En estos días vi dos recientes películas de Hollywood construidas en torno a una fantasía de venganza: Death Sentence, de James Wan (el director de Saw, que aquí se llamó El juego del miedo) y The Brave One, de Neil Jordan. En ambos relatos el protagonista es una persona común: Nick Hume (Kevin Bacon) en Death Sentence, un ejecutivo, padre de dos jovencitos, y Erica Bain (Jodie Foster) en The Brave One, conductora de un programa de radio en una emisora con pretensiones de seriedad. Ambos personajes sufren una pérdida -Nick ve morir a su hijo mayor, Erica ve morir a su prometido- a causa de un hecho típico de violencia urbana. Y los dos, desilusionados por el estado general de las cosas y particularmente por la imposibilidad de obtener justicia en sus demandas, se lanzan a una cruzada vengadora.
Las similitudes no acaban allí. Las dos películas rozan lo inverosímil en su necesidad de convertir a dos personas convencionales en máquinas de matar: Nick deviene alter ego de Travis Bickle en tiempo récord, incluyendo un rapado de cabeza, y Erica pasa de ser una tiradora novata a una perfecta entre el primer y el segundo crimen que comete.
Lo terrible, lo sencillamente irresponsable, es la forma en la que embarcan al espectador en su violencia. Habría que ser de piedra para no sentir como propio el dolor de los protagonistas (¿quién no tiembla cuando teme que le maten a un ser querido?) y para no identificar como próximo ese relato de una ciudad -Nueva York, Madrid, Buenos Aires: da igual- estragada por las desigualdades y el crimen. Por ende resulta difícil no sentir algo parecido al júbilo cuando estos vengadores (Death Sentence está basada en una novela de Brian Garfield, que también escribió el relato original de aquella vieja y famosa película con Charles Bronson, Death Wish, El Vengador Anónimo) matan sin piedad a delincuentes y asesinos. ¿Acaso no es un vertedero la ciudad, como lo era la Nueva York de Taxi Driver? ¿Acaso no es inefectiva la policía e inconducente la justicia formal?
Está claro que no se trata de films que pretendan abrir la dscusión sobre el tema. Se trata apenas de films de género que juegan de la manera más siniestra con nuestro apetito por la violencia. Sorprendentemente, la película que está más cerca de ilustrar los pros y contras de la cuestión no es la de Jordan, a quien se tiene por un cineasta serio (Mona Lisa, The Crying Game, The End of the Affair), sino la película de Wan, el cineasta que se especializa en relatos que lucran con el morbo y la sangre. Al menos en Death Sentence el protagonista alcanza a comprender que la violencia en que se ha embarcado no puede sino volverse en su contra y lastimar a más gente inocente. Pero en The Brave One Erica Bain se sale con la suya, ayudada por un policía que no duda en torcer la ley para arribar a un happy ending repugnante.
En ninguno de los dos casos se sugiere duda alguna sobre las víctimas de estas venganzas: todos aquellos a quienes Nick y Erica matan son presentados como seres repugnantes, merecedores de justicia sumaria, y por eso cuando se los mata uno no siente más emoción que la que se pone en juego al disponer de un mosquito. Uno querría creer que a esta altura de la Historia existe evidencia más que suficiente para demostrar que la retaliación sólo produce más injusticia, más violencia y más muerte. (The Brave One quiere sacar patente de equilibrada cuando permite que una oyente de Erica le diga en la radio: ‘¿Es que no aprendimos nada de la lección de Irak?') Pero como bien sabemos -basta con conversar con la gente ‘como uno' en cualquier reunión- vivimos en sociedades más que dispuestas a bendecir la violencia siempre y cuando sea empleada, sin importar cómo, en lo que aparece como nuestra protección. Golpeen, repriman y maten, siempre y cuando sea a nuestros ‘adversarios'.
Hay demasiada gente que olvida que Hitler fue consagrado democráticamente, por aclamación popular, para salvar al pueblo alemán de las agresiones a que lo sometían ciertos elementos ‘disociadores'. (Judíos usureros, comunistas, negros, delincuentes, la escoria social: las etiquetas cambian, la excusa es siempre la misma.)
En este siglo XXI aún flamante, la vida sigue siendo un cabaret.
