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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La boca boba

Apretamos los dientes en lugar de gritar o maldecir, como si el gesto fuera capaz de contener la furia que seguirá agitándose por dentro. Los hacemos chocar durante más de media vida achinando los ojos y encogiendo el ombligo. Apretamos cuando tiran petardos o fallan un penalti, cuando nos mienten sabiendo que nos mienten, cuando se nos cae el móvil al suelo o perdemos algo, poder, dinero, amor. Apretamos cuando dormimos y nuestro inconsciente padece de tal forma que, a pesar de la lasitud del resto del cuerpo, mantiene un combate molar a vida o muerte. Los dentistas y psicólogos no se han cansado de repetirlo: el bruxismo denota un estado latente de presión y ansiedad, estrés y miedo, alerta e inseguridad; un vivir encogido.
Nos cargamos las muelas sin apenas dolor ni conciencia, lo que obliga a los buenos pacientes a dormir con férulas llamadas “de descarga”, un dique para mandíbulas rabiosas que oprimen el malestar. Y aun así, deben entregarse a una de las camillas más temidas históricamente, la que desnuda con alta autoridad al individuo postrado con la boca abierta, entregado a los artilugios metálicos que levantan raíces e instalan puentes hurgando en la única parte de nuestro esqueleto que es visible.
Vivimos con y contra los dientes, que ya son más espejo del alma que la mirada. Así lo cuenta una exposición, Teeth, que puede verse en la Wellcome Collection de Londres hasta el próximo 18 de septiembre. La relación del ser humano con sus incisivos, colmillos y molares ha sido tortuosa. Ahí están las referencias a un enfermero llamado “Le Grand Thomas” que fue célebre en el París del XVIII ­porque levantaba a la gente del suelo con los dientes. O la caricatura de un deshollinador dejándose quitar la dentadura –que sería implantada a ricos–, ante la algarabía de unos chavales. Ladrones de tumbas, cirujanos barberos y aquella imagen brutal que dejó la batalla de Waterloo, 50.000 cadáveres desdentados en menos de 24 horas, ilustran la prehistoria de la odontología.
Una dentadura blanca y sana representa hoy un imperativo estético, forma parte de un código higiénico que a la vez es un indicador social. Hasta ocho dientes de diferencia pueden contarse entre los ancianos sin posibilidades y los que tienen dinero, porque el tratamiento es caro y, a pesar de los progresos, muy temido. Estos días, Quim Monzó, Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, comentó su descripción personal en Twitter: “analista del bruxismo”. ¡Qué gran idea! Sería de enorme interés poder contar con ese perfil en las tertulias; observadores que indicaran cuándo aprieta demasiado Sánchez o Hernando, Torra o Torrent, y de paso nos recordaran a todos aquello de: “relaja, relaja, deja la boca suelta, como boba”.
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6 de junio de 2018
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La soledad de un maletín

Un asiento vacío es una invitación a la mirada: ante un lleno total resulta un hallazgo, puro deseo, mientras que demasiadas sillas vacías trasmiten sensación de derrota e intemperie. Nos hemos acostumbrado a ocuparlos, en el tren o en el cine, y dejar en el de al lado la chaqueta o el bolso, colonizando ese espacio de forma casi instintiva. Madrinas y tietes extendían chaquetas sobre la fila de asientos de las funciones del aplec para guardar la plaza. Cuando alguien muere, la silla vacía en la mesa o la butaca solitaria que nadie se atreve ocupar, entre el respeto y la aprensión, hace daño a los ojos porque en verdad representan una huella física de la ausencia.
No sé si el asiento vacío de Rajoy, por cinco largas horas de moción de censura, hubiera resultado una visión tan provocadora de no haber sido ocupado por un maletín, que no bolso, con el viejo logo de Loewe, escenificando la inmaterialidad del cargo a punto de desvanecerse. Fue poderosa la metáfora que convirtió al objeto en protagonista de la jornada: aquel enser con el que la fiel vicepresidenta intentó reparar el vacío, dejando constancia de que allí aún no se sentaba nadie. Durante horas, el maletín quedó completamente solo, sin custodia ni abrigo igual que un trasto abandonado: parecía que su propietaria se había desentendido de él, y eso sólo ocurre cuando ya nada de lo de antes importa.
“Olvídate de mirarla a los ojos. Si quieres saber cómo es una mujer, mira su bolso”. Así comienza el superventas How to tell a woman by her bag, en el que la periodista Kathryn Eisman clasifica diversos prototipos femeninos en función del bolso que eligen (aunque, de media, las mujeres occidentales poseen 19 modelos distintos según un estudio de la consultora británica Diamond). El de Soraya recuerda al que Eleanor Roosevelt solía llevar a las recepciones de Estado, un enorme saco de cuero negro, inédito para una primera dama. La prensa juzgó entonces que seriedad y profesionalidad desplazaban al glamur, y es que los bolsos grandes también fueron una conquista en la indumentaria femenina. Hasta la Revolución Francesa, las mujeres no portaban bolsas, sino dobladillos cosidos bajo la ropa, pues las manos tenían que quedar libres para abanicarse. Los primeros bolsitos fueron denominados les ridicules por los hombres, aunque ellas los corrigieron, y acabarían siendo les indispensables.
El bolso es un resumen preciso de nuestras pertenencias, un espacio donde convive lo importante con lo su­perfluo. En un maletín, en cambio, sólo hay lugar para lo trascendente. El de Loewe, de cuero negro, femenino, mórbido, debidamente envejecido, fue ­ubicado en el lugar donde se hubiese ­tenido que sentar el presidente de España. Entró cargado de poder, fue utilizado a modo de escudo, y su arrinconamiento final simbolizó el shock en el que se sumió la bancada del PP ante la pérdida de la más alta jefatura y el ingreso en la vida provisional. Los objetos también hablan.
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4 de junio de 2018
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María Dolores de Cospedal y Pedro Sánchez

Ese Pedro Sánchez Castejón, apodado Ken o marcapaquetines cuando afloró en el parqué socialista junto a Antonio Hernando y Óscar López, “los chicos de Blanco”; ese joven político crucificado por su fotogenia, perseguido por la maligna etiqueta de ‘guapo tonto’ ha desplegado por fin su capote. Y de qué manera. Cerrando la cuadratura del círculo vicioso. Una pica en la carrera de San Jerónimo. Porque hubo un tiempo en que el “todos con Susana” era “todos contra Pedro”, y la soledad se fue agrandando alrededor de este inesperado líder de camisa blanca. Dieron por hecho que era un sprinter, pero aquel profesor de economía que cobraba 1.200 euros al mes, clase media esforzada y liderazgo nato por altura y mandíbula, se ha coronado como corredor de fondo. Tras su bautismo político y una excedencia en la universidad, agarró el Peugeot para recorrer España paso a paso, pueblo a pueblo. Dormía en casas de acogida de los propios militantes, apenas sudaba. Parecía tener una hoja de ruta calculada, fría como es él, que solo delata su contención y control en los huesos del mentón. Hasta que llegó a las primarias, perdió las elecciones y fue descabezado en un golpe de estado sin precedentes ferraziano. 
En su cruzada contra todos, en el fatal aquelarre, acabó flaco, escobando un mechón canoso hasta que el tinte le empoderó de nuevo de juventud. Viste entallado, reividincando su 1,90 –tan dispar al de Rajoy, que parece mas bajo que él–, un líder del streetsytle que combina pantalones chinos con camisas blancas y zapatos de ante, que usa chaquetas de cuero y tejanas pretendiendo representar a la España de terraza. 
Desprovisto de ironía (gruesa ni fina), sin querer brillar pero haciendo sentir, marcando el guión con los dedos al estilo de los profesores, durante la moción de censura Pedro Sánchez recuperó todo honor parlamentario, cuidando las formas anudado por una corbata gris a lo Cary Grant. “No espere de mi parte, señor Rajoy, ningún insulto en el debate. Usted ya forma parte de un tiempo pasado del que se empieza a pasar página”. Fue hábil, eficaz y generoso ante un Rajoy más fantasma que Frankestein que lo miraba atónito, mascando una gominola, a quien le ofreció la posibilidad e dimitir y ahorrarse el escarnio. Pedro Sánchez, antaño pdrschnz, ha recuperado sus vocales y ha empollado las oposiciones a la real politikcon con la ambición de gobernar esta España en la intemperie. 
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La mayoría de mujeres, cuando hablan en público y se les secan los labios, los humedecen por dentro, como si se los mordieran. Aunque hay excepciones. Ahí está María Dolores de Cospedal, que, con su aplastante seguridad, saca la punta de la lengua y los repasa, tan femenina y a la vez tan formal, aunque apenas mueve el de arriba al hablar, al estilo Aznar. Esa rigidez que nunca la abandona, igual que su media melena acolchada. O que sus chaquetas talaveranas y su disciplina ósea, adquirida ya de pequeña como girl scout del Grupo Dominicas. Una castellana recia, catolicona, tenaz, a veces hipnóptica.
Nunca ha ejercido de fontanera, sino de ingeniera de caminos y puentes del partido en el cual ejerce, desde 2008, de secretaria general. Tampoco, y a diferencia de Soraya, ha sido nunca María Dolores. “La Cospe” para amigos y enemigos, “La peineta metálica” para Wyoming y compañía. La han querido denigrar hasta llamarla “La chacha del PP”, dice, dolida por la falta de apoyo de las feministas porque no ha sacado pecho por sus compañeras cuando se ha puesto la lupa en sus hombres, y se ha rebuscado en sus alcobas. Tras la sentencia de La Manada, declaró que no estaba en condiciones de "entrar en la mente del tribunal, que es el único que ha visto las cintas grabadas" y animó a presentar recursos. 
Estos días ha repetido muy alto un “yo no miento” al asegurar que en el PP jamás hubo una doble contabilidad. “¿Es que los jueces son infalibles?”. Gran declaración para una Ministra de Defensa que ante el zafarrancho en su propia casa dispara a la justicia.
Louis-Ferdinand Céline, que acumuló en su vida una incomparable experiencia en lo que a puntos de no retorno se refiere, explicó que hay situaciones en las que no queda otra que "mentir o morir". Hace tiempo que Cospedal ha hecho suya esa filosofía. Podría establecerse la fecha exacta: el 25 de febrero de 2013, el día en que salió a la sala de prensa de Génova a explicar el "despido en diferido" de Bárcenas. Tomó un camino que no tiene fin -o sí, depende de la aritmética parlamentaria-. En su comparecencia, precisamente allí, en el Congreso de los Diputados, se empeñó celinianamente en contestar la sentencia de la Gürtel. De cabo a rabo: ni la caja B es un hecho probado, ni el PP ha sido condenado por corrupción, ni los ordenadores de Bárcenas eran populares. De rostro amable del PP a mentirosa compulsiva, eso sí, sin que sus rasgos angulosos tiemblen, ni en sus ojos verdes de pibón español se perciba el vacío.
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2 de junio de 2018
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Musas y arañas

Una de mis neurosis cotidianas consiste en no taponar algunos objetos, en especial botellitas de agua, bolígrafos, cremas o estuches de lentes. No se trata de un descuido voluntario, sino de un acto inconsciente, incapaz de activar el botón mental de cierre cuando me hallo ensimismada. Este defecto es causante de dramáticas caseromagnitudes, un eficaz palabro de Millás, además de desastres tecnológicos. ¿Cuántas veces se me han derramado líquidos dentro del bolso, convertido en una laguna donde flotan llaves, kleneex y, por supuesto, el móvil? La pregunta recurrente es “¿en qué estabas pensando?”, y desde que tengo uso de razón sólo puedo responder “en las musarañas”, igual que aquellos agricultores que, al distraerse, le decían al capataz que estaban mirando las musarañas: ni musas ni arañas sino una especie entre ratón y topo.
La resistencia a los tapones, según algunos textos psicoanalíticos, se relaciona con una falta presentada a modo de agujero. En mi caso no veo ni los tapones ni los agujeros cuando me ausento y, en la lectura o en la escritura, aunque también bajo el grifo de la ducha, un hilo de pensamiento fluye y atrapa ideas, más o menos afortunadas, además de visiones tanto reales como imaginadas.
En un librito de Stefan Zweig sobre el misterio de la creación y la posición del artista, “fuera de sí mismo” mientras produce, encuentro dos ejemplos deliciosos. El primero es bien conocido: en la sitiada Siracusa, Arquímedes dibujaba con un bastón figuras geométricas sobre la arena de su jardín; entró su asesino y se abalanzó sobre él, “pero el pensador, ensimismado en sus problemas, sólo murmuraba, sin volver la cabeza: no alteres mis círculos”. El segundo rapto se refiere a Balzac, escribiendo, cuando fue interrumpido por la visita de un amigo. El escritor, cuenta Zweig, lo tomó por el brazo con lágrimas en los ojos y exclamó: “¡Qué horror, la duquesa de Lan­geais ha muerto!”. No existía una duquesa con ese título, Balzac acababa de matar al personaje y aún estaba dentro de la ­novela.
El ensimismamiento continúa siendo una de las escapatorias más baratas para el ser humano; también un estado creativo. Muchos actores recurren a la meditación para vaciarse de los pensamientos tóxicos; dicen que se limpian por dentro y así pueden habitar con más elasticidad la piel de sus personajes. Tras los miles de páginas que estos días se muestran, firman y venden en las múltiples ferias del libro, late la huella invisible de un pensar fuera del tiempo, capaz de hacer brotar un instante o un renglón de magia. Aseguran que nos visitan al día unos 80.000 pensamientos; la mayoría vuelan, pero ay de los afortunados que permanecen abiertos, destaponados.
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30 de mayo de 2018
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Esas mujeres florero

Rosalía Iglesias, esposa de Bárcenas, dijo al juez: “Todo lo que hace mi marido me parece bien”. “Mi marido”, en cuántas ocasiones he escuchado mascar esa expresión con calma golosa, igual que los que fuman a gusto y hacen anillos de humo. Calladas y risueñas, nunca hablan primero, y si lo hacen tan sólo apostillan lo que dice él, el, el tipo más cojonudo de la mesa. La historia sentimental de nuestro país está forrada de maridos portentosos, más listos que el hambre, que se han ocupado de las matemáticas en exclusiva. Hombres que no sólo las enamoraban y les ofrecían protección, sino que también las anulaban. Auténticos caballeros que les permitían alargar su minoría de edad mental y les procuraban una tarjeta de crédito ilimitado, propia del estatus de “mujer de” al cien por cien.
Así titulaban los periódicos en los noventa, cuando Blanca Rodríguez-Porto, aún casada con Luis Roldán, entraba en la cárcel para cumplir cuatro años. En todas las portadas, la doctora de los abrigos camel fue siempre “la mujer de Roldán”. Condenada por un delito de encubrimiento y otro contra la hacienda pública, su marido la mandaba –junto a su madre y a sus hermanos– a abrir cuentas bancarias en Suiza. Utilizaba la excusa de que, por cuestiones de seguridad, él no podía hacerlo. Y la suegra, Josefina Pérez, y los cuñados, tan habituados a la vida misteriosa de Roldán, que siempre andaba con secretos, lo creyeron, según contaron en el juicio.
“De todo esto se ocupa mi marido”, dicen, ejerciendo de mujeres sumisas y complacientes, perezosas de pensar por ellas mismas, femeninas siempre, que no feministas. “Yo sólo hice lo que me mandaron”, repiten con insistencia. Un amor ciego y sordo, obligado. La más osada que recuerdan las hemerotecas es Pilar Gómez-Reyna, presidenta de Gescartera, que estafó 200.000 millones de pesetas: “Le dije: ojo, no quiero poderes, quiero ser un florero; a mí no me importa ser una mujer objeto”. El tribunal del caso Gürtel se ha mostrado inflexible en no reconocer a las esposas de Correa o Bárcenas la categoría de mujeres de juguete, atributo que las “relegaría a poco más que un simple objeto”, algo que “no debe consentir el tribunal” .
En tiempos en que las nuevas princesas entran solas en el templo para casarse y suprimen el voto de obediencia al esposo, emergen de detrás de los exministros corruptos de Aznar una colección de mujeres taciturnas, con gafas, que afirman que no se permitieron pensar por sí mismas. Sin duda se trata de una estrategia de defensa –que en el pasado ha conseguido un notable éxito–, pero los avances en materia de igualdad y la pionera sentencia del Gürtel, que invoca la teoría de la ignorancia deliberada, amenazan con fulminarla de la jurisprudencia. Sin duda es una buena noticia para la igualdad, también un aviso para navegantes antes de estampar una firma por amor, o lo que aún es peor, por deber, y acabar como un florero entre rejas.
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28 de mayo de 2018
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El instinto del nido

Le llaman “instinto del nido”; bien lo saben las mujeres embarazadas, y con más intensidad las primerizas. Muda el cuerpo, y lo de antes apenas sirve: ni la ropa, ni las cenas largas, ni la propia casa. Mientras se hace espacio mental, se abren compuertas, se deshacen nudos y se acoge no sólo la idea sino la existencia de vida en el vientre, el mundo sigue agitándose en una pugna encabronada entre buenos y malos, listos y tontos. Pero “¿construiría el pájaro su nido si no tuviera instinto de confianza en el mundo?”, se pregunta Gaston Bachelard en uno de mis libros de cabecera, La poética del espacio. Y concluye que el nido y la casa onírica desconocen la hostilidad del mundo. ¡Ah, los baños de oxitocina de las parejas embarazadas; ah, esa Irene Montero, una de las mejores parlamentarias actuales, preparada y audaz, y ese Pablo Iglesias que levantó cinco ­millones de votos de la nada con su labia y su coleta! Una estupenda diana que ­hostigar y acribillar, justo cuando inician un proyecto de vida juntos, y construyen su nido.
El problema es su naturaleza: no se trata de un piso de Entrevías sino una casa en Galapagar, el sumun del glamur, en verdad uno de los pueblos más duros de la sierra madrileña. Me cuentan que allí las chavalas no pueden salir tranquilas de noche porque a menudo hay bronca: comunidades mal integradas y chicos problemáticos. Las urbanizaciones serranas son un formato accesible para la desfondada clase media, parejas jóvenes con moral e hipoteca. Son una réplica rocosa del american way of life, de la piscina del gran Gatsby –como escribía Pedro Vallín– en la era de Netflix. Pero ni siquiera es la piscina, ni el chalet, sino todo aquello que proyecta en el imaginario nacional: la imagen de unos mellizos correteando bajo los pinos, esa estampa de placidez. Cómo van a atreverse esos podemitas, peronistas incluso les llaman, a vivir en plena naturaleza, en una casa con porche al sol, se repite la plaza recalentada por algunos grupos mediáticos con la bilis furibunda.
A pesar de la contemporaneidad de la emergente nueva izquierda, esta es “aún cautiva de su rigidez moral, de su mismo complejo de superioridad, y a veces, incluso, de un puritanismo vicioso”, en palabras de Jordi Gracia ( Contra la izquierda, Cuadernos Anagrama). Algunos no permitirán nunca que la izquierda se perfume o tenga propiedades, alardeando de frugalidad, cuando en realidad se debería estar en contra de la pobreza, no de la riqueza. También ha habido territorios de los que ha dimitido a menudo, acusando acartonamiento ideológico. Como la seguridad. O la familia, que ha sido tildada de asunto burguesón. Y luego está la mala conciencia, tan incompatible con el derecho a la felicidad.
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23 de mayo de 2018
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Orgullosa locura

De una fiesta increíble decimos que es pura locura; más de un día nos volvimos locos de felicidad y ¿quién no ha aplaudido a esos locos geniales que piensan más allá de lo establecido y desplazan ideas oxidadas? Nos fascinan los neuróticos en el cine, y la psicosis ha sido fecunda en las artes. En cambio, con qué reparo utilizamos cotidianamente palabras como esquizofrenia, angustia, paranoia, depresión o bipolaridad. Michel Foucault, que enfocó la locura con una mirada empática y rebelde, sentenció que “no hay civilización sin locura”. En sus textos señala que la diferencia esencial entre quienes padecen enfermedades mentales –y más aún aquellos internados en instituciones sanitarias– y los que nos hacemos llamar normales es que nosotros representamos la mayoría, y por tanto podemos ejercer el poder de discriminarlos y separarlos. O de oscurecerlos hasta hacerles invisibles. Aislarlos, ignorarlos, prolongar su soledad. Y si en la antigüedad se consideraba loco a todo el que no se integraba mansamente en el engranaje social, el capitalismo ha dibujado un nuevo rostro, que no es otro que el del enfermo mental.
El dato se ha repetido hasta la saciedad: según la OMS, una de cada cuatro personas va a sufrir algún tipo de dolencia mental a lo largo de su vida. “Sería mejor aceptar que cuatro de cada cuatro padecemos mentalmente. Que no estamos tan lejos quienes hemos tenido alguna llufa psicológica de quienes no” me dice Edgar Vinyals, director de la asociación Sarau y presidente de la Federació Veus y de Obertament. Siendo muy joven, le dijeron que no podría hacer vida normal, que su trastorno lo invalidaría. A los 22 leyó dos libros que le cambiaron la vida: La enfermedad de las emociones, de Eduard Bieta, y La invención de trastornos mentales, de González Pardo y Marino Pérez Álvarez. Le aportaron información para contrastar, y se dedicó a luchar contra el estigma.
Ayer domingo, los locos salieron a la calle a celebrar con orgullo la diversidad y su diferencia. A salir del armario y hacer jirones la camisa de fuerza. Edgar me ofrece un dato elocuente: en la sanidad pública, el área de salud mental es la que recibe menos quejas y reclamaciones. Ahí está la prueba de su vulnerabilidad. Además del prejuicio que continúa instalado insidiosamente, marcando la línea divisoria entre luz y abismo. Y eso es tan erróneo como flagrante. Hablemos de derechos humanos, de la velocidad del dinero en la salud privada, de la coerción al paciente, de los métodos electroconvulsivos y de medicaciones cuyos efectos secundarios son más graves que el mal original. En España hay ocho psicólogos por cada 100.000 habitantes. En Finlandia, 70. Hoy las asociaciones de “personas con experiencia de trastorno mental” han entrado en espacios de decisión pública. Su integración y transición es la nuestra, la de todos aquellos que, en la euforia o el apagón, también hemos sentido que estábamos locos.
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21 de mayo de 2018
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Vicente Verdú: Azul y menta

El  25 de noviembre de 2016 acudí a la inauguración de una muestra de los cuadros de Vicente Verdú (Elche, 1942), en Madrid; “Interiores y pormenores” se titulaba.  Al preguntarle cómo estaba, me apartó discretamente a un lado y con la voz, pero sobre todo con la mirada, me dijo: “me estoy muriendo”. Le habían detectado un cáncer. Metástasis. El terror a que se le quebraran los huesos. No sucedió. La enfermedad se convirtió en experiencia literaria. En una medicina. “Es una novedad muy atractiva que te digan que te estás muriendo, y tuve interés en contarlo”, confiesa Vicente. Aquella exposición marcó un antes y un después: “no vendí ni un cuadro”. Coincidió con la quiebra del tiempo: oncólogos, pruebas, Tacs. Escapó unos días a Ámsterdam, donde su amigo Miguel Ibáñez lo hospedó en un invernadero. Y empezó a escribir un poema diario. Hoy es un libro, “La muerte, el amor y la menta” (Bartleby Editores). Hay versos así: “no he conocido un escritor cabal/ que no haya pensado en morirse antes de hora”,  “páginas escuetas, veladuras/de un cáncer de pulmón/(el más elegante del catálogo)”.
 
Mantuvimos varios encuentros antes de la entrevista en su escritorio. En el primero, tras unas cuantas sesiones de quimio, me dijo: “he estado jodidísimo, deseaba no estar en este mundo” o “el sentido de la culpa, el del deber, se han ido a hacer puñetas. He pagado lo suficiente. Me siento liberado. Que excitación me ha producido ir a morirme, un subidón. Había pensado siempre en la muerte de un modo literario y ahora la pienso como un fenómeno accesible”. Nunca había escrito ni pintado tanto. La  creación le ofreció un baile, “una verbena estival”, matiza.
 
Maestro de periodistas, autor de ensayos tan celebrados como “El planeta americano” o “El estilo del mundo”, “Enseres domésticos”, o la magnífica no-novela “No ficción”(Anagrama), poeta y autor de aforismos (acaba de publicar en Anagrama, Tazas de Caldo) y desde hace una década pintor, Verdú ahora compone con la muerte al alcance de las manos. La nombra en casi todas las respuestas, pero también en todas, invariablemente, escapa de la escritura a la pintura.
Su padre quería que fuese un abogado brillante. A los diez años le pedía que describiera un bigote, una pluma, una puerta…y se quedaba sorprendido de tanta precisión. “Mi padre fundamentó mi escritura en las cosas pequeñas, en el mundo de los objetos. Le gustaba Azorín. Aunque los periodistas le parecían lechuguinos y pobretones”. Por eso fue un brillante estudiante de ingeniería sin vocación que se licenció finalmente en Economía y escapó a París: “no quería terminar como inspector de Hacienda”. Estudió Sociología y Periodismo,  “soñaba con la idea de tener un DNI donde, en la profesión, pusiera: escritor”.
 
¿Escribe vestido o con ropa de casa?: “nunca escribo mal vestido”. ¿Ha sentido alguna vez un bloqueo? “He sentido ineptitud. La línea de escritura es una línea muy limpia, igual que cuando no sintonizas bien la radio. Te hace padecer. Cada día me digo: hoy no lo haré bien”. ¿Quién lee sus originales? “Me he quedado sin nadie. Siempre hay un ojo que te dice: ‘no pongas esa metáfora, hombre’, pero yo me he quedado sin él. Han ido muriendo, desapareciendo, desautorizándose…”. ¿Escribe con luz de día? “Es muy importante la luz, y esa sensación gimnástica, la pureza de la recepción de la palabra. Y tener emoción. Si no me siento emocionado, no tengo argumento. La idea nunca ha sido la principal conductora de una página, ha servido para estimular la emoción”.
Crítico pertinaz con la ficción, apela a la realidad, y actualmente ahonda en los finales de trayecto: “Es una solicitud de la circunstancia. Hay momentos en que uno escribe por capricho, por alarde, pero esto era necesario. Sería igual que prescindir de una amante que te devora”. No sublima la escritura, la entiende como un recurso, no como solución. Antes de responder hace largos silencios. Quiere releer a Yourcenar: la pureza, el acierto en cada palabra. Cita a Vallejo y a Salinas. Nunca ha querido parecerse a nadie. “Si no tienes estilo, no tienes alma”. Hablamos del amor y de la muerte. Pero ¿Y la menta? “Es la juventud. Es estimulante y poética. Siempre le he tenido una simpatía a la menta muy grande”. 
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18 de mayo de 2018
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El sexo triste

En la construcción del amor romántico la idea del sexo es gozosa y alegre, la culminación del encuentro. Un descorche de burbujas de placer. No incluye lágrimas ahogadas, ni sensación de extrañeza, vacío, suciedad o frustración. En cambio, no siempre es feliz; bien puede remover fantasmas, agrandar complejos o envilecer a los amantes. Un sexo mecánico, sórdido, egoísta, violento y forzado, sí, todo eso puede caber en su práctica. Porque la falta de verdadera educación sexual sigue causando inmensos desgarros cuando se obvian el deseo y la correspondencia.
 
Según últimos datos del Ministerio del Interior, ya no se cometen tres violaciones al día sino cuatro –y no cada ocho horas, como escribía hace unos días, sino cada seis-. A pesar de que España se halla en la cola de las denuncias en Europa, éstas han aumentado un 28 % en el primer trimestre. Es el resultado de una corriente imparable. Mujeres y hombres alentados por la intensidad de las protestas de un movimiento transversal e intergeneracional instan a los gobernantes a actuar con presupuestos y voluntad política. Pero cualquier medida será infértil si no se invierte en educación en igualdad, incluida la sexual.
Una sexualidad anómala suele esconder roturas interiores. Por exceso y por defecto. En el mismo mundo que habitan depredadores sin culpa ni miedo existen otro tipo de tarados que se hacen llamar incel. Son célibes, y no voluntariamente. Tienen grabado a fuego el rechazo de aquellas que no quisieron darles atención ni cariño. Los incel –se habla ya de “movimiento” misógino- consideran a las mujeres puro objeto de uso. Se han autoconvencido de que nunca serán elegidos, y se desahogan en foros o comunidades donde solo reina el odio contra su enemigo número uno: las mujeres.
Alek Minassian, el chaval de 25 años que mató a diez personas en una céntrica calle de la pacífica y multicultural Toronto hace unos días, se declaraba incel. Seguía las enseñanzas del mártir del movimiento, Elliot Rodger, que se cargó a seis personas en el campus de la Universidad de California y dejó un vídeo en el que sentaba las bases de su rudimentaria doctrina. También declaraba ser el chico perfecto. Tenía 22 años, era virgen, ni siquiera había besado a una chica. “En el día del castigo voy a entrar en la residencia de chicas más importante de la UCSB y masacraré a cada una de las putas rubias, mimadas y pretenciosas, que me encuentre. A todas esas chicas a las que tanto he deseado”. Freud consideraba la sexualidad del individuo su ADN existencial, y sostuvo que, de la represión a la desinhibición, todo pasa por la cabeza y por el pasado. Sexo y porno figuran entre las palabras más googleadas por los jóvenes hoy, cuando la educación sexual parece administrada por internet, sin filtro ni rigor. Y la dimisión de las instituciones implicadas no supone sino una infinita barra libre para sexualidades mal resueltas.
 
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17 de mayo de 2018
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“Soc d’aquí/ soc estranger”

La doctora del centro de salud pública de la calle Segre, en Chamartín, intentó disuadirme: “¿Por qué te operas en Barcelona, si en Madrid hay muy buenos médicos?”. Hasta que su insistencia empezó a resultar improcedente. Me parecía estar hablando con una promotora de marketing para que la gente se arregle los huesos en Madrid; en veinte años no me habían planteado tal dilema, ni con los partos. La política ha entrado en los dispensarios. Tras su empeño en convencerme, me mandó a que me dieran la baja en el centro de mi madre, tal cual. Así que me instalé durante ocho días en Barcelona, mitad turista, mitad paciente. Llovía y las estelades chorreaban entre geranios. En el supermercado atendían pakistaníes; una mamma siciliana y su hijo preparaban pasta al pesto rosso; y los conductores de los Mytaxi que me condujeron por la ciudad eran, sin excepción, magrebíes o asiáticos. Conversé con una asistenta brasileña, y un enfermero malagueño que hablaban un catalán de TV3. En los palmos cotidianos me encontraba con esos otros habitantes fijos de procedencia diversa que hoy conforman la nueva Barcelona. Viven a gusto aquí, me contaban. ¿Inmigrantes? Su patria permanece envasada al vacío.
Por ello celebré que el president Torra, al que en los medios de comunicación ya han llamado fascista, xenófobo, supremacista, gilipollas o muñeco, recurriera a Palau i Fabre para hablar del extranjero que todos llevamos dentro. “Soc d’aquí/soc estranger. Qui no és estranger en algun àmbit? Qui no se sent diferent als altres en algun moment? La consciència de la pròpia estrangeria ens ajuda a empatitzar amb l’altre: el nouvingut, el singular o el divers en algun aspecte de la seva vida”.
Hubo unos años en los que bastaba la coletilla de internacional para sofisticar cualquier oferta, ya fuese la cocina o el simposio. Costumbrismo y complejos fueron barridos en favor de una mundialización que aún parecía la panacea. Hasta que el ciudadano del mundo dejó de ser ideal para convertirse en el resultado de un modelo global único: el económico. En los noventa, pensadores como Ulrich Beck o Roland Robertson desarrollaron el concepto de lo glocal: “pensar globalmente para actuar localmente”. Suena a beneficio generalizado, aunque en la práctica no haya sido ni tan responsable ni tan exitoso y se haya quedado en un pensar a lo grande.
La acusación del supremacismo catalán aumenta de volumen: menos africanos que los españoles, una raza superior… El discurso vende en el resto de España. Hará falta que Torra repita mucho lo de empatizar con el otro, además de aceptar la extranjería, tanto la existencial como la legal, nudo gordiano del engranaje social: esa nueva identidad plural que ha transformado el paisaje humano.
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16 de mayo de 2018
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El Boomeran(g)
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