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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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La muerte y los trenes

Hace muchos, pero muchos años que no viajaba en tren por Buenos Aires. Al hacerlo recordé que el transporte público no está pensado para la especie humana, por lo menos tal como se lo concibe aquí. Tuve que dejar pasar quince trenes subterráneos, que conté diligentemente, antes de poder apretujarme en un vagón. ImagenY más tarde, cuando me subí al servicio del Ferrocarril San Martín que parte de Retiro rumbo al Gran Buenos Aires, me pareció haberme trepado a un tren que viajaba en el tiempo. Parte de la culpa la tuvo, supongo, el hecho de que estaba releyendo Earthly Powers, de Anthony Burguess. Su narrador también va hacia atrás, para más datos al mundo de la Primera Guerra, que recuerda ante todo por memoria olfativa: ‘Todo 1916 tenía el aroma entremezclado de habitaciones sin airear, medias sucias, khaki sangriento... las axilas podridas de los vestidos de las mujeres, margarina...' No hace falta que diga a qué huele el año 2008 en un vagón del San Martín, no sería justo. Pero puedo decir a qué suena: a máquina, a conversación banal, a ringtone, al agua de los besos furtivos, a hombre que pide dinero repitiendo el mismo, preciso texto en cada vagón, con convicción del actor shakespiriano; al silencio de los vencidos. Y puedo decir qué se ve: nada, o poco más que nada, bajo una la luz mortecina que para peor se agota cada vez que el tren aminora su marcha.

Todos los escritores, y en particular aquellos que tienen éxito o que han conseguido labrarse un lugar, deberíamos hacer algo parecido a labor comunitaria dos veces al año. Para no olvidar de dónde venimos, para no olvidar para quién escribimos. Ya sé, hay muchos que no han subido jamás al tren del San Martín o equivalentes, y que a conciencia escriben para otro público. Alguno pensará, creyéndose realista y rozando el cinismo: ¿para qué escribir para gente que no puede comprar libros, o que a lo sumo compra dos al año, el Código Da Vinci de turno y el manual de autoayuda du jour? No se trata de una consideración de mercado, y ni siquiera estética. Se trata de recordar que, aunque nuestras ínfulas hagan lo indecible para persuadirnos de lo contrario, seguimos perteneciendo a la especie humana.

Recuerdo perfectamente la última oportunidad que viajé en tren. Fue hace doce años. Acababa de separarme por segunda vez, lo cual significaba, ante todo, perder nuevamente el contacto cotidiano con otra de mis hijas, en este caso la más pequeña. Después del padecimiento de la primera vez, me había prometido no reincidir en el calvario. Sin embargo la voluntad no lo es todo, y menos en una relación de pareja. Creo que esa relación duró lo que duró porque yo no quería estar lejos de mi niña. Pero al fin llegó el momento en que prolongarla hubiese sido más dañino que poner distancia. Yo no quería que ninguna de mis hijas creciese en un ambiente de desamor.

La mudanza fue incruenta, en tanto la hice con las niñas, que la veían como un juego. Pero el día voló, y también la noche, y llegó la hora de regresar a la ‘normalidad'. La más grande se fue a su escuela. De algún modo me había habituado ya a perderla cada semana, cuando regresaba a su ‘otro' mundo, para mí invisible. Dejé a la más pequeña en su jardín de infantes y regresé a la estación de Devoto. Boleto en mano me fui hasta el extremo del andén, donde no había nadie. Allí me atrapó la realidad: ya no vería a la niña cuando saliese del jardín, ni tampoco esa noche, ni al día siguiente. Me faltaría su voz, la agilidad de mono que le permitía llegar siempre a mis brazos. Yo ya no estaría allí si invocaba mi nombre. Entonces me puse a llorar, con una congoja que no he revisitado desde entonces. Todavía muero un poco cada semana, cuando se van de mi lado.

Quizás sean esas muertes lo que me preserva humano, próximo a la experiencia del dolor que a todos visita y del que todos pretendemos, inútilmente, escapar. Esas muertes y también -como queda claro- los trenes.

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3 de julio de 2008
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Maestro coraje

El lunes pesqué en televisión, por casualidad y en dos partes (vi el final al mediodía y el resto, aunque ya empezado, por la noche) el documental Knowledge is the Beginning que emitió Films & Arts. Se trata de un film que narra la experiencia de la West Eastern Divan Orchestra, la agrupación que nació por iniciativa de Daniel Barenboim y el ya fallecido escritor e intelectual palestino Edward Said. Compuesta por eximios músicos de entre 14 y 25 años, los ha elegido siempre a ambos lados de la barrera erigida por la intolerancia: los hay judíos y palestinos, libios, sirios y hasta españoles, en reconocimiento al apoyo concreto que ese país dio a la iniciativa de Barenboim y Said.

Ya el hecho de ver a judíos y palestinos tocando una música común es mérito suficiente. Barenboim mismo se encarga de aclarar siempre que la música no traerá la paz, tan sólo contribuirá a hacer posible el entendimiento; la paz, en todo caso, hay que construirla en la calle y por otros medios. El documental culmina con el concierto que la West Eastern Divan ofreció en Ramallah, y muestra por supuesto todas las dificultades que su realización supuso: desde convencer a los músicos -los judíos tenían miedo de no contar con protección suficiente, sirios y libios temían el expediente de verse obligados a pasar por Israel- hasta la solución de los innumerables problemas prácticos que debía sortear la iniciativa para prosperar. (Aquí fue instrumental el gobierno de José Luis Zapatero, al proporcionar a los músicos de origen árabe pasaportes diplomáticos españoles que les permitieron ingresar en Israel.)

El relato es profundamente conmovedor, tanto como la música que la ocasión produjo. Pero lo que más me impactó fueron las escenas en las que Barenboim va a la Knesset -el Parlamento israelí- a recibir el premio de la Fundación Wolf, y pronuncia un discurso donde recuerda la decisión de su familia de instalarse en Israel. (Había vivido en Buenos Aires hasta los 10 años.) Barenboim dice entonces que esa decisión fue inspirada por la declaración fundacional del Estado de Israel, donde se consagra a la justicia y la democracia y a la paz con sus vecinos; de hecho, Barenboim lee textualmente las palabras de aquella declaración. Luego de lo cual procede a preguntarse, de manera retórica, qué tiene que ver la política actual con los propósitos expresados en aquel manifiesto. Este discurso suscita la reacción airada de una funcionaria -creo que era la responsable de Educación, cuyo nombre se me escapa-, que toma el micrófono para decir que ella había estado en desacuerdo con la entrega del premio a Barenboim, que no había sido la única en oponérsele (de hecho manda al frente al presidente del Knesset, que decidió no ir a la ceremonia) y que deplora que Barenboim haya usado la ocasión para ‘atacar al Estado de Israel'. Barenboim reacciona con infinita calma. A esta altura, debe estar más que acostumbrado a que le digan que cada crítica, por mínima que sea, equivale a una negación del derecho de Israel a existir.

Esas escenas son tremendas, como también lo son otras donde Barenboim responde a un periodista israelí. Este hombre le sugiere que, en pos de mantener un presunto equilibrio, si Barenboim toca en Ramallah debería también tocar en los asentamientos que los israelíes han levantado y siguen levantando de manera ilegal en territorios palestinos. "¿Cómo me pregunta semejante cosa?", dice Barenboim, procediendo a explicarle la diferencia entre Palestina y estos territorios ocupados: "¡Los asentamientos son un cáncer!"

Aprovecho, pues, este lugar para expresar mi más profunda admiración por el maestro Barenboim y su tremendo coraje. Ah, si hubiese en este mundo más gente como él, que simplemente hace lo que su alma le dicta sin preocuparse por las consecuencias...

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2 de julio de 2008
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El valor de la palabra

El otro día, intercambiando mails por culpa de Falstaff, Juan Gabriel Vásquez me recordó que el personaje de Henry IV había estado inspirado en alguien real, Sir John Oldcastle, famoso por cobarde primero y por mártir después, a causa de su fe protestante. Los parientes de Oldcastle tiraron la bronca y Shakespeare se vio obligado a rebautizar su personaje. Yo recordaba, sí, que en las últimas líneas de la Segunda Parte el relator hace suya la disculpa de Shakespeare: ‘...porque Oldcastle murió martir, y éste (Falstaff) no es el hombre'. Le escribí a Juan Gabriel: ‘Pobre William, que debió lidiar siempre con la censura sobre sus textos para no acabar sin cabeza'. En efecto, Shakespeare vio morir demasiada gente por haber hablado o escrito de más, o por haber elegido el bando inconveniente. El Soneto 66 hace explícito ese peso: ‘...Y el arte con la lengua atada por la autoridad'.

/upload/fotos/blogs_entradas/the_coast_of_utopia_1_med.jpgHace poco leí The Coast of Utopia, la trilogía teatral de Tom Stoppard. En la introducción, Stoppard recuerda un viaje a Praga y dice que le llamó la atención que después de la caida del comunismo escritores y dramaturgos sintiesen nostalgia de aquellos tiempos, en que cada una de sus palabras significaba mucho más de lo que significaba ahora, en la clase de libertad que el mercado nos otorga.

El domingo volví a pensar en esas cuestiones -el arte atado por la autoridad, la depreciación de la palabra en lo que suele llamarse ‘mundo libre'- mientras leía un artículo de Radar, la revista cultural de Página 12. Allí el notable escritor Guillermo Saccomanno habla de Nando Balbo, a quien conoció durante el servicio militar en el sur y creyó, durante muchísimos años, muerto en la dictadura. En un viaje reciente, Saccomanno se enteró de que Balbo había sobrevivido, aunque había sufrido tortura y cárcel. Y que al salir había conocido el exilio y, una vez retornado, se había reintegrado a la docencia y la tarea social; según Saccomanno, Balbo era compañero de militancia de Fuentealba, el maestro neuquino asesinado durante una represión policial. Al intercambiarse mails, Balbo le contó a Saccomanno cómo había aliviado su estancia en prisión. De manera muy sencilla: leyendo.

La cárcel de Rawson tenía biblioteca. Le prestaba a cada prisionero un máximo de tres libros al mes, lo cual no era límite, dado que se intercambiaban los volúmenes y leían a destajo. ‘No tenés una idea de cuántos días de encierro escapábamos mediante la literatura', le escribió Balbo a Saccomanno. Hasta que los cárceleros se dieron cuenta y prohibieron la lectura: ‘Fue una nueva manera de torturarnos'. Pero a la manera de Fahrenheit 451, los prisioneros empezaron a contarse los libros que ya habían leído. Si un mismo título había sido leído por varios, mucho mejor: el relato se hacía más complejo y placentero.

Balbo se las vería más difíciles ahora, dado que quedó sordo a causa de la tortura.

La pregunta que nos desvela hoy a escritores y lectores tiene que ver con lo que llamaba la atención de Tom Stoppard y es, o debería ser, la siguiente: ¿cómo hacer para que la palabra, y por extensión la narrativa escrita, recupere el valor que perdió en el mercado al aceptar ser medida y pagada a tanto la línea, como la más vulgar de las mercancías?

Escucho respuestas, opiniones, propuestas.

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1 de julio de 2008
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Rachel, Rachel

La verdad es que no hay gran cosa para decir sobre My Blueberry Nights, la última película de Wong Kar-Wai. Levísima historia de amor, trufada por algunas historias paralelas, se deja ver por la manera en que Darius Khondji fotografía a su notable elenco (Jude Law, Natalie Portman, David Strathairn), mientras suena esa música -Cat Power, Ry Cooder, Cassandra Wilson- que Wong Kar-Wai elige y administra tan bien. Pero creo que me compraría el DVD cuando lo editen tan sólo para ver y volver a ver mil veces unos pocos de minutos de película, aquellos en los que actúa Rachel Weisz. Confieso que cuando hace su ingreso en la trama -un plano sencillo, simplemente camina hacia cámara-, mi corazón se salteó un latido.

Qué caso extraño, el de Rachel Weisz. Una actriz -una mujer- a la que el tiempo no hace otra cosa que ensalzar. Las primeras veces que la vi me impresionó por su calidad y su versatilidad. Pero no fue hasta hace poco, en películas como The Fountain y The Constant Gardener -por la cual ganó un Oscar-, que atrapó mi imaginación. /upload/fotos/blogs_entradas/the_constant_gardener_med.jpgEn ambos films le tocaron papeles parecidos: esto es, el de mujeres que enamoran tanto a sus hombres que los persuaden de intentarlo todo -y cuando digo todo es todo, incluyendo arriesgar la propia vida y torcerle el brazo a la Muerte- a cambio de su afecto. Digo que son papeles difíciles porque si la actriz falla, si se queda corta a la hora de persuadirnos a nosotros también, espectadores, de que puestos en el lugar de los protagonistas haríamos lo mismo, el relato entero colapsaría. Quizás si Weisz fuese una belleza despampanante su tarea habría sido más fácil. Pero Weisz es simplemente una mujer. Su belleza, en todo caso, mana desde el interior y transforma todo lo que toca -empezando por nuestros ojos.

En My Blueberry Nights tiene un papel tan breve como ingrato: el de la esposa de un policía alcohólico, que al poner fin a su relación de la forma más cruenta lo impulsa a la muerte. A Weisz le bastan dos escenas para darle al film una vibración de la que hasta ese momento carecía: su entrada muda -esa que puso en riesgo mi corazón-, con la que nos convence de que es lógico que el policía beba, y después se mate, para olvidarla; y la de su salida, en la que sin renegar de su personaje, nos convence de su humanidad. Una vez que sale de cuadro, la película toda se diluye para siempre.

Lo que también me habla bien de Rachel Weisz es la inteligencia que está demostrando a la hora de elegir proyectos. Acaba de concluir Agora, de Alejandro Amenábar, The Lovely Bones, la nueva de Peter Jackson, y The Brothers Bloom, la segunda película de un realizador llamado Rian Johnson. (Su debut se llama Brick, no dejen de verla.) Cualquiera de estas películas ofrece maravillosas razones para seducirnos, tanto por sus directores, por las novelas en que se inspiran -¿leyeron la novela de Alice Sebold que es la base de Bones?- y también por sus co-estrellas. (En Bloom, por ejemplo, trabaja con Mark Ruffalo y Adrien Brody.) Pero yo no necesito más argumentos para comprar mi entrada que el que suscribe este texto: vería cualquier cosa en lo que apareciese Rachel Weisz. 

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30 de junio de 2008
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La más animada de las narrativas

Me encontré diciéndome a mí mismo: ‘No pienso ver The Incredible Hulk. ¿Cuál es la gracia de una película cuyos momentos esenciales son pura animación computarizada?' Pero me corregí de inmediato: ¿y cuál sería el problema, en ese caso? ¿Tengo yo algún problema con la animación? Por supuesto que no. Los viejos dibujos animados -en especial los clásicos de la Warner con Bugs Bunny, Sylvester & Tweety, Daffy Duck y compañía- siguen pareciéndome geniales. (No hace mucho recordé ante mis hijas que algún día quiero comprarme la colección en DVD. Las mismas hijas que suelen reírse porque son las únicas, entre sus amigas, que van a jugueterías para comprar sus regalos del Día del Padre... Esta vez me tocaron muñecos de Yellow Submarine: George Harrison y el Snapping Turk. Yo contento como perro con dos colas.) Y las producciones de Pixar me parecen geniales. Toy Story, Finding Nemo, Monsters, Inc... ¡Ya estoy marcando en mi calendario cuánto falta para el estreno de WALL-E!

Creo que los dibujos animados, o la animación digital, tienen el mismo poder narrativo que su contraparte ‘realista'... y algunas ventajas que la narrativa cinematográfica no posee. Para empezar, Bugs Bunny no cobra sueldo millonario, ni tiene rabietas de estrella ni es víctima de escandaletes en la prensa amarilla y además -créanme, esto no es poca cosa- no mantiene a un representante insoportable que no para de hacer demandas en su nombre. /upload/fotos/blogs_entradas/little_miss_sunshine_med.jpgEsto es lo que ve uno desde el sitial profesional, como hombre del cine; pero como espectador tambien. Me resultan tan conmovedoras Mei y Satsuki, las nenitas de My Neighbor Totoro -una joya animada de Hayao Miyazaki- como Abigail Breslin en Little Miss Sunshine.

Las reglas del arte son las mismas. En último término, se trata de seducir al espectador con una combinación de sonido e imágenes en movimiento, que ‘leemos' sobre una pantalla plana. Por eso yo no hago diferencias entre el cine ‘grande' y las películas de animación, del mismo modo en que no privilegio literatura por sobre historieta. Se narra en la pantalla, se narra en un libro o revista: si el soporte es el mismo, las líneas generales de la narrativa también. Entre mis películas favoritas están Citizen Kane y El Padrino, pero también Totoro y El gigante de hierro y La espada en la piedra.

Seguiré sin ver Hulk, pero no porque el hombretón verde sea animado: simplemente porque no me interesa.

Y mientras tanto, a seguir esperando WALL-E.

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27 de junio de 2008
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Esperando a Harry

Colin Farrell está lejos de ser santo de mi devoción. Pero en estos días acabo de verlo en dos películas en las que está muy bien. Una es Cassandra's Dream, de Woody Allen, donde interpreta al hermano adicto al juego y culposo de Ewan McGregor. Cassandra es uno de esos pequeños ensayos sobre la moralidad del mundo, o falta de, con que Allen se descuelga de tanto en tanto; por supuesto, no es Crimes and Misdemeanors y ni siquiera Match Point, pero se deja ver. (Dicho sea de paso, ¿por qué será que a Allen tan sólo se preocupa por la moralidad del criminal amateur? ¿Por qué no cuestionarse la del hombre que trabaja en una fábrica de armamento, o la del traficante, o la del estadista?)

La otra es In Bruges, debut en el largo del dramaturgo Martin McDonagh. Yo había escuchado muchas cosas interesantes sobre este hombre y leído The Pillowman, una de sus obras más resonantes: por cuestiones tanto históricas (la ubicación en un país vagamente centroeuropeo pero de características dictatoriales -que conozco tan bien) como profesionales (el protagonista, Katurian, es un escritor a quien acusan de llevar a la práctica los crímenes que describen sus textos), su planteo me interesaba mucho. Y está realmente bien, aunque intuyo que sus otras obras -tanto las de la Trilogía de Leenane como The Lieutenant of Inishmore- deben ser mejores.

/upload/fotos/blogs_entradas/in_bruges_med.jpgIn Bruges tiene una anécdota muy simple: dos asesinos a sueldo, Ken (el siempre rendidor Brendan Gleeson) y Ray (Farrell), deben huir temporalmente de Inglaterra después de un trabajo con consecuencias indeseadas. Su empleador, Harry (Ralph Fiennes), eligió para ellos un refugio peculiar: la ciudad belga de Brujas, con sus encantadores canales y sus torres góticas. Ken disfruta de su rol de turista forzoso, pero Ray, que además se siente culpable por el ‘error' que los llevó allí, no tolera el lugar ni sus museos ni sus iglesias. La perspectiva de pasar allí dos semanas, en espera de nuevas instrucciones, lo pone al borde de un ataque de nervios.

Más allá de sus referencias culteranas -a Don't Look Now de Nicholas Roeg, a A Touch of Evil de Orson Welles, a las imágenes del Bosco que en un momento escapan de los confines de su cuadro-, el film no deja de ser un descendiente de la Escuela Tarantino / Guy Ritchie de criminales simpáticos, ocurrentes y algo tontos. Sus mejores tramos son aquellos en los que Ken y Ray confrontan su amor / odio por Brujas, en una melange de Samuel Beckett y Mel Brooks. Después todo se vuelve previsible con la llegada de Harry, que además de precipitar el desenlace tiene la función de decir la palabra fuck en sus múltiples variantes como si su objetivo fuese ser todavía más guarango que Tarantino. Ah, cuán lejos estamos, amigo Fiennes, de El paciente inglés y The Constant Gardener...

Lo que redime el film, finalmente, es la actuación de Gleeson y Farrell y la extraña ternura que trasuntan sus personajes. Se ve que la culpa le sienta bien, a Farrell. Ojalá que no lo contraten nunca para una película de Tarantino. De Kill Bill a esta parte, sus personajes son demasiado estúpidos para experimentar una emoción tan compleja.

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26 de junio de 2008
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La batalla contra el horror

Perdonen que los castigue con una historia así, pero no puedo evitarlo. Ni siquiera yo sé bien por qué me persigue. Quizás porque ocurrió en Coronel Dorrego, una localidad de la provincia de Buenos Aires que suelo identificar con el Paraíso, en tanto pasé allí alguna de las horas más felices de mi infancia. (Allí viven los abuelos de Kamchatka, que tanto deben a los míos.) De comprobarse todos los hechos ante la Justicia, la cuestión sería así: este hombre de 27 años, Mauro Emilio Schechtel -la foto que difunden por TV muestra a un joven apuesto, de rasgos finos- atropelló con su Renault 12 anaranjado a una niña de 10 años, de nombre Rocío. Pero no se habría tratado de un accidente de tránsito, sino de un hecho deliberado. Schechtel habría embestido a Rocío con toda la intención de hacer lo que después hizo, a saber: violarla primero, y después prenderle fuego para que muriese -y así no lograse identificarlo.

Pero Rocío no murió. Con el 60 % de su cuerpo cubierto por quemaduras, se arrastró ochocientos metros hasta el sitio en que pudo pedir auxilio. Y con su resto de consciencia habló del auto tan llamativo que la había golpeado. Ahora está en terapia intensiva, peleando por su vida. Y Schechtel ha sido detenido.

/upload/fotos/blogs_entradas/the_woodsman_med.jpgSegún parece este hombre tenía una causa judicial por un hecho similar. Resulta inquietante, en tanto da argumentos a la gente que defiende la difusión de listas de violadores o iniciativas por el estilo. Está claro que la Justicia humana es imperfecta, pero si el ocasional violador ha pagado su deuda con la sociedad y los médicos lo estiman en condiciones de reintegrarse a ella, el acoso de vigilantes civiles sólo puede ser receta para el desastre. (Hay un viejo cuento de Bukowski sobre el tema, cuyo título se me escapa ahora; y la película The Woodsman; y el episodio de Prime Suspect llamado The Stolen Child.) Lo escalofriante, en todo caso, es que Schechtel está esperando un hijo. Ignoro si se trata o no de una mujer. En cualquier caso, supera mi capacidad de comprensión la disociación que debe tener un hombre para lastimar tal como lo hizo a una criatura indefensa -casi tanto como la que su pareja lleva en el vientre.

La tentación es obsesionarse con la maldad insondable de que el hombre es capaz. Las circunstancias parecen aconsejarlo: ¿alguien que atropella deliberadamente, que experimenta placer sexual sometiendo a una niña herida, que la prende fuego cuando aún está viva? Quizás por lo que significa Coronel Dorrego, o por la criatura que mi mujer lleva en su vientre, prefiero pensar de otra manera. Que la existencia de este hombre tan terrible, de paso lamentable por la Tierra, ensalza por contraste la tarea tan diaria como silenciosa de los millones que son buena gente, que respetan al otro, que están pendientes del más necesitado y del más débil -aquellos que son lo único que explica que esta especie no se haya arrasado ya a sí misma.

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25 de junio de 2008
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El regreso de las Ménades

¿Nunca leyeron Las Ménades? Es uno de los más intrigantes cuentos de Julio Cortázar. Lo leí por primera cuando niño -la que me introdujo en la narrativa de Cortázar fue una de mis maestras de la primaria: gracias otra vez, señorita Barbeito-, y aunque no fue de los relatos que más me gustaban, dejó en mi memoria su huella y su inquietud. Lo que cuenta Las Ménades es una velada musical, durante la cual un director de orquesta, a quien sólo se menta como ‘el Maestro', emociona tanto al público con su interpretación de Debussy y de Beethoven que desata un frenesí que acaba con su muerte, a manos -y boca- de una misteriosa mujer vestida de rojo.

/upload/fotos/blogs_entradas/menade_relieve_romano_med.jpgEl cuento me perturbó tanto ya en aquel entonces que acudí al mataburros. (Estoy hablando de un mundo pre-Google, como se habrán dado cuenta.) Me enteré entonces que las Ménades eran unas mujeres inspiradas por Dioniso, o Baco si les gusta más, aquejadas por una locura mística; criaturas salvajes y de vida insana, ‘con las que era imposible razonar'. (Ahora sí, esta definición pertenece a Wikipedia; vaya a saber dónde andarán mis enciclopedias de entonces.) Según el relato mitológico, son las Ménades las que despedazan al lírico Orfeo cuando éste opta por Apolo en lugar de por Dioniso: en pleno éxtasis, estas mujeres trozaban literalmente a sus víctimas y se las devoraban crudas.

La explicación me decepcionó un poco. Entendía al fin la línea más evidente del cuento de Cortázar: el Maestro era una suerte de reencarnación de Orfeo y las mujeres del público... Bueno, allí estaba el título. Que además no se llamaba La Ménade, así en singular, cargándole toda la culpa a la mujer de rojo, sino en plural. ¡Más claro, échenle agua!

Pero aún así la inquietud persistió durante estos años. Y al fragor de estos días tan conflictivos de la Argentina, volví a pensar en Las Ménades.

Releyendo el cuento, comprendí la raiz de mi desasosiego. Aunque Cortázar se cuida de dar detalles sobre la mujer de rojo, abunda en datos coloridos sobre otras de las presentes. Por ejemplo la señora de Jonatán, convencida de que el público es parte de la orquesta del Maestro, y a la que le encanta repetir que todo es ‘inefable'. O las hijas del doctor Epifanía, Beba y Rosario, ‘rojas y excitadas', proclamando a viva voz que la interpretación de Mendelssohn ha estado ‘bestial'. Y Guillermina Fontán, que sacude al narrador con violencia anticipándose a la interpretación de La Mer. Lo que me ponía nervioso era el hecho de que no se trataba de remotas figuras griegas, sino de mujeres que yo conocía. Quiero decir, no a esas exactamente, pero sí a su calaña. Señoras y chicas de clase media o tal vez de algún peldaño más, emperifolladas hasta la exageración y flotando en nubes de perfume. Vestidas con pieles, con perlas, dispuestas al éxtasis que sólo puede inducir la Alta Cultura. (Sí, ellas lo escribirían con mayúsculas.)

Yo vi a las Ménades en estos días. Me las mostraron las cámaras de TV. Estaban en algunos puntos neurálgicos de la ciudad: Callao y Santa Fe, el Obelisco y también en las afueras, por ejemplo en Olivos -afuera de la Quinta Presidencial. Ataviadas como siempre: algunas con pieles, otras con sombreros -y siempre maquilladas como si fuesen al Colón. Como esta vez no había música inspirándolas, la producían ellas batiendo cacerolas. Y en ausencia de Orfeo, su furia mística encontró otro objetivo: en este caso, otra mujer. A la que no trataban de inefable, precisamente, sino con adjetivos que no suelen ascender a esas boquitas pintadas pero que el delirio, se ve, tornaba inevitables: puta, conchuda, zurda, montonera.

¿Por qué la eligieron como blanco de su frenesí? Sinceramente no lo entiendo. Después de todo se trata de una persona de su mismo género. Se me ocurrió que a lo mejor se trataba de una fobia parecida a la que produjo en su momento Eva Perón. Sin embargo no me cerró: las ‘señoras bien' de entonces miraban de soslayo a Eva porque era actriz, y ya se sabe que todas las actrices... Y además había sido amante y concubina antes de ser esposa ante los ojos de Dios. (Las Ménades de entonces, cuando se enteraron de su enfermedad, gritaron: ¡Viva el cáncer!) Pero esta otra mujer, aquella cuyo nombre gritaban las nuevas Ménades con hambre de su carne y sed de su sangre, no es actriz sino abogada. Y está casada en primeras nupcias con el mismo hombre desde hace décadas. Y no es hija natural ni cabecita negra sino gente como uno: clase media de origen, profesional, con dos hijos. Y conservó una línea política, o sea que no se avergüenza por haberse desplazado de un extremo a otro del espinel como Patricia B o La Papisa Elisa. Y además es elegante, y culta, y habla con gran propiedad.

¿Entonces? A no ser que esta otra mujer haya optado por Apolo en secreto en perjuicio de Dioniso, no lo entiendo. Quiero decir, comprendo que algunos señores -a los que también vi por TV en estos días- protesten porque no están dispuestos a ‘recibir órdenes de una mujer'. ¿Pero no deberían las mujeres estar orgullosas de una congénere que personifica todas las excelencias a que puede aspirarse? Salvo que exista la posibilidad de que estas Ménades estén ligadas a la zorra de la fábula, aquella que despreciaba a las uvas por verdes, disimulando que en realidad no podía alcanzarlas; y que este frenesí sea inspirado más bien por impotencia, por aquello que envidian, que no pueden tener. Pero en fin, yo soy hombre, y como las mujeres bien saben, los hombres no entendemos nada.

Ah, me olvidaba: en griego, ‘ménades' significa las que desvarían.

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24 de junio de 2008
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Un león haciendo cine

Lamento no haber visto antes Leonera. Porque entonces habría recomendado calurosamente que fuesen a verla y ahora les va a resultar difícil, por lo menos en Buenos Aires: la película sólo está en cartel en horarios rarísimos. Pero quizás fuera de la Argentina haya tiempo, en la medida en que todavía se la esté por estrenar. Y en fin, siempre queda la opción del DVD.

Leonera es el quinto largo de Pablo Trapero. Vi su debut, Mundo grúa, hace casi diez años. La película me impresionó positivamente, sin dejar gran huella; en general me gustan otro tipo de películas, con un trabajo narrativo distinto. (¿Más ‘escritas', quizás? Es posible: considérenlo una deformación profesional.) La prensa especializada de entonces le hizo un flaco favor, al ensalzarla como si se tratase de la respuesta argentina a Citizen Kane, y al hablar de Trapero como el Mesías en su segunda venida. Tanta payasada me alejó de la visión de sus films subsiguientes, El bonaerense, Familia rodante y Nacido y criado. Pero la visión de Leonera me convenció de que había sido un tonto, y que se imponía ver los Trapero que me perdí en este tiempo. No porque suponga que Mundo grúa es algo distinto de lo que vi -una buena película, con un gran personaje y un feel casi documental que distrae de la pericia narrativa del director-, sino porque Leonera me confirmó que esa pericia narrativa ha crecido exponencialmente. Además su universo ha ido calando en mí de a poco. Tanto Mundo grúa como Leonera son de esas pocas películas del cine de ficción que resultarían indispensables si en el futuro uno se preguntase cómo era la Argentina profunda de estos tiempos.

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La anécdota sigue siendo mínima, como en Mundo grúa: Julia (Martina Gusmán), una chica de clase media, va a prisión por un crimen pasional, perpetrado en circunstancias confusas. Su embarazo incipiente la ubica en el pabellón de las presas que también lo están o que han parido una vez convictas. La ley les permite criar a sus hijos hasta los 4 años, después de lo cual deberían ser entregados a familiares directos o puestos a disposición de Minoridad. Aunque privada de libertad (aquí se le dice ‘leonera' a la cárcel), Julia avanza desde la niebla inicial -cuando ni siquiera está segura de haber matado, cuando detesta su vientre preñado-, que la sumía en la peor de las apatías, hasta su definición como madre de Tomás y por ende en leona. Ese tránsito, que supone la transformación de la palabra peyorativa en bandera -‘leonera' ya no prisión, sino casa de las leonas-, constituye el arco narrativo del film.

Es verdad que hay una intención narrativa más desarrollada que en Mundo grúa. Pero los tramos en que opera son los más débiles de la película. La subtrama que incluye al brasileño Rodrigo Santoro habla más de las concesiones que los directores argentinos deben hacer para obtener una producción decente que de las necesidades de la historia misma. Por el contrario, cuando Trapero se concentra en la vida en la prisión o narra con apuntes tan pequeños como despojados -la naturalidad con que las mujeres se entregan a sus necesidades afectivas y sexuales, el niño pequeño que no conoce más hamaca que una reja abierta, y que más tarde se sentirá perdido en libertad-, produce secuencias poderosísimas.

Trapero es una cosa seria. No sé si de aquí en más tratará de integrar mejor sus imágenes al andamiaje de un argumento, o si se concentrará en esa narrativa seca y despojada que tan bien maneja. Lo cierto es que ya ha encontrado su voz, y que yo voy a estar allí siguiéndole los pasos.

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23 de junio de 2008
Blogs de autor

Sobre Shakespeare el conspirador

Se han escrito muchas páginas tratando de dilucidar el pensamiento político y filosófico y hasta religioso de William Shakespeare. (Hay quienes sostienen que aunque se manifestase anglicano seguía siendo católico en secreto, e incluso quienes lo vinculan a la conspiración para volar el Parlamento de la que participó Guy Fawkes.) Pero -por fortuna, diría yo- su ideología sigue siendo tan elusiva como el personaje histórico Shakespeare: todo estudio que no se concentre en su arte y en su insondable conocimiento del alma humana está destinado al fracaso.

No voy a ser precisamente yo, pues, que toco de oído, quien pretenda encontrar luz donde tantos naufragaron. Pero leyendo Henry IV se me ocurrió que hay muchas formas de expresar lo que uno siente o piensa en lo más profundo de su alma, además de la declamación hecha y derecha.

Shakespeare se abocó a Henry IV para ilustrar el proceso político que consagró una línea monárquica, aquella que definió el tiempo en que le tocó vivir. Es decir que de algún modo estaba obligado a hablar bien de los reyes en cuestión: no hay que olvidar que las compañías teatrales de la época dependían del permiso real para trabajar, y que a menudo recibían comisiones desde el palacio, y hasta invitaciones para actuar delante del monarca. En este sentido, las dos partes de Henry IV narran la formación del príncipe Hal, hijo del rey y futuro Henry V, a quien la historia consideraba el paradigma del soberano, el modelo ante el cual todos los reyes debían medirse. Shakespeare no tenía demasiadas opciones al respecto: su retrato de Henry no podía ser negativo, por lo menos de manera evidente.

¿Qué es lo que hizo Shakespeare entonces? En el mismísimo seno de una de sus obras ‘históricas', metió a un personaje que, aunque inspirado por otro personaje de la crónica -Sir John Oldcastle-, era en esencia producto de su fantástica imaginación: el incontenible Jack Falstaff.

/upload/fotos/blogs_entradas/falstaff_med.jpg¿Y quién es Falstaff? Un caballero gordísimo, afecto al vino, a las mujeres y a las mentiras, que a pesar de su título de ‘Sir' no duda en robar para subvencionar sus vicios. Falstaff le enseña al joven príncipe Hal todas las cosas que no aprenderá en palacio, y por eso el rey Henry IV lo tiene entre ceja y ceja: está convencido de que Falstaff lleva a su hijo por el mal camino. Es verdad que Falstaff resulta impresentable -el crítico Harold Goddard dice que el personaje participa de dos naturalezas, y la primera de ellas es el Inmoral Falstaff. Pero a pesar de que todo lo malo que se dice de Falstaff es cierto (el obeso Jack es el primero en admitirlo), también es verdad que Falstaff es la más perfecta personificación de la alegría de vivir, del deseo de experimentar la vida de la manera más intensa -y esa es su segunda naturaleza: el Inmortal Falstaff. ‘Give me life!', es su expresión favorita, que Harold Bloom vincula a la bendición que Yahweh otorga al hombre en el Antiguo Testamento: no una vida más larga, sino una vida que es ‘más' -una dimensión más alta de la existencia.

Falstaff se convirtió en un personaje tan popular, que la mismísima Reina Elizabeth le pidió a Shakespeare que lo incluyese en otra obra. Son pocos los que recuerdan a Henry IV y a Henry V en este tiempo, pero Falstaff sigue vigente como uno de los personajes más divertidos y conmovedores que haya escrito jamás hombre alguno. Todavía hoy Falstaff nos conmina a seguir demandando: ‘Give me life!', a exigir de esta existencia todos los goces y las risas, a desconfiar del Estado y de los nacionalismos (‘¿Puede el honor curar una pierna? No... ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué es esa palabra honor? Aire') y consagrar a cambio el poder curativo del amor -y del vino.

Yo creo que aquel que subvierte desde dentro una obra pensada como exégesis de un rey y exalta a cambio a un personaje anárquico, está haciendo una declaración ideológica: ¡abajo Henry, y larga vida a Falstaff!

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20 de junio de 2008
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El Boomeran(g)
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