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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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Las crónicas de Cranford

 

Es una verdadera delicia. El volumen que ahora presenta BackList, titulado Las crónicas de Cranford, reúne en realidad tres libros distintos: Confesiones del señor Harrison, Cranford y Milady Lundlow. Las tres son el resultado de técnicas literarias muy diferentes, están ambientados en épocas y lugares muy dispares y, así como en el primero la voz narrativa es masculina, los dos siguientes están contados por una mujer.

                Pero todos esos rasgos diferenciadores carecen de importancia porque, según avanza en la sucesión de relatos que componen cada libro, al lector ya  no le importa quién está contando en realidad cada historia o dónde y cuándo transcurre la misma porque quien habla de verdad es la sensibilidad de una época, los fundamentos de una cultura, los compromisos morales de una religión, los usos y costumbres de unas personas inmersas en un mundo que está siendo arrasado (por la Revolución manchesteriana, nada menos) y que se aferran a sus míseros signos de identidad  para no verse empujados hasta las  cloacas por los embates de la nueva era.

Elisabeth Gaskell nació en 1810 en Chelsea, entonces a las afuera de Londres. Pasó su infancia en la casa que tenía una tía suya en un pueblecito del condado de Cheshire llamado Knutsford y que ella se tomó grandes trabajos para camuflar bajo el nombre de Cranford, aunque de nada le ha servido porque la dinámica sociedad de amigos y admiradores suyos ha identificado alli cada casa y cada uno de los paisajes que salen en Las crónicas de Cranford y hasta ha organizado un itinerario para que sus entusiastas no se pierdan el menor detalle. Y hablando de entusiastas, fuera de Inglaterra y Estados Unidos, donde cuenta con importantes sociedades de apoyo y estudio, en Japón hay una Sociedad Gaskell que no puedo decir con cuántos socios cuenta ni a qué actividades se dedican  porque su página web está íntegramente en japonés, pero el día que yo entré allí había sido precedido por otros 11.725 curiosos.

Desde 1850, y hasta el día de su muerte con sólo cincuenta y cinco años de edad (1865) Elisabeth Gaskell se instaló con toda su familia en una mansión de Manchester situada en el 84 de Plymouth Grove, donde escribió todas sus obras y recibió a escritores de la talla de Charles Dickens, que fue su mentor y amigo durante toda la vida, y Charlotte Brontë, de la que escribió una espléndida biografía. Obviamente, viviendo en Manchester no podía mantenerse ajena a la explotación laboral y las espantosas condiciones de vida que sufrían las masas hacinadas en los suburbios industriales, y de eso hablan sus novelas Mary Barton (la primera, publicada anónimamente en 1848) y Norte y Sur (1855).

Pero las historias reunidas en el presente volumen no tienen nada que ver con los horrores del neocapitalismo y, en especial las que dan nombre al libro, ya digo que son una delicia.  Y un prodigio de observación, empatía por los personajes y un pulso fuera de serie para contar sin que en ningún momento decaiga el interés unas historias aparentemente triviales pero de una riqueza de matices pasmosa. Tómese por ejemplo la historia de la vaca que se cae a una balsa de cal viva y la rescatan con vida pero sin pelo. Ante la tesitura de matarla, su piadosa propietaria decide seguir el consejo del inefable capitán Brown y le confecciona un chaleco y unos calzones de franela con los que, ante el estupor general, aún tendría ocasión de salir a pastar durante muchos años. Y ya que sale la vaca, la narradora se ocupa de contar cosas de su propietaria, la pulcra y paupérrima Betsy Barker, de la cual pasamos al capitán Brown y sus dos hijas casaderas y también a las señoritas Jenkyns, Pole o Matty, todas  con su compleja vida social y unas invitaciones a tomar el té que se rigen por un protocolo no menos refinado que el de la homónima ceremonia japonesa, o el apasionante problema de las pastas que se servirán durante la recepción porque, Dios las confunda, algunas de las asistentes pueden comer más de la cuenta y causar con ello un grave quebranto a la anfitriona, estricta practicante como todos del "ahorro elegante", una norma ésta basada en el credo de que el ahorro resulta "elegante" y el despilfarro "ostentoso y de mal gusto", aunque luego resulta que es un sabio acuerdo no escrito y que permite sobrevivir con decoro a las honestas pero pobres señoritas locales. Y lo mismo vale para los sombreros y lo que pasa si van adornados con unas cintas amarillas que permiten identificarlos como pertenecientes a varias temporadas atrás, o con las velas, que deben encenderse y apagarse alternativamente para que se vayan consumiendo por igual, no vaya a ser que de pronto se presente una visita y quede al descubierto que en aquella casa, cielos, sólo se enciende una vela para ahorrar.

Es como si de repente hubiese salido a la luz un Dickens que al no necesitar superar cada vez la cota alcanzada en su novela anterior, se dedicase a contar historietas amables y distendidas de sus vecinos y conocidos.     

 

Las crónicas de Cranford

Elisabeth Gaskell

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28 de junio de 2010
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Teatro completo

 

Mientras leía - en el caso de todas las obras y actas correspondientes a la estrambótica Orden de los Caballeros de Don Juan Tenorio - o releía - en el caso de las cuatro "grandes" piezas que abren el presente volumen y que ya fueron publicadas en su día - la producción teatral de Juan Benet,  me preguntaba qué efecto pueden causar estas obras tan inusuales en alguien que se enfrente a ellas sin conocer al autor y sin tener una visión suficiente del contexto en que fueron escritas, es decir, a lo largo de las décadas de 1950 y 1960.

                En el fondo estoy planteando una cuestión que ocupa desde antiguo a quienes estas cuestiones preocupan. Por ponerlo de una forma sencilla, ante un cuadro cargado de simbología y doctrina cristiana, cabe preguntarse quién disfruta más: el erudito que conoce el contexto y las circunstancias de los personajes representados, así como la simbología de los gestos y los objetos intencionadamente dispuestos por el pintor, o la persona instintivamente sensible al color y la composición y que capta casi sensorialmente el "mensaje" artístico que transmite el cuadro.  Puesta la cuestión en lo que hace referencia a estas piezas de teatro la pregunta sería: ¿es necesario haber conocido a Juan Benet y su época parea poder extraer todo el contenido que ofrecen sus obras?

                La pregunta tiene trampa porque la respuesta es sí y no. Basta leer el excelente y bien documentado prólogo de Vicente Molina Foix (que sí conoció muy bien al autor) para advertir que aquí hay mucha más tela de lo que puede parecer tras una primera lectura. Molina Foix habla de un Juan Benet histriónico y travieso, del hombre de teatro con alma de matemático. Y consciente del desconcierto que sin duda se apoderará del lector desprevenido, insiste en el gusto de Benet por mezclar, casi siempre sin previo aviso, lo sublime con el melodrama barriobajero, la comedia metafísica con la broma gruesa muy cercana al gusto tabernario (en aquella época llamada patafísica). Sin embargo, a la hora de contextualizar esta producción teatral,  no tarda en aparecer la munición del más grueso calibre: "expresionismo alemán", "teatro del absurdo", Ionesco, Dürrenmat y, como punto de referencia más actual, Thomas Berndhard. Y por descontado Beckett, aunque lo sorprendente en el caso de este último es que la circulación entre uno y otro es de doble sentido, pues leyendo a Benet muchas veces estás viendo al Beckett de Esperando a Godot y (aunque sea en novela) de Mercier y Camier; pero también leyendo al Beckett hay gestos, diálogos y actitudes que son inequívocamente benetianas. A este respecto puede decirse con seguridad que Benet era conocedor de la obra de Beckett mientras que éste desconocía por completo a Benet.

Para explicar esa circulación de doble sentido (que no copia) me viene a la memoria la respuesta que un progresivamente irritado Faulkner daba para defenderse de la acusación de haber copiado a Joyce con el recurso al monólogo interior (stream of consciousness). Faulkner hablaba de una especie de "conciencia universal", al referirse a la necesidad de los creadores de cada época de encontrar soluciones a los nuevos problemas (por descontados que narrativos) que se les plantean. Siendo una necesidad que afectaba a todos, ello explicaría que dos escritores pertenecientes a dos universos tan incomunicables como puedan ser el Mississippi profundo de los años 20 o el París contemporáneo, hubiesen dado con soluciones muy similares. A mí, como explicación me sirve, pero el pobre Faulkner hubo de cargar hasta el fin de sus días con la sospecha del plagio.

En cierto modo, y consciente del gusto de Juan Benet por el humor fino y al tiempo  grueso, y su insistencia en la astracanada en los momentos más supremos, al recurrir a la munición de grueso calibre Molina Foix está animando al lector para que no se deje amilanar por el sentido del humor de Juan Benet y sus continuos guiños al lector hipócrita del que hablaba Baudelaire, mon semblabe, mon frère.

Por volver a la cuestión de si es preciso el conocimiento previo a la obra para sacar el máximo provecho estético de la misma, ya decía que la pregunta tiene trampa. En principio, la obra dice lo que dice y no necesita esas muletas que son los sentidos ocultos. Se lee y ya está, y todo lo que no esté ahí adiós para siempre. Pero al mismo tiempo no me cabe la menor duda de que quienes conocieron bien a Juan Benet se reirán más, vivirán momentos de gran nostalgia y, de cuando en cuando, incluso tendrán la inquietante sensación de estar oyendo al propio Juan Benet cuando, en una situación plenamente disparatada, uno de los personajes dice: "No hay otra certeza que la pasión y toda incertidumbre procede del conocimiento". Eso, dicho cuando el país era un clamor contra la apasionada irracionalidad  de un régimen empecinado en nadar contra corriente (y que todavía mataba para asegurarse de ir por el camino correcto), era  un clásico rasgo del humor enrevesado, y a veces decididamente  agresivo, de Juan Benet.   

 

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Juan Benet

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15 de junio de 2010
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Bajo los cielos de Asia

 

Una de las verdades inconmovibles  que rigen en el mundo de la edición es la referente a  lo poco que vende la literatura deportiva. "Si ni siquiera los libros de fútbol tienen éxito", parece rezar la máxima que todo editor guarda en un cajón para ahuyentar a los intrusos, "¿cómo pretende usted que le publique ese libro que encima está dedicado a un deporte que ni quiera es mayoritario?".

Una primera aclaración: en la inmensa mayoría de casos, cuando alguien habla de  "literatura deportiva" se está refiriendo a esas autobiografías (que mejor debieran llamarse autohagiografías) supuestamente escritas por algún deslumbrante astro del balón pero que por lo general suelen ser unas remembranzas de infancia  dictadas a un periodista anónimo (el famoso negro) y cuidadosamente despojadas de cualquier circunstancia escabrosa que pueda afectar negativamente a la imagen pública del astro en cuestión y dañar de paso sus fabulosos contratos publicitarios.

                Bueno seria poder decir ahora que el reiterado fracaso de esos edulcorados productos de marketing se debe a que el público al que van dirigidos posee criterio propio y no se deja engañar. Pero qué va, y el nivel intelectual del aficionado medio nunca ha sido objeto de admiraciones y orgullos. Lo que ocurre es que la llamada "literatura deportiva" se rige por unos parámetros que nada tienen que ver con las cifras astronómicas que mueven los astros del balón. Y aunque estoy muy lejos de ser un especialista en libros sobre deporte, tengo la certeza de que gente como Nick Hornby, Ryszard Kapuscinski,  Eduardo Galeano, Manuel Vázquez Montalván u Osvaldo Soriano (autores todos ellos de libros con temática de fútbol ); Javier García Sánchez (ciclismo) y Reinhold Messner, Jon Krakauer o Roger Frison-Roche (todos ellos escritores de temas de montañismo y el último pionero del género con aquella entrañable novela titulada El primero de la cuerda y que todavía se puede encontrar en la edición de Barrabés) son nombres que cualquier editor incluiría gustoso en su catálogo porque no sólo no son ningún desdoro (más bien al revés) sino que venderán aproximadamente lo mismo que vendan los demás.

            Lo que importa, en definitiva, es ofrecer libros de calidad con independencia del calificativo que se les pueda añadir, y en esa línea va la colección que Saga Editorial tiene ahora mismo en las librerías, y que es una apuesta tan arriesgada como meritoria. Casualmente, su punta de lanza es Bajo los cielos de Asia, de Iñaki Ochoa de Olza. Este montañero navarro, que ya figuraba en la élite de su profesión, murió en 2006 cuando descendía del Annapurna y las dramáticas circunstancias que rodearon su muerte le dieron una notoriedad que volvió a resurgir cuando, mediada la temporada 2009-2010, Josep Guardiola utilizó su figura para inculcar a los jugadores del F.C. Barcelona las virtudes del espíritu de lucha llevado hasta sus últimas consecuencias o las ventajas de la solidaridad y compañerismo. El libro está claramente escrito por un no profesional, pero en cambio refleja bien la talla moral y la peculiar visión de la  vida de ese hombre al que la muerte le impidió completar el siguiente proyecto: llegar desde Pamplona al pie del Everest en bicicleta, subir y bajar la montaña más alta del mundo y volver a casa caminando. No obstante, lo simpático de esta aventura editorial es que en lugar de limitarse a un género de probada raigambre (el montañismo) apuesta igualmente por el fútbol con un título Scunthorpe hasta la muerte, de ïñigo Gurruchaga, basado no en una estrella mediática sino en un obrero del balón llamado Álex Calvo-García cuya trayectoria deportiva transcurrió íntegramente en equipos ingleses de tercera división; en otro de los títulos, No querían ganar, Jorge Nagore sigue día a día aquel curioso Tour de 1983 ganado por quien menos se esperaba (Laurent Fignon), y otro más, El tercer tiempo, de Albert Turró, está íntegramente dedicado a un deporte en España tan minoritario como es el rugby y que sin embargo en Francia y Gran Bretaña, y no digamos en Australia y Nueva Zelanda, sus figuras se encumbran hasta alturas que para sí querrían sus futbolistas. Si resulta ser cierto que lo importante es ofrecer calidad, el acierto será total.

 

 

Bajo los cielos de Asia

Iñaki Ochoa de Olza

Saga Editorial  

               

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31 de mayo de 2010
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Besarabia

Una de las muchas ventajas de la caída del "Muro de Berlín", y tras el derrumbamiento del bloque de países oprimidos por la bota soviética, ha sido la aparición de un inagotable filón de escritores que sobrevivieron como pudieron a la dictadura impuesta por Moscú en todos y cada uno de esos países y que ahora, poco a poco, están siendo traducidos a las lenguas literarias más importantes, incluida la castellana.

                Otra ventaja de su  tardía aparición (aunque a ellos le hará maldita la gracia) es que todos ellos nos llegan ya enseñados, o por decirlo de forma más exacta: no se trata de jóvenes  que irrumpen de repente con sus obras experimentales o sus primeras experiencias literarias  sino de escritores con sus carreras (y en algunos casos también sus vidas) ya terminadas, por lo que resulta más fácil elegir lo mejor de cada uno. Además, y pese a que ha sido objeto de una persecución que prosigue todavía hoy, una vez muerto, el "realismo socialista" que muchos de estos escritores se vieron obligados a practicar no es un obstáculo a la hora de escribir buenos relatos (por muy injustos, sañudos y atrabiliarios que fueran) tampoco han sido un obstáculo insuperable para que aquella "realidad" que el "realismo socialista" oficial trataba de ocultar haya acabado por salir a la luz.

                Iliá Mitrofanov es un excelente ejemplo de todo lo anterior y, para su desgracia, pertenece al grupo de quienes la fama y la difusión en occidente les llega demasiado tarde (Mitrofanov murió en un accidente de coche ocurrido en 1994, cuando contaba sólo cuarenta y seis años edad y podía por lo tanto haber dejado una obra mucho más extensa y evolucionada). Porque ésa es otra.  Nadie diría, leyendo los tres relatos incluidos en la edición castellana bajo el título inventado de Besarabia, que al tiempo de escribir sus primeros relatos, en Occidente la novela estaba experimentado una serie de movimientos paralelos y a veces superpuestos y que iban desde el Nouveau Roman, el realismo mágico y el realismo sucio a todos los demás intentos por deconstruir el arte de novelar.

                Por completo ajeno a todo ello, es de suponer que la censura soviética se cercioró de que así fuera, Iliá Mitrofanov se las arregló estupendamente para escribir unos relatos que fascinan por la profundidad humana de sus desventuras (por ejemplo ese pobre hombre tan debilitado por el hambre que, tras haber enterrado uno tras otro y con sus propias manos a sus hijos, al final ve morir a su esposa y al último de sus hijos sentados a la puerta de casa y carece de fuerza para enterrarlos, por lo que convive con ellos mientras lucha por sobrevivir). Y que fascinan  también por el retrato de la vida cotidiana, las condiciones de vida o los tipos humanos que pululan por un universo para nosotros tan ignoto como es la Besarabia que da título al libro. Una tierra desconocida para la inmensa mayoría de nosotros, pero también para el resto del mundo, hasta el extremo de que uno de los personajes, sorprendido por la llegada de los soviéticos, pregunta extrañado cómo se las han arreglado para encontrar ese lugar "tan a trasmano que creemos vivir olvidados". Los dos primeros relatos "El testigo" y "La malaventura" están contados en primera persona y aunque el tiempo y los personajes apenas tienen relación, empezando porque en el primero el narrador es un barbero y en el segundo una gitana de adopción, la voz es la misma, porque también es idéntica  la desesperación  y la presencia determinante los invasores soviéticos. El tercero, "El pasajero",  ambientado en Odesa, está contado en tercera persona pero desde dentro, por lo que tampoco hay una ruptura estilística ni de pathos.  Al igual que la tierra que los vio nacer, Besarabia, ninguno de los personajes es dueño de su destino y por ello mismo ninguno es culpable o inocente de nada. Cuando la lucha por la subsistencia es tan feroz, la felicidad, en feliz definición del propio Mitrofanov, "es como un rayo de sol" y nadie puede aspirar a apropiarse de ella. Hasta los títulos (El testigo, La malaventura y El pasajero), parecen hacer referencia al destino de esos personajes destinados a pasar por la vida sin aferrarse a nada, ni dejar huella ni trascendencia, pero rescatados del olvido por un escritor que debió de conocerlos bien y que tuvo el don de trasladarlos al papel de forma muy verosímil.

 

Besarabia

Iliá Mitrofanov

Lumen

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17 de mayo de 2010
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Algo elemental

 

Pongamos un lector medio (por ejemplo yo) que haya leído u oído cosas de Eliot Weinberger pero que se sepa incapaz de decir cosas de él con un mínimo de sentido. Y pongamos a dicho lector medio en la tesitura de leer en último libro de Weinberger traducido al castellano, Algo elemental.  

Gracias al Prólogo el lector sabrá qué pasaba en el Imperio azteca cuando, una vez cada cincuenta y dos años, el mundo se acercaba a su fin. El capítulo primero habla del viento, primero de forma poética y casi de inmediato centrado en la China clásica. El ensayo siguiente incide de nuevo en China y a continuación vienen  cuatro páginas glosando quisicosas de ese pajarillo encantador pero que en castellano le han adjudicado el desgraciado nombre de "chochín".  A continuación, noticias sobre la cultura Nazca, de Perú; el caso de un místico monje italiano del siglo XVII al que la Iglesia recluyó en un remoto monasterio porque era capaz de revolotear por encima de las copas de los árboles; también una semblanza de Martin Afonso de Souza, un espadachín portugués del siglo XVI; otra vez la China clásica, en esta ocasión a costa de la primavera; los lacandones; China desde la caída de los Han hasta el ascenso de los Hui. Sobre los kalutis. Noticia sobre  Santa Perpetua transcrita de un libro mientras la hija del autor pinta huevos de pascua; sobre los tigres; el lapso taoísta; el asno de Abu al-Anbas, etc.

Más allá de estos quince primeros capítulos al lector todavía le aguardan cosas como una larga disquisición sobre el Vórtice (cap. 26, veintitantas páginas), el Invierno (capítulo 28, tres páginas), el Rinoceronte (cap. 29, dieciséis páginas) o el Sáhara (capítulo 33, una sola línea).

          A estas alturas el lector ya tiene al menos una certeza: Weinberger "suena" a Borges. Y, en efecto, una pequeña investigación al respecto confirma que no sólo lo tradujo con reconocido acierto sino que le conoció personalmente y lo trató durante muchos años. Es asimismo traductor con idéntico acierto de Octavio Paz y Vicente Huidobro, entre otros.

Pero también a estas alturas, al lector también se le habrá planteado una duda que puede hacerse extensiva a las primeras (y maravilladas) lecturas del viejo Borges: como éste, Weinberger posee una prosa elegante y sugestiva, y un estilo tan ágil que le permite pasar de unos temas a otros, o saltar de cultura en cultura sin perder el hilo discursivo. 

Sin embargo, situarse deliberadamente en un campo de juego delimitado por la erudición,  la poesía y la prosa poética, la evocación histórica, la autoridad arqueológica o la fábula moral tiene el peligro de poder convertir una recopilación de ensayos como Algo elemental en una especie de sopa monofisista, por llamar de alguna forma a un texto en el que cada uno de los ingredientes antes mencionados (erudición, poesía, historia, arqueología o fábula moral) no mantengan sus respectivas identidades y queden subsumidos en un tono que podría calificarse de "borgiano" o "weinbergeriano" por la misma razón que, aun leyéndolo de pasada, se puede reconocer un texto "chatwiniano".

Si la duda arrecia según van pasando los capítulos, el lector medio (es decir, aquel que dispone de una formación mediana)  tiene a su alcance la posibilidad de interrumpir la lectura para iniciar una investigación que le permita determinar si Weinberger es un hombre de fundamento o si por el contrario  se limita a ir pescando al vuelo cosas de aquí y de allá para cocinar su particular sopa monofisista.

La primera comprobación puede realizarse al final del libro, en el apéndice titulado Fuentes bibliográficas. Si los autores ahí reseñados (unos 250, calculados a ojo) no ofrecen suficiente garantía, los investigadores más perezosos pueden enfrascarse en la abundante información que ofrece Internet. Por ejemplo una larga conversación (4.600 palabras) de Weinberger con Kent Johnson (http://jacketmagazine.com/),  otro largo pero fascinante artículo de Weinberger sobre la traducción (7.400 palabras, http://www.fascicle.com/issue01/Poets/weinberger1.htm) o la critica de Nathaniel Tarn a Oranges & Peanuts for Sale, de Eliot Weinberger (http://www.jacketmagazine.com/39/tarn-r-weinberger-rb-tarn.shtml).  Aunque lo más lógico (si bien no lo más sencillo) sería acudir a los textos del propio Weinberger, entre ellos Works on Paper, Outside Stories, Written Reaction, The Stars, Muhammad, o el ya citado Oranges & Peanuts for Sale (editado en  2009). Otro libro suyo anterior, Karmic Traces (del que hay una versión castellana editada en Méjico y traducida como Trazas kármicas) es asimismo un libro bastante esclarecedor  porque es una recopilación de sus viajes al desierto de Atacama, Islandia y Hong-kong, y da bastantes datos acerca de sí mismo.

 Aunque, sin duda, si se trata de conocer detalles personales de Weinberger es muy recomendable un artículo suyo titulado "Una postal desde China", traducido al castellano por la revista online Elmalpensante com (http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_autor&id=240) y en el que Weinberger cuenta un viaje a China para participar en el Festival Internacional de Poesía Ciudad Centenaria en Chengdu. Pese a ser un evento casi en familia no se pudo celebrar porque lo clausuró la policía, lo cual le permitió viajar extensamente por las nuevas realizaciones de la China del siglo XXI. Alucinante.

                En resumidas cuentas: Algo elemental es un libro altamente recomendable, aunque no para ser leído de una sentada.  Es mejor ir picoteando de aquí para allá, exactamente como hace el propio autor, y elegir aquellos textos que en cada momento suenen más sugestivos.

 

 

Algo elemental

Eliot Weinberger

Atalanta

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Silja

 

 

Hay autores, y curiosamente no siempre son los de mayor prestigio ni tampoco los más comerciales, que tienen el privilegio de poder ser leídos varias veces a lo largo de sucesivas generaciones. Uno de ellos es Frans Eemil Sillanpää, un novelista finlandés nacido en 1888 y que a duras penas si salió nunca de su aldea natal, un remoto lugar llamado Yla-Satakunta. Desde su primera novela (La vida y el sol, 1916), Sillanpää tuvo la suerte de atraer la atención pública y ello le permitió dar por terminada su etapa de formación y refugiarse en la casa que construyeron sus antepasados y en la que él nació y vivió hasta el fin de sus días. Allí, con envidiable empuje y constancia, se dedicó a escribir novelas (15) y engendrar hijos (8). En 1939, cuando ya era una auténtica gloria nacional, su labor le fue oficialmente reconocida mediante la concesión del premio Nobel de Literatura de ese año. Durante los 25 años que le restaban de vida aún tuvo tiempo de crear una nueva familia y seguir escribiendo. Pero tanto su apetito genésico como su voracidad creativa se habían amortiguado y aparte de no engendrar nuevos hijos a  duras penas si alcanzó a escribir dos novelas más, su autobiografía y una recopilación de ensayos y relatos de viaje. Todo lo cual fue recibido con una indiferencia que apenas se rompió cuando le sobrevino la muerte, en 1964.

Mientras ello ocurría en la remota Finlandia, el saludable ambiente intelectual que se vivió en España a lo largo de los años 20 y 30 propició que incluso unos escritores de temáticas y sensibilidades narrativas tan ajenas y lejanas como podían ser las que caracterizan a los escritores nórdicos (Ibsen, Pontopiddan, Hamsum y el propio Sillanpää, entre otros) fuesen traducidos aquí y gozasen de una meritoria aceptación. Tras el paréntesis de la Guerra Civil española y la larga marcha hacia la nada impuesta por el franquismo, los escritores nórdicos antes citados, pero también autores como Rabindranath Tagore, Theodor Momsen,  Herman Hesse, Gerhart Hauptmann, Sinclair Lewis y tantos otros recibieron una segunda y espléndida oportunidad de ser leídos gracias a la colección de Premios Nobel de Aguilar. Según la propia editorial, aquellos benéficos libros poseían  "una excelente encuadernación de lujo en tapas blandas de cuerina azul con estampados en el frente y filigranas doradas en el lomo".  En la práctica,  quién no lo recuerda, la "cuerina azul" resultó ser un plasticazo imitando piel y con unos cantos durísimos que se te clavaban en la palma de la mano cuando llevabas un rato sosteniendo uno de aquellos volúmenes que pese a tener papel biblia sumaban más de 1300 páginas y pesaban lo suyo. Para compensar, las ediciones estaban tan cuidadas que a veces resultaban incluso excesivas en relación al valor real del autor elegido. Por ejemplo Tagore, cuyo tomo de Obras escogidas lo abría un Epistolario laminar de Ortega y Gasset, un Colofón Lírico de Juan Ramón Jiménez y un Prólogo de Agustí Caballero, con el remate que implicaba el que la traducción fuese de doña Zenobia Camprubí.

O sea que fuimos muchos quienes  leímos casi juntos a Knut Hamsum y Frans Eemil Sillanpää, por lo que, inevitablemente, al releer ahora Silja viene de continuo a la memoria el Hamsum de la Trilogía del Vagabundo. Porque, aun siendo de países vecinos,  el paisaje en uno y otro es el mismo, aunque con una diferencia. En Hansum la naturaleza es un todo con el narrador, que se funde en los espacios abiertos y considera que el frío y la nieve son unos complementos tan indispensables en su cotidianidad como indispensables son las estrellas en una noche de otoño o el crepitar de la leña dentro de una choza mientras fuera la nieve golpea contra las paredes y el techo a impulsos del viento. En Sillampää, en cambio, la naturaleza sólo es un marco (un marco que conoce y describe con asombrosa precisión porque nació en ella y vivió en ella hasta que le sorprendió la muerte). Sin embargo, los personajes, primero los progenitores de Silja, más tarde ésta en compañía de su padre ya viudo, y finalmente ella sola, se mueven por impulsos de su vida interior y la naturaleza, cuando interviene, siempre es un complemento ajeno, exterior y a veces incluso hostil. Kustaa, el padre de Silja, malvende la granja de sus mayores porque es un falso campesino, un hombre que ha sufrido la pérdida de aquellos valores que hubieran guiado su vida como guiaron las vidas de las generaciones que le precedieron; debido a ello, su atormentada relación con la tierra es perversa y hostil, y tan destructiva que no sólo acaba perdiendo la granja y, de paso,a su esposa y los demás hijos que ésta le ha dado, sino que transmite el germen de su destrucción a Silja, un pobre ser que va de una granja a otra zarandeada y empujada hacia el abismo por la maledicencia, la mezquindad y la falta de solidaridad de una sociedad  que asimismo ha perdido los valores ancestrales y no ha sabido sustituirlos por otros nuevos.  Sin estridencias ni desgarros autocompasivos. Pasado el verano alegre y luminoso de la juventud, los  personajes se encaminan hacia la dura noche invernal conscientes de que no les serán concedidos nuevos amaneceres. Silja sabe ser el último eslabón de una cadena y que, al cerrar los ojos, detrás no quedará nada de ella. Nada. Y sin embargo, ochenta años después de ser escrita, una nueva generación tiene la oportunidad de leerla, esta  vez sin riesgo para las palmas de las manos.

Silja

Frans Eemil Sillanpää

Blacklist

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Quemar los días

 

James Slater, (o el "Horrible Horowitz, como le llamaban sus compañeros de clase cuando todavía usaba el apellido judío paterno), es un narrador y guionista cinematográfico estadounidense nacido en 1925 en Nueva York y que alcanzó su mayor aprecio profesional a finales del siglo XX. "Aprecio", aquí, vale para la alta consideración en que le han tenido siempre sus compañeros de profesión y en especial los críticos, quienes todavía hoy le dedican toda clase de encendidos elogios. En cambio, las preferencias masivas del público se orientaron más bien en  dirección a escritores como Irwin Shaw, Norman Mailer, James Baldwin y tantos otros de sus contemporáneos. Haciendo referencia a esa dicotomía entre "aprecio" y "éxito", James Walcot, crítico de la revista Vanity Fair, recurrió en 1985 a una fórmula que casi suena más bien a epitafio. "[James Staler] es el escritor menos reconocidos entre los escritores menos reconocidos".

                Slater tiene en su haber unas cuantas novelas muy notables (entre ellas The Hunters (traducida como Pilotos de caza), Light Years (Años luz) o A Sport and a Pastime (Juego y distracción); escribió bastantes guiones fallidos y alguno de éxito (como por ejemplo Downhill Racer, una película de 1969 protagonizada por Robert Redford y estrenada en España como El descenso de la muerte). No obstante, la verdadera fuente de su prestigio reside en sus relatos, que entre otras satisfacciones le proporcionaron el dinero suficiente para financiarse sus proyectos más ambiciosos.  La recopilación de todos sus cuentos apareció en 1988 como Dusk and Other Stories (publicada en España como Oscuro) y le valió el premio PEN/Faulkner del año siguiente.

                Quemar los días es un relato aparentemente autobiográfico y que tiene más de relato que de biografía. Uno de sus muchos atractivos es el tono, amable y elegante incluso cuando toca relatar sucesos que evidentemente debían de causarle más pesadumbre de la que cabe colegir de su forma ecuánime de contarlos. Por ejemplo cuando, al resumir su larga y entrañable relación con Irwin Shaw (un hombre literariamente  mediocre pero inmensamente popular desde sus primeras novelas, cosa que le permitió ganar dinero a espuertas y pegarse la gran vida), Slater cierra el relato de dicha amistad diciendo: "Vivió una vida bastante mejor que la mía". Sin más.

                Esa falta de lamento se hace extensiva a la renuncia al ajuste de cuentas incluso cuando el ofensor le pone en bandeja la posibilidad de propinarle uno de esos pescozones rasantes que tanto escuecen en el cuero cabelludo, pero sobre todo en el orgullo.  Entre el centenar largo de personas que desfilan por las 400  páginas de estas  memorias  (lo más granado del cine y la literatura desde la década  de 1960 en adelante), sólo una persona alcanzó a exasperarle hasta el extremo de que, casi treinta años después, todavía la recuerda con profundo desagrado, llegando a describirla como mezquina, avariciosa y manipuladora. Sin embargo, y puesto que Slater evita con elegancia dar su nombre, el lector que desee saber quién  dejó en su alma tan negativa huella habrá de hacer una prolongada investigación en Internet hasta descubrir que se trata de Charlotte Rampling. (Vaya por dios, con lo guapa que era esa mujer).

                En esa misma línea es muy de elogiar la discreción de la hace gala un narrador en primera persona y que por lo tanto está todo el rato en escena, pero que se las arregla para que casi siempre los protagonistas sean los demás. Si se trata de su iniciación sentimental, la atención se la llevan las mujeres que le acompañaron en tan turbulentas experiencias, con la particularidad de que, al despedirse de ellas al final de sus respectivas intervenciones, indefectiblemente les dedica unas palabras de afecto. Y al llegar a sus años de piloto de guerra, quienes cargan con el peso del relato son los aviones y no las hazañas del piloto. Naturalmente que mientras habla de esto y aquello Slater ofrece un montón de datos personales que permiten al lector crearse una imagen cabal del personaje oculto tras la voz narradora, pero muchas veces habla de sí mismo con tanto tacto que sólo después de cerrado el libro caes en la cuenta de determinadas confesiones. Un último ejemplo: cuando cuenta las aventuras sentimentales de unos y otros (entre ellas las propias), de pronto, y como quien no quiere la cosa comenta: "En el mundo, las relaciones no se desarrollan basadas en la fidelidad", una frase que, pese a su falta de aparatosidad cuando se habla de pasiones y conquistas ocurridas  en plena etapa matrimonial, seguro que no se le pasa desapercibida a ninguna esposa atenta. Quiero decir: James Slater es un viejo zorro y lo cuenta todo, pero hay que leerlo con atención.

 

 

Quemar los días

James Slater

Salamandra

 

 

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21 de abril de 2010
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Ángel Guerra

 

Cuando Pérez Galdós escribió Ángel Guerra (1890-1891), tenía cuarenta y siete años de edad y llevaba  publicadas una veintena de novelas (entre ellas Doña Perfecta (1876) que se considera su puerta de entrada a la madurez narrativa; Marianela (1878); El amigo Manso (1882); Fortunata y Jacinta (1886-1887) y la primera entrega (1889) de su trilogía Torquemamada).  También llevaba escritos veinte títulos de sus Episodios Nacionales (de los cuarenta y cinco que llegó a terminar), así como una considerable cantidad de obras de teatro y artículos periodísticos. Cabe preguntarse cómo se las apañaba ese hombre para escribir si, además de una obra tan ingente como la que ya tenía en su haber, ejerció durante años como diputado en Cortes, fue miembro activo de dos tertulias literarias y (se dice) era cliente habitual de los burdeles más concurridos de las ciudades entre las que distribuía su tiempo (fundamentalmente Toledo y Santander, aparte de Madrid).  La respuesta a esa pregunta se puede encontrar en la edición de Ángel Guerra que acaba de aparecer en la Biblioteca Castro: de las tres partes de que consta la novela, la primera (261 páginas) la terminó en abril de 1890; la segunda parte (264 págs), la terminó en diciembre de ese mismo año, mientras que la tercera (261 págs), está fechada en abril de 1891. Es decir, que en poco más de un año, y además de sus restantes actividades, se despachó una novela de 794 páginas, con la particularidad de que sólo un año más tarde ya había publicado Tristana y que en los seis años siguientes sumó seis novelas más.  

                               Si insisto en su capacidad de trabajo es porque, en contra de lo que pueda parecer, Galdós no es un escritor descuidado o que escriba aprisa y corriendo y a bulto. Quien conozca bien Toledo se quedará asombrado por la exactitud de sus descripciones de esa ciudad, entreveradas de observaciones como ésta:  "En sus primeras caminatas [habla de un Ángel Guerra recién legado a Toledo] la planimetría de la ciudad érale desconocida [...] empezó a orientarse [...] y pudo dominar el sentido de las calles y entenderlas como signos de endiablada escritura, que se va comprendiendo después de pasar por ella los ojos una y otra vez. Sale ahora este vocablo; después aquel; se despeja parte de una cláusula, luego se trasluce una frase íntegra, hasta que  interpretados con cálculo y paciencia los espacios intermedios, llégase a leer de corrido todo el conjunto de garabatos". No es menos prodigioso, por ejemplo,  su conocimiento del funcionamiento interno de una catedral, desde los mendigos que medran a sus puertas hasta las campanas con sus diferentes voces y decires, aparte de los servicios y oficios, el escalafón de eclesiásticos, las funciones y las rentas que giraban en torno a una catedral antes de la desamortización, claro.  Ello por no insistir en la descripción de ambientes  y  la decoración de las casas y sus moradores: cómo disfruta Galdós tomando por su cuenta a los diferentes miembros de la familia de una de las protagonistas para decir cuatro cosas que sabe de ellos, o qué capacidad para describir el carácter de un personaje con sólo dos trazos al pasar. De acuerdo que todas ellas son capacidades muy normales en los escritores del XIX, pero es un gozo volverlas a encontrar en Galdós.

                Lo curioso es que tanta sabiduría y oficio, tal maestría en el manejo del idioma (quien se atreve hoy a husmar los tesoros que ellos encuentran en el lenguaje popular) sólo sirven para recrear fantasmagóricamente un universo que nos pilla tan lejos como lejos nos pilla una narración sobre arrianos en la Siria del siglo VIII o sobre pastores en los Cárpatos de hace doscientos años. Quiéralo o no, el lector se ve reducido al papel del entomólogo que va viendo pasar ante sus ojos una colección de individuos (la puta, el revolucionario, el beneficiario de la catedral, el sablista, el carpintero, la protagonista santa, la protagonista de moral promiscua) pertenecientes a especies ya sólo reconocibles en los libros porque de las calles han desparecido, igual que de nuestras vidas.

                La crítica explica que Ángel Guerra fue escrita en plena crisis del naturalismo y que Galdós, como todos los novelistas de finales del XIX, obligado a buscar nuevas vías expresivas creyó ver durante algún tiempo que el espiritualismo, tal y como parecía predicarlo Tolstoy, podía ser una opción válida. Es de resaltar que la propuesta religiosa que hace Galdós por boca de su personaje principal la podría suscribir cualquier persona de mentalidad abierta y progresista y que se pregunte hoy por el sentido religioso de la vida. Es decir, que no se trata de una opción gazmoña y que huela a sacristía decimonónica. Pero como recurso literario, como "trasunto" que permita contar las peripecias de una serie de personas que aspiran a vivir la vida con dignidad y provecho, uno tiende a darle la razón a la tremenda Doña Emilia Pardo Bazán cuando, preguntada acerca de las posibilidades literarias del espiritualismo, contestaba con su voz de trueno: "Déjeme usted de merengadas".  

                Quiero decir: durante muchísimas páginas, Ángel Guerra es una novela prodigiosa, pero que exige una cierta fuerza de voluntad para llegar hasta el final.

 

Ángel Guerra

Benito Pérez Galdós

Biblioteca Castro

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15 de abril de 2010
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El olvido que seremos

 

Hace un par de semanas comentaba aquí el libro de Héctor Abad Faciolince  titulado Traiciones de la memoria. A favor de quien no haya leído el libro, ni mi comentario, resumo brevísimamente el argumento: el 25 de agosto de 1987 el doctor Héctor Abad, activista en favor de los desheredados y reiteradamente amenazado por sus denuncias de las desigualdades sociales, es abatido a tiros y en los bolsillos de su traje ensangrentado aparece un soneto apócrifo pero que todas las trazas de haber sido escrito por Borges. Algún tiempo después  el hijo del fallecido, Héctor Abad Faciolince, llevará a cabo una apasionada investigación cuya finalidad será averiguar quién fue en realidad el autor del soneto y por qué lo llevaba el fallecido en el bolsillo.  Al comentar el libro que surgió como resultado de aquella investigación, Traiciones de la memoria, señalaba yo como curiosidad que si bien la figura (o la memoria) del padre estaba presente desde la primera a la última página del libro, en cambio era una presencia como reflejada porque el foco de atención era la investigación acerca del misterioso poema y el misterio de su creación. Pocos días después en Babelia calificaban a Héctor Abad Faciolince de "detective literario".

                Acabo de leer ahora El olvido que seremos, cronológicamente anterior a Traiciones de la memoria. Se trata de un libro absolutamente singular en el que el motivo central, y aparentemente único, es la figura del padre alevosamente asesinado por unos sicarios a sueldo de aquellos a quienes inquietaba el resonar de una voz que reclamaba justicia para los desheredados y recurrieron a silenciarla por la vía más rápida  y barata, esto es, la compra de una pistola que hizo callar para siempre al disidente. Digo que El olvido que seremos es absolutamente singular porque el paradigma de la relación paternofilial es, por ejemplo, Carta al padre, de Kafka, un ajuste de cuentas duro e inmisericorde  cuya intención es destruir la figura del padre castrador y carente del más leve rastro de amor por un hijo condenado a destruir a su vez al padre como condición indispensable para su propia supervivencia. Supongo que al terminar de leerlo Sigmund Freud cayó de rodillas y alzando los brazos al cielo lanzó gritos de júbilo porque uno de los mejores escritores del siglo XX le había proporcionado un argumento imperecedero para su propia teoría acerca de la relación padre-hijo y que, según él, no sólo ha de ser necesariamente dura e inmisericorde sino que debe desembocar, asimismo necesariamente, en  la muerte del castrador a manos de su víctima.

                Nada que ver con lo que pasaba en la familia Abad, en la que el supuesto padre castrador era de hecho un tipo encantador y  que no sólo supo ganarse de por vida el amor de una gran  mujer sino también el de los seis hijos que ésta le dio, aunque para huir de las trampas machistas del lenguaje es de aclarar que en realidad fueron cinco niñas y un solo varón, el penúltimo. Y otro matiz más: en lugar de un hogar patriarcal al uso, el de los Abad fue un gineceo en el que, como dice la primera línea del libro,  "vivían diez mujeres, un niño y un señor". En lugar del habitual ajuste de cuentas, lo que hace Héctor Abad Faciolince en su libro es poner de manifiesto una larga, morosa, intensa e incondicional declaración de amor filial. Amor tal cual, sin rodeos ni subterfugios: "Amaba a mi padre sobre todas las coas [...] con un amor casi animal [...] su olor y también el recuerdo de su olor [...] Me gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y la meticulosa limpieza de su cuerpo".   

En una sociedad patriarcal como la nuestra, teñida por un regusto machista que menosprecia el papel de la hembra pero atenaza por igual al macho  ("Los niños no lloran", "Aguanta como un hombre", "Tener miedo es cosa de niñas", etc), manifestar sentimientos amorosos por el padre se tolera en la infancia, aunque una  vez traspasada la línea de la edad adulta es rarísimo, y por ende sospechoso, que un macho hable del padre con amor.

       Otra singularidad de El olvido que seremos es que, aparte de una exaltación continua e incondicional de la figura paterna, en torno a ésta se van dibujando poco a poco la vida, las costumbres y los comportamientos y relaciones humanas de una capital de provincias de Colombia, más concretamente Medellín, a mediados del siglo pasado. Al hilo de la trayectoria vital del padre, junto con sus amigos y enemigos y las luchas de todos ellos, se van consolidando las figuras de los abuelos, tíos, primos o vecinos del narrador. Y, según vaya creciendo éste, su propio entorno familiar y social hasta que tiene lugar el asesinato del padre y los acontecimientos posteriores que desembocaron en los sucesos ocurridos entre el día 25 de agosto, fecha del asesinato del padre, y la marcha al exilio del propio narrador, progresivamente cercado por unas circunstancias que cada vez se iban pareciendo más a las que motivaron el asesinato de aquél. Se entiende que este libro lleve vendidas ya ocho ediciones porque, aparte de estar muy bien escrito, es un documento vivo de un momento histórico. Y sobre todo porque es una exploración valiente de un territorio pocas veces hollado por los masculinos si no es en plan guerrero, pues el tema último es la manifestación de un sentimiento tan difícil de tratar, y con grandes posibilidades de descarrilamiento, como es el amor, amor tal cual, con independencia de quien sea el objeto amoroso. Y que en ese caso es nada menos que el padre.

El olvido que seremos

Héctor Abad Faciolince

Seix Barral

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5 de abril de 2010
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La retirada de Jenofonte

 

La Anábasis de Jenofonte es, en sí misma, una obra excepcional porque concurren en ella tres circunstancias que sólo rarísimas veces se dan al mismo tiempo en una obra. En primer lugar, el asunto del que trata es apasionante: el viaje de regreso de una tropa de mercenarios integrada por 10.000 hoplitas y  que, ante la imposibilidad de volver por donde han venido, se ven obligados a recorrer el camino de vuelta (2.500 km) por territorios desconocidos y cuyas condiciones naturales son extremas (desiertos y páramos invernales,  ríos tan infranqueables como las montañas y barrancos que les salen al paso, escasez de alimentos y una impedimenta muy precaria, etc). Y, por si fuera poco, siendo acosados por tropas enemigas  que les tienden trampas o acceden a firmar pactos que casi de inmediato serán traicionados.  

La segunda circunstancia a favor es que el encargado relatar tan improbable epopeya es un escritor excepcional, hasta el extremo de que su trabajo iba a tener seguidores tan señalados  como el Julio César de las Guerras de las Galias. La tercera y casi más feliz de las circunstancias es que el narrador, que encima se enroló sólo como cronista y no como soldado, acabó siendo el general encargado de llevar a buen puerto - y nunca mejor dicho -  la aventura común. Dicho en otras palabras, la Anábasis es una epopeya apasionante relatada por alguien que  no sólo poseía unas dotes de narración poco comunes sino que encima sabía de lo que hablaba, pues gran parte de los hechos narrados fueron consecuencia de sus decisiones. Otras sonadas retiradas, por ejemplo la del general británico Moore intentando alcanzar A Coruña siendo hostigado por las tropas napoleónicas; la del propio Napoleón a su vuelta de Moscú o el reembarco de las tropas británicas tras su intento fallido de tomar las costas francesas durante la II Guerra Mundial han contado con grandes cantores ( Guerra y Paz de Tolstoi, sin ir más lejos) pero que hablaban de oídas y por lo tanto les falta esa tensión que en cambio sí transmite quien está contando la historia desde dentro y es, al mismo tiempo, sujeto y objeto de la misma.  

                Desde ahora, el relato de Jenofonte cuenta con un complemento que a mi modo de ver es indispensable para todo aquél que se disponga a leer la Anábasis, no importa si es primerizo o reincidente. Y me refiero a La retirada de Jenofonte, de Robin Waterfield. Además de documentarse como se supone que debe hacer todo historiador que decide tratar un tema determinado, Waterfield ha seguido a bordo de un Land Rover el recorrido descrito por Jenofonte hace 2.400 años, por lo que el lector actual, si tiene la precaución de situar  el relato mediante los mapas de Google, puede seguir paso a paso la odisea porque Waterfield suministra los nombres actuales del país, la ciudad, el río o la montaña que Jenofonte cita según las denominaciones de la época. Incluso cree haber localizado los restos del monolito que alzaron los guerreros griegos cuando, a la vista del Mar Negro, gritaron el famoso: "¡Thálassa, thálassa!".

Por si fuera poco, Watefield cumple de sobras el propósito que anuncia en el prólogo: suministrar todos aquellos datos obviados por Jenofonte al dar por supuesto que el lector ya los conocía. Y se está refiriendo a detalles tan apasionantes como la técnica de combate de las legiones hoplitas, el sistema de reclutamiento, su entrenamiento y comportamiento en combate, la impedimenta e incluso los ritos funerarios. Cómo atraviesa un río caudaloso un ejército que viaja con caballos, carretas cargadas hasta los topes de víveres y armas o los soldados armados hasta los dientes. Cómo se alimenta un ejército en campaña, las técnicas de forrajeo y los sistemas de apoyo para que los campesinos no acaben con quienes están esquilmando sus campos y las provisiones que ellos necesitan para sobrevivir al inverno. Qué pasa cuando el ala  de un ejército logra derrotar a su oponente y se encela persiguiendo a esos guerreros que huyen y que serán vendidos como esclavos. Y lo mismo con las armas y armaduras de los muertos y heridos, que pasarán a engrosar el botín. Pero si hay suerte y se ganan batallas y crecen en exceso el botín y el número de esclavos, cómo se conservan dichas ganancias y cómo alimentar a los esclavos cuando escasea la comida. Lo dicho: un sin fin de cuestiones que los historiadores suelen olvidar porque las consideran insignificantes pero que, bien contadas, dan para un libro de esos que el lector cierra al terminar su lectura con la certeza de haber disfrutado de un relato apasionante, pero con la certeza también de haber aprendido un montón de cosas que siempre quiso saber y nunca se le ocurrió dónde buscarlas.

 

 

La retirada de Jenofonte 

Robin Waterfield

Gredos

 

 

 

  

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12 de marzo de 2010
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El Boomeran(g)
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