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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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Terrorismo de Estado

Hay terrorismo de Estado. ¿Alguien es capaz de ponerlo en duda? Lo practican numerosos Gobiernos iliberales amigos y socios de los países europeos. Y también lo practican Estados democráticos: nuestro adorado Obama, sin ir más lejos, mantiene la autorización de asesinatos selectivos en Afganistán e incluso Pakistán, que ha incrementado en proporciones espectaculares en comparación con la etapa de Bush. Muchas de estas acciones ni siquiera son militares, sino que corren a cargo de la CIA y se realizan mediante drones o aviones no tripulados, dirigidos desde una base en territorio norteamericano.

La Unión Europea, con su Carta de Derechos Fundamentales en la mano, es el territorio del derecho y de las libertades, donde no caben este tipo de prácticas. Alguien la definió hace años como el territorio libre de la pena de muerte. No se puede unir si no es por el derecho, patrimonio que viene de la misma Roma, y no hay derecho cuando prima la razón del más fuerte, que aplicada al poder político se convierte en la razón de Estado. De ahí el multilateralismo europeo en política, su sometimiento a la legalidad internacional y su preferencia por el poder blando. Con la caída del muro de Berlín pudimos creer que este dibujo europeo pasaría del territorio brumoso de las utopías al de las realidades tangibles y eficaces. No sirvió nuestro sometimiento al derecho para resolver las guerras balcánicas con rapidez y eficacia. Hubo que contener a Serbia y evitar el genocidio en Kosovo sin el auxilio de la ley internacional. Pero luego empezó una nueva pendiente en la restricción de derechos. Sucedió en las Azores, cuando varios países europeos se implicaron en la ilegalidad de la guerra de Irak. Siguió cuando algunos nuevos socios acogieron las cárceles secretas de la CIA y muchos otros autorizaron los vuelos y las entregas extraordinarias de sospechosos de terrorismo. Y luego llegó el turno a los inmigrantes, a los que se puede mantener bajo privación de libertad sin juicio hasta 180 días, según una directiva europea. O las expulsiones por motivo de raza en Italia y Francia. El GAL dejó de actuar en 1987, el año en que España empezaba a integrarse en las instituciones europeas. El debate sobre el terrorismo de Estado regresa justo cuando se nota en todo el mundo un regreso de los Estados soberanos, con sus intereses nacionales y sus razones de Estado a cuestas. No sabemos si el sueño europeo se ha eclipsado momentáneamente o se ha desvanecido del todo; en todo caso, apenas rige como utopía conductora. Suspendida su vigencia, esas palabras tan polémicas de Felipe González nos recuerdan que siguen vigentes los dilemas morales que se le plantean a un gobernante cuando hasta su teléfono, el último, llegan las propuestas ilegales de Maquiavelo.

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14 de noviembre de 2010
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Los colores del nuevo mundo

El futuro ya es hoy. Nuestras retinas estaban acostumbradas a rostros de hombres blancos, en escenarios históricos de la vieja Europa como protagonistas predominantes de las noticias de actualidad. Pero cada vez más deberán acostumbrarse a imágenes como las que nos llegan estos días desde India e Indonesia. Hemos pasado de los rostros pálidos y los colores grises y oscuros a una paleta viva y variada, en pieles y vestidos. El color café con leche de Obama es una excepción en las reuniones atlánticas y en sus periplos occidentales. Pero en su gira asiática no solo no desentona sino que está perfectamente a juego con los colores emergentes, que pertenecen a este futuro que ya está aquí.

No son meras imágenes coloreadas. También hay intereses, por ejemplo. O ideas y valores, por supuesto. En Asia es donde Estados Unidos se juega el todo por el todo de su futuro como superpotencia. Obama ha visitado dos grandes potencias asiáticas emergentes como India (1.140 millones de habitantes) e Indonesia (240 millones de habitantes), recién incorporadas a los proyectos de gobernanza económica mundial a través del G-20. Tienen en común con Corea del Sur y Japón, economías emergentes de oleadas anteriores, que conforman un abanico de alternativas al modelo central asiático, el de China, en el que el mercado libre y el crecimiento son perfectamente compatibles con la dictadura del partido único y la ausencia de libertades. Entre las muchas diferencias respecto a China y también a otras potencias asiáticas destaca la diversidad cultural y religiosa de sus poblaciones y el peso del islam, que ocupa el primer y tercer lugar en el mundo en población musulmana: Indonesia con 200 millones de musulmanes e India con 180 millones. Si fue Bush quien ató corto a India al sistema de alianzas norteamericano, sobre todo a través de un acuerdo de cooperación nuclear, Obama ha culminado la operación al abrirle las puertas como miembro permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, para disgusto de sus vecinos Pakistán y China, y también de las potencias medianas como España que aspiran a un sistema rotatorio que las incluya. Al actual presidente norteamericano le corresponde, por obligación biográfica, estrechar también las relaciones con Indonesia, el variopinto país y enorme archipiélago de su infancia, con el que Estados Unidos comparte incluso el sentido del lema nacional: unidad en la diversidad; E pluribus unum (de muchos, uno). Si Obama quiere alejar a los 1.500 millones de musulmanes que hay en el mundo de las siniestras propuestas terroristas de Al Qaeda y convencerles de que su país no está en guerra con el Islam, lo tiene mucho más fácil en estos dos países que en toda la franja de dictaduras y monarquías despóticas que se extiende desde el Magreb hasta Irán. Así, entre Mumbai y Yakarta las palabras y los gestos de Obama dibujan simultáneamente dos alternativas. Una: la democracia no debe ser un obstáculo para la prosperidad, como pretende China. Dos: hay que combatir la idea de un choque de civilizaciones entre los musulmanes y Occidente, como pretenden Al Qaeda y la extrema derecha europea y norteamericana. Pero el despliegue asiático no se resuelve en las fórmulas ideológicas de sus brillantes discursos. No será un camino de rosas para el presidente norteamericano. Debe equilibrar el peso de China mediante alianzas con sus vecinos democráticos sin incomodar a su banquero y principal socio comercial y económico: a ese G-20 que empieza su reunión hoy en Seúl le sobra el cero para expresar la cruda realidad de la marcha de la economía global. Está obligado a dar toda la pista a India, el principal de estos vecinos y el de mayor futuro económico y demográfico, pero sin desestabilizar al enemigo de su rellano inmediato que es Pakistán, pues es el socio incómodo e indispensable para cualquier solución al avispero de Afganistán. Pero el obstáculo mayor para la recuperación de la confianza entre los países islámicos y Washington es el conflicto de Oriente Próximo, que no puede faltar a la cita en un viaje como este. En esta ocasión ha sido el propio Netanyahu quien ha metido el palo en la rueda presidencial con el anuncio de una nueva oleada de construcciones en territorio palestino en exacta coincidencia con el discurso de Obama a los musulmanes de Indonesia. Según Obama, "hay una conexión entre la prosperidad de las familias en Chicago y en Yakarta". También sucede con la paz y la estabilidad: entre Jerusalén y Kabul, entre Mumbai y Barcelona. Las dificultades internacionales que tiene ante sí este presidente son enormes, probablemente por encima de sus capacidades. Pero el viaje de Obama tiene una ventaja, y es que no se agota en Asia, sino que se aventura en el futuro global, que ya es presente. Y en este otro viaje, Europa está en orden disperso, que es una forma de ausencia.

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11 de noviembre de 2010
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Michelle y las monjas

Millones de telespectadores de todo el mundo han podido ver las imágenes de estas mujeres. En una de las secuencias aparece Michelle Obama, descalza y rodeada por niños, con los que danza una de estas divertidísimas melodías rítmicas que ha popularizado el cine Bollywood. En la otra, aparecen cuatro mujeres de nombre desconocido, con velo en la cabeza todas ellas, vestidas con uniforme oscuro, en el momento en que limpian y secan el aceite sagrado que Benedicto XVI ha vertido previamente sobre un altar de porfirio. Son dos escenas que ocurren a millares de kilómetros de distancia y con escasas horas de diferencia: la primera el sábado, en la Biblioteca de Mumbai, donde niños de la calle y huérfanos danzaron con la primera dama de Estados Unidos; la segunda, en el templo de la Sagrada Familia de Barcelona, el domingo, donde el Papa celebró una solemne ceremonia de consagración del altar y de la soberbia construcción de Antonio Gaudí.

Veamos ahora otro contraste. Michelle Obama asistió a esta fiesta, mientras su marido se reunía con un grupo de empresarios indios. Las cuatro monjas de Barcelona fueron, junto con la organista y una de las lectoras, las únicas mujeres que tuvieron algo de visibilidad en una ceremonia presidida y protagonizada íntegramente por hombres de una institución de jerarquía nenteramente masculina. La revista Forbes, permanentemente ocupada en realizar las listas de los más ricos y los más poderosos, sitúa a Michelle Obama en lo más alto de su lista del poder femenino. Su marido Barack, en cambio, ocupa el segundo lugar en la lista de los hombres más poderosos detrás de Hu Jintao, el presidente de la China de meteórico ascenso. La derrota demócrata en las elecciones de mitad de mandato y las dificultades políticas de Barack Obama le han llevado a esta situación insólita para un presidente americano, menos poderoso que el jefe del Estado chino según el juicio de Forbes. Benedicto XVI ocupa un destacadísimo quinto lugar en la lista, detrás del rey saudí, Abdula bin Abdulaziz, y de Vladimir Putin. Dejo a la consideración de los lectores las ecuaciones que puedan establecerse entre el lugar que ocupan los dos emperadores (el romano, heredero de los emperadores latinos y cabeza visible del mayor imperio espiritual de la historia, y el norteamericano, jefe de la mayor superpotencia económica, científica y militar de la historia) y las mujeres que les rodean (en el caso de Obama, la propia, en cabeza de las mujeres más poderosas del planeta, y su secretaria de Estado, Hillary Clinton, en el quinto lugar de esta clasificación; y en el caso del Papa, el último y más invisible, que corresponde a las tareas de la cocina y de la limpieza del hogar, única tarea en la que emplean a las mujeres que le rodean y le ayudan, como sucede asimismo con su entero colegio cardenalicio y todos sus obispos y sacerdotes). Estas dos imágenes de Barcelona y de Mumbai son emblema de dos mundos. Uno que se va y otro que llega, uno que mira al pasado y otro al futuro, el declive de Europa y la pujanza de India, un lugar en el que las mujeres no merecen consideración alguna si no es como subalternas de los hombres y otro en el que tienen la oportunidad de luchar y de llegar hasta lo más alto de las escalas de la excelencia y de las responsabilidades. (Enlace con Times of India sobre el baile de Michelle Obama).

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10 de noviembre de 2010
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Relativismos

Hay muchas formas de relativismo. Y con frecuencia hay quien hace mezclas interesadas. Hay un relativismo histórico, por ejemplo, que frivoliza con el lugar y el calibre de los acontecimientos, y tira de los conceptos hasta límites insoportables. Hay que entenderlo por sus efectos retóricos y no por el valor real y efectivo de sus juicios. Son esas gentes capaces de describirnos holocaustos, totalitarismos y genocidios con una frecuencia tan frívola como para terminar devaluando los auténticos holocaustos, totalitarismos y genocidios que se han producido en la historia. Tan relativistas, o banalizadores, que es lo mismo, son quienes utilizan estos conceptos como munición metafórica de uso generoso, como quienes se apoderan de ellos como exclusiva, de uso privativo para su propio provecho e interés: siempre son totalitarios los otros y ellos mismos exclusivas víctimas de genocidios y holocaustos.

Hay una segunda forma de relativismo, que es el que concierne a los valores morales. Aunque son construcciones históricas y culturales de orígenes muy diversos y en fases muy distintas de desarrollo, no hay lugar a duda de que el actual planeta globalizado cuenta ya con una base común, perfectamente fundamentada en el humanismo filosófico y religioso, que comparten todas las grandes creencias. No hay lugar para el relativismo moral ante la pena de muerte, los castigos corporales y las mutilaciones, la tortura, el secuestro y la detención indefinida, la discriminación de raza, sexo o religión y toda la ristra de atentados a los derechos humanos condenados por las declaraciones y convenciones internacionales. Hay, curiosamente, proclamados anti relativistas que han defendido la suspensión de estos derechos en determinadas circunstancias: Bush y sus neocons, por ejemplo; como hay defensores de estos derechos que comprenden sus suspensión cuando quien lo hace es una dictadura ?amiga?: la China si son de derechas y la cubana si son de izquierdas. Un tercer capítulo de relativismos lo componen los filosóficos, utilizados por quienes consideran que la verdad ontológica es inaprensible y que incluso nuestro conocimiento científico sólo adquiere solidez provisional cuando se atiene a unas reglas de conocimiento y a unos ciertos métodos empíricos de refutación y comprobación. Este, y no otro, es el relativismo contra el que quieren actuar los adalides de dogmas religiosos: se apoderan por una parte de la verdad filosófica, que quieren someter a la verdad teológica surgida de sus fuentes sagradas, sea la Biblia, los Evangelios, o el Corán; y extienden un velo de duda moral sobre la verdad provisional y práctica de la ciencia y de la tecnología, a las que sitúan incluso en la frontera de las utopías inhumanas. Esta es una tarea de clérigos, habituados a secuestrar y administrar la verdad al servicio de su poder y de sus intereses. Con el anti relativismo teológico arrastran un anti relativismo moral que con frecuencia no practican: basta ver hasta dónde ha llegado el relativismo de la jerarquía católica respecto a la pederastia, capaz de erigir su juicio secreto y privado en verdad por encima de las leyes civiles. La operación posterior es arrastrar luego el anti relativismo histórico, en una amalgama que suele hacer furor entre ciertos laicos agnósticos e incluso ateos atraídos por el conservadurismo católico: ahí están los teocons, Oriana Fallacci o Marcelo Pera, partidarios de un europeísmo cristiano exclusivista e islamófobo, que sirve tanto a los objetivos de la extrema derecha israelí como al neointegrismo vaticanista. Detrás de la solida cabeza universitaria de Ratzinger, reivindicada estos días en España por algunos con motivo de su viaje a Santiago y Barcelona, yo no veo modernidad alguna ni capacidad de respuesta a los retos de la globalización y de la diversidad cultural y religiosa de Europa. Al contrario, un pensamiento dogmático y arcaico, naturalmente tan pétreo como las catedrales en lo que se refiere a las creencias, la fe; pero relativista en su apreciación de la historia y relativista también en la moral práctica. Por eso sus deslices semánticos no son tales, sino que expresan las debilidades y fortalezas de la Iglesia jerárquica y dogmática. Podemos observar, además, que las debilidades de esas apreciaciones históricas injustas le sirven para acentuar la fortaleza de su capacidad intimidatoria sobre el poder político en España y sacar réditos concretos en forma de pequeñas cesiones y concesiones de quienes gobiernan.

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9 de noviembre de 2010
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Perdida la sintonía fina

Saber quien consigue musitar sus consejos al oído del Pontífice Romano es muy difícil. Pero es evidente que Benedicto XVI ha escuchado con atención las recomendaciones llegadas desde Barcelona sobre las lenguas y las culturas de este país diverso, de forma que luego se han traducido en las palabras y en la liturgia, fuertemente impregnada de la mejor cultura musical catalana, en la ceremonia de consagración ayer de la Sagrada Familia como Basílica. Pero no han sido los únicos argumentos escuchados por el Papa en los días previos a su viaje a Galicia y Cataluña. También ha escuchado y ha asimilado argumentos menos sutiles y civilizados, como los que se pueden leer con frecuencia en los medios de comunicación de extrema derecha, mayoritariamente afincados en Madrid. De ahí esta frase como un bombazo, lanzada en el avión de Roma a Santiago, en la que ha comparado la creciente secularización actual con el ?laicismo agresivo? que hubo en España en la década de 1930.

El portavoz del Vaticano, el jesuita Federico Lombardi, ha intentado quitar hierro a estas palabras, hasta convertir la cuestión en un problema de interpretación. Otros, en una peligrosa banalización de la historia, las han querido analizar como un mero y merecido castigo táctico al Gobierno socialista español. No hay que entrar a discutir estos argumentos, que la más sensata evidencia desmienten: el trato económico y fiscal que recibe la Iglesia en España, sin comparación en ningún otro país en el mundo; su extensa red de docencia subvencionada, fruto de una situación histórica excepcional; la presencia de numerosos ministros católicos practicantes en el gobierno; el trato especial, privilegiado e incluso vulnerador de la no confesionalidad del Estado que se expresa en multitud de aspectos simbólicos de la vida pública española; el despliegue de seguridad, medios y autoridades y las numerosísimas deferencias oficiales en estos dos días de visita pontifica. ¿Todo esto es propio de un país con un síndrome de laicismo agresivo propio de los años 30, aquella década turbulenta que terminó en un baño de sangre, sufrido también por millares de religiosos católicos? Todo el mundo reconoce a Joseph Ratzinger su envergadura intelectual y universitaria. Más discutible es su comportamiento como guardián del dogma, aunque no es de cuestiones de este tipo de las que quiero escribir ahora. Y hay de nuevo un mayor consenso, poco exhibido por sus partidarios, sobre su escasa mano izquierda como político y diplomático. Es evidente incluso que en algunas ocasiones, como le sucedió en el discurso de Ratisbona, no ha sabido calibrar muy bien su papel como cátedro propenso a la especulación con su papel como Jefe de Estado del Vaticano y cabeza de la Iglesia Romana. Nadie debería ofenderse aquí por su comparación de la España actual con la España de los años 30, al menos como se ofendieron los musulmanes con sus frases que identifican el Islam con la violencia. Es tan evidente la inexactitud y tan injusta la comparación, que sólo puede anotarse en el capítulo de las maldades de sus consejeros españoles --que el oído del Pontífice no ha sabido distinguir--, útiles para los movimientos tácticos de la Conferencia Episcopal en sus relaciones siempre complejas con el Gobierno. Según la revista Forbes, Ratzinger es el quinto hombre más poderoso del mundo. Nadie va a discutir a estas alturas la importancia de su viaje a España y, sobre todo, a Barcelona, donde la jornada de ayer propulsará el atractivo ya universal que tienen Antoni Gaudí y la Sagrada Familia. Este viaje lo tenía todo para terminar de forma redonda y perfecta. Pero falló la sintonía fina. Funcionó por una vez con el catolicismo catalán, mucho más que con el anterior Papa. A su llegada a Santiago, aseguró que España ?en los últimos decenios, camina en concordia y unidad, en libertad y paz, mirando al futuro con esperanza y responsabilidad?, palabras en directa contradicción con las que había pronunciado en el avión. Si es notable la 'finezza' del escribano de sus discursos, también es bien claro el tosco objetivo político de quien le sopló la comparación infame.

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8 de noviembre de 2010
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La cotización de la confianza

Las personas confiamos unas en otras en mayor medida cuando tenemos cosas en común, no solo en cuestiones de religión y lengua, sino también de niveles de ingresos. La desigualdad es corrosiva. Cuanto más igualitaria es una sociedad más confianza genera. Y no solo es una cuestión de renta: donde la gente tiene vidas y horizontes similares es probable que también compartan lo que se podría denominar una visión moral. Los impuestos son una reveladora ilustración de la confianza. Confiamos en que todos pagarán sus impuestos. Confiamos en que el Gobierno los gastará adecuadamente. Y confiamos o establecemos un pacto intergeneracional entre quienes nos han precedido y quienes nos sucederán para organizar razonablemente el pago de las deudas pasadas y de los futuros gastos. Cuando la confianza se rompe es muy difícil parar el círculo vicioso del recelo y del resentimiento. Por el contrario, si se restaura y se pone en marcha el círculo virtuoso que conduce a los ciudadanos a confiar en la política y en el Gobierno, terminamos observando que al final disminuyen las desigualdades y aumenta la cohesión de la sociedad.

Dos grandes países americanos han ido a las urnas esta semana, un momento especialmente interesante para observar cómo cotiza la confianza. En Brasil, el domingo, Dilma Rouseff venció a José Serra en la segunda vuelta de las presidenciales. En Estados Unidos, el Partido Republicano arrebató la mayoría en la Cámara de Representantes al demócrata, infligiendo un duro castigo a Obama, en las elecciones legislativas de mitad de mandato. Brasil es una potencia emergente, donde 21 millones de personas han salido de la pobreza en los últimos ocho años durante la presidencia de Lula. La superpotencia y primerísima economía mundial que es Estados Unidos tiene 40 millones de pobres, que han aumentado con la actual crisis económica. Si los brasileños se han subido a la espiral de la confianza, a pesar de la tarea inmensa que les espera con un tercio de la población todavía bajo el umbral de la pobreza, los norteamericanos han hecho lo contrario, divididos y desalentados por la rebelión del Tea Party y su promesa de una sociedad sin redistribución ni Gobierno. Las frases que encabezan este artículo son traducción literal o paráfrasis entresacadas del libro 'Algo va mal' (Taurus), de Tony Judt, el historiador fallecido el pasado agosto, en el que defiende con contundencia argumental y con enorme autoridad moral la acción de las Administraciones públicas y las políticas socialdemócratas. Dictado pocos meses antes de su muerte, desde su silla de ruedas, este libro es un testamento ideológico y una incitación a la acción, especialmente valiosos en el momento en que el populismo avanza en Europa y Estados Unidos, y la socialdemocracia se halla en sus horas más bajas.

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7 de noviembre de 2010
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Combustible para el declive

El Estado, mínimo. Dirigido por quienes más se parecen a los ciudadanos, no por quienes saben. Inactivo ante las desigualdades. Insensible ante los desfavorecidos. Dedicado a desenfundar rápidamente ante los delincuentes, dentro y fuera del país. A ser posible, sin impuestos. También sin funcionarios, salvo en las prisiones y en las comisarías. Lo mismo en el mundo: con menos diplomáticos; cuantos menos diplomáticos mejor, y en cambio tantos soldados como haga falta. Y, claro está, en las fronteras y aduanas. Para cerrar el paso a las hordas extranjeras que se disponen a invadir y desnaturalizar la fibra íntima y auténtica de esta nación que se siente excepcional, en todo caso elegida por Dios. Para destruir a los terroristas, islámicos por supuesto, que desafían el poder americano e intentan destruir su dominio.

Y luego lo más difícil: política sin políticos, un Parlamento sin auténticos parlamentarios. Con hombres y mujeres intrépidos, dispuestos a resistirse a las élites gobernantes, entregados a la ley y al orden, armados hasta los dientes si hace falta para defender los derechos individuales e iluminados por la inspiración de su divinidad particular, entregada incondicionalmente a su causa. Esta es la fuerza que ha vencido en las elecciones de mitad de mandato. Un vector de ideas y sentimientos profundamente americano, alojado en el ventrículo más reaccionario del corazón más conservador de Estados Unidos. Sabíamos que la victoria de Obama hace dos años iba a nutrir y excitar esta víscera, profundamente incomodada por un presidente surgido del liberalismo, que en europeo quiere decir la izquierda. No podíamos medir todavía la dimensión de la crisis económica ni sus efectos sobre el empleo. Las altas expectativas creadas por la llegada del primer afroamericano a la Casa Blanca tampoco permitían calibrar la magnitud de la victoria demócrata: luego se ha revelado más coyuntural y efímera de lo que los amigos de Obama habían pensado. No hubo cambio de época, ni una nueva hegemonía demócrata para varias décadas como esperaban algunos. No hubo tampoco una transformación radical de la política presidencial: al contrario, con el tiempo han ido apareciendo las huellas de las continuidades entre el detestado Bush y el adorado Obama. Pero el corto aliento demócrata y la dureza de la crisis económica no bastan para explicar este profundo bache, que podría convertirse en sima. Sin la subordinación de la política a unos medios de comunicación radicalizados y escorados hacia la derecha, no habría partidos ni partidas del té, auténticas subastas delirantes que prometen terminar con la sensatez y el pragmatismo requeridos para hacer política. Tampoco existirían sin los intereses más particulares que han financiado esta campaña electoral, la más cara de la historia, con el objetivo de bloquear o torcer el programa legislativo de Obama sobre reducción de emisiones de gases, impuestos, banca financiera o seguros médicos y productos farmacéuticos. La barra libre para que las empresas inviertan en la defensa de sus intereses electorales recibió la luz verde del Tribunal Supremo el pasado junio, en una sentencia que protege las donaciones anónimas bajo el manto sagrado de la primera enmienda, que afecta a la libertad de expresión. Obama la criticó "como una victoria de las grandes petroleras, las compañías de seguros sanitarios y otros intereses poderosos que se imponen diariamente en Washington ahogando las voces de los ciudadanos de a pie". Los resultados electorales conseguidos tendrán consecuencias paralizantes no tan solo en la acción interior del Gobierno, sino lo que es más grave en sus márgenes de acción exterior y su capacidad de liderazgo internacional. En el momento en que China se reafirma en su papel económico global, Obama verá atascada su acción exterior en varios capítulos: el desarme nuclear y el llamado reseting (reinicio) de las relaciones con Rusia quedarán hipotecados por unos congresistas republicanos que rechazarán la ratificación del nuevo tratado START firmado con Moscú para una drástica reducción de cabezas nucleares activas; lo mismo sucederá con la legislación medioambiental, que influirá muy negativamente en el eventual liderazgo de Washington en las negociaciones de reducción de emisiones; también con la última generación de tratados de libre comercio, emitiendo así pésimos signos proteccionistas en un momento de crisis económica global. Así es como ese pueblo insurgente que no soporta el retroceso de EE UU en el mundo convierte su rebelión en combustible para acelerar su declive, repitiendo así la operación geopolítica con la que George W. Bush quiso asentar la hegemonía norteamericana como superpotencia única para todo el siglo XXI, consiguiendo únicamente arruinarla en dos guerras sin salida, desprestigiarla ante el mundo y abrir las puertas de par en par al mundo multipolar.

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4 de noviembre de 2010
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Contra la enfermedad y la medicina

La política global todavía es americana. No hace falta ni siquiera que se produzca una elección presidencial para que la atención de medio planeta se fije en el funcionamiento de las urnas en Estados Unidos. Sabemos cómo va a condicionar la acción internacional del presidente Obama, a la cabeza de la que es y seguirá siendo todavía durante largo tiempo la primera superpotencia, pero estamos también atentos a las decisiones que marcan tendencia en el mundo, como es el caso de la iniciativa popular para la legalización de la marihuana derrotada esta noche en California. Si Washington lidera el mundo, la sociedad norteamericana es el espejo en el que nos miramos y atisbamos horizontes futuros. Poco de todo esto sucede con las nuevas potencias emergentes, en muchos casos organizadas alrededor del hermetismo y la arbitrariedad. Estados Unidos, por contraste, proporciona un espectáculo excepcional de transparencia y de equilibrios, de forma que a estas horas ya casi podemos saberlo todo sobre la nueva distribución del poder, que atará todavía más las manos a Obama, y de las razones que han movilizado a los conservadores para ir a las urnas y han desmovilizado a los progresistas que arrollaron en la última elección presidencial.

El pésimo funcionamiento de la economía, y más en concreto la incapacidad de Obama para crear empleos, es el motivo central de la derrota electoral demócrata de esta pasada noche; algo previsible y común en democracia. Esta crisis se llevará por delante a muchos gobiernos y a muchos gobernantes: no iba a ser menos el Partido Demócrata. Sucede en todas las crisis, pero sucederá más todavía en ésta, porque es una crisis de cambio de época y de modelo, que coincide con un desplazamiento de poder económico y geopolítico en el mundo. Pero en el caso norteamericano, al contrario de lo que sucede en Europa, la crisis enerva los reflejos antigubernamentales de los ciudadanos, que en vez de centrar sus temores en la preservación de derechos sociales como sucede con los europeos, temen que desde Washington se aproveche la coyuntura para aumentar el tamaño del Estado, de los impuestos y de la intervención del Gobierno en la economía. No les gusta ni la enfermedad ni las medicinas. Toda jornada electoral norteamericana bate algún record. La mayoría republicana en el Congreso, 60 escaños según los últimos sondeos, es la mayor desde 1948, coincidiendo con el inicio de la Guerra Fría. El gasto acumulado en el conjunto de las campañas electorales también es probablemente el mayor de la historia. Y sin datos precisos en la mano cabe imaginar que ninguna elección de mitad de mandato norteamericana, es decir, sin que estuviera en juego la figura presidencial, ha sido seguida con mayor atención en todo el mundo. Las expectativas levantadas por la presidencia de Obama han sido tan elevadas que necesariamente sigue atrayendo y fascinando una elección que matizará su capacidad de acción y de influencia. En algunos lugares del planeta como Oriente Próximo la correlación de fuerzas entre el Congreso y la Casa Blanca se observa con la misma o incluso mayor atención que los avatares de la política global. Las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos se hallan paralizadas por los desacuerdos entre los negociadores sobre los asentamientos judíos en territorio palestino, pero sobre todo pendientes del nuevo rumbo que tomará Obama a partir de hoy, una vez tome las medidas de la nueva distribución de poder parlamentario. Si la política global todavía es americana, la política local también está condicionada en muchos lugares del globo por lo que suceda en Washington. Estados Unidos ya no es la superpotencia única, capaz de dictar en solitario el rumbo global, pero la mayoría del planeta no tiene otra referencia en la que buscar las señales que nos orienten: las otras potencias sólo emiten señales para sí mismas o emiten señales confusas o ni siquiera permiten que nos asomemos a sus decisiones. De ahí la fascinación que suscita la democracia americana y su prodigiosa capacidad para equilibrar y matizar victorias y derrotas, por fortuna todavía no superada por las nuevas fascinaciones que levantan las decisiones impenetrables de Pequín o de Moscú.

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3 de noviembre de 2010
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Entre el cansancio y la catástrofe

Estamos en un mundo cambiante, pero hay cosas que nunca cambian. No hay reunión europea sin pelea. No hay acuerdo europeo en la cumbre, como sucedió la pasada semana, sin previo acuerdo entre alemanes y franceses. Tampoco hay acuerdo franco-alemán sin un malestar enorme entre todos los otros socios, sean la ristra inacabable de esa Europa de 27 socios actual o los Seis originales del Tratado de Roma: nadie quiere que un directorio de países sea el que lleve las riendas en vez de la Comisión Europea. Ni siquiera hay unión de los europeos, en lo que la memoria nos alcanza, sin una perpetua crisis que parece más combustible que obstáculo. Y no hay crisis que no termine resolviéndose con un complicado pasteleo que hace más intrincado e intransitable el laberinto de las instituciones y de las leyes.

Este es un funcionamiento fatigante, que desgasta a las opiniones públicas y alimenta los sentimientos antipolíticos, ya de por sí suficientemente excitados por la crisis económica. Recordemos que cada elección europea recorta un poco más la participación, cada reforma de los tratados suscita mayores complicaciones y cada reunión o cumbre abre un poco más la distancia entre gobernantes y gobernados. No es extraño por tanto que a los gobiernos europeos se les erice el cabello ante la eventualidad de una nueva reforma del Tratado de Lisboa cuando no se ha cumplido un año de su entrada en vigor para poder encajar la creación del fondo de rescate financiero del euro. Lisboa ha ocupado a los europeos casi la entera década, pues no hay que olvidar que a mitad del camino se halla la descarrilada Constitución Europea, de la que este Tratado es la versión aligerada. Su aprobación, llena de obstáculos hasta el último minuto, condujo a pensar que habría al menos 15 o 20 años de tregua reformista. Aunque el diseño de la Unión Europea pudiera quedar corto para las necesidades del nuevo mundo globalizado y escorado hacia Asia, a nadie se le podían ocurrir nuevas reformas que nos complicaran la vida de nuevo a todos los europeos. Íbamos a trabajar a ?tratado constante?, según feliz expresión de Javier Solana. Hasta que llegó la crisis financiera y se planteó la necesidad de convertir en permanente e institucionalizar el fondo europeo de rescate de 450.000 millones de euros. Alemania adujo inmediatamente la jurisprudencia de su Tribunal Constitucional para exigir una nueva reforma del tratado, cosa que levantó todos los temores del resto de socios, e incluso las peores suspicacias. Vista la experiencia reciente, muchos han querido interpretar cualquier propuesta de nueva reforma como una apuesta por la paralización de la UE. Por el pacto entre París y Berlín, los alemanes renuncian a las sanciones automáticas a quienes superen el 3 por ciento del déficit público establecido por el plan de estabilidad financiera, mientras que los franceses acceden a que se reforme el tratado como exige el Constitucional alemán. Se ha dicho muchas veces que Europa se ha hecho de crisis en crisis. Pero la actual es muy especial, porque coincide con otra crisis, ésta económica, considerada la mayor desde los años 30, antes del Tratado de Roma. Además de ser, por tanto, la mayor crisis económica de la UE, es también una crisis del euro, que no es tan sólo la moneda única sino el cemento político que une a 16 de los 27 socios. Pero siendo una crisis mucho mayor, nuevamente ha sido el combustible que ha obligado a los 27 a realizar este año los pasos que no habían hecho en la última década para dotar al euro de un gobierno económico y de unos mecanismos e instituciones para la vigilancia presupuestaria y el mantenimiento de la estabilidad monetaria. En pocas ocasiones como ahora Europa se ha encontrado ante un déficit de liderazgos y de dirección política. Los grandes partidos se hallan todos en dificultades e incluso decrecidos en fuerza parlamentaria, mientras ascienden fuerzas populistas y xenófobas y se fragmenta el espacio político. En casi todos los países avanzan la desafección y la antipolítica, en muchos casos a caballo de poderes mediáticos que saben explotar las más bajas pasiones. En mitad de este panorama desolador, que hermana a Europa con Estados Unidos, los europeos estamos realizando ahora, a pesar de todo, pasos importantes hacia una unión más estrecha en el capítulo de la política económica. Si estos pasos no estuvieran acompañados del éxito y el euro no consiguiera salir del agujero, podemos prepararnos los europeos porque entonces la crisis no actuará como el combustible que nos propulsa sino el líquido en el que nos ahogamos.

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2 de noviembre de 2010
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El pasado es un país extranjero

La vida sin ETA. Euskadi en paz. Los concejales hasta ahora amenazados, libres para pasear, pedir el voto al vecino, acudir a las urnas. Los escoltas, en busca de nuevos trabajos. Los políticos, de nuevos temas para la disputa. Euskadi libre al fin, porque la primera libertad es vivir. Y la carga irrecuperable y sin remisión de la sangre, la muerte y el dolor, sometida a la lenta acción de las estaciones, la lluvia y el viento, el recuerdo y la desmemoria, quizás en algunos casos el arrepentimiento y el perdón.

No estamos todavía en eso. Pero algo atisbamos ya, por la apariencia de normalidad en anteriores treguas. Ahora, esa izquierda abertzale que nunca le ha fallado a ETA ha decidido terminar: la entrevista con Otegui publicada por EL PAÍS no ofrece lugar a dudas. Nadie sabe, sin embargo, hasta dónde alcanza ese adiós a las armas que la rama política de los etarras tanto desea y proclama; tampoco si los jefes militares están por la labor o hacen oídos sordos; ni siquiera si alguien tiene en sus manos la vara de mando que permita acabar de una vez, o si tal decisión produciría el desacato de una parte de los pistoleros que reemprenderían sus actuaciones para dinamitar el proceso de paz. Hace bien el ministro del Interior al dejar bien sentadas las cosas. Nada debe hacer el Gobierno. Nada deben hacer los demócratas. Quienes deben moverse son los violentos y quienes les han proporcionado oxígeno y a veces más que oxígeno. Y sus movimientos deberán ser cautelosos para conseguir dos cosas a la vez: regresar a la vida civil, a la normalidad de su participación en las urnas y la democracia; y hacerlo arrastrando a todo su mundo, incluyendo a los más violentos, para que ningún fragmento se escape y prosiga su extorsión terrorista. No hacer nada no quiere decir no mantener la atención ni bajar la vigilancia. No hay duda de que desde ETA y su entorno habrá quien intente sacar provecho del abandono de las armas, ya que no pueden seguir sacando provecho del mantenimiento de la lucha armada. En realidad, todo el mundo quiere sacar provecho político de todo en cualquier momento, y razón de más si se trata de la apertura de una era de paz. El PP teme que el PSOE quiera hacerse la foto. El PSOE, que quizás en algún momento quiso hacerse la foto, sabe que es mejor para sus propios intereses dejar que las cosas lleguen por sus propios pasos. Batasuna apuesta por una mayoría soberanista en el parlamento vasco. Pero el PP a su vez, o al menos parte de dicho partido, quisiera convertir el final de ETA en el final del independentismo vasco y, una vez ya puestos, de todos los independentismos. Más mezquino imposible: exactamente lo contrario del consenso británico a propósito de Irlanda del Norte. ¿No bastará con condenar la violencia, como quiere la ley de Partidos? ¿Ni conseguir que ETA cierre la tienda, como queremos todos? Nos equivocaremos si entendemos que condenar la violencia significa arrepentirse del pasado. ETA no tardará en disolverse, pero el relato de ETA no desaparecerá: pretender que también se disuelva es impedir que quienes la han apoyado se expliquen a ellos mismos los cuentos que precisen para seguir viviendo y mirándose al espejo por la mañana. Y eso será la paz. Precede a la reconciliación, que también llegará, cuando a nadie le interesen ya los relatos porque el pasado se habrá convertido en un país extranjero. Es verdad, alguien escribió que el pasado es un país extranjero donde todo es distinto. En Zaragoza, en los palacios de Sástago y de Montemuzo, podemos visitar estos días las exposiciones Tierra y Libertad y Libertarias en conmemoración del centenario de la fundación de la CNT, magníficas muestras sobre una historia de un país violento y conmovedor, pero irreconocible. Dentro de unos años, ojalá sean pocos, quizás visitaremos exposiciones de esta historia vasca de violencia y muerte con el mismo extrañamiento con que ahora conmemoramos los cien años del anarcosindicalismo y evocamos las vidas truculentas de aquellos ?reyes de la pistola obrera?, que se proclamaban ?los mejores terroristas de la clase trabajadora?.

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1 de noviembre de 2010
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El Boomeran(g)
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