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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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La Ciudad Amurallada: Distopía y resistencia

Eduardo Iglesias construye en La Ciudad Amurallada una ambiciosa distopía que fusiona novela negra, reflexión filosófica y crítica política en un texto denso y exigente. La historia arranca con J Solo, un detective hastiado cuya misión consiste en encontrar a ocupantes de vehículos abandonados en la Ciudad Abierta del Siglo XX, un parque de atracciones que funciona como válvula de escape para los habitantes de la opresiva Ciudad Amurallada. Su búsqueda de Lara Márquez, una joven desaparecida, se convierte en el detonante de una transformación personal que trasciende lo detectivesco para adentrarse en territorios existenciales y políticos.

El mayor logro de Iglesias es la construcción de una atmósfera kafkiana y opresiva. La Ciudad Amurallada se presenta como una urbe militarizada, protegida por bóvedas blindadas, donde grandes paneles transmiten consignas incesantes: "No fume, no beba, no se drogue" o "Prevención antes que detención". Esta ciudad-prisión, creada supuestamente para proteger a sus habitantes del terror externo, contrasta violentamente con los espacios de resistencia que sobreviven en sus márgenes: el bar clandestino de Leo, las montañas donde Lara escribe en una tienda de campaña, las cuevas donde se refugian los rebeldes. La novela se estructura en cinco partes que funcionan como círculos concéntricos, permitiendo que distintos narradores aporten perspectivas complementarias sobre el mismo universo opresivo.

La prosa de Iglesias es densa y está cargada de referencias culturales que van desde Wagner y Bruce Springsteen hasta Buñuel, Blade Runner y los filósofos presocráticos. Estas referencias enriquecen el texto con capas de significado El autor no teme la digresión filosófica ni el ensayismo, incorporando reflexiones sobre san Agustín, Heráclito o Adorno.

Los personajes experimentan transformaciones radicales a lo largo de la novela. J Solo pasa de detective a amante, de fugitivo a orador filosófico, en un arco narrativo que recuerda al de Winston Smith en 1984 pero con matices más existencialistas. Lara Márquez, por su parte, es un personaje esquivo que funciona más como símbolo: escritora, stripper, líder guerrillera. Los fragmentos de su cuaderno, con relatos sobre mujeres en el desierto saharaui o aviadoras en situaciones límite, aportan contrapuntos líricos.

Uno de los aspectos más intrigantes es la dimensión metaficcional: los rebeldes utilizan el nombre de J Solo como consigna, y existe un libro prohibido dentro de la novela que narra precisamente la historia que estamos leyendo. Esta estructura de cajas chinas genera una reflexión sobre el poder transformador de las narraciones y su capacidad para inspirar resistencia, aunque añade complejidad a un texto de por sí exigente.

La Ciudad Amurallada es, en definitiva, una propuesta literaria valiente que exige compromiso. Iglesias ha construido un texto híbrido que dialoga con tradiciones diversas para plantear preguntas incómodas sobre el miedo, el control y la libertad. No es una lectura fácil ni complaciente, pero para lectores dispuestos a adentrarse en una distopía intelectual que privilegia la reflexión sobre el entretenimiento, ofrece reflexiones valiosas sobre el precio de la seguridad absoluta y la necesidad irreductible de espacios de libertad.

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6 de noviembre de 2025
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Entrevista a Eduardo Iglesias sobre ‘La ciudad amurallada’

 

                  1. La novela comienza con un argumento policial, pero pronto abandona el género. ¿Qué te interesa más: el enigma narrativo o la transformación interior que ese enigma desencadena?

Siempre en mis novelas me interesa primordialmente el enigma narrativo e intento no disolverlo. Y en cuanto a la transformación interior, es la propia escritura la que va configurando esa transformación que el enigma desencadena. Es el modo de ir descubriendo lo que voy narrando. Cada día de escritura tiene que sorprenderme. Es también una manera de descubrirme a mi mismo. Todavía no me conozco bien.

                  1. Ambientas la historia en un 2036 que se parece demasiado al presente. ¿Es una advertencia deliberada o un diagnóstico del tiempo que nos toca vivir?

La primera parte está escrita a comienzos del 2011 (Cuando se vacían las playas), entonces me pareció lejano el 2036. Ahora nos damos cuenta de que ya está aquí. Como dices, sí, es una advertencia, algo que veía venir. En realidad no vamos a una Ciudad Amurallada, más bien vamos a un mundo amurallado. Enorme metáfora. Trump lleva al ejército a ciudades como Chicago, San Francisco, etc… Ciudades democráticas que luchan para que no les inunde el totalitarismo.

                  1. Solo pasa de detective a figura mítica, mientras Lara Márquez evoluciona de mística a líder política. ¿Qué te atrae de esas metamorfosis: la identidad o su pérdida?

En principio busco la identidad de esos dos personajes. Más que una distopía busco una utopía. Y si los personajes son flexibles, permeables digamos, van hacia un cambio. Es la misión de la escritura, por lo menos la mía. Y claro, pierden esa identidad inicial en el transcurso de sus vivencias. En esa aventura.

                  1. En la segunda parte, la rebelión parece volverse un espejo del poder que combate. ¿Tu novela sugiere que toda utopía termina corrompiéndose?

Es una pregunta difícil de contestar. Ha pasado en la historia continuamente. En el arte se puede cambiar el transcurso de lo narrado por periodistas e historiadores. Por ejemplo, Tarantino se carga a Hitler en la película “Malditos bastardos”. La literatura si es arte debe creer que la utopía no termina corrompiéndose: Se puede uno imaginar esa bendita ilusión.

                  1. Los interludios escritos por Lara interrumpen la acción con un tono visionario y poético. ¿Qué función cumplen realmente: ampliar el mundo o revelar su grieta?

Yo creo que ampliar el mundo. También dejan vislumbrar las grietas que indudablemente existen. Lo que escribe Lara es esa búsqueda hacia su transformación interior que te referías en la primera pregunta. Tienen el tono visionario y poético que tú has visto. La aviadora como metáfora de la libertad. En toda la novela es esa búsqueda.

                  1. ¿La belleza es para ti una forma de resistencia o una manera de domesticar el horror?

Las dos cosas. El arte es una forma de resistencia. Lo que nos queda más sugerente a la humanidad: la cultura. En ella está la belleza. Y por supuesto lo más lejano al horror es la belleza. Kurtz en el “Corazón de las tinieblas” de Conrad no puede escapar al horror de lo más primitivo en la profundidad de la selva. En la Biblia, la belleza está en cómo se cuenta la historia, pues lo que se cuenta se acerca mucho al horror (hablo sobre todo del Antiguo Testamento hebreo).

                  1. Hablas de la libertad no como concepto, sino como energía que germina en los personajes. ¿Crees que todavía es posible escribir sobre la libertad sin caer en la abstracción o la nostalgia?

Sí. Un preso en la cárcel piensa en la libertad sin abstracciones. Probablemente la nostalgia le abrume. Las personas que viven en la Ciudad Amurallada buscan la libertad, sobre todo en la segunda parte de la novela. Si creyese que no es posible escribir sobre la libertad, no escribiría. Todas mis novelas tienen esa misión. Para mí es irremediable pues yo también la busco. Mi vida y la ficción o mi imaginación están muy ligadas.

                  1. La novela trata sobre el control, pero también sobre la docilidad de quienes lo aceptan. ¿Qué te inquieta más: el poder que vigila o la obediencia que lo sostiene?

El poder que vigila. La obediencia siempre ha movido a la humanidad. A Moisés le seguían en el Éxodo y creyeron en los Diez Mandamientos. Ahora, la humanidad cree en la tecnología, en los poderosos que mueven los hilos de la política y del mundo. La mayoría obedece y dice: “No podemos hacer nada”. Tengo que reconocer que soy individualista. Parafraseando a Macedonio Fernández que decía algo así como: “Intenta que los más cercanos, los que te rodean, vivan bien. Si lo hicieran todas las personas el mundo iría mejor.” Yo trato de que los que se acercan a mi árbol la sombra les cobije bien.

                  1. ¿Cómo evitas que la ética se convierta en moral?

Considero a la ética más cercana a un concepto de la razón; con la emoción brincando se convierte en moral. La moral está teñida por la educación, la religión, las obligaciones sociales. La ética la veo más fría. Sé que están emparentadas pero yo las intuyo así. De todas formas, por tu pregunta, creo que no puedo evitar nada. Es una elección particular de cada individuo o individua.

                  1. La Ciudad Amurallada ha sido leída como una advertencia política y también como una reflexión espiritual. ¿Dónde termina la crítica y empieza la reflexión?

La reflexión nace de una crítica de la situación reinante en una población atemorizada por una gobernanza cada vez menos democrática, su presión continua de los derechos civiles y de las libertades de las personas que viven en esa ciudad. No queda otra opción más que ir a una reflexión espiritual y a una consideración que los insurgentes creen también necesaria: la diversión, la cultura y el arte. Luego el poder se da cuenta de que no quiere que haya diversión ni nada que se le parezca y cierra la Ciudad Abierta como Ciudad del siglo XX o Parque de Atracciones.

                  1. Si esta novela, como dices, aspira a transformar al lector, ¿en qué sentido esperas que lo haga: que piense distinto, que sienta distinto, o que ya no pueda volver a mirar el mundo igual?

En las cuevas, donde se refugian los insurgentes, los revolucionarios, se aprecia y se ofrece lo que el orador va enseñando: pasajes de filosofía, música al piano y conversación como en el ágora griega.

En realidad, aspiro al amor y a la paz y a la paz y al amor. Un entender la naturaleza y el júbilo de vivir a pesar de tener que guerrear en las cloacas del poder de la Ciudad Amurallada.

                  1. ¿Quieres añadir algo más?

Me gustaría que la reflexión y la meditación conviviesen con una humanidad en acción, más intuitiva, alejada de las vulgaridades masificadoras constituidas por mensajes contrarios a la cultura y al arte. La IA me parece en este terreno su deshumanización y simplificación. ¿Dónde está la espera a que llegue la inspiración que hace que cada cual sea en algo diferente a su vecino?

 

La ciudad amurallada, Hermida Editores 2025

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3 de noviembre de 2025

Berta Marsé

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El mundo en jaque y la mente en fuga: los cuentos de Berta Marsé

En apenas dos libros de relatos, En jaque (2006) y Fantasías animadas (2010), Berta Marsé se ha consolidado como una de las voces más sutiles y precisas del cuento contemporáneo español. Su obra breve, de apariencia sobria, se mueve en esa frontera en la que lo cotidiano se agrieta y deja entrever lo que se oculta bajo la superficie: el miedo, la vergüenza, el deseo, la culpa. Si en En jaque el conflicto surge de la irrupción de lo inesperado en la normalidad, en Fantasías animadas lo que amenaza la calma es la imaginación misma, convertida en instrumento de fuga o de distorsión.

El primer libro, En jaque, reúne siete relatos en los que la autora retrata con precisión quirúrgica los momentos en que la vida da un giro irreversible. Marsé escoge personajes corrientes —parejas, padres, hijos, vecinos— y los coloca ante situaciones donde lo trivial se transforma en detonante. Un dibujo infantil, una conversación inocente o un gesto torpe bastan para hacer estallar lo que se mantenía en silencio durante años. En el relato “La tortuga”, por ejemplo, un dibujo de una niña revela un secreto familiar inconfesable, y el universo doméstico se desmorona sin remedio. La autora no busca el golpe de efecto gratuito, sino el temblor que deja una verdad cuando se insinúa.

El estilo de En jaque es directo, contenido, sin artificios. Marsé domina el diálogo como un bisturí: cada réplica corta, hiere o expone. Su prosa se caracteriza por la economía expresiva y por un oído afinado que reproduce la tensión emocional con naturalidad. Lo esencial, sin embargo, sucede fuera de la página: lo que se calla, lo que el lector debe intuir. Sus finales abiertos no clausuran, sino que dejan vibrando el conflicto. Cada cuento termina en el instante justo en que la herida se abre, y la autora confía en la inteligencia del lector para imaginar las consecuencias.

En su segundo libro, Fantasías animadas, Marsé amplía su campo de observación. Aquí el hilo común ya no es la ruptura de la realidad, sino su disolución. Los relatos se agrupan en torno a las distintas formas de la fantasía: el deseo, la envidia, la nostalgia o la venganza que, incubados en la mente, acaban contaminando la percepción del mundo. Las protagonistas —mujeres que viven entre la insatisfacción y la ironía— proyectan imaginaciones que se vuelven tan tangibles como sus rutinas. A veces la fantasía es refugio; otras, amenaza. Lo que antes se fracturaba desde fuera ahora se distorsiona desde dentro.

En comparación con En jaque, Fantasías animadas resulta más libre, más lúdico y, a la vez, más inquietante. Los relatos funcionan como pequeñas cápsulas: episodios breves en los que la autora condensa una emoción, un pensamiento obsesivo, una escena cargada de ambigüedad. El realismo sigue presente, pero ahora se filtra por la lente del deseo o del sueño. En este tránsito, Marsé demuestra una madurez literaria que va más allá del relato psicológico. Lo fantástico no se presenta como evasión, sino como otro modo de revelar la verdad: una verdad subjetiva, deformada por la imaginación.

El título del primer libro, En jaque, sugiere el movimiento justo antes del colapso. El segundo, Fantasías animadas, indica que las ensoñaciones han cobrado vida propia. Entre ambos títulos se traza el arco evolutivo de la autora: de la exploración del instante en que la realidad se rompe, a la indagación en los mecanismos mentales que la modelan. En ambos casos, Marsé demuestra que el cuento puede ser una forma de conocimiento, un microscopio emocional.

Otro rasgo común en los dos libros es su mirada sin sentimentalismos. Marsé escribe con precisión casi entomológica: observa la vida doméstica con compasión, pero también con una dureza que recuerda al realismo moral de su padre, Juan Marsé, aunque sin la épica social que caracterizó a aquel. Su terreno es más íntimo, más silencioso. Las mujeres de sus relatos no luchan contra el franquismo ni contra la pobreza, sino contra el tedio, la frustración, el miedo al vacío. Y en esa escala mínima, la autora consigue una intensidad igual o mayor.

Cabe además destacar su oído para los diálogos, su economía narrativa y su capacidad para convertir lo banal en revelador. En En jaque, abundan los finales que obligan al lector a enfrentarse con lo no dicho. En Fantasías animadas, se observa la soltura con que la autora se permite mezclar lo real con lo imaginario sin perder la naturalidad. Sus desenlaces podrían prolongarse o desarrollarse más, pero esa economía forma parte de su apuesta: Marsé escribe el cuento como un instante detenido, no como una historia cerrada.

En conjunto, sus dos libros de cuentos trazan una poética coherente: el mundo cotidiano en jaque, la mente en fuga. Lo que define a Berta Marsé no es el argumento, sino la tensión: entre lo dicho y lo callado, entre lo real y lo imaginado, entre el pudor y la exhibición. En su narrativa, una simple frase o una fantasía pasajera pueden abrir el abismo. Así, con apenas dos volúmenes, ha logrado situarse en la mejor tradición del cuento español contemporáneo: aquella que entiende el relato no como un ejercicio de trama, sino como un laberinto de emociones donde a menudo aflora lo inconfesable.

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16 de octubre de 2025
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Casa de fieras

Texto de la presentación de Casa de Fieras, en la cuesta de Moyano de Madrid.

Muy buenos días: Es un honor acompañarles en esta memorable cuesta para presentar el libro de María Jesús Muñoz, publicado por Ediciones En Huida. Una obra que merece leerse con calma, porque no es de las que se consumen de un tirón y se olvidan: es de las que se instalan en la memoria, y nos devuelven, tiempo después, una imagen, un ritmo o un personaje que no se quiere marchar. Y además se lee muy pronto, porque es de una brevedad que no hace más que adensar su esencia.

Lo primero que asombra al abrir sus páginas es el lirismo. No es un lirismo decorativo ni accesorio: es la materia misma del libro. La prosa aquí es música, pero una música que se entiende, que respira y que acompasa. Frases que suenan como si fueran versos, imágenes que parecen nacer de un estado de contemplación y, al mismo tiempo, de una curiosidad insaciable por el mundo. Los higos que no caen, la pantera negra que acecha, la escalera de caracol que se enrosca hacia lo alto… son estampas que se fijan en la imaginación y que, en cierto modo, nos interpelan como símbolos de algo mayor: la espera, el deseo, la búsqueda. María Jesús Muñoz logra aquí algo muy difícil: que la prosa conserve la tensión del poema, sin perder claridad narrativa.

Porque este libro no es solo canto: es también narración, y una narración bien trabada. Está compuesto por veintidós capítulos que funcionan como piezas autónomas y, a la vez, como fragmentos de un itinerario mayor. Es como viajar en tren por distintas estaciones: cada parada tiene su propio paisaje —India, Maldivas, Hiroshima, el Mekong…—, y sin embargo, el viajero siente que sigue dentro de un mismo trayecto. La autora sabe entrelazar motivos, hacer regresar a personajes o a imágenes que ya creíamos despedidas, y así dota al conjunto de una coherencia subterránea que el lector percibe con placer.

Hablemos de los personajes. Aquí habita una galería de seres inolvidables: la Primigenia y Memoria, el hombre rojo, esa casa de fieras que es, al mismo tiempo, casa del origen y casa del exilio. Son personajes que tienen mucho de fábula, de arquetipo, y al mismo tiempo nos resultan familiares, próximos, casi entrañables. La autora ha sabido darles la densidad de lo humano sin quitarles el aura de lo mítico. Y en esa convivencia se juega gran parte de la fuerza del libro: lo reconocible convive con lo fabuloso, lo íntimo con lo universal.

Este libro puede leerse de muchas maneras. Puede leerse como una novela lírica, puede leerse como un conjunto de relatos que dialogan entre sí, puede incluso leerse como un largo poema narrativo en prosa. Y en todos esos registros funciona. Lo cierto es que invita a regresar a él.

Estamos, pues, ante una obra que merece celebrarse. Por su lirismo sostenido, por la riqueza de sus personajes y, por la capacidad para condensar y emocionar. En un tiempo donde la literatura a menudo se consume con prisa, este libro nos recuerda que todavía hay espacio para la belleza lenta, para el relato cuidado, para las palabras que se quedan o que regresan como el recuerdo de una sensación.

Por eso, sólo queda más que invitarles a leerlo, a adentrarse en sus páginas y a dejarse llevar.

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6 de octubre de 2025
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El gran estilo

Cuando Nietzsche habla del gran estilo no se refiere al gran estilo literario, aunque también, se refiere al autocontrol, a la posesión integral de la propia vida, colocándose por encima de las contradicciones de la existencia y por encima de las fuerzas activas y reactivas que dominan la vida y la desgarran. Nietzsche vio la emergencia del gran estilo como una revelación, como un despertar, pues el verdadero despertar era caer en la cuenta de que había que colocarse por encima de las fuerzas desgarradoras. Lo real es un tejido de fuerzas contradictorias que el gran estilo debe superar. El gran estilo es armonizante y no excluyente: una dimensión que amansa los opuestos y articula las fuerzas en litigio de la existencia, y también es apostar por la vida, con todas sus consecuencias. Dicho de otra manera: el gran estilo es un arte de vivir y un arte de pensar que, por más que nos extrañe, tendría mucho que ver con la bondad, entendida como una forma de generosidad más allá de lo que solemos entender por bien y por mal.

La bondad no es una debilidad humana, es simplemente una inclinación a ayudar, y es también una de las formas de la generosidad. Extendiendo más la idea, la bondad es también una de las formas de la inteligencia. Y en algunos casos, es la inteligencia sin más. No conozco a ninguna persona verdaderamente inteligente que no practique, al menos esporádicamente, la bondad. En algunos afortunados, es una disposición natural y una característica de su estilo personal. Pensamos en Nietzsche, que a pesar de ubicarse más allá del bien y del mal, ejerció la bondad a niveles sobrehumanos. La obra que nos dejó es la prueba de una generosidad elevada a la enésima potencia. Desconfiemos de los simplismos a los que nos tiene tan acostumbrados las nuevas demagogias. Los bondadosos no son dóciles. Su bondad no es una forma de moral, es una postura libre y soberana en un mundo de iniquidad donde se juega tramposa y demagógicamente con las ideas de bien y mal. Por lo demás, el bien y el mal no son verdades absolutas, pues están sujetas a los vaivenes de la historia. 

Todas las ideologías, absolutamente todas, intentan imponer su idea del bien y del mal. Ciertas ideologías y más de una religión pueden hacerte creer que la guerra es buena, cuando en nuestra intimidad sabemos que la guerra es el infierno. También lo puede ser la paz, pero de forma menos sangrienta, y en general es un bien que nos ayuda a crecer y a disfrutar de la vida. Las dimensiones de la guerra y las dimensiones de la paz son las que más nos han ayudado a construir las nociones del bien y del mal, que cambian con el tiempo como ya dije, pero que en algunos terrenos permanecen idénticas probablemente desde la edad de piedra, y es que el hecho de poner en cuestionamiento la estabilidad histórica de las ideas de bien y mal no implica negar que en algunas materias lo bueno y lo malo han estado siempre bastante claros.

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11 de septiembre de 2025
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Desconcierto

Estoy en una calle de Amán que es al mismo tiempo una calle de Pekín. Estoy soñando pero yo pienso que no. En todo caso acabo de entrar en un fractal. ¿Del espacio y el tiempo? No, de mi mente, seguramente de mi mente. Me hallo en Jordania, y en China, y en  ninguna parte, y en una calle que se repite en el espacio y el tiempo, que está aquí y que también podría estar en otras dimensiones, repitiéndose incesantemente, como en esos juegos de espejos que se forman en los ascensores y en los que tu imagen se repite hasta el infinito.

Una mujer se detiene junto a mí, lleva en la mano un teléfono móvil y se cubre la cabeza con un pañuelo. Está lloviendo en Amán y en Pekín, junto al mar Muerto y en el lago del Palacio de Verano. Está lloviendo en Asia, África y Oceanía, según dice la radio portátil de un transeúnte de Amán y de Pekín, un transeúnte que como yo transita a la vez por dos ciudades o por mil.

Estoy en Amán y en Pekín. La mujer del teléfono dice:

-Seiscientos sesenta y seis, es mi número preferido. Una vez le dije a mi novio: hazme el seiscientos sesenta y seis, cariño, házmelo ya que me muero, que me muero.

Me echo a temblar. Según me han dicho, hacer el 666 es… Bueno, ya podéis imaginar... Hay que torcer la pelvis y luego frotar el…. Dios, qué difícil es hablar del… estremecimiento.

La mujer me mira ruborizada y desaparece sorbida por una tormenta de arena que parece una tormenta de agua, o que es ambas cosas a la vez. Estoy en Amán y en Pekín, bajo la lluvia y junto a una parada de taxis. Y tengo miedo. A lo lejos oigo un grito y una voz que dice en chino mandarín que en algún momento llega a parecerme árabe:

-¡Todos los que miren esta noche al cielo se volverán locos!

Agacho la cabeza y corro como un desesperado  a un establecimiento lleno de luces. Sé que es un hotel de Amán o más bien de Pekín. Lo sé al fin, lo sé, y sé también todo lo contrario. De pronto empieza a cae un granizo espantoso. Bolas como naranjas y limones revientan contra los cristales de las ventanas del hotel. Es la apoteosis de Dios jugando a los bolos tras haber jugado a los dados. Cierro lo ojos y creo morir de pura delicia: es como si a mi alrededor estuviese estallando todo el universo. Me inunda el clamor, me hundo en un abismo de ruido aterrador, estoy estallando como la luz en medio de la oscuridad y no puedo mirar al cielo porque no quiero volverme loco. De pronto me despierto. Está amaneciendo y siento un frescor delicioso. Todo es silencio a mi alrededor y me inunda una paz indecible al saber finalmente donde estoy: en el desierto de Laurence de Arabia, bajo un cielo hondo y rojo.

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17 de julio de 2025
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Marianne Faithfull, venus de las pieles

Marianne Faithfull nació en 1946, de modo que tenía uno o dos años menos que casi todos los Rolling Stones, con los que mantuvo relaciones más que estrechas. Los que han puesto cara de asombro cuando me he referido al club de jóvenes dorados que conformaron en algún momento los Rolling Stones con los hijos más hedonistas y turbulentos de la aristocracia inglesa, suelen olvidar que para empezar Marianne Faithfull era baronesa, y su título procedía la celebérrima y pintoresca familia del Leopold von Sacher Masoch, del que surgió el concepto “masoquismo”.

Siempre he dicho que ya antes de Sacher Masoch había masoquistas, y que son detectables en Homero, pues ya en la Ilíada vemos algunos adictos al dolor, pero el concepto que iba a definir toda una tendencia de la condición humana no cristalizó hasta la aparición de la novela de Sacher Masoch La venus de las pieles, donde vemos las evoluciones de un hombre sufriente y extremadamente adicto a su sufrimiento, en manos de una mujer con látigo y de naturaleza claramente sádica.

El sadismo ya estaba definido desde Sade, faltaba definir a su oponente dialéctico, y esa flauta la tocó, con bastante gracia y mucha fantasía kitsch, el varón Leopold von Sacher Masoch, el antepasado más ilustre de Marianne Faithfull. Pero claro, no todos los títulos nobiliarios tienen el mismo valor ni todas las baronías el mismo significado. Supongo que no es lo mismo heredar el marquesado de Sade que el ducado de Rosacruz, los dos son bastante simbólicos pero el primero lleva un añadido que lo hace engordar abismalmente: todo lo que implica la vida y la obra del marqués más escatológico y sangriento (al menos en sus obras escritas) de toda la historia de la humanidad.

¿Heredó Marianne Faithfull el masoquismo arquetípico y fundamental que caracterizó a su más distinguido antepasado? Todo indica que sí. Parte de lo que nos va a ocurrir en la vida depende un poco de cómo interpretemos nuestro propio nombre y del significado que le damos. Si heredas el apellido Guzmán le puedes poner mil significados, desde el original “hombre de Dios”, “hombre bueno”, a otros muchos significados entresacados de la historia popular, pero si heredas el apellido Sacher Masoch ¿cómo lo interpretas? Enseguida estás obligado a pensar en La venus de las pieles. Curiosamente, Marianne Faithfull fue una especie de venus de las pieles, por un lado lo fue, y por otro una especie de mártir cristiana que busca la extraña redención del dolor.

¡Qué vida la suya! Primero fue una escolar taimada y torpe de colegio religioso, luego fue intérprete de canciones dulzonas y temblorosas de la época “yeyé”. Por aquel entonces era novia de Mick Jagger y muy amiga de Brian Jones y Anita Pallenberg, con los que pasaba largas jornadas de disipación y carnaval.

A ella le debemos las imágenes más resplandecientes de Anita Pallenberg, y que junto a ella fue la otra gran musa del Swinging London, movimiento sobre el que Marianne proyectó una mirada llena de comprensión y de humanidad, sin por eso omitir todo lo que hubo de estupidez y de fango en la movida londinense de los años sesenta.

Tras su época con los Stones y su intento de suicidio en Australia, donde tuvo un viaje astral con Brian Jones, Marianne Faithfull se hundió en el abismo de la heroína junto a su amiga Madelaine, y juraría que permaneció más de diez años prostituyéndose en el Soho. Asombrosamente, salió de ese abismo y de otros. No le ocurrió lo mismo a su amiga Madelaine (a la que dedicó la canción Lady Madelaine), y que apareció muerta en su casa tras golpearse repetidas veces la cabeza contra la pared. La muerte la refiere con angustiosa lucidez Tony Sánchez, el camello español de los Rolling que era por aquel entonces novio de Madelaine.

Cuenta Marianne que en su época de prostituta tuvo una tarde como cliente a su antiguo novio Mick Jagger. Al parecer Mick la contrató tras cruzarse con ella en una calleja del Soho, y copularon precipitadamente en la trastienda de un establecimiento dedicado al revelado de fotografías. ¡Para no creerlo! Al final resulta que la realidad puede llegar a ser más simbólica que la literatura.

Pero Marianne consiguió dejar atrás todos esos infiernos y hacia los cuarenta años reapareció, como una radiante reina de la noche que ha atravesado de parte a parte la oscuridad, y fue entonces cuando nos regaló sus mejores canciones. Y ahí seguía, con su mirada mansa y profunda, esta mujer tan cargada de bien y de mal que casi resultaba sobrenatural hasta que en enero de este año nos dejó para siempre, ella, que parecía tan resistente, ella, que en su época más gloriosa y sufriente compuso la letra de la canción más  honda y desesperada de los Rolling Stones: Hermana morfina.

Que la tierra le sea leve.

 

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20 de mayo de 2025

Friedrich Nietzsche

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Por un saber alegre (Elogio a la Gaya Ciencia)

Ir llorando por el camino de la verdad

tiene menos mérito que ir sonriendo”

-Ramón Eder, Ironías-

¿Por qué no podemos plantearnos un saber alegre?

¿Por qué adoptamos una actitud trágica ante el drama del saber y al referirnos a él lo relacionamos que el sufrimiento y hasta con la desesperación? ¿Porqué su camino no tiene fin? Tampoco tiene fin la ignorancia, y la ignorancia sí que es un precipicio lleno de agujeros negros.

Al fin y al cabo el único puente que nos tiende el abismo es el conocimiento, y sólo a través del conocimiento el abismo empieza a esclarecer algunos de sus misterios. Pero ese esclarecimiento no tendría que ser visto como una horrible bajada a los infiernos del que nadie puede regresar riéndose. ¿Ni siquiera de sí mismo?

Pero recapacitemos. ¿Por qué se describe tan a menudo el camino del saber como un viaje muy doloroso y en buena medida inútil, algo parecido a un sendero lleno de zarzas y sepulcros? ¿Para apartarnos de él?

Los que lo han podido experimentar, saben el placer que da entregarse al pensamiento, fuera de los horarios y los trabajos ordinarios, especulando sobre los hechos de la vida cotidiana y los hechos de la historia casi al mismo tiempo, adentrándose en el misterio del hombre y sus contradicciones… No es un camino de dolor: nunca lo ha sido. Es una camino lleno de emocionantes sorpresas, lleno de fuego y de deseo, que te obliga a descender al infierno para casi al mismo tiempo elevarte al cielo.

Nada hay más placentero que permanecer días enteros en las moradas filosóficas.

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30 de abril de 2025
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La historia según Casandra

Atenas en invierno… La mejor estación para visitarla. Hay turistas, pero se trata de pequeñas hordas desnortadas. Aún no han llegado las masas con su poder de devastación y puedes tomar un café con cierta calma, mientras miras a tu alrededor. Esta vez llevo conmigo los libros de Ana Iriarte, que me ayudan a ver la Grecia de la antigüedad con ojos nuevos. Miro la Acrópolis, el ágora, el mercado, las calles industriosas, y retrocedo hasta la Atenas de Platón: a sus hombres, sus mujeres, sus niños, sus esclavos. ¿Un ejercicio de anacronismo? No; más bien un ejercicio de memoria, pues esas figuraciones del pasado que describen los libros de Iriarte están basadas en hechos y en textos concretos. No son una especulación novelesca. Veo en su mirada un equilibrio fundamental, que me permite acercarme a Grecia con amplitud teórica: la necesaria para respirar y abrir de verdad las puertas del pasado. Todo está cotejado y demostrado, pero la mirada se ensancha en lugar de cerrase. Iriarte expande la interpretación, poniendo en juego el pasado y el presente, y abriendo puertas. Es experta en localizar omisiones en el relato griego, y sabe en qué momentos estratégicos los griegos niegan la figura de la mujer. A veces la omiten cuando resulta más inverosímil: en el momento de la creación de una ciudad o del mundo. La creadora ausente de la creación, como vino a decir Nicole Loraux.

Ana Iriarte se educó en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, donde la historia y la antropología estaban tan vinculadas que eran en realidad la misma materia. La historia se podía abordar como un conjunto de estructuras, en las que contaba todo: la paz, la guerra, el parentesco, los esclavos, el sexo, las presencias, las ausencias, los mitos, los ritos, la religión, la política, recorriendo todo el espectro formal del fenómeno. Y de esa manera, trabajó durante ocho años junto a Nicole Loraux, su tutora, si bien estilísticamente Iriarte es más expresiva que su maestra, y ya desde el principio evitó toda forma de barroquismo lacaniano. Es una excelente narradora, sin por eso quebrar las leyes de la ortodoxia universitaria, que acaba siendo una exigencia en el mundo en el que se mueve.

Mientras tomo café griego en un establecimiento decimonónico de la plaza Omonia, recuerdo su primera obra: Las redes del enigma. Es un libro sobre los vínculos de la mujer con la palabra enigmática, centrados en la figura de Casandra. Siempre he creído que en Ana Iriarte se trataba de una cuestión personal, además de general, y que veía en Casandra algo más que una profetisa obligada a vaticinar con acierto y a no ser creída. Ana veía en Casandra una metáfora de la condición femenina de cualquier época, y fundamentaba su visión en pruebas textuales, demostrando que el saber de los profetas griegos se basaba en una técnica que no era reconocida en las mujeres que se dedicaban al mismo oficio. Las mujeres no profetizaban sirviéndose de una gramática específica, ellas lo hacían guiadas por el frenesí, por la posesión, por el entusiasmo, según los antiguos griegos. Circunstancia que implicaba negar a la mujer un saber propio, acercando su figura a las dimensiones de la locura y al ardor de la posesión.

En Democracia y tragedia: la era de Pericles, su segundo libro, muestra la ciudad tal y como se representa en el escenario del teatro de Dioniso. Es el libro más próximo a las visiones de Nicole Loraux, pero Iriarte deja más claro que Loraux el vínculo entre teatro y democracia, dos sistemas de representación paralelos que solo se iluminan si atendemos a la relación especular que los vincula. En De amazonas a ciudadanos, su tercer libro, descodifica el poder masculino en Grecia, a la vez que cuestiona la historicidad del matriarcado vasco, si bien lo hace desde la premisa de que todos los pueblos acaban creando su propia mitología.

Su último ensayo, Feminidades y convivencia política en la antigua Grecia vivifica mi viaje de invierno por Grecia, porque destruye el tópico literario de la reclusión de la mujer, de su estatismo y su pasividad. Una revelación que también transforma el universo masculino. Ana Iriarte demuestra que las mujeres de la antigua Grecia llevaban una vida callejera bastante activa, y que en el hogar había mucha elasticidad en el reparto de espacios, de forma que hombres y mujeres frecuentaban con naturalidad los mismos lugares de la casa, alejándonos de la creencia de que las damas permanecían todo el tiempo en el gineceo. La división del mundo urbano entre un espacio interior femenino y un espacio exterior masculino queda desmentida tanto por el texto de Iriarte como por las representaciones pictóricas y literarias que la autora invita a ver. Revisando los textos canónicos, la autora muestra que, en muchos momentos, no era raro que el lecho conyugal estuviese habitado por las llamas del deseo. El reencuentro de Ulises y Penélope es la mejor definición de ese deseo tan carnal como definitivo.

Pienso en ello mientras me pierdo por calles populosas y calles desiertas, en el lento y enrojecido atardecer. Iriarte me ayuda a reconocer la doble negación de la mujer griega que se ha observado en los historiadores y los escritores, proclives a mostrar una imagen sencillamente absurda de la feminidad helena. El problema de visiones tan erradas es que le quitan mucha viveza a la historia. Si te hacen creer que las mujeres no podían salir a la calle, llega a ti una imagen muy pobre de la ciudad. Acercarse a Atenas desde este libro es ver una explosión de vida plural, es ver otra Atenas, me digo a mí mismo cuando me acerco al Mercado Central, de aspecto oriental y pródigo en toda clase de artículos: cientos de corderos despellejados, toneladas de pescado

fresco, frutas de la tierra… Las voces de mezclan, se agreden, se elevan a mi alrededor como en un coro en el que destacan los timbres femeninos. Salgo del mercado por la calle Eviripidou, y me dejo envolver por la fragancia de las especias y las voces femeninas ofreciéndome azafrán, espliego, canela. ¿Fue siempre así? El libro de Iriarte nos indica que el antiguo mercado de Atenas estaba gobernado por las mujeres. Algunas de ellas pasaron a la historia. O a una historia que quedaba en la penumbra de lo indefinido, y que solo ahora empieza a iluminarse con verdadero contenido y verdadera materia: la de la vida misma, con todo su colorido, con toda su grandeza.

Feminidades y convivencia política en la antigua Grecia es un libro que también resulta clave para ahondar en el proceso antropológico que ha ido caracterizando a nuestra sociedad, ya desde la invención del “individuo ciudadano”, que tiene como origen la figura del páter o “sujeto social” con todas sus prerrogativas diferenciales y todas sus potestades, y sobre el que se va a apoyar la democracia. Iriarte muestra que el tapiz deseante de Atenas se rompía por muchas partes, dando cabida a formas de identidad sexual que iban más allá de la dicotomía hombre/mujer. El culto al deseo en Grecia, así como la búsqueda del placer, fue mucho más plural de lo que creemos. Para empezar, el homoerotismo y la heterosexualidad confluían a menudo armónicamente, configurando un mundo de múltiples sexualidades que recuerda más nuestro presente que nuestro pasado cristiano.

Está oscureciendo cuando dejo atrás las inmediaciones del mercado y me sorprendo en medio de una calle por la que pululan los travestís. La noche se llena de figuraciones andróginas bajo las luces cetrinas y rojas, entre música desfalleciente y palabras resbaladizas. ¿Algo nuevo? No. El libro de Iriarte obliga a abrir la mirada a formas de sexualidad intermedias, flotantes y desconcertantes, que se desplegaban en la antigua Grecia, por el ancho espacio que dejaban las fronteras entre la masculinidad y la feminidad canónicas y, por otro lado, va indicando cuáles fueron los modelos que se irían imponiendo entre nosotros.

La selección de textos con la que Iriarte cierra el libro me permite ver cómo la “ideología griega” se abrió a planteamientos igualitarios, a matrimonios llenos de deseo que aspiraban a la “fusión integral”, a la revocación de los espacios domésticos demasiado encorchetados, a los vínculos entre matrimonio y polis, al planteamiento de formas de divorcio igualitarias, a la emergencia de todas las formas de sexualidad, y a la aparición periódica de mujeres que negaban los repartos hegemónicos de los roles sexuales, sociales y hasta militares.

Iriarte me informa del continuo juego de negación/afirmación de la naturaleza femenina que caracterizó la mirada política griega, así como sus deslizamientos y sus fronteras, cuya perfecta exposición me obliga a un continuo ejercicio de reflexión. En sus momentos más conclusivos, señala que, de todos los modelos que flotaban en la seda social, solo triunfaría y se afianzaría el más duro, vinculado al poder del páter, quizá porque ideologías posteriores reforzaron lo que ya estaba ahí, dándole aún más atribuciones y potestad. Pocos libros he leído tan esclarecedores sobre Grecia, y a la vez tan oportunos como el que acabo de comentar.

El día de mi partida de Atenas, me acerco al teatro de Dioniso, pisando con emoción en las piedras que tantos pisaron antes que yo. Bajo el sol de invierno me detengo ante el círculo mágico, y dejo volar mi imaginación. De pronto, empiezo a escuchar el rumor del público de la antigüedad, cuando llega la escena culminante de la tragedia Agamenón de Esquilo. Casandra proclama que el rey va a ser asesinado, en un lenguaje sincopado y exclamativo, como si estuviese en trance:

–¡Morada detestada por los dioses! ¡Cómplice de crímenes y suplicios innumerables! ¡Degollación de un marido! ¡Suelo humedecido por la sangre!

Pero Agamenón no la oye; ha sobrepasado las puertas del palacio y avanza hacia la muerte. Desde el principio, Ana Iriarte vio en Casandra una clave de la historia, vinculada a la desconfianza que provoca la palabra de la mujer. Nadie mejor que Casandra representó ese papel en la mitología griega. Iriarte nunca ha dejado de lado a Casandra. Es una figura totémica que le cuenta al oído la historia. Y claro, la historia en voz de Casandra es otra historia.

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10 de marzo de 2025

La actriz Lola Herrera representando Cinco horas con Mario-1979

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La larga sombra de Cinco horas con Mario

 

Leitmotivs

En Cinco horas con Mario el teatro de la vida se dobla como en Hamlet. En la obertura y el epílogo asistimos al teatro del mundo, y en el monólogo de la viuda al teatro de la intimidad. En el teatro del mundo reina la objetividad de la tercera persona, y en el teatro de la intimidad reina el yo desbocado y propio de monólogo interior. Por ambos teatros, de naturaleza sofocante, circulan las repeticiones y los leitmotivs, que le dan a la novela cierto aire musical y creando una espiral: la espiral de la emoción pero también la del conocimiento, pues en cada nuevo regreso de los temas principales se añaden nuevos elementos de información, que permiten conocer cada vez mejor a los personajes de este drama familiar.

Autopsias

He hablado del yo desbocado de la viuda, y al hacerlo me asalta una pregunta. ¿El monólogo de Carmen es una narración desde el yo o una narración desde el tú, como en La modificación de Michel Butor? La mejor respuesta sería decir que nos hallamos ante un monólogo donde el yo y el tú se reparten, de forma más bien beligerante, todo el territorio de la narración de Carmen.

La genialidad de Delibes, y su originalidad, es haber colocado un cadáver ante el personaje que habla, de ese modo el monólogo halla un centro inmóvil desde el que poder desplegar toda clase de variaciones sobre el mismo tema, como en una compleja y alucinante pieza de jazz, el jazz de la conciencia herida y enloquecida. En el interior mismo de esa pieza tan reiterativa como musical se van a llevar a cabo tres autopsias: la de Mario, la de Carmen y la de la sociedad en la que les ha tocado vivir.

A las tres autopsias indicadas cabe añadir una más: la de la misma novela. Fue Ortega el que dijo que una novela es una autopsia cuando el autor, en lugar de referir “lo que el personaje es”, consigue que “lo veamos con nuestros propios ojos”. Lo que define una autopsia no es la operación de descuartizar un cadáver sino el hecho de que esa operación es vista, es observada y claramente constatada por el forense. En Cinco horas con Mario no hace falta que el autor nos describa el mundo en el que viven los personajes ni hace falta que los defina. Están presentes, los vemos, los oímos: parecen circular en torno a nosotros. El autor evita los juicios morales o de otra índole: les basta con dejar que hablen a los personajes, que hablen unos de otros y de sí mismos. Tampoco hace falta que nos presente a Carmen. Nos basta con asistir a su monólogo para ver con precisión quirúrgica su parte viva y su parte muerta.

Narración oblicua

Antes de que apareciera Cinco horas con Mario, el lector podía encontrar novelas en primera persona donde el narrador hablaba de sí mismo, como en El Lazarillo, o hablaba fundamentalmente de otro, como en El gran Gatsby. El resultado de ambos procedimientos podía ser muy irónico, pero esa ironía se duplica en Cinco horas con Mario por la sencilla razón de que el narrador principal, además de hablar del otro, habla mal. Carmen no se dedica a hacer ditirambos de Mario. Lo suyo es más bien la antiapología, consiguiendo un efecto bumerán muy parecido al que Esquilo consigue en Los persas, pues en ambos casos se trata de hacer hablar al enemigo, y Carmen está hablando de Mario como de su marido, cierto, pero también como de su enemigo mortal, en un último y extenuante enfrentamiento con él. El retrato que recibimos de Mario es un negativo que se positiva en la mente del lector, que hace de cámara oscura.

De la incomunicación

Uno de los problemas a los que nos enfrenta Cinco horas con Mario es el abismo de la incomunicación, a través de la figura emblemática de la mujer que habla sola en la noche, o que habla ante alguien que ya no puede responder a sus preguntas ni aliviar su angustia existencial.

Carmen y el difunto parecen haber conformado un matrimonio que, visto desde fuera, podría resultar ejemplar, pero observado desde la interioridad de la mujer que habla, que vomita, que se irrita y se revela contra el muerto, sospechamos que siempre se interpuso entre sus almas y sus cuerpos el demonio de la incomunicación. No hablan la misma lengua, nunca la hablaron. Lo comprobamos al escuchar a Carmen y al detectar en ella algo parecido a una oblación de la conciencia crítica, que tendría mucho que ver con otra clase de oblaciones que se dieron trágicamente en las mujeres de su generación, circunstancia que convierte la novela en un análisis invertido de un momento fronterizo en nuestra historia social y moral, por lo que tiene de inauguración de un tiempo nuevo y de clausura de otro. El desgarro entre lo que se apunta y lo que fenece divide el alma de Carmen y colma de penosas contradicciones su discurso. Por un lado está su queja de mujer esclavizada que, como diría Adorno, se le ha “inutilizado” su belleza, y por otro lado se obstina en defender unos límites que ni le corresponden ni corresponden ya a la sociedad que la rodea. Más que anclada en el pasado está crucificada en él.

Cuanto más nos sumergimos en su monólogo, más nos sentimos evolucionando en una ciénaga de peces ciegos, que se cortan el paso unos a otros, se rozan, se atraen y, sobre todo, se repelen. Un universo líquido y a la vez lleno de redes que aíslan a los individuos, un pantanal lleno de compartimentos estancos del que ni siquiera los saca la muerte. Por un lado se observa cierta fluidez pulsional, cierto discurrir soterrado de todas las pasiones del cuerpo y del alma, y por otro lado se detecta una gran rigidez en el pensar y en el discurrir de los seres, que rara vez llegan a comunicarse, que rara vez llegan a expresar su materia y su conciencia, y que a pesar de su obstinación en ocultar lo que discurre por debajo, nunca llegan a lograrlo de verdad, creando movimientos muy desconcertantes bajo la bruma espesa de sus existencias.

Esa capacidad de narrar la imbricación entre el fondo y la forma de los personajes, entre el río subterráneo y el río manifiesto, hermana a Delibes con Faulkner, y da a algunas de sus novelas una hondura abisal.

¿Se están comunicando desde algún lugar o en algún lugar los personajes de Cinco horas con Mario? La maestría objetiva y objetivadora de Delibes está en presentar, en el seno mismo de la estructura Carmen/Mario, el grado más elevado y dramático de incomunicación, anunciado ya en el desencuentro mortal de la noche de bodas. ¿Quiero con ello decir que todo en ellos es incomunicación? En modo alguno. Somos todos peces en una misa pecera: habitamos la misma sustancia en la que a menudo no es fácil separar la atracción de la repulsión, las fuerzas desintegradoras del odio de las fuerzas integradoras del amor, como se ve continuamente en la novela.

De la conciencia

Seguramente son muchas las etapas que conducen desde el estado en que un ser humano afirma su existencia al estado en que afirma su conciencia. Entre uno y otro momento angular hay muchos escalones, y quizá solo son posibles los encuentros profundos con los seres que experimentan los mismos estados angulares entre la existencia y la conciencia. Todo lo demás se reduce a desacuerdos tan definitivos y aplastantes como pueden ser los acuerdos. Pero no nos asustemos ante semejante fatalismo. Acabo de traducir a román paladino pensamientos que nos llegan desde el mundo de los pitagóricos, en Occidente, y de los budistas, en Oriente. Se trata de formas mitológicas, más que filosóficas, de explicar los encuentros y los desencuentros que jalonan nuestras vidas, y que se hacen bien presentes en Cinco horas con Mario y en el mundo retratado en la novela: un mundo lleno de escalones sociales, férreamente defendido por los que más se benefician de él, pero también un mundo lleno de escalones morales y escalones de conciencia que niegan, desde su mecánica interna y externa, la raíz misma de los escalones sociales y su siniestra permanencia. Esa lucha encarnizada de pulsiones e ideas, de prejuicios y de juicios, de fuerzas mayores y menores, de sentimientos encontrados y encontradas aversiones, de deseo y de conciencia es muy frecuente en la narrativa de Delibes y alcanza uno de sus puntos más álgidos en Cinco horas con Mario y en su última novela, El hereje. Dos caras de una misma moneda, dos tiempos de una misma melodía en la que venturosamente se implican la conciencia del narrador y la conciencia del lector: bodas químicas que solo puede propiciar la gran literatura existencial, esa que halla en Miguel Delibes uno de sus más entrañables y lúcidos maestros.

Delibes empezó su carrera con una novela muy bien escrita que fue dejando una sombra tan larga como su título, pero más larga es todavía la sombra de la novela que acabo de comentar. La he vuelto a leer y ha sido como si la leyera por primera vez. No he notado su vejez, solo he notado su aliento, sus prodigiosas elipsis y sus silencios, su tempo exacto y rítmico: su desnudez, su sencillez, su modernidad y su clasicismo.

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12 de diciembre de 2024
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