Tuve la suerte de que Viviana Paletta me obsequiase en Madrid la edición española de El sueño del señor juez, de Carlos Gamerro. Me alegra que Gamerro sea difundido más allá de las fronteras argentinas: es de nuestros escritores más inventivos y ambiciosos -lo cual equivale a decir: de los más próximos a la perfección. Más allá de su obra ensayística, de la que hablé en una oportunidad en este mismo lugar, Gamerro es autor de la monumental Las islas, de El secreto y las voces y de La aventura de los bustos de Eva, además de la colección de cuentos El libro de los afectos raros.
La ‘nouvelle' El sueño del señor juez es su segundo libro de ficción, y ya desde su título anuncia el parentezco con el Kafka de las paradojas y del humor surrealista -sólo que, en este caso, se trata de un Kafka perdido en la inmensidad de las pampas.
No creo que la trama agote en sí misma las resonancias del relato; baste decir que el juez de Malihuel, Urbano Pedernera, despierta un día después de haberse topado con un vecino dentro de su propio sueño, y procede a emplazarlo durante la vigilia como si el vecino fuese responsable de sus actos en paisaje onírico ajeno. A partir de allí -la narración está dividida en tres partes que podrían ser autosuficientes-, Gamerro se ata a la punta del ovillo y echa a correr, dispuesto a no parar hasta haber agotado todas las implicancias de su delirante premisa. La segunda parte se concentra en el fracaso del sueño que el vecino acusado, Rosendo Villalba, había alentado toda su vida: el de la libertad verdadera en territorio indio. Lo que encuentra al cruzar las líneas es una pesadilla a mitad de camino entre Max Ernst y los alucinados relatos de los primeros colonizadores de América -en especial los sacerdotes católicos que narraban desde el prisma del infierno reservado a los infieles.
La tercera parte es aquella en que el juez descubre que su propio sueño lo juzga, encontrándolo en falta en todos los frentes. Leopoldo Brizuela escribió que Gamerro había encontrado aquí ‘un modo de volver a hablar de política en la ficción sin volverse panfletario', inspirado -imagino- por la imagen ecuestre del juez con que la Historia lo honra en Malihuel, y la ceremonia anual de arrojarle basura y huevos e invertir la postura del jinete sobre el dudoso caballo que lo alza. Pero si se me permite la vuelta de tuerca, yo prefiero leer el relato en clave teológica. (A Borges le gustaba buscar rastros de judaísmo en la literatura de Kafka.) ¿O acaso no es posible interpretar la Biblia como el relato de la reacción intempestiva de Yahweh, cuando descubre que los hombres interfieren con su sueño -y lo llaman a responder a la misma clase de justicia que les dispensa?

La tesis central de The Shock Doctrine es, según MacFarquhar, que ‘el capitalismo fundamentalista es tan impopular, y tan obviamente dañino para todos salvo los más ricos entre los ricos, que el establishment requiere en su mejor momento la práctica de la decepción, y en el peor, terror y tortura'. ‘...La única circunstancia -prosigue- en que la población aceptaría reformas al estilo Friedman ocurre cuando está en estado de shock, a continuación de algún tipo de crisis -un desastre natural, un ataque terrorista, una guerra. Una persona en estado de shock regresa a un estado infantil en el que añora que una figura parental tome control sobre su vida; de modo similar, una población en estado de shock le concederá poders excepcionales a sus líderes, permitiéndoles destruir las funciones regulatorias del Gobierno'.
¿No les consagran industrias enteras: juguetes, por supuesto, pero también música, vestimentas, electrónica, bebidas y alimentos? Todo es producido por ellos y para ellos: por ejemplo los libros y las películas, que en esta época no resisten análisis a no ser que se los reciba con una infantil carencia de juicio. ¿Y no está el mundo gobernado por líderes con la crueldad y la sinrazón de una infancia perpetua?'
‘Cuando uno camina por un salón detrás de Jay-Z o J-Lo, puede ver cómo las caras de todos los presentes se iluminan y el foco del lugar gira hacia ellos concediéndoles toda la atención. Lo mismo pasa cuando uno entra a un lugar con un bebé: todas las caras explotan de alegría y todos los ojos se vuelven hacia el pequeño', escribió.
‘El Che era revolucionario todo el día y todos los días, y eso significaba para él la imposibilidad de sostener relaciones al modo de la gente común', dice Soderbergh. Ese es el Guevara que alcanzamos a ver en Che Part 1: un hombre lleno de características admirables, pero al que nunca podemos entender del todo -porque funciona de un modo implacable que está en las antípodas de nuestra sensibilidad posmoderna, egoísta y veleidosa.
En una entrevista que concedió a 