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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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La historia violenta de América Latina entra en escena

“¿Alguna vez fuiste a la guerra?
¿Alguna vez mataste a un hombre?”

Sobre el escenario del Teatro San Martín, el principal teatro público de Buenos Aires, Lou Armour, micrófono en mano, grita estas frases mientras sus compañeros de reparto David Jackson, Gabriel Sagastume y Marcelo Vallejo tocan guitarras y bajo eléctricos. Parapetado detrás de su batería, Rubén Otero aporrea los platillos. 

“¿Alguna vez viste morir a un amigo?
¿Alguna vez fuiste a la tumba de un amigo con su madre?”

Es el final de Campo Minado, la obra de “teatro documental” de directora argentina Lola Arias sobre la Guerra de las Malvinas (de abril a junio de 1982).

Es teatro porque es la puesta en escena de un texto con personajes, tiene una clara progresión dramática que crece desde la entrada de cada uno de ellos en las fuerzas armadas, la preparación para el combate, las escenas de matar y ver morir compañeros, la vuelta a casa e intentar sobrevivir al horror), se usan disfraces y hasta máscaras, hay estruendo, efectos sonoros y música hecha entre todos.

Es documental porque todo lo que se cuenta sucedió realmente y cada dato, cada foto, cada mapa, cada documento y tapa de revista es producto de una investigación profunda.

Pero es algo más: en Campo Minado quienes ponen el cuerpo, la voz y sus propios nombres son veteranos de la Guerra de Malvinas de verdad.

A Lou Armour se le murió un oficial argentino en los brazos; el moribundo le habló en inglés y Lou no podrá olvidar jamás esa voz. Vallejo vio morir a un compañero en una espeluznante noche de combate; Otero era tripulante del Crucero General Belgrano y cuando lo hundieron en medio del Atlántico, pasó una noche helada en una balsa, mientras cientos de sus camaradas se hundían en el mar. Por eso le pega con saña a la batería en las ya más de cien representaciones de la obra.

Pero hoy es el miércoles 26 de setiembre y es una función especial para él. Vinieron otros sobrevivientes del Belgrano. La función terminó con todo el público de pie, aplaudiendo a los actores de sí mismos, que se dejaron la piel sobre el escenario.

A la salida, en el hall del San Martín, Otero, sus camaradas de guerra y sus compañeros de elenco, que fueron sus enemigos en la guerra, se sacan fotos, abrazados y exhaustos.

El género en el que se inscribe esta obra se llama teatro documental y está creciendo especialmente en América Latina como una vibrante amalgama de arte, periodismo y la rama del psicoanálisis llamado psicodrama.

Hay muchos antecedentes de teatro que denuncia males políticos y sociales contando historias verdaderas. Se suele mencionar como pioneros a Erwin Piscator (1893-1966), el innovador alemán que usó imágenes proyectadas, ruidos y películas en sus obras de denuncia política, y el suizo Peter Weiss (1916-1982), con su Marat-Sade interpretado por internos en un asilo, y sus obras basadas en documentos sobre Aushwitz y Vietnam. En Argentina, un referente insoslayable es Vivi Tellas con sus “biodramas”, donde ya aparecen personas reales hablando de sus vidas en escena.

Pero cuando hace una década Lola Arias juntó a hijos de guerrilleros, militares, activistas y víctimas de la dictadura militar argentina para que se interpreten a sí mismos en Mi vida después (estrenada en 2011), inició un camino que ya tiene retoños y que cruzó mares y cordilleras.

La premisa era simple y tremendamente efectiva: todos somos hijos de la dictadura, parecía decir Arias.

Y a partir de las formas en que estos adultos, que fueron hijos de personajes de una época oscura, empezaron a contar sus historias en los ensayos, el equipo creativo construyó un artefacto teatral de enorme potencia: se ponían en escena las voces, las historias contrastantes, las imágenes del pasado. Los mismos actores se grababan y proyectaban fotos, páginas de diarios, mapas y documentos. La realidad y la memoria se corporizaban sobre el escenario y explotaban en los recuerdos del público.

Esta obra cambió radicalmente la vida de sus participantes. Una de las actrices comenzó los ensayos con la sospecha de que su hermano no era hijo de sus padres, los terminó con la seguridad de que era hijo de desaparecidos apropiado por represores, y a medida que avanzaban las funciones, decidió declarar en el juicio contra su progenitor.

Cuando Mi vida después viajó a Chile, Arias realizó un taller con un grupo similar de chilenos, hijos de padres enfrentados por la dictadura de Pinochet. De 40 postulantes, la directora eligió a 11, entre ellos el director teatral Ítalo Gallardo. “Fueron tres meses intensos, y cuando mostramos el resultado, vimos que daba para una obra”, dice hoy Gallardo. La obra, que siete años después de su estreno sigue rodando con los mismos 11 personajes de sí mismos, se llama El año en que nací.

Y para Gallardo y su compañía La Laura Palmer, fue un parteaguas: desde entonces se dedican al teatro documental. La codirectora de la compañía Pilar Ronderos escribió y dirigió Hija de tigre, con tres mujeres sobre el escenario que cuentan y actúan sus relaciones conflictivas e irresueltas con sus padres. Y cuando lo entrevisté, Gallardo estaba a punto de embarcar a un festival en Brasil con Los que vinieron antes, una obra donde suben a escena sus propios abuelos a contar y mostrar objetos de la vida de obreros chilenos del siglo XX. Uno de ellos es analfabeto. 

“Desde el principio sabíamos que no íbamos a hacer terapia”, dice Ítalo Gallardo. “No buscábamos solucionar problemas sino entender, desarmar, deconstruir”. Pero la obra chilena tiene, como explica Lola Arias en Mi vida después y otros textos, novedades que la hacen más compleja: por un lado, los personajes no tienen la misma visión de la dictadura, sus causas y efectos. Por otro, los participantes se dirigen al público para contarle estos mismos debates, decisiones e intimidades de los ensayos.

Para 2015, cuando Lola Arias comienza su proyecto de contar la Guerra de Malvinas con antiguos soldados de ambos bandos, su método de teatro documental está consolidado. Y ya se habían visto estas mezclas de teatro y performance de actores reales en otros países. Por ejemplo, en Bogotá la conocida actriz colombiana Alejandra Borrero estaba iniciando los ensayos de lo que en 2016 sería Victus, donde exguerrilleros de las FARC, ex militares y paramilitares, y víctimas del conflicto interno colombiano comparten escenario, cuentan sus historias, actúan en las memorias de los otros y danzan la coreografía de la reconciliación.

La mayoría de estos proyectos tratan de guerras, odios y muertos, recientes o lejanos. Mientras escribo esto, está en escena en Santiago de Chile la obra Matria, de la dramaturga, directora y actriz barcelonesa Carla Rovira. Es la historia de su tío abuelo, asesinado por la dictadura franquista en 1939, y cuyo cuerpo todavía está desaparecido. Entre los seis actores, Carla misma y su madre Ángela, quienes leen las últimas cartas y la sentencia de muerte de tío Enrique y discuten por qué recordar y remover, descalzas sobre virutas de aserrín ante un público sentado en círculo.

Desde la concepción inicial de Campo minado, Lola Arias quiso que los antiguos enemigos hicieran música juntos. Sagastume, Jackson y Vallejo perfeccionaron sus oxidadas dotes para la voz rockera y la guitarra. Otero ya era parte de una banda de tributo a Los Beatles. Y el gurkha  Sukrim Rai, el exótico sexto componente del elenco, canta una dulce melodía de su Nepal natal. Antes de conocerlo, a Gabriel le aterraban los gurkhas, que en imaginario de los soldados argentinos vendría con su sable curvo a degollarlo. Ahora dice que se rió cuando Sukrim dijo que no conocía a los Beatles.

La música ocupa el lugar del grito”, me dice Gabriel Sagastume. “Son momentos de descarga, liberación, aflojar, disfrutamos de estar en el escenario, sale a todo volumen. La letra de la última canción es pasarles la mochila a los que vinieron a ver. Como si les dijéramos: ‘Ayudame a sostenerla un poquito’”.

Tal vez esta implicación tan fuerte del público es lo que hace que estas obras de teatro documental tengan tanto impacto. Desde el mundo del periodismo ya se las ha empezado a reconocer como un desarrollo novedoso de contar con arte. El reconocido cronista y maestro de periodistas argentino Cristian Alarcón lo llama “periodismo performático”.

Para los participantes y el equipo creativo de estas obras, el poner el cuerpo y la propia historia para ayudar a otros a entender y reconciliarse con pasados dolorosos y no resueltos es un movimiento de gran generosidad. Para el creciente y cada vez más comprometido público que está abrazando el teatro documental, son como un espejo doloroso y esperanzador de los dolores y la curación por la verdad de los más enconados traumas de Latinoamérica.

“Ojalá podamos dejar de hacer estas obras”, dice Ítalo Gallardo. “Eso significaría que las heridas están curadas, que la gente ya sabe lo que nosotros venimos a compartir en escena. Pero para eso todavía falta mucho”.

Mientras tanto, en un teatro del centro de Buenos Aires, el ex marine inglés Lou Armour levanta su voz por sobre las guitarras y la batería que tocan sus antiguos enemigos para preguntarle, en un grito de angustia, a su público argentino:

 “¿Alguna vez fuiste a la guerra?

¿Alguna vez mataste a un hombre?”

Una versión de este texto, con el mismo título pero como artículo de opinión más que como crónica, y más breve, fue publicada por The New York Times en español el 18 de octubre de 2018: https://www.nytimes.com/es/2018/10/18/opinion-teatro-documental-america-latina/

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29 de octubre de 2018
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La mirada del inmigrante: más Eneas que Ulises

Este mes salió a la venta en Chile un libro hermoso e inclasificable: Sudamerican dream, del jóven cronista peruano Eduardo Andrade, es un relato en primera persona de su inmigración, un reportaje con muchos datos y mucha vida y voz de personas sobre los peruanos en Chile, desde los cocineros a las nanas y los que organizan sus fiestas, y es también un ensayo sobre el desarraigo, la identidad, el encuentro y la soledad. Me alegró mucho que Eduardo me pidiera que escriba el prólogo. Es este. 

 Le pregunto a Eduardo Andrade qué le parece importante resaltar sobre su experiencia como inmigrante. Estoy pensando en qué poner en este prólogo.

“Sería bueno decir que, aunque Perú esté tan cerca y barato a veces, suelo viajar menos de lo que quisiera”, me dice. “Hasta ahora solo viajé dos veces en cuatro años y siempre tengo problemas en los aeropuertos”.

Me intriga, no sé cuáles pueden ser los problemas para alguien con papeles en regla. Pienso en mis propios viajes por los aeropuertos de América latina. Claro, yo soy rubio y de ojos celestes, y m pasaporte argentino no causa inquietud. Andrade tiene pinta de peruano típico, lo que allí llaman “cholo”.

“Incluso en la primera vez me detuvieron y me llevaron a una habitación donde desempacaron todas mis cosas”, dice Eduardo. “Pensaron que llevaba drogas. Fueron como dos horas terroríficas”.

¿Qué le pasa a un inmigrante de una nación habituada a expulsar jóvenes por falta de horizontes en otro país como Chile, que en los últimos años está viviendo un aumento rápido y diversificado de inmigrantes económicos y solicitantes de asilo?

Parte de este libro mesurado y sabio en su comprensión de las grandezas y debilidades humanas responde a esta pregunta. Es el relato de un chico peruano que se descubre como extraído de su tierra natal y se reinventa como trasplantado a la tierra fértil de su propia madurez personal y profesional.

Pero Sudamerican Dream es mucho más: es el reportaje de periodista que despliega sus alas, y recorre los territorios donde sus compatriotas inventan una nueva vida y enriquecen las de sus vecinos chilenos: en la cocina y el restorán, en las fiestas y celebraciones de su orgullosa identidad, en la dolida vida de las nanas que dejan atrás a sus niños y cuidan vástagos ajenos.

Y es la crónica, a través de colores, olores, músicas y asperezas, de un camino personal, desde el momento en que el casi adolescente Eduardo se sube a un bus con rumbo a unas “vacaciones” que se convertirían en migración, hasta la maraña burocrática de la obtención de la visa definitiva, como si fuera el santo grial de la tranquilidad y el haber llegado finalmente a buen puerto.

Porque la mayoría de los inmigrantes de hoy no son, pese a las teorías que les endilgan el “síndrome de Ulises”, como el héroe de La Odisea que busca volver a casa. Son más como Eneas, que abandona una Troya saqueada o una Cartago de amores quebrados para iniciar su propia Roma, construir su vida y sus sueños en un lugar nuevo. 

Conocí a Eduardo Andrade hace casi dos años, cuando era ayudante de la revista digital Puroperiodismo que dirige Patricio Contreras en la Escuela de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado. Estaba como pez en el agua, lo recuerdo viniendo cada día a zambullirse en las tareas de organización, edición, búsqueda de datos, entrevistar a figuras emergentes y consagradas del periodismo, proponer temas nuevos, encontrar ángulos distintos.

Desde el comienzo me recordó a esa escena de Todos los hombres del presidente, donde uno de los editores de los jovencísimos Bob Woodward y Carl Bernstein le dice al jefe quisquilloso que se queja de pesados que son los muchachos: “Estos chicos tienen hambre” – hambre de hacerse un lugar en el periodismo, hambre de probarse, de hacer algo creativo, de descubrir verdades, hambre de conocer y comerse el mundo.

Y a continuación, el editor veterano le dice al otro: “¿Recuerdas cuando tú y yo éramos así?”

Una tarde, cumplida ya su jornada laboral, Eduardo quiso venir a escribir una relatoría de un taller que yo daba en la Feria del Libro de Santiago. Se sentó en un rincón y pronto estaba participando como los que más, mencionando libros y autores, anotando con dichosa furia en una libreta. Unos días más tarde publicó su relato de ese taller. Había entendido mejor que yo mismo lo que quise hacer con dos gorras de mi pasado remoto y el arte de preguntarle a los objetos.

Desde que en 2017 estoy encargado de enseñar Introducción al Periodismo a jóvenes con talento, hambre y ojos abiertos, me pareció adecuado proponerles como examen que entrevisten y escriban sobre inmigrantes. Es uno de los más grandes cambios que está experimentando Chile, y detrás de cada uno hay historias potentes, sorpresivas y desconocidas para muchos lectores.

Como preparación para ese ejercicio, ya van tres veces que traigo a Eduardo Andrade a la clase. Me encanta ver cómo explica su propia historia y las historias de otros que ha entrelazado en este libro, y cómo los estudiantes chilenos apenas algo más jóvenes que él se emocionan y entusiasman no solo con los recuerdos de su proceso migratorio sino con la forma ecuánime, empática con la que analiza y evalúa las acciones y reacciones de los chilenos y peruanos que ha ido encontrando en el camino. Hasta es capaz de comprender, aunque le duela mucho, el porqué del miedo y el apego al pasado de los xenófobos.

En este libro brillan estos valores: la pluma certera, la mirada empática, la mente analítica de un joven cronista que mira el fenómeno de la inmigración desde la experiencia, las lecturas y el análisis.     

Así termina el primer capítulo de esta flor valiosa y humilde:  

Me pasa a menudo. Cuando camino por centro o por cualquier lado. El acento, el rostro, siempre hay algo que termina delatándome cuando por en medio de la multitud me encuentro con algún peruano y casi siempre esquivamos la mirada. No hay flashbacks, no hay recuerdos compartidos, y la verdad, no hacen falta. Sobra el placer y la condena de sentirnos inmigrantes, esa vida a la que solemos llamar “allá” y que creemos dejar en pausa como si se tratase de una película que observamos para hacer tiempo en la carretera. Sobra el corazón dividido y desparramado a través de los kilómetros y las ganas inmensas por saber de qué lado de la frontera pesan más esos fragmentos. Sobran las palabras como rezos y los motivos que parecen añorar la calma, la estabilidad y el éxito. “Cuando estés del otro lado”, me dijo Manuel como un juramento inquebrantable, “no vas a querer volver”.

 Al llegar al otro lado de este relato híbrido, complejo e inclasificable, muy propio de esta generación de cronistas latinoamericanos, uno no quiere volver atrás. Recomiendo este encuentro entre crónica, reportaje, memoria y ensayo a lectores chilenos y peruanos, a gentes de cualquier región que emigraron, o que quieren entender a los inmigrantes, o simplemente a los que buscan conocer cómo enriquece el encuentro de culturas.

Y también, por supuesto, a los que busquen una historia bien contada que caliente el alma en una noche de invierno. 

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17 de octubre de 2018
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El GAM de Santiago: Las paredes hablan

En primera persona y desde incendios hasta delirios, un edificio emblemático de Santiago, el del Centro Cultural Gabriela Mistral, reconstruye su historia, que es la historia misma de Chile.

Me soñaron con la forma de una carpa de circo. Cuarenta y seis años después, cuadrado y metálico, albergo un centro cultural. Mis entrañas, de cemento y acero, dignas de comienzos de los setenta, fueron pensadas en tono de algarabía. El arquitecto Miguel Lawner y el presidente de entonces, Salvador Allende, querían un edificio abierto al pueblo, con risas y aplausos por terrazas y pasillos y salas de conciertos. Por eso estoy en el corazón de la ciudad, de cara a la gran avenida Alameda, pegado al tradicional y arbolado barrio de Lastarria, casi frente al edificio adusto de piedra con mesías y ángeles de la Universidad Católica.

Me construyeron en 275 días. En tres turnos que no paraban nunca para poder cumplir con la sede del Tercer Congreso de la Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo de Naciones Unidas (Unctad, por su sigla en inglés), en 1972.

El presidente Allende comió en estos patios mientras seguía la construcción, a punta de martillazos y silbidos de obreros que acompañaban cenas y almuerzos de ingenieros, técnicos y albañiles. Terminando el año, la bandera chilena se alzó en mi torre más alta con el sueño de que, terminado el evento, me convertiría en un centro cultural con el nombre de Gabriela Mistral.

El arte popular de medio centenar de vanguardistas chilenos cubrió mi desnudez. Hoy, Cristian Prinea, coordinador de públicos, aún muestra la puerta del Museo de Arte Popular (Mapa), un diseño abstracto de Juan Egenau, o la escultura giratoria de metal Tercer Mundo, de Sergio Castillo. Es arte para tocar, para agarrar y apropiarse. Al final del pasillo en la planta baja, él también muestra los tiradores para abrir y cerrar las puertas, diseñados por Ricardo Mesa con la forma de puños vueltos hacia arriba en señal de celebración o rebeldía.

Desde mis torres más altas vi los aviones que bombardearon el palacio presidencial de La Moneda el 11 de septiembre de 1973. Todavía no se disipaba el humo de las bombas y aún no recogían el cadáver del suicidado Salvador Allende, cuando las tropas me tomaron. Los primeros años los pasé cerrado, con órdenes de mando y habitado por uniformes: durante 17 años de dictadura fui el lugar elegido para los discursos televisivos del general Augusto Pinochet y mi nombre dejó de ser el de una Nobel de Literatura para ser el de un político conservador y autoritario llamado Diego Portales.

Los nuevos tiempos, los del dinero y el mercadeo, llegaron en 1990, ya en democracia. Mucho del arte popular había desaparecido por destrucción, robo, venta o simplemente porque sí. Un telar enorme bordado por campesinas de Isla Negra, que me abrigó en mi primer invierno, el de 1973, no dejó rastros. Lo extraño. Los puños de Ricardo Mesa estaban hacia abajo.

Hasta que el fuego se desató. Ocurrió el 5 de marzo de 2006 cuando la madrugada llegó con el humo y me consumí en un 40 por ciento. Cuatro años después, Michelle Bachelet me reinauguró y rebautizó con el nombre de la poetisa de siempre, de Mistral. Ella, la presidenta, jugaba de niña en mis patios y quería volver a verme lleno de gente. Hoy vienen cerca de 1,6 millones de personas cada año, en buena parte gracias a los espectáculos artísticos en cuatro salas.

El año pasado nos asomamos a las obras que homenajearon el centenario del nacimiento de Violeta Parra.Algunas eran para adultos, como En fuga no hay despedida. Otras para niños, como Ayudándola a sentir. Hubo clásicos chilenos como la tragedia rural La viuda de Apablaza y dramas actuales provenientes de las regiones alejadas, como El pájaro de Chile. Una performer australiana se encaramó en las butacas de la sala más grande para representar un unipersonal desopilante, y una pareja de grandes actores chilenos se despeñó por los abismos de la soledad y la locura en Locutorio. Y en una de las salas pequeñas del segundo piso, hace poco un grupo aficionado de la tercera edad montó una obra llena de dolor y empatía hacia los migrantes haitianos: La despedida de Benito Lalane.

Hace tres años, en la biblioteca, con una vista panorámica a la Alameda, la actriz Íseda Sepúlveda me regaló un monólogo con poesías, prosas y cartas de Gabriela Mistral. Fue bonito: el público se entregó a la arenga por el voto femenino, a su poema doloroso sobre la no maternidad y a un hondo decálogo del artista. Al final de su espectáculo, Íseda miraba a un almendro que solo existía en el poema de Mistral, desde mi piso más alto por el ventanal, donde se colaban los rayos del crepúsculo y el ruido del tráfico por la Alameda.

Muchas tardes, cuando baja el sol, una enorme cantidad de jóvenes practican coreografías de danza moderna, de ritmos latinos y de break dance. El director, Felipe Mella, les pregunta si no quieren venir a ver las obras del GAM. Y le contestan que no quieren ver sino hacer, vivir su propio arte. Mucho ha pasado en 46 años. Ha sido un largo viaje.

Publicado en el número de Setiembre 2018 de la Revista Avianca.

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12 de septiembre de 2018
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Defensa de la carrera de Periodismo

¿Es necesario estudiar periodismo para ejercer, prosperar y hasta brillar como periodista hoy? 

No. 

Muchos grandes periodistas, entre ellos los maestros de la crónica actual Leila Guerriero, Martín Caparrós, Juan Villoro y hasta los míticos Gabriel García Márquez y Elena Poniatowska estudiaron otras carreras o no terminaron ninguna. 

Muchas de las principales lecciones para ser un periodista excelente se pueden (y algunas, como la humildad y la empatía, se deben) aprender en la vida real, en las redacciones, en la calle. Esto lo dicen incluso los egresados de carreras de periodismo: lo principal lo aprendieron después, fuera de las aulas. 

Y después está el tema de la salida laboral. Según datos recientes del Nieman Lab de Harvard, en la última década aumentó de 70.000 a 90.000 los que salen de grados en periodismo. Pero en el mismo período, se perdieron 100.000 puestos de trabajo en el sector. Más profesionales para menos puestos. 

¿Y qué se enseña en estas carreras? En un reciente artículo en Red Ética de la Fundación Nuevo Periodismo, Hernán Restrepo publicó un artículo con un título polémico: “No voy a permitir que mis hijos estudien periodismo”. Además de abundar en los temas que mencioné más arriba, Restrepo se basa en dos argumentos: que no es necesario (ni legalmente ni en la práctica) haber estudiado periodismo para ejercer la profesión, y que los que terminan estas carreras tiene cada vez menos posibilidades de encontrar buenos empleos en los medios. 

¿Por qué? Para Restrepo, porque en la mayoría de las escuelas de periodismo se dan herramientas técnicas pero “se les ha olvidado enseñar los fundamental para un periodista, que es escribir bien”. En su experiencia, la mayoría ni siquiera sabe pensar con lógica y crítica y dominar las reglas de la gramática y la ortografía. 
Claro que hay carreras de periodismo, asignaturas o ramos, profesores, ejercicios, lecturas, nocivos para la formación de los reporteros o editores. Las malas escuelas de periodismo deforman, enseñan malas mañas, instauran vicios, achatan y desmotivan la creatividad y la originalidad. 

Pero… 

¿Contribuye, ayuda, fomenta el estudio universitario del periodismo a crear buenos profesionales, de calidad y exitosos, útiles para forjar sociedades más democráticas y justas? 

Mi respuesta es un rotundo sí. 

Obviamente, estoy hablando de buenas escuelas, buenas carreras de periodismo. También hay malas carreras de derecho, de medicina, de antropología y de negocios, pero la confusión entre aprender y aprender mal se produce mucho más en el campo del periodismo que en los otros. Creo que es porque hasta hace muy poco la carrera académica no era percibida como un sitio de crecimiento, de desafío, de éxito para personas con vocación periodística. Había la impresión, lamentablemente en muchos casos acertada, de que los periodistas que se “refugiaban” o “resignaban” a enseñar es porque habían fracasado en los medios o no querían someterse al trabajo duro de las redacciones.

Pero esto sucede cada vez menos. Por un lado, en las universidades se encuentra ahora campo fértil para investigar, para crear medios, para hacer periodismo y escribir sobre periodismo con profundidad y sentido crítico. Y porque en la mayoría de las carreras, las buenas, hay una combinación de profesores de planta con profesores por horas que en su “otra” vida son excelentes periodistas, que llevan adelante carreras muy estimulantes y ejemplares para los alumnos, y que con el crecimiento de la enseñanza del quehacer periodístico, también han desarrollado una vocación y un conocimiento sobre cómo enseñar lo que saben, lo que traen de su práctica. 

Hay muchas más carreras de periodismo, sí, pero por eso mismo, por la competencia, son cada vez mejores. En las que valen la pena sí se enseña a escribir bien, a pensar, a investigar y a no cometer errores, a hacer bien el oficio. 

Pero tanto o más importante que eso, quiero responder a la crítica, que he escuchado en muchos países, de “estudiar periodismo no sirve para nada”, con una respuesta que parte del título del texto de Restrepo. Él dice, espero que medio en broma pero no estoy seguro, que no va a “permitir” que sus hijos estudien periodismo. 

Yo nací y crecí en medio de las dictaduras del Cono Sur. Enseñé en una España en donde mis alumnos habían estudiado en colegios que venían de una tradición autoritaria, donde el profesor tenía la razón siempre y discutir o cuestionar no era permitido o no estaba bien visto. Trabajé en medios donde la línea editorial que imponía la dirección del medio y los intereses de los anunciantes y del gobierno llevaban a la autocensura, al servilismo. 

¿Cómo es esto de “no permitir”? ¡Liberen a Martín y Juanita (los hijos de Hernán)! Una de las funciones principales de una buena escuela de periodismo es enseñar, ayudar, acompañar, a que cada uno adquiera un criterio propio, independiente, crítico, reflexivo y basado en la investigación, la lectura de grandes textos del pasado y el análisis de lo que se está haciendo ahora. Es enseñarles a rebelarse ante los que no quieren “permitirles” hacer lo que sienten que quieren o deben hacer. 

Mi universidad, la Alberto Hurtado, tiene como lema “Bienvenidos a pensar”. A pensar bien y a escribir bien, que es el buen pensamiento hecho visible, se enseña y se aprende. 

Por supuesto que muchos empleadores prefieren periodistas novatos que no pasaron por estas escuelas de pensamiento crítico y de investigación seria. No tendrán su propio criterio ético, sus líneas rojas, su dominio de la forma en la que saben que debe hacerse el periodismo que vale la pena. Estarán preparados para servir, para obedecer órdenes. Para no tener otro criterio que el impuesto por el medio. Para dejarse “no permitir”. 

Yo estoy convencido de que en las carreras de periodismo que valen la pena, se enseñan los antídotos al periodismo servil. Por eso, aunque no sea obligatorio ni necesario, yo sí me alegraría que mi hijo quisiera estudiar periodismo. Además de aprender bien este, el mejor oficio del mundo, el periodismo es una escuela de vida. 

Este texto se publicó el 5 de setiembre de 2018 en la revista digital Puro Periodismo, de la Universidad Alberto Hurtado de Chile, donde soy profesor y donde dirijo el Diplomado en Escritura Narrativa de No Ficción.

Aquí, el enlace al boletín completo: https://tinyletter.com/puroperiodismo/letters/puroperiodismo-14-estudiar-o-no-estudiar-periodismo

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5 de septiembre de 2018
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Elogio del olvido en el Museo de la Memoria

La convocatoria era estimulante: David Rieff, el polémico autor de Elogio del olvido, iba a hablar esta noche en el Museo de la Memoria en Santiago de Chile.

Y no solo eso: habían pasado pocos días desde que el recién nombrado ministro de Cultura, Mauricio Rojas, tuvo que renunciar 70 horas después de asumir por haber dicho en un libro que este mismo museo era un engaño, un montaje, un uso mentiroso de una tragedia nacional.

Chile es tal vez el único país donde un poeta puede liderar una revuelta de artistas e intelectuales que logra tumbar a un ministro en un fin de semana. El venerable Raúl Zurita, conciencia moral del país, había desencadenado el “basta ya”: en un breve texto difundido en redes sociales, en el que anunció que se negaba a participar en ninguna actividad con Rojas.

Ardieron Facebook y Twitter. Tan rápido renunció el ministro, que ya no estaba cuando al siguiente fin de semana, el Museo de la Memoria se llenó de voces de protesta, de músicos de tres generaciones, de niños y de defensores de una memoria de los crímenes de la dictadura que acuerparon “su” museo al grito de nunca más al olvido.

Una semana más tarde, Rieff se presentaba allí mismo con su denuncia de los peligros de la memoria histórica.

Estaban presentes, entre muchos protagonistas del debate, como las autoridades del museo, el escritor Patricio Fernández, editor por muchos años de The Clinic, que mezcla sátira con investigación sobre los crímenes del presente y de la dictadura y autor de una luminosa reflexión sobre los años de Pinochet desde la memoria de su abuelo; la novelista, dramaturga y actriz Nona Fernández, en cuyas obras, como la excelente novela La dimensión desconocida, la memoria individual se cruza con las culpas y vergüenzas colectivas del país, y el mismo Zurita.

El momento más impactante de la noche fue cuando el viejo poeta, con el cuerpo achacoso y la voz grave de los vates de la tribu, tomó el micrófono para sentenciar que el olvido no existe.

“El olvido es imposible; estamos condenados a recordar como el Funes el memorioso de Borges. Dijiste que en diez mil años nadie recordaría Auschwitz,  pero tenemos el lenguaje, yo creo que sí se va a recordar. El olvido es lo utópico”.

Rieff es un historiador y ensayista autor de libros donde ataca la desigualdad y la pobreza (El oprobio del hambre), los crímenes de las grandes potencias y la inoperancia del sistema de Naciones Unidas en los conflictos (A punta de pistola). Pero, pese a sus 65 años y sus muchos logros, todavía es presentado en primer lugar como hijo de Susan Sontag, a cuya enfermedad y agonía dedicó un libro desgarrador.

En un excelente castellano, replicó al poeta. Dijo que la humanidad había ya olvidado crímenes aún peores que el del holocausto nazi. Que por ejemplo, el rey Leopoldo II de Bélgica era culpable del asesinato de más de 20 millones de africanos, y hoy casi nadie lo recuerda. Que le gustaría tener la pasión y la seguridad de Zurita.

Con pena, le dijo: “Me gustaría estar de acuerdo contigo, pero no puedo”.

Antes de ese momento precioso en la historia del Museo de la Memoria, Rieff había desgranado los puntos centrales de su libro polémico.

Dijo que por supuesto en muchos lugares y momentos la memoria colectiva es útil e importante. Sin ir más lejos, por lo que sabía, en el mismo Chile el museo que cobijaba su charla era un aporte valioso y valiente. Pero en otros sitios, como en los Balcanes, en cuya sangrienta guerra Rieff pasó tres años, “la memoria fue un instrumento del nacionalismo criminal”.

Ante estos usos tóxicos de la memoria, abogó por “el olvido, no neurológico, sino como silencio público”.

Puso un ejemplo del pasado reciente: los católicos y protestantes de Irlanda del Norte lograron una paz frágil pero funcional, donde las armas callaron y el tejido social se reconstruye, con un pacto de no seguir tirándose el pasado a la cabeza. “No hay manera de reconciliar las memorias”, dijo. Entonces el silencio público sirvió para alcanzar la paz.

Y puso otro ejemplo hipotético: en el caso improbable de que israelíes y palestinos lleguen a un acuerdo de paz, deben intentar dejar atrás el pasado en el que cada bando trata al otro como criminales a juzgar y sentenciar.

Este es un punto conflictivo, sobre todo en América latina. En la propuesta de Rieff, pesimista y posibilista, se debe renunciar a la justicia absoluta en aras de una paz posible. Olvidar para poder convivir. Muchos presentan las transiciones de España y Chile como modelos de olvidar y perdonar para ganar la paz. Pero ese pasado de olvido deliberado está en tela de juicio en ambos países ahora.

Esta misma semana visitó el Museo de la Memoria el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, quien ordenó exhumar del engendro revanchista del Valle de los Caídos, que todavía glorifica el fascismo en su país el cuerpo del dictador Francisco Franco. Un gesto de memoria contra el olvido.  

En su charla, Rieff expresó sus diferencias con museos de la memoria como el del genocidio ruandés en Kigali, el de la Escuela de Mecánica de la Armada en Argentina y el museo del Holocausto en Washington, “cuyo recorrido contiene las banderas de los regimientos norteamericanos que liberaron campos de concentración pero no los del ejército rojo que entró a Auschwitz y tantos otros campos, y termina con una oda al sionismo y al Estado de Israel”, como si este fuera la solución buena y lógica a los crímenes nazis. Usos políticos presentes de la forma de presentar el pasado.

Arturo Fontaine, el intelectual chileno, miembro del directorio del Museo de la Memoria, al que defendió con denuedo ante los ataques del efímero ministro, llevó con Rieff un diálogo iluminador pero no exento de divergencias.

Por ejemplo, sobre la utopía. Para Rieff, la utopía era siempre peligrosa y negativa. Sus ejemplos, las utopías nazi, leninista y maoísta y los sueños nacionalistas de la Europa reciente. Fontaine le replicó con las posibilidades de otras utopías democráticas: los Federalistas y la constitución de Estados Unidos, el sueño de los derechos humanos en la formación de las Naciones Unidas.

La respuesta de Rieff: el sueño democrático en todo el mundo, que Yemen pueda convertirse en Dinamarca, es “tonto” e “imposible”.

“No creo que aprendamos de la memoria”, sentenciaba Rieff, ante la visible tristeza y ofuscación de gran parte del público. “Soy griego, no cristiano: no creo que una historia que progresa, sino cíclica”.

Una señora de entre el público preguntó: “¿Y entonces qué hacemos?”

El historiador del olvido no tenía respuesta.

Pero el hecho de que el Museo de la Memoria, defendido y protegido por miles de ciudadanos hace tan poco, le haya dado cobijo y una escucha atenta en la fría noche santiaguina, ya es una respuesta.

El olvido está lleno de memoria. Con copas de vino en la mano, acabada la charla, Rieff y Zurita se quedaron compartiendo risas y, sí, también recuerdos de los que abrigan y sanan. 

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29 de agosto de 2018
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Barenboim debuta como director de ópera en el Colón con un magnético Tristán e Isolda

 

Como cada verano boreal desde hace más de una década, el genial pianista y director Daniel Barenboim retorna a su ciudad natal para un ambicioso festival de música con enfoque humanista. Casi siempre ha traído a su Orquesta del Diván Este-Oeste, compuesta por jóvenes instrumentistas de Israel, Palestina y los países árabes, y en las últimas ediciones vino con su amiga de la infancia, la incandescente pianista Martha Argerich.

Pero esta vez fue distinto: Barenboim trajo su Orquesta de la Staatskapelle de Berlín y la impresionante producción de Harry Kupfer de Tristán e Isolda. Puede sonar extraño, pero este fue el debut como director de ópera del maestro de 76 años en la ciudad que lo vio nacer, y en este teatro donde toca y dirige desde hace seis décadas.

En el festival, que duró dos semanas, la Staatskapelle tocó también las cuatro sinfonías de Johannes Brahms (una fascinante y profunda experiencia escuchar juntas las obras maestras de los contemporáneos y tan dispares Brahms y Wagner) y en el aniversario de Claude Debussy, sus Images y al final, La consagración de la primavera de Igor Stravinsky. Pero la estrella absoluta del festival y de toda la temporada fue un Tristán recibido en estado de éxtasis por un público argentino entregado. 

La orquesta sonó gloriosa, desde las cuerdas satinadas a los metales pungentes y las opulentas maderas. Barenboim presentó una obra que conoce como probablemente ningún otro director de hoy como una unidad eterna, desde el célebre “acorde de Tristán” hasta la disolución de Isolda, más de cinco horas después. Su lectura avanzaba con lenta impetuosidad, y cada momento sonaba como tan necesario que uno tenía la impresión de que Tristán e Isolda no era para nada larga.  

El maestro trajo un elenco de excelsos wagnerianos, liderados por dos tremendas Isoldas: Anja Kampe, que cantó en las dos primeras funciones, y la que yo ví, Irène Theorin, una princesa irlandesa de voz volcánica y al mismo tiempo, elegante y suave, que creció hasta un mónólogo final de devastador patetismo. A su lado, el veterano Heldentenor Peter Seiffert defendió su parte con autoridad y una voz firme y poderosa hasta que promediando el tercer acto sus cuerdas vocales mostraron cansancio y aspereza. Ahí usó su inteligencia dramática y musical para representar la decadencia y agotamiento de su personaje, y funcionó. Isolda vino a salvarlo en su muerte; la maravillosa orquesta lo había mantenido con vida hasta entonces.

Kwangchul Youn personificó la gravedad y la dignidad del rey Marke, un rol que viene cantando desde el comienzo de esta producción en 2003. Dos exquisitos especialistas en este repertorio, Boaz Daniel y Angela Denoke, aportaron valioso apoyo vocal y dramático a la pareja protagónica como los asistentes as Kurwenal y Brangäne. La colaboración local vino por la adecuada actuación del Coro Estable del Colón y por el apreciado tenor argentino Gustavo López Manzitti, quien transformó la mínima parte de Melot en un rival maquiavélico, digno del héroe Tristán.

La ya conocida producción simple y poética de Kupfer, con una gigantesca estatua de un ángel caído que se mueve lento en momentos clave, con impactante efecto dramático, no ha perdido nada de su originalidad.

Ayudados por un diseño de luces prodigioso, arriba y debajo de las alas los amantes condenados viven su drama de amor y muerte.

 

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27 de julio de 2018
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Sobre ocho finalistas del Premio Periodismo de Excelencia en Chile

El Departamento de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado de Chile, donde trabajo, organiza y entrega cada año el Premio Periodismo de Excelencia (PPE). Cientos de reportajes, crónicas, entrevistas y artículos de opinión participan en la categoría de Periodismo escrito, y se han incorporado en los últimos años las categorías Audiovisual y Digital.

Los ganadores y finalistas en texto se publican en El Mejor Periodismo Chileno, que muestra año a año la vitalidad y vigencia de reporteros que investigan a fondo y escriben con arte.

En el ejemplar de este año, que refleja lo mejor de lo publicado en 2017, se me pidió que escribiera las introducciones a varios de los textos.

Quiero compartir aquí algunos de estos comentarios breves, entre el ensayo mínimo, la explicación y la reseña. Trato de hacer honor a estos excelentes escritores y reporteros de este país: Claudio Pizarro y Jonás Romero, Matías Sánchez, Natalia Ramos, Mirko Macari, Constanza Michelson, Alberto Fuguet, Álvaro Bisama y Martín Hopenhayn.

 

 1.       Finalista en crónica: “El oscuro sótano de los Maristas”, de Claudio Pizarro y Jonás Romero (25 de octubre, The Clinic)

Abusos sexuales en la iglesia. Pederastia de Hermanos Maristas y de encubrimiento en sus colegios. Es uno de los grandes temas del año 2017. Este extenso y bien investigado reportaje de The Clinic pone al descubierto no solo las repetidas prácticas de sacerdotes abusadores, sino la falta de acción de las autoridades eclesiásticas que debían velar por la integridad y los derechos de los niños puestos a su cuidado. En la historia más reveladora de este texto, que tuvo mucho impacto, un profesor del Instituto Alonso de Ercilla, quien había sabido de abusos a sus compañeros en el mismo colegio en su infancia, encuentra a ese mismo abusador llevándose a un niño por un pasillo: se lo quita. En poco tiempo, este profesor es despedido. La conclusión es clara y concluyente. Claudio Pizarro y Jonás Romero logran hablar con fuentes que superan su miedo, su pudor, su asco, para contar historias dolorosas pero necesarias. El caso sigue vivo, una investigación canónica está en marcha. Y resurgió en enero de 2018 cuando el Papa Francisco, de visita en Chile, y fue criticado por reunirse con encubridores de los maristas y de los abusos sexuales de Fernando Karadima. Mientras tanto, la revista también siguió investigando el caso: gracias a un reportaje posterior, el primer  investigador de este caso, también acusado de acoso sexual, tuvo que renunciar.

 

 2.       Finalista en crónica: “Buscando vida entre la muerte”, de Matías Sánchez (28 de julio, La Tercera)

En el momento más duro para cualquier familiar, cuando se enteran de que su marido, esposa o compañero de vida, alguno de sus hijos o padres está en estado irreversible de muerte cerebral, recibe un pedido de alguno de los cinco coordinadores de la oficina que gestiona la donación de órganos. El tiempo apremia: el paciente que espera la donación de un órgano no puede esperar, y los órganos pronto serán inservibles. El periodista Matías Sánchez de La Tercera acompaña durante un día a la enfermera Lydytt Alfaro en su afanosa tarea de conseguir que los familiares donen corazones, hígados, córneas o riñones que significarán la salvación de otro paciente. En Chile, como en otros países avanzados en materia de trasplantes, se supone que cada ciudadano acepta que sus órganos sirvan a otros tras su muerte si no lo prohíbe expresamente, pero hace falta la aceptación de los familiares. Los casos que expone esta crónica están llenos de dolor, esperanza y la pasión de un grupo de profesionales de la salud que estas historias sacan a la luz con mucho conocimiento y respeto. Por eso es un muy buen ejemplo de periodismo social y divulgación científica.

 

 3.       Finalista en crónica: “La Viña de la pobreza”, de Natalia Ramos (17 de marzo, Viernes de La Segunda)

En la línea del más clásico periodismo que denuncia bolsones de carencia y miseria en medio de la abundancia y el derroche, este reportaje evidencia el costado amargo de la aparente fiesta sin fin de Viña del Mar. Tomas, campamentos, viviendas autoconstruidas sin luz, sin agua potable, sin gas, sin cañerías ni calles asfaltadas. Muestra también una realidad nueva: familias de clase media que solo se pueden permitir vivir en estos terrenos tomados y transformados en un barrio al que pusieron por nombre el del recordado presentador televisivo Felipe Camiroaga, muerto en un accidente aéreo. Son los nuevos rostros de la pobreza en Chile. Este reportaje de Natalia Ramos, publicado en marzo, causó revuelo. Fue una de las razones por las que el estado tomó cartas en el asunto y en diciembre de 2017 trajo la luz eléctrica a estas barriadas. Un valioso ejemplo de periodismo de contraste, que se acerca a las historias y las voces de los olvidados.

 

 4.       Ganador en Opinión: “Eliodoro, ¿por qué me has abandonado?”, de Mirko Macari (6 de enero, El Mostrador)

 

“Lagos no es Lagos”. Así comienza la brillante columna de Mirko Macari, férreo columnista independiente y director por nueve años y hasta mayo de 2018 del medio digital de noticias y análisis El Mostrador. Es un muy buen ejemplo del comentario de urgencia, que explica sin remilgos y con profundidad, bisturí en mano, el por qué y el cómo del derrumbe del símbolo de la Concertación y el retorno a la democracia en Chile Ricardo Lagos al día siguiente de que las encuestas sepultaran sus pretensiones de volver. Como si se tratara del argumento de una novela de Tom Wolfe, concluye Macari, el ocaso del coloso socialista abandonado por quienes antes lo aplaudían marca un punto de inflexión en la política del país. No lo tumbaron sus enemigos, sino sus amigos. Con esta columna que pone al lector a reevaluar sus propios recuerdos en contacto con una mente capaz de ver a la vez el árbol y el bosque, el jurado del Premio de Excelencia valora también el trabajo pertinaz y lúcido de los analistas que echan luz rápida sobre los avatares de la política diaria. Porque “Macari no es (tampoco) Macari”.

 

 5.       5. Finalista en opinión: “El crimen de los buenos”, de Constanza Michelson (2 de noviembre, The Clinic) necesaria en este país en el que la discusión

Cuando el año pasado la revista Paula reprodujo un capítulo del último libro de la psicoanalista Constanza Michelson, Neurotic@s: Bestiario de locuras y deseos contemporáneos, se refirió a su “aguda y ácida mirada”. Esa es la mirada que prevalece y destaca en sus celebradas columnas de opinión en The Clinic. En El crimen de los buenos desmenuza, explica y saca sorprendentes conclusiones del “escándalo de las leches”. En la superficie, se trata de una mala gestión que llevó a que un cuarto de la lecha materna que el Estado compró caro se pudriera en bodegas. En el fondo, el debate es sobre cosas más profundas: leche materna contra leche industrial para bebés,  madres que trabajan, infancia en riesgo y fondos públicos para permisos de maternidad. A quienes quieran saber cómo comenzando con una frase aparentemente simple como El escándalo de las leches comenzó el año pasado” y la autora logra llegar a Lo cierto es que históricamente la mujer ha sido afín a la búsqueda de lo sagrado”, se los invita a leer esta excelente columna de la psicoanalista más mediática de Chile.  

 

6.       Finalista en Opinión: “República bananera”, de Alberto Fuguet (26 de octubre, Qué Pasa)

Nadie mejor que Alberto Fuguet, el novelista, cuentista, director de cine y creador de la generación McOndo, para contarle a los chilenos lo que se cuece en los Estados Unidos de Donald Trump. Fuguet vivió una infancia de exilio y “sueño americano” en California, y llegó al Chile de la dictadura para sufrir la grisura y el silencio, y refugiarse en el cine y la cultura popular gringa. Desde entonces es un exquisito intérprete a caballo entre ambas culturas. Sus exitosos relatos de Sobredosis (1990) y Mala Onda (1991) son manifiestos de una generación que buscar escapar tanto de la dictadura interior como de la nostalgia revolucionaria. Estados Unidos siempre está en el territorio imaginario que fue construyendo en su obra posterior. En su gran novela de no ficción Missing (2009), recorre la “América profunda” en busca de un tío perdido en la tragedia de la emigración. En este ensayo personal, crónica de viaje o manifiesto polémico llamado República Bananera, vuelve a un país que conoce bien y muestra las complejas grietas de una sociedad confundida a un año de la elección del presidente impensable. “Trump no ha logrado hacer América grande aún o de nuevo, pero sí más patriotera. Y su real triunfo es que buena parte del país no se escandalice con sus extraños y exasperantes modus operandi, sino que los celebre,” explica Fuguet en este texto inclasificable, divertido y doloroso.

7.       

7.       Finalista en Opinión: “Un buen show”, de Álvaro Bisama (17 de marzo, La Tercera)

El novelista, ensayista y profesor de literatura Alvaro Bisama se ha posicionado en pocos años como una voz original, profunda y divertida para hablar de la televisión. Ni repetidor de la publicidad de los canales y el entusiasmo de los fans, ni tampoco defensor de la Alta Cultura y denigrador del apocalipsis de los programas televisivos para las masas, Bisama comparte esta combinación de gusto por lo popular y erudición con los decanos de la crítica televisiva en nuestro idioma: el catalán Ferran Monegal (El Periódico de Catalunya) y el colombiano Omar Rincón (El Tiempo). Cada semana en La Tercera describe y desmenuza teleseries, informativos, entrevistas políticos y publicidad con fulgor verbal y alegre desparpajo. Un ejemplo de su mirada punzante es esta visión de la historia del supuesto sabio económico desenmascarado como pillo e impostor Rafael Garay. “Maestro de la posverdad, Garay hizo de la mentira un arte, una estética y una ética y con eso nos dio a todos un espectáculo que contemplar, una ficción a la cual fugarnos en los momentos de ocio”, escribe Bisama. En un juego al que invita a los lectores, transforma los episodios de la fuga y captura de Garay en el argumento de una posible serie de Netflix, y a la vez demuestra que la crítica televisiva puede ser, como las mentiras de su personaje, un arte.

 

 8.       Ganador en entrevista: Martin Hilbert: “Obama y Trump usaron el Big Data para lavar cerebros”, de Daniel Hopenhayn (19 de enero, The Clinic)

Cuatro mil quinientas pilas de libros que lleguen hasta el sol. Esa es una forma de medir la cantidad de información que circula por el mundo. “Mucha información”, dice el doctor en comunicación Martin Hilbert, alemán con muchos años de trabajo en la Cepal en Chile y ahora profesor en la Universidad de California y asesor tecnológico de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Daniel Hopenhayn le hace una magistral entrevista, modelo de cómo acercarse a un experto para informar, educar e iluminar a lectores interesados en el uso y abuso de la tecnología para el control social y el éxito político. No es usual que una entrevista de tema más que de personaje gane un premio como este. Al comenzar la lectura, el público no sabrá quién es Hilbert. Al final, habrá entendido por qué era importante escuchar su voz: explica con conocimiento, rigor y capacidad para traducir complejas ideas científicas al lenguaje cotidiano. Y lo hace desde la independencia, que le permite analizar y criticar por igual las estrategias de comunicación y uso de Big Data de Barack Obama y de Donald Trump.

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13 de julio de 2018
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“El salto de papá” y la mirada hacia adentro de Martín Sivak

Martín Sivak logró un éxito espectacular narrando su historia familiar después de haber dedicado dos décadas a escudriñar las vidas de los otros.

Tuve el honor el mes pasado de realizar una entrevista pública con Sivak en la Apertura del Año Académico en mi Departamento de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado de Santiago de Chile. También me pidieron escribir el texto con el que fue presentado como orador principal en la Ceremonia de entrega de los Premios de Excelencia en Periodismo, que entrega cada año nuestra universidad.

En ese texto de presentación basé estas líneas sobre este joven y admirado periodista convertido en reportero de sí mismo.  

Sivak es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y doctor en Historia de Latinoamérica por la de Nueva York, pero su carrera, su vida y su vocación ha sido siempre la de periodista. Trabajó durante dos décadas en medios argentinos y entrevistó a muchos de los protagonistas de la vida política de su país, desde el coronel golpista Mohamed Alí Seineldín hasta el líder guerrillero Enrique Gorriarán Merlo.

Sus principales libros periodísticos tratan de dos temas álgidos, donde mezclan el poder y la comunicación: la concentración y poder de los grandes medios, y la política y la lucha por la identidad en un país que desde Argentina se ve con desdén injustificado: Bolivia.

Escribió dos libros sobre el grupo Clarín, el conglomerado que cuenta y fabrica poder en Argentina (Clarín: El gran diario argentino y Clarín: La era Magnetto), que pronto serán publicados en inglés en un solo tomo.

Y coronó su trilogía de libros sobre política boliviana, como los dedicados a los generales Hugo Banzer y Juan José Torres, y al conflicto territorial entre Santa Cruz y La Paz, con una muy alabada y traducida “biografía no autorizada” del actual presidente, Evo Morales. El libro se llama, en un acierto de veterano titulador, Jefazo.

Pero fue con su último libro, El salto de papá, que despertó la admiración de críticos, ferias y festivales, editoriales y traductores. En menos de un año ya va por la octava edición y cinco directores se disputan la posibilidad de dirigir la película. 

El salto de papá cuenta la historia de la vida y suicidio de su padre, un mal banquero y buen comunista, y de su tío Osvaldo, cuyo secuestro y asesinato marcaron una época en Argentina. Y al hacerlo, define un país y retrata una generación.  Se cruzan en sus páginas los muchos amigos y poquísimos enemigos de Jorge Sivak, figuras políticas como el ex presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse y artistas como el gran cantautor uruguayo Daniel Viglietti, miembros de su propia familia y sobre todo, una revisión intensa de su propia memoria.

En un país con tantos libros y tantas historias extrañas como Argentina, El salto de papá es ya un clásico instantáneo de la literatura de no ficción. 

¿Por qué? Creo que causa a la vez reconocimiento y extrañamiento. Todos los que vivimos en Argentina la época en que secuestraron y mataron al tío de Martín (el famoso “Caso Sivak”) lo vivimos como un hecho traumático que se colaba en las noticias de diarios, radios y televisión, en las conversaciones de sobremesa, y que envenenó la política de su tiempo con una fuerza como la que cobró en estos últimos años la muerte del fiscal Alberto Nisman. Y los que no lo vivieron, pueden reconocerse en una Argentina como la que salía a tientas de la dictadura en los ochenta.

En el caso del suicidio de Jorge, menos recordado socialmente, es un drama humano contado por un hijo que todavía extraña a su padre y quiere entender qué pasó y por qué.

El camino para entender el suicidio de un padre siempre es doloroso: Martín Sivak leyó y comenta en su libro obras de hijos atribulados, enojados o nostálgicos (como El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince sobre su padre asesinado), y también buscó en textos sobre el suicidio respuestas y alivio. Y en el relato minucioso y amoroso, se muestra una historia que no fue todo tragedia: cuando lo entrevisté ante los alumnos de la carrera, rescató risas y alegrías de su infancia y adolescencia, un pasado al que aferrarse.

Ante una pregunta de un alumno que no había cumplido los 20 años, Sivak dijo que este libro era algo excepcional, único, en una carrera que comenzó y seguirá hablando de los otros, no de sí mismo.

Pero con El salto de papá tocó una fibra profunda, tanto en Argentina como en otros países donde está llegando este libro excepcional. Es el caso emocionante y aleccionador del escritor de lo ajeno que vuelve, por una vez, la lupa hacia su propia historia y sus dolores, y nos enseña a mirarnos mejor y con más verdad al espejo.

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7 de junio de 2018
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Pescado Rabioso de Carlos Tromben: Investigación periodística con sabor a novela

La semana pasada el novelista, periodista y maestro Carlos Tromben me convocó para presentar su último libro. Fue en la exquisita librería del Centro Cultural Gabriela Mistral, y fue mi debut como presentador de libros en Chile.

Creo que además de porque es mi amigo, Carlos me invitó por el nombre de su libro: Pescado rabioso, como el grupo del incandescente Luis Alberto Spinetta, el mago musical de mi adolescencia. El genio que no cruzó fronteras, como el otro gran roquero de su generación, Charly García, pero está en los corazones de todos los amantes de la música de mi país.

El Flaco Spinetta es el que llevó el espíritu, la libertad, el humor y la melancolía del jazz al rock latinoamericano. Y Pescado rabioso (canciones como Post-crucifixión, Crisálidas, Cementerio Club, Madre Selva y sobre todo Todas las hojas son del viento) es mi búsqueda de belleza, de sentido y de un espejo para verme y entenderme.

Pero tanto en la música como en este libro de investigación económica, el concepto de un “pescado rabioso” es una contradicción: el que puede sentir y actuar con rabia es el pez vivo. El pescado muerto solo transmite enfermedades, como el salmón del sur de Chile. No puede ser rabioso. Para sentir rabia hay que estar vivo.

Tal vez de eso trata esta fascinante novela de no ficción de Carlos Tromben: de la vieja derecha chilena, que aún muerta se muere de rabia y muerde como un pescado rabioso. Yo le agradezco mucho esta invitación. Lo conocí hace año y medio en ese extraño café en medio del Parque Bustamante donde la gente se cita y se encuentra pero no puede hablar porque otros leen. Allí planeamos algo en lo que estamos ahora: el diplomado de escritura narrativa de no ficción.

Carlos es profesor de cómo contar el pasado y hacerle preguntas a los archivos para que cuenten historias apasionantes. Y es de los mejores tutores. Este año estamos otra vez en la lucha por enseñar esto. Y él con este libro se coloca como maestro de lo que enseña, practicante magistral de lo que predica, y ejemplo de ese matrimonio siempre en peligro y en pelea de literatura y periodismo, el terreno que nos marcó y describió Tom Wolfe, el faro del periodismo narrativo que acaba de morir.

Hay muy pocos en América Latina que como Wolfe supieran de herramientas literarias y de economía y finanzas. Cuando le pregunté a Wolfe en Barcelona a quién leía, me nombró a Michael Lewis, el único de los nuevos periodistas que cuenta subidas y caídas de la bolsa, escándalos financieros y luchas entre agentes de bolsa como si fueran batallas de El señor de los anillos. De Lewis leí Poker de mentirosos, y Bumerang, viajes por el nuevo tercer mundo. Me divertí y aprendí de economía, todo en uno.

En México, esta combinación de economía y literatura la maneja el gran Diego Enrique Osorno: entre sus libros de los Zetas y carteles de la droga, ha contado la historia de Carlos Slim, el multimillonario sin escrúpulos visto en su país como en una especie de Papá Noel o Viejo Pascuero siempre a punto de salvar el país pero que termina salvándose sólo él mismo. Crónica de los que mandan, no de las víctimas. De los ricos. 

En Argentina, quien sigue esa estela es Hernán Iglesias Illa con Golden Boys, los jóvenes traders que desde Wall Street llevaron a su propio país al borde de la quiebra. Y poco más.

Este nuevo libro de Carlos Tromben se lee para mí como sus novelas, como La señora del dolor, la historia de un inmigrante japonés que poco a poco y sin errores ni contratiempos va consolidándose como empresario y se sitúa como heredero e hijo de su maestro y protector. Ese libro es de los pocos que supe que debía regalarlo a mi mamá: está en el espacio de lecturas que me unen a ella.

Su última novela, muy exitosa, cuenta la historia de la masacre de obreros en Santa María de Iquique hace un siglo. Una historia de violencia y represión.

Este Pescado rabioso, que tiene la sabiduría del fabulador pero es todo real, es un plato agridulce. Tiene entre sus méritos que explica con claridad y pasión hechos complejos, como un amigo, no como un maestro ciruela. Nos supone inteligentes, pero cuenta a sus lectores chilenos cosas que se creían conocidas: pero no. ¿Cómo hace para contar cosas conocidas sin que nos veamos tontos? Con sumo respeto, expresado sobre todo en lo pulido del estilo.   

La pluma de Tromben me hace ver a estos protagonistas de la política chilena como personajes de novela. Pablo Longueira es un Golum que se cree Frodo. Y a su maestro y mentor, Jaime Guzmán, el ideólogo de la derecha asesinado por guerrilleros tardíos, lo veo como un Saruman que se cree Gandalf.

La historia empieza con dos personajes secundarios, sacados de la picaresca del Siglo de Oro Español: el periodista ventajero Giorgio Carrillo y la diputada Marta Isasi. Pícaros sin suerte. Y termina con la entronización de Sebastián Piñera, el personaje casi japonés que sabe triunfar al fracasar.

De todo se levanta, ninguna caída es definitiva.  En este relato Piñera es como esos personajes de Schwarzenegger o Bruce Willis que los dan por muertos y vuelven a levantarse siempre.

El agonista de esta historia, Pablo Longueira, el otrora joven promesa de la derecha que creyó llegar su hora cuando su rival lo nombra ministro solo para que se destruya solo, es lo contrario: al triunfar, fracasa.

En sus análisis, Tromben es insultantemente culto, pero no alardea de eso: al final cita y analiza en el mismo párrafo a Sigmund Freud y a Nicolás Maquiavello para dar espesor a ese extraño personaje de la derecha chilena.

¿A quién se le hubiera ocurrido hacer una novela de no ficción, un relato de periodismo literario, con los avatares de las leyes que regulan la pesca en Chile? Carlos Tromben lo logró. El libro se lee de un tirón y cuenta mucho más de lo que aparentemente abarca: es la política chilena vista con mucha sutileza y profundidad.

Para entender por qué alguien tan extraño como el actual y reforzado presidente Sebastián Piñera ha sido capaz de unir los reinos de la derecha en este país, para entender las oscuras relaciones entre el poder político y los grandes grupos económicos (que no son 7 familias, como dice el mito, sino algo mucho más complejo), en este libro está la respuesta.

Y además, es una delicia de lectura.

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28 de mayo de 2018
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Bob Dylan y Dario Fo: dos extraños Nobel de literatura “actúan” en el Liceu

Hace una década, Bob Dylan prometió dejar las giras y solo hacer conciertos aislados. Pero el último trovador de la carretera no pudo o no quiso cumplir su promesa: estaba en pleno Neverending Tour cuando el Comité Nobel le concedió su galardón de Literatura en octubre 2016.

Siguiendo con esa gira eterna, Bob Dylan pisará el escenario del Gran Teatre del Liceu de Barcelona el 30 y 31 de marzo.

Hace cuatro décadas, Darío Fo había prometido dejar de actuar para públicos masivos y dirigir espectáculos para ricos y copetudos cuando la televisión pública canceló su show por presiones políticas y religiosas. Fundó la cooperativa “La Comuna” con su esposa y pareja artística Franca Rame y se lanzó a las calles y plazas. Pero una década más tarde, volvió a la ópera para escenificar sobre todo obras de su ídolo, Gioacchino Rossini.

El 1 de julio de 2005, Darío Fo se subía al escenario de Gran Teatre del Liceu de Barcelona para saludar como director de escena el estreno de una joya perdida de Rossini, La gazzetta y lo recibió una ola de aplausos y vítores. El DVD de esa representación es todavía uno de los hitos del Liceu.

Este mes, cuando cante Dylan, el Liceu barcelonés habrá albergado a los dos Nobel de literatura más extraños y discutidos de la historia. Es una buena ocasión para encontrar las similitudes y coincidencias entre dos creadores que a primera vista no tienen nada en común.

Bob Dylan fue siempre dos pasos por delante de los demás músicos y poetas de su generación. En los primeros cinco años de su carrera, hace medio siglo, revolucionó la poesía y la música de Estados Unidos comenzando con un rescate creativo del folk de protesta y el blues de Woody Guthrie, con largos relatos recitados o murmurados que abrevan en lo mejor de la lírica beat, y terminando ese lustro con un portazo a la “canción de mensaje” y su reinvención como rockero eléctrico y ácido.

Dylan se pasó los últimos años mirando hacia atrás, hacia el repertorio de los crooners como Frank Sinatra, el Gran Cancionero Norteamericano anterior a la época de la fusión de folk, rock y compromiso social que él mismo definió en los sesenta.

Sí, es aquel impresentable que no atendía el teléfono del paciente comité Nobel, pero también es el mayor genio musical del último medio siglo, que se merece el premio más prestigioso de las letras y que legó a la memoria emotiva del último medio siglo un centenar largo de grandes canciones que se pasa destrozando por medio mundo con su ademán rabiosamente displicente y su voz de lija.

En los 60, cuando Dylan empezaba a actuar en bares de Nueva York y Chicago, Darío Fo renovaba el género de la juglaresca popular italiana armado con una mezcla fascinante de amplia cultura clásica, ojo certero para comprender los problemas, fallos morales y crímenes de la sociedad actual, gran sentido cómico como actor y director y una voz poética única para denunciar y emocionar al mismo tiempo.

La aparición estelar de Darío Fo en el escenario del Liceu hace 13 años muestra las aristas de un genio inimitable. En su rescate de una ópera de la época central de Rossini (La Gazetta va entre sus dos éxitos más perdurables, El barbero de Sevilla y La cenicienta), Fo aportó sabiduría musical y teatral para dar profundidad, actualidad, comicidad y sorpresa a la historia rossiniana de un padre de provincias que viaja a París a “colocar” a su hija y publicita sus virtudes en el diario de la ciudad.

Como director, Darío Fo conservó la mirada a la vez mordaz y compasiva hacia las falencias humanas del mejor Rossini, y aportó su toque certero extendiendo solo un poco la metáfora de “la gazzetta” para mostrar la muy actual construcción de reputaciones y transformación de personas en mercancías a través de los medios.

La ópera, al final, se convertía en una denuncia de la Italia de Berlusconi. 

Siete años antes, Darío Fo había ganado contra todo pronóstico el Nobel de Literatura “por su fuerza en la creación de textos que simultáneamente divierten, atraen y brindan perspectivas”. El fallo del premio lo describía como un escritor “que emula a los bufones de la Edad Media en la flagelación de la autoridad y la defensa de la dignidad de los oprimidos” y que “abre nuestros ojos a los abusos e injusticias en la sociedad y también a la amplia perspectiva histórica en la que pueden ser ubicados”.

Podían haberlo premiado como dibujante, cómico y monologuista (el día de su discurso del Nobel entregó a los asistentes unas hojas con algunos de sus desopilantes dibujos y caricaturas que, según él, ayudarían a entender sus palabras, y a renglón seguido se lanzó a representar como juglar, en una actuación única en la historia de las adustas ceremonias del premio).

Pero se lo dieron como dramaturgo, por sus 80 obras de teatro, entre ellas las famosas Misterio Bufo y Muerte accidental de un anarquista, que se siguen representando alrededor del mundo.

Como Darío Fo, Bob Dylan también inventó su propio terreno, sin concesiones ni pensando en ningún premio, con viejos mimbres populares de artes antaño innovadoras y hace medio siglo despreciadas por la academia. Los dos son “performers” que combinan el comentario mordiente y duro sobre la actualidad más política con el abrevar en antiquísimas acequias de literatura oral.

Cuando repaso las críticas que se lanzaron en su día al Nobel de Fo, me suenan muy parecidas a las burlas y ataques que acompañaron la concesión a aquel que fue un cantor de voz rota en la Minnesota profunda. Tanto de Dylan como de Fo se alegó que eran los mejores en lo suyo. Pero “lo suyo” no era el terreno de los novelistas y eternos candidatos Joyce Carol Oats, Philip Roth o Haruki Murakami.

Seamos claros: a lo largo de las décadas, han ganado el Nobel escritores menores, hasta mediocres, poco conocidos, algunos incluso en sus propios países, y no hubo controversia. Se los premiaba por haber creado un “mundo literario propio”, como explica la escritora y periodista mexicano-catalana Lolita Bosch, una de las voces que se alzaron contra Dylan. El novelista peruano Santiago Roncagliolo puso también en la lista de impresentables el premio de 2015, a la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich: “Una periodista un año, un cantante el otro. No sé si la novela ha muerto, pero ha dejado de ganar premios Nobel”, sentenció.

Para ellos, como para muchos, la de Dylan no es una voz literaria. Es un autor e intérprete de canciones, como Fo era un showman, un juglar, pero no un literato. Entiendo esta crítica como la búsqueda de preservación de un espacio dentro de la actual e invasiva cultura del espectáculo para las “letras puras”.

El arte de Fo, aunque sus obras se sostienen muy bien en formato libro, es indisociable de su representación sobre el escenario. En su época, sus textos eran vistos como la materia prima para sus corrosivos espectáculos. Y las letras de Dylan – luminosas, implacables –fueron siempre inseparables de su guitarra y su harmónica, su voz rasposa y el hecho obvio de que son parte de canciones.

Yo los veo como genios de la palabra en movimiento: la canción y el teatro popular son los primeros terrenos literarios, y los que nos acompañan cuando queremos poner en palabras lo que nos pasa. Por eso creo que se premió en ambos un retorno a los orígenes: la letra fue primero oral y después escrita. El arte de ambos no solo queda en la memoria de millones sino que inspiró a muchos artistas de géneros más prestigiosos.

También se puede argumentar que crearon personajes multifacéticos, poliédricos, antidogmáticos, rebeldes e inclasificables. Ellos mismos. Por eso, no son menos que el mejor de los cuentistas o de los poetas. Si se quiere, son más. Porque al fulgor verbal, a la inventiva brillante de sus piezas breves, este par de rebeldes inventó el mundo en el que ellos mismos tienen sentido. En ese mundo, de absoluta independencia y coraje, vivimos muchos.

El 13 de octubre de 2016 moría Dario Fo en un hospital de Milán, a los 90 años.

Ese mismo día, apenas unas horas más tarde, el comité de la Fundación Nobel anunció en Estocolmo que el premio Nobel de Literatura se otorgaba a Bob Dylan.

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28 de marzo de 2018
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El Boomeran(g)
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