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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

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Corruptores y corruptos

No hago mucho caso de las cartas que circulan por Internet, pero estos días una de ellas llama la atención. Su encabezamiento es "Ley de Reforma del Congreso", y el remitente, como sucede a menudo, pide el reenvío del texto a conocidos que pudieran estar de acuerdo con el contenido. En sustancia se trata de proponer un cambio constitucional que delimite estrictamente el estatuto del diputado, modificando múltiples aspectos de la condición actual. El propulsor o propulsores de esta idea quieren que el "representante del pueblo" deje de tener unos privilegios y excepciones que -se considera implícitamente- han tenido consecuencias nefastas para la democracia. En lo fundamental se defienden medidas que limitarían draconianamente los juegos de intereses económicos en los que pueden verse inmersos los representantes de la ciudadanía. Se exige una radical transparencia. También el fin de la impunidad de los diputados, los cuales, durante su mandato, deberían responder ante los tribunales, como cualquier otro ciudadano, de aquellos delitos cometidos durante el ejercicio de su cargo. Se recuerda, por último, que el servicio democrático a la ciudadanía no es una profesión, de la cual deba sacarse rendimiento, sino una función honorable que debe ser ejercida con dignidad y siempre provisionalmente, es decir, con una fecha de caducidad que dé paso a nuevos representantes.

 

Curiosamente, me encontré con esta carta -bien redactada, concisa, clara- una tarde en que estaba releyendo el libro de C. M. Bowra La Atenas de Pericles, un estudio esencial sobre la génesis de la democracia ateniense en el que no dejan de encontrarse paralelismos con el presente. También Pericles, hombre culto y de elevados ideales, al que acompañaba una justa fama de incorruptible, advirtió tempranamente que la corrupción era el enemigo por antonomasia de la nueva libertad. Pericles quería que los representantes populares exhibieran una estricta honradez, ya que, precisamente, la deshonestidad y la codicia habían abortado los anteriores intentos de instaurar una democracia en Atenas. Quería, asimismo, que los elegidos en las votaciones pudieran ser juzgados en caso de transgresión y, él mismo, pese a su prestigio, no escapó a las críticas y a las multas por conductas, no deshonestas pero sí desacertadas.

Pericles intuyó lúcidamente lo que la carta sobre la "Ley de Reforma del Congreso" denuncia 2.500 años después: el desmoronamiento de la honorabilidad pública de los políticos ha sido catastrófico para la democracia y ha facilitado el advenimiento de una oligarquía que, en nuestra época, se enmascara en el burdo, y a la vez enigmático, dominio de El Mercado. Es inquietante, en el actual escenario, que los salvadores que tienen que rescatarnos de los desmanes y de las incompetencias de los políticos elegidos democráticamente sean tecnócratas que, como banqueros, estuvieron asociadosa los grandes especuladores que provocaron el colapso financiero de hace unos años. Esto, al menos, sucede en Grecia, Portugal, Italia y, si las informaciones de los periódicos son ciertas, también parcialmente en España.

En el llamativo caso de Italia, El Mercado ha conseguido echar al hombre más rico del país, el incombustible Berlusconi, frente al que la impotente oposición italiana había fracasado siempre. Inservible ya para los nuevos intereses, el corrupto Berlusconi ha sido sustituido por el tecnócrata Monti, del que se espera que sea honrado pero que procede del mundo de la alta especulación de Wall Street. La oscura paradoja está servida: hundida la honestidad de la clase política, juzgada corrupta en una mayoría alarmante de países, se ofrece la tarea de salvación a los corruptores, o a los que trabajaron al servicio de los corruptores. Atrapada en este círculo vicioso, no es posible la supervivencia de la democracia.

Esta, creo, es la advertencia que nos hace llegar la carta sobre la "Ley de Reforma del Congreso". Y el fármaco que ofrece, con el cual estoy por completo de acuerdo: únicamente restaurando la honorabilidad y confianza de los políticos democráticos podría romperse aquel círculo vicioso. Los corruptores nunca nos librarán de los corruptos, pero si lográramos acabar con los corruptos entonces, quizá sí, podríamos hacer frente a los corruptores. La solución, hoy, solo puede ser drástica y -aunque sea un ferviente admirador de Atenas- espartana. Los representantes del pueblo, los diputados y los integrantes de otras instancias, deben ser alejados, por ley, de toda imagen de privilegio, de toda percepción de corruptibilidad por parte de la ciudadanía. Sea como sea, hay que instaurar una nueva silueta del delegado popular, alguien al que se respete por su idealidad -independientemente de su ideología- y al que se reconozca la grandeza democrática de oponerse a los corruptores. Democracia u oligarquía de los mercados.

La tarea no solo no es fácil sino que roza con lo imposible, especialmente en países como España, particularmente cobardes en el momento de mirarse en el espejo de la historia y hacer autocrítica. Sin grandes traumas judiciales y sin restitución de los bienes robados hemos asistido, con notable apatía, a toda la gama posible de la corrupción. Se ha gritado mucho en las tertulias y se ha sido escasamente eficaz en las instituciones. En la tragicomedia no falta, casi, ninguna pieza. Hemos tenido directores de la Guardia Civil ladrones; presidentes de instituciones musicales, estafadores; capos autonómicos que expoliaban el patrimonio a la vista de todos; y, últimamente, como es sabido ad nauseam, un representante de la Familia Real que se ha dedicado presuntamente a cobrar durante años un impuesto revolucionario (o "monárquico") a quien se le pusiera por delante. Sin embargo, esto no sería nada, casos aislados que representarían el peaje que, a veces, hay que aceptar por la libertad, si no fuera por el clima de sospecha que se ha consolidado y que, en determinados países, entre ellos España, ha colocado a los políticos (democráticos) en lo más alto del listón de las preocupaciones ciudadanas.

Lamentablemente, la sospecha está fundamentada. Los principales partidos que aún rigen el país han albergado y amparado en sus huestes asombrosos casos de corrupción que casi nunca han denunciado con suficiente energía; como no denunciaron durante largos lustros la especulación inmobiliaria y bancaria que abrió las puertas de la catástrofe económica. El ciudadano sospecha con razón cuando ve el destino económico de tantos antiguos representantes del pueblo: bancos, consejos de administración, jubilaciones milagrosas, cátedras nacidas por generación espontánea, cargos fantasmales en fundaciones no menos fantasmales. Y se pregunta: ¿qué servicios se están pagando?, ¿qué informaciones se están cobrando? Incluida la pregunta más delicada: ¿dónde está la frontera que separa a corruptos de corruptores?

Tenemos que responder a esta vieja pregunta que, de algún modo, ya se hizo Pericles. Los tecnócratas o los que sirvieron a la corrupción nunca salvarán la democracia. Únicamente podemos salvarnos a nosotros mismos dando la espalda tanto a corruptos como a corruptores. Si no podemos, para que nos representen, elegir a los mejores -que sería, desde luego, lo conveniente-, elijamos, cuando menos, a los dignos. Y como ya no podemos ser ingenuos debemos dotarnos de leyes implacables que, al ahuyentar a los mercenarios de la política, aseguren tal dignidad.

El País, 22/01/2012

 

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5 de febrero de 2012
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El molesto factor humano

En la primavera pasada oí una conversación en un pub londinense que me ayudó a comprender lo que está ocurriendo en la actualidad mucho más que las herméticas páginas económicas de los periódicos o los confusos discursos de tantos políticos. Era un pub situado en la City, a dos pasos del Támesis, y la animada conversación tenía como protagonistas a tres jóvenes ejecutivos, de no más de 30 años, que consumían cervezas sentados en taburetes improvisadamente colocados en la acera, sin duda con el ánimo de gozar de la calidez inusual de la tarde.

Como hablaban alto era fácil escuchar lo que decían con un tono desenfadado y alegre. Cuando yo presté atención estaba languideciendo el tema de las mujeres, vinculado al inmediato fin de semana, y se introducía la cuestión del fútbol, con dos seguidores del Chelsea y otro del Arsenal. En cualquier caso, los tres jóvenes estaban más interesados por los negocios del fútbol que por el juego propiamente dicho, y el nombre de Román Abramóvich, o el de un eventual comprador del Arsenal que no logré descifrar, eclipsaban a los de los futbolistas.

Luego, sin abandonar el tono festivo, hablaron de cosas serias: del pasado y del presente, dado que el futuro parecía importarles más bien poco, al menos aquel día. Era claro que los tres contertulios se consideraban aspirantes a dueños del mundo y, en consecuencia, trataban al mundo como si fuera el jardín de su casa, con libertad absoluta para arrancar o plantar árboles donde les diera la gana. Era curioso estar al lado de estos propietarios del mundo, disfrutando, como ellos, de las cervezas y el cálido atardecer.

No se necesitaba mucha imaginación para entender que el poder que se otorgaban aquellos hombres no era fruto ni de ejércitos ni de grandes empresas imperiales -algo indispensable para sus abuelos- sino de la audacia, un poco alocada, y de la especulación. Tenían ideas muy claras y las expresaban con gran nitidez discursiva, lo que, con posterioridad, me facilitó la reconstrucción de los argumentos que aquellos tres bebedores de cerveza se habían comunicado, sin demasiadas disensiones y con una gran complicidad.

Para decirlo brevemente mis compañeros de pub aspiraban a una existencia en la que la ley del más fuerte se pudiera desarrollar sin trabas. No obstante, todo se producía pulcramente, civilizadamente. A diferencia de épocas remotas en que era necesario saquear ciudades o masacrar comunidades enteras, en la nuestra, afortunadamente, no debía realizarse un esfuerzo tan colosal. De hecho, en un momento determinado, uno de los tres bebedores se refirió displicentemente a su padre, que había heredado una gran empresa en Manchester y que había malgastado su vida tratando de conservarla y luego, en plena quiebra,

pactando una y otra vez con aquellos obreros a los que, finalmente, debió despedir entre huelgas y malas maneras. Este desgraciado empresario de Manchester, y sus desgraciados trabajadores, eran, en definitiva, los ejemplos de lo que debía evitarse a toda costa.

En sentido contrario, según creí comprender, el verdadero emprendedor de nuestros días es aquel que concibe su negocio sin el lastre de tener una empresa y, ya no digamos, unos trabajadores que quieran contratos y derecho de huelga, y a los que se debe echar entre desagradables malos modos. El emprendedor actual es un ser etéreo y casi invisible que anhela la pureza absoluta del beneficio sin ataduras de ningún tipo: sin una empresa repleta de inútiles trabajadores, sin patria que reclame bondades nacionales, sin religión que apele a inservibles comuniones, sin moral que proclame trasnochados imperativos. A ese negociante que pasea sus ávidos ojos por el planeta le basta con manejar a su antojo el sismógrafo de los beneficios y de las pérdidas. Ni siquiera debe pecar porque no debe darse por enterado de las consecuencias de sus acciones, sean estas el cierre de no sé cuántas fábricas o el desencadenamiento de no sé cuántas guerras.

De dar crédito a lo que oí en el pub de la City, el emprendedor ideal de nuestra época es, casi, un habitante del mundo de las ideas platónico: encarna la idea del beneficio sin límites, del utilitarismo sin concesiones, de la eficacia sin la coacción de una moral, y en especial de aquella rancia moral burguesa en la que los empresarios simulaban estar preocupados por el bien común de las naciones y por el destino de sus trabajadores.

Para aquellos tres alegres bebedores de cerveza, la crudeza, e incluso la gélida belleza, del beneficio puro excluía cualquier atención al factor humano. No debería negarse la posibilidad de que aquellos tres antiguos alumnos de una buena escuela de negocios hubieran coronado la fantasía de suponer que en el mundo de los grandes números los hombres habían acabado siendo una sombra superflua.

Todo eso podría parecer exagerado, las palabras un poco ebrias de tres jóvenes ejecutivos ambiciosos y sin demasiados miramientos, si no fuera porque la molestia que supone el factor humano parece anidar en la mayoría de las declaraciones a las que hemos asistido últimamente. Los hombres, con sus dolores y placeres, han desaparecido de la escena, y en su lugar han aparecido las cifras, acompañadas por un lenguaje esotérico, a menudo incomprensible para los propios que lo utilizan, que siempre tiene como objetivo justificar la sustitución de los seres humanos por los números. Los destinos individuales se desvanecen para dar paso a la eclosión de las magnitudes. Y naturalmente han surgido por todos lados profetas de las magnitudes, tipos que nos informan de lo que es eficiente y útil, y simultáneamente nos amenazan con el advenimiento de catástrofes apocalípticas, causadas siempre, no por la codicia y la especulación, sino por un abuso exagerado del factor humano por parte de individuos que cometieron el error de considerarse individuos en lugar de componentes de una cifra. Que los profetas de las magnitudes -o los catedráticos de Economía- actúen en esta dirección puede formar parte del espectáculo al que nuestra época es tan aficionada; más grave es que los denominados representantes del pueblo se hagan eco de sus profecías.

Y eso es exactamente lo que sucede. No pasa día sin que nuestros políticos, de cualquier ámbito, fustiguen nuestros vicios mientras alaban las virtudes de la eficiencia universal que se encarnan en el todopoderoso y endiosado mercado. Tenemos que arrepentirnos porque estamos al borde del precipicio. Puede ser cierto. Pero los súbditos del mercado que de tanto en tanto aspiramos a ser ciudadanos aún esperamos una explicación democrática de por qué somos o seremos precipitados al abismo.

Es verdad que, como nos aseguran, somos culpables de haber querido vivir demasiado bien, sin que el mundo esté hecho para esos lujos, pero quisiéramos que se nos hablara asimismo de la inmensa codicia, corrupción y torpeza que nos ha llevado adonde estamos. Los que deberían hablar callan porque no están en condiciones de decir la verdad que les hundiría. En este sentido, prefiero a los tres alegres bebedores del pubde Londres porque eran perfectamente sinceros a la hora de proclamar su falta de escrúpulos.

 El País, 17/12/2011

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28 de enero de 2012
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El pincel del futuro

Solemos decir que la realidad supera al arte pero a menudo ocurre lo contrario, y es el arte el que se anticipa a la realidad, sirviéndole de modelo. En pocas ciudades, como en Varsovia, para comprobarlo cuando uno se pasea por el centro histórico y, cada tanto, se encuentra con unos paneles en los que se reproducen pinturas de Canaletto y, cerca de la plaza del Mercado, con una gran vitrina con fotografías de la ciudad tal como quedó tras la II Guerra Mundial, ese esqueleto tumbado en la desolación más absoluta. A pesar de que gran parte de Varsovia no disimula su carácter reciente -mucha arquitectura socialista y alguna, más o menos espectacular, contemporánea- cuesta creer, por lo perfecto de la reconstrucción, que el barrio antiguo sea también completamente nuevo.

Los varsovianos están orgullosos, con razón, de aquella delicada tarea de reconstrucción emprendida poco después de 1945. Se cuentan muchas historias sobre el proceso. La que más sorprende es la más conocida: parece casi increíble el ensañamiento de los ocupantes alemanes tras la insurrección de Varsovia en 1944. Las tropas invasoras no sólo dinamitaron concienzudamente la ciudad, casa a casa, barrio a barrio, sino que procuraron el aniquilamiento infinitamente más poderoso que consiste en erradicar la memoria mediante la destrucción de todos los rastros de una comunidad. En consecuencia se hicieron desaparecer archivos, planos, fotografías y cualquier pista que condujera a la tentación de resucitar la ciudad. Pero la ciudad fue reconstruida, al menos en parte. Y aquí es donde adquiere protagonismo Canaletto, aunque a través de una historia algo sinuosa.

Como la ciudad, también la aventura de Canaletto puede, en parte, reconstruirse, si bien, como se verá, con una acentuada confusión entre arte y realidad. De acuerdo con mis informantes Canaletto, además de ser el magistral autor de las vedute venecianas que se encuentran en tantos museos europeos, vivió 16 años en Varsovia y fue el pintor de la corte en la época del rey Estanislao Augusto Poniatowski, entre 1764 y 1780. Antes había vivido en Dresde, al servicio del también rey de Polonia, y elector de Sajonia, Augusto III. Esto explicaba la importancia del pintor veneciano en el futuro de ambas ciudades, Varsovia y Dresde, que serían aniquiladas a mediados del siglo XX.

Con respecto a Dresde, Canaletto, sin saberlo, dominó el futuro gracias, sobre todo, a una gran pintura, Vista de Dresde desde el banco derecho debajo del puente Augusto,el modelo utilizado después de la guerra para reconstruir este puente de la ciudad, reducida a la nada tras los bombardeos aliados. En cuanto a Varsovia, los paneles esparcidos por el centro de la ciudad, en los que el paseante puede contrastar las pinturas de Canaletto con las iglesias y los palacios reconstruidos, dan fe de la exactitud con que los edificios reflejan las formas propuestas en los cuadros.

Y es precisamente al considerar esta exactitud donde empieza un singular juego de espejos en el que se acechan mutuamente arte y realidad. Según los amigos varsovianos los reconstructores de la ciudad siguieron tan escrupulosamente los cuadros de Canaletto que el producto final, el edificio recuperado, no era tanto el que existía antes de la destrucción de 1944 como el captado por el pintor veneciano en el siglo XVIII. La iglesia de la Santa Cruz y la de los Carmelitas son, por así decirlo, las de hace tres siglos con el aspecto que tenían entonces, y no con el que poseían cuando fueron sometidas a la dinamita. Los puntillosos reconstructores, ampliamente elogiados en todo el mundo por su labor, confiaban tanto en el realismo de Canaletto, del que se decía que utilizaba la mágica cámara oscura para captar todos los detalles de los paisajes retratados, que no pusieron en duda la verdad suprema de los cuadros. Sin embargo, estudios recientes habían llegado a la conclusión de que Canaletto no era tan realista como se pensaba e introducía abundantes modificaciones fantásticas en los edificios que pintaba. El juego de espejos, por tanto, aumentaba su complejidad: lo que se reconstruyó no era, como se sabía ya, el paisaje destruido en 1944, pero tampoco, exactamente, el del siglo XVIII, sino el que la imaginación de Canaletto había plasmado en las telas. El arte tiraba de la realidad de manera que ya podíamos, mis amigos varsovianos y yo, cerrar el círculo.

Pero faltaba la última sorpresa. Le comenté por teléfono a un profesor veneciano que había visto magníficos canalettos en Varsovia, encarnados en edificios y que nada tenían que ver con Venecia. Se extrañó aunque luego reconoció que no era, para nada, experto en Canaletto y, en consecuencia, ignoraba la vida del pintor. Le envié fotos de los cuadros varsovianos, y él contestó con desdén típicamente veneciano: "Desde luego, Canaletto se esmeró más cuando pintaba Venecia". Me fastidió la respuesta aunque sembró dudas en mí. Repasé vedute venecianas de Canaletto y, al compararlas con las varsovianas, advertí que había algo muy igual pero también algo muy distinto. Hice averiguaciones. La solución fue fácil cuando estuve dispuesto a abandonar los encantamientos de un viaje y acudir a las fuentes rigurosas. Según la Enciclopedia Británica Bernardo Bellotto fue un pintor sobrino de Giovanni Antonio Canal, Canaletto, que usó fraudulentamente el apodo de su tío para aprovechar la enorme fama que éste había adquirido en Europa. Bellotto, que consiguió que muchas veces lo confundieran con el verdadero Canaletto, pintó en diversas ciudades europeas, entre ellas Dresde y Varsovia.

Yo también me había confundido. Pero eso no disminuía mi admiración por el falso Canaletto que, sin saberlo, había impregnado el futuro de dos ciudades en su pincel.

El País, 11/12/2010

 

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21 de enero de 2012
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La tumba de la poesía

Conocí hace un tiempo a un hombre que no leía poesía pero tenía una extraña predilección por las tumbas de los poetas. Era un buen viajero, y antes de cada uno de sus viajes se documentaba concienzudamente sobre los cementerios de las ciudades que visitaba, a la búsqueda de lugares donde reposaran los restos de algún poeta.

Al llegar a su destino siempre encontraba alguna hora para visitar la tumba decidida de antemano, sin importarle mucho si el poeta en cuestión era una gloria universal o un modesto talento local, ni si estaba sepultado en un suntuoso panteón o en un humilde nicho. Permanecía largo rato ante la lápida elegida y ese hombre, mal lector de poesía, tenía la sensación de que oía versos primorosamente recitados en las más distintas lenguas y, aunque no entendía las palabras, sí creía comprender el espíritu de los murmullos que llegaban a sus oídos. Estaba convencido de que todos esos versos aparentemente incomprensibles que llegaban a él en los distintos camposantos eran fragmentos de un único poema, cuyo espíritu sólo lograría captar si, de tumba en tumba, conseguía juntar las múltiples piezas del rompecabezas. Deduje, de sus explicaciones, que cada poeta particular no significaba nada para él, y que lo realmente importante era la poesía en su conjunto, no tal como la reflejaban los libros sino como la resguardaban las tumbas de los que habían escrito estos libros. Este hombre extravagante, que no leía jamás poemas, creía conocer, así, la esencia de la poesía.

Hace unos meses, en Peredelkino, me acordé de él. Peredelkino es una población dispersa compuesta por pequeñas dachas inmersas en bosques de robles. En ella vivieron muchos escritores que la describieron como un paisaje idílico. En la actualidad, cuando uno se aparta de la recia protección de los robles, surgen, amenazantes, los gigantescos bloques de viviendas con los que Moscú coloniza los campos circundantes. A medida que han muerto los antiguos habitantes de las dachas, o simplemente han sido desalojados, los nuevos ricos se convierten en moradores de lo que acabará siendo un barrio residencial de la metrópoli.

El dinero fácil ha hecho que se multipliquen los detalles de mal gusto y, en muchos casos, la anterior austeridad de las casas ha sido sustituida por esa ostentación en forma de partenones y cúpulas acebolladas con los que se deleitan los poderosos en Rusia. La perla del lugar es una imitación a gran escala del San Basilio moscovita que, según me contaron, se está construyendo para el solaz del patriarca metropolitano, quien, de este modo, ha trasladado parte de la plaza Roja al bucólico pueblo de antaño.

Sin embargo, pese a la invasión, Peredelkino sigue poseyendo la atmósfera singular de los escenarios en los que han sido creadas grandes obras del espíritu. Transformada ahora en pequeño museo, está la casa en la que Boris Pasternak vivió los últimos años de su vida y en la que escribió El doctor Zhivago. Muchos de los paisajes de esta novela están inspirados en los alrededores de Peredelkino.

La vida de Pasternak está unida a esta población, y también su muerte, pues está enterrado en su cementerio, una húmeda colina cruzada por caminos serpenteantes. Un sobrio monolito con la cabeza del poeta esculpida en bajorrelieve, advierte de la presencia de su tumba. Frente al monolito, a unos pocos metros, hay un banco de madera y, entre ambos límites, la frondosa vegetación no oculta el jarrón de flores que una admiradora del poeta depositó en el suelo, justo antes de mi llegada.

Me senté en el banco mirando, alternativamente, el jarrón de flores blancas y la cabeza -"caballuna", como él decía- de Pasternak. Traté de recordar algunos de sus versos pues en otra época me sabía poemas de memoria. Pero no recordé ninguno. Tenía la sensación de que los oía, e incluso de que los comprendía, sin que ningún verso acudiera a mi cabeza con mediana claridad. Era una experiencia sumamente agradable, por más que al principio me incomodara mi torpeza para recuperar los poemas de Pasternak. De hecho me di cuenta de que no estaba en condiciones de recordar ningún verso de ningún poeta. Entonces, inevitablemente, resurgió en mi mente la figura del aquel curioso visitador de tumbas que había conocido años atrás: quizá me ocurría, como a él, que los poetas ya carecían de importancia porque la poesía no podía ser captada en ningún otro idioma que no fuera el que recoge el roce del viento con los pensamientos sellados en las tumbas. O sencillamente me había vuelto amnésico, felizmente amnésico, porque hubiera continuado horas y horas sentado en aquel banco de madera en el que creía oír lo inaudible.

Habría querido contar esta experiencia a nuestra anfitriona de Peredelkino pero ella nos contó una historia que no me dejó muchas opciones. Durante años, según dijo, en aquel banco de madera frente a la lápida, que tanto me había cautivado, fueron instalados, por parte de la policía secreta, micrófonos ocultos para grabar todo lo que comentaran los ciudadanos que iban a honrar la sepultura de Pasternak. Se trataba de averiguar qué conspiraciones se escondían bajo la supuestamente frágil coraza de los versos. Boris Pasternak, calumniado en vida, fue perseguido también tras su muerte mediante la persecución de sus seguidores. Los micrófonos grababan lo que serían, luego, acusaciones. Una historia grotesca y atroz.

Sin embargo, lo que con toda seguridad no pudo grabar la policía secreta fueron los murmullos que oía el visitador de tumbas, y que yo creí oír aquella tarde. Afortunadamente ninguna policía del mundo puede sospechar que exista algo semejante.

 El País, 13/11/2011

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23 de noviembre de 2011
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Apología desesperanzada de Europa

Junto con la cortedad de miras de los dirigentes políticos, uno de los aspectos más deprimentes de los últimos desastres europeos es la indiferencia con que los ciudadanos contemplan los acontecimientos. Naturalmente, se muestran preocupados ante los reveses económicos y sociales que pueden afectarles, pero no hay indicios de que Europa sea, para los europeos, algo más que una moneda que ha entrado en zona de zozobra. De ahí que, cuando las alarmas se han disparado definitivamente, algunas gentes se hayan preguntado por lo que significaría la desaparición del euro y, sin embargo, nadie parezca preocupado por las consecuencias civilizatorias del fin del sueño europeo, la verdadera catástrofe a la que, de no remediarlo, nos vemos abocados.

El síndrome del barco inmediatamente antes del naufragio domina ya los gestos, de modo que, empujados por el miedo, retornan los nacionalismos más feroces, sea por parte de los países que se consideran engañados, sea por la de los que se sienten despreciados y ofendidos. Cuanto más amarilla es la prensa que se hace eco del descontento, mayores son las acusaciones, y lo peor es que los ciudadanos, contagiados o por propia iniciativa, ya empiezan a lanzarse los dardos unos contra otros. El buque roza el remolino con una tripulación inepta y un pasaje enrabietado y apático.

Posiblemente la causa última de la deriva actual es la propia pobreza de la perspectiva espiritual que ha rodeado la construcción europea en la segunda mitad del siglo XX. Es cierto que se produjeron buenos éxitos en el proceso, como la supresión de las fronteras o la aceptación de una moneda común, pasos capitales para avanzar en la promesa de la unión, pero en todo momento faltó la audacia y creatividad necesarias para dibujar un escenario verdaderamente ilusionante. Si desde una óptica económica Europa consiguió una nueva prosperidad tras la II Guerra Mundial, culturalmente continuó siendo una potencia derrotada que perdía, década tras década, su pasada hegemonía. Max Ernst pintó maravillosamente bien la derrota europea en Europa después de la lluvia. Con los años, Europa se recobró en lo material pero no en lo espiritual, de modo que el desolado paisaje pintado por Ernst adquirió un nuevo simbolismo en la media centuria de

guerra fría y dominio americano, durante la que los europeos se sumieron en una paulatina aculturalización que les ha hecho perder casi toda seña de identidad.

La construcción europea apeló más al estómago que a la conciencia. Es verdad que en los primeros lustros hubo todavía estadistas de primera categoría. No obstante, cuando estos empezaron a escasear, se hizo evidente la fragilidad civilizatoria del proyecto europeo. Los avances en la comunicación y en el intercambio mercantil no supusieron un reforzamiento decisivo de la idea futura de Europa: los europeos empezaron a viajar de una punta a otra del continente, a comprar productos de todas las regiones, e incluso a traspasar estudiantes entre las más alejadas universidades, pero, paradójicamente, este dinamismo no apuntaló una arquitectura sólida que alojara un sentimiento común. Los europeos éramos llamados europeos en América o en Asia, pero en Europa seguíamos sin sentirnos europeos pese al mastodóntico despliegue de las instituciones de Bruselas y Estrasburgo. Nuestro pasado era común y, sin embargo, nuestro presente era brumoso y nuestro futuro, incierto.

El desafío sobresaliente que reveló este fracaso fue la aprobación de la Constitución Europea, documento que, en principio, debía sancionar el tercer nacimiento de Europa -tras los imperios romano y carolingio- y que, en la práctica, se transformó en el enésimo testimonio de una rutina burocrática que no implicaba para nada el entusiasmo de los europeos. La Constitución Europea fue, finalmente, un texto aséptico que en modo alguno recogía la herencia espiritual y moral del continente, y que no tenía ninguna posibilidad de suscitar una adhesión activa de los ciudadanos que, en gran parte, ni siquiera saben que existe un documento de este tipo. Al contrario, la fantasmagoría de esa Constitución fue el recuerdo multiplicado del páramo civilizatorio en que se había sumido Europa y el anuncio de que la fragilidad del edificio soportaría mal una sacudida como lo que ahora denominamos crisis. En consecuencia, cuando la sacudida se ha producido, los europeos, despavoridos ante lo que sucedía en su bolsillo, no solo se han olvidado de esa europeidad que nunca llegaron a tener sinceramente, sino que acusan con amargura a la madre Europa de todos sus males.

Y no obstante, el hundimiento del proyecto europeo sería lo peor que le podría pasar al mundo, al menos desde el punto de vista de la libertad. Europa todavía está a tiempo de explicar el porqué, y sobre todo de explicárselo a sí misma. Como ciudadano europeo me hubiera gustado que, en un radical ejercicio de autocrítica, la Carta Magna europea hubiera recogido nuestro pasado colonialista y expoliador. Era un buen momento para aceptar ante el mundo que durante siglos Europa había saqueado a los otros continentes. Y asimismo era un buen momento para recordar al mundo la aportación humanista e ilustrada, genuinamente europeas, a la libertad individual y a la democracia colectiva.

Era un buen momento y lo sigue siendo. En medio del torbellino de la llamada "crisis universal", llena de opacidades y equívocos, el único camino posible por parte de Europa es desplazar la centralidad del omnipresente mercado -protagonista espectral, pero absoluto- para devolver el eje de gravedad a la democracia. En esta operación, fundamentalmente cultural, Europa todavía podría ser fuerte y recuperar parte del amor propio desvanecido. Por contra, la definitiva disolución del proyecto europeo dejaría vía libre a opciones totalitarias que gozan de un prestigio, históricamente inesperado, como eficaces antídotos frente a la crisis. Para Putin, para el Partido Comunista Chino o para los jeques árabes la libertad es un estorbo para la buena salud del mercado. No hay duda de que un presupuesto de este tipo conduce directamente a la barbarie.

Y esta precisamente no debe ser la apuesta de Europa, si quiere ser fiel a lo mejor de sí misma. Como patria histórica de la democracia, su vitalidad depende de su predisposición a proponer la libertad como la medida que siempre debe prevalecer sobre las demás reglas del juego, en especial las leyes que quiere imponer el gran Moloch de la especulación a todos los ciudadanos del mundo, incluidos, por supuesto, los adormilados, pusilánimes y egoístas europeos.

 

El País, 12/11/2011 

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12 de noviembre de 2011
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El aeródromo de la constancia

Serie de "Islas invisibles", Frederic AmatEl 7 de septiembre de 2010 un Tupolev 154, con 81 pasajeros a bordo, que cubría la ruta regular entre Yakutia, en Siberia oriental, y Moscú sufrió un colapso total de sus mecanismos eléctricos. El avión sobrevolaba la República de Komi, cerca del círculo polar. Tras los primeros fallos, y antes del apagón completo, los pilotos recabaron información a la torre de control sobre la posible existencia de algún aeropuerto cercano donde realizar un aterrizaje de emergencia. Les informaron de que no había ninguno. Solo se tenía conocimiento de un viejo aeródromo abandonado hacía más de 30 años, y que en su momento había servido para dar cobertura a una expedición de geólogos. Era una pista pequeña, de unos 1.000 metros, la mitad de lo necesario a un aparato de las características del Tupolev 154. Probablemente era inservible.

Pero no había otra alternativa. Los pilotos, tras descender a 3.000 metros de altitud, se encaminaron hacia las coordenadas indicadas, en plena taiga del Gran Norte. Durante varios minutos no divisaron nada en la espesura de colores casi otoñales. Debido a la avería las operaciones eran manuales, de manera que cualquier error implicaba la pérdida de toda opción. Después de un largo y angustioso intervalo divisaron un minúsculo rectángulo en el seno de la taiga. Era el viejo aeródromo. La primera impresión fue muy negativa pues, en efecto, aquella explanada parecía terriblemente pequeña como para tener alguna garantía en el aterrizaje. Pero, de pronto, los dos pilotos tuvieron al unísono la misma pincelada de esperanza: aquel rectángulo estaba curiosamente bien recortado en medio de la vegetación. Era sorprendente que la taiga no se hubiera tragado el aeródromo tras 30 años de abandono humano. Aunque la extraña pulcritud de la pista no aseguraba, ni de lejos, el éxito, sí, al menos, invitaba a la tentativa. En cualquier caso, las cartas estaban echadas.

El Tupolev empezó a dar vueltas alrededor del rectángulo, y a cada vuelta descendía un par de centenares de metros. Era una danza extravagante, no exenta de majestuosidad, a través de la cual los pilotos trataban de averiguar el flanco más aconsejable para lanzar el aparato hacia tierra. Decidido el lugar y la orientación llegó el delicado momento de informar al pasaje. No es que los pasajeros fueran ajenos a lo que sucedía pero, hasta entonces, junto a la noticia de la avería se había prometido un aeropuerto en condiciones para realizar el aterrizaje de emergencia. Ahora había llegado el momento de decir la verdad: no era un fiable aeropuerto, sino un pobre aeródromo olvidado el que tenía que recibirles para acoger la prueba más dramática. Como los dos pilotos estaban enteramente concentrados en las maniobras fue una azafata la que explicó la situación a los pasajeros. Nadie replicó. Un silencio abrumador se apoderó de una atmósfera que había estado cargada de susurros y de algún llanto. Con poco tiempo a su disposición, la azafata solo dio dos consejos: uno concerniente a la posición del cuerpo para paliar el choque que supondría el brusco frenado, y el otro dirigido a asegurar la rapidez de evacuación. La azafata que había dado la información y sus compañeros de tripulación se quedaron junto al pasaje. Los pilotos descendieron a menos de 50 metros. Las cartas estaban echadas.

Todo fue muy rápido e infinitamente lento. El aparato saltó varias veces sobre el rectángulo, con violentas sacudidas debido a la acción de los frenos. En cualquier momento se podía producir un giro catastrófico. Y sin embargo, el firme del aeródromo, milagrosamente bien conservado, actuó como un colchón que amortiguaba el golpe. A media carrera por la pista los pilotos ya sabían que conseguirían frenar el avión lo suficiente como para llegar muy lentamente a la emboscada de árboles que aguardaba en el límite de la pista. Y en efecto así sucedió: el Tupolev metió su cabeza en la arboleda como un pájaro que alcanza el nido tras su vuelo laborioso. Quedó detenido, con las alas reposando en las copas verdes y amarillas de los árboles del Gran Norte. La evacuación fue veloz y precisa, de modo que se salvaron los 81 pasajeros, además de la tripulación. Cuando ya se habían alejado del aparato, agrupados en el centro del rectángulo, todos, al expresar la alegría por la salvación, manifestaron su extrañeza por el perfecto estado de la pista de un aeródromo perdido de la mano de Dios.

Y entonces ocurrió algo insólito. Desde el margen contrario apareció un anciano que caminaba muy lentamente. Cuando se acercó al grupo de supervivientes advirtieron que llevaba en su mano derecha un barrilito de vodka y que cantaba con gozo indisimulado. Pronto les contó el secreto: tras la marcha de los geólogos y durante 30 años él continuó preservando el aeródromo, tal como le habían encargado. No hubo día en que no limpiara la pista, incluso durante el crudo invierno. A menudo, soñaba que algún avión necesitaría el aeródromo en un aterrizaje de emergencia. El sueño se había cumplido y el vodka era para celebrarlo.

El País, 09/10/2011 

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10 de octubre de 2011
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La verdad de los mentirosos

Lo que sea la verdad es algo bien difícil de dilucidar. No solo los filósofos se han aplicado durante siglos a tratar de averiguarlo sino que, de creer al Evangelio de San Juan, Poncio Pilatos hubiera debido pasar a la historia, no tanto por lavarse las manos ante la sentencia de muerte a un inocente, sino porque, en un acto de desesperación escéptica, le espetó a Cristo: ¿qué es la verdad? Quid est veritas? Una pregunta con una respuesta difícil, quizá la más difícil de todas las que podemos plantearnos. Y, sin embargo, en los últimos tiempos estamos cansados de escuchar a personajes públicos que, ante cualquier dificultad, responden machaconamente: "Nos limitamos a decir la verdad". Y también los derivados más crudos de esta afirmación: "Es lo que hay" o "así es la realidad".

No pasa día en que alguna de estas tres frases -y a menudo las tres- sea pronunciada por consejeros, alcaldes, presidentes autonómicos, ministros y jefes de Gobierno. A partir de ahí el dominio de lo que es la verdad, presentada asimismo como revelación de lo que era la mentira, justifica cualquier acción, pues el responsable público, amparado por lo inevitable de la situación, acaba presentándose, ya no como un servidor sino como un salvador de la comunidad o, para los que prefieren una mayor grandilocuencia, como salvador de la patria. Una de las más grotescas paradojas de la situación actual es que la "verdad sobre lo que hay" (arcas vacías, deudas insostenibles) sea el argumento para agredir los dos territorios más sensibles de la sociedad, la educación y la salud.

El embuste implícito a esta verdad con que ahora se nos abruma está originado, cuando menos, en dos fuentes: quiénes son los albaceas de aquella supuesta verdad y cómo se forjó la mentira de la que ahora quieren liberarnos. No obstante, ambas fuentes confluyen en el hecho de que quienes ahora dicen revelarnos la verdad son los mismos que estaban en condiciones, durante años, de desentrañar la mentira. Me cuesta encontrar un solo responsable político actual de envergadura que no haya estado comprometido con aquella ocultación, ni en el partido del Gobierno ni en los principales de la oposición. Esta complicidad en la mentira o, si se quiere, en el mantenimiento de una opacidad culpable, es la que ha creado un clima moralmente inquietante, en el cual no solo hemos contemplado la corrupción de políticos sino de amplias capas de la ciudadanía, que han premiado la corrupción con vergonzosos respaldos electorales. En las próximas elecciones la mayoría de los candidatos están atrapados en aquella complicidad pues, a pesar de los desastres económicos de los que venimos hablando desde hace unos tres años -pero no antes, el detalle es importante-, no se ha producido autocrítica real ni catarsis colectiva. Es fácil tener la verdad hoy; lo auténticamente difícil era denunciar la mentira ayer.

Y no denunciaron la mentira. Este verano, y como noticia de un par de días y sin seguimiento, apareció la información de que España no estaba en condiciones de pagar lo que había adquirido en material militar en los últimos 15 años, primero con Aznar y luego con Zapatero: creo recordar que eran unos 30.000 millones de euros, los suficientes quizá, de no haber sido gastados, para que ahora no hubiera que recortar el presupuesto de educación. De acuerdo con la información, lo peor y lo más frívolo es que no estaba claro en absoluto el destino de estos productos más bien siniestros por los que habíamos contraído una deuda tan abultada. No recuerdo ninguna explicación de Zapatero o Rubalcaba, de Aznar o de Rajoy. Ni las recuerdo ni las espero porque forman parte de la omertà en la ocultación de la mentira por parte de los que en la próxima campaña electoral se nos presentarán como fervientes amantes de la verdad. Y, sin embargo, por ese lado hubiéramos podido salvar nuestros presupuestos educativos.

Y acaso también podrían salvarse los presupuestos sanitarios si el Estado español presentara una demanda masiva contra la banca por negligencia, como ha hecho Estados Unidos. La Agencia Federal de la Vivienda espera una indemnización multimillonaria tras su demanda contra Bank of America, JP Morgan Chase, Deutsche Bank, HSBC, Barclays y Citigroup, entre otros. Acusación: vender hipotecas de baja calidad y faltar a la obligación de comprobar la excelencia de los activos. ¿Les suena? Durante años y años asistimos al esperpéntico espectáculo de la especulación inmobiliaria, sin apenas denuncias por parte de los grandes partidos. Tuvo que ser una diputada danesa del Parlamento Europeo la que, a instancias de Greenpeace y otros grupos similares, denunciara el caso con la resistencia activa de la mayoría de los diputados españoles. También aquí funcionó la ley del silencio, a la que lamentablemente se sumaron muchos grupos de comunicación. Eran los días en que los tentadores ofrecían créditos e hipotecas de alcance casi celestial y los tentados aprendían a vivir como aspirantes anouveaux riches en medio de un simulacro general. Primero, se educó para la estafa, y cuando la estafa ya era demasiado evidente, en lugar de castigar a los estafadores se marchó a su rescate con dinero público. Si los que ahora se presentan a las elecciones se atrevieran a pedir cuentas a los saqueadores, como intenta hacerse por parte de algunos en Estados Unidos, tal vez no sería necesario recortar en sanidad, pues la devolución del dinero del saqueo cubriría muchos déficits. Pero ninguno de los que puede ganar lleva en el programa la exigencia de la restitución. En consecuencia, nadie devolverá el dinero robado, ni los delincuentes confesos, de Roldán a Millet, ni aquellos banqueros corruptos que nunca serán declarados delincuentes.

En esta tesitura es de una hipocresía inaguantable que tantos responsables públicos, alentados muchas veces, como corifeos, por economistas sin escrúpulos, aleguen que se limitan a expresar "la verdad" que exige sacrificios, nada menos que en educación y sanidad, los fundamentos, precisamente, de una sociedad justa. Los mismos, exactamente los mismos, que cerraron los ojos y las bocas cuando la mentira crecía sin cesar.    
 
El País, 21/09/2011 
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25 de septiembre de 2011
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El tablero de la parca

Sabemos poco de la muerte: no de las mil maneras de morir, sino de la muerte. Y, sin embargo, entre las pocas cosas que conocemos por relatos y pinturas de muy diversas tradiciones es que la parca tiene dos aficiones, la danza y el ajedrez, a las que difícilmente está dispuesta a renunciar. De su pasión por el ajedrez hay múltiples testimonios en las antiguas leyendas. La muerte se entretiene jugando con algunas de sus víctimas, especialmente relevantes o esquivas, aunque las fuentes discrepan en variados aspectos. Para ciertos informadores el tablero que utiliza para su juego es muy singular, en ocasiones invisible, en ocasiones gigantesco como un valle; otros, en cambio, defienden que el tablero es común, el mismo que podría utilizar cualquier amante del ajedrez. También hay discrepancias sobre el color de las piezas con que juega la parca e, incluso, de los cuadrados del tablero utilizado. Para muchos es indiscutible que la muerte siempre se las arregla para que le toquen las negras al inicio de la partida, en el momento del sorteo, un aspecto que a mí me parece poco decisivo. Por el contrario, la polémica sobre los colores de los cuadrados es más relevante, pues algunos expertos sostienen que lo que realmente distingue al tablero de la parca es que, en lugar de ser blanquinegro, es rojinegro, exactamente igual a la mesa-tablero construida por Rodchenko.

En cuanto al gusto por la danza de la muerte, hay pocas dudas, tanto en el presente, sobre todo cuando uno viaja a India o México, como en el pasado de cualquier cultura. Es bien conocida la inclinación de los pintores europeos del final de la Edad Media y el inicio del Renacimiento por reflejar en sus frescos los bailes macabros presididos por la Parca. De hecho, toda Europa está salpicada por iglesias de esta época que recogen en sus muros el frenesí bailarín de la muerte, encantada de igualar a los que, en vida, bailaban de manera tan desigual. Lo encontramos en las imágenes refinadas de los templos de Sicilia y también en las más toscas, pero no menos impactantes, de los que bordean el mar del Norte.

Una de estas últimas es la que nos muestra Ingmar Bergman en El séptimo sello, la única película, que yo sepa, en la que se recogen las dos grandes aficiones de la parca. En la atmósfera lúgubre de un país devastado por la peste y en medio del peor fanatismo religioso, la jugadora de ajedrez par excéllence encuentra el ambiente propicio para desarrollar su tremenda partida con el caballero que ha perdido la guerra y la fe en las Cruzadas. De acuerdo con la mejor tradición, Bergman hace que, en el sorteo, corresponda a la muerte jugar con las negras. Pese a que en esta partida no hay escapatoria, como en ninguna de las que juega la formidable ajedrecista, el caballero, en un desesperado movimiento final, logra reconciliarse con la vida antes de ser vencido definitivamente. Y en la penúltima secuencia de la película, satisfecha tras su victoria en el juego, la parca da inicio a su majestuosa danza, esa que, dicen, a todos nos pone en nuestro lugar.

No recuerdo otra obra -tampoco literaria- que exponga tan claramente esas dos pasiones de la muerte. Pero, a este respecto, una vez fui testigo de una coincidencia perturbadora. Había visitado la iglesia de Hrastovlje, en Eslovenia, en la que precisamente se halla una de las danzas macabras más bellas de Europa. Su autor, el pintor de Istria Johannes de Castuo, había pintado a finales del siglo XV un ejemplo de aquellas magníficas biblia pauperum a través de las cuales se intentaba hacer llegar a los pobres y analfabetos los relatos bíblicos. Pese a la escasa iluminación se pueden contemplar en la iglesita eslovena unos admirables frescos en los que está representado el Génesis, la Anunciación, la Adoración de los Magos y la Pasión de Cristo. No obstante, el más sobresaliente de todos es una Danza Macabra en que la parca, sonriente -al borde de la carcajada casi- se multiplica para coger de la mano, en estricto orden, al Papa, a los reyes, a los obispos, a los nobles y a los pobres ciudadanos en general. Una gran obra de arte, con los motivos comunes a todos los bailes de la muerte diseminados por Europa. Lo único singular, y esa fue la coincidencia perturbadora, es que a la salida de la iglesia de Hrastovlje, sobre un bancal, aparentemente abandonado por alguien, había un tablero de ajedrez. El hallazgo me inquietó. Es verdad que no era rojinegro, ni había piezas de ningún tipo, pero la sola visión de aquel cuadrado de cuadrados, cerca del fresco que acababa de contemplar no me resultó tranquilizadora.

Durante días esa afición por el ajedrez y el baile de la parca me estuvo rondando por la cabeza. Por suerte, un par de semanas después me encontraba, como espectador, anteLa Danza, la maravilla, pintada por Henri Matisse en 1910, ahora en el Ermitage. Y la furia vital de aquel baile logró que se disipara el recuerdo del otro. Al menos por algún tiempo.

El País, 11/09/2011

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18 de septiembre de 2011
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Europa cobarde, Europa libre

El lado oscuro de Europa lo conocemos bien: durante cinco siglos -hasta el pasado- nuestro continente colonizó y saqueó el resto del mundo. En América los europeos acabaron con poblaciones enteras y civilizaciones imponentes, y en el África de hoy todavía son bien visibles las fronteras del expolio, con ese mapa geométrico trazado en las cancillerías europeas para repartir el botín y que, al no respetar las tradiciones e identidades locales, ha sido después, tras las independencias de esos países, motivo continuo de conflictos sangrientos. Tampoco Asia se libró, por supuesto, de la furia depredadora e imperial europea, que durante mucho tiempo consideró a antiguas civilizaciones del calibre de la china o la india como productos primitivos y exóticos. Con razón, ese lado oscuro ha sido estudiado minuciosamente por los historiadores, porque durante cinco siglos la globalización dirigida por Europa, casi siempre con violencia, preparó el escenario del mundo que ahora contemplamos. Los no europeos nos recuerdan a menudo nuestro lado oscuro, para reprocharnos el pillaje sufrido o simplemente para justificar situaciones actuales, y muchos europeos también nos lo recordamos de tanto en tanto, bien por sinceridad, bien para gozar de una buena conciencia.

Lo que no es nada evidente es que unos y otros nos acordemos, aunque sea levemente, del lado luminoso de Europa. Es posible que los no europeos se muestren insensibles a cualquier indicio de esta luz, sea porque la desconozcan o desprecien, sea porque la "rica" y "tecnológica Europa" interesa por otra cosa, como tierra de migración, y no por sus supuestos valores morales y espirituales (es difícil aceptar la moralidad y la espiritualidad de la cultura que te ha oprimido).

Más extraordinario es que los propios europeos no parezcan ya en condiciones de reconocer, con cierta convicción y consecuencia, el lado luminoso que también alimenta su herencia. Dicho brutalmente: una Europa cobarde y acomodaticia se ve incapaz de defender su patrimonio espiritual, al que sistemáticamente camufla u oculta con el ánimo de preservar privilegios económicos que hagan más llevadero el implacable declive. Como si estuviera vencida de antemano, Europa disimula su mejor legado para conservar, triste y groseramente, prebendas para las que intuye que hay una fecha de caducidad.

Durante muchos años he denunciado -y sigo denunciando- las tropelías históricas de Europa, pero desde hace tiempo encuentro necesario recuperar un sentimiento de autoestima fundamentado en lo que vengo llamando, aquí, el lado luminoso.Curiosamente esta necesidad se me hizo más patente a grandistancia de las fronteras europeas, en Benarés, durante las muy estimulantes conversaciones con el pensador indio Vidya Nivas Mishra acerca de las afinidades y distancias entre las mentalidades europea e india, que culminaron en un libro conjunto.

Aunque soy un gran admirador de la tradición hindú y Mishra -fallecido poco después en un accidente de automóvil- era un hombre en extremo convincente, pronto me di cuenta de que estábamos situados en miradores radicalmente diferentes. Mientras en mis palabras aludía siempre al "yo" -un "yo" bastante desamparado, por cierto, falto de cobertura religiosa o ideológica, al menos en mi caso-, Mishra siempre se refería a "nosotros", pero no a un "nosotros" puramente actual, sino a una entidad colectiva que se remontaba cuatro milenios atrás. (Los mismos, elocuentemente, de existencia de Benarés, junto con Damasco la ciudad más antigua continuamente habitada). Esta circunstancia, pensé entonces, a lo largo de nuestras charlas, otorgaba una imbatible superioridad al punto de vista de Mishra sobre el mío.

Ese hombre, me dije, habla con la enorme seguridad de saberse acompañado por millones de compatriotas cohesionados por el flujo continuo de miles de años, en tanto que yo -¡otra vez el solitario yo!- tenía que presentarme como representante exclusivo de mí mismo y, cuando aludía al pasado, tenía que hablar de un río, el de la civilización europea, constantemente interrumpido por diques y cambios abruptos de cauce. Mi posición en el diálogo era claramente desfavorable pues, frente a la fortaleza de la continuidad que dibujaba mi interlocutor, yo, como europeo, no podía dejar de mencionar nuestros constantes virajes y revoluciones, de la antigüedad clásica al medievo cristiano, del renacimiento a la ilustración y a la modernidad. Europa se había negado y reinventado constantemente de manera revolucionaria hasta el punto que, en nosotros, tradición y revolución se requerían mutuamente y eran, casi, una misma cosa.

En Benarés, tan lejos de Europa, me di cuenta de que este era, precisamente, el rasgo esencial del pensamiento europeo y que, si bien era cierto que a lo largo de la historia habíamos ejercido como invasores y expoliadores implacables, no era menos cierto que habíamos conseguido desarrollar un "instinto" para la crítica y la autocrítica del que carecían, por lo que yo sabía -aunque, desde luego, podía equivocarme- las otras regiones del mundo. En el último día de nuestras conversaciones traté de explicarle esta singularidad europea a Vidya Nivas Mishra aludiendo al destino de Antígona y al hecho de que, en la tragedia de Sófocles, se daba carta de naturaleza a la libertad individual como el motor de la condición humana. Le añadí que, con este presupuesto, era imposible que el pensamiento no fuera el escenario de la crítica y la autocrítica, y que la historia no fuera sino una sucesión de revoluciones, de sacudidas ansiosas de libertad, que obligadamente me dejaban a mí en soledad frente a sus milenios de comunidad espiritual. Pero no estoy seguro de que me comprendiera pese a su permanente sonrisa afable e inteligente.

Y creo, en efecto, que este es nuestro lado luminoso, el haz de libertad que brilla en medio de la oscuridad a la que, con tanto afán sangriento y codicioso, hemos contribuido. Hemos destruido mucho pero, en la estela de Antígona, hemos apostado con frecuencia por la libertad de conciencia, incluso contra la omnipresente "razón de Estado" (confundida, en ocasiones, con la "razón de Dios") en la que encuentran cobijo tantas tradiciones del mundo que nos rodea.

Esta es la gran lección del humanismo europeo, antiguo y moderno, lección que los europeos actuales, sumidos en la molicie mental y refugiados en una concepción gélida y burocrática de Europa, se empeñan en olvidar. La vergonzosa actitud de la comunidad europea ante los recientes acontecimientos en los países del norte de África -todos ellos antiguas colonias europeas- no son sino la lóbrega coronación de un silencio culpable que se repite ante cada hecho que incomoda la seguridad senil y avariciosa de un continente que omite cualquier construcción moral ante la vigilancia de los "mercados". Europa calla ante cualquier atropello de los derechos individuales -proceda este de reyezuelos, como los de Túnez o Uzbekistán, o de emperadores, como en el caso chino-, siempre temerosa de que cualquier gesto le suponga la definitiva retirada de prebendas que -y esto aumenta el miedo- consideran ya medio perdidas bajo la espada de Damocles de la decadencia.

Y este es, sin duda, el camino peor porque, afortunadamente obsoleta su función saqueadora, la única auténtica riqueza de futuro que le queda a Europa es Antígona. Quiero decir: la reivindicación de la libertad individual de conciencia, el derecho a la crítica, la necesidad de la autocrítica. Esta, la razón del individuo, es el bien único, espléndido, que todavía podemos exportar y que aún puede ganarnos un respeto en el mundo. Acobardados y sumisos ante la razón de Estado solo nos queda prepararnos para ser unos obedientes y eficaces esclavos.

El País, 16/02/2011

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20 de febrero de 2011
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La biblioteca que escapó del fuego

 Como estamos mucho más habituados a las imágenes de libros en las hogueras, resulta difícil de imaginar el proceso contrario: la salvación de una gran biblioteca del acecho de las llamas. La de Alejandría fue incendiada varias veces, y tenemos abundantes noticias sobre quema de libros en cualquier época sometida al fanatismo, hasta el pasado más reciente. Por eso llama la atención lo ocurrido con la Biblioteca Warburg. Curiosamente, todo fue muy rápido, pese a que las negociaciones secretas entre los alemanes y británicos implicados en el plan de salvación de la biblioteca fueron largas y laboriosas. A principios de 1933, Hitler alcanzó el poder, y a finales de ese mismo año los volúmenes que Aby Warburg había reunido en el transcurso de cuatro décadas ya se encontraban en su nueva morada londinense. Los acontecimientos se precipitaron, sometidos al vértigo sin precedentes de un periodo que culminaría en el mayor desastre de la historia. Los continuadores de la obra de Aby Warburg -pues este había fallecido un lustro antes- pronto advierten que será imposible proseguir con su labor bajo la vigilancia nazi. En consecuencia, empiezan los contactos destinados al traslado. Primero se piensa en la Universidad de Leiden, en los Países Bajos, donde escasean los fondos para el futuro mantenimiento. Después, en Italia, el lugar más adecuado de acuerdo con el contenido de la biblioteca, pero el menos fiable tras el largo Gobierno de Mussolini. Finalmente, se impone la opción británica. Eric M. Warburg, hermano de Aby, escribió una crónica pormenorizada de las negociaciones que, como apéndice, se incluye en el recién publicado texto de Salvatore SettisWarburg Continuatus. Descripción de una biblioteca (Ediciones de la Central y Museo Reina Sofía). El relato nos introduce en una trama de alta intriga.

¿Por qué era tan singular la Biblioteca Warburg? Es difícil obtener una respuesta unívoca. De la lectura del libro de Salvatore Settis, así como de la del también reciente y muy recomendable ensayo de J. F. Yvars Imágenes cifradas (Elba), se desprende una suerte de paisaje de círculos concéntricos según el cual la misteriosa personalidad de Aby Warburg abrazaría la estructura de su biblioteca, del mismo modo en que los hilos de la telaraña no pueden comprenderse sin el instinto constructor del propio insecto. También las explicaciones, ya clásicas, de Fritz Saxl, Ernst Cassirer, Erwin Panofsky o E. H. Gombrich sobre el maestro de Hamburgo apuntan en la misma dirección. Lo que podríamos denominar el caso Warburg se refiere a un hombre que dedicó su vida a la formación de una biblioteca que, con el tiempo, sería muchos mundos al unísono: un edificio, construido en Hamburgo por el arquitecto Fritz Schumacher, que debía inspirarse en la elipse orbital de Kepler; un laberinto que atrapaba al visitante, según Cassirer; una colección organizada de acuerdo con criterios sutiles y completamente heterodoxos, todavía no enteramente dilucidados; un polo espiritual que magnetizaba a cuantos se acercaban y que daría lugar, primero en Alemania y luego -póstumamente respecto al fundador- en Reino Unido, a la más prestigiosa tradición contemporánea en el territorio de la Historia del Arte.

En el centro de la telaraña, el hombre, Aby Warburg, continúa siendo un misterio, alguien mucho más evocado que leído, a pesar de que últimamente crece la edición de sus escritos, incluido su crucial Atlas Mnemosyne (Editorial Akal), comparado, con razón, por Yvars con el Libro de los pasajes de Walter Benjamin. De Aby Warburg siempre se recuerdan dos circunstancias que acotan su trayectoria vital. De sus últimos años se saca a colación la enfermedad nerviosa que motivó su internamiento en un sanatorio y, en el otro extremo de su biografía, se alude al adolescente que, en un gesto bíblico, renunció a su primogenitura en el seno de una familia de la gran burguesía hamburguesa a condición de que, en el futuro, siempre dispusiera de los fondos necesarios para adquirir cuantos libros quisiera. A los 13 años, la edad en que se produjo esa renuncia, Aby parecía haber adivinado ya sus dos pasiones futuras: coleccionar libros y organizar de manera revolucionaria su colección. El resultado fue, sobre todo después de la construcción del edificio que obedecía a sus innovadores criterios, una biblioteca radicalmente distinta a las demás.

Las estanterías de la Biblioteca Warburg reunían volúmenes que guardaban entre sí "afinidades electivas", lo cual suponía extraños alineamientos de arte, medicina, filosofía, astrología o ciencias naturales alrededor de unas imágenes simbólicas que, aisladas en cada especialidad, perdían su fuerza genealógica. Así, por ejemplo, y para horror de los historiadores ortodoxos, en los paneles del Atlas Mnemosyne Warburg juntaba motivos alegóricos, fragmentos de cuadros, emblemas esotéricos, fórmulas matemáticas o grabados sobre la circulación sanguínea en un solo plano de múltiples relaciones. Gracias a esas "afinidades electivas", el historiador podía excavar el pasado a través de múltiples túneles que se iban entrecruzando en el subsuelo de la memoria(Mnemosyne era el frontispicio que presidía la Biblioteca Warburg). Esta idea, susceptible de ser aplicada a toda la historia de la cultura, era particularmente importante al tratar de identificar las fuentes antiguas del arte renacentista, como demostró el mismo Aby Warburg con sus extraordinarias radiografías de El nacimiento de Venus y La Primavera de Botticelli. Sus discípulos experimentaron pronto que su biblioteca, lejos de ser un archivo inerte, era un organismo vivo que trasladaba a la imaginación por las diversas islas del conocimiento.

Lo que los dos barcos de vapor transportaban aquella gélida mañana de diciembre de 1933 no eran solo miles de libros cuidadosamente escogidos a lo largo de décadas, sino la semilla de una sabiduría singular que daría frutos magníficos. Parece que la decisión del municipio de Hamburgo de prestar por tres años la Biblioteca Warburg irritó sobremanera a la Cancillería del Reich en Berlín. Empezaban las hogueras por todas partes y, desde luego, era escandaloso que se hubieran escapado sigilosamente 60.000 posibles víctimas.

El País, 29/01/2011

 

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1 de febrero de 2011
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