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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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La orquesta del Titanic

El crujido de las cuadernas debiera hacernos estremecer. Un mundo entero, el mundo que hemos conocido, se está hundiendo. Dentro de poco no podremos reconocerlo. Es como una segunda réplica del final de la guerra fría, un arreón que se está llevando por delante lo que quedó de todo aquello. Congelados en la historia, los pueblos árabes se habían convertido en la variable fija sobre la que se asentaban todos los otros cambios. Los antiguos países comunistas accedieron a la libertad; terminó el apartheid en Sudáfrica; Europa se encaminó con desigual fortuna a su unificación; emergieron las potencias del futuro bajo el rótulo de los BRIC (Brasil, Rusia, India y China); el islamismo democrático llegó y se asentó en el poder en una Turquía también emergente; y Estados Unidos, país fundado por terratenientes ilustrados y esclavistas, puso al fin a un afroamericano en la Casa Blanca. Y los pueblos árabes, mientras tanto, siguieron petrificados en su régimen de siempre, bajo la bota de unos autócratas casi siempre corruptos y ladrones.

Era la fatalidad, el destino. Maktub. Estaba escrito. Hasta ahora, cuando el choque de placas tectónicas o la colisión con el iceberg, no importa la metáfora, ha resquebrajado el casco de este buque, que es el de nuestro viejo mundo, el del mundo tal como lo hemos conocido. No sabemos cómo será y hay que confiar en que sea mejor e incluso echar una mano para que así sea, en vez de lamentarse por su hundimiento o despotricar contra quienes han permitido que se hundiera. Pero será distinto. Ya no desde Marruecos hasta Bahréin. Aquí mismo, en la Europa que se creía un balneario y se verá ahora obligada a tomar el pulso a la criatura y adaptarse a su ritmo. Costará. Y mucho. Para empezar, enterarse de lo que está ocurriendo. En dos meses han caído dos regímenes. No hay país árabe que no se halle afectado por la llamada a la revuelta, dirigida por los jóvenes y sus habilidades tecnológicas. ¿Hay conciencia ahora mismo en España de lo que supondría una revolución democrática en Marruecos, que pusiera en jaque a la monarquía feudal de Mohamed VI? ¿Tienen nuestro Gobierno y nuestra oposición ideas claras sobre cómo quisiéramos que fuera el Marruecos del futuro? ¿Saben qué papel deben desempeñar Ceuta y Melilla? ¿Estamos preparados para ayudar a su transición hacia una monarquía constitucional y un Estado descentralizado y democrático? Donde más costará enterarse, está visto, es donde menos debiera. Mientras se incuba la revuelta entre nuestros vecinos marroquíes, aquí seguimos con nuestra vieja y aburrida música doméstica, ajena a los crujidos del buque. Ocupados por obligación en la rectificación de nuestras cuentas y medios de vidas, y por devoción a desprestigiar al adversario, somos los músicos del Titanic, dispuestos a seguir con la murga mientras el transatlántico se hunde.

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20 de febrero de 2011
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La agenda de la libertad

Hay pavor en la Internacional Autoritaria. No son buenos tiempos para los autócratas. Tampoco para sus amigos y aliados occidentales. La oleada revolucionaria promete un tiempo nuevo, que exigirá una forma de gobernar y de comportarse distinta, probablemente fuera del alcance de la mayoría de los dictadores y reyezuelos que roban y oprimen a sus ciudadanos.

Los jóvenes de la plaza Tahrir, los que de verdad han doblado el espinazo a una dictadura crucial en la geopolítica de Oriente Medio, han trazado una línea que organiza el mundo político del futuro: ya no valen las derechas y las izquierdas del siglo XX. Las ansias de libertad y prosperidad de esta nueva generación global y tecnológica dejan a un lado, y bajo un mismo estigma, a Fidel Castro y al coronel Gaddafi, a los reyezuelos de la Península Arábiga y al último dictador europeo, Aleksander Lukashenko; y, naturalmente, a los más eficaces y autoritarios de todos, quizás no lo más corruptos personalmente, como son los mandarines chinos. Ahora hay que decidirse, para que todos sepamos quien queda de un lado y del otro de la línea y cómo debe tratarse desde la parte de acá a los de la parte de allá. Lo primero, pues, es saber si queremos estar al lado de los tunecinos y los egipcios, si les apoyamos en la construcción de la democracia y la prosperidad o preferimos seguir enredando.Washington ya ha dicho que sí, rotundamente, mientras que Bruselas no se sabe muy bien si ha dicho algo y qué ha dicho. Si atendemos a la gesticulación italiana con la inmigración estamos diciendo que no y que nos gustaba más el mundo anterior, con las poblaciones bajo el control de los dictadores. Si nos fijamos en Francia, basta con ver la cara que le está quedando a su ministra de Exteriores, Michèle Alliot-Marie, para ver que nos gustaban más los tiranos, con quienes tan buenas relaciones mantienen ciertas élites europeas, francesas sobre todo. Esa nueva división del mundo entre autoritarios y liberales es tan sencilla de enunciar como difícil de definir y organizar. Después de un mes de vacilaciones, peleas domésticas y lluvia de críticas, la Casa Blanca y el departamento de Estado han empezado a ponerse a la tarea. Hay talentos del pesimismo que no cesan en su imprecación contra Barack Obama. Lo último que podía admitir el pensamiento más conservador es que Mubarak cayera o que vencieran los héroes de Tahrir y que no fuera por el impulso directo de una orden salida de Washington. El ensanchamiento de la libertad en el mundo se concibe como una reducción del poder y la fuerza de Estados Unidos. Curiosa forma de contemplar a un país que tiene sus orígenes en una revolución asentada sobre la idea de la libertad del ciudadano. De modo que EE UU ha hecho lo único que no les gusta estos apóstoles de la estabilidad: acompañar al movimiento y empezar a cambiar de posición en su actitud ante las dictaduras en el mundo. Una nueva agenda de la libertad está ahora en el taller de las ideas para responder al desafío y poner al día a la política exterior de Washington. A diferencia de la anterior, la de George Bush, que también quería extender la democracia por el planeta, la de Obama no será militar, sino pacífica. No hay que cambiar regímenes a punta de pistola, sino exigirles que respondan pacíficamente a quienes se manifiestan pacíficamente; demandarles el reconocimiento de las libertades de expresión y de reunión; apoyar moralmente a los ciudadanos que se movilizan; y estimular a los regímenes para que respondan a las exigencias de cambio. Estas son unas primeras ideas esbozadas por el presidente, en su rueda de prensa del martes, en la que se declaró ?en el lado correcto de la historia? y recordó que ?la democracia es un lío, porque no tienes que negociar con una persona sino con un amplio abanico de puntos de vista?. Hillary Clinton, la secretaria de Estado, el mismo día, amplió estas ideas con una notable intervención acerca del mundo digital. Es la tecnología la que amplia el espacio público compartido del siglo XXI. Los estados democráticos deben comprometerse para que el ágora global sea abierta y los ciudadanos cuenten con libertad de conectar. En el trato con las dictaduras, habrá que situar también en primer plan esta exigencia, que no afecta a un sector industrial, el de Internet y las telecoms, sino al futuro de la libertad en el mundo. La reacción de Washington ante Wikileaks no es el mejor modelo para esta nueva agenda, pero sí lo es el esfuerzo por atrapar la ola revolucionaria. Como la revolución misma, el giro no ha hecho más que empezar y la nueva agenda, menos realista, más idealista, es apenas un esbozo que veremos crecer en los próximos meses. (La idea de que existe una internacional autoritaria no es mía, sino de una periodista ucrania, la editora internacional de Reuters, Christya Freeland y de un intelectual bielorruso, Vitali Silitski. Saben por experiencia propia de lo que hablan).

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17 de febrero de 2011
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Mentirosos

Uno mintió cuando dijo que no fumaba. Defendió luego su derecho a la mentira poética. El otro mintió cuando dijo de alguien que había sido detenido en una operación policial en Arganzuela contra una trama de explotación sexual. No sé yo cómo hará luego para defender su derecho a mentir. ¿También razones poéticas?

El contraste no puede ser más claro. Uno con la palabra quiere reforzar la retórica falaz de su defensa del tabaco. El otro la utiliza para desacreditar a quien detesta y perjudicarle en su fama y en su reputación. Uno con sus mentiras no perjudica a nadie, salvo a sí mismo. El otro con las suyas hiere y con contumacia: quiere herir y dañar. Hay un abismo entre ambos. Uno jamás habla de moral, mientras que el otro se la lleva a la boca en cuanto le dan la ocasión. La frivolidad de uno y la inmoralidad del otro nos aleccionan sobre el sonido hueco de ciertas palabras y los escasos escrúpulos de quienes percuten sobre ellas como en un tambor. Quien esto hace no es un mentecato, o no solo, es sobre todo un inmoral. Y lo peor es que lo que ha destruido su sentido moral y su credibilidad como periodista no es más que la vanidad.

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16 de febrero de 2011
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La velocidad de la revolución

No hay tiempo apenas para tomarse un respiro. Ni siquiera para mantener la atención sobre todo lo que está cambiando. El viernes a mediodía los más escépticos de los occidentales que partían de fin de semana no podían pensar que el lunes a la vuelta todo habría cambiado. Y sólo empezar la semana la oleada árabe sigue en Yemen y en Bahrein, después de golpear todavía muy ligeramente en Argelia, pero ya desborda su ámbito inicial. Hay que cambiar los rótulos: la revolución afecta ahora a los países islámicos, una forma como otra de poner a Pakistán en la perspectiva.

Los buenos conocedores aseguran que así es: el violento mundo del terrorismo islámico que ha crecido alrededor de las madrasas fundamentalistas nos hace olvidar que la demografía y la sociología de esta zona de Asia superpoblada está muy cerca del norte de Africa. Difícil que los jóvenes allí no quieran vivir mejor y vivir en libertad como los árabes y prefieran seguir sufriendo la manipulación fundamentalista. No será una revolución, pero lo que sea va a toda velocidad. Túnez y Egipto no tienen nada que ver, pero eso que se mueve ha derribado ya a dos dictadores y está dando muestras de toda la energía para no parar hasta incrementar la lista. Nada cambia ni nada va cambiar de fondo, aseguran los portavoces de los reflejos conservadores; pero no se conoce ni un solo gobierno de la zona, e incluso más allá, China por ejemplo, que no se haya movido a toda velocidad para amortiguar el descontento y evitar que le pille la oleada. Veremos en qué para todo esto, es verdad. De momento, tanto en Túnez como en Egipto, se ha producido una ruptura democrática. Es decir, las manifestaciones de los ciudadanos han obligado a que quienes detentaban el poder lo abandonaran sin atender a las reglas de juego trucadas que utilizaban para mantenerse en él. Recordemos que en España, tras la muerte de Franco, no hubo ruptura, sino una evolución desde la legalidad franquista hasta la legalidad democrática; una ruptura pactada, ahora podríamos decir una ruptura reformista. En Túnez, con una fuerte tradición constitucional, formalmente se mantiene la legalidad después de la huída del déspota; pero en Egipto ahora hay un gobierno militar de facto, que ha inutilizado la constitución y los procedimientos con los que Mubarak pretendía enredar. Es la diferencia entre lo que va de echar a un dictador a que el dictador se muera en la cama y se celebre el duelo oficial con toda la pompa, aunque luego el cava corra a ríos en bares y casas. No será una revolución, si tanto se empeñan los pesimistas que no creen ni en el cambio político ni en el protagonismo ciudadano del cambio; pero lo que sea tiene toda la alegría y el entusiasmo de una revolución. Además, en un momento especial: cuando el horizonte revolucionario se había eclipsado y todos creíamos, resignados unos y más que satisfechos otros, que los cambios políticos del futuro se realizarían todos después de los debidos conciliábulos en los altos despachos entre quienes saben de estas cosas. No es así. La historia no está escrita. La gente, el pueblo, la ciudadanía puede y debe intervenir en política. Y si vive bajo una tiranía está probado de nuevo, ahora recientemente y gracias a los tunecinos y a los egipcios, que tiene la oportunidad de derribarla. Es un mensaje deprimente para los dictadores y para los países sin libertades, del color que sea, que desborda el mundo árabe e islámico: China y Cuba, por supuesto, Arabia Saudita y Bielorrusia. Con una novedad, además, que la convierte en el primer fenómeno revolucionario del siglo XXI: su carácter vírico, producto de la velocidad con que se transmiten los mensajes a través de los móviles y de la redes sociales: sus efectos globales, producto de la tecnología, pero también de similares condiciones sociales y políticas; y su impronta juvenil, fruto de la demografía explosiva de toda esta zona del planeta. Esta argumentación tiene un corolario. Estos cambios de régimen y estas movilizaciones van a producir un cambio, en muchos aspectos revolucionario, en la forma de conducir las relaciones internacionales. Empezando por la primera superpotencia, cuyo papel, decisiones y estrategias están ahora mismo en revisión y son objeto de crítica por parte de todos los analistas. Un mundo nuevo va a salir de todo esto y una nuevas forma de conducir las relaciones internacionales, haciendo buena la premonición de Julian Assange, pero no aplicada exactamente a la filtración de Wikileaks: The coming months will see a new world, where global history is redefined.

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15 de febrero de 2011
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¿Teme Israel a las democracias árabes?

Hay una pregunta que muchos se formulan, pero pocos osan plantear en público y todavía menos responder. ¿Pone en peligro la seguridad de Israel la actual revolución árabe en marcha? La respuesta es afirmativa si escuchamos las declaraciones del actual Gobierno, alarmado por una eventual ruptura del Tratado de Paz con Egipto, y si tenemos en cuenta también las gestiones para apuntalar a Mubarak y sobre todo garantizar que Estados Unidos seguirá apoyando incondicionalmente a Israel, sea cual sea la evolución política que se produzca en Oriente Próximo.

Pero también hay voces israelíes, pocas, es verdad, sobre todo en la izquierda, que solo se han preocupado de expresar su satisfacción por los movimientos de protesta contra las dictaduras que se extienden por toda la geografía árabe. Si somos justos, reconoceremos que son las voces más genuinamente judías que pueden oírse en Israel, concebido por sus fundadores como un Estado que sería "una luz entre las naciones". La única democracia durante décadas en un mar de dictaduras árabes debía ser el faro que algún día condujera a todos los vecinos a la instauración de sociedades más libres y más prósperas. En esta idea se inspiraron los acuerdos de Oslo, que debían convertir el proceso de paz en algo similar a la reconciliación franco-alemana y a la unidad europea. De momento no es Israel quien directamente se dedica a promover la democracia, aunque mucho puede hacer en el futuro para echar una mano. Y si atendemos a las primeras encuestas, no parece que los egipcios estén por romper el tratado de paz ni que el islamismo radical esté en auge, al contrario. La ola democrática, que alcanza en una medida mayor o menor a todos los países desde el Atlántico hasta el Golfo Pérsico, abre un horizonte más claro y seguro para Israel, si los israelíes saben encarar este cambio político adecuadamente. La teoría nos ha dicho hasta ahora que no hay guerras entre democracias. Demos, pues, la bienvenida a las democracias árabes. La demografía nos dice que entre el Mediterráneo y el Jordán habrá una mayoría árabe dentro de pocos años. ¿A qué esperan, pues, los israelíes para hacer la paz? Lo que necesitan cuanto antes es la creación de un Estado palestino democrático, que será la garantía más sólida y más estratégica para que Israel siga siendo también un Estado judío democrático y seguro. La pregunta inicial esconde otra: ¿favorece la actual revuelta al proceso de paz y a los palestinos? Se puede responder con otra pregunta: ¿no habría sido mejor llegar a este punto con el acuerdo de paz ya cerrado? El único Israel que teme a la democracia árabe es el de los colonos intransigentes, el de la limpieza étnica y el de la limitación de derechos a los ciudadanos árabes. Serio problema: ¿no es acaso el del actual Gobierno? Veremos qué hacen.

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14 de febrero de 2011
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Desislamización

Todas las revoluciones marcan un cambio de tendencias. Tardaremos en captar con precisión los componentes ideológicos que explican la actual oleada revolucionaria, entre otras razones porque todavía estamos en una fase incipiente. Pero la pregunta central y urgente, de cara al rumbo que tomen los dos primeros países que se han desembarazado de sus respectivos dictadores, es el papel que jugará el islam político.

Parece evidente que en ninguno de los dos países el islamismo organizado ha jugado un papel relevante en el origen y ni siquiera en la organización de la revuelta. En el caso egipcio, donde se halla la organización matriz y más fuerte de todo el islam sunní, los Hermanos Musulmanes, son muchos los que han deducido de su bajo perfil un paralelismo con partidos comunistas clandestinos, como el español, capaces de aglutinar e incluso monopolizar la oposición pero incapaces luego de obtener mayorías. Otras voces, más suspicaces, temen que la actual prudencia de la cofradía sea una táctica previa a un asalto perfectamente diseñado para tomar el poder y crear una república islámica. Esta teoría tiene sus adeptos israelíes, estadounidenses y saudíes, y el propio Mubarak la ha exhibido hasta el último minuto para aferrarse al poder. La percepción más común es que esta revolución árabe, no tan sólo en Egipto, está en manos de una generación nueva, muy numerosa y diferenciada de las anteriores, sobre todo gracias a la irrupción masiva de la cultura globalizada de las redes sociales a través de teléfonos móviles. Hay abundancia de mujeres descubiertas y de jóvenes con vestimenta occidentalizada. El conflicto árabe israelí no tiene relevancia alguna en la protesta. Tampoco las mezquitas han sido un especial punto organizativo ni han irrumpido líderes religiosos. Hay que tener en cuenta que el sunismo, a diferencia del chiismo, es una religión sin clérigos; un punto de diferencia importante respecto al derrocamiento del Sha en 1979, el otro paralelismo exhibido como espantajo por quienes querían evitar el derrocamiento. Hay unas incipientes e interesantes pistas demoscópicas, producidas por el Washington Institute for Near East Policy esta misma semana. Según una encuesta realizada en El Cairo y Alexandria a usuarios de móviles, entre el 5 y el 8 de febrero, sólo un 15 por ciento de los preguntados aprueban a los Hermanos Musulmanes, un 12 por ciento son partidarios de aplicar la sharia y un 7 por ciento justifican el levantamiento porque el régimen no es suficientemente islámico. Una mayoría del 37 por ciento frente al 27 quieren que se mantenga el Tratado de Paz con Israel y una proporción similar se pronuncia a favor de unas buenas relaciones con Washington. Sólo un 8 por ciento se han unido a la protesta porque consideran al régimen demasiado proamericano. Venimos de dos décadas de intensa reislamización, lo que ha significado una regresión en los procesos de laicización de las sociedades y la aparición de un Islam globalizado muy impregnado de la identidad más tradicional. La actual oleada revolucionaria, en cambio, emite señales de una desislamización incipiente. Olivier Roy, uno de los mejores conocedores de la evolución del Islam político, ha explicado en este mismo periódico que estas señales se deben a la aparición de una nueva generación postislamista y a la evolución de muchos islamistas hacia la democracia, en la estela de la experiencia turca. Una novedad de esta revuelta es la sintonía entre la ciudadanía de todos los países árabes, en una especie de panarabismo aglutinado por la abominación de las dictaduras, no por el antiimperialismo ni el antisionismo. De confirmarse la tendencia, ésta sería la señal mayor de la superación del islamismo político por una solidaridad árabe con recorrido hacia la sociedad laica y plural.

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12 de febrero de 2011
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¿Quién será el próximo?

Y van dos. No ha transcurrido ni un mes desde la caída de Ben Ali y la revolución árabe ya se ha cobrado la segunda pieza. Esto además es caza mayor. El tunecino, a fin de cuentas, era un policía corrupto casado con una peluquera ambiciosa. Mubarak es un general, héroe de guerra, que ha suscitado elogios y apoyos a diestro y siniestro. El tamaño y peso político de ambos países, no hablemos ya de su emplazamiento estratégico, no permiten ni siquiera las comparaciones. Si la ola sólo se hubiera llevado a Ben Ali estaríamos ante un fenómeno interesante pero muy limitado. Con la culminación egipcia, el vendaval adquiere una envergadura histórica y promete seguir creciendo y amenazando ahora a otros regímenes.

Ya van dos, y enorme paradoja, los dos eran máximos dirigentes de unos partidos-estado que no han sido expulsados de la Internacional Socialista hasta bien avanzada la revuelta. ¡Qué vergüenza! Derecha e izquierda se han comportado con idéntica bajeza con esos dos dictadores. Alguien deberá dar una explicación, o al menos aprender la lección. Pero ahora el asunto importante es seguir mirando hacia delante. ¿Quién será el siguiente en caer? ¿Será un monarca? También hay otra posibilidad. Que se produzca una segunda caída en Egipto. Omar Suleiman es tan responsable como Mubarak de la situación a la que ha llegado el país. Con un agravante: el responsable directo de los mayores abusos de la policía y de los servicios secretos es Suleiman. Si juega tan fuerte en este envite, es porque se siente muy apoyado por quienes han sido los aliados de Mubarak hasta ahora, concretamente Estados Unidos e Israel. Pero está por ver que los jóvenes egipcios se conformen a una transición liderada por alguien tan comprometido con el régimen. Aunque el rumbo de la transición sea todavía incierto, hay un hecho incontrovertible, y es que la caída de Mubarak dará mayor impulso a la ola revolucionaria y animará a los jóvenes de todo el mundo árabe, e incluso de otros países, a seguir el ejemplo. Esta es una de las mejores aportaciones de la revuelta. Las dictaduras están algo menos prestigiadas en el mundo después de la caída de máscaras en Túnez y Egipto. Además de dictadores sin escrúpulos, todos ellos han robado como locos, mientras sus conciudadanos vivían cada vez peor. Donde hay dictadura hay crimen y hay corrupción, una obviedad más conocida y difundida después de este triunfo revolucionario.

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11 de febrero de 2011
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Paz celestial o liberación

Hay dos explicaciones extremas de las claves de la historia. A un lado, quienes buscan los resortes de los acontecimientos en las secretas palancas movidas por expertos y sabios, con frecuencia crueles y sin escrúpulos, desde búnkeres ocultos. En el lado opuesto, quienes atribuyen a la voluntad y los deseos de la gente, los pueblos, los ciudadanos, la capacidad para desatascar los engranajes gripados y redistribuir para más o menos tiempo las cuotas de poder acumulado en pocas manos. El mito de los arcanos del poder en el primer caso y el de la revolución popular en el segundo.

Ambas concepciones se reflejan en los análisis periodísticos o en los tratados y manuales históricos, pero todavía tienen un reflejo más vivo en la acción política. Nótese que la revolución por excelencia, la rusa, sintetiza ambos mitos. Conspiración bolchevique que arrastra al pueblo hambriento. No es el caso de la actual oleada revolucionaria, sin partidos y con mucha tecnología, y necesariamente pacífica, gandhiana. Pero no importa: una parte de la opinión, sobre todo la más conservadora, seguirá considerándola fruto de oscuros e insensatos designios destinados a perjudicar a sus intereses e ideologías. Mientras que otra la acogerá como se acogen las revoluciones, al menos al principio, con una gran simpatía. Que hay una revolución en Egipto parece fuera de toda duda. Muchas cosas han cambiado y nunca volverán a ser como antes. Pero la pelota de tenis todavía está corriendo sobre la red y no se sabe de qué lado va a caer finalmente. Mubarak ya es una momia. No resucitará, pero es el símbolo, la última carta que soltará Omar Suleimán antes de intentar hacerse él personalmente con la jefatura del Estado. Suleimán no es un hombre de transición, al contrario: es Arias Navarro, defendiendo al rais e intentando reproducir su sistema. Quiere la continuidad del régimen sin Mubarak. Lo mismo que quieren Israel y los otros regímenes amigos árabes: un Gobierno militar, que garantice la estabilidad y que mantenga intangible el tratado de paz forjado en Camp David. Lo contrario de Túnez, donde la revolución ha triunfado por la huida precipitada del dictador: allí el primer ministro Ghanuchi es Adolfo Suárez. En El Cairo se está acercando la hora de la verdad, que es una bifurcación: a un lado Tiananmen, que significa puerta de la paz celestial en mandarín; pero es el símbolo de la represión a sangre y fuego y de la recuperación de la iniciativa y del control por parte de la dictadura, como sucedió en esta plaza pequinesa en 1989 después de casi 50 días de ocupación. Del otro, la liberación, Tahrir en árabe, con la apertura de la transición que todavía no se ha producido: exilio del rais, levantamiento del estado de urgencia, amnistía para los presos políticos, disolución del Parlamento, Gobierno provisional y convocatoria de elecciones constituyentes. La biografía de Suleimán le señala como el hombre para el primer camino, el de la sangre, a pesar de que Israel y los amigos occidentales, también Washington, parecen apostar por él todavía para cualquiera de los dos. El segundo camino no tiene líderes, a menos que se acuda a personalidades como Amr Musa o Mohamed el Baradei para salir del paso. Esta revolución es parte del desplazamiento de poder que se está produciendo en el mundo y dentro de las mismas sociedades. A favor de todo lo emergente, sean continentes y países o tecnologías y generaciones. Washington demuestra su poder declinante: no puede ni sabe cómo echar a Mubarak. Hace unos años no hubiera sucedido. Sus aliados de la zona le presionan para que no lo haga, los europeos están en sus cosas (velinas, vacaciones tunecinas y egipcias, broncas domésticas). Y su socio y rival chino piensa con escalofríos en Tiananmen: en que no se repita. Lo más esperanzador de Tahrir es que cada día que pasa sin que mengüe la protesta es más difícil que se convierta en Tiananmen. Y si Tahrir no termina como Tiananmen entonces el mensaje que nos está mandando la juventud egipcia es enormemente esperanzador para todos. Aquel mandarinato chino fascinante que denuncia y teme Felipe González, expresión máxima de los arcanos de la historia controlados por una oligarquía cruel y corrupta, ha recibido un golpe mortal desde el mundo árabe y con ello la eventualidad de que las democracias se vayan rindiendo ante la fuerza de un nuevo capitalismo enormemente eficaz gracias a su autoritarismo. Lo que está sucediendo no será una revolución para el gusto de los más cautos e hipnotizados por el mandarinato. Pero es lo mejor que le ha sucedido a la humanidad desde la caída del muro de Berlín en 1989. Solo por eso los tunecinos y los egipcios, pronto todos los árabes, pueden estar de nuevo orgullosos. No con el viejo orgullo de las glorias pretéritas, poco útil y fuente de resentimientos, sino con el orgullo joven de la libertad conquistada que levanta la admiración de todo el mundo.

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10 de febrero de 2011
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Congénitamente incompatibles con la democracia

A ojos del mundo, hasta bien entrados los años 80, lo éramos los españoles. Muchos en España también lo creían, franquistas sobre todo. Cuando murió el viejo general, pocos pensaban que la historia que entonces empezaba acabara bien. El espectro de la guerra civil se paseó de nuevo en la imaginación de unos y otros. Aunque fue utilizado por los agoreros, también funcionó como uno de los motores más eficaces para la reconciliación entre los españoles. Nadie quería dejarse llevar por la maldición de repetir nuestra historia trágica. El éxito de la transición española, la recuperación de las autonomías para las nacionalidades históricas primero y para todas las regiones que se apuntaran después, el ingreso en las instituciones europeas y la entrada en un período de prosperidad como no se había conocido nunca antes fueron los corolarios que desmintieron el tópico: los españoles no éramos congénitamente incompatibles con la democracia.

No era una obviedad. Esta idea lamentable que nos dejaba en la cuneta de la civilización era la prolongación de una ideología de raíz sobre todo anglosajona que consideraba incompatible la latinidad católica con las libertades públicas y las formas de la democracia parlamentaria. El prejuicio se extendía, por supuesto, a todas las afueras y suburbios de la Europa blanca y capitalista, empezando por los países colonizados, y ha mantenido sus efectos hasta hoy mismo, cuando los tunecinos y los egipcios han empezado a dinamitarla. En realidad, esa ideología sigue todavía en acción en muchos análisis y declaraciones que estamos viendo estos días sobre los peligros de las transiciones democráticas, los temores que suscitan los Hermanos Musulmanes y la imprescindible estabilidad que necesita el polvorín de Oriente Próximo. Todo conduce al final a lo mismo: a considerar a los árabes incompatibles con la democracia. No son los árabes los únicos que suscitan tal tipo de pésimos pensamientos. Lo mismo sucede con China y sus profundísimas ideas enraizadas en el confucianismo. Son perfectas para que los mandarines mantengan su poder y para que quienes hacen tratos mercantiles con los mandarines puedan lavarse las manos sobre la falta de libertades de los ciudadanos chinos. Nos convencemos así de que a fin de cuentas son congénitamente incompatibles con la democracia. Que están condenados a la tiranía o al caos. Estas son ideologías supremacistas, propias de gentes que se consideran ellas mismas superiores y consideran también superior su cultura. Pueden disfrazar estos pensamientos de antirelativismo y de liberalismo. A veces incluso utilizan argumentos anticoloniales para descalificar la supuesta ingerencia que supone interesarse por los derechos humanos en las dictaduras amigas. Pero pertenecen a un repertorio neocolonial que los hechos han ido desmintiendo desde hace ya muchos años. Avergüenza que además sirvan como anillo al dedo a los dictadores para mantenerse en el poder. Son gentes que, como Franco, creen que a los pueblos, como a los niños, no se les puede dejar solos. No es extraño que contemplen estupefactos la oleada revolucionaria que ha llegado al mundo árabe y que algún día también llegará a China.

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9 de febrero de 2011
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Nuestros amigos dictadores

¿Por qué ese empeño en descalificar a los dictadores? ¿A qué se debe esta manía maniquea y absolutista de rechazar en bloque una obra finalmente humana? ¿Nada hay que se pueda salvar de su figura y de su trayectoria? ¿Acaso hemos calculado los males mayores que se evitan con estas figuras autoritarias? ¿Tenemos suficientes datos para descartar que esos mandatos auto otorgados hayan sido realmente perjudiciales para sus países?

Hacía mucho tiempo que no se escuchaba este tipo de interrogantes que ahora rebotan de columna en columna, de discurso en discurso, de derecha a izquierda, de Washington a Jerusalén, de Bruselas a Pekín. Los más viejos del lugar conocen el sonsonete. Los más jóvenes no debieran dejarse engañar por tan vieja música. Es el destino de Mubarak lo que la ha suscitado. Resulta que era un tipo fiable. Resulta que para otros incluso era un amigo leal. Resulta que ha sido un liberalizador de la economía egipcia. Está certificado su heroísmo militar. También su compromiso con la paz en Oriente Próximo. La estabilidad de la región, e incluso del planeta, dependía de su benévola y comprensiva actitud. No cuentan otros balances, naturalmente. La cárcel, la tortura, la muerte para quienes osaban levantar su voz. ¿Cómo podrían contar esas nimiedades? Tampoco cuenta la corrupción, el robo, el nepotismo, la apropiación del Estado. ¿Acaso no sucede incluso en la más ejemplar de las democracias? Nada que reprocharnos ante tanto pragmatismo. Ya se sabe que los idealistas están destinados a perecer bajo la bota del dictador, mientras que los realistas terminan entendiéndoles e incluso sacando jugosos beneficios. Son humanos, demasiado humanos, y hay que comprenderles en toda su complejidad. Hay que saber también cómo sacar partido de sus virtudes y de sus defectos. Y algunos realmente son auténticos virtuosos en su trato con estos amigos a veces desagradables. Mubarak ha suscitado estas reflexiones de tan escasa moralidad, pero vale para muchos más. Repasando la lista de los más próximos dictadores, casi todos se hacen acreedores de una u otra forma del agradecimiento de la humanidad beneficiada por sus benévolas acciones. José Stalin, Francisco Franco, Augusto Pinochet o Fidel Castro compiten en uno o varios capítulos con Mubarak a la hora de suscitar la comprensión de los ciudadanos agradecidos por su paso devastador y cruel por esta tierra. A pesar de lo que digan quienes se les oponen, todos han beneficiado de una forma u otra a sus poblaciones. Castro con la sanidad y la escuela. Franco con el desarrollismo y, según sus más conspicuos turiferarios, con la herencia política de la monarquía. Pinochet con la economía más abierta y liberalizada de América Latina. No nos olvidemos de Stalin, llorado universalmente como el padrecito de los proletarios, en agradecimiento por haber vencido a Hitler. Habría más nombres a añadir: por ejemplo, el mariscal Petain, héroe de Verdun; el general Jaruzelski, patriota polaco sin discusión; el Sha Reza Palevi, que mantuvo a Irán en la modernidad; o Sadam Hussein, que venció a los persas y resistió a los americanos hasta la muerte. ¿Tiene menos méritos Hosni Mubarak que toda esta ristra de déspotas y dictadores? Quienes tienen méritos de sobra, en todo caso, son quienes osan defenderles, despreciando el dolor de los pueblos que oprimen, olvidando la profunda corrupción que comporta toda dictadura e impartiendo una cínica lección de la peor forma de encarar las relaciones internacionales. No hay que olvidar que la paz auténtica no se hace con las dictaduras sino con los pueblos. Ni siquiera sirve el supremo argumento de que Mubarak es el hombre que ha evitado nuevas guerras entre árabes e israelíes. La única virtud que adorna al rais egipcio es que su caída, hasta ahora lenta y diferida, ha desenmascarado de forma insólita a los amigos y simpatizantes de los dictadores.  

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8 de febrero de 2011
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El Boomeran(g)
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