono a la boca pero no salían las palabras. Estaba en estado de shock.

El viernes 16 de mayo yo estaba moderando un panel en el segundo día de la 9ª conferencia anual de la Asociación Internacional de Estudios de Periodismo Literario (IALJS), pero no podía cumplir con la primera obligación de cualquier moderador, que es no emocionarse con lo que está escuchando.

Hace cinco años que acudo y hablo en las conferencias de este exquisito grupo de estudiosos y cultores del periodismo literario o narrativo. Cada mayo, me junto con colegas y amigos de Australia, Europa, Norteamérica y unos poquitos latinoamericanos. En mis presentaciones suelo traer a cronistas de continente, por lo general desconocidos para este grupo: en Londres hablé de Cristian Alarcón; en Bruselas, de Rodolfo Walsh; en Finlandia, de Gabriel García Márquez. Este mes, llevé a París la obra inmortal de Elena Poniatowska.

Pero unos meses antes me preguntaron si quería también moderar un panel. Era sobre las posibilidades de Internet y las herramientas multimedia para contar historias reales. Busqué en la web datos sobre los panelistas que tenía que presentar. A dos los conocía de otras conferencias. El que más me intrigó era Julian Rubinstein, prolífico periodista de tranco largo y profesor invitado en Columbia: tenía un proyecto sobre un pintoresco jugador de hockey y ladrón de bancos de Hungría, y en su proyecto multimedia incluía, junto con textos, fotos, videos y mapas, el audio de una canción que el mismo Rubinstein había compuesto desde el punto de vista del ladrón, y que cantaba con voz rasposa y afinada en estilo folk.

El último de la mesa parecía un chico apocado. En la foto de su web se lo veía con saco y corbata. Se llamaba Jim Scheeler y trabajaba en el diario local Rocky Mountain News. Iba a hablar de “cómo multimedia cambia una historia”.

Su crónica, que le valió un Premio Pulitzer en 2006, se llama Final Salute. Jim y su fotógrafo Todd Heisler pasaron un año siguiendo al Mayor Steve Beck de los US Marines. El mayor Beck es el encargado de ir a la casa de los familiares de los soldados muertos en las guerras que Estados Unidos despliega por el mundo a darles la mala noticia. La mayoría de las víctimas de los últimos años murieron en Iraq y en Afganistán.

Cuando ven llegar al mayor Beck con su uniforme impoluto tachonado de medallas, sus guantes blancos y su bandera doblada como un pañuelo, los padres y las esposas se ponen a temblar, o a llorar, o a gritar, presintiendo la tragedia.

Poco a poco, Jim y Todd fueron encontrando a su personaje principal. No era Beck: era Katherine Cathey, una chica de 23 años, recién casada y embarazada. Su esposo volvía del frente en un ataúd cubierto con la bandera de las barras y las estrellas, y en el aeropuerto militar, ella se zafó de la mano de Beck y corrió al ataúd, para abrazarlo como un náufrago al madero.

Cronista y fotógrafo siguieron a Katherine durante una semana. Grababan su voz, tomaban fotos que en el silencio de su casa cuyo ‘click’ sonaba como una bomba, pero sobre todo, permanecían a su lado. “Si quiere que nos vayamos, sólo díganoslo”, le decía Jim.

La última noche, después de la vela en el regimiento, Katherine quiso quedarse a dormir con su esposo por última vez. Los marines le prepararon un colchón al lado del ataúd. Es la foto que acompaña este relato.

“¿Todavía están ahí mis reporteros?”, dice Jim que Katherine le preguntó al marine de guardia.

Sin pestañear, el soldado dijo: “Sí. ¿Quiere que los echemos?”

“No. Solo quería saber que estaban ahí”.

Con esta foto todavía en el proyector de la sala de la Universidad Americana de París, me tocó ponerme de pie y abrir el turno de preguntas. No me salía la voz.

Sí, no me suelen caer bien los US Marines. Pero esta historia me interpelaba. El muerto podía haber sido yo. Katherine era yo. El pie de foto explica que en su última noche al lado de su hombre, prendió el ordenador e hizo sonar (¿para quién?) una canción que le gustaba a su apuesto soldado. Es lo que está haciendo cuando Todd Heisler gatilla su ‘click’ ensordecedor.

Y sí: las producciones multimedia también pueden servir para hacernos llorar.     

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7 de junio de 2014
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