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Escrito por

Juan Pablo Meneses

Juan Pablo Meneses (Santiago de Chile, 1969). Escritor, cronista y periodismo portátil. Es autor de los libros Equipaje de mano (Planeta 2003); Sexo y poder (Planeta 2004); La vida de una vaca (Planeta/Seix Barral 2008, finalista Premio Crónicas Seix Barral); Crónicas Argentinas (Norma 2009) y Hotel España (Norma 2009  / Iberoamericana / Vervuert 2010), distinguida por el Consorcio Camino del Cid como uno de los ocho mejores libros de literatura de viajes publicados en España el 2010. Sus crónicas se han publicado en 25 países y traducido a cinco idiomas. Ha sido columnista y bloguero en medios como Clarín (Argentina), SoHo (Colombia), El Mercurio (Chile), Etiqueta Negra (Perú), Glamour (México) y Clubcultura (España). Estudió periodismo en la Universidad Diego Portales y en la Universitat Autónoma de Barcelona, y fue relator del taller de Tomás Eloy Martínez en la Fundación Nuevo Periodismo que preside Gabriel García Márquez. El 2006, la Asociación de Prensa de Aragón publicó un libro que transcribe su taller de periodismo portátil. Ha sido cronista invitado en universidades de América Latina y España, entre ellas la UNAM de México, la Complutense de Madrid y la Universidad de Chile. Fundó la Escuela de Periodismo Portátil, con alumnos conectados desde más de 20 países y que organiza, junto a la Universidad de Guadalajara, el "Premio Las Nuevas Plumas" de crónicas inéditas y en español.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tu mochila es una bomba

La mochila está pasando su peor momento. Algunos ya presagian que el viejo equipaje que colgamos sobre los hombros, viajero como ninguno, vive sus últimos días. Días finales y explosivos que las han mostrado estallando y rompiendo y cortando y atravesando y quemando todo lo que se les interponía. El atentado en el Maratón de Boston ha vuelto a ponerla en los titulares, junto a imágenes de sangre, de muertos, de ciudades del primer mundo acordonadas, de médicos con el mejor equipo del planeta corriendo de un lado a otro, de llanto, de gritos, de testimonios agitados, de testigos, de heridos y de mochilas diseminadas en millones de pedazos por sobre la ciudad.

Pocas cosas están tan asociadas al viaje como una mochila. Por eso las mochilas explotan en aviones, en buses, en trenes, en maratones y no en redacciones de revistas, ni en salas de directorio, ni en acaloradas comisiones, ni en los canales de televisión. Las mochilas están en la espalda de los que se mueven. De los que van de un lado a otro y, de alguna manera - de una rarísima manera- el mundo nos enseña, a partir de ellas, que ya nada es lo mismo: de inofensivos, vagos y descreídos, los mochileros recorriendo el primer mundo han pasado a ser peligrosos, sangrefrías, eventuales terroristas.

Leo que en Estados Unidos, y ahora los sigue Europa, están educando a la gente para que reconozca a un viajero mochila-bomba dentro de los buses y trenes. No sólo eso, me entero que en los últimos años se han matado a balazos a varios mochileros sospechosos en espera de un tren.
Es la guerra, ya lo sabes.
Y la mochila siempre ha sido guerrera: Napoleón decía que cada soldado lleva en su mochila el bastón de mariscal. En Chile algunos estudiantes llevaban adentro de ellas molotov, aunque la mayoría apenas lleva un cuaderno.

Lo que pocos entienden, aunque ahora viva su peor momento, es que las mochilas siempre han tenido una carga. Y una muy explosiva. ¿O creen que el tipo que por fin abandona todo, se pone la mochila en la espalda y sale a recorrer el mundo lleva en la mochila solamente ropa? También carga una bomba de tiempo.

 

 

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24 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un futbolista africano en México

 
La mayoría de los niños futbolistas del tercermundo quiere fichar en Europa. A veces, cuando ya son jóvenes y todavía no cumplen su sueño, buscan destinos alternativos. 
 
Hace un par de años Jackson viajó a México para convertirse en futbolista profesional de la primera división, una liga que cada temporada realiza transferencias de jugadores hasta por 28 millones de dólares. No tuvo suerte. Entonces decidió jugar en los llanos como amateur, en donde sin planearlo encontró una forma de vida y el pretexto perfecto para no regresar por un buen rato a Nigeria. Hoy, él es uno de los 174 nigerianos radicados en México.
 
Se eso se trata la historia que Zenyazen Flores Barrios escribió para la Escuela de Periodismo Portátil.
 
Actualmente, Zenyazen es reportera del periódico El Financiero, antes trabajó en Milenio Diario y la Agencia Notimex. Estudió periodismo en la UNAM, tiene 27 años y es originaria del Distrito Federal. Le gusta observar a las personas, viajar y escribir en las madrugadas con música de fondo. Unos pantalones azules con bolsas a los lados son sus favoritos para salir a caminar y buscar historias que contar.
 
 
Para leer completa la historia EL FUTBOLISTA AFRICANO QUE GAMBETEA EN MÉXICO, tienes que entrar AQUÍ
 
 
 
 
 
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22 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los Bang y la crónica coral

Me llaman de una radio de Chihuahua, en el norte de México. Me dicen que espere un minuto en línea dos, antes de salir al aire. La idea es hablar sobre Generación ¡Bang!. Ya casi estamos al aire. El conductor anuncia mi entrevista y lee la contraportada al aire. Le describe a los auditores la portada, y cuenta que ya estoy en línea, desde Sudamérica. 

Me pregunta cómo nace la idea del libro, cómo fue la selección de los autores, cómo podría definir el libro.

-Es una crónica coral de México y el narco- le digo.

Repite varias veces "crónica coral", como quién intenta calzar piezas que no cuadran. Y luego comienza a enumerar a los autores de la antología. Cuando nombra a Marcela Turati, le digo:

-Ella es de Chihuahua. Es una gran periodista.

El conductor de la radio se sorprende. Confiesa que no sabía que era de Chihuahua, y confiesa que tampoco sabía quién era Marcela Turati. Nada nuevo. Pasa con la mayoría de los ¡Bang!: en un pequeño círculo se les conoce en detalle, pero la mayoría no los conoce.

Alcancé a decirle que en días pasados, Marcela Turati ganó el premio Lyons de la Universidad de Harvard por su cobertura al tema del narco. ¡Los Bang! siempre están ganando premios internacionales. Esa vez,hablando con la radio de Chihuahua, me quedé con ganas de leer partes de las respuestas de Marcela en la entrevista que le hice para Generación ¡Bang!

Extractos de un coro, como estos:

¿Qué están contando ustedes, los cronistas, de la guerra narco que no esté contando el periodismo convencional?

Los cronistas estamos trascendiendo el ‘ejecutómetro' (ese brutal conteo diario de asesinados que realizan los reporteros de la nota roja) y le estamos dando rostro a la guerra, la dotamos de historias, de significados, antecedentes, implicaciones y explicaciones.
La numeralia y el registro diario de hechos son importantísimos y es admirable la labor que están haciendo los reporteros policiacos. Por nuestra parte, las y los cronistas, con nuestras historias, estamos humanizando la guerra y ayudando a derribar los mitos en los que el presidente basó su estrategia así como el discurso violento e irracional de los narcotraficantes. Si ahondamos en el horror quitamos el disfraz a las mentiras que señalan que esta es una guerra de ‘buenos contra malos', que la mayoría de los que mueren son delincuentes o ‘en algo malo andaban', que muy pocos eran inocentes -o ‘bajas colaterales, como le gustaba nombrarlos al presidente- o que esta guerra debe pelearse a balazos, como se hacía en el Viejo Oeste.
No es lo mismo registrar que aparecieron 12 albañiles asesinados en un bosque cerca del Distrito Federal a viajar a las comunidades selváticas de las que salieron para contar quiénes eran, en qué soñaban, cómo lucen las chozas donde nacieron, quién los contrató para su último trabajo, cómo se les aparecen en pesadillas a sus madres, cómo viven el trauma sus hijos, cómo el rumor fácil que los señalaba como ‘narcoalbañiles' terminó por rematar a su familia.
Cada cadáver que aparece amarrado y colgado de un puente, o apilado con otros, o en una fosa común tiene una partícula de verdad que contar. Si logramos escribir sus historias estamos colaborando para que nuestros lectores salgan del caos en el que la violencia nos ha sumido, encuentren algún sentido a lo que ocurre, comiencen a domar el miedo y a intervenir.
La apuesta de los cronistas es propiciar que nos rebelemos a la normalización de la violencia, picar al lector para que salte de su silla, para que se sienta incómodo, para que reaccione, para que no se sienta ajeno ante esto, para que desee cambiar esta historia.

¿Es más seguro el periodismo narrativo para cubrir hechos de violencia?

El riesgo que se corre es similar aunque diferenciado.
Los más expuestos y valientes siempre serán los reporteros policiacos y los reporteros locales, porque viven en medio de las balaceras y no tienen oportunidad de tomarse un fin de semana lejos de los balazos.
Y los que nos consideramos cronistas y que trabajamos para medios nacionales (lo aclaro porque hay cronistas muy buenos en las redacciones regionales) también vamos a los frentes de guerra y, muchas veces, sin conocer bien el terreno, sin tiempo para prepararnos, o confiando en personas a las que apenas conocemos. Si bien, nosotros podemos darnos el lujo de tomar un avión, regresar a casa y cambiar de tema, pero la dinámica del conflicto nos hace viajar constantemente a zonas de guerra y, algunas veces, cuando menos nos damos cuenta estamos parados sobre arenas movedizas.

¿Cuáles son las cinco cosas que nunca debe hacer un cronista que quiere escribir sobre la violencia que afecta a su ciudad, y su país?

1. Exponer a una víctima a que sea revictimizada.
2. Arriesgar la propia vida por una nota.
3. Hacer tratos con alguna de las "partes" del conflicto.
4. Usar a los reporteros locales para que le surtan a uno de noticias (esos reportajes publicados en medios nacionales o internacionesl generalmente ganan premios y los periodistas locales terminan amenazados).
5. Darse tanta importancia como para pensar que uno mismo es "la nota" (todos lo vimos -asqueados- en Ciudad Juárez).

 

 

 

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21 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Generación ¡Bang!

Acaba de aparecer en México Generación ¡Bang!

El libro nace de una vieja obsesión: escribir una crónica sobre México y el narco.

Entre el año 06 y el 12, todo el período de Felipe Calderón, siempre viajé al menos una vez cada año a México. Y todas las veces, sin importar el motivo del regreso, volvía a aparecer esa deuda pendiente: escribir una crónica sobre México y el narco.

En cada viaje preguntaba a los nuevos cronistas mexicanos por datos, historias, ciudades y personajes que me pudieran servir para mi propia crónica del tema. Hasta que un día, entre esos viajes, descubrí por primera vez lo que hasta entonces me hubiera parecido imposible: nunca iba a escribir una crónica sobre México y el narco.

Desistí de escribir mi texto, porque estos nuevos cronistas ya estaban -y están, diariamente- haciendo la gran crónica del narco mexicano que me hubiera gustado hacer. En eso se pasaron los últimos años. Sin que ni ellos mismos, tal vez, se dieran cuenta estaban armando un único relato de varios autores y una nueva generación.

Un texto fragmentado, coral, publicado por partes y en medios nacionales y extranjeros, escrito por jóvenes mexicanos inexpertos y enfrentados a cubrir su primera guerra. Un grupo que cronistas que comenzó el sexenio de Calderón con menos de 35 años, que no vivió la violencia política del México de los 70, ni cubrió las guerras centroamericanas de los 80, ni reporteó el despertar zapatista de los 90. Jóvenes que crecieron leyendo del boom de la nueva crónica latinoamericana, y que usaron esa forma de contar para relatar la guerra de Calderón.

El periodismo narrativo, la crónica, para mostrar el México de hoy. Estos jóvenes no estuvieron los últimos años escribiendo eruditos ensayos académicos sobre la violencia, redactados desde un cómodo escritorio de algún barrio fuera de peligro. Tampoco eran los reporteros de primera línea, aquellos que sacrifican su vida por el dato duro y el conteo de balas, y de los cuales hay demasiados muertos. Estos, los de esta nueva generación, relataban historias de violencia más que el número de víctimas. En vez de contar la cantidad de balas, estaban describiendo las consecuencias y el sonido de un disparo. ¡Bang!

Generación ¡Bang!

Son 11 los Bang! del libro: 11 crónicas y 11 biografías de los autores y 11 entrevistas donde ellos me contaron del futuro de México o de cómo terminaron escribiendo de la violencia o de los resguardos que debemos tomar al escribir en zonas de peligro o de por qué elegir un muerto y no otro para contar su historia.

Hace algunas horas llegué a México para presentar Generación ¡Bang!

El historia de una generación.

Mi crónica sobre México y el narco.

 

 

 

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25 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La mafia del padre

 

La mafia es una familia y la familia es una mafia. Esa es la moral que atraviesa Honrarás a tu padre, el libro donde Gay Talese se infiltra en el clan de los Bonanno con una idea comercialmente impecable: revelar el lado menos conocido de la mafia italoamericana.

Considerado como una pieza fundamental del nuevo periodismo estadounidense, el libro se podría leer como una novela de un cajón inverso al de Mario Puzo, autor de El padrino. Pero también, y sobre todo, como una inagotable investigación donde Talese nunca deja de recordarnos que la realidad siempre es más conmovedora que la ficción. Los seis años que le tomó reportear la historia, los viajes a Italia, la vida en Sicilia, el mapa de la familia, los funerales de los mafiosos donde van policías a anotar los números de las patentes de los autos, los detalles comunes de la rutina de los capos, aparecen como pastillas de las que rápidamente uno se hace adicto. Pero no solo eso. El bombardeo de datos concretos, la aparición de nombres y hechos googleables, son un recordatorio constante de que todo lo que leemos pasó. Y si es real, es mejor.

El inicio de la historia ocurre cuando dos gángsters, en octubre de 1965, secuestraron al reconocido padrino Joseph Bonanno, jefe mafioso de Nueva York. La policía de la ciudad informó que estaba muerto, aunque un año más tarde Bonanno reapareció con vida, dando la partida a una larga escena de balazos y traiciones y venganzas entre familias en disputa.

El libro se publicó originalmente en 1971 y cuarenta años después aparece traducido al español por Patricia Torres Londoño, en momentos en que la crónica periodística latinoamericana vive una suerte de boom literario en el idioma. La sorpresa que despierta este libro de periodismo narrativo entre los lectores hispanoamericanos es tardía, aunque no por eso descartable. Tras su primera edición, Honrarás a tu padre se transformó en un bestseller inmediato. La CBS hizo una miniserie televisiva de la obra, y se le considera el libro clave para los realizadores de Los Sopranos: aquí los mafiosos tienen penas, dudas y problemas para criar a sus hijos. La mafia es una familia. Y la familia es una mafia.

Leerlo hoy con el entusiasmo de la primera vez sería una ingenuidad. Gran parte de los secretos, que Talese reveló el 71, ya los hemos conocido por otros libros, otras películas, otras series. De alguna forma, el mayor interés de esta nueva edición es el rescate de un clásico. Cualquiera que tenga ganas de escribir buenas crónicas debería ver cómo un autor se puede meter, obsesionar y mimetizar con el mundo que quiere describir. Cualquiera que pretenda escribir un libro de periodismo narrativo verá cómo se puede llevar un relato sin que el narrador luche por cruzarse delante de la cámara. Y entender que el secreto está en "mostrar", sin caer en el mal gusto de tener todo el tiempo que "decir".

Retratos y encuentros, otro libro de Gay Talese traducido recientemente al español, tiene textos que se pueden leer como la trastienda de Honrarás a tu padre. Ahí cuenta, por ejemplo, toda la historia de cómo se fue haciendo amigo de Bill Bonanno, hijo del capo, su puerta de entrada en la mafia. También revela la relación con su propio padre. Joseph Talese era un sastre italiano que migró a New Jersey en los años 20, y que entre los clientes de sus trajes tenía a miembros de la mafia neoyorkina. Esta cercanía, esta pertenencia, se nota en el libro.

El destino de Gay Talese era seguir a cargo de la sastrería familiar. Eso, hasta que llegó el periodismo y las historias y los libros y el reconocimiento que lo tienen como una de las firmas claves de la no ficción mundial. De aquel mandato familiar quedan los trajes y el sombrero que usa hasta el día de hoy. Pero, además, y tal vez más imperceptible, una mirada que siempre defiende la tradición y el estilo como una moral.

Por lo mismo, Honrarás a tu padre es, todo el tiempo, un libro elegante. Los mafiosos no son asesinos en serie con movimientos robotizados, ni verdugos que matan para calmar los nervios del abuso de drogas. Las familias no están divididas entre buenas y malas, solamente que hay algunas que aparecen más organizadas. Y los capos, que la caricatura dibuja como jefes de la matanza, aquí se ven como señores preocupados de vestir un buen traje. Como los que hacía su padre. Como los que le correspondería estar confeccionando a él.

 

 

 

 

Publicado en la revista Dossier de la Universidad Diego Portales.

 

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5 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Amazon boys

 
«El amor es egoísta, igual que tú». La frase, que parece letra de bolero, sale volando desde una fiel radio de pilas. El transistor es pequeño, verde, antiguo y acompaña con su música a una mujer sola, delgada y sin sonrisa que rema tranquilamente frente a la ciudad de Iquitos, en la inmensidad espesa de la selva de Perú. Es un día como todos los demás, vale decir: por un lado los iquiteños, con una amabilidad que parece sumisión, y en contraparte los turistas, cientos de visitantes que cada día llegan hasta aquí para vivir su propia experiencia amazónica.
Ésta no es una historia de amor, pero sí tiene que ver con matrimonios. Desde que aterricé en el aeropuerto Coronel F.A.P. Francisco Secada de Iquitos, estoy escuchando frases de mujeres heridas: «Las gringas vienen hasta acá a buscar maridos exóticos». Indignadas: «Los hombres que se casan con extranjeras lo hacen por interés». Burlonas: «Ellas se los llevan para mostrarlos como mascotas». Compasivas: «Ellos se casan para irse de esta pobreza». En su mayoría, las quejas son desembuchadas por mujeres nativas, algunas de ellas trabajadoras agrícolas o vendedoras de chucherías, o artesanas, o pescadoras, como la mujer de la radio verde que escucha «El amor es egoísta, igual que tú».
El turismo de los pintorescos cruceros que recorren el río Amazonas ha sido el escenario ideal para el progreso de estas historietas. «Las gringas que andan viajando y los muchachos de acá, que trabajan en turismo, pasan varios días juntos, río adentro, y ahí se enamoran», me dice Amanda, una joven nacida en el poblado de Indiana, a unos 40 kilómetros al norte de Iquitos, en la desembocadura del río Yanayagy.
Amanda es una típica mujer de la selva peruana, con ojos achinados y pómulos que destacan sobre el resto de sus rasgos. No pasa de los 20 años y perdió a su novio hace unos meses: «Se fue a Texas. Se casó con una americana que vino a hacer una investigación acá. Pedro me lo había advertido. ‘Mi sueño es irme a vivir a un país grande’, me decía siempre. Logró su sueño». Amanda me vende los cigarrillos Caribe que llevaré para el viaje.Mañana zarparemos desde Iquitos en un barco-crucero repleto de turistas y con una tripulación de peruanos.
«Que tenga buen viaje», se despide ella, y el susurro de su voz se pierde entre la conversación de dos aves que desconozco. Empieza a llover, como todas las tardes en la amazonía.
 
-00-
Las gringas son como el chocolate: con el frío se endurecen y con el calor se derriten. Esta mañana, en Iquitos, la temperatura es muy alta (tanto como la tasa de analfabetismo, que aquí supera el 30 por ciento) y por eso las turistas caminan con la cara enrojecida, bañadas en repelente de mosquitos, cargando mochilas pesadas, empinándose las botellas de agua como si fueran tanques de oxígeno, abochornadas, pero sonrientes. Porque hay algo que no se debe perder de vista: igual que la mayoría de los chocolates, las que han venido a explorar el Amazonas son dulces,muy dulces, tan dulces como la panela, el azúcar sin refinar que se come en la región.
Ahora me tropiezo con docenas de ellas a bordo de Río Amazonas, un viejo barco al estilo Fitzcarraldo, la película de Herzog filmada en este río. «Hay que tener cuidado con estas gringuitas», me advierte Alfredo Chávez, el guía, mientras juega con su anillo de oro. Chávez es de Iquitos, tiene 56 años y lleva más de una década trabajando en la empresa de turismo Amazon Tours. Con el particular acento charapa, como se le llama burlonamente en Lima al español cantadito con ritmo y velocidad brasileña de quienes habitan esta zona, confiesa que ha tenido muchas oportunidades con ellas. «Varias veces me ofrecieron matrimonio, pero prefiero a la mujer de acá», dice tranquilamente, con una autoestima capaz de repeler al más peligroso mosquito.
La travesía promete aventuras. Navegaremos por la selva durante cuatro días, en algo que podría llamarse Amazonas Exprés: recorreremos la jungla, visitaremos tribus, saldremos de pesca y de caza. Todo fugaz, en función del turista, como si quienes vamos a bordo acabáramos de comprar el ticket de un nuevo parque temático Disney, pero con aires de Tarzán. 
«No hay tiempo para profundizar», me dice Chávez, aplastando cualquier asomo de romanticismo y se calla empinándose una botella de Pilsen, una cerveza de Perú. Faltan unos minutos para zarpar y en eso, como una brisa que se cuela por una puerta mal cerrada, pasa frente a nosotros la gringa Kaye.
Kaye es un chocolate blanco de un metro 80 centímetros, pelo amarillo como el jugo de vainilla y ojos azules. Alfredo Chávez la mira de abajo arriba mientras vuelve a la cerveza. «Está buena, ¿eh?», descarga, y lo dice como tratando de no darle tanta importancia, con un tono que deja sus palabra flotando más cerca de la preocupación que del interés. Como si algo le dijera que esta extranjera pudiera significar, en el corto plazo, que otro muchacho de la tripulación deje la selva tras ella y su promesa de pasaporte hacia el primer mundo.
Kaye Thomas es guía de turismo de la empresa Explore y viene a cargo de un grupo de turistas. Es una londinense licenciada en estudios hispánicos y latinoamericanos. Hasta hace un tiempo trabajó en una empresa telefónica de Inglaterra, pero la despidieron por una reducción de personal a causa de la crisis asiática.Me cuenta que de un día para otro se quedó sin trabajo y que desde entonces decidió viajar.
Al fin zarpamos al mediodía. Desde tierra nos despide Paul Wright, un tipo de 60 años y 120 kilos nacido en California y dueño de la empresa Amazon Tours, un lucrativo imperio en torno al turismo de la jungla. Nuestros destinos son las ciudades de Leticia, en Colombia, y de Tabatinga, en Brasil. Cruzaremos una parte del Amazonas, el río con seis mil kilómetros de cauce y cuya cuenca, la más grande del mundo, mide siete millones de kilómetros cuadrados. Hablo del sitio donde habitan más de dos mil especies diferentes de animales y que es el pulmón verde de la Tierra que sólo en su explotación turística genera unos varios miles de millones de dólares anuales y que atraviesa Perú, Colombia y Brasil.
Cuando comenzamos a navegar los viajeros aplauden, toman fotos, celebran destapando cervezas, se abrazan, se dan ánimos, gozando la adrenalina de sentirse protagonizando la aventura más arriesgada y peligrosa y memorable e impredecible de sus vidas. Todos, de alguna manera, sabemos que estamos empezando a protagonizar una aventura arriesgada.
Kaye Thomas baja el entusiasmo. «La gente piensa en el Amazonas como un sitio peligroso, pero tú ves que acá es muy relajado. Se puede tomar sol, leer, dormir mucho. Es ideal para quienes no vienen a la selva a explorar», me explica. Kaye trae a su cargo a 16 ingleses, la mayoría profesionales y jubilados de 30 a 70 años. «Son aventureros, pero tienen poco tiempo, un poco de susto y no hablan español. Por eso los acompaño. Para la mayoría, son las tres semanas de sus vidas que le dedicarán a Latinoamérica: tres días en Machu Picchu, tres días en Cuzco, dos días en Lima, tres días acá en el río, un día en Quito y una semana en Galápagos», enumera, mientras por la cubierta se pasean algunos jubilados ingleses en traje de aventura. Parecen atentos a fotografiar esa infinita anaconda que nunca se les cruzará por enfrente, o aquella piraña que jamás dará el salto para tragarles un dedo, o a ese gigantesco caimán que no se dará el tiempo de mostrarles su famosa mandíbula capaz de triturar una roca.
 
 
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Ricky se define como un amazon boy. Él es un veinteañero criado en la selva de Perú y que lleva algunos años en la industria del turismo. Su nombre es Ricardo Hurraga Guerra, pero todos le dicen Ricky. Ahora se queja de que su español está cada día peor porque todo el tiempo habla en inglés con los turistas. Ricky es la estrella de la nueva camada de guías.
 
Usa perfume, cinturón de cuero, linterna, repelente alemán en sus brazos oscuros y está aprendiendo a pasarse bloqueador solar por los labios. Se hace notar entre los 16 miembros de la tripulación por su acercamiento a los extranjeros y sus buenos modales, adquiridos en el curso de turismo del Instituto Municipal de Iquitos. «Nos enseñan que los visitantes deben ser bien atendidos, que traen dinero y que debemos preocuparnos de que no les falte nada, que tengan un buen viaje», dice y luego abraza amigablemente a una inglesa que le lanza sonrisas tímidas, coquetas, tentadoras.
El tiempo encima del barco avanza lento, pero sin freno. Por momentos uno se maravilla de las cosas que está viendo y, un segundo más tarde, pillándote desprevenido, viene una patada baja que transforma todo en paradoja. Como si la selva, aburrida de tanta novela boba en su nombre, se empecinara en demostrar que ella es mucho más real que mágica.
Una tarde, el segundo día de la travesía, visitamos a los yaguas. «Es una tribu peligrosa. Llevan años viviendo acá y tienen fama de ser muy carnívoros», dice Ricky, provocando la excitación de todos los que vamos a bordo. Enseguida entramos a una choza gigante donde los nativos, vestidos con plumas café y la cara pintada rojo, actúan una danza que, con buena voluntad y ganas de pasarla bien, puede conmover.
Terminada la presentación y como verdaderas pirañas, los aguerridos yaguas se abalanzan sobre los extranjeros rogando que les compren una de sus artesanías. Imploran por un par de billetes y, como si no bastara, el espíritu salvaje de los adultos queda todavía más ridiculizado frente a la actitud agresiva de los niños: hay un escuadrón de infantes que no pasan de los cinco años que se lanza a las piernas de los visitantes con la decisión y la fiereza de esos perros que persiguen a los automóviles en marcha para morderles las ruedas. Bravos y temerarios, los niños mantienen el espíritu yagua. (...)
 
 
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(...) El sueño de la mayoría de los amazon boys es terminar viviendo en Estados Unidos o, si no se puede, en un país europeo. Lo reconocen abiertamente. Para eso se han preparado.
«He tenido invitaciones, pero todavía no me llega lo que espero», dice Ricky, una noche en que volvemos de una travesía en bote donde él ha tomado con sus manos un caimán en mitad de la oscuridad. Sabe que no todos los tripulantes tienen sus ambiciones. Hay muchos que están a gusto con su sueldo mensual y una esposa peruana, pero también tiene claro que él no es como todos y que pertenece al grupo de los que quieren ganarle a la vida. Y para muchos latinoamericanos la vida se vence viviendo en un país del norte. Ahí se cumplen verdaderamente los sueños, parecen decir sus ojos iluminados, mientras se arregla la camiseta de la Universidad de San Francisco, regalo de una turista de la que ya olvidó su nombre:
––Miami o Los Ángeles. Esas son las dos ciudades que sueño. Me gustaría vivir allá. Tampoco descarto Alemania, porque vienen muchas alemanas solas. Siempre aparecen cosas, pero todavía nada muy bueno. Hace un año conocí a una chica de San Francisco, que me quería llevar, pero en realidad no tenía tan buena situación económica. Otra vez enamoré a una chica de Texas, que andaba en el crucero con sus padres: ella me ofreció matrimonio, pero creo que todavía puedo encontrar algo mejor. Si todo sale bien, en dos meses por fin voy a poder conocer Estados Unidos. Una turista que vino de Miami, una bióloga, me invitó a dar unas charlas a la Universidad de Miami sobre los distintos tipos de caimanes del Amazonas. Veré si me quedo con ella un tiempo.
––¿Por qué tantas ganas de irte? ––le pregunto.
––Para tener una mejor vida. Yo nací acá, crecí en la selva, pero siempre he querido cosas más importantes. Mis amigos de la aldea donde crecí siguen ahí, trabajando la tierra, pero yo preferí aprender inglés para entrar al turismo. Tengo varios primos que ya se han ido. Están en Los Ángeles, casados, tienen autos y buenos trabajos: uno es recepcionista de un hotel y otro transporta alimentos a los restaurantes. Quiero conocer otras realidades, conocer el mundo.
––¿Parece que te aburriste de vivir aquí?
––Es que aquí hay mucha pobreza. Es verdad que son mis orígenes, pero de tanto trabajar con los turistas uno conoce nuevas cosas. Mejores. A veces, sin que se den cuenta, ellos me han enseñado las grandes ventajas de vivir en países como Estados Unidos. La educación, el dinero que traen, lo bien que lo pasan: yo lo veo todos los días. Por eso entré al turismo, por eso también aprendí inglés: para tener una mejor situación. Mi novia vive en Iquitos, es una buena persona, pero ella sabe que en cualquier momento me caso y me voy.
––¿Y lo acepta?
––No será a la primera que le pase. Sabe que nuestra relación se acabará el día en que yo me vaya. Sólo está faltando conseguir alguna gringa que me ofrezca algo bueno para casarme. Ellas llegan a la selva buscando una aventura romántica, y eso hay que aprovecharlo.
No toda la aventura sucede a bordo. Las actividades oficiales del crucero son tan rápidas que apenas se sienten: hay una caminata por la jungla, una jornada de pesca de pirañas, un avistamiento de aves, y en ninguna se ocupa más de una hora. De todo, pero poco. Ideal para el tipo de visitantes que no tiene tiempo para recorrer el río de la vegetación más exuberante de todas.
––Me encantaría quedarme más tiempo en cada lugar, pero tenemos que volver luego a Australia y no sabemos hablar español ––me dice Paul, un profesor australiano que tiene un tatuaje en el brazo, un collar con dientes de pirañas y que recorre el río junto a su novia––. Son increíblemente amables con nosotros. Es divertido, porque ellos nos ven a todos nosotros por igual y piensan que somos millonarios. He estado en muchos lugares del mundo, y en todos los sitios con pobreza pasa lo mismo: piensan que todos los blancos somos ricos, y en verdad la mayoría de los que venimos en el crucero somos gente de trabajo, empleados en nuestros países que tenemos que volver a casa para seguir trabajando. En ese sentido, la gente de Latinoamérica me parece muy graciosa. Son muy ingenuos ––dice, y me lo explica tanto, que parece una advertencia velada para que no le pida billetes ni ropa. Para muchos gringos la inocencia y la ingenuidad sólo se consigue viniendo de vacaciones a un país de América del Sur. (....)
 
 
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Frente a la embarcación está el pueblo de Leticia, Colombia, y, a su lado, pareado, se ve Tabatinga, Brasil. Los pasajeros se comienzan a despedir. Chávez, el guía sentado en una mesa de plástico, se pinta la uña larga del meñique de su diestra. «Es una tradición para protegerme de la selva», me dice. 
Está feliz de llegar a Leticia porque tiene dos planes: comprar aquel anillo de oro que lleva varios meses yendo a visitar a la vitrina de una joyería del pueblo, y luego llamar por teléfono a sus hijos:
––Desde Colombia las llamadas son más baratas que de Iquitos. Ellos son mis dos únicos hijos hombres y hace dos años que no los veo. Viven en Estados Unidos y son mi orgullo. No cualquiera de acá puede decir que tiene dos hijos viviendo en Estados Unidos.
––¿Están casados? ––le pregunto.
––Claro, por eso se fueron. Se los llevaron dos gringas. Mira, vamos a hablar con honestidad: ellos se casaron por interés, pero ha sido para mejor. Eso sí, me gustaría tener nietos, pero a las gringas no les gusta tener hijos y ellos todavía no se pueden separar: aquí la cosa sigue muy mala y todavía no tienen muy solucionado el asunto de los papeles. Pero yo sé que les va a ir bien. Son mi orgullo.
Mientras esperamos para bajar del barco, el guía del anillo de oro y la uña pintada se queda mirando a la gringa Kaye. Hipnotizado por el chocolate blanco, suelta:
––Yo preferí quedarme a vivir acá, porque me gustan las iquiteñas. No me arrepiento. Mis hijos no: ellos se fueron por una mejor vida. Uno está de cocinero y otro dirige un ascensor. Es cierto que a veces los extraño, porque son mis únicos hijos hombres, pero ellos ahora están asegurando su futuro. (...)
 
 
FRAGMENTOS de la crónica "Amazon boys" publicada en el libro EQUIPAJE DE MANO 
 
 
 
 
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9 de agosto de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El gran libro de viaje

 

Podemos intentar escribir el mejor libro de viajes. Contar nuestras experiencias, relatar aventuras, mostrar nuevos paisajes y relatar tierras nuevas. O podemos querer contar todo un continente, la tierra de Los España a doscientos años de su independencia, sin embargo, sigo creyendo que el más noble de los libros de viajes es el pasaporte.

Aunque la Real Academia Española lo defina burocráticamente como la licencia o despacho por escrito que se da para poder pasar libre y seguramente de un pueblo o país a otro, el pasaporte sigue siendo, de lejos, el más sencillo y efectivo diario de viaje. Un libro de tapas gruesas que lleva tu foto y tu nombre, dándole a la publicación la importancia que te mereces. Una bitácora íntima e intransferible que va resumiendo, certeramente, el rumbo que ha corrido tu vida en los últimos años.

La paranoia de los escritores frente a la hoja en blanco, los viajeros la viven con el pasaporte vacío. Pocos, salvo a los que les gusta andar de un lado a otro, pueden entender el encanto que produce el timbre aduanero de un país exótico. Intercambiar pasaporte con alguien, mientras se espera la conexión retrasada, pesa más que compartir toneladas de novelas de aeropuerto.

Aplicando la moral de Augusto Monterroso, defensor de la literatura breve y autor del cuento más corto de la historia, el pasaporte es el libro de viajes perfecto: apenas el nombre de un país, timbrado en tinta lila, te lanza a recorrer largos arrozales asiáticos; una visa en un alfabeto indescifrable es suficiente para que, al tocarla, casi huelas otra cultura; una simple fecha en rojo sirve, y basta, para recordar interminables caminatas por un viejo continente. Literatura directa. Concisa. Al grano, como para ridiculizar a los novelistas debutantes.

Ir llenando el pasaporte es ir escribiendo tu propio Moby Dick. Una novela donde la aventura viajera va atravesando todo el relato. Y en la que, por cierto, cada uno se encariña con distintos capítulos. En mi caso, suelo preferir dos. Uno por lo extraño, como cuando salí de Chile en barco y en el pasaporte quedó registrado un timbre con la palabra Valparaíso. Y otro, por lo ausente, cuando estuve en la Triple Frontera: quedó el timbre de salida de Argentina y, dos días más tarde, el de ingreso a Paraguay. Pasé dos días en Brasil sin ningún tipo de registro, lo que algún crítico podría traducir en un salto de tiempo que puede llegar a ser interesante.

Pero, claro, en el mundo de los pasaportes, como en el de los libros, la apariencia de las portadas influye mucho. Más de lo que un autor quisiera. Una tapa que diga United States y adentro lleve tu foto puede abrirte las puertas de nuestro mundo, pero llenarte de sospechas si visitas al enemigo. He visto ecuatorianos y peruanos teniendo que desnudarse en España por la tapa de sus pasaportes, y no quiero ni pensar lo que debe ser llenar un libro de viajes personal cuya cubierta tiene escrita las palabras Irak o Palestina. Aunque ahora el pasaporte chileno esté en alza, nadie parece recordar que por años fue un lastre que pesaba más que un piano, y que te negaran la visa era tan común como un estornudo.

La importancia de las portadas lleva a casos increíbles. Conozco santiaguinos de toda la vida, que crecieron yendo a las reuniones dobles en el Estadio Nacional, que se pasean por Sudamérica con pasaporte italiano. Una amiga recorre el mundo con documento austriaco, aunque nunca estuvo allí. Y he visto latinoamericanos malgastar cinco años de su vida en España sólo para conseguir una cubierta europea para su libro. ¿Vale la pena tanto sacrificio?

Seguramente, vale la pena. Eso lo sabe cada uno. Tal como cada uno sabe lo que significan los diferentes timbres que van llenando el pasaporte. Hace poco, hablando con un viejo periodista deportivo argentino, me dijo que en todos sus años de carrera nunca escribió un libro: sólo llenó pasaportes.

Y me lo dijo sereno, con la tranquilidad de un autor que se sabe respaldado por una gran obra.

 

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4 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El periodismo de viajes

Escribir una buena historia durante un viaje no es lo mismo que hacer periodismo de viajes. Podrían ser lo mismo, ojalá fueran lo mismo, pero eso no sucede en ningún lugar del planeta. El periodismo de viajes es otra cosa.

Todo tiene que ver con eso que en el mundo del turismo se llama “la industria”, y que no es otra cosa que los anunciantes. Las revistas y suplementos de viajes viven condicionados, como todos pero de forma más evidente, por los anunciantes. En ese tablero, plagado de invitaciones y de viajes en grupo y de visitas condicionadas, es que el periodista de viajes ha terminado relegado a los últimos lugares en el escalafón del periodismo a secas y con mayúscula.

Tan menor es el peso de los redactores de la sección turística de los diarios, que ni siquiera importa que todo lo que escriben fue financiado por los mismos que aparecen en su texto. Eso da lo mismo. A nadie le importa.

Así como a los periodistas deportivos les gusta estar cerca de los futbolistas importantes. Así como a los periodistas políticos les gusta estar cerca de los personajes poderosos. Así como a los periodistas de música les gusta estar cerca de las estrellas de rock. Así como a los periodistas de cultura les gusta estar cerca de los grandes escritores. Así como ellos, los periodistas de viajes tienen ambiciones que parecen mucho menores: estar cerca de los turistas que se toman una semana de vacaciones. Estamos, porque me incluyo en la categoría, cerca de las familias que caminan de la mano por el parque de diversión, de las parejas en luna de miel en la clase económica de un crucero, o junto al padre oficinista que deja a los hijos con los entretenedores del resort mientras él, totalmente desconectado de su vida diaria, toma piñas coladas todas incluidas mirando pasar chicas en bikini.

Cuando el motivo central de un artículo periodístico es el viaje en sí, y en esa publicación el “viaje” se entiende como “vacaciones”, el periodista termina convertido en un turista de temporada alta que viaja a los sitios en temporada baja recolectando datos para el verano que viene. Una suerte de recomendador profesional, que publica en medios masivos para gente minoritaria que sueña, algún día, ojalá pronto, tomarse unas merecidas vacaciones.

El resto, la mayoría, agarra los suplementos de viaje y los lanza a la basura sin siquiera abrirlo. Sin importar que está todo pagado. Sabiendo que adentro no habrá nada sorprendente. Seguros, tal vez, que desde hace muchos años (tal vez, desde siempre) las mejores historias de viaje no aparecen en revistas ni en suplementos de viajes.

 

 

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1 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La novia del Santo

México no sería el mismo sin la lucha. Pero no hablo de la lucha entre bandas, de esas que dejan decapitados y balaceras y cuerpos tumbados por toda la ciudad. Tampoco hablo de esa lucha diaria, la de salir adelante, la de quemar la espalda al sol para cruzar al gabacho. Hablo de la más conocida y típica y popular de las luchas mexicanas: la lucha libre.

Entre los grandes ídolos de la lucha mexicana está El Santo. Sin embargo, ahí también, en el mero DF, encontramos a La Novia del Santo. Una mujer de más de 70 años que sigue arriba del ring.

Como parte de su trabajo final para la Escuela Móvil de Periodismo Portátil, Leticia Gasca Serrano estuvo con la Novia del Santo. Habló con ella, la vio entrenar y saltar sobre las cuerdas. Y la escuchó hablando de la lucha. De todas las luchas.

Leticia Gasca es mexicana. Se ha especializado en periodismo narrativo y de investigación. Sus principales temas son negocios, medio ambiente y derechos humanos, aunque también es autora de los capítulos de salud y sustentabilidad del libro "100 ideas para transformarla ciudad" y estuvo a cargo del primer Informe del Mercado del Arte en México. Radica en el DF.

 

Aquí puedes leer su crónica: "LA NOVIA DEL SANTO"

 

 

El próximo taller de la Escuela Móvil de Periodismo Portátil comienza el 28 de mayo. INFORMACIÓN AQUÍ

 



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11 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El guardaespaldas de la Mona Lisa

En uno de los salones del Museo del Louvre hay una pequeña muchedumbre. No es el típico público de museos, que traga saliva frente a cada obra y gira la cabeza siguiendo la posición de la figura. En este salón, el ambiente es festivo. Los visitantes recuerdan a esas largas filas de fans, en la puerta de alguna disquería gigante, aguardando con nerviosa paciencia el autógrafo del cantante de moda. Pero esta tarde parisina, dentro del museo más famoso del mundo, la estrella absoluta es un objeto. Un cuadro. El más famoso de todos. La estrella de esta tarde se llama Mona Lisa, la Gioconda de Da Vinci. Esa chica de sonrisa misteriosa que está custodiada, celosamente, por Frederick.

Frederick, como buen empleado de seguridad, no da su apellido. Es alto, de pelo corto y nariz flaca: un francés que pasa desapercibido por las calles de París. Sin embargo, donde Frederick se hace verdaderamente invisible es en su puesto de trabajo. Me cuenta que se levanta temprano, que se viene al Louvre en metro, que toma café en la guardia, que hace chistes con sus compañeros, y luego se larga a trabajar. En su caso, su labor de oficinista es pararse al lado de la pintura más popular del planeta, evitando que nadie se le acerque mucho, ni
traspase la cinta de seguridad, ni aparezca uno que lance un huevo, o una piedra, o un globo con pintura, todas esas cosas que más de alguna vez se ha logrado evitar a último minuto.

En general, el trabajo de guardaespalda consiste en poner la vida de nuestro custodiado por sobre la nuestra. Sin embargo, en el caso de Frederick el asunto puede llegar a la exageración: custodiar la cara más conocida del planeta equivale, por un asunto lógico de contrastes, a convertirte en el ser más anónimo de la tierra. Y Frederick lo sabe. Nadie lo ha venido a ver a él, sin embargo, todos miran hacia donde él está. Nadie sabe -ni a nadie le interesa- que cursó cinco años en la Policía, ni que le gusta jugar de arquero en el fútbol. Dice que, por estar parado al lado de la Mona Lisa, ha salido en cientos de miles de fotos que recorren el mundo. Pero también sabe, o sospecha, que en muchos casos lo han eliminado de la historia gracias al photoshop.

Desde el puesto de Frederick se puede ver cómo la muchedumbre del salón se renueva constantemente. Como si el cuadro de Da Vinci se hubiera convertido, finalmente y de una buena vez, en una suerte de Santo Sudario Pop frente al cual diariamente peregrinan miles de fieles con cámaras de todo el mundo. Veo unas japonesas que se abrazan con la Mona Lisa de fondo. Un curso completo de italianos, unos mexicanos en luna de miel, dos jubiladas de Estados Unidos, todos sonriendo para el click con el cuadro a sus espaldas. La alegría es total: como si estar junto a la Gioconda, para los escaladores de la sociedad de la popularidad, fuera algo así como tocar el cielo con las manos. Para Frederick, en cambio, estar con ella es su trabajo.

El peor peligro para la Mona Lisa sea que un día, un día cualquiera, Frederick se harte de que nadie lo mire a él. De que absolutamente ninguna de estas miles de personas sepan que él está ahí. Entonces, tal vez trate de besar a la fuerza el cuadro o de romper el vidrio y rajarlo de una buena vez. Aunque, seguro que eso no sucederá pronto: Frederick tiene un buen sueldo, deudas que pagar y una vida que nadie ve.

Publicado en la revista SoHo, Colombia

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13 de abril de 2012
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El Boomeran(g)
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