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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

'Dentro' (Malpaso), de Esmeralda Berbel

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La literatura como ansiolítico

De padre inmigrante pakistaní y madre inglesa, el escritor Hanif Kureishi acumuló en su juventud años de calle tratando a estafadores de poca monta y gigolós antes que a editores. Formado tanto en la escuela de Bromley como en el King’s College, emergió gracias a guiones como Mi hermosa lavandería y novelas como El Buda de los suburbios. Hace año y medio, tras una mala caída en Roma, quedó paralizado, atado a una cama y una sonda durante meses. Incapacitado para levantarse y andar, e incluso para sentarse y escribir. Su lucidez, en cambio, sigue intacta, y está volcado en recuperar alguna parte de su cuerpo vencido. Lo entrevisté poco antes de su accidente y su sarcástica frescura hizo mella en mí. De hecho, nada más conectarnos por Zoom exclamó: “¡Pero cuánta gente hay aquí, esto parece una conferencia en lugar de una entrevista!”. Una frase que ahora me acompaña a llá donde voy con mi hoja de preguntas. Hace unos meses se publicaron en inglés sus crónicas, entradas en un blog que, según asegura, le ayudaron a seguir vivo.

Una vez más, la escritura como terapia emerge a la superficie, y me pregunto cómo el acto de juntar palabras atendiendo “solamente a lo que brilla” –según Sara Torres– puede no solo colmar, sino también curar. El escritor Eloy Fernández Porta reconoce que la escritura íntima sobre su ansiedad fue la única manera de confrontarla. “A veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, los que no componen música o pintan, para escapar de la locura, de la melancolía, del terror y pánico inherente a la condición humana”, se plantea el autor de Los brotes negros.

No hace falta volcar demonios sobre la hoja para agarrarse a la vida. La escritura es un gran ansiolítico, pues, mientras estás frente a la línea incipiente, nada malo puede sucederte. Como mucho, abusar de los adjetivos y pecar de lugares comunes. Quizá por eso hoy mucha gente escribe, aunque sea regular, porque el lápiz de la imaginación les ronda. Firmemente instalados en una literatura del yo, nunca habíamos presenciado tal derrame de tragedias familiares y búsquedas personales. La autorreferencia es el sello de un tiempo que ha enaltecido el realismo, eso sí, en historias protagonizadas por uno mismo.

Las de Delphine de Vigan, de Nada se opone a la noche –en la que trata el suicidio de su madre– a Días sin hambre –una crónica personal de la anorexia–, revelan verdades incómodas desvelando el misterio tras la ventana iluminada del edificio de enfrente. Ahora, en Despojos: sobre el matrimonio y la separación (Libros del Asteroide), de Rachel Cusk, o en la brillante La mala costumbre (Seix Barral), de Alana Portero, que cuenta la transición genérica con sangre en la boca, entramos en la alcoba de quienes logran sacar fuera la voz de dentro. Neige Sinno en Triste tigre (Anagrama), ganador del premio Femina, muestra como en una placa radiográfica las heridas que le dejaron las violaciones continuadas de su padrastro. Y lo resume con unos versos de Alejandra Pizarnik: “Recuerdo mi niñez/ cuando yo era una anciana”.

Leo estos días Dentro (Malpaso), de Esmeralda Berbel, donde reflexiona sobre cómo ha aprendido a escribir gracias a llevar diarios desde joven, y siento el pulso tenaz de su mano, la voluntad necesaria para buscar la forma de decirlo, incluso en un día difícil. Berbel se pregunta sobre el lugar del que nace la escritura, ese misterio, y nos contagia su vocación de ser notarios para registrar la ondulación del tiempo, con sus cielos azules, sus hojas caídas, el mar en verano.

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23 de agosto de 2024
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Ítaca es hoy un spa

Vivimos en transición constante a pesar de habitar nuestro microcosmos, bien agarrados a su dibujo para no perdernos; una mónada de las que hablaba el filósofo Leibniz, la guarida mental donde nos definimos y reafirmamos. Miro la llave de madera que me han entregado en el hotel, una delgada lámina con su código invisible, y pienso cómo era yo cuando sostenía las llaves de acero enlazadas a un cordón con una borla granate. Las mismas que se devolvían en recepción y ocupaban pequeños casilleros en una fácil metáfora visual de las habitaciones, produciendo en nosotros diferentes matices como el olor a óxido que nos quedaba en las manos. Vamos cambiando sin percibirlo: nuestros dedos no sienten lo mismo al leer el periódico en papel que posando las yemas sobre la pantalla. Los mostradores, por ejemplo, son hoy más etéreos, menos parapetados. Y BlaBlaCar asciende como la app que más ha crecido este año: muchos jóvenes no quieren ya tener coche propio, pues prefieren los viajes colectivos y más sostenibles. También se sienten más cómodos en una habitación doméstica que en la de un hotel, y no se trata solo de una cuestión económica.

La continua fluctuación nos fascina tanto como nos apabulla, pero no hay otra opción que la de embarcarnos en la nave del tiempo, sin trasnochada melancolía. Urge abrir nuestra mónada y compartir el vaivén de preferencias, o tendencias, que varían nuestra relación con los objetos, incluida la nevera. Piensen si no en aquellos que nos acostumbramos a la leche de avena, e incluso nos entregamos a la religión vegetal de los jugos de arroz o quinoa, y ahora somos alertados de la resurrección de la leche de vaca. “La vamos incorporando a poquito, para que no siente mal”, me recomienda un nutricionista. Igual que un antidepresivo, pienso mentalmente sopesando sus beneficios –“vemos huesos de cristal porque nadie toma leche”– y recordando indigestos malestares. Cuando afirmo, cuál exalcohólica, que no quiero volver atrás, el nutricionista me alerta de que la avena “tiene antinutrientes” y me recomienda que, en todo caso, la tome de almendras. Me apesadumbra tanta indiferencia hacia mi paladar, hecho de costumbres y poco amante de los sobresaltos.

La ideología del bienestar sigue tratando de reparar las grietas que produce la voraz cadena de producción. De ahí al boom de los coachs­ que introducen una dosis de pensamiento mágico en las rutinas cotidianas. Hoy todo es holístico, aunque poco tenga que ver con el pensamiento holista. La pretenciosidad envuelve la sencillez para asombrarnos, y nos ofertan amplios surtidos de sales y panes, tan mal considerados en la dieta saludable. Hace años los huevos tenían que comerse con moderación, y hoy, en cambio, disponemos de barra libre. Entonces, en los gimnasios recomendaban tablas aeróbicas mientras que ahora exaltan las pesas. Entrenamiento-fuerza, te recomendarán si tienes más de cuarenta años, además de stretching o pilates, sin olvidar la meditación con ocho ciclos de respiración profunda. No será nadie si no toma diversos complejos vitamínicos, bayas de Goji, cúrcuma, kale y otras nuevas estrellas del herbolario. Y cuando por fin seamos devotos feligreses de lo saludable, probablemente nos cambien la pauta al cabo de un año, porque habrán descubierto que aquellos hidratos prohibidos ayer son el nutriente principal de nuestro cerebro. Y es que Ítaca, el prometedor destino del poema de Kavafis, no será ya sabiduría y experiencia, sino el nombre de un spa en el que desmayarnos.

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18 de julio de 2024

'Pensar el gris', de Peter Sloterdijk (Arcàdia, 2024)

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De pensar el gris a pensar la gracia

 

Las tardes de domingo trajeron un cielo encerado en celeste y gris, a tono con la temperatura. Lluvia con manga corta, helados sin deseo y tendidos que no llegaron a encender sus luces, entorpeciendo esa promesa de felicidad de las ciudades en verano. El gris nunca debería caer en domingo, que ya suficiente tiene con su carga existencial, por mucho que se convierta en el color de la temporada. Peter Sloterdijk explora su significado en un reciente ensayo, Pensar el gris (Arcàdia), que arranca con una frase de Cézanne: “Mientras no se haya pintado un gris, no se es pintor”. Tampoco se es filósofo si no se piensa el gris, parafrasea, y subraya: “El color de la mediocridad de la época moderna”.

Pocas lenguas de sol han fulminado el cristal durante este mes templado mientras la política, tocada por el esperpento y ahuecada por la incertidumbre, sigue el guion de un mal telefilme. La inversión del sistema de valores de nuestra sociedad es tal que si un político defiende hoy la justicia social es considerado buenista, ñoño, utópico. El desmembramiento de la izquierda ha desanimado a una gran parte de sus votantes, mientras la derecha radical, que nunca tuvo complejos culturales, elige como referente a un señor con motosierra. Trump parte con ventaja, y no entendemos cómo hemos llegado hasta aquí. Los polarizados ciudadanos han empezado a disociar, conscientes del doble punto de vista que puede enfocar cualquier experiencia.

Pero, ¿a qué anodina grisalla nos ha asomado esta manera de pensar el mundo? En Suely Rolnik. Descolonizar el inconsciente (Herder), el filósofo Juan Evaristo Valls Boix afirma que este momento de extraña parálisis frenética no se comprende sin pensar el afecto, y desde los afectos. En su brillante ensayo sobre la autora brasileña exiliada en París durante los años setenta, cuenta cómo Rolnik dejó de hablar su lengua a fin de distanciarse de su cultura para olvidar y sanar. Vivió en francés hasta que en una clase de canto le pidieron que entonara alguna canción ­perdida en su memoria. De su garganta salió Passarinho , de Gal Costa, y aquello fue una auténtica catarsis. A los pocos años regresó a São Paulo y allí empezó a interrogarse sobre la forma de vida que ha ido moldeando el ­capitalismo heteropatriarcal y colonial. Tiró del hilo de los llamados filósofos viajeros –Spinoza, Deleuze, Guattari–, que entre­mezcló con el tropicalismo brasileño, la artista Lygia Clark y la cultura guaraní, para renovar unos moldes caducos y entender cómo podemos vivir de otro modo, a la escucha del otro.

“¿Por qué deseamos las cosas que deseamos?”, se pregunta Juan Evaristo. “¿Quién ha educado nuestro deseo?”. Y piensa por qué este a veces llega a degradarnos y someternos. “Desde esta perspectiva –escribe–, el inconsciente no es un teatro, es un laboratorio”. Allí podemos elaborar una subjetividad diferente, más sensible al cuerpo y menos narcisista, más dispuesta al cambio y menos reprimida. Una subjetividad flexible que se libera de sus fantasmas y se transforma cuando la vida pide paso en lugar de justificar su cómoda mediocridad. Porque “solo desde una nueva política del deseo podremos li­berar nuestra potencia creativa de su secuestro neoliberal y así hacer germinar un futuro diferente”. Una micropolítica que surge de los afectos y se transfiere gracias a ellos. Que florece entre profesores y alumnos, entre amantes y amigos, a través de todo lo vivo, para hacernos más libres y dúctiles, más creativos y, sobre todo, menos grises.

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1 de julio de 2024
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Barcelona y los viajeros silenciosos

 

El mundo se divide entre aquellos happy few que se empeñan en ser llamados viajeros y se pierden en un callejón oscuro –como en el encantador relato de Miquel Molina en Cinco horas en Venecia (Catedral / Univers)– y quienes siguen siendo Vicente, y no solo van adonde va la gente sino que disfrutan de esa sensación de borreguismo turístico. Aman la multitud y adoran el tópico, por lo que se mueven ufanos en una lenta procesión de colas. Un modelo de turismo que se derrama en masa y, lejos de convertir el descubrimiento en experiencia, vomita ruido y alcohol. Su paso por las ciudades deja una huella catastrófica en lo medioambiental, socioeconómico e incluso cultural.

No es el turismo que sueña España cuando se anuncia que nuestro país está a punto de batir a Francia como primer destino del mundo gracias a los 100 millones de viajeros que nos visitarán este año. Pero convertirse en paraíso global puede parecer una fortuna envenenada. Nuestro lifestyle superó aquellas exaltaciones de Hemingway, transformó la pasión en decoración, y las noches salvajes en tardeos luxemburgueses. Hoy la demanda se cuadriplica, por lo que se inauguran hoteles cada semana y la orgía desatada de los pisos de uso turístico –a la que Nueva York ha empezado a poner coto a fin de detener el vaciado de los barrios céntricos– no hace sino crecer, con los fondos buitre revoloteando sobre urbes que acabarán siendo decorados, donde la vida siempre estará de paso y nunca más habrá sábanas tendidas ni aroma a caldo de pollo.

La semana pasada, mientras atardecía en el Park Güell y las palmeras, en primer plano, acercaban la visión del mar, arrancaba el desfile Crucero de Vuitton bajo las columnas proyectadas por Gaudí. Todo cobraba sentido en aquella ciudad que un día fue elegante y vanguardista, transgresora y al tiempo educada. La misma en la que Gaston-Louis Vuitton presentó sus baúles –en la Exposición Internacional de 1929– cuando la ciudad desplegaba su voluntad cosmopolita. La misma ciudad debe gran parte de su pujanza al negocio textil, que acabó disolviéndose en los años noventa­ del siglo pasado. Pero el legado de aquel esplendor permanece, y, ahora, con la celebración de la Copa del América, tiene la oportunidad de volver a brillar. Porque dentro de esa escandalosa cifra de 100 millones de turistas se agazapa una selecta minoría de viajeros silenciosos que, allá donde van, buscan conectar con la memoria del lugar.

De la Acrópolis a la Fontana di Trevi, pasando por el Museo Rodin o las Pirámides egipcias, las grandes firmas de moda homenajean cada año lugares icónicos del mundo. Y peregrinan como los viajeros de antaño, con un séquito de amigos e invitados célebres. Se trata de las llamadas colecciones crucero , que alientan la cultura del viaje y la artesanía local –Vuitton, que suma cuatro fábricas en Catalunya y 1.800 empleados, acaba de adquirir el 80% de la curtiduría Riba Guixà–. Y sobre sus prendas se vuelca el tema de la colección, en este caso Barcelona y Gaudí, y se realiza una investigación para tirar de los hilos que acabarán trasladando los mosaicos modernistas al cuerpo.

La capital catalana reúne todas las condiciones para volver a ser el centro cultural y artístico que fue. Y, tras años excluida de la agenda internacional de la moda, la puesta en escena de la colección de Nicolas Ghesquière le ha devuelto un merecidísimo foco. Millones de impactos han mostrado una visión glamurosa del skyline de Barcelona, también de su hospitalidad, a pesar de doscientas cazuelas.

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6 de junio de 2024
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De la misma forma en que al salir del baño del aeropuerto una máquina nos invita a elegir caritas verdes o rojas para valorar su limpieza, los lectores de nuestros artículos pueden clicar en una pestaña para opinar sobre ellos, aunque algunos lo confundan con orinar. En los inicios de la prensa democrática, escribir una carta al periódico era algo serio que precisaba de tiempo, sello y buzón. De un esfuerzo.

Cuando a los columnistas nos animaron a añadir nuestro correo electrónico en la firma, me asombré ante tal fiebre epistolar. Era yo una debutante con foto cándida, por lo que algunos lectores, casi siempre hombres, me llamaban “niña”, “chata” y hasta “pizpireta”. Había quienes me animaban a elevar el nivel, y más de una pesadilla tuve de las que te encuentras con el culo al aire en plena calle, ante la risotada pública y la vergüenza propia. Otros, en cambio, me regalaban ideas, me corregían con respeto, y diría que hasta me mandaban sus propias columnas.

Por un lado está la grandeza de Aristóteles, El Greco o Petrarca. Una palabra suya merece genuflexión, piensa esta plumilla ante tanta majestad. Los hay que dejan una firme huella digital y, de forma recurrente, amplían nuestras miradas con audacia. Y por supuesto no faltan los que te tratan de botarate, quienes se pasan de listillos ni los maliciosos. “Debe de tener un sobresueldo del PSOE”, me escribió Simple Minds tras un artículo sobre Pedro Sánchez, a lo que el majísimo Lector Voraz respondió: “Qué poca categoría de comentario”. Y por un perfil sobre Brad Pitt, un alias me llamó “chochito espumeante”, tremendo piropo para una mujer en la menopausia. Ese día, mis elegantes compañeros cerraron el buzón. A veces dan veredictos cortos: “Menuda tontería”; otras piden más autocrítica: “Los periodistas deberían también autoexaminarse ante ese muro de lamentaciones y odios que les hace cada vez menos libres, creíbles y profesionales honestos”.

La disciplina en la verificación sigue siendo la esencia del oficio, como recoge el libro de Kovach y Rosenstiel Los elementos del periodismo. Todo lo que los periodistas deben saber y los ciudadanos esperar. Hoy, en pleno debate sobre el poder de los bulos y el incestuoso baile entre ciertos políticos y periodistas, el ejercicio de la crítica es tan imprescindible como el respeto. Servidora lo tiene por ustedes antes de poner una coma, elegir el título, editar lo que pueda dañarles o ser malinterpretado, asumiendo que no siempre se acierta.

Hace un par de años, un comentarista que debatía con agudeza y erudición volcó su desdicha en mí: yo había escrito de esa figura tan colosal en mi infancia, la mujer del médico, y él captó ligereza en el tono. Con gran aflicción añadió que su esposa, ya fallecida, había sido una gran mujer de médico. Es la única ocasión en que pedí a los administradores si podían ponerme en contacto con él, pues su expresión me había conmovido. No hubo respuesta, su firma se evaporó en el mar de Alias y yo me quedé sin poder decirle que también soy mujer de médico.

 

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9 de mayo de 2024
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El banquete de los ignorantes

Hubo un tiempo en que me impresionaban las opiniones contundentes. Vinieran de un político, una escritora o un tertuliano, me decía: “¡Caramba, qué claras tiene las cosas!”. Cuando empecé a escribir columnas de opinión hace diecisiete años, buscaba conocimientos bajo las piedras aunque tuviera la misma conciencia de ignorancia que hoy. Entonces lo llevaba peor, ya que no había renunciado aún a aprender alguna más de las seis mil lenguas que se hablan en el mundo o a retomar las clases de piano y canto para poder imitar a Nina Simone. En aquella época me rondaban pesadillas nocturnas en las que barajaba asuntos que tratar en los artículos aunque todos me parecían lamentables. Y ya de buena mañana, tras escribir la pieza, me invadía una correosa duda con la que atacaba mentalmente mis propias tesis.

“Admite tu ignorancia”, me repito a menudo ante el vicio de dar las cosas por sabidas. ¿Cómo van a apoltronarse los pensamientos si el relato futurista nos tiene en constante estado de alarma? Mientras voy leyendo La ignorancia, una historia global (Alianza Editorial / Arcàdia), de Peter Burke, me siento reconfortada. El eminente historiador, de 87 años, recopila las distintas clases etiquetadas como tal –“una más de las 57 variedades de salsas Heinz”, bromea–, que van de la ignorancia activa a la virtuosa, pasando por la deliberada, la inconsciente o la selectiva. Una gran familia que en plena era de la información se extiende más que su antagonista, el conocimiento. Burke denomina “ignorancia corporativa” a la que hizo estallar Chernóbil, o la que emana de múltiples atentados terroristas cuyas alertas fueron acalladas por el asfixiante caudal de información recabada. Avisos ignorados en plena ostentación de una férrea seguridad.

Vivimos unos tiempos en los que el rodillo de palabras ensambladas a modo de artefactos ideológicos escapan a todo control de calidad. Hay bulos que acaban convirtiéndose en creencias, ante las que los más peregrinos esgrimen una ignorancia activa. Burke pone como ejemplo las resistencias, en sus épocas, a las teorías de Copérnico, Darwin, Pasteur o Mendel. Los negacionismos parecen aligerar la carga vital de aquellos que apuntalan su verdad con teorías conspiranoides. Montaigne lo resumió breve: “Y qué sé yo”. Según La Rochefoucauld existen tres clases de ignorancia: “No saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse”.

La verdad es un concepto cada vez más esquivo en un mundo que se maneja mejor con el fake que con la realidad. Aun así, los guardianes de la memoria desentierran nombres opacados por la inercia, como el de tantas mujeres eminentes. Hasta el siglo XIX no se reconocía la carta de colores que manejamos hoy en día; tan solo los llamados primarios eran identificados, y yo no me imagino cómo sería la vida sin el verde agua o el gris perla.

Asistimos a diario a banquetes de ignorantes no ilustrados muy a gusto en su piel, los que gritan mucho y nunca dudan. Sus formas, encendidas con la gasolina del dinero, seducen. El modelo de líder mundial inculto y arrebatado avanza impasible, acaso como síntoma de desesperanza, anteponiendo un falso orden al defenestrado bienestar. Abundan las medias verdades, que no son más que medias mentiras, mientras el ansia de conocimiento se vuelca en la inteligencia artificial. En la novela distópica de Olga Ravn, Los empleados (Anagrama), desde una nave sin retorno estos acaban preguntándose si son humanos o humanoides. Parece un aviso para ignorantes.

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18 de abril de 2024
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Mujeres de la limpieza sin manual

Me fijé en su buena caligrafía y a la lista de la compra escrita en un post-it en la nevera no le faltaban acentos. “Usted debió de estudiar”, le dije a Marita, que llevaba poco tiempo ayudando en las labores domésticas a un familiar. Asintió con una sonrisa y me contó que su madre sentaba a los hijos a hacer los deberes, “y de allí no se levantaba nadie”. Era un caso raro, una mujer letrada en una aldea del Perú, que les transmitía que solo con estudios y buena letra podrían salir del hambre. Murió cuando Marita tenía 15 años y casi había terminado un secretariado, pero manadas de pájaros de paja espantaron sus sueños y la regresaron a ras de suelo, donde se deslomó, parió, sufrió. Una vez tuvo red, vino a España y desde aquí mandaba los euros que devolvían trocitos de dignidad a los suyos.

Como ella, más de medio millón de mujeres migrantes trabajan en nuestras casas y cuidan de nuestros hijos y padres, que todavía no se pueden dejar a una Roomba cualquiera. A pesar de la liberadora tecnología, gestionar una casa exige de manos humanas que ejecutan su ritual entre estropajos y limpiacristales, camas y tendederos, ollas y congeladores. Un trabajo sin escalafón ni visibilidad, que hemos ido delegando en ellas porque nosotros salimos a comernos el mundo.

Siempre recordaré aquello que me contó Antonio Triguero, barman de Nabokov en Le Montreux Palace: el escritor se paseaba por los salones tras la limpieza y admiraba el rutilante brillo de los espejos, elogiando al personal. Deberíamos hacerlo cada vez que nos sentamos en nuestra mesa brillante con la papelera vacía.

Marita murió el domingo de un infarto: tenía mi edad, varios hijos, uno de 15, igual que yo. Hace una semana me mostró un mensaje del chaval: le pedía perdón por escaparse del colegio, y le decía que la amaba, que era la mejor madre del mundo. Contaba los días para juntarse con ellos. Siento ese vacío incoloro pero pedregoso. El de morirse lejos, con las uñas rotas por el amoniaco, a pesar de tener tan buena letra.

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26 de marzo de 2024
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Nunca es tarde, señora

Hace años leí a una feminista italiana que se preguntaba “¿por qué no podemos estar en la vida como señoras?”. Su sentido del acomodo no era sólo económico, sino más bien existencial. Señoras sin complejos, precariedades morales ni aspavientos ansiosos. Que no sintieran siempre que les faltaba algo para completarse, pues tendrían, abrazando los versos de Machado, precisas nociones de equilibrio y justeza: “En la vida todo es cuestión de medida, un poco más, algo menos”. Tampoco padecerían el síndrome de la impostora, ni el de la cuidadora; y no serían ni muy serias ni demasiado sexis, ni esclavas de las justificaciones para apaciguar el ánimo. Señoras ajenas a crucifixiones por lo dicho (o lo no dicho), soberanas de su propio cuerpo, que no se dejarían okupar por esa tristeza viscosa del mal amor.

Una verdadera señora debería haber eliminado esa culpabilidad que repica igual que el reloj de un campanario, acusándola de mala madre o de mala hija, de acumular grasa visceral o estrías, de no ser hábil en la cocina ni los negocios. De pensar siempre que podríamos ser mejores. ¿Mejores que quién? ¿Por cuántos pazguatos nos hemos sentido juzgadas, castigándonos como estúpidas y dudando de nuestro criterio?

Hoy me miro las manos. Continúan igual de pequeñas; las uñas cortas, no tan mordidas como en mi juventud, cuando la ansiedad por comprender el mundo se cebaba con mis dedos. Aparecieron las primeras pecas, anunciando la entrada en la veteranía. Pero, lejos de abrumarme, pienso que ha llegado el tiempo de la ligereza en que el deseo ya no muerde ni atraviesa la razón. Un clima templado abraza nuestro cuerpo, más blando, pero más sabio. La herida narcisista nos ha dejado varias cicatrices: cómo sufrimos por no gustarnos y no gustar lo suficiente. También por ese miedo a parecer vanidosas, o ambiciosas, que frenaba nuestros pasos. ¡Y qué ridículo resulta ahora!

La forma de contar quiénes somos, de explicarnos con retales escogidos (desde lo que leemos, comemos o sentimos) perfila nuestra identidad aunque también la enmascara. Es tan importante lo que callamos como lo que revelamos. Y a pesar de las numerosas conquistas de la igualdad, muchas historias todavía no han sido contadas. No tengamos miedo de versionar a la Jurado: “Nunca es tarde, señora”. Sobre todo para serlo.

 

 

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12 de marzo de 2024

Anagrama, 2023

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No te prometo nada

Hubo una tierra y un reino prometidos, además de la idea de un amor para siempre, hasta que despertamos en un mundo nuevo donde los almendros florecen en febrero y los chatbots nos resumen las reuniones. No parece el nuestro un tiempo de promesas, porque la palabra dada, excusada por la incertidumbre, se ha devaluado. En el ensayo El tiempo de la promesa, la pensadora Marina Garcés lanza una pregunta afinada: “¿Recuerdas la última promesa que has hecho o te han hecho?”. Silencio en la sala. Acaso aquellas promesas de juventud, y poco más, a pesar del “poder irreversible de inscribir la palabra en el tiempo”.

Huimos de la firmeza de propósito, encadenados a los condicionales; y preferimos un “veremos”, o “no te lo prometo, pero lo intento”, educados, aunque a la vez desentendidos, y en cambio estamos ansiosos de planificar el mañana. Se esparce el terror apocalíptico de la crisis climática y la amenaza inhumana de la inteligencia artificial, y esa parece la excusa perfecta para vivir un tiempo descafeinado en propósitos. Quienes no fuimos devotos de la ciencia ficción porque nos aburría por inverosímil, nos sentimos hoy tristes negacionistas: la fantasía desapegada de lo posible se ha hecho real.

La tecnología es la gran promesa moderna, el nuevo pensamiento mítico, y vivimos a su merced. No memorizamos un número de teléfono, y hasta Shazam nos libera de tener que recordar el título de la vieja canción que suena. El clic sacia nuestra impaciencia por el dato, a riesgo de abdicar del poder de la memoria. Claro que las nociones de esfuerzo y capacidad se vuelven borrosas.

Con mentalidad de esclavos y subyugados por los robots que un día nos obligarán a limpiarles el chasis, nos desentendemos del prójimo hasta ser incapaces de cumplir tan siquiera ese “te prometo que mañana te llamo”. Y olvidamos que las promesas cumplidas fortalecen no sólo la voluntad, sino también la alegría como vínculo.

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27 de febrero de 2024

Portada de El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald (Sexto Piso, 2013)

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Ser caballero o ‘caballera’ en el siglo XXI

 

Cuando se produce algún pequeño alboroto en un hotel, a menudo se presenta el responsable provisto de una palabra casi reglamentaria: “Caballero, ¿qué sucede?”. Sea cual sea su condición –vista una sudadera o traje de raya diplomática–, el varón disconforme recibirá tal vocativo. Los hay que atemperan sus modales y bajan la voz cuando reciben dicho trato. Curiosamente, de ser mujer quien monta el pollo no se encontrará con un “Dama, ¿qué sucede?”, porque, a medida que las mujeres empezaron a normalizar la toga de jueza o el fonendoscopio de cardióloga y las sociedades fueron haciéndose más igualitarias, la flecha del tiempo borró el término de un plumazo, pues, al igual que señorita, te remitían a las novelas de Jane Austen.

En El gran Gatsby, Scott Fitzgerald pone en boca del padre del protagonista una serie de consejos para ser un verdadero gentleman –por cierto, en inglés no incomoda tanto como caballero –, y le anima a no juzgar a los demás, ya que ignora en qué circunstancias se hallan. Una caballerosidad que radica en cierta delicadeza de espíritu e incluye nobleza, discreción, prudencia y, por supuesto, querencia por el detalle.

Una postal muy distinta de nuestra escena contemporánea habitada por personajes que gritan e insultan, imponen su opinión, se envalentonan ante los más vulnerables y pierden el respeto por todo aquello que no sea de su color. Un caballero no debe quejarse por minucias sino ser alto de miras, tratar a los demás como le gustaría que le trataran a él, sea a hombres o a mujeres. La caballerosidad no debería tener sexo, también hubo caballeras valerosas y justas que hoy se abonan en la sororidad: ¿no somos hermanos de la condición humana?

Por supuesto que es compatible ser feminista y permitir que te abran una puerta. Nosotras también lo hacemos, hay que leer el momento. A mí me resolvió este dilema el historiador jesuita Miquel Batllori: yo era muy joven, él andaba con bastón, y tras entrevistarlo le cedí el paso en el ascensor. Se negó y me dijo: “mire joven, los hombres podemos llegar a perder la fe, pero la galantería nunca”.

Del proceso de disolución de la binariedad de género, uno de los lances ontológicos más polémicos de este siglo, surgió una nueva forma de nombrar –y vivir– la identidad sexual. Los caballeros fueron relegados, como informa Google, asociando el término a Arturo Fernández y Carlos Larrañaga. La cultura occidental transformó aquel caballero andante en una especie de donjuán engolado, erosionando su significado original, el que argumentaba el humanista Ramon Llull en su Libro de la orden de caballería: “Pues así como el hacha se ha hecho para destruir los árboles, el caballero tiene su oficio en destruir malvados”. Sí, esos que hoy difaman y extienden rumores disparatados para lastimar al prójimo.

Leo en un blog americano las recomendaciones de un profesor de ciencias sociales para ser “un caballero en el siglo XXI”, y en una de sus perlas afirma: “Ofrécete para ayudar a cualquier mujer. Ten en cuenta las tareas que lucha por completar sola, como levantar muebles pesados. Las mujeres que son independientes puede que no soliciten tu ayuda, pero eso no quiere decir que no la vayan a aceptar y apreciar”. También indica que hay que abrir la puerta “no solo a las atractivas, de lo contrario no se es un gentleman si no un jugador”. La caballerosidad ya no significa una alianza entre los hombres para que nos sigan viendo como las otras, sino un pacto de honradez entre quienes elegimos el lado de la acera donde brilla el sol.

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8 de febrero de 2024
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El Boomeran(g)
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