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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La cola de la vida

En una ocasión, un ex ministro me confesó que la señal más evidente de su vuelta a la vida sin privilegios fue que de nuevo tenía que hacer colas. “Porque tú quieres”, le repliqué, pensando en quienes media hora antes del embarque ya se plantan frente a la puerta, donde pueden pasar más de cuarenta minutos oliendo la cabeza del de delante, aunque todos acabarán subiendo al avión. Claro que las hay inexcusables e infinitas, como la del paro o la de urgencias; y absurdas, como la del Ecce Homo de Borja. A menudo el ritual forma parte de las elecciones personales disfrazadas de mandato, aunque si la retribución es satisfactoria, el malestar se esfuma al salir del cine o incluso de la hamburguesería. Porque la psicología de la espera depende del tamaño de la recompensa, pero también de la capacidad de sacrificio de quien aguarda su turno. Los impacientes somos capaces de cancelar un plan si implica largas demoras que agudizan la sensación de que el tiempo que se escapa nunca regresa. Y no sólo por la monotonía o por la pesadez de las piernas, sino por la sombra de la angustia vital que sobrevuela los minutos de alineada -y alienada- espera. Leo en The New York Times que Richard Larson, considerado el mayor experto del mundo en colas, asegura que para el ser humano la idiosincrasia de la cola tiene mayor peso que las estadísticas relacionadas con la propia espera: importa más la percepción de igualdad (mucha gente se vuelve agresiva si alguien se cuela) o el derecho a una explicación, porque está demostrado que se hace cola más a gusto si se está bien informado. La clave radica en sentir que el tiempo que se consume no es en balde. Esa fue una de las razones, cuando empezaron a propagarse los rascacielos, por las que se multiplicaron las quejas sobre los retrasos de los ascensores; y de ahí el hallazgo de los espejos para que la gente se atusara el pelo. En algunos aeropuertos, como el de Houston, decidieron alejar la recogida de equipajes de las puertas de llegada, a pesar de que la gente tenía que andar mucho más, para que aguardasen menos ante la cinta. El tiempo desocupado era inferior al ocupado, y el pasajero se sentía complacido. Desde niños se nos enseña a guardar el turno. Pero a menudo se transgrede. La cola no es más que una metáfora de la equidad. Y el ahorrárselas, de privilegio. Los millonarios, por ejemplo, cuando les anuncian una subida de impuestos, hacen las maletas y se van, sin soportar ni un minuto de incertidumbre. Igual que quienes esconden millones bajo el colchón y ni con acicates como la amnistía fiscal están dispuestos a ponerse en la cola de la legalidad -de los 2.500 millones que el Gobierno esperaba recaudar, sólo ha ingresado 50-. Y es que del caos a la eficacia, o de la responsabilidad al fraude, siempre hay más de uno dispuesto a ralentizar la cola del futuro.

(La Vanguardia)

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17 de septiembre de 2012
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Letizia, a los cuarenta

La princesa Letizia cumple cuarenta años. La edad en la que los amigos te preparan un vídeo con las fotos de tu vida para demostrarte que te quieren. O tu pareja te organiza una fiesta sorpresa en la que, cuando la emoción da paso al vacío, siempre acabas echando de menos a alguien o algo. “Nel mezzo del cammin della nostra vita”, anunciaba Dante, como si la hoja de un cuchillo la partiera en una tajada rotundamente simétrica. Es una ilusión. La del hilo del tiempo que nos permite pensar a plazos y en décadas, pero lo que no has alcanzado hasta ahora va perdiendo el color del horizonte. Paciencia y resignación, palabras sabias de rosario de abuelas. Por fin sabes que difícilmente volverás a esa ciudad que pisaste por primera vez con la idea de que tan sólo era un aperitivo y que regresarías, porque hay demasiado mundo que aún no conoces. En verdad, la vida es una colección de aperitivos y con suerte, un par de bistecs. Y cuando ya de casi todo hace veinte años, adviertes cómo la complejidad de los días, lejos de suavizarse, enreda sus nudos. Aún y así, los cuarenta se venden hoy como la madura juventud, los treinta de antes, dicen. La edad en la que las mujeres lucen bien las joyas pero sin enterrar las minifaldas. Como Letizia, cuya percepción popular es bicéfala: si bien las encuestas del CIS indican un alto grado de aceptación popular de su figura, abundan los mentideros donde se la sigue presentando como la periodista ambiciosa del “braguetazo”, la que quiere reinar, inquisitiva y perfeccionista hasta la obsesión, la que no se habla con sus cuñadas, se retoca la cara cada semana, la que se ha raniajordaniado, no come y viste de baratillo. Además de esa voz tan voz miserable: “Lo de Urdangarin le ha venido muy bien a Letizia”, como si su rol dependiera de las tropelías de su cuñado. Lo advertía Unamuno: “La envidia es la íntima gangrena del alma española”. Marcada desde el principio por su primera frase en Zarzuela -”¡déjame hablar!”-, la princesa de Asturias, a pesar de contertulios visionarios, no ha cometido errores; su imagen institucional en el exterior ha sido impecable, y en su pequeña parcela de actuación enarbola banderas que van desde el apoyo a la formación profesional hasta la lucha contra las enfermedades raras o el fomento de la lectura. La Casa Real estrena ahora su web con un objetivo único: la transparencia, consciente del debate acerca de su futuro, y del cartucho que representa la princesa para una monarquía en transición. Porque hace ocho años, Letizia Ortiz poco podía imaginarse que el estrepitoso escenario de sus cuarenta también sería el de su gran oportunidad.

(La Vanguardia)

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12 de septiembre de 2012
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Bretón y el mal

  “Por fin uno que no es un loco ni un trastornado, sino un malvado”, me dijo una colega cuando trascendió la noticia del caso de los niños Ruth y José. El retrato psicológico de su padre, José Bretón, difundido por la prensa a partir de su biografía y los informes psiquiátricos, lo ha perfilado desde el minuto uno como sospechoso, aunque no haya habido sentencia que describa con mayor precisión al personaje que la de Ruth Ortiz: “Todo el mundo que conoce a Bretón sabe que él no ha perdido a los niños y a los que no lo conocen se lo digo yo: él es el responsable de la desaparición de mis hijos”. Y se abrió un mundo con siete palabras: “Él no ha perdido a los niños”. Un hombre cuidadoso y obsesivo, autoritario y controlador, un hombre con ojos en la espalda y de “fría inteligencia” -muestra de cómo el lenguaje resulta impotente para diferenciar entre el mal impulsivo y el calculado al milímetro- escenificaba las reconstrucciones de los hechos con los ojos del pueblo clavados en los suyos. Sin desmoronarse, con gran ausencia de imaginación moral. Los psiquiatras insisten en desligar locura de maldad, desalentando al instinto social que quiere alcanzar una explicación para determinar que las conductas más infames, como la del padre que presuntamente mata y quema a sus hijos en un acto de venganza, son producto de los defectos en la masa cerebral. De la locura, decimos, aunque la estadística demuestre que buena parte de los enfermos mentales son víctimas y no criminales. La humanidad necesita psicologizar al malvado, entender su disfuncionalidad, su acción desprovista del mecanismo inhibitorio que impide la agresión humana y garantiza la convivencia. Pensar que no distingue el bien del mal. También desea apartarlo del mundo, considerarlo un engendro, impedir que haga más daño; hasta el extremo de que muchos se cuestionen por qué la justicia, al castigar, perdona mientras la sociedad exige una pena verdaderamente aflictiva. Bretón trazó un plan basado en el despecho: flores para su mujer, a quien nunca antes había regalado una rosa, ni en su aniversario; llamadas insistentes en busca de una respuesta que pudiera desactivar su plan. Transposición de responsabilidades, como si jugara al pensamiento mágico, olvidando que lo que estaba en juego era la vida de sus hijos: “Si responde a mi llamada y vuelve, correré a sus brazos; si no, los mataré”. Su conducta parece responder al patrón de la autorresistencia: ponerse a prueba varias veces en poco tiempo porque así hay más probabilidades de explotar. Su nudo negro parece ser, como para tantos otros maltratadores, el abandono de su mujer, un asunto psicoafectivo como larva del mal. Dicen que casi nunca hablaba de sus hijos. Que era intransigente y duro con ellos, y que apenas mostró compasión cuando desaparecieron. Considerarlo un loco es un auténtico agravio para los enfermos mentales. Un (presunto) criminal abyecto, eso es lo que es.

(La Vanguardia)

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10 de septiembre de 2012
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Rajoy y la realidad

El presidente del Gobierno ha tenido problemas con lo real. ?Quien me ha impedido cumplir mi programa ha sido la realidad?, declaró en ABC, en una declinación más adulta del ?yo no he sido?. Elena Valenciano lo ha tachado de cínico o incompetente, pero yo casi acierto a ver a un Rajoy presocrático. Plañidero, resignado, humano, el presidente ha tenido que reconocer que cuando la realidad sale a tu encuentro los compromisos se tornan desechables, igual que les ocurre a esos amores imposibles cuando se acaba la pasión y empieza el olvido: ?se impuso la realidad? resuelven taciturnos. Pero ¿realidad o realidades? ¿Cuántas hay? El plural contribuye a amansar el prurito existencial del no saber, aunque necesitemos una imagen fija, en singular, como parámetro frente al caos. La física moderna asegura que el cerebro no hace diferencias entre lo que ve y lo que imagina o recrea, de forma que para los cuánticos, apoyados en la investigación de las partículas elementales, cada persona crea su propia realidad llegando a la misma conclusión que la filosofía: la realidad humana es inverificable hasta el extremo de que existen tantas como seres circundan sus límites. Pero la gravedad de la frase de Rajoy radica en enfrentar dos palabras que nunca deberían ser antagónicas, como programa electoral y realidad, cuya armonización va incluida en el sueldo del político. El pasado noviembre casi once millones de españoles votaron al PP porque querían escapar del progresivo sentido de la ficción que acabó representando Zapatero. Con esa aureola de M&M, los pies en el suelo y fama de eficaces, los populares ganaron tanto por desgaste de sus antecesores como por la huida hacia delante de un electorado que tan sólo abrazaba una idea: un gobierno fuerte que pudiera darle un vuelco a la realidad. Es ingenuo creer que los equipos de asesores de Rajoy no supieran calibrar hasta dónde cubría el agua; que barones y lideresas se afanaran en ocultar las manchas bajo la alfombra. Cierto es que en plena bancarrota moral a nadie le extraña que un político venda en la feria su programa electoral a sabiendas de que cuando alcance el poder hará lo que pueda. Con razón se han bautizado nuestros tiempos como ?la era del fracaso de la política?, agotadas las posibilidades de optimizar la gestión en lugar de podar derechos y deshilachar el tejido social. A golpes de mando se va postergando la esperanza, mientras el futuro se ensombrece hasta el extremo de que el propio presidente del Gobierno ha acabado por reconocer que incluso él desconfía de la política, una vez se sabe incapaz no ya de cambiar la realidad sino ni tan siquiera de atemperarla.

(La Vanguardia)

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5 de septiembre de 2012
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Fonendos insumisos

De pequeña quería ser médico, cuando las matemáticas aún no se me resistían y la muerte apenas era un lejano sombreado. A los doce años cayó en mis manos la historia del Dr. Barnard, el cirujano que realizó el primer trasplante de corazón y que luego empezó a acostarse con la fama y a casarse con modelos. Su caudal de emotividad explicando cómo un corazón humano empezó a latir en otro cuerpo rodeado de gorros expectantes y látex erizados halló en mí una sierva dispuesta a encender su vocación y a rozar la idealizada heroicidad de quien salva vidas en lugar de almas. Claro está que no todos los médicos eran como el bronceado y dentón Dr. Barnard. Los que entonces nos sanaban, atendían a tres o cuatro pueblos a la vez e igual asistían un parto que le pinchaban la insulina a la abuela o cosían la rodilla de un niño. El maletín del médico de cabecera contenía un mundo misterioso regado por un olor terapéutico similar al de las farmacias, esa extraña mezcla de amoxicilina, desinfectante y menta. Pero además de remedios, “el senyor metge” poseía un don especial que combinaba autoridad con benevolencia, e incluso parecía que no cobraba por hacer su trabajo. Los vuelcos existenciales suelen rozar los extremos. Alejadas las fantasías clínicas me convertí en una hipocondriaca aventajada de las que compadecen al galeno por tener que anunciar el peor de los diagnósticos, pero capaz de revertir un instante la angustia en un sentimiento de eufórica resurrección al conocer la benignidad del asunto. Como era previsible acabé enamorándome de una bata blanca, y también aprendí a admirar el valor de esos ángeles en la tierra que son las sufridas enfermeras y enfermeros que cuando te conviertes en casi nada, un cuerpo tumbado sobre una camilla con papel cebolla y peúcos azules, tienen la palabra exacta para acompañarte en la soledad preanestesia. Si cada uno de nosotros contáramos nuestra vida siguiendo el hilo de nuestras patologías, descubriríamos hasta qué punto el cuerpo reacciona gracias a alguien que casi siempre hace horas extras. Las mismas que ahora están dispuestos a hacer los casi 1.800 profesionales insumisos para cumplir su juramento hipocrático y evitar la expulsión de los parias del sistema sanitario. Hay una construcción semántica interesante que estos días ha repetido el gobierno: “Atenderemos a los ‘sin papeles’, pero cobrándoles”. ¿A las prostitutas nigerianas, los menores apátridas, los sintecho, los sin nada? Por qué no afirman también que todos los parados tendrán trabajo si se pagan su propio sueldo. El “no” de estos médicos a aceptar uno de los mayores retrocesos no sólo sociales, sino éticos, con el que se pretende minimizar la insostenibilidad del sistema, muestra cómo entre la expropiación de la salud pública a los indocumentados y la firme reacción de los colectivos sanitarios para detener un estado de excepción hay tan sólo una humilde conjunción, eso sí, sangrante. (La Vanguardia)

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3 de septiembre de 2012
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El circo de la moda

Entras en un desfile y, a diferencia de una sala de cine, donde los ojos tienen que ir acostumbrándose a la oscuridad y a la pantalla, debes dilatar bien las pupilas antes de empezar a observar; pero, sobre todo, tienes que ponerle un filtro a tu mirada. No creerte todo lo que ves. No dejarte maravillar por el envoltorio. No envidiar la elegancia ajena, que a menudo es tan vulnerable como un jilguero. Ni aturdirte por el frenesí que reina en los pasillos de la moda. Eso sí, empuña bien la invitación para que nadie te expulse del paraíso. Acomoda pacientemente el cuerpo en un banco sin respaldo, el lugar que en este baile de máscaras te asigna una tropa de relaciones públicas. Entreténte con el smartphone para simular que estás muy ocupada y que no tienes nada que decirle a quien se sienta a tu lado. Y lo más difícil, mirar de soslayo sin mostrar demasiado interés en todo aquello que te rodea aunque en realidad sea a lo que hemos venido: a admirar lo raro, lo excesivo, lo diferente, lo nuevo. En el juego de apariencias de una pasarela hay traspiés y disparate. De repente, una clienta rusa que parece llegada a  un baile de la corte del zar exige un mejor asiento. O una periodista francesa que imita la vestimenta del Cirque du Soleil bracea desesperadamente por saludar a Mr. Arnault. Un aire falsamente cortés planea por la sala como un ave de mirada torva. Te asombra que  dos o tres mujeres, bien vestidas, subidas encima de veinte centímetros, se empujen groseramente hasta alcanzar la puerta sagrada. O te compadeces de esas modelos desvalidas que llegan corriendo del anterior desfile, y que ya han aprendido que sonreír no está de moda, por lo que parecen dolientes aunque solo les molesten las pestañas postizas. Nada es normal, pero tú debes aparentar un aire de absoluta normalidad porque estás allí dentro. Más de 150.000 personas peregrinan entre Nueva York, Milán y París dos veces al año, algunas como observadoras invisibles, otras como artistas «autoinvitadas» dispuestas a atraer los ojos hacia su sombrero o sus zapatos mientras las modelos avanzan en ese tapis roulant que tiende al infinito. Detrás de la pasarela se escenifica un repertorio de emociones tan humanas como las de la gente corriente. Eso es: inseguridad, miedo, envidia, pasión, frustración, error, silencios, llantos. Lo que no se ve y que en este número hemos querido acercarte. Siempre hay un instante, cuando se consumen los veinte minutos del ritual, en el que te preguntas qué será del diseñador cuando focos, flashes, indiferencia o admiración congelen su sonrisa, consciente de la presión que cae sobre sus espaldas en ese circo envidiado, pero circo al fin y al cabo. (Marie Claire)

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22 de agosto de 2012
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Medianoche en el Louvre

Las salas vacías, los mármoles helados, el arte en penumbra obligando a una instintiva torsión de la mirada. La situación es insólita, cosas que ocurren cuando las multinacionales del lujo promocionan el arte con el fin de inmortalizarse. Una firma que lleva el nombre del zapatero que calzó a Marilyn Monroe o a Eva Perón con sus hormas revolucionarias, Salvatore Ferragamo, ha patrocinado la restauración de Santa Ana, la Virgen y el niño de Leonardo Da Vinci. A cambio, un espléndido regalo: desfile bajo las arcadas de la cour Napoleón y cóctel en las pirámides.

El bufé florentino despista a los invitados, demasiado atentos al risotto con trufa blanca, excepto a un reducido grupo que advierte cómo se abren los cordeles rojos que dan paso al ala Denon del museo. «Una visita privada», anuncian con discreción mientras dos vigilantes abren el paso entre esmóquines y espaldas escotadas. Apenas un murmullo. La visión nocturna crea un sentimiento de clandestinidad. Una vaga evocación de aquellos robos cinematográficos. Avanzar entre las sombras de las grandes piezas de la historia del arte crea un sentimiento casi religioso. Al fin, una sala con luz: Veronese y Leonardo. Las bodas de Caná y La Gioconda. Y el frufrú agitado de tanto exclamar «¡oh!». Porque contemplar la Mona Lisa sin una tropa de turistas a tu alrededor es algo parecido a ver por primera vez el mar. En la creación de una obra de arte el instante de felicidad perfecta no existe, escribió Lucien Freud, porque a medida que va acabando la obra el artista comprende que lo que pinta sólo es una imagen. Sin vida. Todo lo contrario a lo que le sucede a la espectadora nocturna, que exprime ese instante de felicidad y siente que su vida se alarga. E incluso imagina, bajo los efectos de la experiencia estética, que se acerca a dos guardias sonrientes y les pregunta si se puede ver la Venus de Milo, y le dicen que no, que esa sala está cerrada. Pero cuando enfila hacia la salida, a pie de escalera, un vigilante la ha seguido y le dice: «Mademoiselle, usted quería ver la Venus de Milo, ¿no?». Y ambos avanzan a tientas, bajo la advertencia de que, si aparece su jefe, él la acusará de haberse colado. El instante de felicidad perfecta reaparece: allí está la estatua griega bañada por un haz de luz amarilla que atraviesa la ventana. Con su serenidad imponente, sin brazos, la mirada perdida, la claridad en el cuerpo, los pechos oscurecidos, la tela drapeada en la cintura dejando asomar el nacimiento de la espalda. El tiempo deja de correr. La belleza es una pausa en el tiempo que no se desvanece al soplarla, como un diente de león. Porque una Afrodita del siglo II a.C. que hace casi doscientos años un campesino griego desenterró y guardó en su establo hoy sigue de pie, cegándote, una medianoche en el Louvre que aún no sabes si fue un sueño de verano.

(La Vanguardia)

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30 de julio de 2012
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Vuelva usted mañana

El significante a menudo se contagia de su significado. Dices artesano, por ejemplo, y una pátina opalescente se extiende sobre las sílabas hasta visualizar la figura de quien sopla el cristal o enfila bordados. De igual forma, al pronunciar payés, conectas con la imagen de la siega y el tractor, y con la resignada paciencia de quien al amanecer anticipa el capricho de las nubes. Incluso al fijar el significado de periodista, emerge un afilado perfil parecido a una navaja multiusos. Pero con funcionario, una flojera de piernas invade tu campo semántico. Porque la cultura de la insidia se ha cebado con el término desde aquellos tiempos en los que el «Vuelva usted mañana» de Don Mariano ilustraba la quintaesencia de un país vago, indolente, ineficaz. Existen pocos vocablos tan antipáticos para definir un estatus laboral, por lo que creo que parte de su mala fama se debe a la propia palabra: una traducción literal del francés ?fonctionnaires? que se introdujo con el Estado liberal, en el XIX. Su razón de ser consiste en «hacer funcionar» un modelo administrativo, y aunque en algunos lares se utilice servidor público como sinónimo, a menudo se invierten los papeles, convirtiendo al ciudadano en servidor y al funcionario en demandante intransigente. Y es que hace tan sólo un año hubiera sido impensable escuchar ese baño de compasión en la calle, ese «¡pobres funcionarios!».  En España, sus connotaciones negativas proceden del retrato robot de un ser perezoso y apático que alarga el cafelito de la mañana, se muestra impertinente desde su ventanilla y a la hora en punto se levanta de su silla aunque arda Roma. Pero, además de los oficinistas, el 43% de los funcionarios tienen otro apellido profesional: médicos, profesores, bomberos o policías. La mayoría ha conseguido su plaza por méritos y con transparencia, mediante oposiciones; y a muchos de ellos además del sueldo les mueve la vocación. Sus reivindicaciones no han estado tan acotadas a la defensa de sus estatus como a denunciar las carencias y trabas que imponen los recortes. La media española, en relación con la UE, no es desproporcionada ni en número de funcionarios ni en sus sueldos. Sí lo es, en cambio, la percepción ciudadana de que emanan un sudor disolutivo. Allá los veneran, aquí hasta ahora eran detestados, aunque a menudo como efecto de una exagerada metonimia: la parte por el todo. Porque no son ellos, en verdad, los que atropellan el presente detrás de su mesa, sino la maldita burocracia, esa carga que asciende a 46.000 millones de euros, el 4,65 % del PIB, dispuesta a convertir, en plena era digital, cualquier trámite en sudoku. Y que no recortan. (La Vanguardia)

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25 de julio de 2012
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Un cadáver exquisito

Los símiles meteorológicos se han convertido en un lugar común para explicar la crisis ante la evidencia de que la economía es tan incontrolable como la naturaleza. Pero afloran ya otras familias semánticas, como el vocabulario de quirófano o incluso el funerario. La cultura se desangra, decimos, agoniza. Abierta en canal, con heridas irreversibles que amenazan su democratización. Cae sobre ella un impuesto temerario dispuesto a expulsar de su feudo a los más de cinco millones de personas que no tienen un trabajo, incluso a quienes, teniendo poco, comprenden que la cultura se paga. La calle grita: «la cultura no es un lujo», aunque en verdad no sea otra cosa si entendemos el lujo como una experiencia y no como una posesión. El problema es que hoy se cae el entrecomillado al triplicarse su IVA, como el alcohol y el tabaco. Un asunto que informa con gran transparencia acerca del ideario político y moral del Gobierno.  Ni pan ni circo. Se acabó la facilidad para repartir cultura a pesar de su valor identitario. Ser espectador ?excepto para la clase media-alta? ya no podrá ser un ejercicio entendido como la manta que nos da cobijo y enaltece el ánimo. Ni como un escudo de protección, sino como un cadáver exquisito. Y ojalá fuera en el sentido surrealista de la expresión, porque un teatro o un concierto vacíos expresan mayor desolación que un edificio abandonado a medio construir, ya que allí, en aquella sala, se pretendía -con mayor o menor acierto- servir en bandeja una ración de alimento para los sentidos.  Hoy conviven en las páginas culturales de un periódico las tradicionales bellas artes, Juego de tronos, Lady Gaga y los crucigramas, en una clara muestra de su popularización, como resultado de la demanda del gran público. Sobre esta supuesta banalización, así como del impacto digital que con pasmosa naturalidad ?y a menudo con ingenio y talento? convierte al ciudadano en crítico literario, además de la función del periodismo cultural, debatían Montse Domínguez, Llàtzer Moix, Antonio Lucas, Winston Manrique o Sergio Vila-Sanjuán en la UIMP.  «Los periodistas somos vicarios de la realidad», anunció Juan Cruz en dichas jornadas, donde los asistentes firmamos un manifiesto contra las últimas medidas del Gobierno. Y más cuando «nos duermen con cuentos de terror», añadió el periodista parafraseando a León Felipe. Las manifestaciones de la semana pasada, expresando la desolación entre artistas, distribuidores y público alertan sobre la necesidad de que los periodistas culturales analicen las consecuencia de las medidas. Porque de la misma forma que los súper-IVA desatarán la economía sumergida y el fraude, es de esperar que no sólo favorezcan la piratería y las descargas, sino que aflore de nuevo aquel término tan manido de los años sesenta, una subcultura dispuesta a resucitar el cadáver o a transformarlo en vampiro. (La Vanguardia)

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23 de julio de 2012
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Fotomaniacos

Lo ves. Y quieres que prenda en tu retina. Que la imagen se fije en tu memoria. Casi antes de vivirla deseas que se convierta en recuerdo. Lo contó admirablemente Nabokov el día que, atravesando los muelles de Saint-Nazaire con su mujer y su hijo, vieron asomar entre callejuelas la chimenea de vapor que los llevaría a Nueva York, y en ese momento se lo enseñó al pequeño Dmitri, con plena conciencia de que estaban viviendo un momento clave en sus biografías, un instante que el pequeño recordaría para siempre. Entonces no existían los smartphones, ni esa pasión que tanto se ha extendido de coleccionar momentos para tener a mano el pasado. «La gente se fotografía para probar que verdaderamente existió», cantaban The Kinks. También para constatar que fueron testigos de aquel atardecer en que el sol caía sobre el mar como un huevo frito. Por supuesto, nos gusta vernos. Capturar nuestro mejor rostro para autoafirmarnos al mostrarlo, consumiendo así el sueño narcisista de poseer un nutrido repertorio de yos. Jugamos a fotografiar la vida en un afán de búsqueda, como si nos hiciera seres más completos. La cámara del teléfono se ha convertido en una extensión de nosotros mismos ocupando los espacios en blanco que antaño considerábamos como horas muertas. Hoy, más de 420 millones de teléfonos inteligentes congelan el presente y han sofisticado de tal forma las costumbres que todos llevamos nuestra intimidad a cuestas, una intimidad portátil. Desde e esa pequeña pantalla nos sentimos a salvo, protegidos y blindados con nuestra agenda, nuestra música, nuestras aplicaciones y nuestros mapas. El caso es que nos precipitamos hacia el pasado en lugar de condensar el instante. ¿Acaso nos incomoda? ¿O el tecnoestrés nos empuja a almacenar la vida en un archivo digital en lugar de vivirla cara a cara? La pasión mundana por el clic viene de lejos. También la revolución de grandes fotógrafos, como Man Ray, Lartigue, Beaton, Evans, Avedon o Dorothea Lange que han logrado desvelarnos las otras pieles de la realidad. Annie Leibovitz afirmó en una ocasión que se da por satisfecha si hace cinco fotos buenas en un año: «conozco la diferencia entre una buena foto y otras de circunstancias». Tendríamos que tomar nota. Acaso lo que nos mueve, a uno y otro lado de la cámara, es la ilusión de escapar de la vida entendida como un fundido en negro. Y en su lugar, atrapar su fugacidad. (Marie Claire)

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20 de julio de 2012
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El Boomeran(g)
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