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El Boomeran(g)

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Transnacionales

En mi último blog hablé del espectacular evento cultural Table of free voices de Berlín. Hoy debo añadir que el trato a los invitados fue suntuoso. Además de viajar sin pagar, los 112 fuimos alojados en el hotel Intercontinental. Disponíamos de piscina temperada y jacuzzi. Había minibuses a nuestra disposición, incluso para transporte particular. Cerca de la plaza, por si acaso, estaban preparadas dos ambulancias. Doscientos voluntarios se nos acercaban constantemente para verificar nuestra comodidad. Nos ofrecían comida, bebidas, café, incluso gotas para los ojos.

La pregunta que todos nos hacíamos es: ¿quién está pagando esto y por qué?

En la noche del evento, asistimos a una cena de despedida en una especie de hangar berlinés iluminado con velas y reflectores. En el centro había un escenario. Sucesivamente, se presentaron una cantante tibetana, un saxo soprano de jazz y un espectáculo circense con veinte músicos. Y frente a mí precisamente, se sentó el jefe de marketing de una de las transnacionales que auspiciaba el evento. 

Su apariencia era un cruce entre la mandíbula de Val Kilmer y el aire sano y bien talqueado de Hugh Grant: el ejecutivo joven, seguro de sí y forrado de pasta. No pude resistirme a hacerle LA pregunta. Él respondió con una sonrisa luminosa:

-Marketing. Este tipo de eventos asocia el nombre de la firma a mensajes más positivos y forma parte de la estrategia de responsabilidad social de la empresa.

-¿Y vale la pena? Es mucho dinero sólo para quedar bien.

-Para una corporación no es mucho dinero. La empresa produce mucho dinero. Hay que hacer algo con él. Y es posible que, en los próximos años, el rango de acción de los operadores privados desplace al sector público de algunas de sus funciones. Esa es nuestra apuesta.

-Ya, pero al menos la mitad de los invitados se ha manifestado precisamente en contra de eso. Detestan profundamente a las corporaciones y han hablado en el evento contra ustedes.

-Sabíamos que sería así. No queríamos censura. Queremos saber lo que realmente piensan los líderes de opinión e intelectuales de todo el mundo. Esa información nos sirve para reorientar nuestras estrategias de marketing hacia los sectores que consideramos más sensibles a nivel global. El evento es una especie de sondeo planetario. Visto así, ni siquiera es caro. Más bien, al contrario.

Recordé a la ecologista que se había sentado a mi lado, advirtiendo sobre el peligro de las transnacionales. Me pregunté qué pensaría si supiese que estaba trabajando precisamente para una multinacional, ofreciéndole información barata. Y por otro lado, me pregunté si podía ignorarlo. No era un secreto. Nadie pretendía engañarla. La transnacional pagó su viaje, su hotel, su dieta vegetariana, vegana o sensible, su yogur de aloe vera, su fin de semana berlinés, su almuerzo y cena con productos de comercio justo, incluso su espacio de denuncia. Si eventualmente ella quisiese atacarlos, ellos responderían: “nosotros solo hacemos nuestro trabajo, y al menos somos claros. En cambio ella, que ahora nos denuncia, se veía muy contenta cuando la invitamos. Nunca rechazó la invitación”. Me pregunto si son ellos cínicos o somos nosotros hipócritas.

Al fin, llegó el momento estelar del jefe de marketing. El presentador –un artista alemán- pidió un aplauso para los que habían financiado el evento, y él subió al escenario su sonrisa Kilmer. Entonces, el presentador advirtió en público que esa empresa había despedido a cinco mil personas el mes anterior. Al regresar a nuestra mesa, el jefe de marketing estaba furioso. Minutos después, él y sus lugartenientes abandonaron el local.

No sé bien por qué se enojó tanto. Él tiene lo que quería, el presentador fue contestatario como le correspondía, mi ecologista comió sus alimentos ecológicos, y yo me bebí dos botellas de vino blanco. Todos hicimos un buen negocio. Mientras tanto, el mundo sigue igual.

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15 de septiembre de 2006
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La verdad ya no es lo que era

¿Qué vendrá después del capitalismo? ¿La riqueza del primer mundo depende de la pobreza del tercero? ¿El desarrollo de los países pobres debería basarse en micro o macrocréditos? Prepárate para responder cien preguntas como esta. Tienes tres minutos para cada respuesta y estás rodeado de genios. Y lo peor de todo, hay una cámara frente a ti.

Esa fue la dinámica de la Table of free voices que se celebró el sábado pasado en Berlín. Cien preguntas enviadas desde todas las esquinas del planeta sobre temas como la paz, la guerra, la ecología, el mercado, la tecnología y el futuro recibieron 11200 respuestas por parte de 112 invitados alrededor de una mesa: físicos, artistas plásticos, activistas, actores, empresarios, expertos en informática. Como en el aleph de Borges, todo el universo estaba ahí, incluso yo.

Está claro que un lugar así no es normal. El día del evento, bajé a desayunar al comedor del hotel y me encontré con Willem Dafoe comiendo tofu y antojitos japoneses. Y como me distraje mirándolo, Bianca Jagger me robó el asiento. Yo me resigné en silencio -porque no es cosa de andarse peleando con Bianca Jagger, que ya ha sacudido a varios dictadores y algún Rolling Stone- y sobre todo, porque Terry Gilliam estaba contando chistes en la mesa de al lado.

Creo que hasta entonces nadie tenía muy claro que hacíamos ahí todos. Pero la organización germánica es a prueba de incompetentes como yo, y minutos después, estábamos los invitados reunidos en el significativo lugar del evento: la Bebelplatz, donde los nazis organizaron su famosa quema de libros. Ahí, en torno a una mesa gigantesca, cada uno tomaría su lugar y daría sus respuestas a una cámara.

Imagino que, como instalación plástica, no dejaba de tener interés: 112 personas de los más variados orígenes y con las más variopintas vestiduras hablando con sendas cámaras. El escritor norteamericano Eliot Weinberger estaba sentado entre un economista inglés y una payasa rusa que jugaba con su nariz. El cineasta argentino Fernando Solanas tenía al lado a una japonesa con una sombrilla azul. Había gente con saris y con túnicas y con barbas y con kimonos.

Yo me senté entre una ecologista sueca y un artista plástico alemán. De vez en cuando, escuchaba lo que ellos decían, especialmente en las preguntas ecológicas, tema del que no sé absolutamente nada. La sueca hablaba en inglés, así que podía entender con claridad que todas sus respuestas eran exactamente contrarias a las mías. Básicamente, ella consideraba que si continuábamos este ritmo de industrialización acabaríamos con el planeta. Yo, por mi parte, creo que si escuchamos a los ecologistas nos quedaremos todos sin trabajo excepto los agricultores artesanales de tomates. Por su parte, el alemán hablaba en alemán. Pero de vez en cuando, en las preguntas sobre calentamiento global, yo oía entresacados entre sus respuestas los nombres de Orson Wells, Macbeth y Doctor No.

-¿Se puede saber qué cuernos estás diciendo? –le pregunté en una pausa.
-Es que no entiendo las preguntas –me dijo.   

Un evento como éste te hace comprender que no tienes idea de nada. En una pausa, Eliot Weinberger me confesó que las respuestas ecológicas se las sopló su economista inglés, y yo comprendí que ni siquiera los más brillantes invitados tienen todas las respuestas. Sobre todo, creo que la Table of free voices nos puso en contacto con la naturaleza de la verdad en el mundo globalizado. En un siglo en que los grandes discursos se han venido abajo, la verdad es así de difusa y contradictoria. Dos enunciados pueden ser contradictorios sin dejar de ser verdaderos, y lo único cierto es que tendrán que convivir en paz. Como una mesa con Willem Dafoe y una payasa rusa y una cantante tibetana y un cineasta australiano: miles de millones de monólogos haciendo un esfuerzo por convertirse en un diálogo.

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13 de septiembre de 2006
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La vida de un cerdo

Aunque no sea especialmente grande, una granja de crianza de cerdos en Cataluña puede ver pasar a 10.000 animales al año. La inmensa mayoría de ellos no dura ni la mitad de ese tiempo. De hecho, si les permiten nacer, es sólo para morir rápido.

La concepción de un cerdo es de por sí un trabajo sórdido: una granja de las dimensiones descritas dedica unas seiscientas cerdas al único objetivo de reproducirse, pero ninguna de ellas se aparea de manera natural. Las mantienen enjauladas en fila, en celdas individuales, en hileras de cincuenta, y todos los días les sueltan a un macho llamado “el señor” para que se pasee frente a ellas, las huela y las provoque. Según las reacciones de las puercas, los empleados de la granja detectan a las que están en celo. Y las inseminan artificialmente. Si no quedan preñadas, se vuelve a intentar. Las cerdas entran en celo cada 21 días.

Por supuesto, esto significa que los machos tampoco tienen contacto carnal. Los sementales son mantenidos en corrales, y hay un empleado dedicado exclusivamente a masturbarlos. Los cerdos están tan acostumbrados a su masturbador que se excitan de sólo verlo, y corren al caballete en que el empleado los acaricia un poco y hace su trabajo. Con sólo unos quince o veinte minutos, consigue líquido suficiente para varias inseminaciones, lo cual hace que los machos sean mucho más caros que las hembras (1.500 euros contra 250).

La gestación dura casi cuatro meses, y en cada camada nacen 10 u 11 lechones. El día de su nacimiento, a los lechones les arrancan los dientes. Después de tres semanas, los separan de sus madres y comienzan a alimentarlos sin parar. Para que no se les ocurra hacer ejercicio, viven en corrales de 2x2. En sus días bajos, engordan 60 gramos diarios. Ese es su único trabajo. A los seis meses, cuando alcanzan el tamaño de un perro grande, los llevan al matadero.

Algunos cerdos viven más: los sementales y las reproductoras pueden alcanzar el tamaño de una ternera. Pero ni los espermatozoides ni la capacidad de parir se mantienen más de tres años. Las hembras suelen parir unas diez camadas y extinguir su utilidad. Los machos terminan estériles. A esa edad, su cuerpo ya está demasiado viejo para venderse como carne fresca, pero aún sirve para mortadela, salchichas o embutidos. Entonces comienza lo más cruel.

En el matadero, los cerdos reciben una descarga eléctrica que los aturde. Así se evita que chillen como condenados cuando les cortan la yugular. Luego de eso, los parten por la mitad. Cada uno de sus lados es colgado de un gancho –uno de ellos aún con la cabeza puesta- y pasa por una limpieza con agua caliente y vapor que afloja la piel.

Después de ser despellejados, se enfrentan a sus destazadores. Del cerdo se aprovecha todo: con las costillas se hacen chuletas, con las patas, jamón; con los interiores, embutidos; con la cara, forros. Conforme el cerdo avanza en la cadena de producción, cada una de sus partes encuentra una utilidad, y así hasta llegar a nuestra mesa.

La semana pasada recorrí una granja y un matadero, y conocí la vida y muerte de estos animales. En la granja me explicaron que la normativa europea ha mejorado sus condiciones de vida: ya no los mantienen amarrados del cuello a las jaulas. Y tampoco los alimentan piensos animales elaborados con los restos de sus propios congéneres. La verdad, no he dejado de comer jamón ni lomo en particular. Supongo que es una ley natural. No sé si los ganaderos puedan realmente atender la demanda cárnica y la sensibilidad ecológica al mismo tiempo. Pero se me han quedado grabadas las palabras de uno de los que hizo el recorrido conmigo: “ya sé de dónde sacaba sus ideas Adolfo Hitler”.

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11 de septiembre de 2006
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La bañera de Ian McEwan

El intruso es el título en España de la película basada en la novela de Ian McEwan Enduring Love, que se estrenó la semana pasada y que yo, como fanático del novelista y de la extraña belleza de Samantha Morton, asistí a ver el día del estreno.

La película viene con garantía de haberle gustado al autor, ya que McEwan aparece en los créditos como productor asociado, lo cual por cierto es toda una lección de negocios. Houellebecq quiere dirigir su novela La posibilidad de una isla, y amenazó al grupo editorial Hachette con abandonarlos si no financiaban al menos la mitad. La amenaza del novelista implica que al grupo no le debe haber hecho ninguna gracia el guión del propio Houellebecq y no confía en su capacidad como director. En cambio, como los británicos son casi americanos –léase pragmáticos-, McEwan se aseguró desde su puesto de controlar el guión sin verse creativamente comprometido en él. Y, según sugiere el cargo de productor en el mundo anglosajón, puso su propio dinero.

Y sin embargo, o quizá por eso, el resultado es notablemente fiel a la novela, excepto que recompone astutamente su aspecto más criticado: el final. Entre otras cosas, evita la absurda escena en que el protagonista viaja a los bajos fondos ingleses a hacerse con un revólver y, cinematográficamente, añade tensión al añadir a la historia su progresiva crisis nerviosa. Además, se ahorra las escenas mil veces vistas en que la policía dice “no podemos hacer nada contra un hombre que no le ha hecho nada. Espere que lo maten y llámenos”. Nada mal para un thriller. Es verdad que Daniel Craig tiene un abdomen con cuadraditos inverosímil en un profesor universitario de biología, pero bueno, no se puede pedir todo.

Además, con sus gafas de niño pedante y su suficiencia de sabelotodo, Craig rescata el aspecto más crítico de Joe: su inexpugnable racionalismo. Porque aparte de una historia de suspenso con psicópata, Enduring Love es una fábula sobre los límites de la razón. Joe, un hombre con su vida perfectamente controlada, considera muy lógicamente que el amor es sólo un constructo teórico que el hombre inventa para justificar su necesidad de reproducirse. Pero en esta historia se enfrenta de porrazo al amor, el arte, la fe y todas esas cosas que él se creía capaz de explicar cuando trataba a las personas como ratas de laboratorio y olvidaba que él mismo era una de esas ratas. 

Porque ¿qué haces ante un enajenado que cree que estás enamorado de él, y que todos tus movimientos son señales de pasión, y que, cuando le dices que lo odias, interpreta que le das señales equívocas? ¿qué te hace superior a él, o siquiera más racional? ¿cómo lidias con una razón tan individual como la tuya? ¿quién respalda tu autoridad para sentirte biológicamente mejor dotado? Y sin ir tan lejos ¿cómo le cuentas a tu novia que sus sentimientos son una necesidad reproductiva de la especie?

El filósofo Putnam tiene una imaginativa parábola al respecto: imaginemos que no somos personas, sino cerebros en una bañera, conservados en los líquidos nutrientes y con nuestras terminaciones nerviosas conectadas a estímulos de un ordenador. Por las mañanas creemos que nos despertamos, y que desayunamos y besamos a nuestra señora, y creemos que vamos a una oficina donde creemos que muchos otros trabajadores nos reconocen y saludan, pero es sólo lo que el ordenador proyecta, como en Matrix. Creemos tener problemas cotidianos, y análisis políticos, pero nada está ocurriendo más allá de nuestra bañera ¿Todo sería falso? Según Putnam, no. Nuestra realidad sería aquella a la que tenemos acceso. Aún si repentinamente dijésemos “sólo soy un cerebro en una bañera” mentiríamos. Hasta donde llega nuestra percepción –y nuestras palabras- somos personas. Alguien podría mostrarnos un balde y un cerebro y decirnos: “¿ya ves, idiota? Esto no eres tú.”

Joe, el protagonista de Enduring Love, es precisamente eso: un hombre que cree haber visto más allá de su bañera, arrojado repentinamente al mundo real, donde todas sus teorías, aunque sean ciertas, son falsas, donde el mundo perfectamente racional que ha construido no sirve para nada.

Y ustedes ¿Están ahí o son sólo productos de mi bañera?

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8 de septiembre de 2006
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El hombre incompleto

El libro de Rebecca Goldstein Incompleteness comienza con la imagen de dos hombres paseando por los alrededores de la universidad de Princeton en los años cuarenta. Mientras caminan, conversan sobre fundamentos de física y matemática. Es tal su prestigio que muchos profesores de la universidad matarían por escuchar esos diálogos. Pero sobre todo, y a su extraña manera, los dos hombres se aprecian de un modo personal. Uno de ellos es Albert Einstein, que una vez escribió que la única razón que lo animaba a asistir a sus cursos era la posibilidad de sostener esas conversaciones en el camino. El otro es el matemático Kurt Godel que, tras la muerte del autor de la relatividad, nunca pudo encontrar un oído más comprensivo.

El trabajo de Godel es uno de los más breves de la matemática moderna. Su tesis doctoral no tenía más de once páginas, y aparte de ella apenas publicó algunos artículos sueltos. Pero bastaron para dar un mazazo a nuestro concepto de la verdad. Godel es recordado especialmente por los llamados “teoremas de incompletitud” que sostenían que en todo lenguaje matemático hay fórmulas que no pueden resolverse con los recursos de ese lenguaje. Es decir que incluso la aritmética, que todos consideramos una verdad absoluta e indiscutible, está incompleta. 

Lo mismo ocurre en realidad con todos los lenguajes complejos, incluso con nuestro lenguaje hablado. Por ejemplo, la frase: esta oración es falsa. Si es cierta, esa oración debe ser falsa. Pero si es falsa, no es cierta. No hay salida a ese contrasentido lógico. En matemática también es posible formar ese tipo de construcciones, que se reconocen como correctas sintácticamente pero no tienen sentido ni solución.   

Quizá conocer esa peculiaridad cambie muy poco en nuestra vida cotidiana, pero cambió la historia. A principios del siglo XX, en la Austria de Godel, un grupo de filósofos llamado “el círculo de Viena” y otros como el inglés Bertrand Russell buscaban un lenguaje cien por ciento fiable que pudiese dar cuenta de la realidad sin fisuras ni lugar a dudas: en un mundo en que Dios había muerto, ellos buscaban el lenguaje de la naturaleza. Despreciaban la metafísica, la filosofía y las ciencias humanas, que consideraban subjetivas y a menudo ininteligibles. Y empezaron a buscar ese lenguaje en las ciencias exactas como la física y la matemática. 

La teoría de la relatividad de Einstein demolió esa ilusión haciendo ver que nuestro lenguaje siempre dependería del lugar del observador en el universo. La mecánica cuántica le asestó un golpe mortal al postular que, en última instancia, los movimientos de las partículas dependen del azar. Y Godel descerrajó el tiro de gracia al acabar con la infalibilidad de la matemática. A pesar de nuestros esfuerzos, somos humanos. Nos está vedado lo perfecto y lo infinito.

Pero según su biógrafa Goldstein, Godel no aceptaría esa conclusión. Al contrario, él creía en una verdad absoluta, y consideraba que sus investigaciones matemáticas daban pasos en esa dirección. Esa fue la gran paradoja de su propia vida. Godel era un exiliado del Tercer Reich, pero también era un exiliado de este mundo caótico. Creía –necesitaba creer- en un mundo de las ideas que fuese ordenado y perfecto. Y sin quererlo, ayudó a acabar con él.

Y también acabó consigo mismo. Hacia el final de su vida, Godel se declaró incapaz de entender los trabajos de los lógicos modernos y fue víctima de paranoias y depresiones extremas. Asistía a la universidad con una máscara de esquí para no respirar el “ambiente contaminado” de Princeton. En la creencia de que alguien quería envenenarlo, dejó de comer. Murió en 1978, pesando 30 kg. Su certificado de defunción atribuye el deceso a la “desnutrición e inanición” producto de un “trastorno de la personalidad”. Quizá ese sea el precio de conocer el lenguaje completo y perfecto de Dios.

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6 de septiembre de 2006
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La isla de la fantasía

Sí, el mar Mediterráneo es bonito. Pero en Ibiza hasta el agua marina es diferente. Mientras el avión se acerca a la isla, el azul que la rodea parece más brillante, más azul, en suma, más caro. 

Mi primera imagen de la isla refuerza esa impresión. El coche de alquiler que nos espera en el estacionamiento del aeropuerto está solo, con las llaves puestas, y lleva un cartel con el nombre de mi pareja, que proclama a los cuatro vientos la ausencia de su dueño. Es decir, está pidiendo a gritos que lo roben. Como latinoamericano, siempre he imaginado que el paraíso debe ser un lugar en que un coche se puede quedar toda la mañana en un aparcamiento público sin terminar desmantelado y vendido por partes en el mercado negro. 

Ya en Ibiza propiamente dicha, lo primero que impacta son las discotecas. Parece mentira que en algún lugar del mundo haya gente suficiente para llenar todas esas discotecas. Y suficiente dinero para pagar las entradas, cuyo monto total podría cubrir el presupuesto anual de algunos países del Tercer Mundo. La entrada a Space cuesta 50 euros. La de Pachá, otros cincuenta. El Divino cobra sólo 40, pero los días con show sube a 65. Y funcionan sin parar. Hay sesiones por la mañana y por la tarde. Puedes desayunar e irte a la discoteca. Puedes ir a bailar y después al cine. Puedes pasarte la vida ahí dentro. De hecho, parece saludable. Todos los asistentes se limitan a consumir agua y pastillitas, como vitaminas. Imagino que el precio de las entradas compensa el poco dinero que esta gente tan sana evita gastarse en alcohol.

Otro gasto a considerar antes de entrar en la discoteca es el de vestuario, porque aquí no se viene con cualquier cosa. De hecho, en Ibiza no se va con cualquier cosa ni siquiera a la playa. He visto bañadores Armani y Gucci. Yo ni sabía que hubiese bañadores Armani. Si yo me pusiese algo con ese precio, no me atrevería a mojarlo. Probablemente, más bien, le compraría un seguro contra robos e incendios y lo enmarcaría sobre mi cama.

No es de extrañar. En Ibiza todo es de diseño: hasta las drogas, hasta la gente. El asunto no parece tan grave, hasta que uno se echa el protector solar en la barriga y descubre que ella se mueve, como una gigantesca gelatina de leche con vida propia. Uno trata de contenerla antes de ser visto, pero descubre entonces que sus brazos también cuelgan temblorosamente de sus huesos. Te preguntas entonces cuánto costará un cuerpo de esos.

Con el tiempo, sin embargo, se te quita el trauma. Descubres que, en realidad, la mayoría de la gente es como tú, sólo que todos están demasiado ocupados envidiando a los esculturales y nadie se fija en los demás. La verdad, todos seremos más felices el día en que decidamos por consenso que la norma estética es tener poco trasero, algo de barriga, ningún músculo especialmente marcado y una calvicie incipiente.

Lo que te hace reflexionar sobre la arbitrariedad de nuestro concepto de belleza son los pechos femeninos. Hay tantos –y las playas están tan abarrotadas- que Ibiza parece un festival de pechos. Caminas por la orilla y tropiezas con un pecho. Vas bajo el agua, encuentras una medusa pero, no, es un pecho. Te tomas un tinto de verano y, en vez de hielo, un pecho. Los primeros dos días, te niegas a quitarte los lentes de sol y babeas presa de excitación adolescente. Como al tercero, comienzas a hacer inventario y clasificación: pechos que apuntan hacia arriba y pechos que apuntan hacia abajo, pechos con esa especie de chupones en la punta y pechos que tienen la aureola como derretida por el sol, pechos como columnas de roca y pechos como algodones de azúcar. Al cuarto día, estás aburridísimo, y descubres que lo excitante de los pechos era precisamente no verlos. Cuando empieza a parecerte que hay pechos feos en el mundo, es hora de largarte de ahí.

Pero eso nunca ocurre. De hecho, Ibiza en verano es un lugar con tanta belleza que no cabe en la isla y se apelotona por ahí, creando la ilusión de que tú también eres así. Con esa gente, esas playas y esos paisajes, la isla te vende la fantasía de ser mejor de lo que eres, de formar parte de esa belleza y ser, durante un máximo de un mes, accesorio de un mundo ideal.

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4 de septiembre de 2006
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Reacción de ajuste

Espero que hayan tenido unas agradables vacaciones. Espero que al menos hayan tenido vacaciones. Yo pasé las mías con un colapso nervioso.

La crisis se desató después de mi infección auditiva, y precisamente a raíz de ella. Descubrí que ocurría algo anormal en cuanto me encontré llorando en un hotel de Trujillo y llamando a mi pareja en Barcelona sólo para escuchar una voz familiar. Pero mi regreso a Lima no mejoró en nada las cosas. No podía entrar en un restaurante sin romper en llanto. La gente que se acercaba a pedirme que le firmase un libro –algo que siempre me ha hecho muy feliz- ahora me daba miedo. En una reunión familiar me quedé todo el tiempo en un rincón, como el tío idiota que no articula oraciones. De hecho, era incapaz de hablar. Era incapaz de ver personas a menos que estuviesen en la pantalla del televisor. Era incapaz de leer. Era incapaz de salir de mi cuarto y dejar de llorar.

Cancelé el resto de la gira, el blog, el trabajo pendiente, mi colaboración en la radio española e incluso mi dirección de mail. No respondí ninguna llamada telefónica. No le respondía ni a mi madre cuando me llamaba para tomar un café en el comedor.

El psiquiatra me explicó que eso se llama “reacción de ajuste”. Y paradójicamente, es una enfermedad producida por el éxito. Cuando estás excesivamente expuesto, la gente desea verte y que la veas. Como eres un escritor, las personas tienden a quererte, ya que eres básicamente inofensivo, y más bien, les ayudas a sobrellevar la existencia cotidiana. En mi caso, este fenómeno es mucho más intenso en el Perú. Muchos peruanos sintieron el premio Alfaguara como suyo, y además, la novela logró llegar mucho más allá de los lectores habituales, a  barrios y clases sociales en las que por lo general ni siquiera hay librerías.

Creo que eso es lo mejor que puede ocurrirle a un escritor. Pero también lo más difícil de manejar. Súbitamente, pasas de tu silencioso escritorio a dar un acto público diario, a veces ante cuatrocientas personas. La gente se te acerca por la calle, y nunca estás plenamente seguro de ser anónimo y pasar desapercibido. Enciendes la televisión y ahí estás. Abres el periódico y está tu cara. Y luego están las invitaciones. Un día, pasé la mañana con el comité central de Sendero Luminoso, la tarde con Michelle Bachelet, la noche en un programa de televisión y la madrugada en un concierto de Los Diablos Azules. Y eso era un día normal. Añádanse diez horas diarias de agenda de prensa. Y el desbarajuste emocional habitual de regresar al Perú. Y la presión que ya llevaba encima antes de llegar. Una constante olla a presión psicológica. 

Por lo que aprendí con el psiquiatra, los nervios funcionan como cualquier otro órgano del cuerpo. Del mismo modo que uno tiene jugos gástricos para digerir los alimentos, también cuenta con recursos emocionales para digerir las relaciones personales. Y así como el estómago deja de funcionar tras una comilona, los recursos emocionales se agotan tras un banquete de sociabilidad. Incluso una persona que se muda de una choza a un palacio tiene que afrontar cierto nivel de stress para ajustarse emocionalmente a su nuevo entorno. Uno puede tener más suerte de la que su cuerpo puede asimilar.

La diferencia es que, cuando te duele el estómago, sabes qué hacer: comes menos y tomas aspirinas. Cuando te rompes una pierna, puedes más o menos reemplazarla con una muleta. Pero todo eso lo manejas con tu cabeza. Cuando la que está mal es precisamente tu cabeza, no tienes otra, no puedes confiar en tus propias decisiones, te sientes como un náufrago, a la deriva en tu propia e inflamada sensibilidad.

Hay un agravante más: nadie entiende esta enfermedad. Si dices que tienes una crisis nerviosa, la gente se ríe. Todos han tenido un dolor de estómago, pero una crisis nerviosa suena a broma. Las estrellas de cine tienen crisis. Lula tuvo una. Ronaldo sufrió otra. Es una enfermedad demasiado glamorosa. Es difícil creer que tuve una yo. Si no estás sociable, la explicación más obvia es: “desde que es un escritor premiado, se ha vuelto un imbécil”. Me temo que es la explicación que creerán todas las personas a las que no les respondí la llamada, y las que tuvieron la mala suerte de verme en mis peores días, haciendo el papel de guiñapo social. En fin, estoy vivo. Y soy funcional de nuevo. El psiquiatra me ha autorizado a sentirme satisfecho con eso.

Quiero agradecer los casi cien mensajes de apoyo que he recibido en el blog a lo largo de estas semanas. Realmente han sido para mí más reconfortantes de lo que pueden imaginar. Sentir que le importas a alguien es la mejor manera de reconstruir tu contacto con las personas. Gracias por estar ahí, y bienvenidos de vuelta.

Ah, y recuerden: no trabajen demasiado.

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1 de septiembre de 2006
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Vacaciones forzosas

Queridos amigos: reventé.

Como he empalmado esta gira con la de mi novela anterior, llevo más de medio año sin dejar de viajar y contarles lo que veo en este blog. Pero hoy, mi cuerpo ha dicho basta.

El estómago fue lo primero en rebelarse. Comer todos los días en hoteles y restaurantes suena bien, hasta que lo haces durante dos meses. Entonces, llega un momento en que tu sistema digestivo se declara en huelga. Lo siguiente fue la garganta, como les conté la semana pasada. Pero ayer, mientras mi avión aterrizaba en Trujillo, algo dentro de mí estalló. Al principio, pensé que era el bloqueo de oídos normal. Pero duró todo el día. Y esta mañana, en el avión de regreso, se repitió.

El médico me explicó que la inflamación de garganta tuvo una especie de derivación traumática hacia el oído debido al cambio de presión del avión. Me recetó antiinflamatorios y analgésicos y me sugirió descanso.

-Imposible –le dije-. La semana que viene viajo a dos países más. Ya descansaré luego.

-¿Cuántos aviones va a tomar?

-Unos siete a lo largo de la semana.

-No va a llegar ni al tercero.

-¿Por qué? ¿Qué puede pasar?

-Sus oídos empezarán a sangrar y acabará perforándose el tímpano.

Ups.

-No entiendo. Nunca me había pasado esto. Fue sólo un avión. No duró ni una hora de vuelo.

-¿Fuma usted?

-Normalmente casi nada, pero en este viaje he tenido mucha presión.

-¿Tiene horarios de sueño regulares?

-Ni siquiera duermo en el mismo huso horario más de una semana.

-¿Trabaja mucho?

-¿Doce horas al día es mucho?

-¿Comidas? ¿Bebidas?

-No quiere usted saberlo.

-Ya. Entonces no es tan raro. Le informo que su organismo carece por entero de defensas. El problema no es que se va a quedar sordo, sino que se va a morir.

He tenido que cancelar mis viajes de las próximas semanas a Bolivia y Paraguay. Lo siento, amigos. Tengo una invitación a Santa Cruz en noviembre, y prometo que la aprovecharé para ponerme al día. Pero de momento, detendré todo el trabajo. También el blog. Ésta será mi última entrega del mes.

Prometo regresar el 1 de setiembre.

Si estoy vivo.

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7 de agosto de 2006
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ENTRE MUJERES

El último penal que visito es la cárcel de mujeres de Chorrillos. Conforme me acerco al auditorio en que haré la presentación, mi audiencia va llegando. Supongo que es el sueño de todo hombre: un público de casi cien mujeres. Sólo que todas son presas por terrorismo. Eso impone.

Después de Castro Castro y Piedras Gordas, esperaba una recepción similar. Los presos de Sendero Luminoso, especialmente los dirigentes importantes, suelen actuar altivamente, desconfiar de mi lectura ideológica y dirigirme largos discursos sobre su posición política respecto a cada tema que mencione. Me sorprende constatar que, por el contrario, ellas me saludan con un beso y muestran genuino interés por escuchar. Imagino que el sólo hecho de ser el único hombre ahí ya crea un clima de simpatía automático, pero también me parece que las mujeres suelen ser así en todas partes: se toman a sí mismas menos en serio que nosotros.

Una de las internas me resulta familiar. Estoy seguro de haberla visto antes. Sólo cuando se acerca la reconozco: es Elena Iparraguirre, número 2 de Sendero Luminoso y novia de Abimael Guzmán.

-El doctor Guzmán ha leído su novela –me dice.

-¿En serio? –no sé qué decir-. ¿Y le gustó?

-Agradece que sea la primera vez que se habla de nosotros sin insultarnos. Pero le parece una novela demasiado neutral. Él considera que es necesario definirse, tomar posición.

-Fíjese. Lo mismo dicen los policías. Y hasta algún crítico.

Muchos policías me han hablado del miedo cerval que les inspiraba Elena Iparraguirre. En verdad, emana una intensa aura de poder entre sus compañeras. Y se hace notar. Cada cierto rato, participa en mi charla, haciendo apuntes sobre el sentido social en Balzac y otros autores. Es una persona culta y ahí entre las demás, de alguna manera tiene un aire de abeja reina. Al final, cuando me siento para tener una conversación informal, Iparraguirre no se mueve un milímetro, pero todas las demás se desplazan hasta formar un círculo a nuestro alrededor, dejándonos frente a frente.

Sin embargo, ni ella ni las demás son nada agresivas esta mañana. De hecho, la audiencia de Chorrillos resulta la más grata de las que he tenido en las prisiones. Cuando les explico que discrepo con ellas, no se empeñan en comenzar áridas discusiones ideológicas. Quieren saber de literatura, de cómo se escribe una novela, de si es fácil publicar. Quieren hablar de cine. Les pregunto si han visto la película que hizo John Malkovich basada en la historia de Maritza Garrido Lecca. Maritza no la ha visto. Las que sí, opinan que es una película horrible.

También hablan de sí mismas. Voy comprendiendo que hay un factor importante que las hace más flexibles: tienen hijos. Y esos hijos crecen allá afuera, en un mundo que las odia. Eso las obliga a tener una mayor conciencia del exterior. Otro elemento es que a menudo, el estado las ha tratado peor. Los presos varones, por ejemplo, tienen derecho a visitas íntimas de sus parejas. Ellas, no.

Mientras salimos, le cuento mis impresiones a mi amigo Carlos:

-Cuando llegaron a la cárcel no eran así –me comenta-. Eran como asexuadas, rígidas. No les importaba ser femeninas, lo consideraban burgués o algo así. Recuerdo el primer Año Nuevo en que se pintaron y empezaron a relajarse un poco. Parece una tontería pero fue un gran cambio en ellas. Aprendieron a sonreír.

-¿Y no se puede hacer eso con los hombres también?

-Eso estamos haciendo con todos, también con presos comunes. En noviembre, montaremos una exposición con sus trabajos de pintura y escultura, y hemos organizado un concurso de poesía entre cárceles. Las autoridades también han aceptado un ciclo de cine francés, y estamos haciendo cursos de ese idioma que reconoce la Alianza Francesa. Algunos de los liberados ya son profesores de ese idioma.

-Así se reintegran más fácilmente.

-A los presos, especialmente a los subversivos, hay que acercarles el mundo, porque ya no lo reconocen. Con frecuencia, no son conscientes de que su propio lenguaje ha dejado de ser inteligible allá afuera. Pero cuando leen y estudian más, comprenden que el universo es más grande que sus viejas consignas.

Antes de irme, vuelvo a cruzarme con Elena Iparraguirre. Al despedirse, me confiesa que está escribiendo una novela. El tema es político, me dice. Y no me sorprende.

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4 de agosto de 2006
Blogs de autor

El rey Midas

Los presos siempre tienen temperamentos relacionados con sus especialidades. Los de terrorismo, por ejemplo, son graves, dialécticos y monacales. Los presos comunes son bullangueros y tienen más problemas de disciplina. Pero sin duda, de todo mi tour carcelario, los únicos realmente divertidos son los narco.

Los narco no delinquen por necesidad ni por ideología, sino por gula. Lo suyo es amasar más dinero y más poder más rápido. Pero, al menos los que voy conociendo, tienen un sentido lúdico especial. Eso los convierte en tipos prepotentes, pero también cínicos y llenos de sentido del humor. Como los mafiosos de las películas de Scorsese, pero en versión autóctona. Provenientes de un mundo sin ley, han decidido reemplazar el orden de la vida por un juego de video. Etapa 1: puedes ganar siempre pero también, quizá, un día pierdes y te capturan. Etapa 2: puedes regatear condenas denunciando a tus cómplices a la ley, pero entonces tus cómplices te querrán matar. Etapa 3: vuelves a empezar o te matan. El juego no tiene botón off.

El más simpático que conocí se llama, digamos, Wellington. Y es una de las estrellas de la prisión. En su pabellón, la mayoría de internos comparten celda, pero él tiene dos para él solo. Tumbó la pared de en medio para hacerse un saloncito-comedor. Dispone de baño privado. Para dar sensación de amplitud, enchapó enteramente las paredes con espejos, y colgó un par de guitarras. Tiene equipo de música, video, cable y minibar. Por supuesto, tiene contratado como guardaespaldas a otro preso del pabellón.   

-¿Qué condena tienes? –le pregunto.

-Cadena perpetua.

-¿Con cuánto te cogieron? –le pregunto.

-Siete kilos.

-No te dan perpetua por siete kilos.

-No me la dieron por los que me encontraron, sino por los que me adivinaron.

Y se muere de risa.

A Wellington le gusta llamar la atención. Cuando va al tribunal, se arregla, más bien se emperifolla: lleva zapatos dorados, pantalones blancos, camisas de seda y chaquetas de lentejuelas. Una vez asistió con una estola. Todo el mundo cree que es gay, pero él se siente un incomprendido:

-Lo que pasa es que soy el único narco con buen gusto –argumenta.

Además, es histriónico y ampuloso. Le gusta recitar largas peroratas ante el jurado. En una de ellas, despachó un muy largo discurso sobre su precaria situación. Les contó de qué modo había sido aislado y sometido a inhumanas vejaciones. Narró cuánto había sufrido de soledad e inanición afectiva. Dramatizó los temibles efectos de la incomunicación total, sufrió por su falta de contacto humano…

-De repente, en medio de todo ese rollo, empieza a sonar mi teléfono, carajo. Nuevito era, me lo acababan de dar en la celda y me lo había olvidado en mi bolsillo. Conseguí apagarlo disimuladamente pero ¿Sabes quién me pilló? La mecanógrafa, la típica vieja que nunca levanta la cara de la máquina de escribir, justo entonces miró. ¡Vieja de mierda!

Wellington tiene unas diez mil anécdotas como esa, de otras tantas audiencias, apelaciones y sentencias, cada una más graciosa que la otra. Es posible que nunca abandone esa jaula de oro en la que vive, la celda del rey Midas. Pero no parece preocuparle. Él escogió ese juego, y está dispuesto a disfrutarlo en todas sus etapas.

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3 de agosto de 2006
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El Boomeran(g)
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