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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Fantasías mortales

En estos días vi dos recientes películas de Hollywood construidas en torno a una fantasía de venganza: Death Sentence, de James Wan (el director de Saw, que aquí se llamó El juego del miedo) y The Brave One, de Neil Jordan. En ambos relatos el protagonista es una persona común: Nick Hume (Kevin Bacon) en Death Sentence, un ejecutivo, padre de dos jovencitos, y Erica Bain (Jodie Foster) en The Brave One, conductora de un programa de radio en una emisora con pretensiones de seriedad. Ambos personajes sufren una pérdida -Nick ve morir a su hijo mayor, Erica ve morir a su prometido- a causa de un hecho típico de violencia urbana. Y los dos, desilusionados por el estado general de las cosas y particularmente por la imposibilidad de obtener justicia en sus demandas, se lanzan a una cruzada vengadora.

Las similitudes no acaban allí. Las dos películas rozan lo inverosímil en su necesidad de convertir a dos personas convencionales en máquinas de matar: Nick deviene alter ego de Travis Bickle en tiempo récord, incluyendo un rapado de cabeza, y Erica pasa de ser una tiradora novata a una perfecta entre el primer y el segundo crimen que comete.

/upload/fotos/blogs_entradas/death_sentence_med.jpgLo terrible, lo sencillamente irresponsable, es la forma en la que embarcan al espectador en su violencia. Habría que ser de piedra para no sentir como propio el dolor de los protagonistas (¿quién no tiembla cuando teme que le maten a un ser querido?) y para no identificar como próximo ese relato de una ciudad -Nueva York, Madrid, Buenos Aires: da igual- estragada por las desigualdades y el crimen. Por ende resulta difícil no sentir algo parecido al júbilo cuando estos vengadores (Death Sentence está basada en una novela de Brian Garfield, que también escribió el relato original de aquella vieja y famosa película con Charles Bronson, Death Wish, El Vengador Anónimo) matan sin piedad a delincuentes y asesinos. ¿Acaso no es un vertedero la ciudad, como lo era la Nueva York de Taxi Driver? ¿Acaso no es inefectiva la policía e inconducente la justicia formal?

Está claro que no se trata de films que pretendan abrir la dscusión sobre el tema. Se trata apenas de films de género que juegan de la manera más siniestra con nuestro apetito por la violencia. Sorprendentemente, la película que está más cerca de ilustrar los pros y contras de la cuestión no es la de Jordan, a quien se tiene por un cineasta serio (Mona Lisa, The Crying Game, The End of the Affair), sino la película de Wan, el cineasta que se especializa en relatos que lucran con el morbo y la sangre. Al menos en Death Sentence el protagonista alcanza a comprender que la violencia en que se ha embarcado no puede sino volverse en su contra y lastimar a más gente inocente. Pero en The Brave One Erica Bain se sale con la suya, ayudada por un policía que no duda en torcer la ley para arribar a un happy ending repugnante.

En ninguno de los dos casos se sugiere duda alguna sobre las víctimas de estas venganzas: todos aquellos a quienes Nick y Erica matan son presentados como seres repugnantes, merecedores de justicia sumaria, y por eso cuando se los mata uno no siente más emoción que la que se pone en juego al disponer de un mosquito. Uno querría creer que a esta altura de la Historia existe evidencia más que suficiente para demostrar que la retaliación sólo produce más injusticia, más violencia y más muerte. (The Brave One quiere sacar patente de equilibrada cuando permite que una oyente de Erica le diga en la radio: ‘¿Es que no aprendimos nada de la lección de Irak?') Pero como bien sabemos -basta con conversar con la gente ‘como uno' en cualquier reunión- vivimos en sociedades más que dispuestas a bendecir la violencia siempre y cuando sea empleada, sin importar cómo, en lo que aparece como nuestra protección. Golpeen, repriman y maten, siempre y cuando sea a nuestros ‘adversarios'.

Hay demasiada gente que olvida que Hitler fue consagrado democráticamente, por aclamación popular, para salvar al pueblo alemán de las agresiones a que lo sometían ciertos elementos ‘disociadores'. (Judíos usureros, comunistas, negros, delincuentes, la escoria social: las etiquetas cambian, la excusa es siempre la misma.)

En este siglo XXI aún flamante, la vida sigue siendo un cabaret.

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19 de febrero de 2008
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Los libros que me hicieron así 3: Le Morte d'Arthur

/upload/fotos/blogs_entradas/le_morte_darthur_med.jpgPor supuesto, no empecé leyendo el texto original de Sir Thomas Malory. Me compré infinidad de versiones infantiles, y vi La espada en la piedra y la película vieja con Robert Taylor y después Excalibur de John Boorman. Recién en agosto de 1982, cuando mi inglés empezaba a ponerse a la altura del desafío, conseguí el libro en una edición que Penguin repartió en dos volúmenes. Todavía conserva mis infinitos subrayados en lápiz, anotaciones en márgenes y traducción de palabras abstrusas, todo prolijísimo, con trazos ligeros como el hilo de una araña: aunque perdiese por completo la memoria, cuando volviese a abrirlo entendería a simple vista que el libro debió significar mucho para mí -que ahí hay volcado mucho amor.

¿Qué era lo que me atraía de la saga de Arturo? En principio lo obvio: el romance de la caballería, la ética de la Tabla Redonda, la búsqueda del Grial, Merlín -y por supuesto Excalibur. La segunda vez que visité Inglaterra me tomé un tren y fui hasta Tintagel, a ver las ruinas del castillo medieval atribuido a Arturo. Me traje de regreso souvenires: una réplica de la espada (que conservo al alcance de la mano, junto a mi escritorio), una postal de la Cueva de Merlín -paisaje inolvidable, más allá de la leyenda- y también una pluma y un frasco de tinta negra. Nunca pude separar aquella fascinación infantil del impulso de escribir, yo quería vivir historias como aquellas o en el peor de los casos escribirlas -mi plan B.

Las mejores historias son como un traje mágico, que sigue quedándonos a medida aun cuando no dejemos de crecer. A medida que pasaban los años fui descubriendo todos los grises, y hasta las oscuridades, que formaban parte indeleble del ciclo arturiano. Los personajes dejaron de ser impolutos para convertirse en seres humanos en los que conviven glorias y miserias. ¿Acaso no es Lancelot un overachiever, un tipo que sufre porque nunca logra estar a la altura de la tarea que se ha autoimpuesto? Arturo es hijo de un engaño, concebido por Uther en una mujer que no lo amaba. Víctima a su vez de un engaño por el que engendra a Mordred, Arturo actúa de la manera más cobarde y manda a matar a todos los recién nacidos, a la manera de Herodes. ¿Y ese era el mejor rey de la Cristiandad, el parangón, el non plus ultra? Claro que sí. Lo es precisamente porque paga sus culpas y finalmente se impone al peor de sus defectos. Como la mayor parte de la gente que vale la pena.

Le Morte d'Arthur me ayudó a asumir la complejidad del fenómeno humano mediante la poesía, la fantasía, el arte. Me impulsó a asumir las contradicciones, en vez de renegar de ellas. Y a aceptar la inevitabilidad del dolor, inseparable de la vida -y mucho más si uno quiere lanzarse a la búsqueda de alguna gloria. Las mejores relecturas de la historia -la de John Steinbeck, la de T. H. White- no nos escatiman las confusiones ni los fracasos de sus personajes. /upload/fotos/blogs_entradas/robin_hood_med.jpgAl principio esas oscuridades me asustaban, como me ocurrió cuando me encontré con la versión completa, ‘adulta', de la leyenda de Robin Hood: ¿era imprescindible que Lady Marian y el hijo de Robin fuesen asesinados, era imprescindible que Robin mismo muriese víctima de un engaño vil, resultante del resentimiento de un familiar? Lo que era imprescindible era que yo entendiese que todos los hechos producen consecuencias y que la vida no termina en el instante del happy ending sino en la muerte.

Por lo menos hasta donde sabemos. Una de las cosas que más me gusta de la saga es la promesa de que Arturo volverá cuando se lo necesite: él es el rey que fue y será, Rex quondam Rexque futurus, que espera su hora en la misteriosa isla de Avalón. No diré que creo en la realidad de Avalón, pero sí creo que este mundo necesita héroes más que nunca.

De las historias que amamos, las mejores son -además- aquellas que nos permiten seguir creyendo en algo aun después de haber crecido. 

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18 de febrero de 2008
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Cambia, todo cambia

En teoría las obras artísticas son inmutables (salvo pinturas y esculturas, cuya preservación es una espada de Damocles sobre su existencia): siempre idénticas a sí mismas, las novelas no ganan ni pierden capítulos y las películas duran siempre lo mismo -o por lo menos duraban, hasta que la invención del DVD dio pie a innumerables versiones del director. Lo que cambia, ¡y cómo!, es un elemento fundamental de la ecuación que hace funcionar, o no, a la obra de arte: esto es, nosotros.

Días atrás pesqué una película menor por TV: Mary Reilly, de un cineasta inglés destacadísimo como Stephen Frears (My Beautiful Laundrette, The Grifters, High Fidelity). El film está basado en una novela de Valerie Martin, que vuelve a narrar la clásica historia de Jekyll y Hyde desde el punto de vista de una de las criadas de la casa, la Mary del título. Protagonizada por Julia Roberts como Mary Reilly y John Malkovich en el doble papel del doctor y su alter ego, la vi en su momento y no me movió un pelo. Me pareció una película correcta, perjudicada en su momento por el casting de Julia Roberts, que a pesar de su buen desempeño (siempre y cuando uno haga abstracción de su nulo acento británico) espantó al público, que no quería verla como una sirvienta ratonil; por aquel entonces -hablo de 1996-, se pretendía que reprisara infinitamente su rol de Pretty Woman.

No voy a decir que esta nueva visión alteró mi juicio crítico. Pero sí sentí que me involucraba con la historia de la pobre Mary -abusada por su propio padre, que además la encerró en una despensa en compañía de una rata famélica- con una emoción que antes no había estado allí. ¿Cambió la película? No. ¿Cambió mi vida, de tal modo de potenciar mi empatía con los marginados, los invisibles, los olvidados? Por supuesto.

No es ni la primera ni será la última vez que una nueva visión altere mi percepción de una obra. A veces mi ansiedad es tan grande (ocurre en casos que involucran historias que conozco bien, como la original de Stevenson o el Drácula de Bram Stoker) que la película me decepciona a primera vista simplemente porque no es lo que yo esperaba que fuese; tuve que ver el Drácula de Coppola por segunda vez -después vendrían otras muchas- para abandonar la pretensión de encajarla en el molde de mi preconcepto y dejarme llevar por lo que la narración me proponía./upload/fotos/blogs_entradas/ultimo_tango_en_pars_med.jpg

Pero otras veces lo que ocurrió fue más simple, y más conmovedor. Entre mi primera visión de Último tango en París, que entonces me impactó intelectualmente, y la segunda -cuando yo ya tenía la edad del Paul de Marlon Brando, cuando yo ya era el Paul de Brando- lo que ocurrió fue nada más y nada menos que la vida. Yo había crecido. Era una versión de mí mismo más desgarrada y terminal, que encajaba a las mil maravillas en el viaje propuesto por Bertolucci -y también un tanto más sabia, en la medida en que podía percibir la diferencia.

Cambiar -convertirse en otro lector, en otro espectador- tiene una última ventaja adicional: nos permite seguir involucrándonos con las grandes obras una y otra vez, encontrándoles resonancias siempre nuevas.  

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15 de febrero de 2008
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El más insólito de los galanes

La historia es real, lo cual sólo la torna más bella.

Ocurrió hace algunos meses. El muchacho -entre 18 y 21, en esa zona límbica en la cual no se es ni un niño ni un adulto responsable- entró a la heladería con la intención de atracarla. Pero la muchacha que estaba a cargo del negocio le pareció tan bella que cambió de idea a mitad de camino, guardando el arma que había esgrimido como argumento disuasor.

Quiso el infortunio que al huir del lugar se topase con dos policías. Que a pesar del testimonio de la chica, que juraba que nada había sido robado, se lo llevaron detenido.

Mientras estuvo confinado en un instituto, los policías trataron de hacer lo que aquí se llama ‘armar una causa': esto es, presentar como caso sólido aquello que no lo es, en esta oportunidad basándose en el dinero que el chico llevaba en el bolsillo -que pretendían robado, aunque la chica manifestase lo contrario- y en la realidad inexcusable del prontuario, que el chico ya había manchado con infracciones menores antes de esa hora.

Me bastaría con el hecho del delito abortado a causa de la belleza para insistir con que esta historia es conmovedora. Pero también ocurrió algo más, que transforma mi pretensión en algo indiscutible. Informada de lo que ocurría, la chica en cuestión acudió al juzgado para hacer valer su testimonio: es verdad que el chico había pretendido robarla, sin embargo había desistido de hacerlo por propia iniciativa. El robo no se concretó, por lo cual el delito no existió nunca; lo que en todo caso existió, y por partida doble, fue el mérito. El del chico que sucumbió a la belleza. El de la chica que, pudiendo haberse lavado las manos, se atrevió a contradecir el testimonio de la policía para hacer honor a la justicia -y a su insólito galán.

El chico salió libre. Y después dicen que no ocurren cosas bonitas.  

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14 de febrero de 2008
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Los libros que me hicieron así 2: Hamlet

Nunca frecuenté el teatro: lo mío fueron siempre las novelas, las historietas, la TV, el cine, la música. Y sin embargo Hamlet me fascinó siempre. Todavía estaba en edad escolar cuando hice una adaptación (la recorté para darle dimensiones humanas), pensando en representarla en mi casa con amigos, para un público compuesto por nuestros padres. Imagino que por aquel entonces lo que me llamaba la atención era el prestigio y la profundidad insondable del to be or not to be. La obra de William Shakespeare era la cima del cánon occidental y yo quería ser culto desde chiquito, aun cuando no fuese más que un crío de clase media lleno de pretensiones -que es lo que sigo siendo, a fin de cuentas.

Ya era adolescente cuando vi en la Lugones una versión para TV protagonizada por Derek Jacobi que me encantó. Revisando los extras del DVD del Hamlet de Kenneth Branagh -la única adaptación al cine que incluye el texto completo, bordeando las cuatro horas y media de duración-, descubrí que Branagh se había enamorado de Hamlet viendo la misma, vieja versión. Hoy no me atrevería a verla otra vez por miedo a la decepción. Desde entonces, todos los Hamlet que presencié me decepcionaron. Aquel con Alfredo Alcón en el Teatro San Martín, el de Laurence Olivier, el de Mel Gibson (la ‘locura' del personaje se parece demasiado a la del Riggs de Lethal Weapon), la versión contemporánea de Ethan Hawke y esta enciclopédica de Branagh: ninguna me satisface del todo, algunas me resultan hasta abominables. Lo más cerca que estuve de ver un Hamlet que me conmoviese fue durante la entrevista que James Lipton le hizo por TV a Ben Kingsley. En medio de una respuesta, Kingsley se puso a decir el parlamento en que Hamlet da recomendaciones a los actores. Lo hizo tal como yo me imagino que debe hacerse: no como quien recita un texto reverenciado, sino como quien lo va creando a medida que habla -así como hablan ustedes, así como hablo yo. Siempre lamentaré no haber tenido la oportunidad de ver la interpretación de Kevin Kline y de Daniel Day Lewis -que, según cuenta la leyenda, abandonó el escenario al ver el fantasma de su propio padre, el poeta Cecil Beaton Lewis, y ya no volvió a pisarlo.

¿Quién es Hamlet? La encarnación de las potencias más sublimes a que puede aspirar un ser humano. (Este es un problema serio para los actores que lo interpretan: nada más difícil de actuar que la inteligencia verdadera y el genio creador.) Otra vez: ¿quién es Hamlet? Un gigante con pies de barro, al que todos sus dones no logran salvar de la tentación de la violencia. Pudiendo haber sido un hombre nuevo -la clase de salto cualitativo que la especie todavía no ha logrado dar, desde entonces-, terminó siendo otro hombre viejo: a la manera de su padre, el primer, brutal Hamlet, se convirtió en un guerrero más. Cuando en el acto final Fortimbrás ordena que pongan su cadáver sobre el escenario "como un soldado", y que la música militar y los ritos de guerra hablen por él, lo que está decretando es su derrota más profunda. Hamlet pudo ser más que soldado, que rey: pudo ser artista -y sacrificó su vocación en aras de la venganza.

Las ficciones que más nos moldean son aquellas que nunca dejan de interpelarnos. Como tantos otros, a sabiendas o no, yo he tratado de ser Hamlet en su gloria y también de no sucumbir donde sucumbió; supongo que seguiré intentándolo mientras viva. El resto es silencio.  

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13 de febrero de 2008
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Cuidado con los ricos

Hasta ahora vi tan sólo los tres primeros episodios de la temporada inicial de The Riches, pero ya me quedé enganchado. The Riches es una serie concebida por Dmitry Lipkin para FX Networks, que comenzó a exhibirse en América Latina hace un mes. La historia es simple: una familia de ‘travellers' de origen irlandés -lo que aquí llamaríamos gitanos- rompe lazos con su clan original (de una forma expeditiva: robando todos sus fondos) y se entrega a la fuga. En plena ruta es testigo de un accidente automovilístico, que resulta en la muerte de un matrimonio apellidado Rich. Al hurgar entre sus pertenencias, descubre la llave de una casa nueva y los datos de su ubicación. Se trata de una vivienda lujosa en un barrio privado de Baton Rouge, Louisiana. Después de esconderse allí durante la noche, el jefe de la familia Malloy, Wayne (Eddie Izzard), decide que es posible que se hagan pasar por los Rich de manera estable, gozando de su casa y de su fortuna.

Los Malloy están lejos de ser una familia convencional. Wayne es un estafador. Su esposa Dahlia (Minnie Driver), que acaba de salir en libertad condicional después de dos años convicta, lidia con una adicción a las drogas que adquirió en prisión. Los dos hijos mayores, Cael y Di Di, son cómplices habituales en los engaños de su padre. Y el pequeño Sam, que también trabaja en cada una de las estafas, ama vestirse de mujer.

El canal de TV que la estrenó en la Argentina la emite después de Weeds, la saga de otra familia anticonvencional, liderada por una madre viuda que trafica marihuana. Y eso que después de Six Feet Under y The Sopranos uno creía que ya lo había visto todo en materia de familias disfuncionales.

El aspecto más prometedor de The Riches pasa no tanto por su dinámica familiar, sino por la comedia infinita que promete una simple comprobación: a pesar de ser un grupo de delincuentes inveterados, los Malloy empiezan a sospechar que los Rich -y con ellos toda la comunidad de ricachones que los rodea- son los delincuentes más grandes y más peligrosos que han conocido nunca.

Delicias de la clase acomodada, aquí, allá y en todas partes. 

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12 de febrero de 2008
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El amor es un vampiro

/upload/fotos/blogs_entradas/drcula_de_bram_stoker2_med.jpgGracias al lanzamiento de la edición en DVD para coleccionistas volví a ver el Drácula de Francis Ford Coppola -o, para ser más fiel al título que Coppola le puso con intención de justicia, el Drácula de Bram Stoker. Supongo que el hecho de haber sido dirigida por el autor de la saga de El Padrino y Apocalypse Now le jugó en contra en su momento: ¿qué clase de genialidad debería dirigir Coppola en estos tiempos para que se acepte que una obra nueva puede estar a la altura de tanta mitología? Y sin embargo este Drácula es una película inmensa. Quizás no en el nivel de sus obras maestras, pero sin duda en lo más alto del grupo de películas intermedias -que las tiene brillantes: La conversación, Rumble Fish... En lo que sí destaca por encima de todas las demás es en un aspecto inequívoco: es la más bella historia de amor de toda su filmografía. Y una de las más conmovedoras, quizás por inesperada, de la historia del cine.

Al encarar el proyecto Coppola tomó una serie de decisiones creativas que le dieron un resultado sublime. En primer lugar, tal como el título original sugiere, no filmar ningunas de las versiones del Drácula conocido por vía del cine, sino mantenerse fiel a la novela original de Bram Stoker, que es menos un cuento de horror que la historia de un amor que es más fuerte que la muerte. En segundo lugar, contratar a Eiko Ishioka para que diseñase el vestuario. Difícil encontrar en la historia del cine un vestuario más memorable y mejor utilizado: la armadura roja de Vlad y el vestido de casamiento de Lucy Westenra forman parte del tejido de muchos de mis sueños. En tercer lugar, haber convocado a Wojciech Kilar para componer la música: en lo que a mí respecta, el score de este Drácula merece estar en el podio de las mejores músicas compuestas para un film fantástico, junto a la de Bernard Herrmann para Psicosis y la de John Williams para Tiburón.

En cuarto lugar, le agradezco a Coppola que haya sucumbido a un arranque de nepotismo -que a diferencia de la vez que puso a Sofia como hija de Michael Corleone en El Padrino III, le funcionó- y echado a todos los técnicos de efectos especiales para contratar a su hijo Roman. Aunque por entonces no llegaba a los 30 años, Roman Coppola entendió a la perfección la consigna de su padre: no utilizar trucos modernos, pantallas verdes ni animación digital, sino las mismas técnicas que utilizaron los pioneros del cine fantástico, como Georges Mélies. En este sentido, el disco de extras de esta edición en DVD es más rico que la mayoría, en tanto ilustra con perfecto didactismo aquellas técnicas -muchas elementalísimas- que al volcarse en la pantalla producen un resultado tan efectivo. Puestas una junto a la otra, Drácula se ve hoy como una película más moderna que Soy leyenda y su ejército de artistas digitales.

La quinta decisión inmejorable es haber elegido a Gary Oldman para interpretar al príncipe Vlad. Una gran actuación, aun dentro de los parámetros del Coppola que ha sacado lo mejor de un Pacino, un Brando y un De Niro. Algún pasaje del disco de extras permite -algo también inusual en este tipo de materiales- la visión de una discusión entre el actor y su director, dos egos, dos locuras en colisión. Pero también permite ver la forma en que Oldman se convirtió en un cómplice perfecto para la perversión que Coppola saca a relucir cada vez que lo necesita. Un registro del rodaje muestra al director instando a Oldman, vestido como el vampiro gigante, a decir cosas horribles en el oído de los actores que esperaban la voz de acción, para que su rictus de conmoción fuese real. No olvidemos que Coppola es el director que siguió filmando a Martin Sheen aun cuando se había cortado la mano al golpear un espejo en Apocalypse Now. Todavía recuerdo lo impactada que sonaba Winona Ryder, que interpreta a Mina Murray, durante un Festival de Venecia, cuando le pregunté por la experiencia. Me quedé con la sensación de que Coppola la había hecho sufrir y de que Oldman la había torturado -con la anuencia del director, hoy estoy seguro.

Por supuesto, la película no es perfecta. La ingenuidad de Keanu Reeves como Jonathan Harker debe haber sonado a buena idea antes del rodaje, y a pesadilla durante. Pero a pesar de todo este Drácula sigue siendo una de las películas que más me ha impresionado en mi vida. Más allá de los horrores que muestra de modo tan convincente, lo que la hace funcionar es el dolor tan conmovedor del amante que vuelve a perder, ¡por segunda vez!, el amor de la mujer soñada. 

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11 de febrero de 2008
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La Gran Novela Americana

Por obra y gracia del zapping me crucé con RKO 281, la película producida por HBO que Benjamin Ross dirigió en 1999. RKO 281 es una dramatización de las circunstancias en que fue concebida Citizen Kane, la película de Orson Welles que tantos -yo incluido- consideran el mejor film de la historia. En líneas generales la anécdota es conocida: cómo el veinteañero Orson Welles, convertido en el hombre del momento por el éxito de su versión radiofónica de La guerra de los mundos, decidió debutar como director cinematográfico con un relato que era una versión apenas velada de la vida del magnate americano de los medios William Randolph Hearst. RKO 281 narra también los intentos que hizo Hearst por impedir el estreno de la película, incluyendo una oferta millonaria para comprar copias y negativos y destruirlos por completo. Entre otras tácticas igualmente reprobables, Hearst amenazó a las cabezas de todos los estudios de Hollywood -judíos en su mayoría- con una campaña antisemita y exposés sobre las cuestionables vidas privadas de sus estrellas, al mismo tiempo que Adolf Hitler avanzaba sobre Europa con armas similares: el poder y la difamación.

Lo que nunca me había detenido a calibrar es el coraje (en dosis similares a las de la inconsciencia) que Welles poseyó: un recién llegado a Hollywood y a la fama, un parvenu al que no se le ocurre mejor idea que utilizar el dinero y los medios del establishment para emprenderla contra uno de los hombres más poderosos de los Estados Unidos. /upload/fotos/blogs_entradas/citizen_kane_med.jpgMás allá de los motivos que lo inspiraron -entre los que no hay que olvidar un ego de las dimensiones del de Hearst, y un agujero negro afectivo que llenar tan devastador como el impulsa al Kane del film-, el simple hecho de que Citizen Kane haya no sólo sobrevivido a Hearst sino también al fracaso económico es un testimonio del poder abrasador del arte cuando alcanza el nivel de la genialidad -una genialidad que también hay que atribuirle, entre otros, al guionista Herman J. Mankiewicz y el fotógrafo Gregg Toland.

RKO 281 subraya el paralelo entre los dos titanes, y aprovecha la intención que Welles tenía por entonces de rodar una vida de Cristo después de Kane para insistir en la frase del Evangelista: Aquel que quiera conquistar al mundo perderá su alma. Hearst y Welles pagaron altísimos precios por su ambición, pero los cinéfilos del mundo -más aun: los devotos del arte- no dejamos de sacarle jugo aun hoy a la obra que resultó de su colisión. Cada vez que me pregunto por qué nadie escribió la Gran Novela Americana, me respondo de inmediato: porque Citizen Kane ya existe desde 1941. 

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8 de febrero de 2008
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La pandilla salvaje

Deadwood es una serie histórica, en todas las acepciones del término. Porque dramatiza la transformación del Salvaje Oeste en las últimas décadas del siglo XIX -su tránsito hacia las formalidades de la civilización-, y porque lo hace con el salvajismo y el sentido común que es la cualidad central de sus personajes. Llena de figuras reales arrancadas a la Historia (yo sabía de Wild Bill Hickock y de Calamity Jane, pero ignoraba que sus personajes centrales, Seth Bullock y Al Swearengen, también existieron), Deadwood analiza el proceso por el cual el campamento homónimo, que fue creado como dormitorio para los buscadores de oro, terminó anexado al territorio de los Estados Unidos como una ciudad hecha y derecha. (De hecho existe todavía, en South Dakota.) Original de HBO, la serie tuvo tres temporadas. Yo sólo vi la primera editada en DVD, y ya estoy haciendo planes para conseguir las temporadas restantes.

Si bien es una historia coral, el nudo del relato pasa por Al Swearengen (Ian McShane). Dueño del Gem Saloon, que funciona como burdel y expendio de todo tipo de sustancias recreativas -opio incluido-, Swearengen es un personaje más grande que la vida misma. Brutal y expansivo, cruel y dueño de un perverso sentido del humor, Swearengen es el amo y señor de facto del pueblo. Con el correr del relato se empieza a apreciar que el desempeño de Swearengen no tiene por objetivo tan sólo el poder por el poder mismo: si no fuese por sus oficios -bárbaros y discutibles, por cierto- la comunidad de Deadwood se desintegraría en cuestión de días.

McShane está soberbio, consciente de tener entre manos un personaje de dimensiones shakespirianas -por su ambición, por su lenguaje, por su capacidad de atesorar contradicciones sin quebrarse. Al menos durante la primera temporada, Swearengen es el personaje que mejor simboliza Deadwood: porque encuentra la manera de sobrevivir a la transformación sin perder casi ninguna de sus mañas. En este sentido la serie creada por David Milch también es histórica. Deadwood explica mejor que mil tratados las razones por las cuales el capitalismo funcionó en un sistema semejante. ¿O acaso no permitió -no permite- que el ser humano exprese en el marco de sus cánones toda su compulsión salvaje? 

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7 de febrero de 2008
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El argumento de Mary O'Hare

Después de ver Map of the Human Heart, y con el bombardeo de Dresden todavía en la cabeza, volví a leer Slaughterhouse-Five, de Kurt Vonnegut. Qué pedazo de libro. Tan divertido, tan inventivo y tan desolador a la vez. Si fuese más voluminoso habría que usarlo para pegar en la cabeza de tanto escritor que rehuye hablar de su circunstancia, ¡o de la Historia!, con la excusa de que ya todo ha sido dicho -salvo la palabra yo, que tanto les gusta repetir.

Había olvidado que la novela tiene un subtítulo apropiadísimo: La Cruzada de los Niños, una Danza del Deber con la Muerte. Lógicamente había olvidado también la razón de ese subtítulo. Vonnegut, que le dedica el libro a Mary O'Hare, la esposa de un compañero suyo de la Segunda Guerra, se sorprende cuando la mujer lo recibe de mala gana en su casa. Después de tratar infructuosamente de intercambiar anécdotas con su ex camarada, la mujer le espeta la razón de su rabia: ‘Era la guerra lo que la enojaba. Ella no quería que sus bebés ni que los bebés de cualquiera fuesen asesinados en otras guerras. Y pensaba que en buena medida las guerras eran alentadas por libros y películas'.

Como tantos momentos oscuros de la historia de Occidente, el bombardeo aliado sobre la ciudad alemana de Dresden, célebre hasta entonces como ‘la Florencia del Elba', ha sido convenientemente olvidado. Murieron allí 135.000 personas -civiles todos. La bomba atómica sobre Hiroshima mató prácticamente la mitad de gente: 71.379 personas. Y sin embargo nadie recuerda Dresden. En fin, seamos sinceros: casi nadie recuerda tampoco Hiroshima y Nagasaki. Junto con Dresden, se trata de las masacres más execrables de la Historia moderna -habría que agregar el Holocausto, el genocidio armenio a manos de los turcos y los genocidios encubiertos por la vía del hambre, en sitios como el Africa- y sin embargo nadie, empezando por sus responsables, parece interesado en hacerse cargo de este legado de muerte y de violencia, aunque más no sea para empezar por el principio -esto es, pedir perdón a las víctimas.

Dresden, Hiroshima, Nagasaki. Tres nombres a recordar cada vez que vengan a vendernos otra vez aquello de que la Historia del mundo puede ser leída en términos de buenos y malos.

Mary O'Hare tenía razón. Hay demasiados libros y películas que colaboran con la guerra -por acción o por omisión.

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6 de febrero de 2008
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El Boomeran(g)
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