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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los enemigos de la Constitución

Hay consenso, aunque parezca mentira. En casi todo hay disenso, menos en un punto minúsculo, pero trascendental, porque puede ser el de partida. Parece que hay acuerdo en que se ha roto el consenso y que nada se podrá hacer si nos conseguimos recuperarlo, por pequeño que sea. Este consenso minúsculo señala una dirección. En vez de seguir peleándonos sobre quién empezó, si fue Aznar o fue Maragall, si es deslealtad de unos o de otros, culpa de Rajoy o de Mas, vamos a empezar a mirar hacia adelante. Crece la idea de que hay que reformar la Constitución, un territorio precisamente nada fácil para el consenso. Los que quisieran recentralizar España, limitar el autogobierno catalán y terminar con la inmersión lingüística seguro que también quieren reformar la Constitución, pero en sentido contrario al consenso. Lo mismo sucede con quienes sitúan la celebración de una consulta de autodeterminación como paso obligado y punto de partida, hasta el punto de que solo quieren dialogar y pactar cómo realizarla. Fijémonos que ambos, quienes quieren recentralizar y quienes quieren irse, tienen algo en común. Ambos utilizan la Constitución en contra del consenso. Pedir la aplicación del artículo 150.2, que permite transferir al Gobierno catalán la competencia para la celebración de una consulta sobre la independencia de la Cataluña, es utilizar la Constitución española como instrumento que conduzca a salirse del amparo de la Constitución española, es decir, a destruirla. Utilizar el artículo 155 para suspender la autonomía catalana es también otra forma de utilizar la Constitución en contra de la Constitución, puesto que el derecho a la autonomía viene reconocido y garantizado nada menos que en el artículo 2, que es el que invoca la unidad de España. Ambas posiciones trabajan en contra del consenso, y aunque se apoyen en la literalidad de dos artículos, el 150.2 para unos y el 155 para otros, son anticonstitucionales, es decir, atentan contra el espíritu de la Constitución, que es precisamente el consenso. Hay quienes se oponen tajantemente a la reforma de la Constitución pero en realidad a lo que se oponen es al consenso. El primer y elemental paso para recuperar el consenso es reconocer que se ha roto. El segundo requiere un acto de mayor trascendencia: recuperar la voluntad de consenso. Para dar ambos pasos es muy bueno fijar previamente la posición propia. Ya lo han hecho algunos, pero no lo ha hecho todavía el Gobierno ni el PP. Después hay que abrirse al consenso, cosa que solo se puede hacer cuando se está dispuesto a escuchar y atender las razones de la otra parte y, al final, a pactar, que significa ceder por parte de todos. El mayor esfuerzo corresponde a quienes quieren que nos quedemos exactamente tal como estamos ahora y a quienes han decidido ya irrevocablemente que quieren irse. Son los partidarios del disenso, no del consenso. Quien quiera diálogo, tenga deseos de pacto o imagine reformas constitucionales debe alejarse rápidamente de estos dos extremos. Tiene razón Sol Gallego en su artículo de ayer en EL PAÍS Domingo: la Constitución no tiene la culpa. La culpa la tiene el disenso, que es precisamente el enemigo de la Constitución. Recuperar hoy el espíritu de la Constitución, es decir, el consenso constitucional, no debiera ser sobre el papel más difícil que en 1978. Pero quizás lo es: no basta con un consenso sobre las libertades, la democracia y una autonomía inicial, sino que hay que entrar en detalles y enmendar errores que no pertenecen a un régimen dictatorial periclitado sino a todos los que han participado en la democracia hasta ahora. El consenso requiere divisiones y capítulos. El primero es de orden fiscal y obliga a que pacten las comunidades que más reciben y las que más aportan, incluyendo además a quienes preferirían quedarse fuera del consenso, que son navarros y vascos. El segundo es lingüístico y exige pacificar y pactar las políticas, la enseñanza y el reconocimiento de la lengua catalana en el conjunto de España y específicamente en las comunidades donde se habla. El tercero es el más político, y conduce al reconocimiento de la personalidad diferenciada de Cataluña dentro de España. Todavía sería posible reforzar el consenso en otros capítulos. Por ejemplo, en infraestructuras. Es evidente que las inversiones en el corredor del Mediterráneo o la transferencia de la gestión del puerto y el aeropuerto de Barcelona harían un bien enorme. También lo haría la recuperación de la vieja idea, de raíz federal alemana, que sitúa organismos e instituciones del Estado en capitales autonómicas: el Constitucional en Barcelona y el Senado en Sevilla, por ejemplo. Todo esto son campanas celestiales, es verdad. O tarea para colosos, tipo Mandela, de los que ya no hay. Más fácil es maquillar la Constitución sin recuperar su espíritu, que es el consenso, cosa que no servirá para nada y nos dejará cabalgando hacia ninguna parte bajo la dirección de los partidarios del disenso anticonstitucional.



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9 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Constituciones

Desde que cayó Mubarak, Egipto se ha regido por cuatro textos que llevan el nombre de Constitución. Dentro de poco, puede que antes de fin de año, los egipcios serán llamados a las urnas para que ratifiquen un nuevo texto constitucional, el quinto en vigor en los tres años transcurridos desde que empezó la primavera árabe. La Constitución de 1971 siguió vigente desde el 12 de febrero de 2011, cuando Mubarak cayó, hasta el 30 de marzo del mismo año, día en que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas impuso una Constitución provisional, destinada a celebrar elecciones legislativas y presidenciales y a elaborar una Constitución definitiva. Las legislativas, celebradas entre el 28 de noviembre y el 11 de enero de 2012, y llenas de irregularidades, impugnaciones e incidentes, fueron las elecciones más libres desde la caída de la monarquía en 1952. El islamismo salió ampliamente vencedor, con el partido de la Libertad y la Justicia, brazo político de los Hermanos Musulmanes, en cabeza y el bloque islamista Al Nour en segundo lugar, muy por delante de los partidos laicos. La marcha triunfante culminó con la elección de Mohamed Morsi como presidente, el primero salido del islamismo en la historia de Egipto. Los islamistas fueron así los que inspiraron y redactaron la Constitución que se pretendía definitiva. Entró en vigor el 26 de diciembre de 2012 y fue suspendida de nuevo por los militares el 8 de julio, tras el golpe con el que derrocaron a Morsi, y sustituida de nuevo por unas enmiendas decretadas por el presidente interino que hace las veces de una constitución. Van cuatro, que serán cinco con el nuevo texto constitucional ya redactado, en el que la ley islámica o sharía regresa al lugar acotado que ocupaba en la vieja constitución de Mubarak, quedan prohibidos los partidos de definición religiosa y consagrado el poder de las fuerzas armadas, situadas por encima del poder civil. También hay bellas palabras sobre derechos civiles, prohibición de las torturas y protección de las mujeres de la violencia masculina. Fácilmente será el camino para que, al final, sea el jefe supremo militar, el general Al-Sisi quien se presente a unas presidenciales y se convierta en un émulo de Mubarak tras el paréntesis de Morsi. La revolución de 2011, si acaso se la puede llamar así, no ha conseguido convertir la libertad conquistada con el derrocamiento de Mubarak en la constitución de un régimen de libertades. No es el pueblo quien se da una Constitución, sino los gobiernos sucesivos, bajo vigilancia o directo control militar siempre, los que otorgan al pueblo un texto constitucional. La Constitución egipcia es un instrumento del poder militar que deja fuera de juego a la mitad de la sociedad. Cinco textos en tres años y ninguno con consenso ni con capacidad de crear consenso. Por eso no sirven. 



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7 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Euromaidan

La identidad se define en el espejo del otro. Sucede con las personas y los países. Y también con la Unión Europea. Nada define mejor lo que somos que delimitar claramente lo que no somos. Una Europa que cierra las puertas a Turquía define a la vez su propia identidad e incluso sus valores. El espejo se halla ahora en los confines orientales de la UE, donde la crisis económica no ha golpeado en los últimos años como en el flanco meridional. Allí se encuentran los países mejor situados en la clasificación PISA sobre los resultados de la enseñanza (Finlandia, Estonia o Polonia). Allí están también los europeos con mejor notación en los índices de corrupción que elabora Transparencia Internacional (Dinamarca, Finlandia, Suecia). Los europeos nos miramos en el espejo oriental y nos encontramos con los ojos fríos de Vladimir Putin. Todo regresa. Regresó Alemania, aunque por fortuna de otra forma: la Europa monetaria alemana en la que manda la Alemania europea. Regresa también Rusia, o peor aún, la sombra de la Unión Soviética bajo el manto de una unión aduanera euroasiática. Regresa la guerra fría en versión posmoderna y con epicentro en Ucrania. Europa se construye en tres niveles, los Estados soberanos, los despachos de los funcionarios europeos y los ciudadanos, cada uno de ellos con una carga distinta: la del pasado histórico de los Estados nacionales, la del presente de la gestión de los asuntos corrientes, y la del futuro de los anhelos ciudadanos. Así lo explica Luuk van Midelaar, consejero y speechwriter de Herman van Rompuy, el presidente del Consejo Europeo, en su libro El paso hacia Europa (Galaxia Gutemberg). Se construye dentro, a veces con enormes dificultades, pero también fuera. Sobre todo fuera: no ha habido una herramienta de política exterior europea tan eficaz como las sucesivas ampliaciones. Ahora hay ciudadanos fuera de la Unión que levantan su bandera como símbolo de paz, bienestar y prosperidad, que es lo que ha sido para los que están dentro, al menos hasta que empezó la crisis. La mejor Europa es un espacio público, libre y abierto: una plaza, un lugar donde se reúnen los ciudadanos para expresar su voluntad política, como lo están haciendo estos días los ucranios en la plaza de la Independencia (Maidan Nezaleznosti en ucranio), convertida en plaza de Europa, Euromaidan. Justo cuando Europa se deprime, en su frontera oriental ondea la bandera azul con doce estrellas como símbolo de la libertad. De Ucrania nos llega una mala noticia que alberga una esperanza. Mala porque Rusia no quiere que Ucrania se una a la UE, ni siquiera en un acuerdo de asociación, hasta exigir incluso el derecho de veto en sus relaciones con los países que fueron parte de su imperio. Putin respira todavía por la herida de 1991, cuando se disolvió la Unión Soviética y Rusia perdió grandes retazos de territorio, Ucrania incluida. Europa se pregunta por sus fronteras, pero también se pregunta por sí misma. Rusia no cabe, es evidente. Y propone, además, una alternativa a la UE. Menos liberal, más soberanista, menos democrática, pero eso sí, mejor surtida en energía. Los ciudadanos de Ucrania creen que luchan por su futuro pero su futuro incluye también el de los europeos. Ellos son la esperanza.



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5 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La vida nueva de Silvio Berlusconi

El jueves fue el primer día del resto de su vida. Una vida más frágil y desprotegida de lo que haya conocido en los últimos 20 años. Ya no tiene inmunidad parlamentaria. El hombre más rico de Italia regresa a la nuda condición civil, como un italiano cualquiera. Llegó a la política para evitar la justicia y se va de la política cuando ya no hay obstáculo alguno que consiga frenar la apisonadora que es la justicia en un Estado de derecho. Sabe que le espera el cumplimiento de una condena de cuatro años de cárcel por fraude fiscal, que se convertirán en un año de trabajos sociales sustitutorios concedidos en atención a su edad y a su condición. Y que ha perdido el derecho pasivo de voto, es decir, la capacidad para presentarse a unas elecciones en los próximos seis años, hasta que tenga 83. Sabe también, ya sin escudo que le proteja, que será pasto de los fiscales y jueces que ha conseguido eludir hasta ahora en sus dos décadas de gloria. Il Giornale, su periódico, abría sus páginas el viernes con una crónica sorprendida por su primer día sin inmunidad: ?No hubo orden de detención. Tampoco citación ante la fiscalía. Nada de registro domiciliario ni policía golpeando de madrugada a las puertas de Arcore [su residencia a 25 kilómetros de Milán]. En su primer día como simple ciudadano no se han materializado las pesadillas que atormentaban el sueño de Silvio Berlusconi. Lo que, por supuesto, no significa que el peligro se haya disipado, porque Il Cavaliere sigue pensando que entre hoy y el próximo mes se enfrentará a sorpresas desagradables?. El hombre que ha dominado la vida política italiana durante los últimos 20 años tiene ahora el miedo en el cuerpo. Todavía tuvo arrestos para gallear ante una asamblea de sus partidarios, con patéticas denuncias de atentado a la democracia e incluso de golpe de Estado. En su primer día como simple civil quiso mantener la apariencia del líder de una fuerza política que piensa en las siguientes contiendas electorales y cuenta con programas de reformas políticas. Aunque en su boca suenan a hueco o incluso a burla cruel que se inflige a sí mismo. Después de que todos le hayan ido abandonando ?el último, su delfín Alfano; los penúltimos, la Iglesia y los empresarios; antes, la derecha europea con Merkel en cabeza?? serán ahora sus más íntimos allegados los que intentarán proteger sus intereses y protegerse a sí mismos de los últimos y agónicos coletazos del caimán. Los dirigentes de sus numerosas empresas e incluso sus hijos, a los que protegió desde el poder, ya no calculan a estas horas cómo salvar a quien no tiene salvación alguna, sino cómo proteger sus propios intereses para que no se los lleve el viejo saurio en su larguísima agonía. 



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30 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Termodinámica

Sería una muy mala noticia que la tensión geopolítica siguiera la primera ley de la termodinámica o principio de la conservación (la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma). Así podría sugerirlo la escalada protagonizada por Pequín en el mar de China Oriental, que se produce con exacta simultaneidad al acuerdo nuclear de las seis grandes potencias con Irán, como si al alivio obtenido en Oriente Próximo correspondiera, como respuesta de la naturaleza, un incremento del riesgo en los confines marítimos disputados entre la segunda y la tercera economías mundiales que son China y Japón. No hay equivalencia entre ambos puntos de tensión, pero ambos son estratégicos. Uno en abierto declive, a pesar de Siria; el otro en abierta progresión, con momentos de intensidad creciente como los que se han registrado estos días: el sábado, cuando el acuerdo con Irán estaba ya saliendo del horno, China publicó el mapa de una nueva zona de control aéreo, ADIZ en la jerga aeronáutica (Air Defense Identification Zone), en la que se incluye el espacio aéreo de unos islotes y peñascos deshabitados disputados con Japón, Senkaku en japonés, Diaoyu en chino; el lunes Estados Unidos desenfundó sus dos B-52, los enormes bombarderos de la guerra fría, de la misma familia que los que destruyeron Hiroshima y Nagasaki, con la misión de sobrevolar la nueva ADIZ china para desafiar la amenaza implícita de Pekín y demostrar su compromiso con la seguridad y el estatus quo de la región. Todo responde, como es habitual, a una jugada sutil de la cúpula china. El nuevo líder Xi Jinping, al que se le supone más duro y afirmativo en su política exterior que su antecesor, Hu Jintao, enseña las uñas por primera vez. Lo hace con un movimiento del juego del Go, una jugada de intimidación gradualista que solo en apariencia es insignificante: los vuelos en dirección a China que entren en esta área deben avisar, como ciertamente exigen todos los países en sus ADIZ, aunque en este caso se desliza la advertencia de que así deberá actuar cualquier avión, incluso si no se dirige a China. Es una forma de marcar el territorio y transmitir un mensaje inequívoco: soy una superpotencia con derecho unilateral a seguir arrellanándome en mis inmediaciones terrestres y marítimas. Oriente Próximo y el Mar de la China, como zonas de crisis e incluso de amenaza bélica, corresponden a dos épocas, pasado y futuro. Estamos tan acostumbrados a un Oriente Próximo permanentemente inflamado que se nos hace difícil imaginar un mapa del mundo en el que el principal foco de tensión e incluso de guerra abierta se haya movido hacia el Pacífico. Así será en las próximas décadas, según nos augura la cadencia de acontecimientos cruzados de este pasado fin de semana. El desplazamiento del eje geopolítico hacia Asia arrastra consigo la tensión militar. La afirmación de los países emergentes, como sucede con la globalización, no es pacífica por definición. Más que a la inexistente ley de la termodinámica geopolítica el sarpullido del mar de la China tiene toda la pinta de responder a un designio del nuevo liderazgo chino, que quiere someter a prueba a su socio, deudor y sin embargo adversario de Washington con una salva de aviso, simplemente para verificar su compromiso en Asia.



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28 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La obligación de preguntar

(El lunes por la tarde presenté en la librería Laie de Barcelona, con la ayuda de mi colega y amigo, el director adjunto y delegado en Madrid de La Vanguardia, Enric Juliana, el libro que acabo de publicar en catalán, titulado Cinco minutos antes de decidir. En mitad del vendaval independentista. A continuación el lector puede leer la traducción al castellano de las notas que leí como presentación). Preguntar, hacer preguntas, es el elemento central del método periodístico. Lo que más interesa son las preguntas y no las respuestas, menos todavía cuando son definitivas, ni las certezas indiscutibles ni las convicciones inmutables. Analizar es ante todo saber hacer las preguntas pertinentes, cuestionar los datos que tenemos o que podemos reunir sobre los acontecimientos analizados. Hay que preguntar para obtener conjeturas o respuestas, provisionales claro. Pero sobre todo para ayudar al lector, al ciudadano, a reflexionar, a debatir con argumentos y a orientarse. Reflexionar, argumentar y orientarse es lo que hace el periodista justo en el momento en que se pone a escribir. Antes de que puedan sacar provecho sus conciudadanos él mismo es el que saca provecho. Eso es lo que intento hacer en mis artículos, normalmente dedicados a la escena política internacional, y lo que también he intentado hacer también en este libro, confeccionado en buena parte a partir de mis textos dedicados a Cataluña. Preguntar, es decir, preguntarme y preguntar a mis conciudadanos. Plantearme las preguntas incómodas, poner en duda las certezas, cuestionar lo que muchos, a veces se diría que casi todos, dan por bueno y por hecho. Este es un libro de preguntas y también de reivindicación de las preguntas, las dudas, del derecho a dudar e incluso de la obligación de dudar. Preguntar no es ofender. Ni dudar es traicionar. Al contrario. Me parece que a veces preguntar y dudar son una obligación ciudadana, cívica, patriótica si queremos poner solemnes, y también una obligación profesional en el caso de ciertos tipos de oficios, como es el de periodista. Analizar, dudar y preguntarme sobre la política catalana y sobre el proceso independentista exactamente con las mismas herramientas y la misma perspectiva que utilizo para analizar, dudar y preguntar respecto a la actualidad internacional. Esto es lo que me propuse al empezar a escribir sobre Cataluña en mi blog, en las páginas de Cataluña y muy esporádicamente en los espacios dedicados a temas de internacional de El País. Y todo esto es lo que ahora he vertido en este libro, tratados, revueltos y reescritos como corresponde a un libro, con los añadidos de textos nuevos, entre otros, dos ensayos adicionales, uno de presentación sobre la actual crisis política y otra de conclusión sobre el futuro del catalanismo. El conjunto me parece a mí que es una reivindicación del derecho a preguntar, el derecho a la duda, y el derecho al debate abierto y libre, y de que este derecho se ejerza a fondo, sin límites y hasta el último momento, hasta cinco minutos antes decidir, como dice el título del libro. ¿Por qué? Pues por una razón muy sencilla. Porque eso es la democracia. Dar todo por hecho y cerrado, declarar irreversibles los procesos abiertos, definitivas las nuevas posiciones y los estados de opinión súbitamente modificados no es democracia. Democracia es darnos unos a otros la oportunidad de discutirlo todo, aguas arriba y aguas abajo, en el sentido que nos gusta y en lo que nos desagrada. Los empujones no son democráticos. La polarización no es democracia. La descalificación sistemática del diálogo, del pacto o de vías intermedias no es democracia. Puede ser útil e incluso muy útil para determinadas posiciones. Pero no es democracia. No lo son las líneas rojas, los plazos perentorios, las hojas de ruta obligatorias, las posiciones inamovibles. No es democracia la dialéctica amigo-enemigo, que conocemos bien, para organizar el debate político desde la descalificación de las posiciones que no coinciden con las propias hasta construir un adversario al que oponernos radicalmente. La política adversativa, que no sabe hacer nada si no es en contra, no es democrática y además es poco útil. Hay que dudar de su moralidad pero también y sobre todo de sus resultados. Y tras la apología de la duda, que explica el título del libro, déjenme hacer la apología del realismo en política, que explica la conclusión del libro.  Hasta ahora hablábamos de método, método intelectual y método político, de la duda como método democrático. Ahora hablamos del conocimiento, de la capacidad que tienen las preguntas para obtener respuestas interesantes y útiles. En este punto el libro es transparente. El error clásico del catalanismo apresurado y radicalizado, tal como ha quedado cristalizado en el mito político de los Hechos de Octubre de 1934, no es el error de romper con la legalidad, ni siquiera lo es el de quien lo hace, el presidente de la Generalitat, en aquel caso Lluís Companys, representante ordinario de la República en Cataluña y por tanto el primero que tenía que velar por el respeto de la legalidad. No, el error es de cálculo, de incapacidad para analizar la correlación de fuerzas, de saber cuáles son las del adversario y calibrar bien las propias, sopesar muy bien los amigos y las alianzas. Y ahora tengo la impresión de que nos encontramos en una nueva repetición de ese error fundamental, el de incurrir en un irrealismo que nos puede llevar a la frustración e incluso al retroceso respecto a lo que habíamos obtenido hasta ahora, que era mucho y muy poco valorado desde el ataque de irrealismo que ahora mismo nos afecta. Esto es explícito en el libro y, naturalmente, forma parte de las preguntas y del derecho a formularlas: ¿cuáles son las fuerzas en presencia?; ¿qué sacrificios personales están dispuestos a hacer los ciudadanos que se movilizan?; ¿con qué aliados y amigos se cuenta, en España, en Europa, en el mundo? Hay que hacer estas preguntas, como hay que preguntarse también si las condiciones geopolíticas y el actual ciclo económico y político internacional son los mejores para obtener los objetivos propuestos. Este es quizás el aspecto más polémico en un proceso en el que todo el acento se pone en los elementos subjetivos, en las identidades, los sentimientos, los deseos , o lo que es aún más importante, en la suma de las voluntades individuales, y muy poco en las condiciones exteriores, las condiciones objetivas como decíamos los de más edad que estamos aquí cuando éramos más pequeños. La democracia, el principio democrático, es un elemento básico que hay que defender, naturalmente, pero a la vez debemos decirnos a nosotros mismos muy claramente que no es el único ni es el elemento definitivo. Las condiciones objetivas, la capacidad para trenzar alianzas, la elección de objetivos adecuados y de estrategias correctas también cuentan, y mucho más en muchas ocasiones, casi siempre. Nunca se ha visto que de la democracia, de la ley del número, salga directamente el cambio político. Este libro no va contra nadie ni quiere dar soluciones a nada. Su tesis es abierta , aunque es también una apelación al realismo , perfectamente visible desde la primera frase, una cita de Josep Pla, hasta las dos últimas, también dos citas, las tres en el mismo sentido. La primera es de 'El Quadern Gris' y dice así : ?Tenemos una imaginación tan exuberante que a menudo confundimos las moscas con águilas?. La segunda es la introducción de un libro que llevaba por título ?La Rectificación. Preocupaciones, exhortaciones y premoniciones sobre Cataluña?, publicado en catalán en 2006, el año del Estatuto, que se presentaba a sí mismo como la expresión del "deseo de un nuevo realismo" y demandaba" una dialéctica más sincera con la realidad ". El libro lo escribimos seis autores, cada uno su ensayo: Enric Juliana, Albert Branchadell, Josep Maria Fradera, Antoni Puigverd, Ferran Sáez y yo mismo, y juntos firmábamos colectivamente o nos hacíamos responsables de la introducción, aunque la mano es inconfundible y es la de Enric. La tercera cita, que es exactamente una autocita y por tanto tendrán que perdonarme por la osadía, es la que cierra el libro y cerraba también mi ensayo entonces, y tiene la forma de una demanda que me parece hoy más actual que nunca y es la de un catalanismo que no nos tape los ojos.



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26 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Felices pactos

Benjamin Netanyahu dice que es un ?mal acuerdo?, pero todo el mundo sabe, incluso los halcones israelíes, saudíes y estadounidenses, que es un acuerdo útil y beneficioso para todos, también para quienes lo denigran, y que por eso es el mejor acuerdo al alcance de la mano, y por tanto un muy buen acuerdo que abre el camino al acuerdo definitivo. La prueba de que no se sostiene la tesis de Netanyahu es que con este acuerdo se consigue pacíficamente lo que se hubiera podido conseguir, o al menos intentar, por las armas. Según los expertos, un bombardeo de las instalaciones nucleares, por preciso y bien planificado que estuviera, solo conseguiría retrasar durante unos pocos años el programa nuclear, quizás dos o tres, pero Irán volvería al poco tiempo a situarse en el actual nivel de fabricación de combustible considerado peligroso. Pues bien, con la eliminación de parte del uranio enriquecido a más del 20 por ciento, la disminución del nivel de enriquecimiento del 20 al 5 por ciento (inocuo este último a efectos militares), la congelación del número de centrifugadoras activas y la paralización de la actividad en el reactor de plutonio de Arak, que es todo lo acordado en Ginebra en la madrugada del domingo, ya se consigue el efecto de retrasar el entero camino hacia la obtención del arma nuclear sin disparar ni un solo tiro. Los seis meses del acuerdo provisional son buenos en sí mismos, pero lo son también porque eliminan el riesgo bélico que abriría el bombardeo contra Irán, además de constituir el camino para la neutralización definitiva con un acuerdo final, que se quiere obtener en el plazo del próximo año. Harán de escrupulosos vigilantes quienes se han opuesto hasta ahora: Israel y Arabia Saudí por razones existenciales, es decir, por pérdida de palancas geopolíticas en la región; Francia, por sus reflejos de antigua superpotencia; y los halcones del Congreso estadounidense por su permanente marcaje de los poderes presidenciales. Pero la desconfianza servirá también para convencer a los halcones iraníes que recelan del acuerdo. Con sonrisas de satisfacción en Jerusalén, Riad y Washington le hubiera sido más difícil al presidente Hasan Rohaní vender las concesiones a los duros del régimen. No hay perdedores, aunque algunos disimulen. Las pérdidas que puedan registrar Israel e Irán, que son geopolíticas, son anteriores y se darán en cualquier caso. Habrá perdedores, todos otra vez, si no se alcanza el acuerdo definitivo en las fechas previstas, dentro de un año como más. Este final feliz, aunque todavía provisional, tiene beneficios monetizables. Seguro que han contado los 7.000 millones de dólares en activos congelados que irán a bolsillos iraníes en las próximas semanas y el ahorro en presupuesto militar que harán EE UU e Israel al excluir un ataque. Pero ha contado, ante todo, la voluntad política: de Obama y de Rohaní. Hay datos ya sobre una vía de negociación secreta anterior a las elecciones presidenciales iraníes, que no puede gustar a quienes abominan de la moderación; es decir, a los enemigos de los felices pactos en los que todos ganan porque todos ceden.



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25 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mito y conspiración

Por falsas y delirantes que sean las teorías de conspiración, en todas late una verdad ingenua: no expresan la disconformidad con la versión que conocemos de los hechos, sino con los hechos mismos. Esto es lo que les sucede al 61% de los estadounidenses que todavía se niegan a creer que Lee H. Oswald fuera el asesino único y solitario que terminó con la vida de John F. Kennedy hace 50 años. Su desconfianza revela una incapacidad para aceptar que una mera trágica circunstancia accidental pudiera cambiar el curso de una presidencia percibida como un momento culminante del sueño americano. Para esta forma de razonar, hay que buscar una mano mucho más poderosa, una confabulación mafiosa, Fidel Castro y la Unión Soviética, la propia CIA, el vicepresidente Johnson, o incluso el complot de varios conspiradores para explicar la capacidad de torcer la historia de forma tan injusta.

Ha sucedido con casi todos los atentados, a los que solemos observar con ojos retroactivos, aplicando criterios e ideas del presente a la sociedad y a la atmósfera de la época. Para el ciudadano de hoy es directamente inexplicable la falta de protección y de seguridad de Kennedy en Dallas en su última jornada. También lo es la destrucción de pruebas y la impericia de la comisión de investigación. Aquellos acontecimientos trágicos quebraron el rumbo inercial de la historia hasta el punto de proyectar automáticamente la hipótesis de una historia distinta, contrafactual. ¿Cómo hubiera sido Estados Unidos y el mundo si Kennedy hubiera sobrevivido al atentado? La leña que echaremos a ese fuego alimentará todavía más la llama de la conspiración. Lyndon B. Johnson jamás hubiera sido presidente. La guerra de Vietnam habría terminado antes. También la guerra fría hubiera tomado otro curso. Todo contribuye desde la perspectiva posterior al asesinato a cargar aquellos hechos incomprensibles de sentido retrospectivo. Así es cómo la teoría de la conspiración enlaza incluso con su clasificación en el ranking presidencial, ejercicio compulsivo en el país de la competencia individual. El limitado balance que ofrecen los escasos mil días de Kennedy no es obstáculo para que el balance contrafactual sitúe al presidente asesinado en la cima, pero no exactamente de la historia sino en su frontera con la mitología. Aunque los historiadores se ocupen de descrestar el mito, lo que pesa al final son las expectativas y los sueños incumplidos sin que hubiera tiempo para el desengaño, al contrario de lo que le ha sucedido a Obama. Cuanto más tiempo pase más sabremos todavía sobre los acontecimientos de aquel 22 de noviembre de 1963 sobre los que tanto sabemos ya, pero es difícil que un joven héroe, caído absurdamente antes de la decepción, pierda pie en el Olimpo donde se le venera como uno de los grandes mitos del siglo XX.



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23 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El fantasma del Elíseo

Francia ha regresado con estruendo a la escena internacional. Y lo ha hecho en un momento paradójico, cuando su presidente François Hollande se halla más débil y desprestigiado ante su opinión pública y el país más dubitativo e inseguro ante su futuro. Es un episodio conocido: buscamos oxígeno en los grandes espacios cuando la atmósfera doméstica se halla enrarecida. Sucedió en Ginebra, hace poco más de diez días, en las negociaciones del llamado Grupo 5+1 (los cinco países con silla permanente en el Consejo de Seguridad, además de Alemania) con Irán para el control del programa nuclear de este último país. El ministro de Exteriores francés, Laurent Fabius, acudió precipitadamente a la reunión cuando se enteró de que John Kerry, el secretario de Estado estadounidense, iba a cambiar su agenda de la gira por Oriente Próximo para ir a Ginebra con el propósito de cerrar un primer acuerdo con Irán. Con un objetivo: evitar que culminara la negociación bilateral entre Washington y Teherán sin que los otros socios hubieran sido informados. Eran conocidos los recelos, cuando no la directa oposición de Israel y Arabia Saudí. Ambos países tienen motivos tácticos y estratégicos para oponerse a una negociación que no conduzca directamente al desmantelamiento total del programa nuclear e incluso a un cambio de régimen. En el corto plazo, ninguno de los dos puede permitir que Teherán consiga la bomba. Y en el largo, ambos temen un Irán normalizado y reconocido internacionalmente, en el umbral de fabricar el arma cuando se lo proponga, aunque haya renunciado formalmente a obtenerla, al mismo título que otros países como Japón o Brasil. No estaban tan localizados los recelos de Francia, vitoreada por los congresistas conservadores en Washington y por Benjamin Netanyahu en Jerusalén. Hay razones de oportunidad e incluso de oportunismo para su súbito protagonismo. Hollande estaba preparando su viaje a Israel y su discurso de esta semana ante la Knesset. Francia todavía respira por la herida infligida por Estados Unidos, cuando Obama abandonó la idea de atacar a Bachar el Asad en el momento en que los bombarderos franceses calentaban ya los motores. Pesan también los contratos de venta de armas a Arabia Saudí. Y, sobre todo, cuenta la ley natural que prohíbe el vacío: si Francia despierta es porque EE UU se duerme. Hay más razones, que tienen que ver con la identidad francesa y el papel que se asigna a quien encarna la soberanía nacional. El palacio presidencial francés, el Elíseo, está habitado por un fantasma que proporciona poderes excepcionales al titular de la máxima magistratura del país. Puede ser un presidente de derechas o de izquierdas, de personalidad destacada o de carácter débil ?o débil y de izquierdas como François Hollande?, pero los pasos del inquilino del Faubourg Saint Honoré, número 55, sobre el escenario internacional suelen seguir las huellas de los zapatos enormes que calzaba el general De Gaulle, el presidente que fundó la actual República y se dotó de los poderes máximos para tratar de tú a tú a las superpotencias, dos en aquel entonces, EE UU y la Unión Soviética. Uno de estos poderes era el botón del arma nuclear, instrumento desde entonces ?en 1960 fue la primera prueba?, no tan solo de la defensa sino sobre todo de la política exterior francesa y por tanto de la afirmación de Francia como jugador de pleno derecho en el tablero mundial. Hollande ha utilizado en esta ocasión los viejos instrumentos perfectamente engrasados que tenía a su disposición. Cuando el Estado nacional levanta cabeza, Francia es el primero en enseñar la patita, tal como sucede en la actual etapa de desorden mundial, repliegue estadounidense, renacionalización europea y consolidación de los países emergentes, mucho más cómodos con la idea de soberanía vigente en Europa desde los Tratados de Westfalia (1648) que con el concepto de orden internacional o de integración en bloques regionales al estilo de la UE que había presidido la época que hemos vivido hasta ahora. Este tipo de fenómenos suelen ser de larga duración y de múltiples efectos, pero cristalizan o toman forma plástica en momentos especiales, tal como está sucediendo ahora en las negociaciones nucleares de Ginebra. Más efímero puede ser, en cambio, el estruendo producido por el súbito liderazgo francés del partido de los halcones, con el que la Francia socialista y europeísta de Hollande expresa su indeclinable e imposible aspiración a seguir jugando en la escena internacional como si fuera una gran potencia.



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21 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Siembra revolucionaria

El retroceso en la condición de la mujer en los países árabes desde 2011 es el clavo que remacha el catafalco en el que hemos enterrado las revoluciones árabes. Primero fue la toma de poder por parte de los islamistas en los países punteros. Después, su fracaso en la gestión económica y, sobre todo, en la construcción de unas democracias plurales e inclusivas. Finalmente, faltaban los datos que confirmaran lo que todo el mundo intuía respecto a la pérdida de derechos por parte de las mujeres: los han proporcionado 336 expertos encuestados por la fundación Thomson Reuters en los 22 países miembros de la Liga Árabe, casi todos ellos firmantes y escandalosos incumplidores en distintos grados de la Convención de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación contra las Mujeres. Destaca el pésimo y vergonzoso lugar que ocupa Egipto, exactamente el último. Solo nueve mujeres fueron elegidas entre las 987 que se presentaron a las elecciones. Una cifra próxima al cien por cien (99,3%) de las niñas y las mujeres sufre acoso sexual, y un 91% ha sufrido algún tipo de mutilación genital. La breve permanencia de los Hermanos Musulmanes en el poder ha empeorado las cosas, pero no son ellos los únicos enemigos declarados de las mujeres. La dictadura de Mubarak utilizó la violencia contra las manifestantes, y lo mismo ha venido haciendo el ejército, ahora con pleno control del país, con sus pruebas de virginidad a las detenidas. El segundo en el cuadro de la infamia es Irak, donde la democracia construida tras la invasión estadounidense aparta totalmente a la mujer de la política, la mantiene excluida de la economía y apenas penaliza los abundantes crímenes de honor contra ellas. Como en Arabia Saudí, el tercer clasificado, donde las mujeres son auténticas menores de edad que necesitan un guardián o tutor masculino y están incapacitadas incluso para conducir, aunque cuenten, en cambio, con derechos reproductivos. La condición de la mujer antes de las revueltas árabes no era mejor que ahora. Es cierto que se hallaban aparentemente más protegidas bajo regímenes dictatoriales y policiales, pero las movilizaciones callejeras, sobre todo en Egipto y Túnez, significaron el despertar de la conciencia entre numerosas mujeres humildes e iletradas, por primera vez enfrentadas al poder en reivindicación de su ciudadanía. La yemení Tawakkul Karman recibió el Premio Nobel de la Paz de 2011 en reconocimiento del papel de las mujeres en la primavera árabe. Hay una especie de alivio occidental ante la traición que han sufrido las revoluciones de 2011, pero ya está hecha la siembra de las ideas, sobre todo del derecho de las mujeres a tener derechos como los hombres, principalmente en las zonas de las sociedades árabes adonde nunca había llegado un feminismo puramente restringido hasta ahora a las élites.



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17 de noviembre de 2013
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El Boomeran(g)
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