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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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El fracaso político del euro

En el principio siempre hay decisiones políticas. Políticas fueron las decisiones monetarias de Helmut Kohl y políticas son las indecisiones monetarias de Angela Merkel. El canciller de la unificación alemana tomó dos decisiones monetarias: fijó el cambio del marco oriental por marcos occidentales en la paridad de uno a uno hasta el límite de 4.000 y de dos orientales por uno occidental a partir de dicha cantidad; y luego accedió con el Tratado de Maastricht a que su país perdiera la moneda sobre la que se había construido el milagro alemán, a cambio de que el resto de Europa aceptara la unificación y sus consecuencias.

También fueron políticas las decisiones que se tomaron alrededor del euro. Sin una firme voluntad política de los países que querían incorporarse, encabezados por los dos grandes, Francia y Alemania, es decir, el presidente de la República Jacques Chirac y de nuevo el canciller Kohl, el euro habría quedado reducido a una unión monetaria franco-alemana, con la adición de Holanda, Bélgica y Luxemburgo. El propósito, netamente político, de los fundadores fue incorporar el máximo número de países, cumpliendo las reglas o criterios llamados de Maastricht naturalmente (pertenencia al sistema monetario europeo, limitación de los niveles de inflación, déficit y deuda, y convergencia de tipos de interés), pero con una cierta manga ancha, que permitió algunos apaños en las cuentas públicas, que en el caso de Grecia, incorporada algo más tarde, fueron, como se ha visto, escandalosos e incluso fraudulentos. La nueva moneda nació con un problema político serio. No había gobierno económico ni departamento del Tesoro que funcionaran como interlocutores de las autoridades monetarias del Banco Central Europeo. Pero su aparición y consolidación llevó a presagiar unos futuros efectos políticos, que conducirían a solventar el problema de la gobernanza, a introducir criterios de armonización fiscal e incluso incrementos del presupuesto. No tan sólo no ha sucedido, sino que las cosas han ido en dirección contraria, justo cuando la moneda común supera ya su primera década de vida. Angela Merkel arrastra ahora los pies y prefiere esperar a que vayan a las urnas los votantes de Renania Westfalia, país de 18 millones de habitantes y uno de los motores políticos germanos, antes que ayudar a Grecia, con sus 11 millones. Se escuda también en los reproches que pudiera hacerle su Tribunal Constitucional, siempre vigilante ante las cesiones de soberanía, en su momento con ocasión del euro y ahora con el Tratado de Lisboa. Pero sobre todo quiere convencer a sus conciudadanos de que ayudando a Grecia se ayudan a ellos mismos. Porque la peor consecuencia política de un euro sin gobierno político es que ha convertido a la europeísta Alemania en un nuevo socio euroescéptico.

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2 de mayo de 2010
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Bégica como modelo

No está mal. Cinco crisis en los últimos tres años. La humorada todavía colaba hace unos años: Bélgica seguía funcionando perfectamente, mejor incluso, durante los largos períodos de Gobiernos interinos. Las crisis no eran tan malas porque a todas sobrevivían el país y los belgas. Pero ahora cada crisis pone mayor distancia entre las dos grandes comunidades lingüísticas, los valones francófonos, y los flamencos neerlandófonos, de forma que unos y otros van acomodándose, unos con euforia y otros con resignación, a la eventualidad de una partición del país.

Flamencos y valones viven en dos mundos separados y aparte en casi todo: lengua, medios de comunicación, territorio, partidos... Y apenas comparten tres cosas: la corona, Bruselas y la cancha de juego en la que se pelean y que obliga a complejas coaliciones de partidos de ambas comunidades para conseguir mayorías de gobierno. Bruselas no es tan sólo la capital, sino la sede de las instituciones europeas, residencia de millares de funcionarios y políticos de toda Europa y un suculento negocio para todos los belgas. Muchos creen que con república y sin capitalidad europea, Bélgica habría dejado de existir. Bruselas es el objeto central de la pelea, porque la capital y sus suburbios conforman el único territorio bilingüe y compartido. Entre 100.000 y 150.000 ciudadanos francófonos, que viven en las 35 comunas suburbiales, pueden perder sus derechos lingüísticos y la posibilidad de votar a partidos de la comunidad valona si prospera definitivamente el proyecto apoyado por los flamencos de reducir el territorio bilingüe y compartido a la estricta capital. Los francófonos se sienten amenazados y exigen como contrapartida un corredor que una la capital con Valonia, algo que rechazan los flamencos, pues temen el efecto de mancha de aceite francófona que actúa desde Bruselas y avanza en territorio de Flandes. Incluso en los grandes conflictos cuentan las personas. Bélgica tuvo que sacrificar a los intereses de la Unión Europea a quien se había revelado como un gran componedor en el conflicto entre comunidades, el primer ministro Herman van Rompuy, nombrado este pasado noviembre presidente del Consejo Europeo. Recuperó en cambio a Yves Leterme, un talento para el conflicto que ya había sido primer ministro y demostrado su escaso sentido diplomático para lidiar con sensibilidades comunitarias siempre a flor de piel. No es seguro que el reparto de papeles haya resultado muy efectivo. Van Rompuy, que tanto podía hacer por Bélgica, no es seguro que pueda hacer mucho por la UE y por las nuevas instituciones del Tratado de Lisboa, que han entrado en rodaje coincidiendo con la mayor crisis económica de los últimos 70 años. Bélgica tomará el relevo de la presidencia semestral de la UE el 1 de julio de la mano de España. Es muy probable que lo haga con un Gobierno interino, a la espera de unas elecciones o de la formación de un nuevo Gabinete, una tarea que puede prorrogarse durante varios meses en un país que ha llegado a estar sin Ejecutivo durante 190 días. La presidencia europea hará así un paso más hacia la irrelevancia, después de un semestre español dominado por la crisis económica en el que ha desaparecido el protagonismo que antaño tuvo el país al cargo. Así es como la crisis política belga, tan idiosincrásica, se cruza con las crisis europeas y adquiere el carácter de todo un síntoma. Bélgica perdió hace mucho tiempo su estructura clásica de partidos, organizada sobre las dos grandes ideologías que han articulado Europa desde la II Guerra Mundial. Entre los grandes países, Alemania en sus últimas elecciones y Reino Unido en las próximas se hallan ahora en caminos análogos. La fragmentación del espacio político y la aparición de populismos de toda calaña tuvieron en Bélgica un precedente en el nacionalismo extremista flamenco y la comunitarización de la vida política. Los flamencos van cada vez más a su bola respecto a Bélgica de la misma forma que los alemanes lo hacen respecto a Europa. Nadie tiene ni quiere tener una visión de conjunto. Y menos asumir responsabilidades desde la óptica de los intereses europeos. Las viejas solidaridades de hecho con las que se ha construido Europa se hallan erosionadas por los intereses particulares y los calendarios electorales. Y todo es parte de un intenso repliegue nacional y nacionalista, pero también de una provincianización europea que quizás no terminará ni con Bélgica ni con la UE pero nos seguirá hundiendo en la irrelevancia.

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29 de abril de 2010
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Armas y guerras del futuro

No se puede ni siquiera empezar a pensar que se liquida una etapa entera de la historia de la destrucción bélica sin que se cuente ya con todos los ingredientes pare asegurar el futuro de las guerras. Barack Obama ha dado algunos pasos esenciales en una desescalada armamentística sin precedentes, centrada sobre todo en la reducción de los arsenales nucleares pero con la llamada opción cero en el horizonte: que significa llegar a una recta final en la que la última negociación por parte de todas las potencias nucleares sea poner sobre la mesa su total eliminación. El presidente de Estados Unidos ya ha dicho que no lo verá en vida suya, de forma que la caución temporal le permite sencillamente avanzar unos pequeños pasos que dejen trazado el camino y la dirección. Pero esto no lo va a hacer y no lo está haciendo sin poner en marcha, antes, la siguiente generación de artefactos destructivos que asegurarán la primacia norteamericana en un mundo sin armas nucleares.

El New York Times lo contó este pasado viernes, pero Georges Friedman, sobre quien escribí este pasado domingo, también lo ha explicado en su libro sobre cómo será el mundo en los próximos cien años. Friedman, además de dedicarse sobre todo a la geopolítica, es asesor en temas militares sobre temas armamentísticos y estratégicos, de manera que sabe de lo que habla. La nueva arma del futuro, que está ya concibiéndose ahora, son los misiles ultrasónicos, capaces de alcanzar un objetivo en cualquier parte del planeta en cuestión de minutos, una hora como máximo. Combinan la precisión y el guiado cibernético de los drones actuales con una carga explosiva de gran intensidad capaz de destruir instalaciones situadas en búnkeres subterráneos. Su velocidad permite ahorrarse la dispersión de las instalaciones y elimina la necesidad de numerosas bases. La guerra mundial que Friedman ha imaginado para mitad de siglo, cuando Obama sea un anciano de gran edad o haya ya muerto, tendrá en los misiles supersónicos, capaces de atacar también plataformas espaciales, una de sus armas más poderosas. Todo esto funciona muy bien en la ciencia ficción, que es el territorio en el que cae la geopolítica cuando quiere llegar demasiado lejos en el tiempo. Pero en la práctica, los misiles supersónicos plantean otro problema, que los rusos, con la perspicacia que les ha dado la competición de la guerra fría y de sus actuales estribaciones, han señalado con un punto de irritación: ¿quién nos asegura que estos veloces misiles de muy largo alcance no llevarán una carga nuclear, de forma que inmediatamente se rompa cualquier equilibrio? De momento, el arma del inmediato futuro no es todavía el misil supersónico, sino el dron, es decir, el avión no tripulado que se controla desde una base situada a veces en el territorio norteamericano y que permite bombardeos de precisión y asesinatos selectivos. Se está usando en Afganistán y Pakistán con gran intensidad y con efectos a veces no deseables. A pesar de las enormes virtudes de la cibernética, los efectos colaterales son en muchos casos terribles. Si hay deslizamientos inadmisibles cuando las armas son utilizadas por soldados que actúan directamente sobre el terreno con los objetivos a vista, cómo serán las cosas cuando la diana se halla a miles de kilómetros y el juego de play station es todavía más evidente. Sobre los drones, como sobre otro tipo de guerras de enorme trascendencia como son las meramente cibernéticas, que afectan a las comunicaciones y a los sistemas informáticos del país que se quiere atacar, Friedman no nos dice apenas nada en su libro. Pero esto no significa que no sean cruciales. Tampoco nos dice nada sobre el futuro de Israel, fuera de dar por descontado, como quien no le da importancia, que será un Estado militarmente fuerte a lo largo del siglo XXI. (Enlace con el artículo del New York Times sobre la nueva arma).

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28 de abril de 2010
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De Italia a Arizona

La inmigración será una de las piedras de toque de las sociedades avanzadas en el siglo XXI. Las economías eficaces y las sociedades dinámicas serán las que sepan acoger e integrar a centenares de miles de personas de orígenes, religiones, culturas y lenguas distintas. No es una cuestión de buenas voluntades ni de buenismos, sino de necesidad. Las sociedades posindustriales, con pirámides de población envejecidas, necesitan ya ahora mismo mano de obra joven que ayude a marchar la economía y que aporte las cotizaciones sociales para garantizar el futuro de los sistemas de cobertura sanitaria y de pensiones. Para que funcione adecuadamente la integración de estas poblaciones y su conversión en ciudadanos con plenos derechos y deberes es evidente que se necesitan políticas inteligentes en la admisión de los inmigrantes y fuertes inversiones públicas en los sistemas de integración, que son sobre todo la educación, la sanidad y las infraestructuras urbanas, es decir, los transportes y la vivienda.

Todo esto son cosas más que sabidas desde hace muchos años. Lo saben los trabajadores sociales, lo saben los sociólogos que han estudiado estos fenómenos y lo saben los políticos, aunque a veces se hagan los despistados en razón de sus intereses electorales. Hay ciertamente un problema de intensidad y de ritmo en la llegada y en la integración, que a veces puede producir desequilibrios y problemas de gran visibilidad conflictiva, principalmente cuando se mezclan cuestiones de orden público, delincuencia y enfrentamientos comunitarios. Y hay también intentos populistas y oportunistas, profundamente cínicos, de aprovechamiento electoral de estas tensiones. Uno de los estados de la unión norteamericana acaba de aprobar la que quizás es una de las peores leyes contra la inmigración del mundo contemporáneo. Sólo le van a la zaga las leyes anti inmigración promovidas por la Liga Norte y aprobadas por la mayoría berlusconiana que gobierna en Italia. La ley de Arizona convierte en cualquier persona distinta, por rostro o por lengua, en un sospechoso; y crea, de hecho, una situación de discriminación contra los hispanos, incluyendo los que tienen nacionalidad estadounidense. El mero hecho de hablar español, en un Estado de fuerte componente hispana y que fue parte de México hasta 1848, constituirá bajo esta legislación una apariencia de delito y sucederá ni más ni menos que en territorio de los Estados Unidos, que es un país de inmigrantes y hecho por inmigrantes. La ventaja del debate sobre la inmigración en Estados Unidos es que tiene unos resultados exactamente contrarios a los que tiene en Europa. Esta legislación promovida por los republicanos de Arizona puede convertirse en el mayor desastre para el partido republicano, pues se enajenará a la minoría hispana, de creciente peso demográfico y electoral, que ya fue decisiva en la elección de Barack Obama. En Europa, en cambio, el debate sobre la inmigración está siendo utilizado por la derecha para apuntillar a la izquierda, porque la divide y la debilita, a la vez que aglutina alrededor de las opciones conservadoras a un voto que puede alcanzar a veces hasta le extrema derecha. Lo más probable es que la ley de Arizona termina naufragando, gracias al soberbio sistema de checks and balances norteamericano, pero a la vez cabe imaginar que puede ser letal electoralmente para los conservadores y sus candidatos, contribuyendo a su arrinconamiento en la extrema derecha. No es lo que cabe esperar de las legislaciones anti inmigración europeas, que terminarán lastrando todavía más la capacidad competitiva y el dinamismo social de esa Europa tan perezosa y cansada. (Enlace con un excelente artículo de análisis de Andres Oppenheimer, publicado en inglés en el Miami Herald y en español en el Nuevo Heraldo de Miami).

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27 de abril de 2010
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La última moda viene de Londres

Lo último es Nick Clegg. Es difícil estar al día. En esta pasarela se ha llevado últimamente mucho de Merkel, todo de Obama, cada vez menos de Sarkozy y desde hace tiempo absolutamente nada de Zapatero. El impacto de Obama todavía sigue y perdurará. Pero en pocos días acaba de irrumpir un personaje que ha fascinado a los británicos, sobre todo a los jóvenes, y a todos cuantos siguen con atención las campañas electorales en todo el mundo. Su programa liberal demócrata está a la izquierda de los laboristas en numerosas cuestiones: derechos humanos, política exterior y de defensa e integración europea. Pero tiene la virtud de que recorta la imagen de juventud y de cambio que quería ofrecer el candidato conservador, David Cameron. Y lo más interesante es que quiere cambiar un sistema electoral mayoritario que históricamente está en el ADN del parlamentarismo británico.

No se sabe todavía hasta dónde llegará. Puede ser que al final, tras la jornada electoral del día 6 de mayo, quede en poco y no consiga el parlamento colgado, sin mayoría de gobierno suficiente y con el obligado recurso a la tercera fuerza que poseerá la llave del Gobierno. Puede ser que las cosas lleguen a ser más graves todavía: que el partido con más escaños quede desautorizado por un mal resultado en votos y porcentaje que le coloque detrás de los liberal demócratas. De momento, lo que ha conseguido puede servir como inspiración para nuestras elecciones, y concretamente, para las primeras que se atisban a la vuelta de la esquina, como son las catalanas, en las que estará en juego el regreso de Convergencia i Unió al poder, después de siete años de oposición, o el mantenimiento de la presidencia socialista, presumiblemente bajo la única fórmula matemáticamente posible, como es el ahora denostado tripartito de izquierdas. Como los resultados del 6 de mayo pueden conducir precisamente a una coalición, uno de los temas de campaña será el de la necesaria fortaleza del gobierno que deberá intentar sacar al país de la crisis; lo mismo que en Cataluña, con la diferencia de que es la actual y no la futura coalición de gobierno la que se somete a juicio. Respecto al laborismo, no se sabe muy bien todavía qué va a significar Clegg, si será su Némesis o una momentánea tabla de salvación. Lo primero se producirá si su remontada consigue relegar a los laboristas al tercer puesto en votos y los manda a la oposición. Lo segundo si su avance le permite a un debilitado Gordon Brown proseguir como primer ministro aún a costa de numerosas concesiones a los liberal demócratas, en una nueva prórroga agónica después de 13 años con el Labour en el número 10 de Downing Streeet. En cualquier de los casos, sólo cabrá una lectura de la derrota de Brown: un nuevo y significativo peldaño hacia las profundidades por parte de la izquierda socialdemócrata europea, expulsada del poder en Francia, Italia y Alemania, y en situación de extremada debilidad en España. La ascensión de Clegg señala, así, un horizonte europeo sin izquierda reformista, sustituida por nuevos partidos populistas, que se organizan en torno al rechazo de la inmigración, del Islam, de los impuestos o incluso del propio Estado. Pero quien toca la vena populista en boga en Reino Unido no es Clegg sino el conservador David Cameron, con su trinidad demagógica y exitosa contra la Unión Europea, la inmigración y los impuestos. Los lib dem tienen el mérito indudable de encauzar la pulsión antipolítica y sobre todo la desafección de los jóvenes hacia los grandes partidos para renovar y revitalizar la democracia británica en vez de cargársela. Nada de esto se atisba ahora mismo en Cataluña. Todos los candidatos representan perfectamente al sistema y sus peculiaridades catalanas, a excepción de quienes ni siquiera tienen posibilidades de sacar un escaño. Traer a Clegg a colación será más difícil, aunque a los dos partidos más polarizados de la última década, como son el PP catalán y Esquerra Republicana, fácilmente se les ocurrirá sacar lecciones de quien ha sabido recoger el malestar con el turno de partidos británicos y con las corrupciones y corruptelas de los parlamentarios, además de las secuelas del blairismo. Es evidente que todos ellos están objetivamente desautorizados para jugar el papel de un partido anti establishment. Nada hay en ellos de ruptura con los dogmas políticos como la que anuncia Clegg, respecto a las relaciones con Estados Unidos, las inversiones en defensa, la inmigración o la integración europea. Pero el último que debe confiarse es el candidato de CiU, Artur Mas, que hará bien en fijarse más en lo que David Cameron está haciendo mal que en lo que Clegg está haciendo bien.

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26 de abril de 2010
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El rugido de las profundidades

Estamos en plena y agitada estación sísmica. Rugen las profundidades del entero planeta. Los terremotos de Haití, Chile y China, la erupción del Eyjafjalla y muchos otros fenómenos tectónicos de menor envergadura nos revelan que el globo azul se halla en efervescencia. Es tiempo, pues, para la geopolítica, el estudio de la vida de los países que proporciona mayor voz y protagonismo a la geografía, que es el que más se acerca al análisis tectónico. Como es bien sabido, hay quien quiere explicarlo todo por la economía, las ideas, las culturas o los caracteres nacionales. Quienes se dedican a la geopolítica, como es el caso de George Friedman, director de la compañía de consulting norteamericana Stratfor, lo explican por las características geográficas de los países. Su nivel de acierto puede ser muy discutible, pero siempre hay que tener en cuenta este tipo de opiniones que convierten a los territorios en los protagonistas de la historia casi de la misma manera que la historia romántica lo hacía con los reyes.

Las ideas de Friedman son todo lo contrario del pensamiento convencional. Está persuadido de que la guerra entre el islamismo radical y Estados Unidos está ya en su fase terminal y que los neocons conseguirán los objetivos de supremacía absoluta que se propusieron, pero nada menos que en 2030. La geopolítica tiene una ventaja: sus protagonistas son inmutables, de manera que basta con extrapolar lo que ha sucedido para saber lo que sucederá, al menos en el corto plazo. Tiene también un inconveniente, en el largo, y es que se convierte en ciencia ficción. Es lo que le ocurre a Friedman, con su ensayo Los próximos cien años (Destino), en el que considera que China jamás superar a Estados Unidos hasta convertirse en la primera superpotencia, piensa que Rusia protagonizará una segunda guerra fría que también perderá y detecta como potencias determinantes a mitad de siglo a Polonia, Turquía y Japón, éstas dos últimas condenadas a coaligarse, incluso militarmente, contra Washington. La geopolítica, como las cordilleras y los volcanes, es sorda a declaraciones y discursos. Incluso a ideologías y colores políticos. No digamos ya a las pasiones. Atiende a la fatalidad del tamaño, la demografía y la situación geográfica, más que a las percepciones e ideas que pasan por nuestras cabezas. Europa ha dejado de existir en el mundo de Friedman, donde ninguna de sus potencias tradicionales jugará papel alguno. Cree que EE UU dominará el siglo XXI entero; que será muy difícil la formación de coaliciones adversas; y que finalmente será una nueva potencia norteamericana, nada menos que México, la que desafiará el poder del imperio americano. Y lo hará además ?eso el geopolítico no lo dice? en español. Quizás se equivoque cuando quiere profetizar el futuro, pero nos dice mucho en todo caso sobre el presente.

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25 de abril de 2010
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El tercero en discordia

El fenómeno tiene una semana de vida. Hoy hace justamente siete días las elecciones británicas eran cosa de dos, como siempre. Todo en el sistema político y electoral conduce a la polarización y a la simplificación: la regla del voto mayoritario, las sesiones de preguntas al primer ministro e incluso la disposición de los escaños en Westminster. Pero esta vez ha llegado el elemento imprevisto, de la mano de una novedad absoluta como son los debates televisivos. David Cameron, el brioso candidato conservador que había conseguido distanciar al fatigado primer ministro Gordon Brown en los sondeos y cabalgaba feliz como el hombre del cambio, la juventud y los nuevos tiempos, accedió a compartir el plató con el candidato del partido liberal demócrata, Nick Clegg.

Hoy sabremos si fue un mero desliz o un error estratégico, quizás el mayor de la vida política de Cameron. Esta noche, el segundo de los tres debates, destinado en buena parte a la política exterior, permitirá comprobar si el éxito de Clegg hace una semana fue un golpe de la fortuna, que dio un premio efímero a la frescura del candidato menos conocido, o si algo más sustancial ha cambiado. En la semana transcurrida varias encuestas han ido consolidando las posiciones del recién llegado, en una clara indicación que apunta hacia la segunda hipótesis: ayer se hallaba en cabeza a tres puntos de diferencia por encima de los conservadores y ocho de los laboristas. Hasta ahora preocupaba entre los dos grandes la amenaza del parlamento colgado, sin mayoría clara de gobierno. Desde el jueves pasado ha empezado a abrirse paso la idea de que este tercero en discordia no sea únicamente un árbitro sino un caballo vencedor. Es decir, que pueda decidir quién y cómo gobierna y exija la reforma electoral que introduzca la proporcionalidad que le permita seguir creciendo. Cuando se desentrañan un poco las encuestas se observan fenómenos interesantes, reveladores de una fuerte corriente de fondo, como es el tirón de los liberal demócratas entre los jóvenes que se han venido absteniendo en anteriores elecciones. Los nuevos votantes, sin adscripción partidista precisa y muy apegados a las nuevas tecnologías, se decantan por Clegg en masa. Es un fenómeno que tiene algo del entusiasmo que suscitó Obama en las primarias frente a la fuerza de Hillary Clinton entre los votantes tradicionales. El empuje de Clegg es la gran novedad de una campaña que iba a rodar por raíles previsibles, con el candidato conservador convertido casi en el vencedor inevitable y un primer ministro como Brown boqueando como pez fuera del agua, a la espera de un buen dato económico. Hasta tal punto es inesperado el terremoto, que ayer se supo que el candidato liberal demócrata se daba por perdedor cuando terminó el debate y no se dio cuenta de lo bien que le había ido hasta que habló con su esposa. Ahora intenta evitar que un exceso de euforia entre sus partidarios corte súbitamente la marea. Y no quiere ni oír el nombre de Barack Obama, aunque la comparación tiene sus fundamentos. Como Obama, es el candidato menos tradicional y con una biografía mejor adaptada al mundo global. Le ha robado a Cameron la idea del cambio, tal como hizo Obama con Clinton. Pero a la afinidad de ideas y propuestas con Brown le corresponde una enorme coincidencia en imagen, edad y actitudes con Cameron, algo que perjudica directamente al conservador. Sobre el papel, Clegg parecía ofrecérsele a Cameron como un bocado fácil. El clásico ataque conservador se basa en un tridente de tintes populistas que apunta contra la Unión Europea, la inmigración y los impuestos. Frente a las tres cuestiones aparecía como una diana perfecta el candidato más europeísta, más favorable a la inmigración y quizás más ecuánime con los impuestos. Pero todo esto puede actuar ahora como un revulsivo si sabe vender bien hoy mismo en el debate la profundidad del cambio que propone en política exterior, que es una de las cosas que le diferencia de unos y de otros. Los liberal demócratas quieren abandonar la subordinación a Washington que ha caracterizado a todos los gobiernos desde la crisis de Suez en 1956 y que llegó a su momento culminante precisamente con Tony Blair, consagrado por sus críticos izquierdistas como el perro faldero de Bush. Quieren también moderar el gasto en el dispositivo nuclear, sobre todo la renovación de los submarinos Trident. Y salir de Afganistán en cuanto sea posible, en la misma línea que otros países europeos. Clegg es muy prudente con Europa y no va a resbalar fácilmente con los plátanos que le tenderá Cameron. Pero es partidario del euro y el más europeísta de todos los candidatos. Para mejorar en algo el sombrío horizonte europeo sería una excelente noticia que fuera el tercero en discordia quien dejara en la cuneta a un candidato como Cameron que cuando se refiere a la UE sólo muestra disgusto y fastidio.

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22 de abril de 2010
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El desgobierno europeo

La vida nos examina a todos con mayor frecuencia de lo que esperamos y probablemente deseamos. Lo mismo sucede con la Unión Europea, que anda cosechando la temporada de calabazas más importante de su historia a cuenta de las nuevas dimensiones del mundo. Ha quedado descalificada como agente internacional global en las últimas ocasiones en que el gobierno del mundo se ha puesto a prueba entre quienes aspiraban a ejercerlo, y ahora, estos mismos días, se ha revelado también como absolutamente incapaz para gobernarse a sí misma, dentro de casa. Si no sirve para sentarse en la mesa global con los grandes, Estados Unidos, China, Rusia, Brasil e India, y tampoco sirve para mantener su casa en buen orden, deberemos preguntarnos en algún momento para qué diantre la hemos inventado.

El volcán de nombre impronunciable es el responsable de este examen que la UE está suspendiendo. Nos hemos dado cuenta, de pronto, que las decisiones pueden tomarse automáticamente sin que nadie se haga responsable ante los ciudadanos de sus consecuencias. Unos vulcanólogos que trabajan con un modelo matemático nunca experimentado ?y que se ha revelado erróneo? han aconsejado el cierre de los cielos a una agencia de coordinación del tráfico, y a partir de ahí los gobiernos han ido decidiendo cada uno de ellos independientemente pero todos en la misma dirección, sin apenas coordinarse en nada. Cinco días han hecho falta para que se convocara un consejo de Transportes de la UE por vídeo conferencia, donde los 27 ejecutivos han empezado seriamente a tomar en sus manos la responsabilidad de la crisis. Es evidente que la gestión de la navegación aérea y del tráfico aeroportuario escapa a las decisiones soberanas que puedan tomar los 27 gobiernos democráticamente elegidos y celosos cada uno de ellos de su independencia. Pero no hay autoridad alguna capaz y habilitada para tomar decisiones, que son necesariamente políticas, sobre cómo enfrentarse al riesgo que suponen la cenizas del Eyjafjalla para los aviones y cómo organizarse para seguir asegurando la movilidad dentro de la UE. No tiene competencias la Comisión. Tampoco las tiene Eurocontrol, que ya hace suficiente con controlar y coordinar el tráfico. Sólo un inexistente gobierno europeo podría haber organizado con la mínima eficiencia exigible toda la compleja operación de repatriar primero a los que han quedado colgados por la suspensión de los vuelos; organizar los transportes alternativos que garanticen la continuación de la actividad; y, lo más importante de todo, hacerse cargo del control de un riesgo móvil y errático, que puede prolongarse durante un tiempo indeterminado, como son las nubes de cenizas, para actuar luego en consecuencia, abriendo y cerrando espacios aéreos en función de la actividad del volcán. El estado actual de la navegación aérea es un ejemplo óptimo de cómo el cambio tecnológico y la globalización destruyen las fronteras y las soberanías nacionales. Buena parte del funcionamiento de nuestras sociedades, las economías e incluso la actividad política, dependen del desplazamiento diario por vía aérea de centenares de miles de personas. En estas alturas donde circulan los aviones puede haber cenizas volcánicas pero lo que no hay, sin duda alguna, son soberanías nacionales. Mientras naciones, regiones y nacionalidades se debaten en discutir sobre identidades, competencias, soberanías e independencias, la velocidad con que cambia el mundo nos deja sin gobierno efectivo. No sabemos cuanto va a durar la erupción del volcán. Pero lo peor de todo es no saber cuánto tiempo podemos estar con la miseria política de esta desunión europea y este desgobierno.

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21 de abril de 2010
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La descatolización

Difícil papeleta la del Vaticano en esta nueva época de la globalización multipolar y tecnológica. Aguantó mejor la embestida de la modernidad con el anterior Pontífice Romano, el polaco Wojtila, que algo supo sintonizar con el espíritu de los tiempos. Pero parece abocado en cambio a un penoso naufragio con el bávaro Ratzinger ?cinco años ya en el sede pontificia--, que combina la solidez intelectual de un catedrático de teología germánico con la torpeza diplomática y política de un pobre cura de provincias.

Juan Pablo II fue un Papa profundamente político, impulsor junto a Walesa, Havel, Reagan y Gorbachev, de la mayor transformación de Europa y del mundo desde 1917. Supo aprovechar luego la globalización resultante para hacer llegar los mensajes y los símbolos del catolicismo romano a todos los rincones del planeta, teñidos de un profundísimo contenido conservador, e incluso reaccionario en cuestiones de moral. El ideólogo de aquel curioso movimiento de repliegue ideológico y de expansión mediática planetaria era quien sería su sucesor, Joseph Ratzinger, martillo de progres y relativistas que ha ido desmochando el huerto teológico de toda cabeza heterodoxa que asomara a su izquierda. Éste ha sido el Papa de la identidad católica, que ha reivindicado las raíces cristianas de Europa, se ha reconciliado con el integrismo preconciliar y ha mostrado su vocación casi medieval de entrar en un torneo con musulmanes y judíos para demostrar la superioridad de sus propias creencias. Entre ambos Papas, ajenos a las dudas y a las angustias del Papa Montini y a la sintonía con su época y a la bondad del Papa Roncalli, han conseguido convertir a la Iglesia de Roma en el mascarón de proa de un comunitarismo occidental que da la espalda a la Iglesia de los humildes y de los pobres y encuentra el aplauso y la devoción de las clases conservadoras y adineradas europeas y americanas. Teocons y neocons son primos hermanos. Y eso ha sucedido en los mismos años en que Europa derivaba a todo galope hacia el laicismo, el islamismo embarrancaba en el fundamentalismo y en las tentaciones yihadistas y la religiosidad realmente existente se acercaba al patchwork de un nuevo mundo multicultural y sin grandes faros de referencia, exacta correspondencia del nuevo mundo multipolar. El escándalo de la pederastia clerical encubierta por la jerarquía es el remache a los cinco años de reafirmación identitaria católica de Ratzinger: muestra un profundo e inquietante desfase ante las exigencias de los Estados de Derecho y de la modernidad jurídica por parte de una institución que ha venido protegiendo con el secreto papal los delitos comunes cometidos por sus servidores sobre los más vulnerables e indefensos. Por más que haya sido el propio Ratzinger quien ha encendido la mecha desde su cargo de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe o ex Santo Oficio, su falta de resolución y su pésima gestión política del escándalo han conducido a un enorme desprestigio de la Iglesia incluso entre sus propios fieles. Con los últimos episodios ha empezado la rectificación, que necesita ahora de pruebas tangibles y, sobre todo, el desvelamiento de los casos mantenidos en secreto para que los culpables sean entregados a los tribunales. Pero eso es algo que muy difícilmente sucederá y si sucediera no bastaría en un caso de tanta amplitud y de tan variadas y altas responsabilidades, que sólo puede zanjar una seria e improbable catarsis. Una institución con métodos de elección más modernos destituiría ahora a los responsables y elegiría a un nuevo Papa capaz del borrón y cuenta nueva, algo que está en contradicción con la misma esencia de esta Iglesia jerárquica, masculina y autoritaria, que después del Concilio Vaticano II se ha revelado incapaz de abrirse al mundo y a las otras religiones y creencias. La respuesta encubridora y burocrática a los casos de pederastia y la reafirmación en la identidad y en la fe ortodoxas se han revelado así como las dos caras de la peor y más desgraciada estrategia que podían escoger los responsables del Vaticano para la proyección de la vocación universal de la Iglesia, su catolicidad, en el mundo globalizado. Es una amarga paradoja para la civilización católica, que se define precisamente por su afán globalizador.

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20 de abril de 2010
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Las cenizas del volcán

Islandia, 313.000 habitantes, algo más de 100.000 kilómetros cuadrados, plenamente independiente desde 1944, situada más cerca del continente euroasiático que de Norteamérica, ha sido siempre muy suya. Pero por dos veces, y con motivos tan dispares y sin relación alguna como el funcionamiento de sus bancos y el régimen de sus volcanes, los europeos hemos podido comprobar que pertenecemos al mismo club que los islandeses. Durante un largo tiempo a éstos no les ha interesado nuestra moneda ni nuestras instituciones políticas, conformándose, que no es poco, con la pertenencia a la OTAN y al espacio económico europeo. Pero de pronto, la quiebra de sus bancos y la erupción de uno de sus volcanes nos ha hecho sentirnos a unos y otros, islandeses y europeos, parte de un conjunto común. Los activos tóxicos y las cenizas volcánicas han unificado súbitamente sensaciones y sentimientos, han disuelto fronteras y obligado a concertar políticas financieras y de transportes.

Todos los países europeos son muy suyos, aunque las islas se llevan la palma. Solemos mirarlas con suspicacias ?y más a las británicas, porque están más cerca, que a la remota Islandia?, sin darnos cuenta de que con mayor frecuencia de la deseada hasta el más continental de los socios europeos alberga un corazón euroescéptico y quiere sentirse y actuar como una isla. Las oportunidades para observar cómo el continente europeo se convierte en un archipiélago de naciones ensimismadas se repiten una y otra vez en el momento en el que el planeta entero experimenta uno de los mayores desplazamiento de sus plazas tectónicas geopolíticas de la historia. Coleccionamos una detrás de otra las pruebas de esta fragmentación terminal que está liquidando a Europa después de 500 años de hegemonía: dejamos de existir en la Cumbre del Clima en Copenhague; hemos arrastrado los pies para acudir en auxilio de Grecia, que quiere decir en auxilio del euro; ni se nos notó en la Cumbre sobre la Seguridad Nuclear de Washington. En las mismas horas surgen como continentes emergentes los BRIC ?Brasil, Rusia, India y China? reunidos en Brasilia por segunda vez en una cumbre de jefes de Estado, en la que se nos ofrecen como espejo para nuestra molicie. Nos están superando con sus economías y nos van a superar con su voluntad de poder y su nuevo protagonismo político planetario. Pero los europeos no nos inmutamos. Para qué dedicarnos a resolver nuestros problemas reales cuando tenemos tantas oportunidades para encontrar problemas donde no los hay que ocupen el tiempo muerto de nuestros políticos y periodistas y sirvan para hipnotizar a nuestros ciudadanos. Así se compone la psicología de una decadencia. No hay que ir muy lejos para verificarlo. Cabe pensar incluso que en ningún otro sitio como en nuestro país se verifica mejor esta hipótesis. Las tres causas contra Garzón por prevaricador y el proceso contra el Estatuto catalán por inconstitucional son los últimos avatares de esta cucaña. Aunque idéntica artificialidad podría aplicarse también en buena medida a las iniciativas del magistrado de la Audiencia Nacional sobre la guerra civil y a la accidentada reforma del Estatuto de Cataluña. No hay que olvidar que lo que empieza como una frívola confrontación de empecinamientos suele terminar en peligrosas embestidas. Si atendiéramos a la letra de la tonada que canta la derecha española en ambos casos se diría que estamos de nuevo en puertas de lo de siempre, lo nuestro, la cosa fratricida, la historia de España que siempre termina mal. Pero por suerte estamos bajo el volcán islandés y en la globalización europea, por más que desde la mirada exterior sean difíciles de entender nuestras inciviles batallas judiciales. (Quienes lo entienden todo muy bien, por cierto, son nuestros viejos amigos neocon, obsesionados con la eventualidad de que algún día una jurisdicción penal universal pueda atender a las denuncias y perseguir los crímenes de guerra, genocidios y delitos contra las personas que no son atendidos por la justicia de los países donde se han cometido. El escarmiento contra Garzón, no por prevaricador en España, por supuesto, sino por perseguidor de Pinochet, deberá servir de ejemplo a jueces y gobiernos a partir de ahora). Pero éstas son derivaciones cosmopolitas que no interesan a los isleños empecinados. Aquí estamos en la pelea, por más que las cenizas del Eyjafjalla nos bajen a unos y a otros de nuestras respectivas abstracciones para confrontarnos con las dificultades tangibles de un desempleo al 20 por ciento y de los recortes en las inversiones públicas y en las políticas sociales.

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19 de abril de 2010
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El Boomeran(g)
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