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Escrito por

Jorge Eduardo Benavides

Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964), estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garcilaso de la Vega, en Lima. Trabajó como periodista radiofónico en la capital y en 1987 fue finalista en la bienal de relatos COPE (Lima); un año más tarde ganó el Premio de Cuentos José María Arguedas de la Federación Peruana de Escritores. En 1991 se trasladó a Tenerife, donde puso en marcha talleres literarios para diversas instituciones. Ha sido finalista del concurso de cuentos NH Hoteles del año 2000. Desde 2002 vive en Madrid donde continúa impartiendo sus talleres literarios. Su más reciente novela es La paz de los vencidos, galardonada con el XII Premio Novela Corta "Julio Ramón Ribeyro". Cursos presenciales en MadridJorge Eduardo Benavides imparte cursos presenciales en Madrid y ofrece un servicio de lectura y asesoría literaria y editorial. Más información en www.jorgeeduardobenavides.com http://www.cfnovelistas.com/ 

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Soy minero

Cuando me preguntan -a veces hay impertinentes así- si vivo de la literatura, siempre digo que sí. Y no miento, aunque matizo: «pero no de la mía». Salvo casos contados, no conozco a ningún escritor que viva exclusivamente de sus libros. Es cierto que estos, en algunos momentos, pueden representar una cierta entrada económica, un alivio o un aliciente, pero casi nunca es el grueso del dinero que necesita para vivir -incluso modestamente- un escritor. Por eso un buen número de colegas son profesores, agentes culturales, abogados, diplomáticos, técnicos administrativos y vendedores de electrodomésticos. Algunos como yo, tenemos la inmensa fortuna de dedicarnos siempre a la literatura y hemos conseguido que este sea un medio de vida: los talleres literarios, las asesorías y correcciones de novelas, los artículos para periódicos y revistas, las conferencias y charlas... todo permite  generar dinero suficiente para dedicarse a escribir. Qué duda cabe, me siento un privilegiado. Lo que ocurre, como casi siempre, es que todas esas labores, a poco que uno se descuide, terminan por quitarle el tiempo que supuestamente uno se ha ganado evitando un trabajo oficinesco y de horario inflexible. Ahora mismo, en la Biblioteca Nacional donde acudo a escribir todos los días, me encuentro con que varias horas se me han ido componiendo un par de artículos, corrigiendo tres o cuatro cuentos de mi taller presencial y redactando estas notas que tienen un poco de advertencia e ironía, claro.

Pero los escritores que ganan lo suficiente para vivir incluso con mucha holgura, se pasan la vida buscando tiempo para escribir, pues ellos también tienen sus compromisos y obligaciones: charlas y conferencias, artículos de opinión para prensa de aquí y de allá... ellos deben de estar y no solo ser. Un grandísimo escritor que vive en Madrid me dijo hace no mucho: «la mitad de mi tiempo lo empleo en conseguir que la otra mitad sea exclusivamente para escribir.» De manera que la búsqueda de un tiempo hipotéticamente ideal para escribir es una ilusión algo pueril. Y saberlo constituye el quid de la cuestión, pues en los muchos años que tengo dedicado a la literatura, como escritor y como profesor, he ido encontrándome con dos clases de interesados en la escritura de ficción: los que sueñan con escribir, con su parafernalia y su supuesto boato, con el reconocimiento, el dinero (?) y la fama(!) y los que disfrutarían de todo eso, pero como elemento accesorio al hecho primordial de escribir, de resolver el desafío que comporta acometer una novela, terminar un libro de cuentos... y empezar otro, con la misma ilusión, idéntica alegría y exacto miedo. /upload/fotos/blogs_entradas/minerook_med.jpgEstos últimos, invariablemente, son los que acaban consiguiendo acercarse a lo que los primeros sólo fantasean. Sobre todo porque saben que ello se consigue exclusivamente con trabajo, con esfuerzo, con disciplina. El escritor es un minero. ¿Y el talento?, me dirán algunos. El talento es el mineral que yace en lo más profundo de esa mina cuyas entrañas horadamos día a día escribiendo y corrigiendo. Si hay talento, sólo lo sabremos después de unos cuantos años de dura prospección, de arduo trabajo. Por lo tanto, no hay que perder el tiempo especulando sobre si uno tiene talento o no. Allí, en el fondo de cada uno, está la veta del talento. Los perezosos jamás lo encontrarán. Recuerden: El mejor momento para empezar a escribir la novela o el libro de cuentos es ahora. Ahoritita, que dicen mis amigos mexicanos...

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26 de agosto de 2008
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Si tú me dices ven

Con los agentes sucede algo similar a lo que expusimos en el blog pasado. Los agentes, esos intermediarios entre los escritores y los editores, suelen tener como estos últimos bastante ojo para las obras de calidad, una nutrida batería de lecturas, contactos con editoriales extranjeras y mucha sangre fría para negociar con los editores.  A diferencia de los primeros, que trabajan exclusivamente a sus autores, ellos colocan a los escritores en distintas casas editoriales. Fulanito, que escriben género negro va para Piedra en el agua; Menganita que tiene una thriller erótico puede colocarse en La cabra editores; Perencejo, que es más bien filosófico seguro que encaja en Ediciones El cólico metafísico. El agente tiene una visión más de conjunto. Y no se casa con nadie. Ni con el propio autor.

Ahora bien, según el imaginario popular del mundo literario, agentes y editores no se llevan muy bien, porque cuando hay dinero de por medio es difícil que ello ocurra en cualquier ámbito, ¿verdad? Pero salvo casos sonados, las relaciones suelen ser cordiales... sin exagerar. El sueño -bastante ingenuo- de un escritor en ciernes es que así como se hace amigo íntimo del editor, el agente poco menos que lo adopta: le consigue traducciones, pelea por él para conseguir mejores anticipos, se preocupa de conseguirle bolos y en fin, se suele creer de ellos que son un cruce entre una madre y el director de la sucursal de un banco. Pues no: como ocurre con los editores, siempre he pensando que nuestra relación con los agentes debe ser de gran cordialidad pero nunca de gran amistad. Porque suele confundirse. A un amigo escritor, F., le ocurrió. (ustedes dirán que me invento estos amigos de iniciales kafkianas, pero no.) /upload/fotos/blogs_entradas/de_buen_humor_por_cdiz_med.jpgLe ocurrió que se hizo gran amigo de su agente (estos, al menos en España, suelen ser mujeres, no se sabe bien por qué) e iban para arriba y para abajo juntos: de copas o a cenar, incluso a pasear juntos a los perros, (que no generaron ningún tipo de dependencia, según indagué). Y cuando F. quiso dejar la relación porque entre cena y cena, entre copa y copa, entre pis de perro y pis de perro habían pasado más de dos años sin que el agente consiguiera colocarle su más reciente novela, F. ya no tenía cómo decírselo. No tenía valor para hacerlo. Porque los escritores, ya sabemos, no suelen ser capaces de encarar ese aspecto pecuniario de sus relaciones y tienden a confundir las cosas. Cordialidad y buen entendimiento, pero siempre con una saludable distancia. No hay que dejarse atrapar por el síndrome de Carver.

Ahora bien, a menudo los escritores que tiene agente pronto se desencantan de ellos porque realmente no les consiguen nada, dicen. Y en algunos casos es cierto: hay muchos escritores con agente que no encajan una sola novela desde hace años. Y los agentes parecen volcarse en los autores que sí generan interés por parte de las editoriales por lo que -para muchos- es lícito preguntarse qué beneficio le reporta a un escritor de segunda fila (donde cohabita el grueso de la población narrativa y édita) el tener un agente? Hay que indagar bien antes de decidirse a trabajar con uno, preguntar a los amigos, a los propios editores, a otros escritores, y una vez tomada la decisión (en el supuesto, claro, de que el agente quiera representarnos) dejar pasar un tiempo prudencial (dos, tres años) para ver cómo ha funcionado nuestro representante. Si no nos parece efectivo, lo mejor es dejarlo. Pero, como dice el filósofo chino Eng Ping Shao: "Si eres lento para elegir un agente, más lento debes ser para cambiarlo."

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22 de agosto de 2008
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Libertad, igualdad…rentabilidad!

Un amigo mío del taller terminó una novela y quiso publicarla: era -es- una buena novela, de manera que se puso en contacto con otro escritor (a quien llamaremos U.) que había sido también profesor suyo y éste le derivó a un editor. U., autor de algunas novelas publicadas y además con razonable éxito, hizo las presentaciones respectivas entre el novel y el editor, de manera que éste último se interesó mucho por la novela y ofreció un anticipo económico. Un anticipo bastante ridículo. Para U., que además de buen escritor es una buena persona, aquello le pareció mejor que nada. Me lo dijo mientras tomábamos un café y discutíamos acerca del futuro de nuestro común alumno de taller cuya novela a ambos nos había gustado. Yo abogaba porque el alumno novelista en ciernes se consiguiera un agente. A U, que conocía bastante bien al editor, le pareció muy arriesgado: a ese editor, como a algunos otros, no le gustan los agentes. Supongo que por la misma razón que a los contribuyentes no les caen bien los inspectores de Hacienda.. El caso es que U. insistía en que «aunque no le pagaran nada, con tal de publicar, era un asunto fantástico.»

/upload/fotos/blogs_entradas/libertad_igualdadrentabilidad_med.jpgYo no estuve ni estoy ni estaré de acuerdo con eso: los escritores en ciernes y los que no lo son ya tanto, con tal de publicar creen que hay que hacerlo gratis, que cobrar porque te publiquen es casi una obscenidad. Su alegría ante el inesperado regalo de que el editor se haya fijado en ti, que condescienda a bajar de su eminencia para publicarte ya es suficiente recompensa. Es el síndrome de Carver (cuyo editor, Bob Lish al parecer terminó rehaciendo toda su obra a base de tijeretazos... ¡se imaginan qué terrible dependencia!); el síndrome que obnubila a los escritores: en medio de su borrachera de felicidad creen que el dinero producto de su trabajo es inmerecido, pura filfa. Por ese editor harían cualquier cosa, su palabra es ley. Seguirían con él aunque la editorial quebrara, lo apoyarían en todo, serían amigos, se irían a tomar copas juntos, vamos: se harían -están locos por ello- íntimos. Es más: después de tomarse dos copas ya de madrugada, el escritor novel piensa dedicarle su próximo libro. Mientras tanto el editor, que es un ser racional y herraldianamente estrábico, duerme a pierna suelta. No albergará -ni tiene por qué- ningún remordimiento si la próxima novela de ese escritor que ha descubierto no lo satisface. Se lo dirá sin problemas, sin que le tiemble el pulso ni la voz. Hay que entenderlos. Lo que no es entendible es que U., y tantos otros, menosprecien su propio trabajo, al menos en el sentido pecuniario, como un asunto de segundo orden. Y es un problema, porque mientras haya escritores a quienes esto no les importe y quieran publicar incluso gratis, todos nos veremos perjudicados. Creo que ya tenemos suficiente con ser a menudo el punto económicamente mas débil del negocio editorial. Como dice un amigo mío que vive en Madrid: «yo soy 50 por ciento peruano, 40 por ciento español y 10 por ciento de comisión.» Pero claro, este amigo es empresario.

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19 de agosto de 2008
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El animal estrábico

Late entre los escritores y sobre todo entre los aspirantes a escritores una cierta suspicacia con respecto a los editores. Hay un síndrome de Carver, también. Ya les contaré en otro momento sobre esto. La suspicacia casi siempre tiene fundados e indiscutibles motivos para el escritor: el editor no lo ha publicado. ¿Cómo puede saber alguien de literatura si no publica mi novela? Y es que claro, el editor ese sólo publica a sus colegas, ya sabemos, esto es una mafia de amiguetes y enchufados... corren muy malos tiempos para la verdadera literatura, qué horror. Dicen también que los editores son todos unos piratas -que los hay, los hay...- y unos mercaderes que pretenden lucrarse con la literatura, ese bien sacrosanto y sin mácula que algunos desprestigian escribiendo horribles artefactos de consumo rápido e ingestión liviana.

Los editores, en el imaginario de muchos aspirantes a escritores e incluso entre muchos escritores ya consolidados, son como un enojoso formalismo burocrático entre la novela y su merecido reconocimiento universal. Para muchos son simples mercachifles que nada saben de literatura, y la prueba de ello es que en su catálogo hay mucha baratija literaria. Grave error: aunque hay de todo (Mezquinos, tramposos, fatuos, nulos), creo que básicamente los editores suelen ser personas bastante sensibles, de muy buen olfato literario, cuyos juiciosos comentarios sobre nuestro trabajo suelen ser a menudo descorazonadoramente acertados. /upload/fotos/blogs_entradas/raymond_carver_med.jpgNo sólo valoran el aspecto estético y formal de una novela, un ensayo o un conjunto de cuentos, sino que llegan a saber cómo encajarlo según el voluble gusto del lector. Porque, como dice Jorge Herralde «El editor es un animal estrábico, con un ojo forzosamente en el negocio y otro forzosamente en la cultura». Por eso suelen tener una línea editorial y se afanan en buscar y rebuscar, entre los cientos de manuscritos que reciben mensualmente, aquellos que consideran hallazgos. Cuando lo encuentran, es tanta su ilusión como lo es para el escritor haber sido descubierto. Como me dijo un buen amigo, escritor español: ¡E incluso te llegan a querer! («normalmente no más allá del 15 por ciento del PVP», agregué yo). Pero ese momento de empatía y cordialidad, en la que el editor se la juega con un autor, puede entrañar peligro. Es el síndrome de Raymond Carver.

El próximo post se publicará el martes 19 de agosto. 

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12 de agosto de 2008
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El alud

Mucha gente que escribe acaricia la posibilidad de publicar, aunque algunos lo ven como una especie de sueño, algo difícilmente alcanzable, un planeta lejano en torno al cual se acercan de manera orbital y sin posibilidad de colisión. ¿Cómo se llega a un editor?, se preguntan, ¿Cómo consigo que me publiquen? En realidad, el mecanismo es bastante sencillo, al menos en principio. Se manda la novela o el libro de cuentos a la editorial. (Eso sí: primero hay que terminarla y corregirla. No hay que olvidar el detalle). Y los editores responden al cabo de un tiempo, casi siempre rechazando la obra del joven -o talludito- y desde ese momento desalentado escritor. Aquí los vanidosos se indignan y desprecian la miopía cerril de los editores. A menudo incluso dejan constancia de ello en una prolija carta llena de invectivas. Los ambiciosos en cambio tratan de explicarse por qué ha sido rechazada la novela y, aunque oscuramente, entienden que debe haber motivos, razón por la cual vuelven a su mesa y corrigen y continúan mejorando su texto. No siempre se consigue.

Las casas editoriales peligran casi físicamente de venirse abajo debido al alud de manuscritos que llegan mensualmente a sus oficinas. Y el noventa por ciento de lo que llega parece escrito por el mismo enajenado que rellena folios y folios desprolijamente sin tener la más mínima noción literaria. De manera que este porcentaje de rechazo no debería amedrentar a los escritores, porque se compone fundamentalmente de personas para quienes escribir una novela es, ya digo, rellenar folios y folios con una idea más o menos aproximada de lo que se quiere contar. Eso de ninguna manera significa que mucha gente que envía sus novelas a una editorial no trabaje con ahínco y con ilusión, pero me temo -y los editores seguramente me darán la razón- que a menudo llegan textos sumamente descuidados, mal redactados, con más faltas de ortografía que ideas, llenos de tópicos y otros muchos desperfectos, y todo ello hace perder un tiempo valioso a los lectores editoriales y a los propios editores. Qué se le va a hacer...

Pero si se escribe con paciencia, con pulcritud, con esfuerzo y con confianza, si poco a poco vamos adquiriendo el oficio sobre la base de escribir, corregir, perseverar, leer, volver a corregir una y otra vez, puede que nuestra novela o nuestro libro de cuentos atraiga la atención de los lectores de la casa editorial y, en última instancia, la del propio editor.  Y si no, la de un agente. Pero ese ya es otro cantar....

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8 de agosto de 2008
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De Cítricos y Crípticos

/upload/fotos/blogs_entradas/perros_med.jpgNada parece generar más enardecimiento entre los escritores que las reseñas de sus libros que aparecen en semanarios, suplementos culturales y publicaciones de esa estirpe. Si la crítica es elogiosa suele leerse y releerse con delectación y una minucia hermenéutica rayana en lo paranoide (un amigo mío, también escritor, es capaz de glosar párrafos completos de algunos artículos aparecidos sobre sus novelas). Si es negativa, se borra de un plumazo lo que diga el crítico porque damos por supuesto que no sabe de lo que habla. ¡Faltaría más! Está bien, qué le vamos a ser, si así de frágil puede resultar el ego de un escritor. Creo que hay que tomarse las reseñas, las críticas y los comentarios con saludable distancia para sobrevivir. Sobre todo porque las críticas positivas no suelen aportar nada valioso (nada, en realidad) sobre nuestro próximo trabajo y las críticas negativas... más de lo mismo: el libro, el cuento, la novela, ya están hechos y a otra cosa,  porque los comentarios críticos son siempre a toro pasado. Para el lector no, para el lector una buena reseña orientativa y valorativa pueden resultar un elemento preciado que le ayude a espigar sus lecturas, que le ilumine ciertos aspectos de lo que lee -o va a leer- y que de otra manera podrían resultar abstrusos...

No digo que lograr esta distancia con respecto a la crítica sea así de fácil para el escritor, pero creo que por pura estrategia de supervivencia, para que la vida no se le vuelva a uno un carrusel de violentos vaivenes emocionales, hay que intentarlo. Además, salvo muy dignas excepciones, últimamente percibo en los medios españoles e hispanoamericanos que han prosperado dos grandes corrientes de reseñistas a los que me gusta llamar los cítricos y los crípticos. Creo que no es necesario extenderse demasiado en la explicación pues su propio nombre lo dice todo: los primeros hacen de la mordacidad, la quemazón y el sarcasmo su moneda de cambio. A los crípticos, tan ansiosos por demostrar su aplastante erudición, apenas si se les entiende mientras sintagma a sintagma, van levantando el promontorio desde donde observan con desdén lo que ocurre a sus pies. Pero insisto: por fortuna quedan los buenos críticos, honestos e inteligentes. Legibles.  

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5 de agosto de 2008
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Vanidosos y ambiciosos

/upload/fotos/blogs_entradas/el_gran_escritor_med.jpgHace no mucho, durante la grabación de un programa cultural para la televisión, uno de los escritores invitados -joven, inteligente, bastante bueno, además- respondía a la pregunta del entrevistador (otro escritor, este con muchas tablas y muchos libros) sobre por qué escribía y publicaba. Sus motivos, dijo, tenían que ver con la vanidad.  Era vanidoso, insistió, y por eso publicaba. Se encogió imperceptiblemente de hombros, vaya pregunta, parecía decir. Ninguno de los presente dijo nada y tengo la impresión de que el hecho de que alguien admita que es vanidoso (como si fuera una virtud, algo de lo que ufanarse) parece ser moneda corriente entre los colegas de este oficio.

No es la primera vez que escucho esta aseveración, de manera que no me extrañé mucho yo tampoco, pero creo que más por cansancio que por otra cosa: ya me acostumbré a que cada cierto tiempo aparezca algún escritor y diga sin rubor ninguno que es vanidoso y que además ese es un atributo esencial para ser escritor. Será que más allá de su envoltorio provocativo, la frase dice una verdad exacta acerca de lo que los motiva a ciertos escritores. ¿A qué negar que uno es vanidoso?, parecen decir con su actitud, dejémonos de tonterías, si todos sabemos que los escritores somos vanidosos, insisten sin complejos. Disiento completamente de ello: no creo que la vanidad sea más ni mejor motor que exclusivamente para robustecer la estupidez. Y la estupidez abarca innumerables campos: se puede ser vanidoso -es decir fatuo- en cualquier área de la vida, con idénticos desastrosos resultados existenciales, para solaz de los enemigos y vergüenza ajena de los que nos quieren. Pero al parecer el campo de la literatura es terreno feraz para asumir la vanidad no como una vergonzante excrescencia del carácter sino como una virtud o una condicio sine qua non para escribir bien. Como si por el hecho de creerme un genio no sea necesario nada más para lograrlo. ¿Es así? La verdad, no lo creo. Es cierto que resulta difícil ser un buen escritor si, entre otras muchas cosas, uno no tiene suficiente confianza en sí mismo, no tanto en el valor de lo que hace como en la posibilidad de que ello tenga valor, porque la confianza tiene además una contrapartida saludable que es la duda razonable acerca del valor estético de mi trabajo. Por ello prefiero a los escritores ambiciosos: aquellos que no se conforman y recelan de sus textos primeros, que corrigen, borran, vuelven a escribir, pero que además aceptan que, para ser mejores, hay que asumir que siempre se puede mejorar, que están muy lejos de ser buenos, todo lo bueno que sólo un escritor ambicioso sabe que puede ser. Un escritor ambicioso sabe que su tiempo y su trabajo son valiosos y por lo tanto procura no perder el primero en fatuidades: siempre duda sobre lo que hace, porque sabe que puede hacerlo mejor. Frente a este hecho, para él incontrovertible, la vanidad es una insensatez tan grande que podría dividirse en provincias...

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1 de agosto de 2008
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Clase XIX: Errores más frecuentes… un breve repaso veraniego

Antes del breve receso veraniego y a modo de resumen, propondremos en esta última sesión un somero repaso de lo visto hasta el momento, deteniéndonos fundamentalmente en los errores que con más frecuencia cometemos los escritores.  

Ya hemos mencionado algunos, como recogimos en lecciones previas y que nos parece que pueden resumirse en cuatro grandes aspectos: 1). Que el comienzo no enganche al lector sobre todo a causa de una excesiva linealidad 2). No presentar al personaje cuanto antes  y que el lector no tenga a quién seguir en sus peripecias. 3). Guardarse información necesaria para entender la historia y al final querer sorprender al lector sacándonos un as de la manga. Esto suele ocurrir cuando no tenemos del todo claro la premisa principal: que el cuento tiene que ir directo al hecho que relata, dirigirse sin descanso y desde la primera frase hacia ese objetivo.  

Cuando esto no ocurre, nos encontramos disquisiciones que parecen más dirigidas a llenar folios que a encaminarse al tema de que se trata, y estas digresiones suelen distraer la atención de lo principal. Muchas veces ocurre así porque el narrador, en vez  de centrarse en un solo tema parece tener muchas cosas en la cabeza: personajes, subtramas y anécdotas que ha querido meter en el mismo saco, con lo cual debilita la tensión argumental de lo que cuenta.  

Por ello, antes de lanzarse a escribir, el escritor debe espigar cuidadosamente los datos de su historia, desbrozando sin miramientos todo aquello que resulte de escaso interés o que distraiga la atención de lo principal; por esto es muy importante saber qué es fundamental para la historia y qué no lo es.  Y eso requiere un tiempo de reflexión previo a la escritura.  

Pero tan importante como dichos aspectos de orden más bien estructural, los hay de lenguaje y forma. Quizá el principal, y que vimos muy al principio de estas lecciones, es el de la exposición forzada, esa forma más bien burda y sobreexpuesta con que damos la información al lector, sin utilizar las elipsis necesarias para que lo contado se entienda de manera clara pero nunca impostada. Y a remolque de este error solemos encontrarnos con otro más: no elegir bien a nuestro narrador y así vernos obligados -aunque a veces por mero descuido- a cambiarlo sin justificación alguna: pasar de la primera persona a la tercera sin que ello resulte necesario  puede terminar por confundir enojosamente al lector. Ello conlleva muchas veces que se le cuenta demasiado al lector, en vez de dejar que sea él quien deduzca lo que está pasando. Al explicarle las cosas en demasía y por lo tanto al no dejarle nada para que sea su imaginación la que redondee la historia, estamos cometiendo un error muy grueso: no permitirle al lector participar en la elaboración del relato.  Y a propósito de esto: Una vez que acabamos de leer el cuento debemos tener la sensación de que hay algo más ahí. Que no es sólo lo evidente, lo que acabamos de contar. Que hay algo por debajo de lo que hemos leído, algo que ha dejado en nosotros una sensación  que va más allá del hecho que se ha relatado, el hallazgo de un valor universal: amor, miedo, amistad,  venganza... 

Otro gran error con respecto al lenguaje: es muy importante que se escriba con claridad, concisión y orden: un buen texto literario es un texto pulcro, fácilmente entendible, sin frases excesivamente largas o excesivamente cortas, salvo claro está, cuando la propia acción lo requiere. Pero por lo general, nuestro lenguaje debe ser eficaz, conciso, suficientemente plástico como para "ver" la escena, pero sin demasiados alardes verbales que dificulten la compresión de lo narrado. Finalmente, si nuestro lenguaje se sustenta en exposiciones forzadas y no sabemos elegir la voz que narra, a menudo los diálogos pueden sonar falsos, poco creíbles, prácticamente teatrales. Es un asunto difícil lograr diálogos naturales. Puesto que, como ya veremos, el lenguaje escrito y el oral no son iguales y tenemos que "simular" diálogos naturales. Ya hablaremos de ellos en septiembre.   

Y bien, como un arequipeño en reposo tiende a la oxidación, durante el mes de agosto el blog continuará abierto, pero no serán sesiones narrativas ni consignas sino comentarios sobre algunos asuntos que bien podrían titularse "mitos y leyendas" y que tienen que ver con escritores, editores, agentes, publicaciones, críticos, premios y algunos aspectos de este tipo que seguramente pueden interesarle a nuestros amigos que quieren dedicarse más en serio a este oficio y que desconocen algunas de sus curiosas interioridades. Por ello, ya no habrá ejercicios hasta septiembre...  

Insistimos: No se trata de consejos -¡líbrenos Dios!- sino sólo de algunos apuntes que creemos pueden resultarles interesantes. Por supuesto que esperamos verlos participar con sus comentarios, como siempre. Y en septiembre regresamos con las clases que nos quedan antes de despedirnos definitivamente de este taller on line que tantas satisfacciones nos ha dado, así como nuevos y buenos amigos escritores.

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28 de julio de 2008
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Sesión XVIII. Cuentos Comentados

En la estupenda novela de Antonio Skármeta, El cartero de Neruda, el viejo poeta intenta explicarle al inexperto cartero cómo funciona la poesía, y para ello le lee un poema suya sobre el mar, sobre el vaivén de las olas y su andar infinito. Le pregunta luego de la lectura qué le ha parecido el poema y el cartero confiesa: "Me he mareado". Neruda, entonces, replica conmovido que es el mejor halago que ha recibido jamás. (escribo esto de memoria, pero básicamente así lo cuenta Skármeta) Pues bien,  eso es precisamente lo que busca el ritmo de un relato: marear, transmitir una sensación.

La consigna de esta semana era una propuesta bastante difícil de encarar, pues como hemos venido comentando en estas dos últimas sesiones, el ritmo de la narración a menudo se puede confundir con el tono narrativo, y ello se debe a que ambos aspectos se retroalimentan... como en realidad ocurre con todos los elementos que componen un texto literario, en el que, además, el narrador debe procurar que en ningún momento se advierta el "ensamblaje" de las piezas.  Vimos en la sesión anterior un par de ejemplos acerca de cómo acelerar un texto, imprimiéndole vértigo, confusión, rapidez, y sobre todo cómo el narrador termina por contagiar al lector de todo ese apremio. En esta ocasión hemos puesto el acento en el aspecto contrario: cómo ralentizar ese ritmo hasta darle una cadencia demorada, casi monocorde, como hemos observado en la mayor parte de los trabajos que nos han remitido durante la semana. En muchos otros, aunque bien contados, ha faltado ese ritmo, probablemente porque la elección del tema resultaba contraproducente: observen que en los ejemplos que hemos colgado, los personajes se posicionan como espectadores de algo que ocurre fuera de su alcance y que es precisamente ello lo que posibilita un ritmo digresivo y la lentitud de la reflexión, elementos privilegiados aquí por sobre la acción.  En muchos de los textos que nos han enviado, insistimos, se ha elegido un tema demasiado "dinámico", por así decirlo, y eso ha distorsionado la acertada utilización de un ritmo más lento.

Planteamos esto fundamentalmente para insistir en la idea de que un buen relato de ficción debe entregarnos a los lectores no sólo el conocimiento de lo que se cuenta sino una sensación, un sentimiento respecto de lo que se cuenta. La buena ficción funciona por empatía, por la manera en que el narrador convence a sus lectores de que lo que cuenta ha ocurrido o cuando menos podría haber ocurrido. Y a menudo ese convencimiento se sustenta en la cadencia con la que manejamos nuestro lenguaje: en el ritmo.  Lo veremos así en los ejemplos que hemos elegido para esta semana... esperamos vuestros comentarios.  

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18 de julio de 2008
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Clase XVIII. El ritmo narrativo (…y II)

Como hemos visto en la sesión anterior, la cuestión del ritmo puede resultar confusa y si no meditamos bien acerca de esto, tendemos de manera natural, a confundirlo con el tono de la narración. También hemos visto que aunque ambos, ritmo y tono, se necesitan y se imbrican a tal punto de que uno no existe sin el otro, sí que es posible identificarlos. De hecho, tanto en los textos que ofrecimos como ejemplo como en muchos de los trabajos que nos han enviado, hemos podido observar el cambio de velocidad y de movimiento de la narración, muchas veces independientemente de su tono. Ahora vamos a detenernos en la dos formas que tenemos de imprimirle ritmo a la narración, esto es, vamos a observar este aspecto literario de forma menos intuitiva. Como decimos, existen dos maneras de plantearnos el ritmo. Una de ellas tiene que ver con los diálogos, tema del que nos ocuparemos en otra sesión por considerarlo un capítulo aparte. El otro, se refiere más bien a las conjugaciones verbales que elegimos en el relato, así como en los tiempos mismos de la narración. Detengámonos aquí.

Recuerden que les pedimos cuando leyeron el fragmento de Benedetti que tuvieran muy en cuenta el sutil cambio de tiempo verbal en esa casi primera frase: "No había, no hay luna..." Ese cambio en la forma verbal permite una mudanza de matiz en la percepción de la realidad, que pasa de la evocación a la inmediatez de lo que ocurre. Porque el narrador sabe que la intensidad de lo que cuenta (la pavorosa inminencia de su muerte) es difícilmente trasmitible sin ese tiempo presente en el que se posiciona. Así, los giros que le damos a las conjugaciones verbales acentuarán los cambios de profundidad psicológica y de acción en un relato.  Basta pues con reflexionar acerca de los modos verbales para entender mejor qué partido se les puede sacar. Por el momento recordemos que en el modo subjuntivo las acciones nunca tienen la contundencia absoluta de la certeza, pues nos remiten a acciones probables, volviendo la narración más lenta, más propicia para la evocación o la reflexión: "Quizá, si hubiera amado a Elisa, ella aún estaría viva..."  Por el contrario, en el modo indicativo todo nos remite a la acción concreta que se produce en el tiempo pasado de la narración, o bien en el presente e incluso en el futuro. ("Felipe sale de su casa...") Una de las formas más habituales usadas en la narración nos remite al pretérito perfecto simple (amé, amaste, amó, ...) pues nos lleva a una acción no repetida, más bien única, volviendo la narración mucho más nítida y al mismo tiempo frágil, apenas sin el sostén de la reflexión que proporcionan las frases en modo subjuntivo. El pretérito imperfecto (amaba, amabas, amaba...) nos sitúa en el pasado lejano de la narración y a diferencia del anterior, nos indica acciones repetitivas en el relato: "Paco caminaba todos los días las cuatro calles que conducían a su trabajo..." Digamos que su utilización nos sirve para formular con más profundidad el tiempo psicológico de lo acaecido en nuestro relato, pues la gravedad que conlleva y su ideal disposición para contarnos el pasado lejano de la acción invita a ello. El presente del modo indicativo (amo, amas, ama...) nos remite a la inmediatez de la historia, sin la posibilidad de zambullirnos en la reflexión, de tal forma que el propio relato aparece ante nuestros ojos sin dejarnos un momento para reflexionar sobre lo que estamos viendo. Suelen producir relatos intensos, ágiles, pero de escasa profundidad. Finalmente, los pretéritos perfecto compuesto (he amado, has amado...) pluscuamperfecto (había amado, habías amado...) y anterior (hube amado, hubiste amado...) nos permiten mayor profundidad en el pasado, pero su uso nunca puede ser excesivo pues suele ralentizar la acción, dejándola como una mera estampa reflexiva del pasado.

Muy a grandes rasgos, podemos observar que el ritmo de la acción está íntimamente ligado a los tiempos y modos verbales, pues estos aceleran o ralentizan la acción tanto como privilegian la reflexión y la evocación de la misma. Lo habitual es que la mezcla de estos tiempos le den una textura más densa a nuestro relato y de allí que muchas veces este falla porque no hemos sabido cambiar a tiempo de modo verbal, o hemos elegido el equivocado. Y ahora, veamos dos fragmentos que ralentizan de manera distinta la acción. Uno es de un cuento de Chejov, "Modorra" y el otro es parte de la novela de Javier Marías, "Corazón tan blanco". En ambos quisiéramos que se detengan a observar los distintos ritmos y cambios de tiempo ( o no...) que se utilizan para logar el efecto demorado de una descripción.

La propuesta de la semana:

Así como en la sesión anterior les pedimos que nos contaran la huida de un personaje, ahora les vamos a pedir que nos hagan un texto en el que el tiempo se alargue, se dilate todo lo posible, como por ejemplo podría ocurrir en la sala de espera de un hospital, o quizá en la sala de espera de un juzgado. Ustedes elijan la situación propicia, lean con atención los ejemplos que les hemos dado y apelen a los modos verbales que mejor se ajusten a la narración, pero hágannos sentir a los lectores que el tiempo no pasa... 

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11 de julio de 2008
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