La escena vista y oída es un exterior día, cerca del mediodía y en las escaleras del teatro Calderón. En ese lugar del centro madrileño estaba un borracho de diseño, de manual, aunque bastante limpio. Llevaba una gran borrachera de esas tranquilas, silenciosas, en susurros consigo mismo, medio adormilado y con la botella de vino, casi vacía, bien agarrada a su mano.
Unos turistas con aspecto bastante relajado, de edad media y de aspecto nórdico miraban con curiosidad al borracho. Me pareció que era una mirada, como otras, como la mía, sin burla ni crítica a ese clochard madrileño.
Al ver su aspecto, su borrachera, pensé que nos faltan clochards de ese estilo. Tenemos borrachos, mendigos, pedigüeños, tramposos y pícaros de todas las especies, pero pocos del digno aspecto de los clochards parisinos.
Mientras esperábamos el semáforo en verde, mirábamos de reojo al borracho tranquilo. Uno tipo cuarentón que también miraba al borracho, con aspecto de oficinista de pocos vuelos, con una camisa un poco pasada de moda, pantalones planchados, zapatos limpios de baratillo y pelo abundante y engominado, bastante tópico y atildado, empezó a lamentarse en voz alta del estado del borracho, de "la vergüenza de ver gente así por las calles" y de que aquello era una rareza, una excepción entre los españoles, "perdonen el espectáculo" les decía a los turistas que, por otro lado no parecían dar mayor importancia a un borracho en los escalones de un edificio.
El español limpio y sobrio seguía pidiendo disculpas a los extranjeros por un mal ejemplo ciudadano con el borracho tranquilo. "Así no somos los españoles. Se lo digo yo, ustedes disculpen". Ellos sonreían, creo que no estaban entendiendo las lamentaciones del español de orden. Entonces les preguntó:
"¿Ustedes de dónde son?" Denmark, le contestaron. "Ah, son americanos. A que por allí no permiten borrachos en las calles".
Los daneses se rieron, no se molestaron en desmentir los conocimientos de un español modélico y sobrio, ni en geografía, ni en idioma. Cruzaron el semáforo entre sonrisas. Yo crucé con ellos. Y escuché con nitidez la voz del borracho, que medio somnoliento, le decía al limpio español: "Eran daneses, merluzo".
Aumentó mi simpatía por el clochard. El español se quedó sin saber de qué le hablaba aquél mal español y allí se quedó con su cara de moralista y patriota de pacotilla.
Después pensé que los dos podrían estar aliados para entretener la vigilancia de los extranjeros. Uno no se puede fiar ni de los clochards en estos tiempos de crisis. Del otro, del estilo limpio, español y metomentodo no me he fiado en la vida.

Los pensamientos retocados, peinados y despeinados, conocidos y nuevos que Vila-Matas nos ofrece en su nuevo libro, Dietario voluble, una vez más están llenos de miradas a su entorno a sí mismo, pero perdiéndose, sintiéndose ajeno a sí mismo. Y, sin embargo, esencial en presencia y ausencia. Parten de artículos ya escritos que se vuelven a escribir. Un nuevo montaje con las mismas, parecidas unas y otras irreconocibles o nuevas historias. Gran contador de otros para contarse a sí mismo.
"En aquellos tiempos siempre era fiesta.". Así comienza El hermoso verano de Cesare Pavese, una de esas lecturas que nos acercaron al escritor piamontés. Un niño crecido en el campo, cerca de las colinas, con veranos largos y trabajos campesinos que cansaban. "Lavorare stanca", trabajar cansa. Escaparse a la ciudad, no trabajar el campo, ejercer el oficio de poeta y encontrarse, otra vez, con la soledad después de conocer el hermoso aburrimiento de la narración y la libertad del poema. Vivir la ciudad, pasear sus calles, perderse por sus bares, dormir en sus hoteles y seguir soñando con las colinas. Aquella colina es la patria. Hablar con los mitos, descreer de los dioses, enamorarse, estar contento e infeliz, saber que el futuro está escrito en el pasado. Escribir, leer, fumar, beber y saber que vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Cien años hubiera cumplido el 9 de septiembre, antes de cumplir los cuarenta y dos se quitó la vida en una habitación de un hotel de su ciudad de estudios, de vida, en Turín.
Murió solo en compañía de su libro preferido, Diálogos con Leucó y dejó una nota a sus colegas y amigos para que no hicieran demasiado ruido con su muerte. En estos días se le recuerda en todo el mundo, al menos en todo el mundo occidental. Nunca será mucho el ruido para que los que amen la poesía, los cuentos, las narraciones y las lecturas se acerquen a un hombre que de adulto nunca consiguió recobrar el tesoro infantil de los descubrimientos, esa forma de felicidad que el hombre abandona cuando crece.
"Infame turba de nocturnas aves", decía Góngora. El verso lo recordó Alberto Méndez en Los girasoles ciegos. Y lo vemos en la película de Cuerda copiado en las paredes del refugio en que el joven poeta que ya está solo, sin versos, sin la mujer adolescente y sin el hijo nacido en la huida. Solo y perseguido por ser republicano. Después, muerto sin sepultura. Uno más. Uno de los miles de inocentes que terminaron asesinados en caminos, descampados, tapias o en su propia casa.
Hay que leer la novela de Ramiro Pinilla La higuera para recordar, por la verdad de la ficción, cómo y quiénes mataron en aquel bando que pretendía devolver a España la espiritualidad. Sobre esos muertos de la anónima tierra, sobre los descampados que guardan el secreto de aquellos huesos, creció una higuera. Uno de los asesinos no puede soportar la mirada de un niño que vio asesinar a su familia. La mirada de la memoria.
No estoy sólo en ese morbo. Me acuerdo de mi amigo, mi admirado Joaquín Jordá que estaba afectado del mismo mal. Tanto que hizo una película con Rosy de Palma vestida de guardia civil. Eso era doble morbo. También me da morbo Rosy de Palma, incluso sin vestirse de guardia civil.
Pensé dos cosas: que estaba muy mal relacionado con el pijerío y que los padres de esas chicas -seguro que unos tipos algo más jóvenes que yo- debían ser tan raros, tan raros, como le deberían ser Aznar y su pandilla en la universidad. Seremos del mismo país. Pero está claro que somos de otro mundo. Hay mundos que no me importa perderme, incluso haberme perdido y seguir perdiéndolo en el futuro.
Es un buen actor. Un tipo de duro atractivo, de canalla encantador que da mucho juego. Es raro que estando en la cumbre, en esas alturas de los mitos que vienen de Hollywood, mantenga una cercanía tan fácil. Está a punto de estrenar El Che, es decir está a punto de ser la imagen que nos represente a esa otra imagen de uno de los mayores iconos del siglo XX, Ernesto Guevara.