Marcelo Figueras
La verdad es que vi la primera parte de la película de Steven Soderbergh sobre el Che… y me encantó. Ya sé, ya sé: no es precisamente la peli sobre Guevara que la mayoría de los latinoamericanos imaginamos. (En nuestras cabezas funciona como una mezcla entre Lawrence de Arabia y La batalla de Argelia.) Pero esa es una de las razones por las que Che Part 1 -como dicen los títulos al final; o El argentino, como se la ha llamado en alguna otra parte- funciona tan bien: porque Soderbergh no practica el recurso trillado de la mayoría de las películas épicas, esto es, intentar meterse en la piel del héroe en su camino a la gloria, sino que más bien procura mantenerse a una módica distancia, como si las imágenes hubiesen sido registradas por uno de los tantos revolucionarios -y no precisamente uno de los más entusiastas- que acompañaron al Che hasta su entrada triunfal en La Habana. La narrativa de Che Part 1 construye con deliberación el verosímil de la objetividad: aunque esto es imposible por definición -cada plano y cada encuadre encubren un juicio de valor, consciente o no-, lo que Soderbergh comunica es su necesidad de mostrar las cosas tal como (imagina que) deben haber sido, para que cada espectador construya su propia lectura del personaje.
En una entrevista que concedió a www.aintitcool.com, Soderbergh (que por cierto, dista mucho de ser uno de mis cineastas favoritos) marcó algunas cosas que sustentan esta impresión. En primer lugar, la voluntad de narrar el proceso revolucionario cubano a través de la figura del Che. Estudioso confeso de procesos más que de resultados, Soderbergh dice que aquella fue ‘la última revolución analógica’, subrayando la lenta tarea desarrollada por Fidel y compañía desde su desembarco en la isla, ganando terreno al tiempo que reclutaban y formaban voluntarios hasta los avances finales que determinaron la huida de Fulgencio Batista. Hoy, dice Soderbergh, en un mundo con tecnologías militares tan avanzadas, una campaña similar sería imposible. Consciente de lo anacrónico de la gesta, logró a mi juicio transmitir la experiencia de lo que debe haber sido ese proceso. Bajándole los decibeles a los discursos ideológicos, que nunca suenan a proclama sino a cosa obvia repetida con naturalidad; y concentrándose en las pequeñas epifanías cotidianas, aun en el medio de la circunstancia excepcional. Ningún relato de los que he visto o leido -a excepción del cuento Reunión, de Julio Cortázar- logró hacerme sentir que yo también estaba allí, con Camilo y el Che en plena Sierra Maestra, hasta la llegada de la película de Soderbergh.
(Continuará.)