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Escrito por

Josep Massot

Josep Massot nació en Palma en 1956. Tras estudiar Derecho en Barcelona, fue uno de los miembros fundadores en 1983 del diario El Día de Baleares. Desde 1987 trabajó en La Vanguardia, abandonando la información política para dedicarse al periodismo cultural, entendiendo la cultura en su sentido más amplio, no sólo la conexión de la literatura, pensamiento, cine, música y artes visuales y escénicas, sino también como herramienta crítica para interpretar la realidad del momento. Es autor de Joan Miró: El niño que hablaba con los árboles (Galaxia Gutenberg, 2018) y Joan Miró sota el franquisme, en la misma editorial (2021). También editó, con Ignacio Vidal-Folch, Jules Renard. Diario 1887-1990 (Random House Mondadori, 1998). Ha colaborado, entre otros, en las revistas Diagonal, L'Avenç y Magazine Littéraire y actualmente con el diario El País y JotDown.

Dibujo de J. J. Grandville, caricaturista que colaboraba con Balzac.

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Elogio del periodismo cultural

 

«La página parece estar llena, parece contener ideas; pero, cuando el instruido mete allí la nariz, huele el olor de los sótanos vacíos. Es profundo y no hay nada: la inteligencia se apaga allí como una vela en una bóveda sin aire».  La frase no es mía. Es de Balzac. Por mucho trabajo que se me acumule, siempre he encontrado tiempo para acudir a los clásicos y librarme de la ansiedad que generan las visitas a las atiborradas mesas de novedades de las librerías, tomos flotando en un mar de fajas publicitarias como si ciñeran el salvavidas tras un naufragio, perdida la brújula crítica. O, si quieren, escaparate arbitrario de ofertas de supermercado, en los que distinguir, como decía Eliot, el ajo del zafiro.

Echo de menos libros como el que escribió Balzac para reírse en serio del periodismo, ahora que hay tantos expertos en nadalogía. También los de Flaubert sobre el estupidario y la necedad universal, aquella que es inmune a la lectura. Cuántas veces, leyendo densos ensayos académicos, he recordado a Bouvard y Pécuchet y su decisión de volver a su trabajo de copistas, después de haber fracasado en su  descomunal propósito de aplicar las ideas de moda de  su época. Y cuántas veces he regalado Los viajes de Gulliver de Swift  o La escuela de mandarines de Miguel de Espinosa o imaginado que los freakies Bouvard y Pécuchet hoy ganarían elecciones, dirigirían museos o se harían de oro con millones de seguidores en twitch o tik-tok. 

La falta de comprensión lectora existe desde que hay estadísticas, porque siempre se ha dado, incluso entre eruditos. La célebre frase de que en España no hay filósofos, sino profesores de Filosofía, es extensible a otras ramas. La venda que la alegoría pone a la representación de la Justicia, tan dañada en su equidad, quedaría hoy mejor nublando la vista de la Universidad. Exceptuando, claro, un par de libros y los magníficos papeles que corren por Internet, si se saben buscar bien. 

 El anatema del periodista: aquel que sabe un poco de todo y nada de algo, se ha revertido en el académico especializado al que se le escapa saber mucho de algo porque no sabe nada de todo. Cuando la academia se adormece en  la retórica de citas y comentarios de comentarios de otros comentarios, son de agradecer los libros escritos por periodistas culturales que leen sin muletas ortopédicas. No citaré nombres de grandes universitarios y periodistas para no ser turiferario, porque comparto profesión y boomeran(g) con algunos de ellos. Son gente letrada, al tiempo que escritores, que liberan las obras de las vitrinas del taxidermista y aportan esa mirada enciclopédica, apasionada y libre de escuelas, que ha perdido buena parte del funcionariado universitario. De eso se trata, de hacer vivas las obras clásicas, de prestigiar a los mejores autores de nuestro tiempo, de transmitir el placer, la inquietud o el peligro de saber leer.

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3 de junio de 2023

Jeanne Moreau, en 'La Notte', de Antonioni.

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«Ce qui fait marcher le monde, c’est le cul et l’argent»: una visita a Jeanne Moreau

 

Mi memoria flaquea, pero me acuerdo muy bien de lo que me dijo Jeanne Moreau un verano lejano, en una casa solitaria, entre campos de girasoles y lavanda, cerca de Avignon. Fue en julio de 1989, los días en los que el festival de teatro que se celebraba en el Palais des Papes aún era un referente mundial que reunía a periodistas de toda Europa. La edición de aquel año tenía, además, un aliciente especial: el retorno de la actriz, después de casi cuatro décadas, al lugar donde había debutado en 1947.

El director Antoine Vitez le había pedido que encarnara a La Celestina en la obra que abría el festival y ella había aceptado, porque —dijo— se lo debía a su tutor y creador del certamen, Jean Vilar, pero me pareció entender que a sus 61 años, embarcada en filmes de poca sustancia, necesitaba un regreso a los orígenes y a la frescura perdida de la nouvelle vague.

Mi memoria flaquea y no guardo la entrevista que publiqué en el magazine de La Vanguardia, pero me acuerdo muy bien de que, hablando del deseo y del amor, dejó sin terminar una frase. Tras un breve silencio, sus ojos se hicieron más oscuros y me dijo que no había entrado en su personaje hasta que, al mirarse en el espejo, maquillada con las arrugas y la huella de la cuchillada que marcaban el rostro de la Celestina, «puta vieja alcoholada», vio la sombra de su cicatriz interior. «Ce qui fait marcher le monde, c’est le cul et l’argent», me dijo con voz cazallera, antes de sonreír como sonreía en Jules et Jim, cuando era joven y cantaba Le tourbillon. El sentimentalismo c’est dégueulasse, el amor no admite reglas. Lo dijo sin un ápice de duda, y a partir de ahí se abrió y me confesó que el único gran amor de su vida había sido Orson Welles, al que echaba en falta y al que veía como el rey destronado, no de un reino real o abolido, sino de un reino imaginario. Me dijo que no le importaba que la consideraran la mujer inalcanzable que nunca promete amar para siempre o que la identificaran con la canción de Oscar Wilde que entonaba, tan hierática, en Querelle de Brest, de Fassbinder, Each man kills the things he loves. Ella veía la vida como un regalo, un don que agradecía cada día, y dijo y volvió a decir que nunca se dejaría vencer como habían hecho muchas de las mujeres que había conocido.

Con Orson Wells

Después dijo muchas más cosas. La noche del estreno, Moreau fue un torbellino, declamando, bailando con los pliegues de su amplísima falda, subiendo y bajando por la monumental escalera que Yannis Kokkos había montado en la Cour d’Honneur, una escalera moral que unía infierno y cielo. La obra duró demasiado y las ráfagas del mistral a veces borraban las palabras. Cuando Sempronio y Parmenio mataron a la Celestina, la representación perdió fuerza y parte del público, ya de madrugada, abandonó la función.

Mi memoria flaquea, pero me acuerdo muy bien que durante un tiempo cité su frase, adaptación afortunada de un saber popular. Hoy creo, en cambio, que lo que mueve realmente el mundo es un mayúsculo y vanidoso Ego que necesita sexo, halago y dinero para engordar. Mi mala memoria no recuerda qué filósofo o qué Séneca de bar dijo que, si  el adolescente está contra el mundo, el joven quiere cambiar el mundo y el adulto desea someter el mundo, al anciano, lo único que le  reconforta es ser reconocido por el mundo. Me temo que la realidad es más simple y que, de momento, van ganando quienes reducen sus aspiraciones, en todas las edades, a los dos últimos.

Con permiso de la Real Academia, corregiría a mi aforista favorito, Lichtenberg: «Amarse sólo a sí mismo al menos tiene una ventaja: no hay muchos rivales.»

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13 de marzo de 2023

Robert Caro y Robert Gottlieb en 1974

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Lecciones de un viejo editor: una película que cautiva en Estados Unidos

Es la última película de 2022 estrenada comercialmente en Estados Unidos y no ha dejado de recibir reseñas entusiastas desde su pase en el festival de Tribeca. No hay acción, ni misterio, ni celebrities del espectáculo, ni tampoco denuncia de dramas sociales o corrupciones políticas. Simplemente es un documental de casi dos horas sobre un ensayista de 87 años que sigue tecleando en su vieja máquina de escribir Smith Corona Electra, y un editor de 91 años que considera una cuestión de honor batallar por un punto y coma. Eso sí, el éxito del film no se explicaría si el ensayista no se llamara Robert Caro y el editor, Robert Gottlieb.

    Se conocieron cuando Caro, antiguo reportero de Newsday, estaba escribiendo The Power Broker, un demoledor retrato del todopoderoso Robert Moses, el urbanista que dio forma al Nueva York de después de la Gran Depresión, pero también una desoladora descripción de los estragos que la reforma urbanística ocasionó entre la población y una cruda incursión en los entresijos del poder real que ha fascinado a políticos como Bill Clinton o Barack Obama. Por algo Caro alternó sus más de 500 entrevistas realizadas y la consulta de una ingente documentación con la lectura de Tolstoi y Edward Gibbon.

    En el documental, filmado por la hija del editor, Lizzie, Turn Every Page: The Adventures of Robert Caro and Robert Gottlieb, se recuerda que cuando en 1974 Caro entregó su mecanuscrito a la editorial Knopf, Gottlieb se llevó las manos a la cabeza. El texto superaba el millón de palabras, imposible de albergarlas en un solo tomo. "Puedo vender a Moses una vez, pero no dos veces", le dijo el editor. Y juntos se pusieron a suprimir 350.000 palabras. Gottlieb fue responsable de The New Yorker y ha editado más de 600 libros al frente de Simon & Schuster y de Knopf. Entre sus autores, Cheever, Lessing, Heller, Rushdie, Morrison, Ozick, Edna O'Brien, Dylan o Le Carré. Apasionado del ballet y aficionado a coleccionar bolsos de plástico Lucite, se declara lector antes que editor. Primero lee el manuscrito sin tomar notas. Luego hace una segunda lectura, ya lápiz en mano y, aún una tercera. Detecta aquellos pasajes que han interrumpido desagradablemente su experiencia de lector y trata de hacérselos ver al autor. Lo hace de la manera menos intrusiva posible, porque su primer consejo es que el editor ha de ser un maestro de la empatía: de lo que se trata es de mejorar la obra tal como es el autor, no como al editor le gustaría que fuera. Y entonces se entabla un batalla que puede ser épica para dilucidar quién tiene razón. "No somos amigos, es mi editor", bromea Caro. "En un grumo de arcilla es capaz de ver una escultura", le elogia Clinton.

 Si en The Power Broker, Gottlieb le hizo suprimir 350.000 palabras, la nueva obra de Caro, la biografía de Lyndon B. Johnson, ya va por cuatro volúmenes, a una media de diez años cada uno. "Revisa cada página, cada maldita página", le había exigido el redactor jefe de sus días de reportero ante el material documental que iba descubriendo en sus investigaciones. Entonces tenía fama de ser uno de los escritores más rápidos de la Redacción. Después aprendió a saborear la lentitud. Caro se hizo tan minucioso que residió varios años en un destartalado condado de Texas para entender la mente de Johnson, a pesar de las quejas de su mujer: "cielos, podías haber elegido escribir la biografía de Napoleón". Ahora planea viajar a Vietnam para el quinto y definitivo tomo de su mastodóntica biografía. Y aquí Gottlieb ofrece otra lección desatendida por demasiados editores: nunca presiones al autor, reclamándole una y otra vez cuándo tendrá listo el manuscrito.

La conjura de los necios

  Como todos los grandes de la edición, la autoridad moral de Gottlieb ha dado esa confianza de psicólogo que necesitan los escritores cuando envían su manuscrito y esperan anhelantes una respuesta. Unos reaccionan con un ego inflado (Roal Dahl) y otros (Morrison), con agradecimiento. Por supuesto, también atesora pifias como la de creer que La conjura de los necios de John Kennedy Toole sería un fracaso de ventas. En su correspondencia con el autor novel que le escribe desde el remoto sur se observa esa suficiencia del editor que se sabe en el centro del poder literario de Nueva York. Elogia la mayor parte de la obra, valora el humor y la creación de personajes inolvidables, pero cree que le falta un por qué, un significado, y que los hilos de la trama sean más fuertes y significativos todo el tiempo a fin de que la trama no se reduzca "a un divertimento que se resuelve de cualquier manera". Toole acepta sus consejos, aunque insiste: todos los personajes dicen algo auténtico de Nueva Orleans, son reales como individuos y como representantes de un grupo: "Bajo la irrrealidad de mi experiencia en Puerto Rico, este libro se convirtió en algo más real que lo que acontencía allí: empecé a hablar y a comportarme como Ignatius". Gottlieb le contesta: "Leeré, releeré, editaré, quizá publicaré, lidiaré con ello hasta que esté harto de mí", pero Toole decidió arrinconar su obra y se suicidó sin ver publicado uno de los grandes éxitos de la narrativa norteamericana y ganar el Pulizer, algo que no inmuta a Gottlieb, quien aún cree que hizo bien: "muchos años después lo volví a leer y puse las mismas objeciones y ya se sabe que pasa con los premios, que a veces los ganan libros malos".

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31 de diciembre de 2022
George Steiner entre libros de Naomi S. Baron y Maryanne Wolf
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Proust y el calamar

No nacimos para leer, dicen los neurólogos. No hay en el cerebro ningún gen ni ninguna zona programada para la lectura, aunque sí para el habla, de modo que aprendemos a leer echando mano de procesos que sirven para otras cosas, como reconocer un rostro o distinguir un mortífero alacrán de una fruta sabrosa, y de este modo el cerebro va creando circuitos que nos permiten leer signos o símbolos abstractos, primero de forma lenta y muy básica y luego, con la práctica, más veloz y sofisticada. Lo digo porque observo una tendencia a considerar al lector o al oyente digital más indocto que el de papel, como si ya hace tiempo no se nos exigiera, ya sea en texto impreso, radio, podcast, you tube o televisión, textos más rudimentarios y contenidos más livianos. ¿La lectura digital y lo audiovisual favorece una escritura más superficial en un círculo vicioso que se retroalimenta? El dilema va más allá del eterno debate entre bajar el nivel para llegar a más audiencia y ser acusado de desculturizar a la población o mantenerlo y ser acusado de pretencioso elitista. 

Maryanne Wolf publicó hace años un texto divulgativo, Proust and the Squid: The Story and Science of the Reading Brain, donde contraponía dos maneras de leer. La de Proust: la lectura literaria abre puertas a la imaginación, nos conecta con los sabios del pasado y nos sitúa en el mundo, aviva también recuerdos, sensaciones, deseo de saber por nosotros mismos en soledad y despierta placer, mientras que en el caso del calamar es simple escaneo de meras células que transmiten información.  Wolf prologa el nuevo libro de Naomi S. Baron, How We Read Now: Strategic Choices for Print, Screen, and Audio (Oxford University Press). Ambas coinciden en que no hay una, sino múltiples formas de leer y que el peligro es que la forma hegemónica de leer sea la del calamar y que eso condicione también, añadiría yo, el auge de la escritura de los merluzos.

  Naomi S. Baron, con el aval de numerosa documentación, desmiente muchos clichés sobre la lectura digital o el aprendizaje audiovisual y da consejos a los educadores. Es cierto que las personas tienden a leer más rápido en una pantalla que en una página, no más de 500 palabras, lo que disminuye la comprensión. Y eso que he comprobado la eficacia de la técnica de Octavio Paz para acelerar la lectura sin perder un ápice del significado, pero esa pericia sólo vale si has leído mucho. La página es un mapa que nos ayuda a situar las palabras, y las distracciones y la velocidad, perder la capacidad de retroceder para releer un pasaje difícil, pueden hacer inasumibles los conceptos complejos, pero también -sostiene Baron- los nativos digitales pueden compensarlo con su destreza en la navegación enciclopédica por internet y su capacidad de adaptarse a la velocidad de la realidad cambiante, aconsejando, eso sí, practicar el hábito mnemotécnico de las anotaciones escritas a mano y buscar momentos de pausa para la lectura de libros.

El dilema de Steiner

Desconfío de los intelectuales que desprecian todas las innovaciones (¿recuerdan la aversión de los escritores a pasar de la máquina de escribir al computer?) y maldicen todos los fenómenos populares, que en mi opinión miden mejor que las encuestas lo que está pasando fuera de los círculos letraheridos. El problema no está en la tecnología (¿cuándo dejaremos de decir que son nuevas, cuando llevan en uso ya decenios?), sino, en gran parte, en la enseñanza. Los profesores de bachillerato dicen que no tienen medios para enseñar como quisieran y los catedráticos maldicen como la gran catástrofe silenciada, equiparable a la crisis climática, que les lleguen alumnos cada vez más ignorantes. Y eso me recuerda a George Steiner, otro cerebro, otra época, old school, incapaz de leer a Dante mientras se colaba por la ventana de su despacho del campus la música de Jimi Hendrix que escuchaban sus alumnos a todo volumen. Años más tarde, en una rueda de prensa en Girona, le discutí su afirmación de que la ciencia era más precisa en el estudio de la condición humana que las Humanidades, porque vi que era producto de su desengaño de los cultural studies  aislados en su castillo dogmático. El mundo -decía- entraba en una nueva época: el epílogo, que viene después del logos (la palabra impresa), es decir, un mundo en el que "es el cine y no la literatura el que cambia las sensibilidades y las emociones de los hombres", un mundo en el que la disciplina que aporta más conocimiento sobre el ser humano utiliza un lenguaje sin formas verbales: los algoritmos. El mismo Steiner, en cambio, tiene un delicioso libro en el que proclamaba que el primer deber  de los maestros era contagiar pasión a los jóvenes de sus clases. Saber es un reto que da la recompensa del placer cuando se obtiene.

La erudición que nos hace ignorantes

"Leía tanto que no tenía tiempo para pensar", decía Lichtemberg. Hay programas de inteligencia artificial que facilitan la creación pastiche. En Dall-E2  ( https://openai.com/dall-e-2/ ) le ordenas una propuesta de imagen (por ejemplo, una portada para Cien años de soledad de García Márques) y genera ilustraciones planas a parir del banco de datos muy alejadas de la creatividad artística. E igual sucede con la generación de textos con https://openai.com/blog/chatgpt/ o https://openai.com/blog/whisper/, que me recuerdan a aquel veterano editorialista que tenía memorizada una lista de palabras y las mezclaba para decir lo mismo de forma diferente. Más creativos son los músicos del reciclaje o del pastiche sampleado y no creo que un debate  entre máquinas de inteligencia artificial logre una comunicación más fértil que entre humanos.

Buena parte del arte contemporáneo ha fracasado porque, al igual que la música dodecafónica o cierto  cine cerebral , dejó  de sorprender, emocionar, divertir, dar placer, encauzar la indignación o incentivar el atrévete a pensar. El péndulo comercial está hoy en ser gracioso, prodigar la emoción sentimentaloide, buscar la fama sin pensar demasiado y a ejercer la crítica testicular sin juicio y con prejuicio. Creo que las cosas están cambiando. La generación boomer hizo de tapón a los más jóvenes. Ahora los boomer se están jubilando y ha llegado un relevo generacional que ha tardado demasiado. Esa tardanza, ¿ha hecho posible que los nuevos dirigentes de media edad estén más cerca de la generación precedente que de la de los veinteañeros, la generación realmente rupturista, una ruptura equivalente a la del 68? Creo que, como siempre, seguirá habiendo ciclos conservadores y progresistas y que la balanza dependerá de cómo se creen, desde ayer, redes de complicidad entre los miembros más creativos de cada generación.

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3 de diciembre de 2022

Julius Evola y dos de los libros de la editorial Jungereuropa

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Lo peor del fin del mundo es el día siguiente (y III)

Lo peor del fin del mundo es el día siguiente. Entre otras cosas porque hay que soportar el lamento de los nostálgicos del mundo de ayer. Me encuentro con ellos a menudo y ya he desistido de convencerles de que el fin de su mundo es una opinión, un estado de ánimo, no un hecho irreparable. Al menos la crisis climática ha introducido un elemento de catástrofe real planetaria en el que todos podemos estar de acuerdo, aunque ya hay quien regresa a la vieja idea de que la cultura es la enemiga de la naturaleza, y no la codicia.

Me pregunto si la mentalidad mayoritaria de hoy es hoy conservadora, y si, tras el fracaso del globalismo neoliberal, ayudado por la prepotencia de la izquierda funcionarializada, se ha consolidado un ideario de comunidad homogénea, de retorno a lo que se cree sólido, propio y perenne, con vocación jerárquica, malhumorada y ultranacionalista. No una vuelta al pasado, sino un nuevo tradicionalismo, cuyos miembros más añosos bromean con el desdén chulesco de casino militar y los cachorros más jóvenes Tik-Tok se sienten rebeldes por transgredir las leyes igualitarias, asisten a actos de fervorosa congregación mariana y bailan el drill de Morad y el rap de Kanye West.

El debate antropológico entre el orden de lo homogéneo y  la incertidumbre de lo heterogéneo viene de lejos y en los años 30 estuvo en el centro de una disputa intelectual que dio lugar a eso que llamamos tendencia rojiparda. Los líderes de la extrema derecha llaman a aprender de lo que ha hecho bien la izquierda y viceversa. No creo que sus pensadores, como Alain de Benoist, el Gramsci de derechas, que fue amigo de Dugin, uno de los cerebros del tradicionalismo de Putin, sean muy léidos en España, pero muchas de sus ideas son repetidas de forma ecléctica por numerosos opinadores y se oyen en los bares.

En los textos combinan a Oakeshott, Scruton, Luri, Mutti, Houellebecq, Yiannopoulos, D’Ors, Zemmour y Alain de Benoist con Lakoff, Marx, Gramsci, Zweig, Baudrillard o Wallerstein. Ideas conservadoras con retórica de izquierda. Meloni cerraba sus mitines con temas de un ídolo de la izquierda setentera. Y en los catálogos de sus editoriales regresan Moeller Van den Bruck, Splenger, Maurras, Schmitt o Sombart; el Nietzsche antigualitario, ¡Julius Evola! o Lorenz, junto a obras de Mishima, Lorca, Borges, Tolkien u Oblomov. Una editorial alemana, Jungereuropa, acaba de publicar Los cadetes del Alcázar de Brasillach como ejemplo de los mitos que crean comunidad. El egoísmo del Yo individual expandido al Nosotros excluyente.

La fascinación de los ultras por el apocalíptico Guillaume Faye me recuerda a la que sentían los jóvenes falangistas revolucionarios de los años 30 por los pensadores filofascistas. Faye es uno de esos personajes excesivos que se venden como «autor de culto, ajeno a las modas y al gran público, que nos obliga a mantener los párpados abiertos ante lo que no queremos ver», un slogan que podría servir para un libro de Baldwin, Ernaux o Coetzee, si no fuera porque esa verdad paralela es la visión de una Europa etnonacionalista y jerárquica. Él era el agitador excéntrico del grupo GRECE, de Pierre Vial, Dominique Venner y Alain de Benoist, y su estrategia del arqueofuturismo busca el cuanto peor, mejor, con el objetivo de que el apocalipsis final de la civilización europea lleve a su renacimiento por medio del ciudadano-soldado. La transgresión y lo revolucionario es hoy de extrema derecha y está por ver si también nace una violencia ultraconservacionista de la Tierra. 

Pienso que es absurdo limitarse a advertir que ya está construido el nido cultural en el que se incuba el huevo de no sé qué serpiente, si no se reparan con urgencia las brechas por las que se desangra la democracia y si la derecha liberal, europeísta y democrática —tan escasa, tan frágil en España— no asume con coraje y autonomía de los oligarcas patrios el liderazgo del ámbito que le corresponde. Es evidente que serán más peligrosos los nuevos líderes ultras inteligentes que los cómicos de hoy.

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19 de noviembre de 2022

Elias Canetti, Guillaume Faye y Kaney West

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Novelistas que sólo leen novelas (II)

 

Elias Canetti, que sufrió dos dictaduras, hablaba de la conciencia de las palabras y de la responsabilidad del escritor para con ellas. Él se había sentido esclavizado por la oratoria de Karl Kraus y habia sido testigo de la sumisión hipnótica de las masas por los discursos fanáticos. Si el uso espúreo de ciertas palabras ayudaron a provocar la guerra y el Holocausto, ¿podía el escritor ayudar de alguna manera a evitarlos? Lo que distingue de otras profesiones a un escritor, un músico, un artista o un cineasta es que ellos nos relatan. Estamos tejidos de imágenes, sueños y sonidos,  que por medio del arte a veces nos dan placer y otras nos transmiten el escalofrío de las zonas de sombra. Si hasta hace poco premiábamos a los escritores y ensayistas porque nos revelaban con un sentido humanista lo que no queremos saber de nuestra sociedad y de nosotros mismos, buena parte de la literatura de hoy es incapaz de imaginación y empatía, ya sea de meterse en la piel de personajes ajenos a ellos, ya sea de universalizar literariamente las experiencias del Yo, como practican con estilos radicalmente opuestos Coetzee o Annie Ernaux. En mi caso, me siento incapaz de elogiar aquellas obras cuyo único mérito sea el de tratar una temática socialmente problemática o el de aquellas otras que practican un estilo anticomercial sin más cualidad que la de llevar la contraria a lo comercial. Temo también que se ha consolidado el hecho de que la mayoría de novelistas sólo lean novelas contemporáneas y que los cineastas sólo vean películas. Sigue existiendo aquí un complejo de inferioridad ante el pensador, el ensayista o el investigador cultural de otras latitudes: que piensen ellos, porque yo sólo pienso en mí.

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11 de noviembre de 2022

Elias Canetti, Guillaume Faye y Kaney West

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La conciencia de las palabras (I)

 

 

Cada vez que oigo en una película norteamericana eso de «¿jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?», me imagino a un filósofo respondiendo «¡que más quisiera yo!». ¿Quién sabe toda la verdad y nada más que la verdad? Cuando se suponía que todos los estadounidenses tenían que ser cristianos, se juraba haciendo el solemne gesto chamánico de posar la mano derecha sobre la Biblia, el libro de los libros. Hay quien para demostrar sinceridad o amor se lleva la mano al pecho, allí donde para unos está el corazón y para otros la cartera. En España se advierte a los testigos de un juicio de los riesgos penales de cometer perjurio, según otro libro, el código penal. «Prometo o juro por mi conciencia y honor…» entonan con la voz engolada políticos y altos magistrados para acatar el mandato de otro libro, el contrato constitucional que ellos mismos redactaron, promulgaron o reinterpretan, aunque eso no impide que, como se ha visto, muchos de ellos sean los primeros en incumplirlo y conspiren para evitar que la ley sea interpretada con pluralidad de sensibilidades sociales y algunos, de paso, colocar a afines y a familiares y castigar a los díscolos. «No tienes palabra», se solía decir cuando alguien quebrantaba un juramento. La verdad es que hoy es una frase chatarra, como los términos «conciencia» u «honor», difuminados en un nube tóxica de palabrería. «No tienes palabrería» sería un argumento que todo el mundo entendería para vetar un nombramiento. O «Lo siento, no nos sirves, tienes conciencia y sentido del honor».

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2 de noviembre de 2022
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De Sex Pistols a Carl Einstein, pasando por las Grecas, Gary Gerstle y Trump

 

Cada día oigo a alguien lamentar la decadencia y la banalización de la cultura. Pensaba en ello mientras leía un sensacional texto hasta ahora inédito en su totalidad de Carl Einstein la culminación del ensayo de Gary Gerstle sobre Estados Unidos desde el New Deal a Trump y las series Pistol (una nueva versión de la historia del punk y los Sex Pistols) y Tokyo vice (periodismo y mafias en Japón). Viendo esta última me preguntaba, sabiendo la respuesta, por qué en España, con la crisis de guiones que hay, no se llevan al cine las tramas de corrupción empresariales, policiales, mediáticas y judiciales que en otros países democráticos han dado títulos tan sublimes como The wire.

No creo que seamos menos cultos, y por tanto, más tontos que en el siglo XX. Todo lo contrario, la minoría culta es más culta y la población en general somos más idiotas, idiotas con más prisa, dicho no como insulto, sino en el sentido etimológico, el de los que sólo participan de sus asuntos privados. Tampoco distingo una sola época en la que los autores no lamentaran la banalidad de su tiempo. Me refiero a los autores que seguimos leyendo o a los artistas que seguimos admirando, pues ya nadie se acuerda de aquellos que lo hicieron por pedantería y que se sintieron obligados a escribir sus obras para confirmar su teoría de la banalidad. 

Leyendo, pues, a tantos autores diciendo durante tantos siglos que vivieron tiempos decadentes, me pregunto cuándo empezó la caída, cuándo se inició el declive, la utopía al revés. Los románticos —y los surrealistas lo son— imitaron a los curas y llegaron a ubicar el paraíso perdido en el paleolítico, cuando ni siquiera se había inventado el alfabeto y es de suponer que tampoco la rueda o el taparrabos, pero sí el hacha de sílex. Hay que tener la buena fe  de Novalis o María Zambrano para sostener que hubo un tiempo en el que el ser humano vivía en unidad armónica con la naturaleza y el cosmos. Desde que el primate que fuimos supo utilizar la cabeza para algo más que embestir a otro primate, al menos hemos sabido inventar cosas tan  útiles como el Estado de Derecho y los instrumentos musicales.    

 Cultura en vena

Lo que sí existe es la banalización del concepto cultura, que yo llamaría, perdón por el neologismo, venalización de la cultura, venal de inyectar pseudocultura banal en vena y también, «vendible o expuesto a  la  venta» o «que se deja sobornar con dádivas»; es decir, aquella reducción del concepto cultura entendida exclusivamente como mera actividad económica que dicta el mercado,  da empleo o aporta capital al PIB, la cultura que desculturiza y nos tiene entretenidos sin hacernos sólo por ello ni menos tontos ni más felices. Si yo fuera editor, encargaría con urgencia un Diccionario de tópicos, actualizando el que hizo Flaubert. Y un segundo libro que comparara al egotonto neoliberal con el egotonto antineoliberal. Esto se me ocurre cuando veo a izquierdistas defender su parcela privada de saber con la ferocidad del lobo de Wall Street; cuando leo un texto en el que su autor, narcisista quejumbroso y solemne, se viste de Deleuze vestido de Foucault sólo para  comunicarnos la dificultad de ejercer un oficio en el que «pensar ni consuela ni nos hace felices», algo que ya había sido tratado con más profundidad en Yo no quiero pensar (Muñoz Rebull, Carmela y Tina, Las Grecas. Mucho más. Madrid: CBS, 1975) o cada vez que veo exposiciones o tesis académicas en los que los Procustos de hoy ajustan la práctica a la teoría, aunque tengan que cortarle manos, pies y orejas para que encaje dentro de su cápsula teórica. 

Había hablado de dos libros y una serie y ya llevo 650 palabras si mencionarlos, así que reto a la estadística, que dice que el lector digital apenas lee los primeros párrafos, y voy a ello:

Cómo los neoliberales perdieron el neo

En el reciente The Rise and Fall of the Neoliberal Order, America and the World in the Free Market Era, Gary Gerstle demuestra cómo la New Left y los demócratas Clinton y Obama apuntalaron el orden neoliberal republicano, surgido de las ruinas del New Deal, al igual que hicieron buena parte de líderes socialdemócratas europeos, hoy desaparecidos. Gerstle dice que a Biden le falta la mayoría para cambiar el orden normativo, que el neoliberalismo se ha desmoronado y que ante la amenaza interior del populismo autoritario (Trump, Orban, Le Pen, Abascal) incentivado por los países autoritarios que Occidente ha ayudado a enriquecerse y que ahora le amenazan  (Putin, Xi Jinping), la alternativa estará entre una socialdemocracia New New Deal y un conservadurismo híbrido entre los otros dos. Yo más bien creo que el neoliberalismo muta y se recombina. La izquierda social-liberal ha practicado un laissez-faire no sólo en lo económico, sino también en la universidad que organiza un saber fragmentado, el poder judicial que paraliza las reformas aprobadas por los parlamentos y en aquellos funcionarios que han privatizado el Estado y que se identifican con aquel cruzado místico de Indiana Jones, alucinados guardianes del Santo Grial. 

Sex Pistols en Londres, Makoki en Barcelona

La historia de la cultura tiene momentos de nihilismo y ruptura violenta. En la Europa de los años 20 fue Dadá y en la crisis de los años 70, el punk. Hoy vivimos uno de esos ciclos en los que fetichizamos el pasado, porque el presente angustia y el futuro asusta. No future fue el himno de los punkies. «No future for me / The fascist regime/They made you a moron/A potential H bomb», cantaba Johnny Rotten, ahora de nuevo noticiable por la serie Pistol de Dany Boyle y por haber declarado que «sería estúpido [moron], si no votara a Trump». La protesta, si sólo es queja sin alternativa, se ritualiza, se mercantiliza y envejece mal. Pistol está basada en las memorias Lonely Boy de Steve Jones, el skinkhead y  guitarra fundador del grupo, y es más convencional que la desmitificadora Sid & Nancy de Alex Cox. Boyle recupera el papel que ya dio Julien Temple (aparece en el film como un joven cineasta) a Malcom McLaren y a la diseñadora de moda Vivien Westwood, pero ahora como farsantes. Los dos eran situacionistas seguidores de Durruti y de Guy Debord, hartos de la ineficacia transformadora del hippismo. Uno de los momentos salvables del film es cuando contrapone la música adormecedora de Rick Wakeman con los riffs salvajes de Jones, que me recuerdan al gran Miguel Gallardo y su Makoki burlándose en la misma época de la soporífera Compañía Eléctrica Dharma que tocaba en Zeleste. McLaren primero quiso escandalizar a la sociedad norteamericana haciéndo vestir a los New York Dolls de rojos maoístas y después lanzar a los Sex Pistols como movilizadores  de la ira de la juventud lumpen, cebo publicitario de la industria cultural. Sex Pistols se inscriben en el mito del joven genio rebelde que muere en su propia llama y en las modas que nacen en las periferias urbanas para hacerse luego espectáculo mainstream. En mi opinión, lo mejor de los Sex Pistols fueron The Clash y el anarcopunk dadaísta de Crass, tan presentes en Barcelona.

Un sensacional inédito de Carl Einstein

Los ideólogos siempre ha tenido dificultades para conciliar la libertad individual con la acción colectiva y  consensuar las definiciones de realidad. El idioma alemán distingue entre Kultur y Kulturbegriff  (concepto de cultura), y entre Realität y Wirklichkeit, (un concepto más amplio que la realidad física). Mi buen amigo Klaus H. Kiefer acaba de publicar en Alemania la edición critica de Der Fabrikation der Fiktionen, obra inacabada de Carl Einstein, el gran divulgador anticolonialista  del arte africano  y autor de la revolucionaria novela cubista Bebuquin. Militante en el Spartakus de Rosa Luxemburg,  participó en las luchas de anarquistas y troskistas contra los estalinistas en Barcelona y después combatió en el frente de Aragón con Durruti, antes de suicidarse perseguido por los nazis en 1939. 

El libro es un sensacional libelo contra lo que había defendido hasta el momento y, sin citarlos, contra Breton, Picasso, Braque y Miró. Einstein buscaba una filosofía en acción  -«actúa, sé feliz», decía Deleuze-, para combatir el liberalismo y frenar el nazismo y el estalinismo. Su diatriba, por equivocada que me parezca su fórmula de justificar el  arte sólo si está al servicio de la acción revolucionaria, es fascinante y urge ser traducida. Tiene momentos sublimes, como cuando observa que «cuanto más se intelectualizan las mujeres, más violentamente se irracionalizan los hombres». Se burla de los intelectuales que creen que «lo imaginativo subjetivo determina decisivamente la realidad compleja». Memorable es también su retrato de los nuevos ricos, anarcocapitalistas que compran la originalidad moderna de los artistas para saciar su sed de diferenciación social, hacer olvidar sus origenes humildes y, en el caso de los surrealistas, estetizar sus neurosis sexuales. Es feroz su crítica a los pintores que creen que sus objetos poseen el poder de la magia para transformar el mundo, pero, ojo, ahora que se vuelve a leer a  Lukács, también fulmina a aquellos intelectuales revolucionarios que, atascados en discutir mil teorías y utopías paralizantes, creen que «sólo su versión conceptual del mundo es la única verdad objetiva, la única realidad válida». 

 

 

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21 de julio de 2022
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La distancia más corta entre dos puntos es el arabesco

 

Fue guionista de Fellini (La dolce vita, La strada...) y de Antonioni (La notte),  trabajó con Azcona y Berlanga, su humor influyó a Eduardo Mendoza y  Vázquez Montalbán. En Italia es un autor de culto y en España sigue siendo semi desconocido. Ahora se cumplen 50 años de la  muerte  de Ennio Flaiano y aquí rescato su vertiente de aforista.

El aforismo es un destello de la palabra, un relámpago de sentido, un dardo de luz que  impacta en algún punto de nuestro cerebro para despertarnos de la modorra de la palabrería hueca y de la lógica solemne. Comparte la chispa del ingenio y la falsa ligereza poética del verso. Hay en él un placer análogo al que nos proporciona la insólita pirueta del acróbata o la finta inesperada de un jugador que rompe la rutina de un espectáculo deportivo y que premiamos conservando el instante en la memoria, aunque no nos haya dado el triunfo. 

Nietzsche vistió al aforismo con la metáfora del latigazo. Su Zaratustra danzando y dando latigazos dionisíacos me recuerdan, véte a saber por qué, a Michael Maeden en Reservoir dogs cortando la oreja a un pobre policía, mientras baila y tararea irónicamenente Stuck on the middle with you. Yo prefiero la risa sabia de Lichtemberg o de Chamfort. O la de Ennio Flaiano, del que este año se cumplen cincuenta años de su muerte.

Ennio Flaiano (1910-1972) consideraba que ser italiano era más una profesión que una nacionalidad. Era una época en la que se quería olvidar a Mussolini y no había nacido aún Salvini. Romano de adopción, tras pasar su infancia en los Abruzzo y haber combatido en Abisina, detestaba el fascismo, el fútbol, la crónica negra y la vida mundana. Ganó con 37 años el premio más prestigioso, el Strega, con su anticolonialista Tempo di uccidere. Los críticos dijeron que esperarían su segunda novela para dar su dictamen. En vano, porque la escritura de Flaiano es la del fragmento, la reflexión, el apunte diarístico, el relato breve, la crónica en la Terza del Corriere, el teatro y, sobre todo, el cine. Fue el guionista de las mejores cintas de Fellini, de La notte de Antonioni y films de Risi, Rossellini o Mario Soldati, su gran amigo. Trabajó com Berlanga en Calabuch y El Verdugo  y firmó con Azcona el guión de Una moglie americana. Es evidente que  fue un autor leído por Juan García Hortelano y Manuel Vázquez Montalbán y que Eduardo Mendoza se inspiró directamente en un Marziano a Roma para escribir Sin noticias de Gurb. Observar el mundo como si fueras un visitante de otro planeta es una buena estrategia para huir del cliché, bien conocida por los clásicos y los antropólogos.

Flaiano era el arquetipo del italiano medio de postguerra, bajito, grueso, con bigote a veces a lo Groucho, a veces con la forma de tilde francesa que le daba un aire circunflejo. Podría pasar por un funcionario, si no fuera por su verbo temible en las veladas de los cafés romanos, envuelto en el humo de sus cigarros. En las fotos del rodaje de La dolce vita aparece tímido, dejándose fotografiar a desgana por la exuberante Anita Ekberg, y en otras, confidente de bellezas más cercanas, Sophia Loren o Giluietta Massini. 

La historia con Fellini empezó a torcerse cuando vio que el cineasta derivaba hacia la magia y convocaba a Pasolini para asesorarle en La Dolce vita y Le notte di Cabiria, o cuando le dolió que se apropiara de pasajes extraídos de su infancia en 8 e ½. «Además de dirigir la película —dijo en público Fellini—, quiero ser autor de la historia y colaborador en el guión. En este caso es una tontería preguntar quién es el autor de la película. Sería como preguntarle a un poeta si el autor de los versos es él o el papel y la tinta que utiliza«. «Ciao, caro Fellini. Las amistades frívolas acaban por una frivolidad», cortó relaciones tajante Flaiano. «Caro Flaiano, nunca he tenido dudas sobre la frivolidad de tu amistad, pero qué quieres hacer con ella, realmente eres así e incluso la carta que me escribiste es frívola. ¿Termina la colaboración? Lo siento. Me pareció que después de todo disfrutaste al trabajar con nosotros y no te hice quedar mal como sueles hacer con otros directores. Caro Ennio, te saludo y buena suerte para ti también, frívolamente», respondió el cineasta.

Que Flaiano escribiera aforismos iba con su carácter desganado y el desánimo existencialista de quien cree que el mundo no va mejorar por mucho que se empeñe en ello, «un cínico —decía— que tiene fe en lo que hacía». Los grandes solitarios acostumbran a ser también grandes tímidos que utilizan la ironía para esconder su ternura. Él la reservaba para su hija, Lelé, a quien quería con pasión, nacida con una enfermedad cerebral de su matrinonio con la matemática Rosetta, hermana de Nino Rota. Por qué escribir un gran libro, si puedes hacer una película; por qué una película, si puedes escribir un guión; por qué un guión, si puedes escribir una  nota. O el  incumplimiento del firme propósito de cambiar de vida, levantarse a las seis de la mañana, asearse, vestirse, dar cuenta de un buen desayuno, fumar un par de cigarrillos, plantarse decidido ante la mesa del trabajo… y despertarse a medianoche... Es efectivo porque él es el primero en reírse de sí mismo: «La estupidez de los otros me fascina, pero prefiero la mía». Un escepticismo que enlaza con el desasosiego de Renard, alguien para quien vivir se ha convertido en un ejercicio burocrático: tiene todas las respuestas y cumple lo que se espera de él en el matrimonio, en el trabajo, en su compromiso cívico, pero que al final del día, a solas, enfrentado  a su vacuidad, se acerca a la boca el cañón del revólver.

En sus aforismos a veces se limita a subvertir el tópico: «El fracaso se me ha subido a la cabeza»; sacar rédito al pesimismo ( «ánimo, lo mejor ya ha pasado») o dar esperanzas a  una relación: «tal vez, con el tiempo, conociéndonos peor…». Conoce bien el carácter italiano, para el que «la distancia más corta entre dos puntos es el arabesco» y «es el primero en acudir en socorro del vencedor». Su crítica a los intelectuales falsarios se hizo sangrante en La dolce vita, y en sus  puyas «No soy comunista porque no puedo permitírmelo», «quieren la revolución, pero prefieren hacer barricadas con los muebles de otros» o el epigrama: «En esta casa señorial con dos baños/ vivió y trabajó tenazmente Alberto Moravia, / quien, fiel a la cúspide suprema de su arte/, el Aburrimiento/  en innumerables novelas prodigó».

 Tiene microrrelatos de humor negro terribles:

«A: Sinceramente, ¿le gusta la mierda?

B: De vez en cuando, para variar.

R: Error. Ha de comerla siempre. De vez en cuando, da asco»

«Primer Acto: viola a la hermana, sodomiza al hermano. Segundo Acto: lo mismo con la madre y el padre. Tercer Acto: Descubre que es un hijo adoptivo y se pega un tiro»

Otras veces es un chiste, una observación, un apunte, un juego de palabras, una paradoja. Les traduzco unos cuantos ejemplos : 

«La situación es grave, pero no seria»

«Quien rechaza el sueño se masturba con la realidad».

«Mi gato hace lo que me gustaría hacer, con menos literatura».

«Con los pies bien puestos en las nubes»

«El psicoanálisis, querida señora, es una pseudociencia inventada por un judío para persuadir a los protestantes de que se comporten como católicos»

«¿Te has dado cuenta de que el sexo masculino en reposo siempre tiene un aire de disgusto y desaprobación?»

«Sí, es un escritor brillante, pero como el fuera de serie del año pasado»

«Señora, con gusto me acostaría con usted, si no fuera un precedente»

«Sí, vivimos en una era de transición, como siempre»

Por supuesto, no todos sus textos son brillantes ni acertados, ni su sentimiento de soledad era absoluto, porque, a fin de cuentas, sabía que «los otros son, para bien o para mal, la prueba de que estamos vivos. No los subestimes»

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22 de junio de 2022
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La sorprendente censura de un poema sobre la guerra

 

Me gusta traducir por gusto poemas de mis autores favoritos y ahora que de nuevo hay ejércitos que matan en un rincón Europa, quise traducir uno sobre la guerra. Sé que los mejores se escriben o con la rabia del momento o con serenidad, pasado el tiempo. El poema que ha dedicado Simon Armitage a Ucrania, a partir de las imágenes de televisión, es muy malo, y no me atrevo a traducir del polaco "Hotel Ukraina", que Bohdan Zadura dedicó a los refugiados de Crimea y el Donbás, así que elegí uno de una guerra anterior, "Bosnia Tune" de Brodsky. La pasividad inicial de Occidente durante la guerra de los Balcanes indignó a muchos poetas, como Milosz, que lanzó una tremenda diatriba en su poema "Sarajevo", pero elegí el de Brodsky, porque lo había escrito en inglés y tiene más implicaciones ideológicas y dificultades técnicas. Al comparar traducciones en otros idiomas, me sorprendió que la mayoría hubiera optado por una versión de la primera estrofa edulcorada por la censura.

«As you pour yourself a scotch,
crush a roach or check your watch,
as your hands adjust your tie
people die.» (Mientras te sirves un whisky/ aplastas una cucaracha o consultas tu reloj;/ mientras tus manos ajustan el nudo de tu corbata, la gente muere)

en lugar de la versión correcta: http://www.spiritofbosnia.org/volume-2-no-3-2007-july/bosnia-tune-1992/ 

«As you sip your brand of scotch,
crush a roach, or scratch your crotch,
as your hand adjusts your tie
people die»

La sustitución de «scracht your crotch (te rascas la entrepierna) por «check your watch» (consultas tu reloj) era una catástrofe no sólo por su blandura, sino porque arruinaba el equilibrio eufónico del poema entero, la repetición del egoísta «tú» y la costumbre de Brodsky de intercalar expresiones de lenguaje vulgar. Juraría que el autor estuvo tentado de buscar rimas entre «bollocks» y «clocks». El traductor sueco de Brodsky pidió al poeta que le resolviera el misterio de las dos versiones. El poeta le dijo que había enviado el manuscrito a "The New York Times", pero que el editor le advirtió que el verso malsonante no encajaba en un «diario familiar». A alguien que había sufrido presidio en la URSS y había iniciado una nueva vida en EE.UU. le debió de parecer asumible, pero en un poema la alteración de una coma, una sílaba o un acento ocasiona un cataclismo. Pude asistir a un recital de Brodsky y quedé hipnotizado por la hermosa cadencia de sus poemas rusos, aunque no entendí ni una palabra.

En "Bosnia Tune" utiliza el tetrámetro trocaico (ocho sílabas, cuatro pies, rimas pares), inspirada en un célebre poema que Auden dedicó a Yeats (https://poets.org/poem/memory-w-b-yeats), métrica que Seamus Heaney, otro irlandés, también utilizó, cerrando el círculo, como homenaje a su amigo ruso, en "Audenesque" (https://poets.org/poem/audenesque). El poema de Brodsky formaba parte de una serie dedicada a Berlín y Belfast, así que no sólo se trata de simples juegos formalistas. En 1992 se hablaba mucho de que la auténtica Europa era la civilizada por el antiguo imperio romano y que más allá de estas fronteras campaban tribus salvajes, como el norte de Irlanda y las Balcanes. Ahora Europa y Estados Unidos se han apresurado a acudir en auxilio de Ucrania, sin cabalgar en la bomba atómica como el doctor Strangerlove, aunque quedan tentaciones de repetir el debate (Historikerstreit) que enfrentó a Nolde con Habermas para querer exculpar la conciencia alemana externalizando la barbarie nazi a Asia y Eurasia: hubo Holocausto porque antes hubo gulags. La misma táctica revisionista de la ultradrecha española: hubo Guernica porque había socialistas y comunistas en el gobierno republicano. Los crímenes rusos han galvanizado una nueva identidad europea en torno a la democracia, mientras en el otro bando, los autócratas rusos y chinos, después de un siglo oyendo eso de que «Occidente está podrido», siguen repitiendo el mismo estribillo que comparten con los yihadistas «Las evocaciones de la historia aquí —decía Brodsky— son pura tontería. Siempre que se aprieta el gatillo para rectificar el error de la historia, se miente. Porque la historia no comete errores, ya que no tiene propósito. Uno siempre aprieta el gatillo por interés propio y cita la historia para evitar responsabilidades o remordimientos de conciencia. Ningún hombre posee la capacidad retrospectiva suficiente para justificar sus actos, especialmente el asesinato, en categorías extemporáneas, y mucho menos un jefe de estado. Además, el derramamiento de sangre (…) es esencialmente un proyecto a corto plazo. Puesta en marcha por los jefes de estado locales, su objetivo principal es mantenerlos en el poder durante el mayor tiempo físicamente posible».

En cuanto a mi versión de "Bosnia Tune", intenté seguir la propuesta de Octavio Paz, practicar la diversión, y sustituí «cucaracha» por «araña», pero cuando lograba el trocaico, fallaban las rimas, y al revés. Seguiré intentándolo. Cortázar decía que el poeta es un prosista vago, y tiene razón si se refiere a España. El poeta de aquí tiene en general muy mal oído y los lectores además son también vagos y no exigen mucho (basta ver la poesía que encumbran o incluso a los cantantes de Operación Triunfo). Pocos poemas en castellano, catalán o gallego (no entiendo el euskera) podrían ilustrar hoy la idea de Brodsky de que la poesía marca el grado más alto de la evolución del lenguaje del ser humano, porque devuelve a las palabras el sentido alterado por el lenguaje político, económico o burocrático. Brodsky también sostenía que la poesía tendría que recibir el mismo mimo que la industria automovilística, pues invita a un viaje que lleva más lejos que un auto, a no ser que los gobiernos no quieran que sus ciudadanos emprendan ese viaje y les birle los medios para llegar a esos destinos que, no lo duden, existen.

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11 de abril de 2022
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