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Teatro completo

Javier Fernández de Castro

 

Mientras leía – en el caso de todas las obras y actas correspondientes a la estrambótica Orden de los Caballeros de Don Juan Tenorio – o releía – en el caso de las cuatro "grandes" piezas que abren el presente volumen y que ya fueron publicadas en su día – la producción teatral de Juan Benet,  me preguntaba qué efecto pueden causar estas obras tan inusuales en alguien que se enfrente a ellas sin conocer al autor y sin tener una visión suficiente del contexto en que fueron escritas, es decir, a lo largo de las décadas de 1950 y 1960.

                En el fondo estoy planteando una cuestión que ocupa desde antiguo a quienes estas cuestiones preocupan. Por ponerlo de una forma sencilla, ante un cuadro cargado de simbología y doctrina cristiana, cabe preguntarse quién disfruta más: el erudito que conoce el contexto y las circunstancias de los personajes representados, así como la simbología de los gestos y los objetos intencionadamente dispuestos por el pintor, o la persona instintivamente sensible al color y la composición y que capta casi sensorialmente el "mensaje" artístico que transmite el cuadro.  Puesta la cuestión en lo que hace referencia a estas piezas de teatro la pregunta sería: ¿es necesario haber conocido a Juan Benet y su época parea poder extraer todo el contenido que ofrecen sus obras?

                La pregunta tiene trampa porque la respuesta es sí y no. Basta leer el excelente y bien documentado prólogo de Vicente Molina Foix (que sí conoció muy bien al autor) para advertir que aquí hay mucha más tela de lo que puede parecer tras una primera lectura. Molina Foix habla de un Juan Benet histriónico y travieso, del hombre de teatro con alma de matemático. Y consciente del desconcierto que sin duda se apoderará del lector desprevenido, insiste en el gusto de Benet por mezclar, casi siempre sin previo aviso, lo sublime con el melodrama barriobajero, la comedia metafísica con la broma gruesa muy cercana al gusto tabernario (en aquella época llamada patafísica). Sin embargo, a la hora de contextualizar esta producción teatral,  no tarda en aparecer la munición del más grueso calibre: "expresionismo alemán", "teatro del absurdo", Ionesco, Dürrenmat y, como punto de referencia más actual, Thomas Berndhard. Y por descontado Beckett, aunque lo sorprendente en el caso de este último es que la circulación entre uno y otro es de doble sentido, pues leyendo a Benet muchas veces estás viendo al Beckett de Esperando a Godot y (aunque sea en novela) de Mercier y Camier; pero también leyendo al Beckett hay gestos, diálogos y actitudes que son inequívocamente benetianas. A este respecto puede decirse con seguridad que Benet era conocedor de la obra de Beckett mientras que éste desconocía por completo a Benet.

Para explicar esa circulación de doble sentido (que no copia) me viene a la memoria la respuesta que un progresivamente irritado Faulkner daba para defenderse de la acusación de haber copiado a Joyce con el recurso al monólogo interior (stream of consciousness). Faulkner hablaba de una especie de "conciencia universal", al referirse a la necesidad de los creadores de cada época de encontrar soluciones a los nuevos problemas (por descontados que narrativos) que se les plantean. Siendo una necesidad que afectaba a todos, ello explicaría que dos escritores pertenecientes a dos universos tan incomunicables como puedan ser el Mississippi profundo de los años 20 o el París contemporáneo, hubiesen dado con soluciones muy similares. A mí, como explicación me sirve, pero el pobre Faulkner hubo de cargar hasta el fin de sus días con la sospecha del plagio.

En cierto modo, y consciente del gusto de Juan Benet por el humor fino y al tiempo  grueso, y su insistencia en la astracanada en los momentos más supremos, al recurrir a la munición de grueso calibre Molina Foix está animando al lector para que no se deje amilanar por el sentido del humor de Juan Benet y sus continuos guiños al lector hipócrita del que hablaba Baudelaire, mon semblabe, mon frère.

Por volver a la cuestión de si es preciso el conocimiento previo a la obra para sacar el máximo provecho estético de la misma, ya decía que la pregunta tiene trampa. En principio, la obra dice lo que dice y no necesita esas muletas que son los sentidos ocultos. Se lee y ya está, y todo lo que no esté ahí adiós para siempre. Pero al mismo tiempo no me cabe la menor duda de que quienes conocieron bien a Juan Benet se reirán más, vivirán momentos de gran nostalgia y, de cuando en cuando, incluso tendrán la inquietante sensación de estar oyendo al propio Juan Benet cuando, en una situación plenamente disparatada, uno de los personajes dice: "No hay otra certeza que la pasión y toda incertidumbre procede del conocimiento". Eso, dicho cuando el país era un clamor contra la apasionada irracionalidad  de un régimen empecinado en nadar contra corriente (y que todavía mataba para asegurarse de ir por el camino correcto), era  un clásico rasgo del humor enrevesado, y a veces decididamente  agresivo, de Juan Benet.   

 

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Juan Benet

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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