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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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De la misma forma en que al salir del baño del aeropuerto una máquina nos invita a elegir caritas verdes o rojas para valorar su limpieza, los lectores de nuestros artículos pueden clicar en una pestaña para opinar sobre ellos, aunque algunos lo confundan con orinar. En los inicios de la prensa democrática, escribir una carta al periódico era algo serio que precisaba de tiempo, sello y buzón. De un esfuerzo.

Cuando a los columnistas nos animaron a añadir nuestro correo electrónico en la firma, me asombré ante tal fiebre epistolar. Era yo una debutante con foto cándida, por lo que algunos lectores, casi siempre hombres, me llamaban “niña”, “chata” y hasta “pizpireta”. Había quienes me animaban a elevar el nivel, y más de una pesadilla tuve de las que te encuentras con el culo al aire en plena calle, ante la risotada pública y la vergüenza propia. Otros, en cambio, me regalaban ideas, me corregían con respeto, y diría que hasta me mandaban sus propias columnas.

Por un lado está la grandeza de Aristóteles, El Greco o Petrarca. Una palabra suya merece genuflexión, piensa esta plumilla ante tanta majestad. Los hay que dejan una firme huella digital y, de forma recurrente, amplían nuestras miradas con audacia. Y por supuesto no faltan los que te tratan de botarate, quienes se pasan de listillos ni los maliciosos. “Debe de tener un sobresueldo del PSOE”, me escribió Simple Minds tras un artículo sobre Pedro Sánchez, a lo que el majísimo Lector Voraz respondió: “Qué poca categoría de comentario”. Y por un perfil sobre Brad Pitt, un alias me llamó “chochito espumeante”, tremendo piropo para una mujer en la menopausia. Ese día, mis elegantes compañeros cerraron el buzón. A veces dan veredictos cortos: “Menuda tontería”; otras piden más autocrítica: “Los periodistas deberían también autoexaminarse ante ese muro de lamentaciones y odios que les hace cada vez menos libres, creíbles y profesionales honestos”.

La disciplina en la verificación sigue siendo la esencia del oficio, como recoge el libro de Kovach y Rosenstiel Los elementos del periodismo. Todo lo que los periodistas deben saber y los ciudadanos esperar. Hoy, en pleno debate sobre el poder de los bulos y el incestuoso baile entre ciertos políticos y periodistas, el ejercicio de la crítica es tan imprescindible como el respeto. Servidora lo tiene por ustedes antes de poner una coma, elegir el título, editar lo que pueda dañarles o ser malinterpretado, asumiendo que no siempre se acierta.

Hace un par de años, un comentarista que debatía con agudeza y erudición volcó su desdicha en mí: yo había escrito de esa figura tan colosal en mi infancia, la mujer del médico, y él captó ligereza en el tono. Con gran aflicción añadió que su esposa, ya fallecida, había sido una gran mujer de médico. Es la única ocasión en que pedí a los administradores si podían ponerme en contacto con él, pues su expresión me había conmovido. No hubo respuesta, su firma se evaporó en el mar de Alias y yo me quedé sin poder decirle que también soy mujer de médico.

 

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9 de mayo de 2024
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El banquete de los ignorantes

Hubo un tiempo en que me impresionaban las opiniones contundentes. Vinieran de un político, una escritora o un tertuliano, me decía: “¡Caramba, qué claras tiene las cosas!”. Cuando empecé a escribir columnas de opinión hace diecisiete años, buscaba conocimientos bajo las piedras aunque tuviera la misma conciencia de ignorancia que hoy. Entonces lo llevaba peor, ya que no había renunciado aún a aprender alguna más de las seis mil lenguas que se hablan en el mundo o a retomar las clases de piano y canto para poder imitar a Nina Simone. En aquella época me rondaban pesadillas nocturnas en las que barajaba asuntos que tratar en los artículos aunque todos me parecían lamentables. Y ya de buena mañana, tras escribir la pieza, me invadía una correosa duda con la que atacaba mentalmente mis propias tesis.

“Admite tu ignorancia”, me repito a menudo ante el vicio de dar las cosas por sabidas. ¿Cómo van a apoltronarse los pensamientos si el relato futurista nos tiene en constante estado de alarma? Mientras voy leyendo La ignorancia, una historia global (Alianza Editorial / Arcàdia), de Peter Burke, me siento reconfortada. El eminente historiador, de 87 años, recopila las distintas clases etiquetadas como tal –“una más de las 57 variedades de salsas Heinz”, bromea–, que van de la ignorancia activa a la virtuosa, pasando por la deliberada, la inconsciente o la selectiva. Una gran familia que en plena era de la información se extiende más que su antagonista, el conocimiento. Burke denomina “ignorancia corporativa” a la que hizo estallar Chernóbil, o la que emana de múltiples atentados terroristas cuyas alertas fueron acalladas por el asfixiante caudal de información recabada. Avisos ignorados en plena ostentación de una férrea seguridad.

Vivimos unos tiempos en los que el rodillo de palabras ensambladas a modo de artefactos ideológicos escapan a todo control de calidad. Hay bulos que acaban convirtiéndose en creencias, ante las que los más peregrinos esgrimen una ignorancia activa. Burke pone como ejemplo las resistencias, en sus épocas, a las teorías de Copérnico, Darwin, Pasteur o Mendel. Los negacionismos parecen aligerar la carga vital de aquellos que apuntalan su verdad con teorías conspiranoides. Montaigne lo resumió breve: “Y qué sé yo”. Según La Rochefoucauld existen tres clases de ignorancia: “No saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse”.

La verdad es un concepto cada vez más esquivo en un mundo que se maneja mejor con el fake que con la realidad. Aun así, los guardianes de la memoria desentierran nombres opacados por la inercia, como el de tantas mujeres eminentes. Hasta el siglo XIX no se reconocía la carta de colores que manejamos hoy en día; tan solo los llamados primarios eran identificados, y yo no me imagino cómo sería la vida sin el verde agua o el gris perla.

Asistimos a diario a banquetes de ignorantes no ilustrados muy a gusto en su piel, los que gritan mucho y nunca dudan. Sus formas, encendidas con la gasolina del dinero, seducen. El modelo de líder mundial inculto y arrebatado avanza impasible, acaso como síntoma de desesperanza, anteponiendo un falso orden al defenestrado bienestar. Abundan las medias verdades, que no son más que medias mentiras, mientras el ansia de conocimiento se vuelca en la inteligencia artificial. En la novela distópica de Olga Ravn, Los empleados (Anagrama), desde una nave sin retorno estos acaban preguntándose si son humanos o humanoides. Parece un aviso para ignorantes.

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18 de abril de 2024
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Mujeres de la limpieza sin manual

Me fijé en su buena caligrafía y a la lista de la compra escrita en un post-it en la nevera no le faltaban acentos. “Usted debió de estudiar”, le dije a Marita, que llevaba poco tiempo ayudando en las labores domésticas a un familiar. Asintió con una sonrisa y me contó que su madre sentaba a los hijos a hacer los deberes, “y de allí no se levantaba nadie”. Era un caso raro, una mujer letrada en una aldea del Perú, que les transmitía que solo con estudios y buena letra podrían salir del hambre. Murió cuando Marita tenía 15 años y casi había terminado un secretariado, pero manadas de pájaros de paja espantaron sus sueños y la regresaron a ras de suelo, donde se deslomó, parió, sufrió. Una vez tuvo red, vino a España y desde aquí mandaba los euros que devolvían trocitos de dignidad a los suyos.

Como ella, más de medio millón de mujeres migrantes trabajan en nuestras casas y cuidan de nuestros hijos y padres, que todavía no se pueden dejar a una Roomba cualquiera. A pesar de la liberadora tecnología, gestionar una casa exige de manos humanas que ejecutan su ritual entre estropajos y limpiacristales, camas y tendederos, ollas y congeladores. Un trabajo sin escalafón ni visibilidad, que hemos ido delegando en ellas porque nosotros salimos a comernos el mundo.

Siempre recordaré aquello que me contó Antonio Triguero, barman de Nabokov en Le Montreux Palace: el escritor se paseaba por los salones tras la limpieza y admiraba el rutilante brillo de los espejos, elogiando al personal. Deberíamos hacerlo cada vez que nos sentamos en nuestra mesa brillante con la papelera vacía.

Marita murió el domingo de un infarto: tenía mi edad, varios hijos, uno de 15, igual que yo. Hace una semana me mostró un mensaje del chaval: le pedía perdón por escaparse del colegio, y le decía que la amaba, que era la mejor madre del mundo. Contaba los días para juntarse con ellos. Siento ese vacío incoloro pero pedregoso. El de morirse lejos, con las uñas rotas por el amoniaco, a pesar de tener tan buena letra.

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26 de marzo de 2024
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Nunca es tarde, señora

Hace años leí a una feminista italiana que se preguntaba “¿por qué no podemos estar en la vida como señoras?”. Su sentido del acomodo no era sólo económico, sino más bien existencial. Señoras sin complejos, precariedades morales ni aspavientos ansiosos. Que no sintieran siempre que les faltaba algo para completarse, pues tendrían, abrazando los versos de Machado, precisas nociones de equilibrio y justeza: “En la vida todo es cuestión de medida, un poco más, algo menos”. Tampoco padecerían el síndrome de la impostora, ni el de la cuidadora; y no serían ni muy serias ni demasiado sexis, ni esclavas de las justificaciones para apaciguar el ánimo. Señoras ajenas a crucifixiones por lo dicho (o lo no dicho), soberanas de su propio cuerpo, que no se dejarían okupar por esa tristeza viscosa del mal amor.

Una verdadera señora debería haber eliminado esa culpabilidad que repica igual que el reloj de un campanario, acusándola de mala madre o de mala hija, de acumular grasa visceral o estrías, de no ser hábil en la cocina ni los negocios. De pensar siempre que podríamos ser mejores. ¿Mejores que quién? ¿Por cuántos pazguatos nos hemos sentido juzgadas, castigándonos como estúpidas y dudando de nuestro criterio?

Hoy me miro las manos. Continúan igual de pequeñas; las uñas cortas, no tan mordidas como en mi juventud, cuando la ansiedad por comprender el mundo se cebaba con mis dedos. Aparecieron las primeras pecas, anunciando la entrada en la veteranía. Pero, lejos de abrumarme, pienso que ha llegado el tiempo de la ligereza en que el deseo ya no muerde ni atraviesa la razón. Un clima templado abraza nuestro cuerpo, más blando, pero más sabio. La herida narcisista nos ha dejado varias cicatrices: cómo sufrimos por no gustarnos y no gustar lo suficiente. También por ese miedo a parecer vanidosas, o ambiciosas, que frenaba nuestros pasos. ¡Y qué ridículo resulta ahora!

La forma de contar quiénes somos, de explicarnos con retales escogidos (desde lo que leemos, comemos o sentimos) perfila nuestra identidad aunque también la enmascara. Es tan importante lo que callamos como lo que revelamos. Y a pesar de las numerosas conquistas de la igualdad, muchas historias todavía no han sido contadas. No tengamos miedo de versionar a la Jurado: “Nunca es tarde, señora”. Sobre todo para serlo.

 

 

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12 de marzo de 2024

Anagrama, 2023

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No te prometo nada

Hubo una tierra y un reino prometidos, además de la idea de un amor para siempre, hasta que despertamos en un mundo nuevo donde los almendros florecen en febrero y los chatbots nos resumen las reuniones. No parece el nuestro un tiempo de promesas, porque la palabra dada, excusada por la incertidumbre, se ha devaluado. En el ensayo El tiempo de la promesa, la pensadora Marina Garcés lanza una pregunta afinada: “¿Recuerdas la última promesa que has hecho o te han hecho?”. Silencio en la sala. Acaso aquellas promesas de juventud, y poco más, a pesar del “poder irreversible de inscribir la palabra en el tiempo”.

Huimos de la firmeza de propósito, encadenados a los condicionales; y preferimos un “veremos”, o “no te lo prometo, pero lo intento”, educados, aunque a la vez desentendidos, y en cambio estamos ansiosos de planificar el mañana. Se esparce el terror apocalíptico de la crisis climática y la amenaza inhumana de la inteligencia artificial, y esa parece la excusa perfecta para vivir un tiempo descafeinado en propósitos. Quienes no fuimos devotos de la ciencia ficción porque nos aburría por inverosímil, nos sentimos hoy tristes negacionistas: la fantasía desapegada de lo posible se ha hecho real.

La tecnología es la gran promesa moderna, el nuevo pensamiento mítico, y vivimos a su merced. No memorizamos un número de teléfono, y hasta Shazam nos libera de tener que recordar el título de la vieja canción que suena. El clic sacia nuestra impaciencia por el dato, a riesgo de abdicar del poder de la memoria. Claro que las nociones de esfuerzo y capacidad se vuelven borrosas.

Con mentalidad de esclavos y subyugados por los robots que un día nos obligarán a limpiarles el chasis, nos desentendemos del prójimo hasta ser incapaces de cumplir tan siquiera ese “te prometo que mañana te llamo”. Y olvidamos que las promesas cumplidas fortalecen no sólo la voluntad, sino también la alegría como vínculo.

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27 de febrero de 2024

Portada de El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald (Sexto Piso, 2013)

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Ser caballero o ‘caballera’ en el siglo XXI

 

Cuando se produce algún pequeño alboroto en un hotel, a menudo se presenta el responsable provisto de una palabra casi reglamentaria: “Caballero, ¿qué sucede?”. Sea cual sea su condición –vista una sudadera o traje de raya diplomática–, el varón disconforme recibirá tal vocativo. Los hay que atemperan sus modales y bajan la voz cuando reciben dicho trato. Curiosamente, de ser mujer quien monta el pollo no se encontrará con un “Dama, ¿qué sucede?”, porque, a medida que las mujeres empezaron a normalizar la toga de jueza o el fonendoscopio de cardióloga y las sociedades fueron haciéndose más igualitarias, la flecha del tiempo borró el término de un plumazo, pues, al igual que señorita, te remitían a las novelas de Jane Austen.

En El gran Gatsby, Scott Fitzgerald pone en boca del padre del protagonista una serie de consejos para ser un verdadero gentleman –por cierto, en inglés no incomoda tanto como caballero –, y le anima a no juzgar a los demás, ya que ignora en qué circunstancias se hallan. Una caballerosidad que radica en cierta delicadeza de espíritu e incluye nobleza, discreción, prudencia y, por supuesto, querencia por el detalle.

Una postal muy distinta de nuestra escena contemporánea habitada por personajes que gritan e insultan, imponen su opinión, se envalentonan ante los más vulnerables y pierden el respeto por todo aquello que no sea de su color. Un caballero no debe quejarse por minucias sino ser alto de miras, tratar a los demás como le gustaría que le trataran a él, sea a hombres o a mujeres. La caballerosidad no debería tener sexo, también hubo caballeras valerosas y justas que hoy se abonan en la sororidad: ¿no somos hermanos de la condición humana?

Por supuesto que es compatible ser feminista y permitir que te abran una puerta. Nosotras también lo hacemos, hay que leer el momento. A mí me resolvió este dilema el historiador jesuita Miquel Batllori: yo era muy joven, él andaba con bastón, y tras entrevistarlo le cedí el paso en el ascensor. Se negó y me dijo: “mire joven, los hombres podemos llegar a perder la fe, pero la galantería nunca”.

Del proceso de disolución de la binariedad de género, uno de los lances ontológicos más polémicos de este siglo, surgió una nueva forma de nombrar –y vivir– la identidad sexual. Los caballeros fueron relegados, como informa Google, asociando el término a Arturo Fernández y Carlos Larrañaga. La cultura occidental transformó aquel caballero andante en una especie de donjuán engolado, erosionando su significado original, el que argumentaba el humanista Ramon Llull en su Libro de la orden de caballería: “Pues así como el hacha se ha hecho para destruir los árboles, el caballero tiene su oficio en destruir malvados”. Sí, esos que hoy difaman y extienden rumores disparatados para lastimar al prójimo.

Leo en un blog americano las recomendaciones de un profesor de ciencias sociales para ser “un caballero en el siglo XXI”, y en una de sus perlas afirma: “Ofrécete para ayudar a cualquier mujer. Ten en cuenta las tareas que lucha por completar sola, como levantar muebles pesados. Las mujeres que son independientes puede que no soliciten tu ayuda, pero eso no quiere decir que no la vayan a aceptar y apreciar”. También indica que hay que abrir la puerta “no solo a las atractivas, de lo contrario no se es un gentleman si no un jugador”. La caballerosidad ya no significa una alianza entre los hombres para que nos sigan viendo como las otras, sino un pacto de honradez entre quienes elegimos el lado de la acera donde brilla el sol.

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8 de febrero de 2024
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Mujeres que no sonríen

 

Me sorprendí al oír las palabras de Bertín Osborne asegurando, tras dejar embarazada a “una amiga especial”, que el bebé en camino no era “deseado ni buscado”. Hay frases que dejan una mancha indeleble de por vida. Por eso existen parejas que, a fin de anunciar un embarazo que no estaba dentro de sus planes, aluden al “accidente” con una sonrisa picarona. La declaración del famoso presentador produjo una colosal excitación en el mundo del cotilleo, cuyos cofrades trataron inmediatamente a la recién preñada de lagarta. Reproducían el esquema clásico del ingenuo cazado por una aventurera sin escrúpulos. Y tanto cargaron las tintas que el reciente padre, un hombre ultraconservador y antifeminista, salió a defenderla y, de paso, a defenderse a sí mismo: “Tengo mucho mundo y no me dejo engatusar fácilmente”, vino a decir.

Las relaciones entendidas como trampa son un asunto antiguo, y ya los griegos nos alertaron de que el deseo puede derivar en martirio. A lo largo de la historia, el mundo se ha llenado de hijos no deseados cuyos progenitores perpetúan diversos estereotipos, siendo el más común el del hombre mayor, rico o famoso, y la mujer joven para quien la descendencia es una especie de seguro de vida. En los últimos años mucho se ha avanzando en la nueva reformulación de las políticas del deseo en busca de una ética igualitaria, pese al grado de utopía que eso implica, pues a veces no sabemos exactamente qué deseamos. Sin embargo, aún existen aquellos que no aceptan la emancipación intelectual de las mujeres.

En 1991 Susan Faludi publicó Backlash, titulado en nuestro país Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna. He citado varias veces el libro porque me impactó la idea de que, tras aquellas working girls que pisaban Wall Street con deportivas y pintalabios, una ola conservadora cuestionaba la felicidad femenina. Y presentaba el matrimonio como un bazar de oportunidades en el que había que apresurarse a fin de elegir bien entre las escasas existencias. Aseguraba Faludi que en los EE.UU. de los noventa, una mujer de cuarenta años tenía, según la estadística, más probabilidades de sufrir un ataque terrorista que de casarse. Para muchas, en cambio, la pareja nunca fue un botín y quisieron despojarla de cualquier atisbo de materialismo, invocando el sabio flujo del amor en lugar de la manutención. Pero tuvieron que regresar irremediablemente a los parámetros del capitalismo al verse obligadas a doblar sus jornadas o abandonar el trabajo al tener un segundo hijo.

Su cuestionamiento como madres acostumbró a ser implacable; no así el de sus parejas en tanto que padres. Y si no, ahí está otra confesión pública de Osborne poco después del nacimiento de su séptimo retoño a la que también merece la pena prestar atención: “He decidido que no voy a ser padre, no quiero ejercer de padre. Si se confirma que es mío, ayudaré”. Pero son las malas madres quienes conforman un amplio colectivo que carga aún con una pesada losa de culpa y perplejidad.

La deconstrucción de infinidad de clichés culturales que han penalizado a las mujeres durante siglos provoca una fuerte resistencia. Y una nueva ola retrógrada pretende pararles los pies no solo a las listas y lagartas, también a las mujeres que se salen con la suya (incluidos “los chiringuitos” que las protegen, dicen). Ahora, se olvidan de las que no son complacientes, de las vigilantes y las solidarias, de las que no hablan melosas e impiden el avance de quienes zarandean sus derechos. De las que no sonríen.

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19 de enero de 2024
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Los anti-Mozart y el espíritu navideño

El ejercicio consiste en interponer una media distancia entre usted y los anuncios de turrones o embutidos igual que se hace con la lotería: sabemos que difícilmente nos tocará, pero compramos unos décimos porque “y si…”. Ya sabe, el condicional es la sal de la vida. Cuando en la tele anuncien perfumes prometiendo un irresistible atractivo, no desconfíe del todo, pues en Navidad la palabra inspiración se escribe con purpurina. Nos quejamos del derroche de cursilería y pensamos que nos tratan como a niños faltos de cariño, pero admitamos que ser adultos al cien por cien 24/7 resulta una auténtica tortura. Robarles un poco de ingenuidad a hijos, sobrinos o nietos es imprescindible a fin de digerir el azucarado menú.

Mientras las empresas del Ibex nos desean felicidad como si les importáramos más que un comino, pensamos lo mucho que nos ha costado madurar. Hemos atravesado estaciones de paso y atrapado vuelos de enlace con cierto gusto por la provisionalidad. Ese ir de aquí para allá, física y mentalmente, se reviste de una fuerza magnética gracias al modo condicional. ¿Y si hubiera algo mejor esperándonos? ¿Y si nuestros deseos estuvieran tatuados en una esquina del destino? Entonces, entre las cajas de mazapán y guirlache, emergerá el espíritu anti-Mozart, que nos dirá que no, que no hay nada verdadero, solo renglones torcidos de cinismo.

Mozart, a pesar de ser hijo de la pareja más bella de Salzburgo, salió escuálido, pero lo describen bondadoso y atento, un genio que se transformaba al piano. Busco información sobre la expresión anti-Mozart, que repite el protagonista de la recomendable serie Nada (Disney), y doy con un portentoso autor de vida azarosa: Alberto Laiseca, autor de Los Sorias, una monumental novela de 1.300 páginas. Ricardo Piglia la consideraba la mejor novela que se ha escrito en Argentina desde Los siete locos, de Roberto Arlt. Huérfano de madre, Laiseca confesaba que el maltrato de su padre lo empujó a los libros. El fantasma de la ópera le abrió el hambre y se puso a escribir “realismo delirante”. Borges se negó a leer uno de sus relatos, Matando enanos a garrotazos, por el mal gusto de elegir el gerundio.

Laiseca llevó durante trece años su manuscrito –que reescribió cuatro veces– en una bolsa de supermercado. En una ocasión, un ladronzuelo se la intentó robar, pero él forcejeó a tiempo y la salvó. Profesor de talleres literarios, una de sus perlas afirma: “Solo está vivo lo que es exagerado”. Fue un escritor de culto que dejó de serlo al aparecer en una serie televisiva de cuentos de terror. En el plató no se despegaba del cigarro bajo un ventilador de techo. Laiseca afirmaba combatir al anti-Mozart, siguiendo la idea de que Mozart es el bien absoluto, “pero el enemigo del bien no es el mal, sino el antibien”.

Indago a mi alrededor sobre los anti-Mozart, y mi amigo Ignacio me recuerda una anécdota revelada por Simon Leys en que se interroga acerca de la búsqueda de la fealdad, o del terror de la belleza. Contaba que en una cafetería, de repente, sonó el piano del compositor de Salzburgo y todo el mundo se mostró incómodo, paralizado. La gente dejó de hablar y un poso de disgusto planeaba sobre la barra y las mesas hasta que alguien cambió el dial. Enseguida regresó el ruido. Los presentes volvieron a ser los de antes, se relajaron y reanudaron sus conversaciones. En su acto evidenciaban que Mozart actuaba como una especie de agente distorsionador. Porque la belleza nos interpela y al tiempo nos aísla, pero lo fatal es perdérsela. Feliz Navidad.

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25 de diciembre de 2023
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Delicias chinas y un amargo mechero

La azafata virtual china es un dibujo animado con la cabeza grande y la cintura de avispa. En la pantalla, da instrucciones de vuelo con amenidad, en especial cuando explica cómo se evacua el avión y la escena parece hasta emocionante. Es un adelanto del triunfo de la cultura naif que nos envolverá durante tres días en Shanghái. Y es que la glorificación de la infancia queda reflejada desde la imperturbable sonrisa de Buda, así como en sus mofletes, porque, a pesar de que Siddharta abandonara el palacio para vivir como un mendigo, abrumado por tanto dolor derramado en el mundo, en su imaginería se representa como un gordito feliz.

En el aeropuerto de Pudong, la Navidad viaja en los equipajes de los residentes, cargados de regalos. Delicados paquetes que la policía de aduanas quiere revisar con rigor. Mientras los extranjeros salimos aliviados por la puerta de “Nada que declarar”, los locales, encorvados y pacientes, dan cuenta de sus compras, acostumbrados a vivir informando de los hijos que engendran, de lo que leen y lo que dicen. Abren las bolsas de colores frunciendo el entrecejo, y pienso que bien podrían disimular sus compras en la maleta, pero la transgresión no va en su contrato.

En el centro de la capital una neblina suspende la noche en un duermevela. Los comercios cierran tarde, y el tiempo parece un extraño. El tendido de luces del skyline golpea con identidad propia y prestada. Porque junto a los miles de puestos donde la vida se reboza con soja, se erigen torres de cristal firmadas por Zaha Hadid y fachadas del siglo XIX reformadas por David Chipperfield. La atracción asiática por los rascacielos pespunteados de luces hasta rozar el horizonte trae ecos cinematográficos. Art decó y sopas con amenazantes escamas de pescado. Delicados baos y edredones de Hello Kitty protegiendo los muslos de los motoristas. Templos milenarios junto a coches deportivos .Y un feroz cortafuegos que te desconecta de Occidente. Ni Google, ni X, ni Instagram operan en China. Si no eres un viajero previsor, te fallará la VPN y no podrás leer los diarios o mandar watsaps. Adoptarás por fin una sensación de lejanía real que te ayudará a convertirte en verdadero extranjero. Y, en medio de tanta soledad analógica, te preguntarás por tu libertad y la del resto.

Aunque las avenidas rebosen de lujo global, apoderándose de una belleza brumosa, los jóvenes chinos no pueden hablar de su realidad ni aparecer en televisión con un piercing. Si lo hacen, como sucedió con el popular presentador Jing Boran, primero borrarán el abalorio y luego a su portador. Es un aviso cultural. Sin embargo, la generación del hijo único acusa una profunda crisis de valores y apetencias. Ellos, prodigios de las horas extraescolares, no fueron preparados para los trabajos precarios de sus padres que convirtieron el país en la gran fábrica del todo a cien mundial.

¿Dónde queda el talento que, de tanto leer Made in China, se nos ha olvidado que existe? Que se lo pregunten a Ai Weiwei, que pasó veinte años en un campo de trabajo con su padre, limpiando retretes. En una de sus obras colocó el logo de Coca-Cola en una vasija de la dinastía Han como crítica a la todopoderosa sociedad de consumo. Y lo pagó con la cárcel y el exilio.

Pienso en ello de regreso al aeropuerto cuando, tras pasar varios controles, un policía me aguarda en la puerta de embarque y me da el alto, entornando los ojos. ¡Peligro!, han detectado un mechero en mi equipaje de mano: ¡un arma de fuego!.

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22 de diciembre de 2023

(Àlex Garcia)

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¿Por qué a los ‘millennials’ se la sopla todo?

No les dejen usar el móvil a sus hijos hasta los 16 años, advierte un experto, imagino que consciente de las risotadas que sus palabras provocarán en tantos progenitores que lidian a diario con esos seres de mirada torva, silencios prolongados y un teléfono imantado a su mano las 24 horas. Porque los smartphones se han convertido en el verdadero espacio de su existencia, en su central de datos y su comando emocional. En una monumental puerta al asombro, pero también a la intrascendencia. Y al algoritmo, que personaliza su banquete de deseos. La adicción a los móviles es la droga de nuestro tiempo. La más poderosa. La que puede colocar hasta hacernos enloquecer con su inmediatez y su oferta ilimitada de sensaciones.

Hoy, cuando los vídeos de TikTok sustituyen a todo libro, la comprensión lectora cae estrepitosamente entre una generación adiestrada a golpe de LOL, que escribe osea y repite justo para asentir, incapaz de expresar un sentimiento sin una ristra de emojis besucones. La instrucción digital de nuestros jóvenes coincide con nuestro sentimiento de derrota, esclarecida ya la impotencia de un combate infértil, porque nosotros tampoco soltamos el teléfono.

Pocos millennials y centennials heredarán nuestros gustos, y eso no es significativo. Pero aquello que cotizaba al alza para nosotros (como el conocimiento o el esfuerzo) es para la mayoría de los chavales sinónimo de ansiedad o aburrimiento. Pienso en la devaluación de la cultura a partir del verso alejandrino de Machado: “Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito”. ¡Cómo se reirían de él los jóvenes adoradores de Bizarrap! ¿Qué pueden deberle ellos a un poeta, incluso a un pensador? “Me la pela”, repiten desafiando las normas de una sociedad que ha acabado sustituyendo el castigo por la negociación y, aun así, no le salen las cuentas.

En España, las matrículas de formación profesional –que por fin empieza a perder su tufo peyorativo– han crecido un 68% a lo largo de la última década. Los adolescentes no sueñan con la universidad a modo de templo en el que obtener su emancipación intelectual porque han asistido al desastre de sus hermanos mayores, licenciados y con máster, que integran ese 27,1% del paro juvenil.

La formación de un espíritu crítico se ha disuelto como propósito, y la inmadurez se instala a largo plazo. No, no supimos transmitir una de las máximas de la Ilustración: “Sapere aude” –“atrévete a utilizar tu entendimiento”, como repetía Kant–, porque estábamos demasiado concentrados en llegar a todo, pagar las facturas y no perder el trabajo.

El enganche de los jóvenes al mundo virtual nos interpela como sociedad: ¿qué hemos hecho mal? La tecnología nos ha mostrado atajos, pero ha acortado nuestro horizonte. A mayor progreso, menor ambición intelectual entre quienes dentro de 20 años gobernarán el planeta. Según una encuesta del Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat, a la juventud catalana lo que más le importa es tener casa y trabajo. Les interesan el feminismo y la ecología, en cambio se muestran contrarios al independentismo. Proyectar su identidad como adultos arroja muchas incógnitas.

Puede que nos superen en capacidades distintas a pesar de no haber pisado una facultad ni importarles quiénes fueron Machado ni Kant. Cada vez que, absortos en una pantalla, dicen “me la pela todo”, nada tiene que ver con esa rebelión bartlebyana del “preferiría no hacerlo”, sino con una inconsciente dimisión de cualquier responsabilidad.

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24 de noviembre de 2023
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