Jorge Eduardo Benavides
Un amigo mío del taller terminó una novela y quiso publicarla: era -es- una buena novela, de manera que se puso en contacto con otro escritor (a quien llamaremos U.) que había sido también profesor suyo y éste le derivó a un editor. U., autor de algunas novelas publicadas y además con razonable éxito, hizo las presentaciones respectivas entre el novel y el editor, de manera que éste último se interesó mucho por la novela y ofreció un anticipo económico. Un anticipo bastante ridículo. Para U., que además de buen escritor es una buena persona, aquello le pareció mejor que nada. Me lo dijo mientras tomábamos un café y discutíamos acerca del futuro de nuestro común alumno de taller cuya novela a ambos nos había gustado. Yo abogaba porque el alumno novelista en ciernes se consiguiera un agente. A U, que conocía bastante bien al editor, le pareció muy arriesgado: a ese editor, como a algunos otros, no le gustan los agentes. Supongo que por la misma razón que a los contribuyentes no les caen bien los inspectores de Hacienda.. El caso es que U. insistía en que «aunque no le pagaran nada, con tal de publicar, era un asunto fantástico.»
Yo no estuve ni estoy ni estaré de acuerdo con eso: los escritores en ciernes y los que no lo son ya tanto, con tal de publicar creen que hay que hacerlo gratis, que cobrar porque te publiquen es casi una obscenidad. Su alegría ante el inesperado regalo de que el editor se haya fijado en ti, que condescienda a bajar de su eminencia para publicarte ya es suficiente recompensa. Es el síndrome de Carver (cuyo editor, Bob Lish al parecer terminó rehaciendo toda su obra a base de tijeretazos… ¡se imaginan qué terrible dependencia!); el síndrome que obnubila a los escritores: en medio de su borrachera de felicidad creen que el dinero producto de su trabajo es inmerecido, pura filfa. Por ese editor harían cualquier cosa, su palabra es ley. Seguirían con él aunque la editorial quebrara, lo apoyarían en todo, serían amigos, se irían a tomar copas juntos, vamos: se harían -están locos por ello- íntimos. Es más: después de tomarse dos copas ya de madrugada, el escritor novel piensa dedicarle su próximo libro. Mientras tanto el editor, que es un ser racional y herraldianamente estrábico, duerme a pierna suelta. No albergará -ni tiene por qué- ningún remordimiento si la próxima novela de ese escritor que ha descubierto no lo satisface. Se lo dirá sin problemas, sin que le tiemble el pulso ni la voz. Hay que entenderlos. Lo que no es entendible es que U., y tantos otros, menosprecien su propio trabajo, al menos en el sentido pecuniario, como un asunto de segundo orden. Y es un problema, porque mientras haya escritores a quienes esto no les importe y quieran publicar incluso gratis, todos nos veremos perjudicados. Creo que ya tenemos suficiente con ser a menudo el punto económicamente mas débil del negocio editorial. Como dice un amigo mío que vive en Madrid: «yo soy 50 por ciento peruano, 40 por ciento español y 10 por ciento de comisión.» Pero claro, este amigo es empresario.