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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Cenizas mortales

Si tienes la mala suerte de que un amigo tuyo publica un libro, reza para que sea malo. Si es malo, no hay problema. Vas a decirle que es lo mejor que has leído desde Claros varones de Castilla de Fernando del Pulgar. Es imbatible.

La catástrofe es que el amigo escriba un libro bueno o muy bueno. En ese caso, estás perdido, tendrás que decirle la verdad y eso creará entre vosotros una muralla infranqueable porque estará persuadido de que le mientes.

Eso es exactamente lo que me ha sucedido. Uno de mis mejores amigos ha publicado un libro muy bueno y mi único recurso es decirlo públicamente para que entienda que no le estoy mintiendo. Me juego el prestigio y el sueldo sólo por amor a la verdad.

Dificultad añadida: mi amigo no pertenece al gremio literario, sólo ha ejercido de editor, eso sí, uno de los mejores de España, pero nada le delata como escritor. Es como si publicara un relato excepcional un fabricante de aceite para automóviles. Un aceite muy bueno, desde luego, pero en absoluto puerta de la gloria literaria.

¿Cómo puede haber escrito un libro tan bueno alguien que no es del oficio? Quizás por eso. El asunto del libro, su argumento repartido en seis relatos a cual más escalofriante, es la Gran Dama Amarilla, la muerte, pero no la muerte en su sentido policíaco, que da dinero, sino la muerte de las personas amadas, respetadas y admiradas. La muerte normal, la nuestra, que no da un duro.

Manuel Arroyo, el mítico fundador de la editorial Turner entre otras cien actividades, ha querido pensar seriamente lo que representó para él la ausencia de algunas personas que no deberían haber muerto y los ha retenido el tiempo de leer Pisando ceniza. El primer muerto es un librero de viejo que vive en una madriguera ratonil, pero es un bibliófilo sin par. Con el tiempo Arroyo se convertirá en su discípulo y llegará el día en que el personaje de aspecto miserable le abra la cámara acorazada en donde guarda ediciones cada una de las cuales puede hacer millonario a su poseedor. Es como un cuento de hadas.

Viene luego un torero para contarnos de un modo milagrosamente convincente cómo son los tratos artísticos de los matadores con una muerte de 500 kilos. Después, un célebre poeta español republicano recorre diversos países, para acabar muriendo en el País vasco en una agonía espeluznante porque "no tiene dónde caerse muerto". En el siguiente relato los borrachos de un pueblo se reúnen para enterrar a otro de la pandilla y asistimos a veinte horas de vino y conversaciones transcritas por un oído implacable. En los dos últimos mueren un hermano y la madre del narrador. Son relatos terribles, augustos, de gran nobleza, en los que el lector tiembla. Puede parecer un libro fúnebre, pero no lo es. La distancia, el estoicismo, la elegancia con que está tratada esa experiencia insoportable que es la aniquilación, soslaya cualquier efecto sensiblero o sentimental. La muerte está ahí delante, pero paralizada mientras el narrador la mira a los ojos. Es como si la experiencia del torero hubiese encarnado en un maletilla muy peculiar. Arroyo mantiene a la muerte en el tercio que le interesa.

Este libro excepcional tiene la ventaja de que, como lo firma unoutsider, no provoca envidia. Así que es posible que alguien más lo lea con temor y temblor. Así lo espero.

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22 de marzo de 2015
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El día en que nació París

Hay confluencias realmente planetarias. Cuando algunas ciudades y sus habitantes entran en fisión y alcanzan el estatuto de obra de arte, no hay nada que se les pueda comparar. Y no siempre son momentos de gran energía y creatividad, pueden serlo también de decadencia y ruina, pero llevada con extrema elegancia. Es el caso de la Venecia de Casanova, una ciudad que se suicidó bailando en un Carnaval perpetuo del que aún no ha podido escapar. O bien la Sevilla deMiguel de Mañara, gran urbe mundial, hormiguero de criminales, santos, estafadores, aventureros, rameras, artistas y toda suerte de desesperados agitándose como gusanos entre la miseria y la opulencia de una ciudad chiflada.

O puede también ser un manicomio ocupado por todo el talento que daba de sí la humanidad en un puñado de años previos a la Guerra Mundial, como la Viena de Karl Kraus, aquel ensayo para el fin del mundo que, en efecto, vivió un apocalipsis en el que se agitaban como llamas en la hoguera las almas de KlimtHoffmannstahlOtto Wagner, Alban Berg, Musil, Loos, Freud, Wittgenstein, Richard Strauss, en una bacanal de lucidez y de horror.

En muy pocos años la vieja urbe medieval, arruinada por la revolución y las guerras, ratonera de un millón de mendigos, la pestilente capital de Francia daría un salto inverosímil y se pondría en la vanguardia mundial. Su población, enloquecida por la especulación inmobiliaria, las fantasías financieras, el auge económico inaudito y un gobierno de opereta, se lanzó a un desenfrenado can-can. Cientos de teatros, burdeles, cafés, salones, restaurantes, mezclaron el lujo más inaudito con la pura indigencia. Reinaban las prostitutas, se prostituían las reinas, la ciudad entera era un agotador galop dirigido por la batuta de Offenbach.Sin embargo, el modelo de la ciudad que explota de pura energía y se convierte en la utopía viviente que todas las demás ciudades querrán imitar es el París de Napoleón el pequeño, medio sobrino de Napoleón el grande, personaje de escasa estatura, origen oscuro y aspecto pedestre por el que nadie apostaría un centavo, pero que supo mantener una dictadura imprescindible para construir la que sería la capital del siglo XIX, según el célebre juicio de Walter Benjamin.

Por esos mismos años las mercancías ascendieron de los pasajes subterráneos a las vitrinas de los comercios del boulevard, de ahí a los inmensos almacenes de hierro y cristal, para acabar consagradas en las colosales exposiciones universales donde las turbinas, las locomotoras, las esculturas y la pintura se hermanaron para siempre.

Esta epopeya fue narrada con efectividad y brío por Siegfried Kracauer, el amigo de Benjamin, en un texto célebre e inencontrable,Jacques Offenbach y el París de su tiempo. Una editorial, Capitán Swing, que rescata textos de los años treinta del siglo pasado, acaba de publicarlo con un bello prólogo de Vicente Jarque. Han pasado casi cien años desde que se editó, pero la sociedad que describe, delirante, fantasmagórica, entregada a su propia destrucción, no es muy distinta de la nuestra. La diferencia es que los parisinos se hundieron en el vicio y cayeron en la ruina y la guerra con gran estilo.

 

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18 de marzo de 2015
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El mañana es cosa del ayer

Desde luego, es posible que no suceda tal cosa y todo siga como siempre, ¡el nuestro es un país tan conservador por la derecha y por la izquierda! Pero también pudiera ser que asistiéramos a uno de esos inesperados cambios de régimen a los que estamos acostumbrados sin que ni siquiera lo advirtamos.No me refiero, por supuesto, a la emergencia de Podemos. La primera vez que les vi en pantalla se cogían por los hombros y se balanceaban cantando una canción de Lluis Llach que ya era cursi cuando triunfaba entre los colegiales de hace 50 años. Un partido revolucionario que usa como música de fondo a la Sarita Montiel del separatismo catalán no puede llegar muy lejos. Ganarán elecciones, pueblos y presupuestos, pero no añadirán ni una sola idea al coro político español. Fantasmagoría sin cerebro.

A lo que me refiero es a la fatiga de los materiales lingüísticos. Fue Víctor Klemperer en su fascinante La lengua del Tercer Reich (hay una selección en la editorial Minúscula) quien dio cuenta de cómo se iba corrompiendo el lenguaje y hasta qué punto las expresiones cotidianas ya no tenían ningún sentido a medida que los nazis avanzaban sus posiciones. En aquel caso un hecho sin precedentes, el ascenso de una fuerza política demente, estaba en la raíz de la transformación, algo que de un modo más ligero y trivial se está produciendo en Cataluña. Pero no es preciso que haya un suceso concreto detrás de esa fatiga lingüística, puede venir por el puro hastío. Y ese es el caso, creo yo, de la España actual.

Si uno repasa la terminología política se encuentra con grandes desiertos de sentido punteados por charcas de chifladura. Muchos políticos, sobre todo los amenazados por el desprestigio, el tribunal o la pura desnudez cerebral, dicen constantemente que lo que hacen es "profundamente democrático", o bien sólo "democrático". Nadie podría adivinar qué quiere decir esa palabra en boca de un defraudador, un evasor de impuestos, un oportunista, un cliente, un asambleario, un separatista o un político que jamás ha dado muestras de conocer lo que exige la democracia a un cargo público.

Por otra parte, esos mismos políticos citan constantemente metáforas y símiles futbolísticos para hacer comprensible lo que ellos llaman "sus ideas", sin percatarse de que el fútbol es hoy lo mismo que durante el nacional-catolicismo, una espesa maraña de intereses que pinta de purpurina la violencia étnica en algún caso, racista en otros y nacionalista en casi todos. Así que cuando dicen, por ejemplo, que "queda mucho partido" antes de las elecciones, están pavoneándose en el difuso fascismo blando que nos atosiga.

El hastío se generaliza cuando la izquierda no conoce otro lenguaje que la negación del de la derecha. Algunos elementos que tenían gracia, como la lucha de clases, han desaparecido, lo que hace difícil de entender qué papel juegan los "obreros", si es que los hay, en los programas. Peor aún, la extrema izquierda o su fantasmagoría, ya sólo sabe usar el lenguaje de la Iglesia para explicar sus quimeras, las cuales consisten en acabar con quienes no superen el examen de pureza de sangre (la casta), aplastar a los ricos (aunque aún no los califican de lujuriosos y violadores) y llamar benditos a los hijos de Dios, los santos inocentes, los pobres o como quiera llamárseles. Sentimentalismo burgués pasado por la sacristía.

Durante la Revolución Francesa hubo un tiempo en el que tuvieron un gran poder los puros, los moralistas. Se dedicaron a matar, claro, pero también a destruir las obras del "lujo corruptor", es decir, iglesias, palacios, estatuas, cuadros o jardines, como los actuales islamistas del EI. Un parlamentario que podría ser español, Babeuf, proponía la supresión de toda educación ya que contribuía a incrementar las desigualdades. Es decir, la diferencia entre tontos y listos. Esta encomiable pureza moral y amor por una "vida sobria y sencilla" recuerda aquel sermón de Arnaldo Otegui cuando decía que una vez separados de España, los jóvenes vascos en lugar de estar delante de un ordenador corretearían por los montes y valles de la patria. El lenguaje de esa izquierda española es puro catolicismo corrompido.

¿Qué demonios defiende la izquierda oficial, por lo menos desde el punto de vista del lenguaje? ¿La desaparición de los privilegios? No. Cataluña y el País Vasco tienen un estatuto superior. ¿La aplicación implacable de la justicia? No. La Junta de Andalucía hace todo lo posible por ocultar una Administración cleptómana que ha desvalijado a los españoles durante décadas. ¿Un programa educativo que ponga en manos del alumnado las herramientas eficaces de la crítica intelectual? No. Sólo defienden la estructura parasitaria de los sindicatos y la permanencia del analfabetismo estructural. Seguimos en el último lugar de toda encuesta sobre educación en Europa. ¿Acaso un mayor reparto de la riqueza? Resulta cansino repetir que fue el Gobierno de Zapatero, el peor dirigente que ha soportado España desde Fernando VII, quien desató la furia depredadora de los bancarios.

Así pues, no hay un lenguaje inteligible en la política actual y el que se usa o bien es grotescamente demagógico o está vacío de todo contenido. Para remediarlo es frecuente que los profesionales echen mano del viejo lenguaje de la guerra fría (derecha e izquierda) o el de la carnicería republicana (fascistas y rojos), como si un ciudadano de 1930 o la sociedad de 1950 tuvieran el más mínimo rasgo en común con lo actual. En buena medida, el éxito televisivo de Podemos se debe a que usan un lenguaje arcaico, simple y reaccionario que muchos entienden porque es el viejo lenguaje religioso del Tercer Mundo (Chaves era el mejor ejemplo de caudillo episcopal) y buena parte del país aún no se ha arrancado al tercermundismo.

El cambio de lenguaje supondría en verdad la superación de nuestro último capítulo como frontera africana. Asimilar la enseñanza de las democracias europeas debería pasar por la supresión de los restos tercermundistas a lo Marinaleda, una de cuyas secuaces se presenta por Podemos en Andalucía. Pero no somos los únicos en sufrir ese desgaste de materiales, también están ahí los feudales del Partido Socialista Francés que no puede admitir ni siquiera las propuestas de Valls. La izquierda debería tomar distancia con estos restos de feudalismo sureño, como los separatistas de la Liga Norte o los bocazas griegos. Y, en fin, aproximarse a aquellas democracias en las que la demagogia ideológica no se impone sobre el análisis crítico.

Todo lo cual es imposible mientras mantengamos a cientos de cargos inútiles, miles de empleados de partidos obsoletos, 17 Estados de juguete, una masa de aforados, un océano funcionarial cuyos sueldos son superiores a los de los trabajadores y un sistema judicial del siglo XIX. De ahí que el discurso mudo del poder sea, por ahora, todo lo que tenemos. Sin embargo, grande es el hastío. Y no hay nada tan peligroso como un hincha del fútbol que se aburre.

 

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3 de marzo de 2015
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Con bombín bajo las bombas

Poco a poco vamos recuperando la obra de aquella generación de periodistas de la República que son, a mi entender, un capítulo esencial de la literatura española, aunque hasta hace poco no figuraban en casi ningún manual académico. Gracias a Xavier Pericay, el más editado es Josep Pla, pero Chaves Nogales ha tenido que esperar décadas para resucitar. Algunos, como Xammar o Gaziel, sólo habían sido objeto de ediciones locales. Julio Camba y Corpus Barga han gozado de mayor difusión, aunque tampoco excesiva. Y hoy le toca al más joven, Augusto Assía, cuyos informes de la Segunda Guerra Mundial, escritos en Londres durante el conflicto, aparecen ahora en la notable editorial Asteroide con el título Cuando yunque, yunque. Cuando martillo, martillo.

El género periodístico ha ido absorbiendo a la novela y al ensayo y es hoy uno de los más ricos y diversos del panorama literario, pero la lectura de los antiguos tiene un valor añadido. A mí me produce la misma sensación que el cine de aquellos años treinta y cuarenta. Es como si (perdón por la sinestesia) leyera una prosa en blanco y negro. Más dura, más perfilada, más contrastada que la actual.

La literatura del siglo XXI es casi siempre de colorines, incluida la novela negra. En cambio, un reportaje de Chaves Nogales es como el cine de Fritz Lang. Hace uso de aquella iluminación cegadora que dejaba media pantalla en negro para perfilar al acero el rostro del malvado. Quizás se deba a que los periodistas de entonces no usaban aparatos. Se confrontaban a pelo con el suceso.

Los artículos de Assía se publicaron en La Vanguardia y fueron luego recogidos en sendos libros de 1946/47. El primero narra los bombardeos y la guerra defensiva, cuando la Gran Bretaña fue yunque para los alemanes. Y el segundo celebra el momento en que los ingleses pasaron a la ofensiva y se convirtieron en el martillo del Reich. Los reportajes, vividos a pie de bomba, han esperado casi setenta años para renacer.

La peculiaridad de Assía, además de su sagacidad, es que era más inglés que los nativos y no sólo cuenta la destrucción provocada por los bárbaros, sino que aprovecha para hacer pedagogía entre los españoles, la mayoría de los cuales era germanófilo. Las extravagancias de la cultura y la política inglesa tienen tanta importancia como los episodios guerreros.

El libro, por tanto, es también un manual de singularidades británicas, a veces divertido, a veces admirable y las más de las veces pasmoso. Como cuando explica el clima inglés. Afirma que allí apenas soplan vientos y en la Isla no se conocen las fallebas de ventana. Los árboles crecen como en ningún lugar de Europa y la consecuencia es que los pájaros acuden en masas inmensas. Concluye: "Según estadísticas ornitológicas, anidan en la Isla ciento veintiocho millones de pájaros". Homérico.

La prosa de Assía es limpia, sutil, con algún curioso arcaísmo y un sentido del humor de lo más británico. Como dice Ignacio Peyró en su excelente prólogo, es más contemporánea que casi toda la prosa contemporánea. Abundo.

 

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18 de febrero de 2015
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Truenos, ninfas y agua sucia

Cuando se limpia con arte una obra de arte, como cuando limpiaron la Capilla Sixtina, aparece una obra nueva para quienes viven en ese momento. La antigua, la que el tiempo ensució, tiembla un momento en la nostalgia de los ancianos, pero está irremisiblemente muerta. El mismo efecto se produce cuando una traducción artística resucita una obra avejentada por la edad y el comercio. Esa impresión he tenido tras la lectura de la emocionante traducción que ha editado Lumen. La temible Tierra baldía, de T. S. Eliot, vuelve a vivir en la versión de Andreu Jaume.

En este poema, sin duda una de las cimas del siglo XX, el poeta inglés quiso cantar (pero es un lamento) a su sociedad como si ésta fuera un sólido conjunto a la manera gótica, sólo que arruinado y disperso. El puente de Londres, el agobio sexual de algunos empleados, la asfixia de Flebas y otros cuadros se exponen en un fresco que, a la manera de Lorenzetti en Siena, quiere representar una ciudad ordenada y armoniosa. Sin embargo, está condenada. Una Ley corrompida es incapaz ya de sostener la vida en común de los desdichados ciudadanos. El árbol parece robusto, pero está agusanado.

Por el contrario, en la ciudad descrita por La tierra baldía no hay diferencia entre condenados y salvados. La democracia ha destruido la posibilidad de distinguir entre el brote fértil y el cizañero. La sociedad que canta (que lamenta) Eliot es la sociedad democrática y el río Támesis baja repleto de basura humana y municipal.Algo de fresco medieval refleja el poema, pero sin la alegría y la esperanza de las sociedades antiguas, cuando un destino externo (un camino de espinas hacia la salvación) reunía todas las angustias en un solo haz de palabras celestes. Los condenados, tribu apartada, se agitaban también, pero su baile funesto, contorsionado, servía sólo para resaltar la alegría de los crótalos y panderos que conducían el baile de las muchachas en el Palacio Público de Siena.

Eliot refinará su fresco del tiempo moderno en los Cuartetos (aquí está aún en estado salvaje), pero el concepto es claro. Como Benjamin, el poeta cree que el pasado (la Historia) no es sino un conjunto de ruinas del presente, seleccionadas como espectáculo para votantes. En cada ruina brilla una luminosidad que nos remite a otro pasado, éste ya inaccesible, soñado, como la luz de las estrellas muertas. Es lo propio de una sociedad baldía, que ya no produce, que sólo conserva, como esos aglomerados comunistas o islamistas donde nada nace, pero conservan el sueño de una salvación y un paraíso divinos, al precio de un sufrimiento tan inmenso como roñoso. Tierras baldías. También las nuestras.

La traducción de Andreu Jaume, admirable, nos permite regresar a este poema, uno de los últimos en los que el poeta aún podía remitirse a la trascendencia, en un español sin sonajero, de una sobria elegancia. Su prólogo, un ensayo sobre el poema que permite pensar que no se ha agotado la gran tradición crítica de los años cincuenta del siglo pasado, es imprescindible antes o después de la lectura.

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4 de febrero de 2015
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Víctima y verdugo

La avalancha de novelas autobiográficas y biografías noveladas ha de tener algún sentido, pero no se lo veo. Es inquietante porque he escrito tres. El que tengo por actual maestro de la falsa autobiografía verdadera, Edward St.Aubyn, dice que es un modo de escapar a la polémica sobre verdad y novela, surgida tras la avalancha de biografías noveladas.

En una entrevista con la perspicaz Andrea Aguilar, el novelista lo exponía así: hay un océano de banalidad, cosas que la gente dice y hace todos los días, y hay también una sima de tinieblas indescriptibles donde no alcanzan las palabras. Entre estas dos masas corre una estrecha lengua de arena desde la que se percibe lo que es difícil de decir, pero merece la pena intentarlo.

Está bien resumido. Entre la trivialidad y lo siniestro hay una torrentera que separa lo superficial de lo insondable. Lo más hondo no se puede narrar, pero la biografía permite caminar sobre esa temible pista, asomándose a lo siniestro y machacando la vida de la tertulia.

Ahora bien, St.Aubyn ha necesitado cinco novelas, casi mil páginas, para dar cuenta de su experiencia. Ese conjunto, llamado Las novelas de Patrick Melrose (en España lo ha editado Literatura Random House), es uno de los momentos realmente grandes de una novelística, la británica, que casi siempre se inclina por la tertulia, es decir, por lo demótico, incluso cuando es de calidad.

No me extraña. St.Aubyn quería contar una historia inadmisible. De los tres a los cinco años su padre (aristócrata británico) lo sometió a abusos sexuales mientras su madre (millonaria americana) se emborrachaba como un tocino. De aquella niñez desastrosa emergió un yonqui, descrito con atroz exactitud en la segunda de las novelas(Bad news), pero cuando parecía que podía aparecer un cierto sosiego en la vida de aquel niño torturado, regresa la madre, tan monstruosa como el padre, para exigir algo poco común: que el hijo le administre su eutanasia, que el cordero degüelle a su madre. Hacer de Abraham y de Isaac al mismo tiempo no es confortable, pero St.Aubyn asegura que él lo hizo. Añade que hubo de escribir su historia para no matarse.

¿Realmente fue así? Eso nos ha de tener sin cuidado. Es morboso, pero trivial. A lo mejor el autor es un sumiso becario de alguna fundación laborista. No importa. Lo que la falsa biografía permite es asomarse a lo siniestro y St.Aubyn nos lo ofrece con arte. Para no fracasar, el autor contaba con una herramienta excepcional, el canallesco sarcasmo heredado de Evelyn Waugh y la novela de aristócratas calamitosos. Observen esta frase: "La ingenua creencia de que la gente rica es más interesante que la gente pobre, o que la gente con título nobiliario es más interesante que los sin título, sería imposible de sostener si la gente no creyera también que se vuelve más interesante cuando se asocia".

Por ejemplo a un partido político, a un sindicato, a una religión o a una asociación filantrópica. Este es un tono que sólo Waugh y ahora St.Aubyn son capaces de mantener a lo largo de mil páginas para destruir lo que más admiran en este mundo, su sociedad y su familia.

 

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21 de enero de 2015
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Museos de bolsillo

A lo largo del siglo XVII tuvo lugar un curioso episodio: las colecciones particulares de objetos fueron sustituidas por imágenes de esas mismas colecciones. Fue un momento que tiene similitud con el actual. Me explicaré.

Las colecciones renacentistas de objetos se conocen como "gabinetes de curiosidades" o "cámaras de maravillas" (wunderkammern) y eran extravagantes almacenamientos de fenómenos animales, vegetales o minerales, y toda suerte de artificios de extrema rareza como autómatas o relojes con figuras. Durante el Barroco estas cámaras y gabinetes crecieron de forma desmesurada y ocuparon espacios tan substanciales como el Castillo de Praga, con la colección del emperador Rodolfo II de Habsburgo. En esta nueva etapa, un ordenamiento más racional de las curiosidades suponía cierta voluntad científica incipiente, en muchos casos impulsada por las rarezas que traían consigo los exploradores del continente americano o de las islas del Pacífico.

No obstante, en la segunda mitad del siglo XVII se produjo un fenómeno en verdad sorprendente que ha sido estudiado por José Ramón Marcaida en Arte y ciencia en el barroco español (Marcial Pons) con notable erudición: la invasión de imágenes que representaban imágenes. Aunque la novedad fue universal, Marcaida privilegia el caso español. En el Museo del Prado, por ejemplo, hay magníficos ejemplos de lo que él señala: Las ciencias y las artes, de Stalbemt, o la serie sobre los sentidos corporales de Jan Brueghel el Viejo, son piezas supremas de este tipo de pintura.

Porque lo que subraya Marcaida es una primera y arcaica desmaterialización de los objetos, un primer intento de suprimir lo sólido, una primera abstracción de lo que más tarde se llamarán mercancías. Ello es que en algunos gabinetes de maravillas aparecieron pinturas que representaban justamente gabinetes de maravillas. Esa duplicación tiene relaciones muy interesantes con las primeras acumulaciones de bienes y riquezas, la intensa actividad de los grandes bancos nórdicos y sobre todo la conciencia de que el tiempo ya no era el recto camino a la salvación, sino, llanamente, una carrera hacia la muerte.

La relación entre las primeras grandes acumulaciones de riqueza material y la conciencia aguda de nuestra aniquilación es bien conocida desde Max Weber. En las mansiones burguesas aparecían deslumbrantes copas de plata y cristal, montañas de monedas de oro, joyas trabajadas por orfebres colosales, pinturas, estatuas, en fin, valiosos objetos que la muerte se iba a llevar consigo a la tumba del propietario. Por una parte, los cuadros desmaterializaban esas riquezas con bodegones, naturalezas muertas, vanitas, pinturas de gabinetes, pero, por otra, la reacción religiosa rechazaba la riqueza privada por pecaminosa. Un doble juego de opuestos y complementarios.

También nosotros llevamos en nuestros teléfonos, tabletas y demás artilugios una colección desmaterializada, no de objetos, sino de personas. Cada uno tiene su propio museo de amigos, ídolos, amantes, hijos o parientes convertidos en figuras de gabinete electrónico. De nuevo estamos en un tiempo de acumulación de mercancías incluso entre los pobres, de atesoramiento desmedido, de obsesión material, de terror a la muerte y de una religiosidad difusa, ahora llamada "política", que condena la riqueza... de los demás, claro.

 

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14 de enero de 2015
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Algunas consideraciones sobre la actual caída libre

Entre los años ochenta del siglo pasado y el comienzo del siguiente se dio en España un crecimiento acelerado, acompañado de ambiciosas reformas democráticas, que causó una impresión indiscutible de salida del agujero franquista. Era engañoso. Ha bastado una crisis financiera, neutralizada en otros países con escasas pérdidas, para desnudarnos y devolver las cosas a donde estaban antes de la muerte de Franco.

Nadie sabe cuánto se ha detraído de las clases medias a favor de las cajas de ahorro y la administración del Estado, pero ha sido lo suficiente como para pauperizar severamente a la población hasta situarla, como en el franquismo, en dos grupos: aquellos que se encuentran próximos al poder y los abandonados a su suerte. Todo este inmenso sacrificio, además, no ha comportado ni siquiera que sus causantes hayan tenido que pagar por ello. La mayoría de los culpables siguen gozando de sus sueldos y privilegios en partidos, sindicatos y demás instituciones del aparato del Estado, como si nada hubiera pasado.

Lo cual, como es de ley, sólo facilitará que vuelva a producirse otro expolio en breve plazo. En algún caso aislado la justicia está actuando profesionalmente, pero en la mayoría se esfuerza por encubrir a unos y otros. No ha faltado, en la izquierda, quien ha intentado ocultar su temeraria ineptitud echando la culpa a un fantasmal poder financiero similar al que Podemos agita como origen de todos los males terrestres. Es como envolverse en la bandera.

El segundo gran desastre tiene su origen en la reforma trivializadora de la educación en España, iniciada por los socialistas, pero secundada por la derecha con verdadero entusiasmo. Gracias a ello han ido desapareciendo los mecanismos que permitían a los más jó venes usar herramientas críticas personales para defenderse de las mentiras del poder y del contrapoder. Ahora sólo cuentan con los útiles informativos para masas, los cuales dirigen a su inmensa clientela siempre en el sentido del menor esfuerzo intelectual, la simplificación y el maniqueísmo. El colectivismo y el gregarismo han ganado terreno.

La unión de ignorancia básica y teledirección anónima entre la nueva población arruinada ha producido una espesa nube muy parecida a la de aquel antifranquismo en el que todo se igualaba: los maoístas y los socialdemócratas, los independentistas vascos y los nacionalistas baleares, los estalinistas y los social cristianos, todo era lo mismo contra Franco. El actual monstruo difuso, a diferencia del que creó el antifranquismo, tiene ahora un peso espectacular en los medios de comunicación y puede ser manipulado con aún mayor impunidad e irresponsabilidad que hace cuarenta años. De hecho, es un espectáculo y un negocio.

En resumidas cuentas, lo sucedido en los últimos diez años nos devuelve a nuestro lugar de origen: un tercermundismo aceptable.

Resulta engañoso creer que la democracia española sea como la francesa o la sueca. Su modelo no es europeo sino latinoamericano. El poder, en España (y más aún en los feudos periféricos), no elige a los mejores y excelentes para cubrir los cargos de responsabilidad, sino a los apuntados a la causa, los trepadores en venta o los recomendados por los grupos familiares del poder. Todo lo cual ha acabado por establecer una de las peores clases dirigentes de la historia del país, y ya es decir.

La corrupción generalizada en la Andalucía socialista, el totalitarismo catalán, el indecente despilfarro de los populares en la región valenciana, el increíble goteo de fraudes, estafas, sobornos, nepotismos, prevaricaciones y latrocinios en todo el país sólo pueden entenderse gracias a la colaboración activa de la clase dirigente, con o sin dirección, se fije o no un objetivo. Es una situación que recuerda a la Italia de Craxi y su cleptocracia, pero sin el colchón de una clase burguesa más ilustrada e informada que la española.

Si a la corrupción total del país, a la manera italiana, se le añade un poder judicial destruido por su mercenarismo político (en Italia fueron los jueces quienes se enfrentaron a Berlusconi, aquí le protegerían), el escenario parece realmente copiado del franquismo.

Sólo por ese regreso al tercer mundo y sus masas ignorantes y desesperadas puede entenderse el fenómeno de los nuevos partidos decididamente latinoamericanos. No sólo Podemos quiere instalar un régimen chavista en España; el nuevo portavoz de IU, Garzón, está próximo al alcalde de Marinaleda y a sus verbenas coloniales. Pero puede ser aún peor.

La inocencia de los jóvenes cuadros socialistas, crecidos y formados exclusivamente en la burocracia del partido (una agencia de colocación) o en el sindicato (corrupto), les inclina a desconocer la vida del común de las gentes, empleados o desempleados. Los viejos militantes y cuadros que habían llevado vidas universitarias o conocían la vida laboral porque habían ejercido carreras profesionales antes de dedicarse a la política han sido apartados o eliminados.

El aparato ahora sólo se mueve por efectos informativos de actualidad (siendo la española la televisión más cutre de Europa) y de las redes sociales (manipuladas). Eso les va inclinando hacia un populismo arcaizante, como el de sus colegas de IU y de Podemos, de tal manera que el PSOE de González, que sacó a este país de la ruina moral y social, puede regresar al socialismo de la segunda república, aquel que en un acercamiento suicida a los estalinistas acabó por contribuir a la tragedia. Propicia la esperanza que en las últimas elecciones a secretario general ganara el candidato más alejado del zapaterismo, un hombre con estudios universitarios y experiencia laboral, pero nadie sabe qué programa va a aplicar. Seguramente, él tampoco lo sabe.

Lo sorprendente de esta situación es que sólo preocupa a los viejos votantes socialistas que abandonaron el partido a partir del calamitoso Zapatero, o a quienes se mantienen fieles al ideario de la izquierda clásica. A la derecha, este descalabro del socialismo le parece muy apropiado y el crecimiento de Podemos e IU es una bendición. La izquierda se va a quebrar en, por lo menos, tres candidaturas, algunas de las cuales son tan utópicas que sólo pueden arrastrar a los grupos más desesperados e incapaces.

Todos los países europeos se han visto sometidos a una corrección como la española por la depauperación de sus clases medias y el cinismo de las clases dirigentes; la desesperación y el resentimiento nacen de la misma fuente, pero cada país europeo ha aportado su propia personalidad política y creado sus propios partidos de la utopía, la negación y el odio.

Los países del norte calvinista, como Holanda, han producido partidos de extrema derecha racistas. Inglaterra, en cambio, un partido destructivo que se presenta como "euroescéptico", pero que no es sino expresión de la vieja estirpe chovinista y victoriana, las espantosas clases demóticas que adoraban Up & Down. En Francia han crecido mucho los fascistas de Le Pen, los cuales, no lo olvidemos, son en su mayoría antiguos votantes del Partido Comunista; un regreso a la vieja tradición francesa antisemita, complicado ahora con el nuevo odio a árabes y rumanos.

Más interesante es el caso de la Liga Norte, en Italia, un partido gemelo al de los independentistas catalanes, aunque estos hagan todo tipo de esfuerzos para que no se les confunda con ellos. Sin embargo, son lo mismo. Dos partidos que trabajan el odio (a "Madrid" y a "Roma"), la exclusión (sólo eres nacional si perteneces  al Régimen), la xenofobia (los del Sur son vagos y maleantes) y la mentira. También los escoceses tratan de que no les confundan con la Liga o con los catalanes: todos los nacionalistas ven el ridículo del nacionalismo ajeno, pero no el propio.

Ninguna de las naciones europeas, sin embargo, ha dado lugar a partidos de raíz tercermundista o agraria, sólo España y en cierta medida Grecia, los dos países que se encuentran más alejados de la gran tradición europea, si exceptuamos a los sobrevenidos de la anti- gua Unión Soviética. España y Grecia son, en efecto, naciones en las que el peso de la tradición agraria, feudal y caciquil es más fuerte y el sistema educativo casi inexistente.

De este caos es imposible escapar porque sólo tiene dos salidas. La salida fuerte sería la unión de todas las izquierdas y la toma del poder por parte de los chavistas, más avispados que los comunistas. Un regreso a la España autárquica, caudillista, militarizada y asesorada  por los servicios secretos cubanos es una posible salida. Muchísima gente está pidiendo a gritos un Jefe y un Padre. No debe olvidarse que Podemos es un producto típico de los departamentos universitarios y que predica, como la Iglesia Católica, verdades irrefutables sobre la miseria humana, pero sin posibilidad de remedio como no sea mediante la participación del Altísimo.

La solución débil y seguramente imposible sería que a una lenta recuperación del poder económico por parte de las clases medias se le añadiera una reforma general de la administración de Estado. Para ello sería imprescindible  que un grupo de potentes  ejecutivos de los partidos  mayores, con la venia del poder financiero, se pusieran de acuerdo  para acabar con los privilegios de sus colegas y aguantar la algarada que se produciría. Me parece imposible.

Pero con sólo eso no bastaría. Únicamente mediante  un sistema educativo ambicioso y unos mecanismos de selección rigurosos podría prepararse una nueva clase dirigente que tomara la responsabilidad del país en el plazo de unos cinco años, que es el tiempo que los reformadores podrían resistir los ataques generalizados contra la reforma. Me parece sumamente improbable.

Sin soluciones reales, estamos condenados  a la progresiva desintegración social y nacional.  Los dirigentes  entrampados seguirán haciendo concesiones a unos y otros para salvar sus puestos de trabajo y siempre en la misma dirección: la pedagogía del odio y la destrucción  social que garanticen  unos años más sus privilegios. Mientras  tanto, y a menos de que el renacimiento económico fuera milagroso, la organización de la insurgencia estaría ya preparada para la toma del poder. España habría vuelto a su propio y eterno ser.

No obstante, y ya que el presidente del gobierno ha implorado que seamos menos agoreros, puede uno conceder que así como salimos del franquismo del modo más inesperado  y desde luego por la vía menos planeada desde la izquierda, es muy posible que salgamos de la actual situación por una vía similar e igualmente inesperada. Para lo cual será inevitable que alguien se haga el harakiri.

 

Artículo publicado en al revista El Estado Mental, septiembre de 2014. 

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7 de enero de 2015
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Todas las antígonas

Si hace un par de años Helena Cortés nos conmovió con su Edipo,este año nos sobrecoge con Antígona,otro producto rotundamente admirable de la editorial La Oficina.

La flexibilidad de la heroína griega para adaptarse a múltiples interpretaciones (George Steiner recogió decenas) la convierte en nuestra contemporánea. He aquí una muchacha que desafía al poder político con el fin de dar sepultura a su hermano. El tirano de la ciudad, Creonte, había prohibido enterrar a los traidores. Así la destrucción se cierne sobre ambos, el político y la insurrecta, en una de las más ambiguas y fúnebres tragedias.

En su edición, Helena Cortés ha reunido tres antígonas. La de Hölderlin, cuya traducción del texto de Sófocles figura en la cara izquierda de la paginación, con su versión al castellano en la derecha. La de Bertolt Brecht que viene en un CD adjunto. Y la de Straub/Huillet que filmaron la representación. Cada una de ellas es una variación original.

La tragedia de Sófocles (la ausente), según la clásica lectura de Hegel, opone a las fuerzas de la ley ciudadana, clara y universal, con su enemigo antagónico, la oscura ley de la sangre y del clan. Creonte representa el paso de la horda mítica a la polis gobernada por la razón y, frente a él, Antigona asume el pasado que va a ser destruido y desafía al poder público: la ley de la sangre la obliga a enterrar a su hermano, el traidor, para que su alma no vague eternamente. Recuerdo lo muy presente que teníamos esta tragedia en el País Vasco cuando, a comienzos de los ochenta, ETA asesinaba a cientos de personas sin que nadie rechistara, ni Antígona, ni Creonte. Ni siquiera había tragedia. Ciudad muerta.

La versión de Hölderlin es más oscura y se asoma al abismo. Su poesía tiene la fuerza de quien ha conocido el mal y ha vivido la contradicción trágica de la ley y la sangre durante la Revolución Francesa. Por eso no toma un partido tan claro como el de su amigo Hegel, sino mucho más complejo y en ocasiones tormentoso. El trabajo de Cortés es inmenso.

Tengo para mí que Bertolt Brecht patinó en su versión, sea por inadvertencia, sea por sectarismo. Al convertir a Antígona en una insubordinada que se enfrenta al nazi Creonte, no sospechó que la figura del tirano podía ser la premonición de Robespierre o de Lenin. Si Creonte es también destruido por los dioses ello obedece a que quiere imponer la virtud revolucionaria a las masas por la fuerza y el terror. Sólo Antígona (una Charlotte Corday) se le opone aunque sea por motivos arcaicos. Los dioses castigan la hybris de Creonte: Robespierre acaba en la guillotina.

Finalmente, la filmación de Straub/Huillet es un clásico de lanouvelle vague. Una verdadera joya. De una sobriedad que también traería sobre ellos el castigo divino, la película tiene la rectitud revolucionaria de Robespierre y la animada superficie de una columna dórica.

Necesitaría el doble de espacio para dar cuenta de este monumento. Baste como resumen lo siguiente: yo diría que es el mejor libro editado en España en 2014, por su audacia, por su coraje, por su elegancia.

 

Artículo publicado en El País. 

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24 de diciembre de 2014
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No dejarles morir

Me sorprendió que el último libro de Andrés Trapiello, dedicado una vez más a su genio tutelar, se encabezara con una cita de Dickens: "Hechos, sólo hechos". Los, facts, el término que más guerra da en la filosofía inglesa, encabeza esta fantasía sobre lo que sucedió después de la muerte de Don Quijote. Trapiello, por lo tanto (yo le tomo la palabra) se atiene a los hechos. Y los hechos son extraordinarios.

    Hete aquí que una vez muerto el caballero de la triste figura sus más allegados, Sancho, el bachiller Sansón Carrasco, su sobrina Antonia y el ama Quiteria van a iniciar una peripecia colosal, perseguidos por la maldad usuraria, combatidos por la estupidez aristocrática, ayudados (menos mal) por la memoria del gran Don Quijote de la Mancha que muchos admiran y que les gana su simpatía.

    Esta supervivencia de los héroes, este no querer que se vayan del todo, es clásica. Muchas "vidas" prolongaron la muerte de Helena de Troya y la de Judas. No obstante, el experimento es nuevo en nuestra tradición literaria. O casi nuevo, porque el primero que prolongó la vida del caballero manchego fue el propio Cervantes, indignado con lo que se decía de él y lo que sobre él había escrito un desaprensivo. Así que el más cervantino de nuestros escritores continúa la historia con los últimos días de Sancho Panza.

    Y en este punto es cuando aparece Dickens porque el inglés descubrió un modo de hacer más tupida la trama y los personajes. Es la misma técnica que fue llevando la sinfonía clásica a la sinfonía romántica, prolongando los temas en cada vez más imaginativas y audaces armonías, hasta llegar a la desarmonía dodecafónica. Dickens inventó un espacio nuevo, la Metrópoli, pero en lugar de componerlo en dos espacios, como Balzac (ricos y pobres), lo quebró en tres. El nuevo espacio, entre los sucios y peligrosos docks y los elegantes crescent, sería la inmensa extensión de la burguesía, la city. De ese modo un tercer personaje, que podía ser bueno o malo o ambas cosas a la vez, daba espesor a la trama.

    La ambición dickensiana de Trapiello le ha inspirado tres espacios admirables, la aldea manchega (el pasado usurario y beocio), la Sevilla barroca (la actualidad criminal) y la América de los conquistadores (el futuro utópico), por donde transcurre la aventura de los protagonistas. En cada nuevo escenario se produce una mutación de los malvados y también una renovación de aquellos que, por amar a Don Quijote, echan una mano a los protagonistas siempre al borde del colapso. Llevar adelante semejante proyecto requiere un temple literario fuera de lo común: sus lectores constatarán que las páginas dedicadas a la Sevilla barroca son de las más sugerentes que se hayan escrito sobre aquel escenario.

En su momento, Sevilla fue una de las ciudades más populosas, ricas y canallescas de Europa. Aquel caos de asesinos, aristócratas, aventureros, burócratas, esclavos, prostitutas y trabajadores sin techo ni ley, ha recibido ahora su pintura más exacta y emocionante. Porque en ningún momento se despega Trapiello de lo que le mueve a prolongar la vida de su héroe: la poesía. Hasta el Nuevo Mundo. Quizás más allá.

 

Artículo publicado en El País

 

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11 de diciembre de 2014
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El Boomeran(g)
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