Joana Bonet
Sería banal decir que Esperanza Aguirre hizo de la espontaneidad una de sus inquebrantables reglas de estilo. Pero pocos gobernantes ha habido con tan admirable ausencia del sentido del ridículo y tan arrolladora campechanía. Acaso haya sido la política con mayor confianza y seguridad en sí misma que ha dado la democracia. La que se ha ventilado de un plumazo todos los estereotipos: ¿mujeres infelices porque no pueden llegar a todo? ¡Quia!… ella, cuyo mantra era “a pico y pala”, incluso iba a esperar a su marido el sábado al aeropuerto. ¿Inseguras y torturadas a las que la buena respuesta se les ocurre cuando ya han apagado los focos? Esperanza no titubeaba. ¿Nostálgica? Jamás, apurando el día como el alcohólico la última copa.
Una mujer capaz de dar una rueda de prensa recién emergida de un atentado terrorista en Bombay con calcetines blancos de colegiala, glosando morbosamente cómo, descalza, había pisado sangre. El icono de la derecha más liberal (y más derecha), bilingüe feliz que ha hecho de ello su más satisfactoria cruzada en los colegios de la comunidad, tildada de inculta, laísta, pero con uno de los mejores acentos ingleses de nuestra monolingüe clase política; asegura que dimite por lo que todos tememos que ocurra un día: sentir que no estamos viviendo lo que en verdad importa.
Su retirada la humaniza a la vez que esparce intrigas. Ahí están las lágrimas, la desacomplejada expresividad de quien no teme que se le vea papada porque ríe hasta con el cuello. “Tuve que poner estas luces en el baño -me dijo en una ocasión, ante un espejo iluminado como un camerino- … claro, Ruiz-Gallardón no se maquillaba”. Y propuso que se la fotografiara poniéndose rímel. “Soy feminista-feminista”, afirmó, pero a nadie se le ocurrió nunca analizar el feminismo de Aguirre. “¿Cuántas mujeres hay en los maitines de Génova? Cero”, reflexionaba, destacando que habían tenido que pasar cien elecciones para que una mujer presidiera una comunidad autónoma. “Cien”. Ella fue la primera. Con sus salidas de tiesto, guión y micro. Sus disparates inspirados, sus improvisaciones que rozaban la ingeniería neuropolítica. A su alrededor se formaba un paisaje humano insólito, desde jubilados a los que animaba a que se apuntaran a un crucero del Imserso hasta periodistas atónitos ante sus sobreactuaciones. Dimite, y su silencio se convierte en ríos de tinta que acallan por un día el torpedo independentista. Ella, la amiga de Maragall, la que reivindica su cuarterón catalán. La todoterreno a la que tanto envidiaban sus más acérrimos enemigos ideológicos. En Sol siempre repicaba su andar, firme y apresurado. Porque el verso suelto fue siempre ella.
(La Vanguardia)