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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Extraña coincidencia que el megapirata informático Julian Assange alerte sobre el peligro de Facebook, y de cómo sus usuarios le hacen gratis el trabajo a la CIA, justo cuando estalla el escándalo de que la red social ha dejado al descubierto miles de mensajes privados. ¿Qué está ocurriendo? Un día pensamos que el ser humano podría dominar la información con tan sólo un leve parpadeo digital, pero no se previó la direccionalidad del asunto. Localizados, expuestos, controlados; el 80% de las empresas observa a sus candidatos a través de las redes. Todo es posible: identificar a personas sin su consentimiento mediante un sistema de reconocimiento facial, averiguar por dónde pisan, conocer la hora a la que se levantan y se acuestan. Veamos si no qué ocurre con el WhatsApp y de qué manera sintetiza la ilusión del control en la palma de la mano: basta bajar la mirada y mover la yema de un dedo para saber cuándo apagó el teléfono tu pareja o si chateaba con alguien que no eras tú… Según los psicólogos que estudian la nomofobia (el miedo irracional a no estar conectado), se producen leves palpitaciones cuando, a través de la mensajería instantánea, sabes que aquella persona a quien intentas localizar desesperadamente está “en línea” y ni se ha dignado a decirte que respira. Tú puedes espiar sus silencios, también resolver que no eres la última persona a la que le ha dado las buenas noches. Encender el móvil representa un pequeño acto furtivo cuando el avión aún no ha aterrizado pero tememos que en su mudez hayamos podido extraviar oportunidades profesionales e incluso sexuales; el primer gesto globalizado al salir de una reunión. Ahí están las pupilas dilatadas cuando su luz brilla, o la vibración fantasma y psicótica, algo parecido al dolor del miembro amputado. Ese cling nos promete un pequeño estímulo aunque tan sólo alimente una realidad paralela nacida en ese otro terreno digital, donde parece que el compromiso de la palabra es más liviano. Incontinentes, originales o estoicos, la búsqueda de una identidad cristaliza hoy en el llamado “estado actual”, tal y como se presenta la gente en su tarjeta digital. Los hay que están “sempre a punt” o “físicamente imposible”; quienes van de ambiguos: “no sé” o “llama, que ya veré si contesto”; los que aprovechan la ocasión para proclamar “mi estado es federal”, o los sinceros como Andreu Buenafuente, que confiesan estar “durmiendo en el gimnasio”. Y es que hoy, las nuevas relaciones sociales creadas por las redes han llegado a modificar la forma en que funciona nuestro cerebro: ahora nos citamos por chat para preguntarnos si estamos “disponibles” cuando antes decíamos aquello de “¿estás libre?”.

(La Vanguardia)

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26 de septiembre de 2012
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Las tetas asombradas

De fuente de vida o llave de la inmortalidad a atributo sexual y tabú, la evolución del significado del pecho femenino en nuestra sociedad certifica, a tenor del topless robado de la duquesa de Cambridge, que aún no hemos resuelto nuestro conflicto con las tetas. Claro que viene de antiguo, según el mito griego, a causa de los pechos de Helena ardió Troya; y la República Francesa fue representada por una mujer cuyo seno alimentaba al pueblo. La paradoja es magnífica: desde el pecho sagrado de la antigüedad, al psicologizado pecho freudiano o al político en los años sesenta, no hemos dejado de exaltar esa parte del cuerpo como foco caliente de la feminidad occidental. Las prótesis son el sueño de millones de jovencitas rasas y los anuncios de sujetadores que levantan y separan resultan ya tan domésticos como los de Avecrem, pero cuando un paparazzi fotografía el topless de la futura reina de Inglaterra, el mundo arquea las cejas con impávido asombro y reactiva el debate entre el derecho a la intimidad y el derecho a la información; eso sí, sin dejar de observar las proporcionadas glándulas mamarias de Catalina. Ahí está, implícitamente silenciado, el pecho erótico y los aperreados afanes sociales para ejercer control y poder sobre él. El mohín cohibido de la hipocresía cuando a una actriz se le asoma el pezón. O el malestar estético que para algunos aún supone la visión de una mujer amamantando a su hijo en un lugar público, mientras en playas, fiestas y beach clubs son bienvenidos con y sin camisetas mojadas. “¿A quién pertenecen realmente esos pechos? ¿Son para los hombres o para los bebés? ¿Son de Kate o pertenecen a internet?”, se preguntaba The Guardian, comparando el grado de vergüenza social ante el pálido trasero del príncipe Enrique -ventilado con cuatro risotadas- con el producido por la exhibición de la duquesa. El revuelo, según la prensa británica, desempolva el trágico fantasma de lady Di. La casa real británica ha declarado que se ha cruzado una “línea roja”. Pero en esa turbación pública también está presente el halo sacro que pervive en el imaginario colectivo y que aún resuelve mal su disociación: que el pecho represente a la vez la ternura maternal y el erotismo. “Hoy, lo que ha llevado a la mujer a una plena posesión de sus pechos ha sido el cáncer de mama. Ha aprendido, con la conmoción que supone una enfermedad que amenaza a la vida, que sus pechos son realmente suyos”, sostiene la profesora Marilyn Yalom en su exhaustiva Historia del pecho (Tusquets). Sin duda, una conclusión implacable: ante el sentimiento de pérdida aumenta el de propiedad. Mientras la mayoría de mujeres anónimas oscilan entre la disconformidad y el orgullo de sus atributos, “mis pechos son míos”, los de Kate Middleton, en la sociedad más voyeur de la historia, ya son de Google.

(La Vanguardia)

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24 de septiembre de 2012
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Lo que te da la vida

«No quiero que llegue el otoño», me dice mi hija pequeña, y entre la maravilla y el estupor pienso cómo con cuatro años ya se puede sentir la nostalgia del verano, cuando el día es más largo y parece que cabe más vida en él. Entre algunas mujeres abstraídas como yo no hay síntoma más infalible del cambio de estación que el frío en los pies. Empezar a cubrirse como una forma tangible de sentir cómo avanza el tiempo. Y saber qué, a estas alturas, algunos de nuestros sueños son inalcanzables, pero, aun y así, nos seguirán habitando porque negarlos sería algo parecido a quitarnos el aire. «¿Por qué las mujeres siguen sin poder tenerlo todo?», se pregunta Anne-Marie Slaughter, que dejó un alto cargo político en el Departamento de Estado norteamericano para estar cerca de sus hijos adolescentes y sentirse mucho más satisfecha adecuando su trabajo a sus responsabilidades familiares. Suena a moralina. A discurso tejido por los enemigos de la igualdad y defensores del determinismo biológico que justificaba el clásico reparto del mundo. Pero desde hace tiempo leo estudios en los que si bien se atestigua que las mujeres como grupo han logrado grandes avances en salarios, educación, prestigio y poder, se concluye que son menos felices tanto en términos absolutos como en relación con los hombres. De 190 jefes de Estado, nueve son mujeres; y en el sector empresarial la cuota en los puestos de mayor poder alcanza el 15%. Pero ¿qué ocurre con aquellas que han llegado a lo más alto? Que esconden medias verdades y a menudo no pueden mantener el equilibrio y la cuerda cede. Cierto es que hoy está mutando el gen de la ambición: muchas mujeres renuncian a promociones y ascensos porque su horario profesional no coincide con el horario escolar. Y no hablemos de los fastidiosos viajes necesarios para mantener el éxito mediante la visibilidad. No es extraño que algunas mujeres decidan tirar la toalla, que se nieguen a imitar patrones masculinos. Incluso que algunas, como contamos en este número, vuelvan al campo intentando recuperar tiempo y equilibrio. Y los hombres, ¿qué papel ocupan en este nuevo rumbo de la mujer? El 30% de las divorciadas estadounidenses confiesan que el día de su boda sintieron que se equivocaban. La primera pregunta es: ¿por qué lo hacen, entonces? ¿Por qué no retroceden cuando aún están a tiempo? ¿Qué son doscientos invitados, un traje de novia, la ilusión de la familia y un hombre dispuesto a decir que te quiere, si las dudas te ahuecan el pecho? Hace tiempo que las mujeres no queremos ser víctimas; también sabemos que es difícil tenerlo todo. Pero urge cambiar el orden de las cosas, soltar lastres, complejos, dictados sociales, dejar de pensar en lo que la vida espera de nosotras y decir alto y claro qué esperamos nosotras de la vida. (Marie Claire)

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21 de septiembre de 2012
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Aguirre, ?my way?

Sería banal decir que Esperanza Aguirre hizo de la espontaneidad una de sus inquebrantables reglas de estilo. Pero pocos gobernantes ha habido con tan admirable ausencia del sentido del ridículo y tan arrolladora campechanía. Acaso haya sido la política con mayor confianza y seguridad en sí misma que ha dado la democracia. La que se ha ventilado de un plumazo todos los estereotipos: ¿mujeres infelices porque no pueden llegar a todo? ¡Quia!… ella, cuyo mantra era “a pico y pala”, incluso iba a esperar a su marido el sábado al aeropuerto. ¿Inseguras y torturadas a las que la buena respuesta se les ocurre cuando ya han apagado los focos? Esperanza no titubeaba. ¿Nostálgica? Jamás, apurando el día como el alcohólico la última copa. Una mujer capaz de dar una rueda de prensa recién emergida de un atentado terrorista en Bombay con calcetines blancos de colegiala, glosando morbosamente cómo, descalza, había pisado sangre. El icono de la derecha más liberal (y más derecha), bilingüe feliz que ha hecho de ello su más satisfactoria cruzada en los colegios de la comunidad, tildada de inculta, laísta, pero con uno de los mejores acentos ingleses de nuestra monolingüe clase política; asegura que dimite por lo que todos tememos que ocurra un día: sentir que no estamos viviendo lo que en verdad importa. Su retirada la humaniza a la vez que esparce intrigas. Ahí están las lágrimas, la desacomplejada expresividad de quien no teme que se le vea papada porque ríe hasta con el cuello. “Tuve que poner estas luces en el baño -me dijo en una ocasión, ante un espejo iluminado como un camerino- … claro, Ruiz-Gallardón no se maquillaba”. Y propuso que se la fotografiara poniéndose rímel. “Soy feminista-feminista”, afirmó, pero a nadie se le ocurrió nunca analizar el feminismo de Aguirre. “¿Cuántas mujeres hay en los maitines de Génova? Cero”, reflexionaba, destacando que habían tenido que pasar cien elecciones para que una mujer presidiera una comunidad autónoma. “Cien”. Ella fue la primera. Con sus salidas de tiesto, guión y micro. Sus disparates inspirados, sus improvisaciones que rozaban la ingeniería neuropolítica. A su alrededor se formaba un paisaje humano insólito, desde jubilados a los que animaba a que se apuntaran a un crucero del Imserso hasta periodistas atónitos ante sus sobreactuaciones. Dimite, y su silencio se convierte en ríos de tinta que acallan por un día el torpedo independentista. Ella, la amiga de Maragall, la que reivindica su cuarterón catalán. La todoterreno a la que tanto envidiaban sus más acérrimos enemigos ideológicos. En Sol siempre repicaba su andar, firme y apresurado. Porque el verso suelto fue siempre ella. (La Vanguardia)

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19 de septiembre de 2012
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La cola de la vida

En una ocasión, un ex ministro me confesó que la señal más evidente de su vuelta a la vida sin privilegios fue que de nuevo tenía que hacer colas. “Porque tú quieres”, le repliqué, pensando en quienes media hora antes del embarque ya se plantan frente a la puerta, donde pueden pasar más de cuarenta minutos oliendo la cabeza del de delante, aunque todos acabarán subiendo al avión. Claro que las hay inexcusables e infinitas, como la del paro o la de urgencias; y absurdas, como la del Ecce Homo de Borja. A menudo el ritual forma parte de las elecciones personales disfrazadas de mandato, aunque si la retribución es satisfactoria, el malestar se esfuma al salir del cine o incluso de la hamburguesería. Porque la psicología de la espera depende del tamaño de la recompensa, pero también de la capacidad de sacrificio de quien aguarda su turno. Los impacientes somos capaces de cancelar un plan si implica largas demoras que agudizan la sensación de que el tiempo que se escapa nunca regresa. Y no sólo por la monotonía o por la pesadez de las piernas, sino por la sombra de la angustia vital que sobrevuela los minutos de alineada -y alienada- espera. Leo en The New York Times que Richard Larson, considerado el mayor experto del mundo en colas, asegura que para el ser humano la idiosincrasia de la cola tiene mayor peso que las estadísticas relacionadas con la propia espera: importa más la percepción de igualdad (mucha gente se vuelve agresiva si alguien se cuela) o el derecho a una explicación, porque está demostrado que se hace cola más a gusto si se está bien informado. La clave radica en sentir que el tiempo que se consume no es en balde. Esa fue una de las razones, cuando empezaron a propagarse los rascacielos, por las que se multiplicaron las quejas sobre los retrasos de los ascensores; y de ahí el hallazgo de los espejos para que la gente se atusara el pelo. En algunos aeropuertos, como el de Houston, decidieron alejar la recogida de equipajes de las puertas de llegada, a pesar de que la gente tenía que andar mucho más, para que aguardasen menos ante la cinta. El tiempo desocupado era inferior al ocupado, y el pasajero se sentía complacido. Desde niños se nos enseña a guardar el turno. Pero a menudo se transgrede. La cola no es más que una metáfora de la equidad. Y el ahorrárselas, de privilegio. Los millonarios, por ejemplo, cuando les anuncian una subida de impuestos, hacen las maletas y se van, sin soportar ni un minuto de incertidumbre. Igual que quienes esconden millones bajo el colchón y ni con acicates como la amnistía fiscal están dispuestos a ponerse en la cola de la legalidad -de los 2.500 millones que el Gobierno esperaba recaudar, sólo ha ingresado 50-. Y es que del caos a la eficacia, o de la responsabilidad al fraude, siempre hay más de uno dispuesto a ralentizar la cola del futuro.

(La Vanguardia)

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17 de septiembre de 2012
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Letizia, a los cuarenta

La princesa Letizia cumple cuarenta años. La edad en la que los amigos te preparan un vídeo con las fotos de tu vida para demostrarte que te quieren. O tu pareja te organiza una fiesta sorpresa en la que, cuando la emoción da paso al vacío, siempre acabas echando de menos a alguien o algo. “Nel mezzo del cammin della nostra vita”, anunciaba Dante, como si la hoja de un cuchillo la partiera en una tajada rotundamente simétrica. Es una ilusión. La del hilo del tiempo que nos permite pensar a plazos y en décadas, pero lo que no has alcanzado hasta ahora va perdiendo el color del horizonte. Paciencia y resignación, palabras sabias de rosario de abuelas. Por fin sabes que difícilmente volverás a esa ciudad que pisaste por primera vez con la idea de que tan sólo era un aperitivo y que regresarías, porque hay demasiado mundo que aún no conoces. En verdad, la vida es una colección de aperitivos y con suerte, un par de bistecs. Y cuando ya de casi todo hace veinte años, adviertes cómo la complejidad de los días, lejos de suavizarse, enreda sus nudos. Aún y así, los cuarenta se venden hoy como la madura juventud, los treinta de antes, dicen. La edad en la que las mujeres lucen bien las joyas pero sin enterrar las minifaldas. Como Letizia, cuya percepción popular es bicéfala: si bien las encuestas del CIS indican un alto grado de aceptación popular de su figura, abundan los mentideros donde se la sigue presentando como la periodista ambiciosa del “braguetazo”, la que quiere reinar, inquisitiva y perfeccionista hasta la obsesión, la que no se habla con sus cuñadas, se retoca la cara cada semana, la que se ha raniajordaniado, no come y viste de baratillo. Además de esa voz tan voz miserable: “Lo de Urdangarin le ha venido muy bien a Letizia”, como si su rol dependiera de las tropelías de su cuñado. Lo advertía Unamuno: “La envidia es la íntima gangrena del alma española”. Marcada desde el principio por su primera frase en Zarzuela -”¡déjame hablar!”-, la princesa de Asturias, a pesar de contertulios visionarios, no ha cometido errores; su imagen institucional en el exterior ha sido impecable, y en su pequeña parcela de actuación enarbola banderas que van desde el apoyo a la formación profesional hasta la lucha contra las enfermedades raras o el fomento de la lectura. La Casa Real estrena ahora su web con un objetivo único: la transparencia, consciente del debate acerca de su futuro, y del cartucho que representa la princesa para una monarquía en transición. Porque hace ocho años, Letizia Ortiz poco podía imaginarse que el estrepitoso escenario de sus cuarenta también sería el de su gran oportunidad.

(La Vanguardia)

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12 de septiembre de 2012
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Bretón y el mal

  “Por fin uno que no es un loco ni un trastornado, sino un malvado”, me dijo una colega cuando trascendió la noticia del caso de los niños Ruth y José. El retrato psicológico de su padre, José Bretón, difundido por la prensa a partir de su biografía y los informes psiquiátricos, lo ha perfilado desde el minuto uno como sospechoso, aunque no haya habido sentencia que describa con mayor precisión al personaje que la de Ruth Ortiz: “Todo el mundo que conoce a Bretón sabe que él no ha perdido a los niños y a los que no lo conocen se lo digo yo: él es el responsable de la desaparición de mis hijos”. Y se abrió un mundo con siete palabras: “Él no ha perdido a los niños”. Un hombre cuidadoso y obsesivo, autoritario y controlador, un hombre con ojos en la espalda y de “fría inteligencia” -muestra de cómo el lenguaje resulta impotente para diferenciar entre el mal impulsivo y el calculado al milímetro- escenificaba las reconstrucciones de los hechos con los ojos del pueblo clavados en los suyos. Sin desmoronarse, con gran ausencia de imaginación moral. Los psiquiatras insisten en desligar locura de maldad, desalentando al instinto social que quiere alcanzar una explicación para determinar que las conductas más infames, como la del padre que presuntamente mata y quema a sus hijos en un acto de venganza, son producto de los defectos en la masa cerebral. De la locura, decimos, aunque la estadística demuestre que buena parte de los enfermos mentales son víctimas y no criminales. La humanidad necesita psicologizar al malvado, entender su disfuncionalidad, su acción desprovista del mecanismo inhibitorio que impide la agresión humana y garantiza la convivencia. Pensar que no distingue el bien del mal. También desea apartarlo del mundo, considerarlo un engendro, impedir que haga más daño; hasta el extremo de que muchos se cuestionen por qué la justicia, al castigar, perdona mientras la sociedad exige una pena verdaderamente aflictiva. Bretón trazó un plan basado en el despecho: flores para su mujer, a quien nunca antes había regalado una rosa, ni en su aniversario; llamadas insistentes en busca de una respuesta que pudiera desactivar su plan. Transposición de responsabilidades, como si jugara al pensamiento mágico, olvidando que lo que estaba en juego era la vida de sus hijos: “Si responde a mi llamada y vuelve, correré a sus brazos; si no, los mataré”. Su conducta parece responder al patrón de la autorresistencia: ponerse a prueba varias veces en poco tiempo porque así hay más probabilidades de explotar. Su nudo negro parece ser, como para tantos otros maltratadores, el abandono de su mujer, un asunto psicoafectivo como larva del mal. Dicen que casi nunca hablaba de sus hijos. Que era intransigente y duro con ellos, y que apenas mostró compasión cuando desaparecieron. Considerarlo un loco es un auténtico agravio para los enfermos mentales. Un (presunto) criminal abyecto, eso es lo que es.

(La Vanguardia)

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10 de septiembre de 2012
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Rajoy y la realidad

El presidente del Gobierno ha tenido problemas con lo real. ?Quien me ha impedido cumplir mi programa ha sido la realidad?, declaró en ABC, en una declinación más adulta del ?yo no he sido?. Elena Valenciano lo ha tachado de cínico o incompetente, pero yo casi acierto a ver a un Rajoy presocrático. Plañidero, resignado, humano, el presidente ha tenido que reconocer que cuando la realidad sale a tu encuentro los compromisos se tornan desechables, igual que les ocurre a esos amores imposibles cuando se acaba la pasión y empieza el olvido: ?se impuso la realidad? resuelven taciturnos. Pero ¿realidad o realidades? ¿Cuántas hay? El plural contribuye a amansar el prurito existencial del no saber, aunque necesitemos una imagen fija, en singular, como parámetro frente al caos. La física moderna asegura que el cerebro no hace diferencias entre lo que ve y lo que imagina o recrea, de forma que para los cuánticos, apoyados en la investigación de las partículas elementales, cada persona crea su propia realidad llegando a la misma conclusión que la filosofía: la realidad humana es inverificable hasta el extremo de que existen tantas como seres circundan sus límites. Pero la gravedad de la frase de Rajoy radica en enfrentar dos palabras que nunca deberían ser antagónicas, como programa electoral y realidad, cuya armonización va incluida en el sueldo del político. El pasado noviembre casi once millones de españoles votaron al PP porque querían escapar del progresivo sentido de la ficción que acabó representando Zapatero. Con esa aureola de M&M, los pies en el suelo y fama de eficaces, los populares ganaron tanto por desgaste de sus antecesores como por la huida hacia delante de un electorado que tan sólo abrazaba una idea: un gobierno fuerte que pudiera darle un vuelco a la realidad. Es ingenuo creer que los equipos de asesores de Rajoy no supieran calibrar hasta dónde cubría el agua; que barones y lideresas se afanaran en ocultar las manchas bajo la alfombra. Cierto es que en plena bancarrota moral a nadie le extraña que un político venda en la feria su programa electoral a sabiendas de que cuando alcance el poder hará lo que pueda. Con razón se han bautizado nuestros tiempos como ?la era del fracaso de la política?, agotadas las posibilidades de optimizar la gestión en lugar de podar derechos y deshilachar el tejido social. A golpes de mando se va postergando la esperanza, mientras el futuro se ensombrece hasta el extremo de que el propio presidente del Gobierno ha acabado por reconocer que incluso él desconfía de la política, una vez se sabe incapaz no ya de cambiar la realidad sino ni tan siquiera de atemperarla.

(La Vanguardia)

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5 de septiembre de 2012
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Fonendos insumisos

De pequeña quería ser médico, cuando las matemáticas aún no se me resistían y la muerte apenas era un lejano sombreado. A los doce años cayó en mis manos la historia del Dr. Barnard, el cirujano que realizó el primer trasplante de corazón y que luego empezó a acostarse con la fama y a casarse con modelos. Su caudal de emotividad explicando cómo un corazón humano empezó a latir en otro cuerpo rodeado de gorros expectantes y látex erizados halló en mí una sierva dispuesta a encender su vocación y a rozar la idealizada heroicidad de quien salva vidas en lugar de almas. Claro está que no todos los médicos eran como el bronceado y dentón Dr. Barnard. Los que entonces nos sanaban, atendían a tres o cuatro pueblos a la vez e igual asistían un parto que le pinchaban la insulina a la abuela o cosían la rodilla de un niño. El maletín del médico de cabecera contenía un mundo misterioso regado por un olor terapéutico similar al de las farmacias, esa extraña mezcla de amoxicilina, desinfectante y menta. Pero además de remedios, “el senyor metge” poseía un don especial que combinaba autoridad con benevolencia, e incluso parecía que no cobraba por hacer su trabajo. Los vuelcos existenciales suelen rozar los extremos. Alejadas las fantasías clínicas me convertí en una hipocondriaca aventajada de las que compadecen al galeno por tener que anunciar el peor de los diagnósticos, pero capaz de revertir un instante la angustia en un sentimiento de eufórica resurrección al conocer la benignidad del asunto. Como era previsible acabé enamorándome de una bata blanca, y también aprendí a admirar el valor de esos ángeles en la tierra que son las sufridas enfermeras y enfermeros que cuando te conviertes en casi nada, un cuerpo tumbado sobre una camilla con papel cebolla y peúcos azules, tienen la palabra exacta para acompañarte en la soledad preanestesia. Si cada uno de nosotros contáramos nuestra vida siguiendo el hilo de nuestras patologías, descubriríamos hasta qué punto el cuerpo reacciona gracias a alguien que casi siempre hace horas extras. Las mismas que ahora están dispuestos a hacer los casi 1.800 profesionales insumisos para cumplir su juramento hipocrático y evitar la expulsión de los parias del sistema sanitario. Hay una construcción semántica interesante que estos días ha repetido el gobierno: “Atenderemos a los ‘sin papeles’, pero cobrándoles”. ¿A las prostitutas nigerianas, los menores apátridas, los sintecho, los sin nada? Por qué no afirman también que todos los parados tendrán trabajo si se pagan su propio sueldo. El “no” de estos médicos a aceptar uno de los mayores retrocesos no sólo sociales, sino éticos, con el que se pretende minimizar la insostenibilidad del sistema, muestra cómo entre la expropiación de la salud pública a los indocumentados y la firme reacción de los colectivos sanitarios para detener un estado de excepción hay tan sólo una humilde conjunción, eso sí, sangrante. (La Vanguardia)

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3 de septiembre de 2012
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El circo de la moda

Entras en un desfile y, a diferencia de una sala de cine, donde los ojos tienen que ir acostumbrándose a la oscuridad y a la pantalla, debes dilatar bien las pupilas antes de empezar a observar; pero, sobre todo, tienes que ponerle un filtro a tu mirada. No creerte todo lo que ves. No dejarte maravillar por el envoltorio. No envidiar la elegancia ajena, que a menudo es tan vulnerable como un jilguero. Ni aturdirte por el frenesí que reina en los pasillos de la moda. Eso sí, empuña bien la invitación para que nadie te expulse del paraíso. Acomoda pacientemente el cuerpo en un banco sin respaldo, el lugar que en este baile de máscaras te asigna una tropa de relaciones públicas. Entreténte con el smartphone para simular que estás muy ocupada y que no tienes nada que decirle a quien se sienta a tu lado. Y lo más difícil, mirar de soslayo sin mostrar demasiado interés en todo aquello que te rodea aunque en realidad sea a lo que hemos venido: a admirar lo raro, lo excesivo, lo diferente, lo nuevo. En el juego de apariencias de una pasarela hay traspiés y disparate. De repente, una clienta rusa que parece llegada a  un baile de la corte del zar exige un mejor asiento. O una periodista francesa que imita la vestimenta del Cirque du Soleil bracea desesperadamente por saludar a Mr. Arnault. Un aire falsamente cortés planea por la sala como un ave de mirada torva. Te asombra que  dos o tres mujeres, bien vestidas, subidas encima de veinte centímetros, se empujen groseramente hasta alcanzar la puerta sagrada. O te compadeces de esas modelos desvalidas que llegan corriendo del anterior desfile, y que ya han aprendido que sonreír no está de moda, por lo que parecen dolientes aunque solo les molesten las pestañas postizas. Nada es normal, pero tú debes aparentar un aire de absoluta normalidad porque estás allí dentro. Más de 150.000 personas peregrinan entre Nueva York, Milán y París dos veces al año, algunas como observadoras invisibles, otras como artistas «autoinvitadas» dispuestas a atraer los ojos hacia su sombrero o sus zapatos mientras las modelos avanzan en ese tapis roulant que tiende al infinito. Detrás de la pasarela se escenifica un repertorio de emociones tan humanas como las de la gente corriente. Eso es: inseguridad, miedo, envidia, pasión, frustración, error, silencios, llantos. Lo que no se ve y que en este número hemos querido acercarte. Siempre hay un instante, cuando se consumen los veinte minutos del ritual, en el que te preguntas qué será del diseñador cuando focos, flashes, indiferencia o admiración congelen su sonrisa, consciente de la presión que cae sobre sus espaldas en ese circo envidiado, pero circo al fin y al cabo. (Marie Claire)

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22 de agosto de 2012
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El Boomeran(g)
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