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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales como Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), Icon de El País, Marie Claire, y Woman. Ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (El País, Vogue, la cadena SER, Onda Cero, TV3 y TVE) y ha publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Actualmente es columnista de La Vanguardia y directora del Magazine

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Lolitas

“Nunca vibraba bajo mi caricia”, reconocía Hubert H. a medida que avanzaba su obsesión por Lolita, y aún y así, el personaje que psiquiatras y lectores le debemos a Nabokov (porque sólo la literatura es capaz de bucear en territorios inexplorados e indecibles) reconocía hacer todo lo posible para ser feliz. Entre el deseo y el tabú, su caso representaba “una tempestad en un tubo de ensayo”, como se dice en el prólogo de una vieja edición de Grijalbo. Corría 1955 cuando el juicio moral a los amores de un hombre maduro con una niña revirtió en una cascada de declaraciones de médicos que reconocían que ese tipo de amor abyecto sacudía a un 15% de la población masculina de Estaddos Unidos. Hubo quien dijo que se quedaban cortos. Han transcurrido casi sesenta años y las lolitas de hoy ya no esperan a los catorce para pintarse los labios, aunque aún no puedan desasirse ni poniéndose de puntillas de la reconfortante infancia que todavía las habita. Campan en una frontera indeterminada. Desarrolladas por fuera, con los focos de su feminidad exultantes, pero con la ternura del crecer por dentro. La pornografía -que no la información sexual, tan indispensable- les entró a través de las ventanas de sus series yonkis. La publicidad las ha adultizado y, a pesar de las autorregulaciones para que hasta los 16 no se suban a una pasarela, ahí siguen, tropezando con altivez e inocencia. A partir del dramático caso de El Salobral, del asesinato de una niña por quien decía amarla locamente, resurge el debate sobre el límite de edad en las relaciones sexuales: regulación frente a libertad con matices. Es comprensible el rechazo que produjo que una niña de 16 años pudiera abortar sin el permiso paterno, pero en cambio es sorprendente que no se haya movido ni una pestaña tras el anuncio de Gallardón de que va a postergar el retraso de la edad legal para casarse: ¡catorce! Persiste una iconografía universal que humedece el deseo a fuerza de abuso, y que perpetúa el mito de la virgen, de la niña que sucumbe a los encantos de un hombre ya maleado. Suele ser falso. La pederastia es mucho más que una perversión. Es un negocio sin fondo que en los burdeles de Bombay amontona a miles de niñas de entre seis y nueve años, cuyos órganos sexuales aún no se han desarrollado; o las pequeñas con camiseta de Hello Kitty que vi en las calles de Phnom Penh, minúsculos cuerpos infectados de sida. Al otro lado, en el de la normalidad, sólo hace falta ojear los anuncios de prostitución que aparecen en los periódicos para comprobar el incontenible uso de diminutivos. De “culitos”, “viciosillas”, “peluditas”… aunque la palabra estrella no haya variado desde los tiempos de Nabokov: “jovencitas”.

(La Vanguardia)

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31 de octubre de 2012
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Taxis sin chándal

Cuando subimos a un taxi, no siempre advertimos quién lo conduce. Apresurados, pegados al teléfono, perdidos en un lugar extraño, hemos aprendido a levantar un muro invisible para aislarnos desde el asiento de atrás aunque no siempre lo consigamos. Tan sólo una idea prevalece: llegar a destino con rapidez y eficacia. De sobra sabemos que en las sociedades hipermodernas se fracturó la línea del tiempo. Alteramos pequeños rituales que se nos atragantan, ponemos el piloto automático para cumplir con actos más triviales y ocupamos un lugar en la vida que oscila entre lo inmutable y lo inestable. Cuando el día se desparrama, la mañana presta aún a desplegar sus alfombras, y una cadena de abruptos ensucia su blanca hoja, el ademán de alzar la mano para parar un taxi resulta una promesa de alivio. Tomar asiento, aunque este permanezca aún caliente y con el perfume o el hedor del anterior viajero, cerrar la puerta y dar la dirección se ha convertido en un gesto universal que cuenta con una variada gama de grises. Porque hay taxistas que te hacen parecer un intruso y otros que te reciben como a un invitado; quienes te revientan los tímpanos con la radio y los que conservan su pequeño habitáculo a la temperatura de un congelador. No hay historia urbana sin un taxi. El cine ha dado buena cuenta de ello con psicólogos de andar por casa como los de Almodóvar, justicieros como De Niro en Taxi Driver, costumbristas como los de las comedias all’italiana o excéntricos como el de Jo, ¡qué noche!. Y aunque el periodista Paul Johnson sostuviera que nunca debía citarse a los profesionales del volante en una columna, “al menos en cuestiones políticas”, cada día millones de personas en todo el mundo utilizan a uno de ellos como interlocutor para obtener información. De todo tipo. En cualquier ciudad del mapa, los taxis son un índice para medir su nivel de progreso y civismo. Una tarjeta de visita, una conversación sorprendente, un suceso lamentable. Hoy, cuando lo público decrece, el taxi representa un interespacio a medio camino entre lo común y lo privado. Esto es lo que ha debido valorar el Ayuntamiento de Madrid al ultimar un proyecto de nueva ordenanza en la que se prohíbe que los conductores vayan vestidos de tarde de sofá. Considerados como correas de transmisión sociocultural, Ana Botella los quiere aseados, alfabetizados -será obligatorio tener la ESO- y sin chándal, justo cuando una encuesta nacional ha certificado que los taxis barceloneses -donde, por cierto, uno de cada seis chóferes es inmigrante- han desbancado a los de la capital del primer puesto en el ranking de mejor servicio. El factor diferencial se agarra a un volante dispuesto a mostrar que lo que separa a los taxis class de los taxis cutres no es sólo una cuestión de dress-code o idiosincrasia, sino de buena educación y silencioso GPS.

(La Vanguardia)

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29 de octubre de 2012
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En el ascensor

¿Por qué nos quedamos quietos y silenciosos cuando subimos a un ascensor con gente dentro? Casi como estatuas, perdemos el gesto al tiempo que un aire de incomodidad nos aísla a pesar de estar más cerca que nunca de los otros. Se rompe nuestro cordón invisible, la proxemia -que delimita la distancia personal con el equivalente a la longitud del brazo-; y una vez invadida nuestra esfera espacial, nos rozamos la espalda o el codo y forzosamente olemos el pelo o identificamos el perfume de quien tenemos al lado. En la medida de lo posible evitamos el contacto visual. Demasiado desafío a nuestra intimidad. Apretamos el botón con torpeza, y una rigidez antinatural se apropia de nuestros músculos, así como una expresión ciertamente piadosa que nos hace mirar fijamente la punta de los zapatos, y lo que es más raro aún, las uñas de la mano como si nos acabaran de hacer la manicura. Apenas nos atrevemos a posar los ojos en el otro, a no ser que hablemos del tiempo. ¿Cuántas veces nos hemos prometido no caer en el socorrido recurso meteorológico para maquillar ese nada que decir, aunque invariablemente acabemos refiriéndonos con un aire impostado al día brumoso? Contaba Peter Sellers que para combatir la abulia de los ascensores de hotel inventaba historias fantásticas en voz alta: “¿Has dejado encerrado al mono? -le preguntaba a su compinche-. Sabes que la última vez se escapó, se volvió loco y lo destrozó todo”. Pocas veces asociamos el ascensor con una forma de transporte público. El doctor Lee Gray, especialista en observar cómo actuamos en ellos, asegura que se convierten en un interesante espacio social ya que en ellos el individuo no tiene el control. Y precisamente es ese desempoderamiento lo que nos causa ansiedad, fobia e incluso terror. Por eso nos comportamos de forma tan rara. Gray detalla la coreografía que interpretamos inconscientemente: entramos y por lo general nos ponemos de frente a la puerta. Si somos dos, escogemos diferentes esquinas, en diagonal; si llega una tercera persona, formamos un triángulo y cuando entra una cuarta, un cuadrado, con uno en cada esquina. Una quinta persona probablemente quedará en el centro. Eso sí, cuando estamos a solas, lo usamos como una caja privada que adopta aires de camerino. La metáfora del ascensor social continúa siendo válida, aunque en los últimos años no se cumpla; como si el ascensor llevara un lustro estropeado, encajonado entre dos pisos, aprisionando a las familias e impidiendo que los hijos escalen un piso. En su lugar: descenso social, claustrofobia. El problema es que nunca terminan de llegar los bomberos. (La Vanguardia)

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24 de octubre de 2012
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Ineludible Brad

 

  Nunca hubiéramos imaginado que el equivalente a Marilyn Monroe en el siglo XXI sería un hombre: Brad Pitt. Así de claro lo vieron los equipos creativos de los perfumes Chanel al escogerlo para anunciar su mítico N.º 5. Porque de Catherine Deneuve a Nicole Kidman, del eterno femenino al hombre megasexual, hay un considerable salto en el que han variado profundamente los roles de género, se han flexibilizado las identidades y, en nombre de la audacia, también se ha empezado a cuestionar el tan manido “factor aspiracional” según el cual hombres y mujeres quieren verse reflejados en alguien de su mismo sexo que les aliente a soñar, y a consumir. Hace ya veintiséis años sufrimos el impacto de una mujer vendiendo una fragancia para hombre que buscaba “a Jacq’s” mientras abría la pronunciada cremallera de su mono rojo, como si el segundo acto fuera consecuencia del primero. Un cuarto de siglo ha tenido que pasar para que un hombre haga ese mismo papel, pero sin escote. Los melifluos pudores siempre han desaconsejado que los hombres anuncien productos para mujeres. Ese miedo al travestismo, a la blandura, al esperpento incluso; el juicio a la masculinidad, que durante mucho tiempo no contemplaba el plural y sólo podía ser una. Pitt apenas sonríe, en su gesto hay gravedad y trascendencia, lleva un esmerado botón de la camisa abierto, y todo ello en un blanco y negro que remite a las películas de arte y ensayo. El spot, dirigido por Joe Wright, (autor de Expiación y la esperada Ana Karenina), es un anuncio sobrio, de cámara, puro acting, que reposa por completo en el magnetismo del actor. Treinta y pocos segundos, dos únicos planos, con un poema a medio camino entre Hojas de hierba de Whitman y el canto a un amor perdido aunque en ningún momento aparezca la palabra amor (“pero vaya a donde vaya ahí estás, mi suerte, mi destino, mi fortuna”) demuestran que lo ineludible no es el perfume, sino Brad. Desde su debut, rubio y descamisado, en aquella road movie feminista que fue Thelma & Louise supimos que tendría que dejarse la piel para romper la etiqueta de “niño bonito”. Simbiosis de Brando -actor de retos, siempre sin red- y de Dean -rebelde y consciente de su hipnótico poder se seducción-, Pitt ha conseguido lo imposible: madurar en Hollywood, aprendiendo de los mejores (Malick, los Coen, Fincher) a mezclar lo comercial, lo arty y lo intelectual. Recientemente, en una entrevista para Interview, su amigo Guy Ritchie le pedía que se juzgase como actor: “Puñeteramente sólido”, respondía sin complejos. A un año de cumplir cincuenta, ha ganado dinero y prestigio a partes iguales, ha conseguido mantener un halo impenetrable y sigue rompiendo techos masculinos como el de ser el primer hombre que le pone cara al no-perfume que un día inventó Coco Chanel. Un perfume sin nombre, sin dibujo, sin curvas, pero con sexo. (La Vanguardia)

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22 de octubre de 2012
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Con Karl

«No sonrías», me dice al oído después de ver en el ordenador los primeros disparos de este retrato. Le hago caso. No se puede sonreír al lado de Karl Lagerfeld, aunque paladees un instante de felicidad. Pero sí aplaudir de gozo. Manotear como hace él cuando se divierte contando una historia. A su alrededor solo se permite la felicidad. Gente vivaz, curiosa, y sobria, sin la marca del tedio. Nada que ver con el cuento del ogro; sí, en cambio, de personaje casi sobrenatural. Un mito andante, irrepetible. Durante los cuatro encuentros que mantenemos habla cuatro lenguas, recita versos de Catherine Pozzi ?«qué raro, muy poca gente la conoce, es brillante», me dice el periodista y poeta Antonio Lucas cuando le hablo de mi hallazgo?, lee ocho periódicos al día, rastrea la última novedad musical que graba en sus iPods y regala cortésmente. Y como un enjambre de abejas, continuamente entran y salen asistentes mostrándole el work in progress de algún proyecto. KL dice que quiere pasar por las vidas ajenas como una aparición y no entrar en ellas como algo real. Así ha sido en esta historia desde aquel mediodía en el Café Le Basile, en el que su directora de comunicación, Caroline Lebar, fue escribiendo sobre la pantalla de su iPad el proyecto de celebrar nuestro número 25 aniversario con Karl Lagerfeld como editor invitado. «Os invita a comer a casa», me comunicó al cabo de un mes escaso. Fue el inicio de una inmersión en el diseñador más influyente en los últimos 25 años, que recibirá en noviembre el Prix Marie Claire 2012. De una escuela donde los únicos límites ha sido la mediocridad mientras íbamos cruzando pdfs con páginas entre la redacción de Madrid y su estudio en París. «Quería hacer algo en España, ahora que las cosas no están muy bien allí. Algo optimista, mostrar mi apoyo». Sería pretencioso decir que el papel de Lagerfeld en la moda ha sido el de modernizar el concepto de prêt-à-porter. Pero ha sido así y lo ha excedido. Su autoridad en la moda y en las artes, su vasta cultura y sus múltiples facetas lo coronan como un gurú de la imagen. Podríamos decir que Lagerfeld siempre ha estado ahí, pero cada temporada con más vigor. Recorrer los veinticinco años de la historia de Marie Claire ha sido un sueño de cualquier editora de revista de moda, además de aprender a no sonreír en la foto. Pero sobre todo este es el tributo que queríamos ofrecer a quienes nos habéis dado el alma desde el otro lado. A las lectoras.

A ti, que haces crujir este papel, que abrazas la vida en minúsculas y escarbas por la empinada cuesta del deseo, que aceptas tus contradicciones y sientes que solo dudando puedes acceder a la verdad; a ti, que deseas conocer las realidades invisibles, que no quieres el típico menú de revista para mujeres; a ti, que a veces sientes que te falta algo, amor, chocolate, piernas? A ti, porque desde hace veinticinco años te prometimos amor y buenos sumarios. Gracias. (Marie Claire)

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19 de octubre de 2012
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Maldades literarias

¿Por qué cada año nos hacen creer que aún se mantiene el suspense en la elección del premio Planeta a pocas horas de su entrega, cuando ganador y finalista están sentados en las mesas, mudos en su desasosiego, al conocer de antemano el resultado? Por el ritual. Por los pseudónimos, tan enrocados. Las quinielas de la mesa. Las plicas impacientes. También por la tradición que convierte esta noche en un acontecimiento social en el que todo el mundo quiere ver y ser visto, y que incluso es capaz de transmitir un beneficio simbólico a sus invitados. Pienso en los libros anónimos que pueden haber llegado a las oficinas de Carles Revés para acariciar el sueño del Planeta, dispuestos a ser identificados como oro negro. Y en el entramado de agentes, editores y lectores que informan y discriminan lo interesante de lo mediocre, sabiendo que no siempre el éxito acompaña al talento. Porque la historia de la literatura también es una historia de actos fallidos, desprecios y cegueras. Día a día, las editoriales rechazan miles de manuscritos en una sociedad donde son más quienes quieren escribir que leer. Narradores natos, todos llevamos una novela dentro, de ahí ese endiosamiento con el que a menudo despreciamos un libro, a veces porque no penetra en ninguna zona sombreada; otras, por capricho, de la misma forma en que preferimos un chicle de sandía a uno de melón. O bien porque anteponemos nuestra novela imaginaria a la real, como aquellos editores con un elevado concepto de sí mismos que protagonizaron rechazos históricos: André Gide en Gallimard, devolviendo el original de En busca del tiempo perdido (lo acabó financiando el propio Proust en Grasset); aquel individuo que le recomendó a Francis Scott Fitzgerald liquidar al personaje de Gatsby; las veintidós negativas que recibió Dublineses, o Carlos Barral, que se lamentó toda su vida de haber rechazado Cien años de soledad. La revista cultural Flavorwire acaba de reunir una selección de quince tempranas críticas virulentas y tremendamente osadas, a menudo condicionadas por la moral o el provincianismo del crítico en cuestión, que arremetieron contra obras maestras de la literatura. Lolita era “aburrida, aburrida, aburrida, de manera pretenciosa… y repulsiva”. Cumbres borrascosas tampoco salió mejor parada: “Una mezcla de depravación vulgar y horrores antinaturales”. O la sentencia de Le Figaro: “Monsieur Flaubert no es escritor”. Moralizantes, mordaces, dogmáticos… en las antípodas de la tibieza contemporánea; hubo un tiempo en que el crítico era dios y el editor el espíritu santo; eso ocurría cuando la crítica literaria se aceptaba como una religión, un tiempo sin nostalgias.

(La Vanguardia)

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17 de octubre de 2012
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Puesta de rosa

Existen más días internacionales que fechas en el calendario. Enfermedades, causas perdidas, quimeras como el día universal del ahorro, o ambiciones morales como el día internacional para la Tolerancia. Los estériles, las menopáusicas, los meteorólogos, la propiedad intelectual o la sequía tienen derecho a un día señalado en rojo en el que se orquesta un programa de actos como percha mediática. Mi recuerdo más compacto sobre la obligación de salir de uno mismo para contribuir a una cruzada ajena es, sin lugar a dudas, el Domund, ese día en que, al igual que en la Palma o l’Aplec, deseábamos que luciera el sol porque ni su crudo leitmotiv despojaba al Domund de su carácter festivo, rociado de esa condescendencia que emana de la caridad. Con los años, pasamos del regocijo que significaba llevar una hucha con negritos y estampar pegatinas en la solapa, a pensar si aquello servía para algo.

Lo mismo que sentí al escuchar a Michelle Bachelet explicando el objetivo del día internacional de la Niña, que se celebró por primera vez el pasado viernes, y que en España pasó por el Bernabeu. Así es, los publicistas de la ONU consiguieron iluminar de rosa el Empire State, las cataratas del Niágara, las pirámides de Egipto o la Sirenita de Copenhague.

En España, el emblema escogido fue la fachada principal del estadio madridista -el merengue Wert ya debía de estar tras la pista con su ansioso programa de españolización-. Por una noche, el campo rosificó su faz y dulcificó a sus hidras con un coro de cuarenta niños. Y me pregunto si el balance entre gastos y beneficios es positivo. Si asistir a esos espectáculos de luces que mudan el paisaje y te abstraen -como me ocurre con la torre Eiffel cada vez que brilla con sus lentejuelas- puede encender conciencias y activar donaciones. Contribuir no sólo a recordar, sino a levantarse de la silla por los 75 millones de niñas que no pueden ir a la escuela, o los ¡400 millones! de niñas forzadas a casarse siendo menores de edad. La pasada semana, en Pakistán, le metieron una bala en la cabeza a Malala Yousufzai, de catorce años, por defender el derecho a estudiar. Ni de lejos nos acercamos a cumplir el segundo objetivo del milenio: la escolarización obligatoria y garantizada, aunque no exista otra llave para escapar de la barbarie. Bien lo saben los talibanes, que impiden que las niñas aprendan para que no se rebelen. O el Gobierno iraní, que ahora prohíbe más de setenta carreras a las mujeres -idiomas, literatura, informática…- porque “las empresas no están interesadas en contratarlas”. Integrismo, violencia, retroceso, mordaza. ¿Cómo combatirlo? ¿Recortando en solidaridad e invirtiendo en decoración? Iluminar un edificio emblemático, según consulto a empresas del sector, cuesta aproximadamente unos 30.000 euros. Educar a una niña en los países citados, como bien sabe la ONU, entre 50 y 70.

(La Vanguardia)

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15 de octubre de 2012
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Tiempo de listas

Orden y visibilidad. Brevedad, que no levedad. Inmediatez. El mundo se resume en un lápiz lector. En un pin con el cual obtienes de forma instantánea la promesa de una identidad social. En una onomatopeya como el sonido de la tarjeta de crédito al pasar por la ranura de la máquina. Siempre nos han seducido las listas, pero nuestros tiempos sobreinformados las han elevado casi a la categoría de género literario. Gustamos de la enumeración y la yuxtaposición, sin el estorbo de un argumento. A vista de pájaro, navegamos por las noticias más leídas del día -¡esa dimisión humana de lo poco original que sobrevalora la cantidad frente a la calidad, aun cuando braceamos por ser únicos!-. La irreprimible curiosidad de conocer los libros más vendidos o las mujeres más atractivas del mundo -¿a alguien en verdad le importa que Mila Kunis sea la más sexy según Esquire o Beyoncé para People?-. Por no hablar de las más influyentes según Forbes con su top ten previsible y soporífero: ¡cómo no va estar Angela Merkel! Hay listas existenciales, del estilo de la que escribió Coixet para su protagonista de Mi vida sin mí -las diez cosas que te gustaría hacer antes de morir-, al igual que las Bucket lists, que toman su nombre de una película en la que dos enfermos terminales registran sus deseos por cumplir, todo un fenómeno. Listas que unen: New Musical Express proponía a sus lectores digitales el pasado viernes elegir las canciones que “les hacen llorar”. O que abren boca, como la de los 50 mejores restaurantes del mundo, según la revista Restaurant, una de las pocas en que los españoles salimos bien parados. El almanaque Schott’s Original Miscellany, la biblia de las listas, recoge desde cómo decir “te quiero” en 43 idiomas hasta la relación completa de los gases nobles. Las listas producen sosiego y estímulo a la vez. Comprimen la intención y al tiempo la jerarquizan. En los museos, algunas son un objeto artístico. Su naturaleza contradictoria las hace sexis, y adaptables a cualquier cerebro. Para los niños, parece un juego recitar el alfabeto, sobre todo al llegar a la “o-p-q” cuando sube el tono. Y cuán placentero resultaba estudiar las capitales del mundo como si al memorizarlas la tierra cupiera en nuestra cabeza. Porque las listas cartografían un mundo de conocimiento, pero también nos permiten ejercer filias y fobias, aplauso y silencio. Claro que cuentan una historia entre líneas: lo que eliges y lo que descartas. Aunque a menudo lidiamos con viejas listas que, indolentes y paralizadas, arrastran asuntos pendientes, esos nombres que ilusoriamente pasan de página cada semana y cuya esperanza es que se acaben cayendo de la lista. (La Vanguardia)

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10 de octubre de 2012
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Réquiem Erasmus

Hubo un tiempo en el que la aparición de un libro de Sartre, una película de Bergman o una colección de Balenciaga se convertía en un acontecimiento transatlántico. Los americanos aguardaban impacientes la demostración de la superioridad intelectual del viejo continente sin esperar soluciones definitivas ni discursos edificantes, pero decididos a escarpar la libertad mediante la exquisita cultura. Superadas guerras y horrores, el siglo XX engordó sus ilusiones progresistas al tiempo que edificaba el sueño de una identidad europea sin fronteras. En cambio hoy, en el nuevo orden mundial, que dos de los más grandes autores en lengua francesa, Modiano y Echenoz, acaben de publicar libro tan sólo mueve las pestañas de una élite escasa de aliento. Albert Camus, creador de mitos modernos, confesaba dudar a veces de que tuviera sentido salvar a los hombres: ?Pero todavía es posible salvar de esos hombres el espíritu y el cuerpo de los niños. Todavía es posible ofrecerles tanto las posibilidades de la felicidad como las de la belleza?. No ser capaces de salvaguardar la belleza por la que los griegos empuñaron las armas fue un pensamiento que siempre soliviantó a quienes, como Camus, creían que las grandes crisis dejaban tan mal cuerpo como una noche de excesos, aunque sin remedio que aliviara la resaca histórica. Ahora, en Europa, asistimos a un potlatch comunitario. No tanto para mantener el prestigio ?al igual que entre algunas tribus nativas norteamericanas y canadienses donde los más poderosos regalaban o destruían sus posesiones públicamente para reforzar su estatus? como para salir a flote. Caen los mitos levantados por los guardianes de la Europa unida, incluso sus mejores logros, como el programa Erasmus: una llave para conocer mundo y aprender a echar de menos, para limpiar la paja provinciana de los ojos y sustituir la experiencia por el prejuicio. Profundizar en un idioma significa ganar libertad. Y habitar lejos de casa implica saber comer al revés. Además de soñar que puede haber otro futuro más allá del que había acordonado el destino. De la calle que te vio nacer. De la cultura que te hizo uno de los suyos. No existe mayor terapia de choque para neutralizar las inseguridades narcisistas que viajar. Ni mejor ascensor profesional que las becas para estudiar fuera. Los dos millones y medio de erasmitos que en estos últimos veinticinco años han cumplido el sueño de cualquier extranjero, acabar sintiéndose como en casa, representan el triunfo de las fronteras abiertas y de la democratización del conocimiento -que ahora volverá a restringirse a las rentas altas?. Deberíamos pues entonar un réquiem sentido, porque cerrar el grifo para los estudiantes en tránsito que simbolizaban el acercamiento entre norte y sur significaría empequeñecer el mundo y renunciar a aquellas posibilidades reales de felicidad y belleza.

(La Vanguardia)

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8 de octubre de 2012
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En el reino de la moda

Sobrevuela la costura una bandada de cuervos como si aguardaran su suicidio. Ocurre desde que hace cinco años, con la muerte de Saint Laurent, se finiquitara el modelo clásico de couturier -y clásico también significa atormentado-. Los diseñadores italianos siempre fueron otra cosa respecto a los franceses, algo parecido a la diferencia entre ser inteligente y ser listo. Audaces en el negocio y en el marketing, convirtieron Milán en la capital del estilismo mientras a París se le exigía que siguiera inventando siluetas en su taller universal. En la última década, a la moda la ha remendado Asia gracias a la fiebre marquista de una nueva sociedad basada en la meritocracia y los logos. Y a las tendencias las ha socorrido el siglo XX. Reinterpretar los códigos del pasado, aumentar el ansia de belleza y mantener e incluso disparar las ventas. Esa ha sido la fórmula de los holdings del lujo: pasado, deseo, dinero. Y la clave de la formidable campaña mediática orquestada para salvaguardar el patrimonio de la Gran Francia: las maisons Dior y Saint Laurent, resucitadas con nuevas estrellas. “Al fin volvemos a tener moda en mayúsculas”, coreaba el público enaltecido dentro de la caja blanca que recortaba la cúpula del Hôtel des Invalides. Era el debut prêt-à-porter de Raf Simons, un belga ataviado con chaqueta de mezclilla, en las antípodas de su antecesor, el agitado Galliano, quien estampó el nombre de Dior en las alfombras rojas y lo ahogó en el escándalo. “Estoy reconsiderando el concepto de minimalismo, y puede ser sensual y sexual”, aseguraba Simons al tiempo que la prensa anunciaba la llegada del modernismo del siglo XXI, cincelado con pureza y curvas. Secretos y alborozos en el Petit Palais, a oscuras, rodearon la colección inaugural de Hedi Slimane al frente de Saint Laurent. Tanto es así que el creador ha sido bendecido por la reina madre, Pierre Bergé (quien fue pareja de Yves y cofundador de la marca), que hasta ahora había despreciado a los advenedizos. “Sublime, Slimane sí respeta los códigos de la marca”, dejó dicho. Sahariana y esmoquin, sí, clásicos en versión rock. A pesar del sofisticado imperio de la moda y su poder de influencia, desde hace varias temporadas no se lograba huir de un guión tedioso y escapista -que este invierno rinde tributo ¡al barroco!-. La claustrofobia repetitiva se excusaba en lo comercial a la par que susurrábamos: “¡Crisis de ideas!”. Probablemente esa sea la razón por la que Slimane trasladará el estudio creativo de YSL de la Rive Gauche parisina a Los Ángeles. Porque ni la moda se suicida ni la imaginación está en crisis, sólo Europa.

(La Vanguardia)

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3 de octubre de 2012
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El Boomeran(g)
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