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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tiempos del "Quijote"

Cualquier esfuerzo que se haga por mantener al Quijote a alcance de los lectores merece ser elogiado sin reservas. En esta ocasión, y de la mano de Acantilado, el que rompe una nueva lanza en favor del caballero de la triste figura es Francisco Rico, que lleva media vida peleándose en favor de la literatura del Siglo de Oro, y más concretamente de esta obra cumbre de la literatura española y universal.
En Tiempos del "Quijote" se reúnen una serie de artículos, conferencias, prólogos e incluso textos para el catálogo de una exposición o de una ópera. Obviamente algunos son difíciles de encontrar y se agradece encontrarlos todos juntos. Y como no podía ser menos, el lector no tarda en quedarse abrumado por la infinita riqueza de Cervantes. Puede ser una cuestión menor, como es la de la naturaleza del animal, burro, asno, jumento, pollino, borrico, rucio o lo que fuera que fuese lo que montaba Sancho y que le fue sustraído y milagrosamente devuelto de una edición a otra; o cuestiones de más calado, como el redescubrimiento en Europa de una novela que en España ya parecía haber terminado su recorrido, o la reciente reinterpretación del Quijote como paradigma de lo romántico (Anthony J. Close, un prestigioso hispanista británico que publicó en 1978 La concepción romántica del Quijote), el filón parece inagotable.
Por desgracia, los esfuerzos conjuntos de todos los hispanistas y la infinita sucesión de admiradores presentes y pasados no van a poder evitar un peligro imposible de soslayar, y me refiero al lento pero inexorable alejamiento del Quijote del mejor lector, es decir, el que se deja de historias y pamplinas, se sienta, abre el libro por la primera página y sigue impertérrito hasta el final. No me cabe la menor duda de al cerrar el libro habrá crecido prodigiosamente en edad y sabiduría, pero tampoco me cabe la menor duda de que se le habrán escapado la mitad de los contenidos que, en cambio, para un contemporáneo culto de Cervantes  serían perfectamente cotidianos.
Para que no se diga que me las hago venir rodadas, abro al azar el Tomo I de la edición que el propio Francisco Rico hizo en 1998 para el Instituto Cervantes y que fue publicado por Crítica. Pongamos que me aparece el Capítulo XXVIII (ya que sale, también se está perdiendo la costumbre de numerar los capítulos, o citar los siglos, en caracteres romanos, lo cual nos aleja asimismo un paso más de Roma, nuestra raíz, y no le veo la ganancia). En ese capítulo se cuenta la historia de la bella Dorotea: van felicísimos y venturosos el cura, el barbero y Cardenio por la serranía cuando les llega un lamento inconsolable que proviene, al parecer, de un joven labriego que entre ayes y suspiros se está lavando los pies en un arroyo. Detallada descripción de unos pies desnudos que "parecían sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido". En el párrafo de apenas 15 líneas en el que Cervantes describe la vestimenta del joven, los editores se han creído obligados a introducir un montón de notas explicativas porque el descuidado pero suspirante labriego luce "un capotillo pardo de dos haldas [o sea una vestidura formada por dos paños unidos en los hombros] que traía muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca"(?). "Traía ansimesmo unos calzones y polainas de paño pardo [especie de medias que cubrían también la parte superior del pie] y en la cabeza una montera parda [especie de gorra de paño con una visera pequeña]". Finalmente, antes de calzarse con toda honestidad [en la época los pies desnudos eran un signo de erotismo casi escandaloso] se seca "con un paño de tocar [que es un pañuelo que se ponía en la cabeza para recoger el cabello y aguantar el sombrero o el tocado]". Finalmente resulta que al quitarse el paño de tocar le caen sobre los hombros unos cabellos rubios tan deslumbrantes que "pudieran los del sol tenerles envidia". Es decir, que se trata no de un joven labrador sino de la bella Dorotea, que antes de contarles a los mirones su historia, dice: "Pues que la soledad destas sierras no ha sido parte para encubrirme, ni la soltura de mis descompuestos cabellos no ha permitido que sea mentirosa mi lengua, en balde sería fingir yo de nuevo ahora lo que, si se me creyese, sería más por cortesía que por otra razón alguna.". Y una vez aceptada la inutilidad de fingir más, procede a contarles la relación de sus desdichas.
En conjunto, sólo ese capítulo lleva 79 notas, algunas de ellas de alcance, como cuando Dorotea se dice hija de unos padres "humildes en linaje, pero tan ricos, que si los bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortuna...", observación que remite a Aristóteles cuando éste señala la contraposición entre los bienes de la naturaleza (linaje) y bienes de fortuna (riqueza), una contraposición luego asumida por los estoicos...
Si a ello se añade que incluso con el esfuerzo de adaptar la grafía a los usos actuales no resulta fácil seguir los vericuetos del decir cervantino, queda claro el mérito de esfuerzos como el que lleva a cabo Francisco Rico en este libro (eso que suele calificarse de quijotesco, faltaría más). Pero es de temer que las filas de los desertores que se van a otras fuentes de diversión sin haberse dado la oportunidad de leer el Quijote va a seguir aumentando. Y es trágico.

Tiempos del "Quijote"
Francisco Rico
Acantilado



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19 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sombras suele vestir; La pérdida del reino; Las ratas

A mediados del siglo pasado gentes como Borges, Octavio Paz o Lezama Lima se preguntaban perplejos cómo era posible que José Bianco, su amigo, un escritor al que admiraban sin ningún tipo de reservas, podía ser un perfecto desconocido para el gran público. Hoy, esa injusticia no sólo se mantiene sino que José Bianco podría optar con toda clase de merecimientos a la triple A literaria, es decir el título de Autor más Anónimo de Argentina.
A quienes hablan de una voluntad casi luciferina por parte de Bianco de borrar todo rastro y quitarse de en medio a toda costa no les faltan razones en las que basar su sospecha. Entre 1938 y 1961 José Bianco fue secretario de redacción de Sur, la revista literaria fundada por Victoria Ocampo y probablemente una de las publicaciones más influyentes del Cono Sur americano, y por cuyas páginas pasaron lo más grandes escritores de la época. Es decir, un puesto clave desde el cual un tipo con ambiciones literarias podría haber llevado a cabo una fructífera carrera camino de lo más alto del escalafón literario. Y sin embargo más bien da la sensación de haber hecho lo contrario, y ahí está la intrahistoria de algunos de sus libros más significativos, como Sombras suele vestir, un magnífico relato de fantasmas que debería haber figurado en la Antología de la literatura fantástica, de Bioy Casares y Jorge Luís Borges pero que se quedó fuera porque Bianco aún lo estaba retocando cuando se publicó el libro. Salió en Sur un año después, sin apenas resonancia, y no fue incluido en la antología hasta 1967. O qué decir de otra narración espléndida, La pérdida del reino, escrita en 1950 pero no publicada hasta 1972 porque le aburría dar unos retoques que según él necesitaba.
Curiosamente, esa voluntad de anonimato podría ser trasladada a su escritura, diáfana, sencilla y admirablemente estructurada. En ningún momento tiene el lector la sensación de que le está siendo impuesto un lenguaje, y mucho menos un estilo. Y sin embargo tanto uno como otro son magníficos. Quien opte por dejarse de informaciones previas, biografías, reseñas académicas y demás interpretaciones ajenas y vaya directamente a Las ratas - que en mi opinión es el relato de más largo alcance y el que mejor refleja el quehacer literario del autor - se adentrará de inmediato en un universo cerrado aunque no asfixiante y en el que, quizás por estar narrado a través de la sensibilidad de un niño, nada acaba de ser cierto, seguro y definitivo. El padre, la madre, la tía y el hermanastro mayor, así como el personaje femenino que aparecerá después y desencadenará el desenlace, se mueven, hablan, sufren y buscan sin que nada afecte de lleno al narrador, que se limita a registrar la vida en derredor sin intervenir, muy al estilo del José Bianco ciudadano, un hombre situado en el epicentro de la vida literaria latinoamericana durante más de cincuenta años y que logró pasar prácticamente inadvertido, cosa que le ocurrirá también al narrador de La pérdida del reino, escondido primero bajo la apariencia del depositario involuntario de unos papeles es los que se relata la historia de un hombre que parecía destinado a llevar una vida pacífica y plena pero que descubrirá finalmente que se le ha escapado (ha perdido su reino) en una sucesión de insignificancias que sumadas dan como resultado una derrota vital.
Ocurre sin embargo que no se puede vivir sin juzgar, de la misma forma que no se puede escribir sin interpretar los signos. Y es ahí donde más destaca la capacidad narrativa de José Bianco: a fuerza de acumular una información en apariencia inocente, u objetiva, sólo registrada pero sin juzgar, llega un momento en que la propia lógica de lo narrado se va estructurando, cada acontecimiento termina ocupando el lugar que le corresponde y la acumulación de hechos se transforma en una vida, o vidas, ya no anónimas, ya no insignificantes, sino plenas de matices y sugerencias. Y todo ello sin alzar la voz, sin una sola salida de tono, y pongo de nuevo el ejemplo de Las ratas, un relato lleno de miserias, agresiones, lascivia, incesto, traiciones y, al final, incluso un asesinato entre hermanos sin que, como digo, nadie parece que llegue a despeinarse.
Y otro tanto puede decirse de las piezas en prosa incluidas en este volumen: su puede estar de acuerdo o no con la interpretación que hace de Proust, y de entrada puede interesar más o menos lo que vaya a decir de un personaje hoy tan anecdótico como Julien Benda o tan lejano como Ortega y Gasset. Pero como les ocurre a tantos narradores, lejos de ser lo que tradicionalmente se entiende por ensayos son piezas que se cuentan a sí mismas y en las que el autor habla tanto del personaje como de sí mismo, aunque lo haga tan discretamente como José Bianco solía hacer para referirse a sí mismo.

Sombras suele vestir
La pérdida del reino
Las ratas

José Bianco
Atalanta



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12 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La puerta entreabierta

Se necesitan unas dosis enormes de entusiasmo, imaginación y capacidad narrativa (y también, por qué no decirlo, una inmensa osadía) para meter en las primeras páginas a una persona dentro de la bola de cristal de una adivina de tres al cuarto y mantenerla ahí dentro durante más de doscientas páginas, con el agravante de que la encerrada es la encargada de narrar en primera persona las peripecias que la llevarán a escapar, más o menos, de tan curiosa prisión.
Quien decida dar por buena la posibilidad de que una mujer de treinta y dos años, y periodista escéptica para más señas, pueda colarse sin comerlo ni beberlo en la clásica bola de cristal tradicionalmente utilizada por los adivinos y las videntes para perpetrar sus patrañas, se va a encontrar caminando hasta el final por el finísimo filo que separa lo real de lo fantástico, lo posible del disparate, el lado de acá del lado de allá del espejo, el sueño de la vigilia, lo que quiero de lo que debería querer, etc. Pero Cristina Fernández Cubas, y lo ha demostrado de sobras en sus libros anteriores, posee un tino envidiable para moverse al borde del abismo (que sería lo decididamente inverosímil) sin caer nunca del todo en él, pero sin pisar nunca tampoco tierra totalmente firme y segura (que sería eso que sin demasiado fundamento llamamos lo real).
Una de las indudables ventajas que ofrece el saber moverse con soltura en ese terreno incierto por lo que tiene de fronterizo, es que permite ir entrando y saliendo de todos los géneros narrativos sin que se note el paso de unos a otros, y ahí está la pitonisa Krauza Demiroskova (Pepita, cuando no está metida en faena) y sus dos zarrapastrosas compinches, quienes después de protagonizar unos intentos bastante grotescos por sacar a la narradora de su encierro desaparecen para dejar paso a una serie de personajes, historias, maquinaciones y tentativas de rescate que van pasando con toda naturalidad de la farsa al suspense y de éste a la metafísica o el juego y las trampas del azar sin detenerse en ninguno de los estados de ánimo propios de cada situación el tiempo suficiente para que pueda darse nada por sabido, conocido, aceptado o definitivo.
La puerta entreabierta, igual que el paso sutil de la Cristina Fernández Cubas a esta Fernanda Kubbs que aparece ahora sin pretender en ningún momento engañar a nadie acerca de su identidad, supone un paso adelante muy significativo en la trayectoria literaria de Cristina/Fernanda Cubas/Kubbs. Hasta ahora, la gran variedad de puertas que se entreabrían en sus relatos eran más bien como huecos abiertos en las murallas defensivas y por lo cuales se colaban toda clase de sobresaltos y peligros que venían a perturbar el orden conocido. En cierto modo, aunque desde luego con estilos y medios muy diferentes, es lo que pasa en las novelas de Patricia Highsmith, cuando un suceso en apariencia nimio acaba convirtiendo lo cotidiano en un infierno. Ahora, y la autora lo ha confirmado de viva voz en las entrevistas que han acompañado la aparición de su nueva novela, más que una grieta en las defensas esta puerta entreabierta es una oportunidad de acceder a otros mundos, explorar otras vidas, conocer nuevas experiencias. Así, lo que al principio parece un mero juego de espejos que reflejan imágenes cada vez más disparatadas (niñas que engañan a los mayores porque saben hacer unos misteriosos ruidos con los huesos de los pies, autómatas turcos que juegan y ganan al ajedrez gracias a que llevan dentro un enano que mueve los engranajes, Sir Arthur Conan Doyle dejándose engañar por unas niñas que afirman haber fotografiado hadas) va cobrando un extraño aire de seriedad y trascendencia. Y el cambio de estado de ánimo es lógico porque según va pasando el tiempo el personaje encerrado en su extraña prisión se impacienta progresivamente y desea salir ya, ahora mismo, basta de bromas y dilaciones. Quiere irse a su casa y, de ser posible, a su vida de antes. Pero la visible transformación ( y ahí está ese personaje que no tenía nada de particular pero que era el dueño de las palabras) se debe también a que se está produciendo el nacimiento de un proyecto literario que, ya lo he dicho antes, abre puertas y se asoma a unos territorios nuevos e inexplorados y que literariamente ya estaban ahí, pero sólo intuidos porque exigían dar el paso y atravesar la raya de la frontera. Los muchos incondicionales de Cristina Fernández Cubas pueden felicitarse porque no sólo está de vuelta sino que viene con renovados bríos.

La puerta entreabierta
Fernanda Kubbs
Tusquets



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5 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La muerte del corazón

Hay autores cuya forma de contar una historia lleva implícito el desarrollo del entorno en el que ocurren los hechos. En Conrad, por ejemplo, las descripciones del mar y los barcos, los puestos comerciales en ríos exóticos o las mosquiteras en las casa coloniales tienen tanta importancia como los acontecimientos narrados porque hay una interacción esencial entre unos y otros. Difícilmente se ira a buscar el corazón de las tinieblas en las fuentes del Tajo, sin intención de querer desmerecer los méritos de ese río por otra parte majestuoso.
Por la misma razón no es necesario saber historia ni conocer las circunstancias económicas y sociales de Rusia a principios del siglo XIX porque Tolstoi de las apaña estupendamente para que el lector, aparte de seguir con pasión las peripecias de las familias Bezújov, Bolkonsky o Rostov, quede perfectamente instruido de las circunstancias de todos ellos, y del país, recurriendo entre otras cosas a presentar personajes históricos, como es el caso del general Mijail Kutúsov, el viejo zorro encargado de urdir la catástrofe napoleónica. Por decirlo de alguna forma, en Conrad como en Tolstoi y tantos otros, el equilibrio entre el interior y el exterior es tan estrecho que parecen formar un todo.
Otros escritores en cambio, y el ejemplo clásico es Virginia Woolf aunque en su época siempre se incluía también a Elizabet Bowen, establecen una dialéctica interior/exterior claramente decantada en favor de lo primero: tanto la Woolf como la Bowen ni siquiera necesitan recurrir a la primera persona para que sus narraciones vayan siempre de dentro hacia fuera, pues la voz narradora es una sensibilidad que trata de explicar el mundo a través de sus propias emociones. La muerte del corazón es un ejemplo paradigmático de esta escritura. Portia, la adolescente en torno a la cual gira la narración, trata de comprender a las personas que la rodean porque interpreta correctamente que en ellas están las claves que le permitirán conocer (y si es necesario domeñar) los confusos, contradictorios y a ratos aterradores sentimientos que están empezando a surgir en ella. En este sentido es apasionante la Segunda parte, adecuadamente titulada "La Carne", porque es ahí, en contacto con la naturaleza, donde tiene lugar la aparición de la sexualidad de la joven, con todas sus urgencias y falsos brillos. Pero quien espere escenas escabrosas o imágenes subidas de tono, no conoce a Elizabeth Bowen. Tanto la sexualidad como todo el registro de pasiones y sentimientos del alma humana están presentes, casi podría decirse que abrumadoramente presentes, pero interactúan en unos decorados de la burguesía londinense previa a la II Guerra Mundial, con sus tazas de porcelana y sus vestidos de muselina y donde el control de los sentimientos era una condición necesaria para ser admitido en tan civilizada compañía. En esa atmósfera, dejar con brusquedad una taza en el plato sonaba peor que un exabrupto, o sea que no digamos nada de un portazo.
En su tiempo Elizabeth Bowen fue equiparada y en muchos casos incluso ensalzada por encima de Virginia Woolf. Y sin embargo en la actualidad Elizabeth Bowen está casi olvidada y sólo vive en un reducto de entusiastas, en tanto que los libros de Virginia Woolf se encuentran en todas las librerías y hay un nutrido pelotón de escritoras (algunas muy notables) que se reclaman sus seguidoras.
Probablemente la explicación de una suerte tan dispar haya que buscarla en ese contexto que en Conrad y Tolstoi surge de los propios relatos y que Elizabeth Bowen reduce a la mera categoría de escenario en el que encarnar sus historias. En vísperas de la segunda guerra contra Alemania las clases más lúcidas y sofisticadas de Inglaterra sabían que ese mundo que ellas encarnaban estaba llamado a desaparecer, junto con el Imperio y tantas cosas más. Las propias circunstancias personales de Elizabeth Bowen, hasta cierto punto equiparables a las de la joven Portia, también se inscribían en un mundo inaprensible y que se desvanecía, y en ese sentido parece un acierto encargar del relato a una joven que está a las puertas de la edad adulta y por lo tanto en vísperas de los muchos compromisos y cesiones que habrá de hacer con los elementos más queridos de su mundo hasta entonces y que va a desaparecer. Curiosamente, ni Portia ni los adultos que la rodean se refieren explícitamente a ese mundo exterior del que ella habrá de ser la memoria. En cambio, por influencia de Portia, sólo hablan de sentimientos y emociones. El lector que se moleste en documentarse acerca de Elizabeth Bowen y su escritura descubrirá que muchas de las cosas que se narran en esta novela, y que en apariencia son intrascendentes, de hecho son como una caja de resonancia que magnifica y ennoblece a lo narrado. Pero claro. Si en esta época ya resulta difícil pescar a un incauto para que lea un libro que no habla de dominios ni vejaciones, esperar de él que haga un trabajo previo de documentación es una clara utopía. A pesar de lo cual, leer a Elizabeth Bowen sigue siendo una delicia.

La muerte del corazón
Elizabeth Bowen
Impedimenta



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27 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Americana

Leer una primera novela cuarenta y tantos años después de que fuera escrita y cuando su autor ha desarrollado desde entonces una carrera tan fructífera (dieciocho o veinte novelas) como exitosa (una treintena de los más importantes premios literarios, millones de libros vendidos en todo el mundo) tiene para el lector un atractivo adicional. Es muy probable que haya leído algunas de las novelas escritas y publicadas después por ese mismo autor, y es posible también que haya buscado por su cuenta información adicional, desde entrevistas con él y ensayos sobre él hasta las opiniones de otros grandes y afamados escritores. O sea que la lectura tardía de esa primera novela no será inocente. Y de ahí la ventaja añadida.
Americana se publicó en 1971, cuando DeLillo tenía ya treinta y cinco años y no había hecho todavía nada relevante con su vida, salvo leer con mucha atención a buenos maestros (fundamentalmente Joyce, Faulkner y Hemingway ) y ver mucho cine, sobre todo europeo (Bergman, Antonioni, Truffaut o Godard) y oriental, que en los años sesenta y setenta del siglo pasado quería decir fundamentalmente cine japonés (Kurosawa y compañía). Otra importante ocupación de sus años previos a la escritura fue su prolongada estancia en una de las agencias de publicidad más sofisticadas del mundo, con sede en la Quinta Avenida, como debe ser.
DeLillo tardó cinco años en escribir Americana, pero luego se resarció de tan prolongada inversión porque entre 1971 y 1978 publicó seis novelas. DeLillo renegaría más tarde de su primer intento serio de escribir y se preguntó qué vieron en esa novela los dos jóvenes editores que le ayudaron a escribirla, aunque quedó tan poco satisfecho del trabajo final que la revisó a fondo en 1989, cuando ya era un triunfador.
Sepa el lector no advertido que Americana no se parece mucho a lo que se dice de ella en las reproducciones de las cubiertas y los extractos copiados de éstas que circulan por Internet. Todos ellos explican el contenido como un viaje a la América profunda en busca de sus raíces y es cierto, y casi podría decirse que es lo que da entidad al libro, pero el viaje en cuestión ocupa apenas el último tercio de la novela. Antes ha habido una primera parte que transcurre íntegramente en una cadena de televisión y que (hoy, en la distancia) guarda un curioso parecido con la serie de televisión Madmen, que va de ejecutivos publicitarios y no de ejecutivos televisivos, pero da lo mismo porque los personajes y los escenarios son intercambiables, así como las luchas por el poder y los celos o la persecución implacable y generalizada de las secretarias, ya sean las propias o las de otros departamentos pero que acaban invariablemente en un sofá o en la moqueta. Todo ello bien empapado en whisky. No recuerdo ahora mismo cómo estaba en aquellas fechas el surtido de historietas sobre ejecutivos y secretarias pero todo lo que cuenta DeLillo al respecto hoy suena a conocido.
En la segunda parte se narra la infancia y adolescencia de un joven blanco y de clase media que vive con su familia en Old Holly, un vecindario situado al norte de Nueva York y que es y no es parte de la gran ciudad. También suenan conocidas muchas de las situaciones que se describen. Salvo por la voz narradora, pues se trata del mismo David Bell al que hemos conocido como futura estrella de la televisión, esta continuación no tiene la menor relación estructural con la primera y la tercera parte, en el sentido de que si faltara cualquiera de ellas el lector no tendría la sensación de estar leyendo un texto amputado.
Y por fin llega el famoso viaje. Vuelve a ser el mismo narrador y alguno de los personajes ya han asomado antes, pero aquí cumplen otra función y podrían llamarse de otra forma y no se notaría el cambios. Aquí ya se reconocen algunos de los temas (patologías de la América actual) que luego trató con más profundidad, en Los nombres, Ruido de fondo (White Noise en el original) y Libra. Tenía a su disposición las dos grandes explosiones narrativas de las carreteras Lolita (1955) y En el camino (1957), pero DeLillo andaba buscando sus propios recursos narrativos y prefirió adentrarse en los caminos y solventar las encrucijadas por sí mismo. Y es aquí donde entra la supuesta ventaja de leer un texto mucho después de que el autor haya completado gran parte de su trayectoria literaria. DeLillo es más bien acumulativo y sus novelas surgen más por superposición de personajes y situaciones que por el desarrollo de unos y otras. En Americana, esa acumulación se produce por bloques que no se comunican, como si fuesen pétreos, mientras que en Los nombres, por poner un ejemplo de narración no bien estructurada, los flujos narrativos se entrecruzan y se vigorizan mutuamente, aunque muchas veces dejan la sensación de que el autor ha olvidado algunas de las promesas que hizo al principio. Pero da lo mismo. El discurso (entonces como ahora) es tan fuerte que no importan las promesas o las proyecciones de futuro. Es como un presente continuo.

Americana
Don DeLillo
Seix Barral



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19 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La vida secreta de los edificios

Todas las grandes civilizaciones, con independencia de la época que les haya correspondido ocupar en el devenir de la historia o de la esquina del mundo donde les tocó nacer, desarrollarse y morir, han creado edificios singulares y emblemáticos. Poco importan las ideas, los sueños, las ambiciones y los propósitos ( o la egolatría, la soberbia, el afán de venganza, el delirio y todo el resto de excrecencias surgidas de las bajas pasiones humanas) que impulsaron el nacimiento de unos edificios que encima de llevar una vida propia y muchas veces ajena a las intenciones de sus creadores, resultan ser una metáfora del afán humano por subsistir, dejar una huella honrosa de su paso por este mundo y, en el mejor de los casos, ser metáfora de la perpetua búsqueda de la perfección. Las grandes obras arquitectónicas, cada cual a su manera, aspiraban a la excelencia, pero ninguno de ellos cumplió del todo el papel que parecía haberles sido asignado y ninguna de ellas ha terminado su singladura. Y vistos los bandazos y hasta naufragios sufridos a lo largo de su singladura vital de todos ellas, nadie puede decir lo que todavía les espera. Y como muestra, el destino actual de la inicialmente llamada Muralla de Protección Antifascista pero que acabó siendo conocida como el Muro de la Vergüenza o, también, el Muro de Berlín: en 1990 se hizo en Mónaco una subasta con los fragmentos de hormigón pintarrajeados con los famosos graffiti y que han ido a parar a sitios tan dispares como el Cuartel General de la CIA en Washington; el campus del Community College de Honolulú, en Hawai; los urinarios del Main Street Hotel de Las Vegas; una población de Italia llamada Albinea, un parque infantil de Trelleborg, en Suecia y, en Moscú, hay un fragmento en el que se lee "BER". Para completar el "LIN" hay que trasladarse a Riga, Letonia.
Edward Hollis, el autor de La vida secreta de los edificios, es profesor arquitectura en Edimburgo y ha trabajado muchos años en estudios de arquitectura dedicados a la regeneración de barrios y edificios que se han quedado sin cometido. Pero también es un hombre que cuando escribe sabe dirigirse a un público culto pero no especializado, y que espera ser entretenido sin caer en las socorridas banalidades que tanto se prodigan actualmente bajo la excusa de la democratización de la cultura. La historia de los diferentes edificios tratados en los sucesivos capítulos (El Partenón de Atenas, San Marcos de Venecia, Ayasofía de Estambul, La Santa Casa de Loreto, La catedral de Gloucester, La Alhambra de Granada, El Templo Malatestiano de Rimini, el Palacio de Sans-Souci de Postdam, Notre Dame de París, Los Hulme Crescents de Manchester, El muro de Berlín, The Venetian en Las Vegas y el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén ) no sólo está fragmentada e intencionadamente desordenada en busca de amenidad sino que cada una está contada desde un leitmotiv que da cuerpo y unidad al relato, y ahí está sin ir más lejos la historia de San Marcos de Venecia contada desde las vicisitudes de aquellos caballos de bronce que durante siglos adornaron la fachada de San Marcos (los actuales son copias) y que fueron robados a Constantinopla por el prodigioso dux Enrico Dándolo. Al contar la historia de cómo ese hombre de casi cien años de edad, prácticamente ciego y tan gordísimo que en su afán por llegar el primero al Hipódromo donde estaban los dichosos caballos hubo de ser izado por sus soldados para salvar los muros de Constantinopla, los historiadores lo achacan a una sed de venganza inextinguible, pues fueron los dirigentes bizantinos quienes lo tuvieron muchos años en una mazmorra y fueron ellos quienes lo cegaron por alguna fechoría. Pero Edward Hollis va mucho más allá de un simple ajuste de cuentas y recuerda cómo, aquellos pescadores de pantano que durante siglos a duras penas si lograron sobrevivir al acoso de los visigodos comiendo cangrejos, cuando se hicieron fuertes y ricos y dominaron los mares, a la hora de construir una ciudad que hablase al mundo de sus logros y fuese la encarnación de sus sueños, quisieron emular nada menos que a la ciudad que entonces era el cénit y la envidia del mundo, Constantinopla, que a su vez había sido durante siglos la reencarnación de otro sueño, la Roma imperial, que a su vez quería ser la realización de otro sueño que los propios romanos habían destruido, Atenas. Apropiadamente, los caballos en bronce que según la leyenda Alejandro mandó esculpir, con el tiempo fueron a parar a Roma, de donde se los llevó Constantino para convertirlos en símbolo de la ciudad que llevaría su nombre, hasta que el taimado Dándolo los robó a su vez a los constantinopolitanos. El guionista de la Historia aún ideó un nuevo golpe de efecto en la figura del Napoleón derrotado en Egipto y que en su regreso a Francia al pasar por Venecia se lleva los inevitables caballos de bronce y muchas obras de arte más que, esta vez, no dieron motivo a nuevas leyendas y fantasías porque, antes de enviarlo al exilio para siempre, sus captores obligaron a Napoleón a devolver los caballos a sus "legítimos" dueños, esto es, los venecianos.
Obviamente no todos los capítulos tienen una brillantez equiparable, pero Hollis ha elegido unos ejemplos que le ofrecen motivos de sobra para escribir un libro lucido. Y eso es lo que ha hecho.

La vida secreta de los edificios
Del Partenón a Las Vegas.

Edward Hollis
Siruela



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12 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El traspié.

Hace ahora veinte años, y a petición expresa de Pilar Miró, entonces directora general de RTVE, Fernando Savater escribió esta comedia filosófica. Se trata de una pieza simpática, ocurrente y de gran propiedad, en el sentido de que los personajes históricos principales, fundamentalmente el propio Arthur Schopenhauer y la escultora Elisabet Ney, responden con bastante exactitud a los modelos originales. Y sin embargo, mientras se va leyendo es imposible no plantearse en paralelo algunas cuestiones relativas a la obra, pero en absoluto teatrales. Por ejemplo la evidencia de que en la televisión actual (en cualquiera de las cadenas existentes) no cabe un traspiés como este, quizá debido a la misma razón que ha aconsejado a esos dirigentes televisivos esclavos de los índices de audiencia suprimir radicalmente todos los programas culturales. Otra (dolorosa) constatación: ya que Pilar Miró fue la causa primera de este traspiés, y a la vista de la horripilante lista de escándalos de corrupción que desde hace años se amontonan unos encima de otros sin que ninguno de ellos lleve trazas de llegar a un final comprensible para el ciudadano, es imposible no recordar que ella fue literalmente crucificada, con intervención parlamentaria incluida, bajo una acusación de la que posteriormente fue judicialmente exonerada. Como dice el propio Schopenhauer en esta obra, "cualquier idiota se va tranquilo a casa cuando le dicen [...] que la historia avanza hacia la libertad y que pronto se resolverán los males de la sociedad". Y remata su afirmación diciendo: "Imbéciles".
La trama es muy sencilla: la escultora Elisabet Ney está terminando de esculpir su hoy famoso busto del anciano e irascible filósofo. Y como la obra está ya casi acabada, la artista permite moverse al modelo y hasta le da réplica a los exabruptos que suelta mientras se le calienta el ánimo y la va emprendiendo contra unos y otros. Sin ir más lejos, le trae a mal traer que durante más de treinta años nadie le haya hecho el menor caso mientras cubrían de medallas y honores a ese falsario llamado Hegel. Su amistad en cambio con Goethe... Y hablando de esto y aquello, a ellos dos, más a una inesperada visita que reciben cuando estaban a punto de dar por finalizada la sesión, les llega el momento de hacer mutis por el foro. Y se van dejando en el lector la sensación de que no han dicho todo lo que tenían que decir. Pero esa sensación de carencia tiene remedio.
En tanto que catedrático de filosofía, y por una evidente afinidad personal, Fernando Savater conoce muy bien a Schopenhauer y, como digo, puede hacerle hablar con toda propiedad. A este respecto, y aquellos no profesionales de la filosofía a quienes les intrigue la figura de aquel viejo gruñón tienen la posibilidad de ver al propio Fernando Savater hablar de Schopenhauer (http://www.youtube.com/watch?v=wEZOpsiy3xI). Y lo mismo cabe decir acerca de información, esta vez escrita, sobre la escultora, Elisabet Ney, una mujer insólita y de gran personalidad, como bien pudo comprobar su padre cuando, por negarle el permiso para matricularse en la Escuela de Bellas Artes, le montó ante su casa una huelga de hambre a la que no renunció hasta que se le concedió el dichoso permiso. El resto de su vida fue igual de voluntariosa y merece la pena seguirle la pista, por ejemplo en http://www.utexas.edu/gtw/ney.php
Aparte de las cuestiones estrictamente filosóficas que pone en boca de Schopenhauer, Fernando Savater explota muy bien las posibilidades cómicas que le ofrecen unos personajes que vivieron hace más de un siglo y medio y que hablan de cuestiones que continúan siendo perfectamente polémicas en la actualidad pero que también lo eran ya entonces, como los toros y la estética, unos gobiernos a los que compara con el comportamiento de los malos amantes, el papel de la monarquía, los sufrimientos de los pueblos y el derecho de éstos a levantarse contra los gobiernos corruptos y crueles...momento que el autor no desaprovecha para hacer que Schopenhauer cuente en primera persona cómo, al serle solicitado permiso para que unos soldados puedan disparar desde el balcón de su casa contra la multitud amotinada, el propio Schopenhauer le ofrece sus prismáticos al oficial al mando para que pueda apuntar mejor...

El traspié
Una tarde con Schopenhauer
Fernando Savater
Anagrama



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5 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un forastero en Lolitalandia

En principio, y como más o menos cabe deducir del título Un forastero en Lolitalandia es un viaje a la América de Nabokov y el más famoso de sus personajes, Dolores Haze, más tarde llamada de casada Dolly Schiller, pero universalmente conocida como Lolita. Y de eso se trata, en efecto, de un viaje sentimental, como lo son este tipo de viajes, en pos de una quimera, o de una metáfora, o si se prefiere, de una realidad, palabra esta que sale mucho en el libro pese a que le pasa como al libro mismo, es decir, que no se parece mucho a lo que generalmente parece prometer.
Gregor von Rezzori era de ascendencia aristocrática siciliana y aunque su familia se instaló en Viena desde el siglo XVIII él nunca perdió el vínculo con sus raíces, hasta el extremo de casarse con una italiana, Beatrice Monti della Corte. Debido a los vaivenes de la política europea a lo largo de su vida (1914-1998) Rezzori nació bajo el Imperio Austrohúngaro para luego pasar a ser súbdito de la monarquía rumana y ciudadano soviético antes de instalar en Italia, aunque vivió largas temporadas en Viena, Berlín y París. No es de extrañar que reconstruir su infancia les costase tres novelas, conocidas en España como La gran trilogía: Un armiño en Chernopol. Memorias de un antisemita. Flores en la nieve (Anagrama, 2009)
Él se consideraba un desarraigado, y ése fue uno de los rasgos que lo identificaban con Nabokov aunque leyendo el presente libro se advierte que los vínculos eran mucho más profundos y determinantes. En algún momento, mientras vaga por los espacios infinitos americanos, Rezzori reflexiona que tanto Nabokov como él habían perdido algo que iba mucho más allá de un punto concreto en el globo: habían perdido la realidad. E insiste: al igual que en su día le pasó a Nabokov, él iba a tener que inventarse una América que habría de corresponderse de algún modo con la realidad. Sin embargo, al llegar a la página 37, el lector puede hacerse una idea del enorme trabajo que queda por hacer porque Rezzori, explicando los motivos de su viaje, dice: "Me invadió el deseo de cruzar esos interminables espacios habitados, según me imaginaba yo, por búfalos y rascacielos, pieles rojas en mustangs, gángsteres con sus mujerzuelas, negros tocando jazz en sus saxofones y también por Buster Keaton". Ya te digo.
Para acabarlo de arreglar, Nobokov siempre hizo gala de una coquetería rayana en la soberbia frente a los intrusos que pretendían descubrir la realidad a partir de lo que tanto trabajo le había costado a él crear literariamente. Con respecto a las ciudades y paisajes "reales" que le sirvieron de inspiración para los viajes de Humbert Humbert y Lolita, el taimado expatriado ruso se despachaba a los pesadísimos curiosos enviándolos al Museo de Zoología Comparada de la Universidad de Harvard. Según él, bastaba con anotar los lugares donde él había cazado sus mariposas para saber por dónde se había movido él y cuáles habían sido sus modelos. Pero claro. Si sus textos están plagados de trampas y guiños, cómo hacerle caso en las entrevistas cuando está claro que sólo pretende borrar pistas, y ahí están sus respuestas cuando los pesados de siempre trataban de sonsacarle el modelo "real" que le inspiró su famosa Lolita: "Utilicé el brazo de una niña pequeña que vino a visitar a mi hijo Dimitri, y la rótula de otra". Con esas pistas tan falaces no es de extrañar que los fanáticos le hayan encontrado docenas de posibles modelos, hasta el punto de que Nabokov, hablando en serio por una vez, hubo de negar rotundamente que hubiese estado acosando niñas pubescentes por todo América. Es más, decía, ni siquiera le gustaban las nínfulas (palabra inventada por él y que, por cierto, el Diccionario de la RAE todavía no ha incorporado, con lo bonita que es). Aun así, y aunque el propio Rezzori sabía estar cazando mariposas fantasmagóricas, de los 43.000 kilómetros que recorrió Nabokov en pos de sus propias mariposas, él se hizo 21.000 kilómetros, siempre en plena batalla entre lo que supuestamente vieron Humbert Humbert y Lolita y lo que veía él, cuarenta años más tarde. En algún momento insinúa que está persiguiendo el rastro de un amor sin esperanza de la Europa clásica por la joven, seductora y bárbara América. Pero su metáfora más elaborada le surge cuando contrapone a Lolita con esas mariposas que empiezan siendo un gusano repulsivo para salir de la crisálida convertidas en un ser sutilmente delicado, etéreo y adornado con colores maravillosos. Entre la nínfula de las primeras páginas, que arrastra al infierno a quien desea poseerla, y el ama de casa sucia, sudorosa y embarazada del final del libro se desarrolla una de las narraciones más fascinantes de la literatura del siglo XX. Y entre Zadie Smith con su prólogo, Javier Marías con el epílogo y Gregor von Rezzori con el relato de su viaje se las arreglan para que el lector esté deseando terminar el libro para salir corriendo en busca de su viejo y, casi seguro, muy baqueteado ejemplar de Lolita.

Un forastero en Lolitalandia
Gregor von Rezzori
Reino de Redonda



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29 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Imagen del paisaje

En 1898, la liquidación forzosa de los últimos restos del otrora todopoderoso imperio colonial español trajo consigo numerosos y traumáticos cambios cuya profundidad no siempre se pudo apreciar en aquel momento. Desde la aparición de un Mundo Nuevo, a los espíritus inquietos o emprendedores, y en general a todos aquellos que se sentían ahogados y empequeñecidos por el medio natural de su nacimiento, les había cabido la posibilidad de intentar mejorar su suerte mediante al recurso a las armas, el mar o el comercio. Y de pronto, encarnado en la pérdida de Cuba y Filipinas, desaparecía de golpe ese punto de fuga que durante cuatrocientos años ininterrumpidos había puesto el horizonte tan lejos que parecía apuntar al infinito. Por decirlo de algún modo, aquel mundo ancho y ajeno nunca más iba a quedar a disposición de quienes deseasen medirse con él.
Los espíritus más lúcidos comprendieron que ante la imposibilidad de mirar hacia afuera se imponía la búsqueda de un paisaje interior que fuese el resultado de una tensión dialéctica entre la creación artística y la reflexión intelectual. "Las ideas recibidas se superponen a lo que vemos", diría más tarde Julián Marías para enmarcar el gigantesco esfuerzo regenerador llevado a cabo no sólo por los escritores de la generación del 98 sino también por los pintores y aun los músicos contemporáneos.
Y de eso habla el geógrafo Eduardo Martínez de Pisón en Imagen del paisaje. Como bien cabe deducir del subtítulo, hay una primera parte dedicada a las figuras paisajísticas más relevantes del 98, concretamente Unamuno, Antonio Machado, Baroja y Azorín, más un apartado para los Regoyos, Sorolla, Zuloaga o Ricardo Baroja que contribuyeron a su modo al enorme esfuerzo de invención que Martínez de Pisón sistematiza mediante la inmensa aportación filosófica llevada a cabo por Ortega y Gasset, que ocupa la segunda parte del libro.
Obviamente, la búsqueda interior de un paisaje sentimental exigía someter al lenguaje a una tensión desconocida hasta entonces y, como observa Eduardo Martínez de Pisón al referirse a Machado, sólo en el poema "A orillas del Duero" hay una cuarentena de términos que exigen un notable conocimiento del medio físico que se está creando: campillos, pejigales, serrijones, cambriones, agrios campos, cárdenos alcores, serrezuelas calvas, etc. La sabia combinación de términos que estaban ahí, apenas usados, dará ocasión a hallazgos como el de "esas tierras tan tristes que tienen alma".
A la búsqueda de una reciprocidad entre el paisaje y la persona, o lo que es lo mismo, a la consideración del paisaje como un estado del alma, se unió en el caso de los escritores de la generación del 98 una actitud de extremada profesionalidad reflejada, por ejemplo, en Azorin viajando con un altímetro en el bolsillo para dar el dato exacto, o reflejada también en la escrupulosidad del Baroja que escribe al secretario de un ayuntamiento para que le confirme si es verdad, como él cree recordar de su visita allí, que desde el río se ve la torre de la iglesia de ese pueblo. No sirve el dato, por más exacto que sea, si no responde a una experiencia personal porque también es personal la emoción, el sentimiento o el estado del alma que se busca en un paisaje.
Todo ello desde una ideología propia y en ocasiones en violento contraste con las buenas intenciones de los regeneracionistas y demás buscadores de una solución para esa España desgarrada y exhausta. Y ahí está Azorin diciendo "Pantanos, canales, azarbes, represas, pozos artesianos, riegos varios y múltiples, ¿iban a salvar a España?...España tenía su fisonomía legendaria, secular y no podía perderla". Estaba a favor de la España seca, árida y sedienta. O como él mismo decía en otro lugar, de esa España que es África desde Álava hacia abajo.
Es cierto que la impronta dejada en los paisajes por ellos vividos es tan fuerte que difícilmente se puede ver otra Castilla que la de Machado, y es cierto asimismo que de ahí les vino el reproche generalizado en la generación siguiente y que les acusaba de escapismo estético o de aportar soluciones líricas a un país sumido en la miseria y partido en dos mitades irreconciliables, como bien se pudo ver en 1936. Pero el intento fue admirable y libros como Imagen del paisaje  tienen el mérito indudable de aportar una buena razón y estimular el deseo de volver a las fuentes y recorrer de nuevo los caminos en la buena compañía de los Azorín, Baroja y demás.

Imagen del paisaje. La generación del 98 y Ortega y Gasset

Eduardo Martínez de Pisón

Fórcola



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23 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nostalgia

Las noticias que desde tiempo atrás me iban llegado sobre Mircea Cǎrtǎrescu eran todas tan encendida y unánimemente elogiosas que me reservé Nostalgia para una tregua de vacaciones y lo abrí con la prevención lógica de quien ha llegado a abrigar grandes expectativas y al mismo tiempo teme un encuentro demasiado crudo con la realidad.
Vaya por delante de Mircea Cǎrtǎrescu es un gran narrador, que encima parece tocado con ese don para la fabulación que distingue a los grandes. La mala noticia es que no se trata de un escritor fácil y que exige del lector unas notables dosis de creatividad y, a ratos, paciencia. Pero quien acepte las reglas de juego y se meta a fondo en el mismo, verá sobradamente compensados sus esfuerzos.
Aunque no creo en absoluto que las circunstancias personales de un creador expliquen su obra (se pueden encontrar contemporáneos que hayan vivido experiencias muy similares y que sin embargo su obra sea igual de buena pero totalmente distinta) sí permiten aportar algún rasgo que ayude a describir una escritura. Por ejemplo, cuando en una entrevistas concedida a El País, Mircea Cǎrtǎrescu decía: "En los años 60 y 70 podías encontrar todos los libros, clásicos o contemporáneos, traducidos al rumano. Leí a Borges, Musil, Márquez, Thomas Mann, Rilke, Musil, Sabato, Faulkner, Calvino, Kafka, Eco, Updike, Ezra Pound, Robbe-Grillet, Allen Ginsberg y todos los demás, teoría literaria (Starobinsky, Roland Barthes, Poulet, Todorov), filosofía y teoría de la cultura (Levy-Strauss, Marcuse, Heidegger), teoría del arte y crítica de arte. Todo se publicaba en colecciones estupendas y muy accesibles. No se imagine que Rumanía era Corea del Norte. El sistema educativo también era muy bueno, mucho mejor que el actual".
Debido al desconocimiento generalizado acerca de lo que pasaba en Rumanía en plena descomposición del régimen soviético, esa lista de influencias ayuda a que el lector esté mejor preparado para enfrentarse a relatos como "El Mendébil", "Los gemelos" o "REM". En cambio los que abren y cierran el libro, "El Ruletista" y "El arquitecto", son casi lineales y no presentan la menor dificultad de lectura. No obstante, la extraordinaria calidad y poderío narrativo del primero hacen casi obligado destacarlo aquí y ahora por encima de los demás y darles la razón a quienes afirman que cualquiera de los autores antes citados por Mircea Cǎrtǎrescu como referencia durante sus años de aprendizaje estaría encantado de incluirlo entre sus obras. Tan bueno es.
Siempre con ánimo de ofrecer pistas acerca de la escritura de Mircea Cǎrtǎrescu resulta casi inevitable acudir al pringoso término de "posmoderno", que en este caso se refiere a un escritor que ha vivido (o bebido) de primera mano todo el proceso de destrucción de la novela llevado a cabo por unos y otros en los años 60 y 70 y que, pese a reconocer que sí, que la novela se ha terminado para siempre, se confiesa a si mismo que sigue siendo un escritor de novelas. O sea, un irredento. O una especie de superviviente al holocausto. Y junto con la alusión al "posmodernismo", otro término no menos pringoso, pero en aquella época imprescindible: "deconstrucción". Mircea Cǎrtǎrescu es un maestro en el uso (o manipulación) del tiempo, pero junto a los saltos temporales y por ende espaciales el lector debe estar atento a los cambios de la voz narradora, que no solo puede usurpar el yo de una línea a otra sino que también puede cambiar de sexo o incluso de especie, por ejemplo cuando a Mircea Cǎrtǎrescu le da por homenajear a Kafka y el narrador es un insecto impertinente que en un momento determinado puede cortar el flujo narrativo y declarar que se niega a seguir describiendo una escena (una escena de cama, aclaro) argumentando que cualquier lector puede aportar su propia experiencia en ese terreno.

Llegados aquí, la pregunta obligada es: con tanto posmodernismo y desconstrucción, y tantos cambios de tiempo y de narrador, ¿se entiende algo?

Pues sí, se entiende todo perfectamente, pero ya digo que Mircea Cǎrtǎrescu es un gran narrador que tiene además un extraordinario don para la fabulación. Sin embargo, después de leer "El duelista", con su estructura tradicional y su desarrollo casi lineal, la pregunta siguiente sería: ¿es realmente necesaria la deconstrucción posmodernista que lleva a cabo en los demás relatos? Hay una necesidad casi patológica de interrumpir la tensión narrativa con una salida tipo pata de banco para luego recuperar aquella tensión en otro tiempo y lugar y a lo mejor con distinta voz narradora para, lo cual no deja de ser una agradable sorpresa, arrastrar al lector a una nueva fabulación que según y cómo en el fondo es siempre la misma. Lo cual plantea la siguiente cuestión: ¿necesita la literatura narradores/insecto que interrumpen el relato para soltar teorías literarias más que discutibles?
Por desgracia la respuesta es muy compleja y además entra en el espinoso terreno del "me gusta "o "no me gusta". Personalmente, y aunque a ratos deba apelar a la paciencia, a mí la forma que tiene Mircea Cǎrtǎrescu de contar sus historias me gusta. Pero entiendo la posible discrepancia de otros lectores.

Nostalgia
Mircea Cǎrtǎrescu
Impedimenta



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15 de enero de 2013
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